PS IC O A N Á L IS IS
Jean Laplanche La angustia Problemáticas I
A morro rt uIeclilores
Biblioteca de psicología y psicoanálisis Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky Problématiques I. L'angoisse, Jean Laplanche © Presses Universitaires de , 1980 Primera edición en l'rancés, 1980. Segunda edición, 1981. Traducción: Carmen Michelena (con la supervisión de Silvia Blcichmar) Primera edición en castellano, 1988; primera reimpresión, 2000. Segun da edición, 2012 © Todos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7o piso -C1057AAS Buenos Aires Amorrortu editores España S.L., C/López de Hoyos 15, 3° izquierda 28006 Madrid www.amorrortucditores.com
Queda hecho el depósito que previene la ley n" 11.723 Industria argentina. Made in Argentina ISBN 978-950-518-899-4 (Obra completa) ISBN 978-950-518-164-3 (Volumen I) ISBN 2-13-0036989-8, París, edición original
Laplanche, Jean Problemáticas I. La angustia.- 2“ ed.- Buenos Aires : Amorrortu, 2012 352 p. ; 23x14 cm.- (Biblioteca de psicología y psicoanálisis / Jorge Colapinto y David Maldavsky)
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Traducción de: Carmen Michelena ISBN 978-950-518-899-4 (Obra completa) ISBN 978-950-518-164-3 (Volumen I) 1. Psicoanálisis. I. Michelena, Carmen, trad. II. Título. CDD 150.195
Impreso en los 'rálleles Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provin cia de Buenos Aires, en enero de 2012. Tirada de esta edición: 1.500 ejemplares.
Indice general
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Prólogo a la edición castellana, S ilv ia B le ich m ar
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Advertencia, Je a n Laplanche
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1. La «Angst» en la neurosis
23
18 de noviembre de 1970 Objeción de principio a una enseñanza del psicoanálisis, 23. El psicoanálisis como saber constituido, 25. El recurso a Freud, 26. Historicidad específica del descubrimiento, 28. El retorno sobre Freud, 30. Por una enseñanza psicoanalítica del psicoanálisis, 30. Función esencial de los afectos ne gativos, 32
35
2 de diciembre de 1970 Primera teoría de la angustia: a propósito de las neurosis ac tuales, 35. De la neurastenia. ... 37. . .a la neurosis de an gustia, 39. La angustia flotante y su fijación, 41. Origen sexual de la angustia, 42. La angustia: ¿psicológica o fisiológica?, 44. Insuficiencia de la teoría de W. Reich, 46. Aparición de la «libido psíquica», 48
49
16 de diciembre de 1970 La noción de elaboración psíquica, 49. Diferentes niveles de la «ligazón», 51. Neurosis actuales y psiconeurosis: una clasi ficación nosológica, 53. Neurosis actuales y psiconeurosis: una complementariedad estructural, 56. La somatización psico somática, 58
61
6 de enero de 1971 De una teoría de la angustia a otra, 61. Las «Conferencias de introducción al psicoanálisis», 62. La «Realangst» o «angustiareal», 63. La angustia-real. . . no es realista, 64. La «Angst»: entre miedo y angustia, 65. El par angustia-espanto, 66. El espanto, inhibidor de la elaboración psíquica, 67. El espanto y el desbordamiento del yo, 69. El espanto de la neurosis trau mática, 71
73
20 de enero de 1971 El par angustia-temor, 73. La «Angst»: a la vez miedo y an gustia, 75. La angustia infantil: un análisis freudiano esen cial, 76. Situaciones fobígenas, 77. El prototipo del naci miento, 78. Ninguna angustia-real en el niño, 80
80
17 de febrero de 1971 El miedo está grávido de angustia; la angustia se liga en mie do, 81. La fobia hace estallar el par afecto-representación, 82. La represión y el afecto inconciente, 83. La angustia «uni dad de cuenta», 84. A propósito del «pequeño Hans», 85. Ori gen y destino de la representación, 87. Una terapia inuy centrada en el síntoma, 88. Disposición de las vías asociati vas, 89. La visita al «profesor», 92. Freud, Hans y «la estruc tura», 93
94
3 de m arzo de 1971 Miedo ante el padre ¿y? ¿o? miedo por el padre, 95. Nuevas vías asociativas, 96. Si el padre no es temible, provocarlo co mo tal, 99. Atrapar un síntoma, atrapar un hijo, 101. wegenWngen ¿simple puente verbal?, 103. Sobredeterminación y ambivalencia depositadas en el lenguaje, 105. Origen y des tino del afecto, 106
107
17 de marzo de 1971 ¿Por qué buscar más allá de las representaciones?, 107. La asociación sostenida por el afecto, 108. El síntoma es la cul minación de una circulación orientada, 109. La angustia co mo destino de la libido, 111. La angustia antes de la fobia, 112. Sueño de angustia y cumplimiento de deseo, 113. El sue ño «mi madre querida», 115. El sueño del «hombre del aza dón», 116
118
31 de m arzo de 1971 La angustia «soldada», 118. Desplazamiento y trasformación del afecto, 119. Diferencia esencial entre sueño y síntoma, 121. El yo en la periferia del sueño, 122. El periplo histórico y nosográfico de las fobias, 123. De la obsesión «psíquica», 124. . . . por la angustia «neurótica». . . , 124. .. , a la histeria de angustia, que no sustituye un miedo por otro miedo, 127
129
21 de ab ril de 1971 1915: metapsicología de la histeria de angustia, 129. Una pri mera teoría de la «señal», 132. Tentativa de aplicación al caso Hans, 134. Dificultades, 136. Ni pura angustia econó mica, ni miedo sustituido, 137. Presentimiento del ataque interno, 139
140
5 de mayo de 1971 Introducción a la lectura de Inhibición, síntom a y angus tia, 141
142
19 de m ayo de 1971 Genealogía de las situaciones de angustia, 143. Motivos para una revisión, 144. Un recentramiento en la castración. . ., 147. . . . pero reducciones amenazantes, 149. La angustia no es el medio para un entrenamiento. . ., 152. . . . sino el resto inconciliable del deseo, 153
155
2. La angustia en la tópica
155
14 de diciem bre de 1971 Hablar de análisis a «no-analistas», 155. Todos somos unos «en-análisis», 156. ¿Tener en cuenta el análisis. . . o «conta bilizarlo»?, 157. Pulsión, angustia, sociedad: ¿dónde situar las?, 159
100
11 de enero de 1972 Primeros avatares de la tópica freudiana, 161. Modelo tópi co de La interpretación de los sueños, 165. Una construc ción progresiva, 167. «Lugares» heterogéneos, 169. Un reco rrido en zigzag, 170
172
18 de enero de 1972 Lo que implica una tópica, 172. Niveles de realidad, 175. Tó picas reales del neurótico, 175. ¿Qué cuerpo, en la tópica?, 176. El enrollamiento de la «cubeta», 178. Tangencia de dos circuitos, 179. Más a llá del principio de placer. . 1 8 1 . . . .y su modelo tópico, 182
185
8 de febrero de 1972 Significación económica del límite: la constancia, 187. El do lor, que no es displacer, 188. El dolor en la tópica, 190. El dolor: seudo-pulsión, 191. Traumatismo y neurosis traumá tica, 192
195
22 de febrero de 1972 Espanto, angustia y miedo, 196. El traumatismo en la tópi ca, 197. El desbordamiento, 198. La angustia: movilizacióninmovilización, 199. Comparación de los dos modelos tópi cos, 200. Niveles del modelo de Más a llá del principio de p la cer, 203. Complejidades de una «derivación», 204
206
1U de m arzo de 1972 Derivación metáforo-metonímica: movimiento del ser, 206. Ni empirismo del significado, ni formalismo del significante, 208. Una significancia más acá del lenguaje, 210. Situación del traumatismo por relación a una periferia, 211. Noción del yo a propósito de las neurosis traumáticas, 212
214
11 de ab ril de 1972 Dos tópicas. . ., 214. . . y su bisagra: la vesícula, 215. Tan gencia y encaje, 217. Dolor y traumatismo: efracción, pero ¿de qué envoltura?, 219. Concentración del yo, 220. Dilata ción del yo, 220. Articulación del yo y del cuerpo en el pun to de impacto de la pulsión, 222
224
25 de abr il de 1972 La angustia en la tópica, 224. Desconocimiento por parte de Freud, historiador, de su primera teoría de la angustia, 225. La angustia, el afecto menos «psíquico», 226
227
9 de mayo de 1972 Dos pivotes de la «primera teoría», 227. En Hans: la angustia permanece irreductible a todo miedo, aun cuando este fue ra el de la castración, 228
229
30 de m ayo de 1972 Toda tópica es del yo, 229. El yo, lugar de la angustia, 231. Situación de la angustia, de la castración y del Edipo por relación a la barrera de la represión, 233. El síntoma, ¿sus tituto de lo represor?, 234. Redistribución de cartas en la «Nueva teoría», 235. La castración: ¿realidad o estructura aprés-eoup?, 236. Edipo y castración no podrían ser separa dos, 238. Fobia de castración y agorafobia: ¿exponer el yo al castigo o a la sexualidad?, 239. Las dos teorías: ¿alternati va o dialéctica?, 240
243
La angustia moral
243
14 de noviembre de 1972 La metapsicología: ¿quién volverá a ponerla «sobre sus pies»?, 244. Trivialidad de la autopercepción de la tópica, 245. La tópica: lugar del conflicto y de la angustia, 247
248
28 de noviembre de 1972 Naturaleza y cultura: una repartición tópica que parece evi dente, 249. Ello = naturaleza; yo = cultura. . .: unas ecua ciones que es preciso reconsiderar, 251. Dos maneras, para la naturaleza, de hacerse «representar», 253. El análisis sólo trata con la sexualidad, 255
256
12 de diciem bre de 1972 El impacto tópico de las normas, 257. El superyó: una evi dencia . . . y una facilidad, 258. Clínica de la neurosis obsesi va: los autorreproches, 260. La evolución de la sintomatología, 262. El Hombre de las Ratas, 263. El crimen de pensa miento, 263. Aislamiento del contenido representativo, 265.
El trasfondo de una discusión: el anhelo inconciente, 266. El deseo: única «modalidad» del pensamiento inconciente, 268 269
9 de enero de 1973 El testimonio del lenguaje, 269. Nada de inocencia para el inconciente, 270. Aparición del sadomasoquismo, 271. La deuda: su circuito en el síntoma, 272. El circuito del trata miento, 273. El circuito de las ratas, 273. El circuito familiar de la deuda, 275. La deuda no se trasmite directamente.. ., 276. .. .sino por su descualificación en circuito de ratas, 276
278
23 de enero de 1973 La noción de sadomasoquismo: en los sexólogos.. ., 278. . . . y en Freud: de la perversión. . . , 279. . . . al destino pulsional, 280. Instauración de la escena interior sadomasoquista, 281. D. Lagache y «el conflicto de demanda», 282. G. Deleu ze ataca los puntos débiles.. . , 283. . . . pero no quiere saber nada del método analítico, 284. Verdad del sadomasoquis mo: el neurótico, maquinista y martirizado, 285. El Hombre de las Ratas como rata, 286. Palabras y pensamientos: ratas excremenciales, 289. La «ley»: altamente simbólica y altamen te séptica, 290
290
13 de febrero de 1973 La melancolía: introducción a las instancias ideales, 290. ¿Qué es el narcisismo originario?, 291. Narcisismo e ideal, 292. El superyó: ojo y voz, 293. Melancolía y campo de las depresio nes, 295. El duelo no es un afecto simple, 295. El trabajo del duelo, 297. La melancolía: en el sentido estricto, 298. Tra bajo ligado a una pérdida, 299. El lazo narcisista, 300. Una identificación acusadora, 302. Debate con el objeto, debate con el yo, 303. Identificación e identificación primaria, 303. El narcisismo es la identificación narcisista, 305. La elección narcisista: totalitaria y frágil, 306. Ambivalencia y desunión pulsional, 308. Duelo, duelo patológico, melancolía: tres cons telaciones, 308. La sombra del objeto perdido: lo malo intro yectado, 310
311
13 de m arzo de 1973 ¿Quién persigue a quién en la tópica depresiva?, 312. El «self», correlato ycoartada del «yo autónomo», 313. El superyó he redero del Edipo: El. yo y el ello, 315. Las identificaciones estructurantes del yo, 316. Ideal del yo e «identificación pri maria con el padre», 317. El Edipo, 320
322
8 de m ayo de 1973 Destrucción del Edipo: renuncia e identificación, 322. Para doja fundamental de la identificación: nada de identificación con el rival, 323. El Edipo bisexual, 325. El Edipo no es ni
un condicionamiento ni una homotecia, 327. Situación tópin i de la asunción del sexo, 328. Yo ideal e ideal del yo, 329 22
<‘ mayo de 1973 El sistema de las instancias ideales: D. Lagache, 331. El su peryó, instancia contradictoria, 334. Orígenes del superyó: el problema tópico, 335. Melanie Klein pone en cuestión el punto de vista freudiano demasiado simple, 336. Es la pul sión la que alimenta la severidad del superyó, 338. Castra ción y pérdida de amor, 339. Superyó y «pulsión de muerte», 341. El superyó arcaico y feroz: una rata, 342
Prólogo a la edición castellana S ilv ia Bleichm .ar
Es desde la significación de una historia, que aun en sus giros azarosos deviene sentido, que la elaboración de un prólo go para la edición castellana de estas Problem áticas me im po ne hacer una reflexión pública ante la ohra de Jean Laplanehe. El difícil quehacer que insta a diferenciar la neutralidad de la cómoda abstinencia que deja al sujeto en la vacuidad, privado de toda toma de posición, me lleva a asumir el ejerci c i o de una explicitación en la cual mi posición de discípulo no ilevenga incitación dogmática para el lector. Es lo menos que ile Jean Laplanche he aprendido, cuando desde el m ovimiento ile su propio derrotero propicia una ruptura y una anticipación que somete a caución las fórmulas vaciadas de contenido, rompe In escolástica que clausura las posibilidades de pensar en el interior esterilizante del cómo se debe pensar y del qué se debe pensar. En esa dimensión se nos presenta hoy el encaminamien to seguido en la construcción de sus Problem áticas, al abordar las grandes cuestiones que hacen a la constitución del conoci miento psicoanalítico. Si el proceso de la cura se despliega en el movim iento de un trabajo subterráneo de simbolización donde se sitúa la con c e p c ió n freudiana de la perlaboración, del D urcharbeiten, es en esa línea tam bién que la oposición entre trabajar y dejar l rabajar no está enteramente abolida. «El analizado debe ha cer su m étie r de analizado, el analista debe elaborar interpreIliciones, incluso construcciones. . . En cuanto al “ trabajo” del analista, presenta un doble aspecto: ayudar a levantar las re sistencias y proponer elementos de simbolización, en resonan cia con aquellos que le provee el analizado. Se trata, finalm en te, de favorecer, acoger, hacer venir a la luz, un trabajo oculto V espontáneo, levantando los obstáculos y llegando, con dis creción y respeto, a su encuentro. Es una mayéutica, arte del parto destinada a favorecer un “ trabajo” , y no una demiurgia, no un artesanado tendiente a fabricar al otro según un modelo Ideal».
Con la misma metodología Jean Laplanche aborda el traba jo teórico y la trasmisión de una enseñanza psicoanalítica. De ahí que no sólo nos proponga, sino que ponga en práctica, el movimiento de la D urcharbeiten en la confrontación, recupe rando el método analítico en el interior de todos los espacios donde un psicoanalista, más allá de la práctica clínica misma, ve puesta enjuego su función de analista. No se trata de poner en lK*ca de Freud «lo que Freud quiso decir», haciendo con Freud mismo aquello que tanto se ha repudiado en ios últimos años cuando de escuchar el discurso del sujeto psíquico se trata. Es sólo el su^jeto quien podrá dar razón de su propio enunciado, y en tal sentido, en el orden del discurso científico, este sólo podrá ser leído en el interior de los discursos pronunciados —o escritos—, de modo tal que las correlaciones someterán al ana lista lector —o escucha— a los mismos principios a que su prác tica lo obliga. Se trata, en este caso, a falta de un discurso que corrobore la hipótesis del lector, de la búsqueda de la exigen c ia del productor: «Poner a trabajar a un gran psicoanalista —dice Jean Laplanche— es suponer que es él mismo trabajado por una exigencia que se refleja tanto en su experiencia teoré tica como en su experiencia práctica. Exigencia, en Freud, es lo que lo em puja a reafirmar, después de veinticinco años de teorización, el carácter irreductible de la pulsión y del proceso primario, bajo el térm ino de “ pulsión de m uerte” ». Exigencia es lo que lleva a Jean Laplanche mismo a rastrear, en el volu men que hoy presentamos, los avatares de una energía sexual siempre presta a desestructurar al sujeto, energía que, deveni da pulsión de muerte, deberá encontrar las formas de ligazón, de simbolización, bajo cuyos modos circule en la economía psí quica. Son tam bién estos modos de ligazón de la angustia los que lo conducen a detenerse cuidadosamente en los tres términos presentes en la obra freudiana: Angst, Sckreck, F urcht (angus tia, espanto, miedo) porque los desfasajes y encabalgamientos semánticos entre ellos pueden aguzar la reflexión y ayudarnos a acceder a la complejidad de los fenómenos. Su importancia no se reduce a una modalidad de plasmación psicopatológica: el espanto de la neurosis de espanto, o traumática; la angustia de la neurosis de angustia; y el m ied o. . . ¿diríamos de la fo bia? —ya que no deja de tener su razón de ser el hecho de que esta últim a sea designada Angstysterie, histeria de angustia, y no «histeria de miedo»—. Nos enfrentamos, dice Laplanche, a modos de simbolización, logrados o fallidos, a partir del desligamiento y religamiento
que pone en m archa el modelo de operar fundam ental de la represión: la separación de la carga y de la representación. Hay que concebir distintos niveles de esta ligazón y de esta elabo ración: el más bajo, justam ente, aquel en el cual se plantea el problema de la angustia y del afecto. Presentado el afecto mis mo ya como un primer nivel de elaboración, como un primer nivel de ligazón, del lado opuesto, la angustia será marcada como la desorganización del afecto o, incluso, como el afecto más elemental, más primordial, más cercano a una excitación, y que se descarga de manera no específica. «Trabajo» del apa rato psíquico a la búsqueda de los movimientos de elaboración de esta descarga inespecífica. Desde los comienzos de la obra freudiana, desde el «Proyec to de psicología» y L a in te rpre tación de los sueñas, un modelo cuidadosamente forjado intenta dar razón de un trabajo que en el aparato psíquico se efectúa, sea este el de la ligazón de una cantidad (Q), sea el de un estímulo devenido excitación ;i partir del resto diurno m ediante el trabajo del sueño. Este trabaja no es otro que el de la B in d u n g (ligazón), que tiene su correlato en un proceso inverso de E n tb in d u n g (desligazón n descarga). Situada la angustia del lado de la E n tb in d u n g , po demos nosotros mismos concluir cómo opera el análisis mediante la D urcharbeiten en el procesamiento de la religazón. ¿Cómo ubicar, en este marco, la aparente soldadura que im pregna las teorizaciones analíticas de los últimos años, entre angustia y castración? Si la angustia de castración parecería soldar en una sola fórm ula angustia y castración, no es de des cuidar el hecho de que este «de» liga al mismo tiempo que sepa ra, dando cuenta de que ella obedecería no sólo a una teoría segunda en Freud, sino a una organización segunda en el styeio hum ano. El carácter altam ente organizado de las represen taciones por relación al complejo de castración remite a un as pecto estructurante para el conjunto de la vida libidinal del individuo. Un movimiento psíquico que culm ina en la angustia de castración se despliega a lo largo de lo que Jean Laplanche denom ina castraciones pregenitales, castraciones cuyos avala res son aquellos relacionados con un fantasm a de desprendi miento —sistema de representaciones— y con un afecto —la angustia—. Lo que relaciona a los diferentes modos precurso res de la angustia es, por una parte, el afecto (en todos los ca s o s una angustia de separación) y, por la otra, en el nivel de la organización estructural, una dialéctica entre lo total y lo parcial, siendo el objeto parcial la parte separada o de la cual se es separado.
Resituar la angustia frente a la castración obliga al mismo tiempo, junto a Freud, a resituaría ju n to al proceso defensivo y, en este, por relación a una cuestión cuya insistencia marca un movimiento de retorno en la obra freudiana: es necesario un motivo para la represión. Considerar a la angustia como el mejor motivo para la represión, o para la defensa, nos coloca ante una contradicción: si hasta 1926 (cuando aparece In h ib i ción, sín to m a y angustia) la angustia era consecuencia de la represión, en función de que es el afecto correspondiente a la pulsión reprimida el que deviene angustia, ¿cómo se podría sostener, a partir de la nueva teorización, que la angustia fue ra consecuencia de la represión sin anular al mismo tiempo que se la invocara como su causa? Repensar las dos teorías de la angustia en Freud como al ternativa o como dialéctica, he ahí algo que Jean Laplanche aborda con la misma metodología con que despliega a lo largo de sus Problem áticas las cuestiones no saldadas en la obra freu diana. Como ocurre a m enudo con nuestra interpretación —dice— , nos hemos dado cuenta de que el movimiento del pen samiento (de Freud) sigue de algún modo el pensamiento de la «cosa misma». Lo que quiere decir que la primera teoría vale en primera instancia —en el origen del proceso— y la segunda teoría es una teoría «segunda»: no sólo una teoría válida en se gundo lugar, ulteriormente, en la época edípica, sino una teo ría que el sujeto mismo se da en segundo lugar; una teoría que él se elabora, pero también una m ediante la cual se tranquili za; una teoría que, según el lado hacia el cual se deslice, puede presentarse como una simbolización o como un síntoma. Y del mismo modo que el Edipo cae finalm ente —en la teoría de Freud— del lado del juego pulsional reprimido, lo que hay que indagar —en la génesis individual— es cómo, de estructura es tructurante, él deviene inherente y como connatural al juego elemental de las pulsiones. Desarticuladas angustia y castración, queda por definir una cuestión rectora en relación con la defensa y el síntoma: aque lla de la ubicación tópica de la angustia. Laplanche llega a una conclusión (cuyas premisas teóricas y clínicas el lector podrá seguir a lo largo del texto): toda angustia, si bien proviene del ello, se produce en el yo. La angustia será el producto del yo librado a la pulsión, desbordado por ella; sería, entonces, el yo librado al ataque interno o, mejor dicho, al ataque internoexterno: algo que se puede imaginar como im plantado en la corteza, de lo cual no se puede huir y que el yo deberá, mal que bien, asumir. Este interno-externo, modelo y prototipo del
traumatismo, es también aquel de la pulsión. La angustia que dará redefinida como el aspecto inconciliable del deseo, de to do deseo y, en el mejor de los casos, el resto reducido al m íni mo, pero resto inconciliable, de este. Bajo esta modalidad de redefinición de la angustia en la cual nos hace desembocar Jean Laplanche, no podemos dejar noso tros de recuestionarnos la función del análisis. El lector adver tido no dejará de repensar, a partir de esta obra inaugural de las Pr oblem áticas, los desfiladeros por recorrer en la cura ana lítica. Vemos reaparecer la noción de elaboración psíquica en lodos los niveles de la «cuestión» psicoanalítica: en el nivel de la tópica, en el nivel de las neurosis y, evidentemente, en el nivel de la cura. Si hay que entender que las neurosis, según sus modalidades más diversas, corresponden a una falla de la simbolización, el modo de operar de la cura será precisamente, a la inversa, aquel de volver a poner en marcha una elabora ción, una B in d u n g , o ligazón. La cura consiste, para Freud, en restablecer lazos, conexio nes, entre sistemas o grupos de representaciones que se en cuentran separadas, en restablecer comunicaciones en el inte rior de la vida psíquica. Con la angustia, estamos en el nivel inás elemental del problema de la elaboración. La modalidad de emergencia de la angustia definirá, necesariamente, la fu n ción del análisis. Desde esta dimensión fundam ental la angus tia es la experiencia cotidiana de nuestras curas, la experien cia cotidiana de nuestro propio inconciente, y la experiencia, en definitiva, que recorre la obra freudiana desde el comienzo hasta el final, como una pregunta cuya respuesta no es jam ás asegurada. Se trata, como Laplanche lo definió en su confe rencia pronunciada en la Universidad de Berkeley en abril de 1979, de «una metapsicología sometida a la prueba de la an gustia». En la lectura y seguimiento de Freud que realiza Jean Laplanche en esta Problem ática de La ang ustia, se atiene en su búsqueda a un principio fundam ental —el mismo que guía al analista en su escucha—, y que veremos reaparecer en cada uno de los volúmenes que constituyen esta colección: ninguna formulación freudiana deja de tener razón de ser en el interior de la obra, ni siquiera, por supuesto, aquellas formulaciones con las cuales no concordamos o que consideramos erróneas; por eso se hace indispensable, en lugar de descartarlas jug an do al desconocimiento para trasformar la propuesta freudiana en un sistema, encontrar el movimiento por el cual su presen cia se hace necesaria en el interior del corjtus teórico, aun cuan
do haya que tomar partido, en ciertos momentos, por un Freud contra otro Freud. Desplegada en toda su dimensión, esta propuesta recupera los principios fundam entales del método analítico: no se trata de encontrar los «errores» que impedirían el avance del trascu rrir analítico, sino de resignificar las imes que se ofrecen como aberturas para la evolución de la espiral productora de conocimiento tanto en el dom inio de la teoría como en el de la cura. Lo incognoscido deberá encontrar un lugar de signifi cación a partir de que lo conocido opera como instrumental y no como dogma, y en ese procesamiento se deberá levantar el desconocimiento obturante que insiste en tanto resistencia del sujeto analista. El derrotero de Jean Laplanche es teoréti co, es decir de consecuencias tanto teóricas como clínicas, im buido de una perspectiva siempre trasformadora, dejando en su m ovimiento de lado la falsa opción que considera tanto a la cura un lugar de «aplicación» de la teoría, como a la teoría un «resultado» de la experiencia clínica. Tal perspectiva teórica no se podría abstener de enfrentar se a la discusión con el formalismo estructuralista, y al intento de vaciar el inconciente de sus propios contenidos en aras de la trascendencia de un código transindividual cuyas vertientes se deslizaron en los últimos años en dos direcciones: o el aban dono de toda teoría de la cura, o el sometimiento de esta a una teleología que será cuestionada en sus diversas modalida des, una de las cuales se abre como cuestión fundam ental en este volumen: recuperar el problema de la angustia en psico análisis es tam bién plantear la derivación metáforo-metonímica de lo psíquico por relación al cuerpo. Es retomar la cuestión del origen y de la situación de la energía traum atizante a par tir de la cual explorar el modo de operación de las excitaciones de origen interno-externo que encontramos en la base de las neurosis, es decir, del traum atismo provocado por la energía pulsional misma. Romper con el empirismo del significado implica tom ar dis tancia teórica por relación al formalismo del significante. Y es también, en últim a instancia, abordar el carácter constitutivo de los objetos originarios que operan como residuos determi nando la constitución de las instancias psíquicas. No sólo su modo de operación (carácter formal de una legalidad existen te), sino sus contenidos particulares. Es posible que más allá de las elaboraciones que abran estas problemáticas, dos sean las enseñanzas mayores que Jean Laplanche nos ofrece. Por un lado, que aproximarse al trabajo
teórico con una metodología analítica somete al analista a las mismas leyes que guían su escucha en el interior del consulto rio: será sacudido en sus propias certezas, deberá dejar en sus penso sus propias pasiones, se verá obligado a callar cuando prematuramente quiera obturar con lo que ya sabe la molestia irritante a la cual nuevos campos de conocimiento lo exponen. Para que el concepto no sea «espina en la carne» cuyos efectos de pasión sufre pasivamente el teorizante, deberá retrabajar su propia historia y por ende recuperar la historia del psico análisis, de las generaciones que lo anteceden en el decurso ana lítico, y perlaborar tanto la inclusión del concepto en su deve nir como a sí mismo en el movimiento que lo instaura en la serie de las generaciones. Pero ello implicará un desgarramiento no menor que aquel al cual se ve sometido en tanto analizado en el diván, y arrastrará en el develamiento que lo desengarza de sus propios padres de la infancia los restos trasferenciales q ue la marea de certidumbres arrastra en su caída. Se necesita creer en el análisis, en su potencialidad simbolizante y, por qué lio, curativa (más allá de la peyorización a que la trasforma ción clínica ha sido sometida, cuando el desprecio es la forma paradigmática de la impotencia), para reconocer que sólo un nnálisis sin abrochamientos explícitos en el punto de partida puede constituir el movimiento por el cual el analista acceda i i la función analítica. De ahí que Jean Laplanche se vea lleva do por su propia formulación teorética a cuestionar el análisis llamado «didáctico», sabiendo que no hay analista que no se vea sometido a la tentación permanente de suturar con la alian za familiar, en últim a instancia, ya que es esa la primera insIII lición que nos coopta—, neurótica o perversa, el abismo que si* abre cuando de abordar la sexualidad que fija la posición 1 1**1 inconciente se trata. Por otra parte, que la petulancia con la cual el discurso de las diversas escuelas intenta conservar •tus propios baluartes, no es índice sino de una fragilidad tra bajosamente defendida en aras de impedir que las contradic ciones que puedan poner en riesgo su supuesta «unidad teóri ca- las someta a la fragmentación del corpas (siempre propio, •iicmpre materno) cuyos riesgos de muerte acechan al sistem a. i n psicoanálisis en el cual todo se reinventa permanentementc, en el cual cada escuela parece engendrarse a sí misma des ligada de la historia de las generaciones, sólo puede acarrear ln muerte en la medida en que la endogamia de las sectas no permite la confrontación de los enunciados, única forma de ac• i".n a una circulación productiva. Al considerar a estas Problem áticas no sólo como un espa-
ció de conocimiento sino de simbolización, he intentado en su traducción (así como en los volúmenes cuya supervisión técni ca me fue confiada), los movimientos del lenguaje que posibili ten a cada lector ampliar su propio m ovimiento de elaboración. La pasivización intrusiva que se reproduce en los orígenes mis mos de la formación analítica y que propicia los enclaves im a ginarios por los cuales se establece una homotecia paralizante en la constitución del sujeto analista, debe abrir paso a la ins tauración de una metábola simbolizante, único discurso verda dero m ediante el cual los analistas podremos escuchar y escu charnos en la construcción de una propuesta que nos arranque tanto de la horda como de la «masa» indiscrim inada en la cual tanta posibilidad productiva se diluye. He pretendido, desde es ta perspectiva, que el recorrido teorético de Jean Laplanche re suene en su propia dimensión, optando para ello, cuando la elección de uno y otro vocablo me incitaba a la toma de parti do, a que esta se realice en el interior mismo de lo que él quie re exponer, recurriendo a su propia propuesta para no trasformarme en su intérprete. Me he visto obligada, en tal sentido, a forzar la propia lengua, retenida sólo por los límites donde la ruptura de la gramaticalidad pudiera devenir sin sentido, cuando es hacia el sentido aquello a lo cual se abre el discurso científico. Hacer oír lo que Jean Laplanche quiere decir, sin convertir me en su intérprete, nos permite a ambos ocupar nuestros res pectivos lugares, retomar nuestro propio encuentro discursi vo, si mi encuentro con su propuesta, más acá del agradeci m iento personal y en el camino mismo que él me ayudara a construir, es llevar hasta sus verdaderos límites la ubicación, tam bién singular, del discurso analítico.
Advertencia ■Jean L aplanche
Desde 1962 en la Escuela Normal y en la Sorbona, y desde 1969 en el U E R 1 de Ciencias Humanas Clínicas (Sorbona, Uni versidad de París Vil), prosigo y expongo en una enseñanza pública un itinerario problemático e interpretativo que avanza por ciertos ejes principales de la teoría psicoanalítica. Con el título general de P roblem áticas, estos cursos se recopilan aquí a partir de los años 1970-71.2 El texto pronunciado no ha suírido más que las modificaciones a que obligó su publicación. Los temas de los años sucesivos se encadenan según una lógica que no tiene nada de deliberado: el trayecto está dirigi do a la vez por el contenido y por mi evolución personal. Fue sólo aprés-coup como descubrí, sin demasiado artificio, la posi bilidad de reagruparlos en algunos volúmenes. El ciclo de un curso anual es inaugurado, la mayoría de las veces, por una introducción metodológica más o menos extennii. Impresas en bastardillas, estas introducciones me dispen san de retomar aquí sus ideas fundamentales. Ellas dan testi monio de una reflexión continuada sobre las modalidades de mi itinerario, así como sobre la legitimidad de proseguirlo «en la universidad». Sin duda el lector, según sus disposiciones y su disponibili dad, podrá reaccionar a esta publicación de dos maneras di versas. El clasicismo de las nociones, el recurso frecuente al comentario crítico, los retornos y repeticiones (impuestos por el hecho de dirigirme, cada año, a un auditorio en gran parte nuevo) acaso lo muevan a juzgar estos textos como un ejemplo extremo de la tan desacreditada «exégesis freudiana». O bien 1 |UER: Unilé d'Etudes el Recherche. El 18 de junio de 1975, por dei filón ministerial, el Laboratorio de Psicoanálisis y Psicopatología del UER de ('leudas Humanas Clínicas (Universidad de París VII) fue habilitado pai
si me concede una cuota de paciencia y benevolencia para aco plarse a mi paso, será tal vez receptivo a algunas profundizaciones o aperturas, a la tentativa de abordar la teoría misma teniendo en cuenta el método analítico, a mi manera de hacer rechinar hasta el fin ciertos goznes, derivar ciertos conceptos. A través de esta form a de hacer problem ática la doctrina, pe ro también la historia y la clínica, se esboza la configuración de otra tem ática.
1. La «Angst» en la neurosis
18 de noviembre de 1970 Este curso fo rm a parte del UER1 de C iencias H um anas C línicas, lo que no PRINCIPIO A UNA deja de p lan te ar cuestiones, incluso l-'.NSEÑANZA DF.I. paradojas, que quiero e x a m in a r p r i PSICOANALISIS m eram ente. E l UER de Ciencias H um anas C línicas tiene p o r eje determ inada in te n ción form ativa. Propende afleli.b iliz a r las fro n te ras entre enseñanza y fo rm a c ió n o, m ás bien, entre enseñanza, p ráctica e investigación. A testiguan en este sentida, por ejemplo, su p o lític a de residencias y el hecho de que la casi to ta lid a d de los enseñantes sean prácticos fa c u l tativos; y, este año, la fu n d a c ió n de u n «In stitu to de F o rm a ción» posterior a la m aestría. E n aparente oposición a este objetivo, se les proponen a us tedes unos grupos de p sico an álisis, que son sem inarios teóri cos (no h a rá n «grupo» en ellos) y hasta u n curso llam ad o m a gistral: este. A ndam os entonces aparentem ente con retraso, en psicoanálisis, fre nte a la concepción general de este UER y a las aspiraciones de m uchos de ustedes. No ig n o ra n ustedes la existencia. Ju e ra del recinto u n iv e r sitario, de u n a fo rm a c ió n p sicoavalítica que, cualesquiera que sean las diferencias entre las escuelas que la im p arte n , tiene por pie d ra an g u lar el psicoanálisis personal y por método com plem entario las curas controladas. Esto no se ha constituido de la noche a la m a ñ a n a , sin o en el trascurso de la ya larga h isto ria del p sico an álisis, desde 1900, y p o r tanteos. No volveré a tra z a r a q u í esta h istoria, n i m e detendré en las diferentes interpretaciones dadas del p sico an álisis que se lla m a «de form ación». Es cierto, en todo caso, que el psicoanáO b je c ió n
de
1 Véase, en la "Advertencia», nota explicativa al pie.
tisis personal es la tría regia p a ra alc a n za r u n a p arte de la verdad p sico an a lítica. F reud repite a m enudo esta fó rm u la de Goethe: «Lo que has heredado, adquiérelo a f i n de poseerlo». Esta no es u n a fó r m u la e m p irista; no se trata de la a d q u is i c ió n de u n saber-hacer. «El p sico an álisis no se enseña, se tras m ite », suele decirse. Y m uchos p sicoanalistas re firm a n : «Pero no se trasm ite como u n a receta». Todo está ya a h í, hay que a d q u irirlo , h ay que apropiárselo. Todo está ya a h í, en vues tro p ro p io inconciente, como lo estaba ya en el inconciente de Freud. Pero este inconciente, intem poral, debe ser readquirido, reasum ido en el tiem po. Frente a la experiencia de la cura personal, la enseñanza tiene m a la fa m a entre los psicoanalistas. L a enseñanza sólo c o n trib u iría , se dice a m enudo, a l fá rra g o del supuesto saber constituido. Y esta c rític a entra en u n a oposición que se ha puesto de m oda, pero que h a b ría que sopesar cuidadosam ente en sus térm inos, m ás a llá de su uso polém ico: oposición del saber y de la verdad. E l saber sería lo que está sedim entada, constituido, sistem atizado; lo que, precisam ente, el sujeto debe sobrepasar, por ejem plo en su psicoanálisis, h acia su pro p ia verdad, m ás a llá de ese aparente saber sobre s í m ism o. De la m ism a m an e ra que el sujeto en su a n á lis is , el p sicoan á lisis m ism o, en su m ovim iento, debería poder sobrejiasar su d octrin a constituida. Pero, ¿h a c ia (pié? O tra c rític a : los p sico an alistas entienden que la teoría y la enseñanza de la teoría p sic o a n a lític a a l cabo no hacen m ás que c o n trib u ir a la confusión de lenguas ya enorme, a ese p u ro virtuosism o de los conceptos que parece extenderse hoy por la b ib lio g ra fía p sico an a lítica; c o n trib u ir, en d e fin itiv a , a las defensas de los psicoanalistas y, sim plem ente, de los hombres contem poráneos, respecto de su propio inconciente. Esta fu n c ió n defensiva del saber y de la teoría ha sido se ñ a la d a desde siem pre (desde el n acim ie n to del psicoanálisis), en p a rtic u la r con los bien conocidos térm inos de intelectualización y de ra c io n a liza c ió n ; u n a y o tra son modos de rechazo del afecto o, en u n lenguaje m ás reciente, del deseo. S in em bargo, F reud ru> se im puso la p ro h ib ic ió n de enseñar. Fue pro fesor en Viena d uran te m uchos años, y aunque tengamos m uy pocos inform es de sits cursos, conocemos a l menos uno que es central: Conferencias de introducción al psicoanálisis, que es la reseña de sus clases de los años 1916-1917 y que no es sino u n curso entre otros, puesto que, de 1900 a 1917, F reud enseñó el p sico an álisis. Adem ás, él adoptó con fre cue ncia la fo rm a d id áctic a p a ra redactar algunos de sus artículo s como si, ver-
(laderam ente, la fo rm a de la enseñanza, como diálogo, le p a reciera particularm ente interesante. Un hecho, quizás a ú n m ás característico, es que en 1917 se produce en Budapest la revo lu c ió n bolchevique. Bela K un tom a el poder y, con él, el p r in cip al d iscíp ulo de Freud, Ferenczi., es nom brado enseguida en el cargo de profesor• de p sic o a n ális is en la U niversidad de B u dapest. E n ese m arco, u n a S'uerte de cuestionario se envía a cierta ca n tid a d de m édicos y de personalidades p ara pregun tarles cómo conciben u n a enseñanza renovada de su d is c ip li na, en el seno de esta u n iv e rsid ad «revolucionaria». F reud res ponde en u n a rtíc u lo que se in titu la *¿Debe enseñarse el p s i co an álisis en la U niversidad?», y su respuesta, en conjunto, es extrem adam ente positiva. Pero, se objetará, todo esto era válido en u n período en el c ual la enseña nza del p sico an álisis tenía a ú n efecto de subversión; actualm ente, m ás bien ir ía de consuno con el establishment. E n esa época, el p sico an álisis descubría, a l enseñarse, su p rop io derrotero h acia la verdad, h a d a su verdad que co in cid ía, p o r otra parte, sencillam ente, con la verdad de Freud. E n efecto, la verdad del inconciente es u n a , y estaba a llí, descubierta en la p ro p ia exploración que Freud h acía de su inconciente. A hora bien, ¿repetir la verdad ile Freud sigue siendo repetir la verdad? A sí, F reud m ism o h a b ría pasado del lado de la defensa o de lo que llam am os la «sofocación». La «sofocación», como sabemos, puede adoptar diferentes asI >ectos, el m ás evidente de los cuales, en nuestros días, es ese que se lla m a d ifu s ió n , v u lg arizac ión , «recuperación». Por ese ludo, en. lo que concierne a l psicoan álisis, estamos, me atrevo a decir, bien servidos: el psicoanálisis está en todas partes en ••I siglo, nos anegam os en él. Está a h í, en el público, algunas de cuyas reacciones in f orm a am pliam ente, como u n fenóm e no ile psicología social, estudiado en u n a obr a ya u n poco anin in a de M oscovici.2 Esta «im agen» im p líc ita , vu lg arizad a . . . , es tan errónea como se p o d ría esperar? No es seguro. . . Pero el p sico an álisis está presente l'.i p s i c o a n á l i s i s tam bién p a ra el «lector culto medio», I I im o s a b e r ustedes y yo, ese que, p o r ejemplo, ir á < i in s t i t u id o a «d em andar u n análisis». Se hacen tratados de psicoanálisis; el psicoanáli sis se presenta incluso como ciencia constituida. ¿Se trata de N Moscovici, La psychanalyse, son image etson public (1961) [El psimu mil ¡sis, su imagen y su público], París: PUF, 1976(edición enteramenI» M-fundida).
u n a c ie n cia co n stitu id a en el sentido en que se em plea este tér m in o p a ra las ciencias «exactas»? A firm arlo im p o n d ría demos tra r que es a c u m u l a t i v a , es decir que los conocim ientos que aporta vienen a enriquecer cierto tesoro y que, p o r otra parte, supera sus hipótesis precedentes incluyéndolas. Pensemos en lo que ha podido o c u rrir con el pasaje de la fís ic a new toniana a. la fís ic a de E in ste in : los hechos ya descubiertos no son a n u lados, sino retom ados en u n sistem a explicativo m ás vasto. F i nalm ente h a b ría que dem ostrar que puede ser o l v i d a d i z o d e s u h i s t o r i a . Creo que este es el p un to m ás im portante: ¿en qué m edida u n a cie n cia es olvidadiza, de su h isto ria ? ¿E n qué m e d id a ite exposición i n s t a n t á n e a , como u n sistem a? F reud m ism o, después de todo, hizo tratados de p sicoanálisis, «com pendios», en los que intenta, precisam ente, o lv id a r la h isto ria de su p ro p io descubrim iento. ¿C u ál es la s itu a c ió n que encuentra nuestro «lector culto m edio» en ese cam po del saber p sico an alítico ? a. E n p rim e r lugar, la avalancha de publicaciones, de la cual a u n u n com pendio como The Index of Psychoanalytic Writings, de G rin ste in , da u n a idea incom pleta. N in g ú n tem a de trabajo, p a ra u n investigador, puede pretender a v a n zar sobre u n terreno relativam ente virgen. b. Desjmés, el particularismo del lenguaje en las diferentes escuelas, incluso las diferentes sectas, que en algunos casos pue de Ucgar hasta el esoteristno. c. Consecuencia de los dos puntos precedentes, la d ificul tad, p a ra cada lector, de hacer concordar las cosas, de estable cer él m ism o su perspectiva. E l que entra en la lite ra tu ra psico an alítica, p o r cua lq u ie r p ue rta de este enorm e edificio, se ve llevado, casi necesariam ente, a form arse u n a especie de sis tem a de o piniones personal, forzosam ente falso, donde coexis ten nociones que pertenecen a escuelas diferentes o a diversas épocas. Verá coexistir nociones como «yo autónom o■ », que co rresponde a l p sico an álisis norteam ericano; «traum atism o », que, p o r el contrario, está lig ad a a los com ienzos del psico a n á lis is , o a u n «objeto bueno», tra íd a a l p rim e r p lan o p o r u n a escuela m uy p a rtic u la r: la escuela inglesa de M elanie K lein. d. Otro carácter, a ú n , es que nuestro «lector culto m edio» ad v e rtirá enseguida (q u iz á con escándalo) la om nipresencia de u n personaje central. Q uiero decir E l re cu rso que, en p sico análisis, hacemos s in cea F rkud sar r e c u r s o a F r e u d , a los textos freudianos, que aparecen como u n a b ib lia sacrosanta. Después de todo, esta referencia a u n texto no es
algo ún ico. E x istió, en la E dad M edia, la referencia a A ristó teles; existe, en toda u n a corriente del pensam iento socioeco nóm ico contem poráneo, la referencia a M arx. S e ria p o r otra parte interesante hacer u n trab ajo com parado sobre estas d i versas ma.neras de referirse a u n texto de base, considerado como el corpus que se c ita y se discute. Q u iz á llegaríam os a la conclusión, a pesar de esta s im ilitu d aparente, de que es m u y d is tin ta escolástica según los tres personajes: Aristóteles, M arx y Freud. En todo caso, en p sico an álisis, a u n si se invoca a F reud, es ciertam ente de u n a m anera m uy precavida. No se asesta a pesar de todo F reud como argum ento de au to rid a d ; no es ta l vez tanto el recurso a Freud lo que nos im p orta, cua n to el retorno a Freud. F reud como in ic ia d o r del p sico an álisis constituye, en s i m ism o, u n problem a. L a sola necesidad de volver a los orígenes p lan te a u n problem a epistem ológico refe rid o a l estatuto de esta ciencia, de este m odo de conocim iento que pretende ser el psicoanálisis. P ara tom ar el ejemplo de la fís ic a : ¿Se retorna a G alileo? ¿Se re to m a a Newton? ¿Se retor n a incluso a E in ste in ? Ciertam ente que no, salvo si se es histo ria d o r de la fís ic a , que es u n a especialidad m uy p a rtic u la r. E l fís ic o u tiliz a los descubrim ientos de uno u otro de sus g ra n des precursores, pero s in hacer retorno a ellos explícitam ente; no vuelve s in cesar a u n a reflexión sobre el m odo en que su r g ió el descubrim iento. Entonces, d ir á n ustedes, el p s ic o a n áli sis no es u n a ciencia, no es sin o u n ú ltim o a v a ta r de la filoso fía. Y ustedes saben que la filo s o fía ha pasado a ser cada vez m ás la h isto ria de la filo s o fía . La filosofía, es verdaderam ente inseparable de u n a reflexión y de u n retom o incesantes sobre s í m ism a, y sobre los sistem as que ha ido elaborando; esto sobre todo después de Hegel, y a ú n m ás en la época actual. La h isto ria de la filo s o fía (M arx 1o dijo) es a l m ism o tiem po la m uerte de la filo s o fía . Pero la filo s o fía se m antie ne m u y loza n a haciendo su p ro p ia h is to r ia . . . El p sico an álisis no es s in embargo la h isto ria del p sico an álisis; es realm ente u n a cien c ia en. el sentido m ás a m p lio o, a l menos, tiende s in cesar a serlo: m uy jrrecisam ente, en lu m edida en que pro cura fo rm u la r verdades sobre u n objeto, que es el inconciente. Pero la p a rtic u la rid a d de esta cie n cia es que, en su su rgim ie n to m is mo, está, lig ad a a la h isto ria de su propio objeto. Q uiero decir que el descubrim iento fre u d ia n o está ligad o necesariam ente a l descubrim iento, p o r p arte de Freud, de su p ro p io incon ciente y de ciertas dim ensiones que se vuelven a encontrar en, el inconciente de cada uno. El p sico an álisis no es tam poco historia, a l menos en el sen-
tido m ás tr iv ia l del térm ino, a saber, que presentara u n desa rro llo cronológico con u n antes y u n después, de suerte que se p u d ie ra decir sim plem ente, y s in otra precaución: antes de Freud, en F reud y después de F reud. Me explico: la cronolo g ía, d im e n sión im p ortan te en la h is to ria de las ideas, no tie ne ta l vez exactam ente el m ism o lu g a r en, p sic o a n ális is que en otras partes. A hora, s in embargo, H is t o r ic id a d argum entaré u n instante a l revés de e s p e c íf ic a d e l lo que estoy en vías de a firm a r. Es d e s c u b r im ie n t o (vierto que, p a ra aquel que estaba en la. h isto ria del descubrim iento a n a lí tico, me refiero a Freud, h a b ía un problem a de cronología; cada uno de sus descubrim ientos, pequeños o grandes, a u n seudodescubrim ientos, estaba m arcado, en su com ienzo, p o r u n a especie de exclam ación, por u n «¡eureka!»: «¡Lo encontré! y esto merece serfechado». P a ra que a d viertan esta dim ensión y tam bién esta ilu s ió n cronológica de Freud, los rem ito naturalm ente a la correspondencia con Fliess. Freud. escribe a llí, en el e n tu siasm o (tam bién a veces en la depresión): «Ya te he revelado ta l o cua l g ra n secreto: la h iste ria es esto, la neurosis es aque llo»•; o tam b ién ese fam oso pasaje: «¿Crees tú verdaderam ente que h ab rá u n d ía en. la casa u n a p lac a de m árm o l que diga: "A q u í, el 24 de ju lio de 1895, le fu e revelado a l doctor Sigm u n d F reud el secreto de los sueños” ?».3 E n reverencia a esta ilu s ió n cronológica, la. placa fu e efectivam ente colocada des pués p o r los discípulos. Pero el m onum ento escrito es m ás com plejo; perm ite pre se n tir lo que es la *historia» del p sicoanálisis: cómo se va, cier tam ente, de descubrim iento en descubrim iento, pero, sobre to do, los descubrim ientos son tales en la m e d id a en que se cree, en que F reud m ism o lo cree. Los descubrim ientos son id e n tifi cados siem pre aprés-eoup. No obstante, p ara Freud, en esta especie de m ovim iento en e sp iral que le hace descubrir cosas que en el fo n d o ya h a b ía pensado, se im pone la necesidad, en cada espiral, d e «f ija r la fecha» en el sentido m ás fue rte en que se puede a jim ia r esta expresión. He a q u í a ú n otro pasaje, en donde el h um o r de la presentación no hace m ás que re alzar la vio lencia de la exigencia: «/M uy querido W ilh e lm .j ' E ra, pues, el ¡2 de noviem bre de 1897; el Sol estaba justam ente en el cuadrante oriental, Mer;t S. Freud, La naissance de la psychanalyse, París: PUF, 1973, pág. 286. [Aus den Avfanyen der Psychoanalyse, Londres: Itnago, 1950, carta 137, pág. 344.|
c u rio y Venus en c o n ju n c ió n ". No, hoy ya no em pieza a s í u n
hay, en psicoanálisis, u n a suerte de dialéctica, esta es siem pre precaria en su. encam inam iento, es aquella, de u n dem asiado-tem prano: acontecim ientos que ocurren dem asiado tem prano p a ra poder ser entendidos a ú n , p a ra a d q u ir ir ver daderam ente su im p o rtan cia; y la. de u n demasiado-tarde, con todas las fa lla s , todos los retornos (nosotros em pleam os m ás bien el térm ino de regresión) posibles. U na h isto ria, entonces, que nunca, es ta n novedosa como se p ud ie ra esperar, pero que n u n ca es ta n m onótona como se p u d ie ra creer. H ablé de recurso a Freud, de retom o a F reud; y bien, de buena, gano fo rm u la ría ahora el program a de u n retorno sobre Freud y sobre el m ovim iento psicoEl retorno an alítico . Retom o sobre Freud: Freud sobre F reu d m ism o lo hizo m uchas veces. Nos sor prende ver cuántos pasajes ha dedica do a. la h isto ria de su propio pensam iento, cómo reescri.be su p ro p ia h istoria, Y no se trata, sólo de textos explícitam ente h is tóricos como Presentación autobiográfica o Contribución a la historia del movim iento psicoanalítico, sino que en casi todos los textos encontram os u n a retrospectiva h istórica, u n retor no sobre F reud por él m ism o, en ese m ovim iento de espiral. F reud reescri.be su. h isto ria según u n a óp tica m uy p a rtic u la r, donde la verdad de alg un as interpretaciones se mezcla. ín t i m am ente con la deform ación de ciertos elementos fácticos. Re to m o sobre s í m ism o, en u n m ovim iento en espiral, donde F reud cree descubrir, a veces, cosas que te n ía planteadas des de hacía m ucho tiem po. E n 1920, p o r ejemplo, cree ap o rtar u n g ra n descubrim iento con la noción de >yo», cuando esta se encuentra ya, enteram ente en sus p rim eros escritos. Vuelve a descubrir cosas como la *defensa»; y a u n con la, introducción de u n concepto ta n p a rtic u la r, ta n extraño, como el de «p u l sió n de muerte», nos percatam os de que en re a lid a d hay m ás bien u n a redistribución que u n verdadero descubrim iento. Por que hay u n solo descubrim iento, que los engloba a todos: aquel, evidentemente, de su prop io inconciente. Descubrim iento de su propio inconciente. Para volver a este UER, y a l sector bien d e lim itad o dentro del c u a l el p s ic o a n á li sis se «prog ram a» explícitam ente, hemos querido sostener esta apuesta, pero «como analistas». ¿Es poPo r una enseñanza sible enseñar la teoría psicoanalítica p s ic o a n a l ít ic a como analistas? ¿Es posible hacer pai »e l p s i c o a n á l i s i s sar, a la enseñanza y a l estudio, algo incluso de la exigencia que p re sid ió el descubrim iento? Por m i parle, estar a q u í sig n ific a que no re
mi lirio a ap ro x im arm e a esta perspectiva: una enseñanza psinm nalftica del psicoanálisis. < 'reo que se pueden e n u n cia r algunas condiciones m ín im as; m encionaré dos de ellas. P or u n a parte, esta enseñanza debe respetar cierta dimensión histórica. U na h is to ria que logre es lo que im p r im ir ía a la enseñanza del a n á lis is carácter a n a lític o — d a r razón de categorías tem porales descubiertas l«>r el fre ud ism o : la noción de repetición, la noción de ocultam i cuto o de repr esión; la n o ción de retom o de lo re p rim id o il, m ili m ás, tal vez, la noción de aprés-eoup. P ara u n aborda!>• semejante, las h isto rias m ás propiam ente cronológicas (Jo nes
n tendemos interpretar.
Deseo, placer, aspiración. . . todos estos términos nos remi tirían a una filosofía del futuro, incluso una filosofía del «pro yecto». Ahora bien, es seguramente un reproche dirigido al psi coanálisis, un reproche fundado, que él se pretenda desmitificador de esta dimensión del proyecto. Y aun ese famoso «deseo» preconizado en nuestros días por algunos psicoanalistas, con acentos cuasi místicos, ¿no está ante todo marcado por los pri meros encuentros que lo formaron? Ustedes conocen la fam o sa fórm ula de Freud: «Encontrar el objeto es, de hecho, reen contrarlo». Todo el psicoanálisis se construye sobre una des confianza hacia aquellos que entonan el him no al deseo. Para marcar esta nota pesimista, antidionisíaca, ¿he cen trado este curso en lo que podemos llamar los afectos negati vos: displacer, dolor, an g u stia5? Quisiera este año tratar de situar su fu n c ió n , de una parte, en la puesta en marcha del proceso psíqui F u n c ió n co. Por ejemplo: ¿en qué sentido atri ESENCIAL DE buye Freud más al displacer que al pla LOS AFECTOS cer la dinám ica del proceso pulsional? n e g a t iv o s Y de otra parte, en la formación de los síntomas, puesto que la angustia es aquí central. Pero me gus taría precisar también sus relaciones recípr<x;as, que distan m u cho de ser simples: displacer y dolor, en particular, no son si nónimos en manera alguna, a pesar de ciertas lecturas un tan to apresuradas. Existe en Freud no sólo una teoría del displacer, relativamente simple, sino además una teoría del dolor, que en su relación con el cuerpo es considerado como efracción. Estas relaciones del displacer, del dolor y de la angustia, augu ran enseñarnos algo sobre la relación del psiquismo con el cuer po, no en el sentido de las viejas relaciones del alma y el cuer po, sino sobre los modos de trasposición, de derivación o de metáfora según los cuales se com unican estos dos dominios: el de la estructura psíquica (la del yo, particularmente) y el del cuerpo. Por otra parte, acaso esta reflexión logre aclararnos algo so bre la teoría y la función general de los afectos y sobre la signi ficación de aquello que los psicoanalistas llaman registro «eco nómico». Para Freud, es uno de los aspectos de la teoría psicoanalítica en su nivel más abstracto; él lo denom ina «metapsicología». En esta metapsicología, él distingue el punto de vista tópico, llamado también, en la actualidad, punto de vista estructural, es decir la toma en consideración de diferentes lu5 El título anunciado para este curso era «Angustia, dolor, displacer».
«Mies psíquicos y de su interacción, por ejemplo: inconciente v preconciente, o el yo y el superyó. El psiquismo es aquí con siderado como un aparato constituido de partes extra partes, i|iie tienen una acción las unas sobre las otras. A l lado de este ir.pecio tópico, el aspecto d in ám ico , que toma en considerai Ion la teoría del conflicto. Se trata de aspectos que sólo se illst Inguen por abstracción y, evidentemente, el punto de vista dinámico, el del conflicto, no se concibe sino en relación con el punto de vista tópico. Por últim o, el punto de vista econó mico, que es la tom a en consideración de la cantidad. Esta nor|ón de cantidad, m antenida a lo largo de la reflexión psiconiiiilítica, y no sólo en Freud, puede, desde luego, ser considera da como el residuo de cierto cientificismo de las postrimerías del siglo XIX. Pero, de hecho, se adapta de manera privilegiadn a un cierto campo clínico, que Freud descubre precisamenle en esas postrimerías. Tanto en el estudio de las «neurosis urinales», neurosis de angustia, neurastenia (tendremos ocai*«>n de hablar de ella próximamente), cuanto, sobre todo, en el análisis de las histerias, Freud se percata de que estamos obligados a distinguir dos elementos en los fenómenos psíqui cos: afecto, por una parte —reacción emocional o sentimental—, y por otra parte, representación —contenido ideativo—. La disl Inción pudiera parecer abstracta, pero el descubrimiento conrreto de Freud es que es lícito distinguir afecto y representa• lón porque se observa que esos dos elementos pueden ser Independientes el uno del otro; que son susceptibles de des plazarse el uno por relación al otro; que un afecto puede reproducirse sin representación y que el psicoanálisis puede permitir reencontrar la representación ausente; que un afecto puede estar ligado a cierta representación que de ninguna m a nera lo justifica. Así, en Estudios sobre la h iste ria, vemos a una paciente hacer una crisis de angustia ligada a la aparición de la imagen cuasi alucinatoria de cierto rostro que, en sí, en modo alguno es terrorífico. Es esto lo que Freud llama «cone xión falsan, y todo el trabajo psicoanalítico de esta época (aun parte del trabajo en nuestros días) consiste en desanudar esta conexión falsa, en hallar la representación que, en verdad, eslá ligada a este afecto y lo justifica históricamente, en reconsi ituir las cadenas de representaciones que enlazan esta prim e ra representación, que justifica al afecto, con la últim a, ese rostro que no lo justifica, pero que se le asocia en el síntoma. De manera que no únicamente en función de presupuestos teóricos enuncia Freud, al final de uno de sus primeros artícu los, el principio que rige el punto de vista económico:
«Por últim o, expondré en pocas palabras la representación auxiliar de la que me he servido en esta exposición de las neu rosis de defensa. Hela aquí: en las funciones psíquicas cabe dis tinguir algo (monto de afecto, suma de excitación) que tiene todas las propiedades de una cantidad —aunque no poseamos medio alguno para medirla—; algo que es susceptible de aum en to, dism inución, desplazamiento y descarga, y se difunde por las huellas mnémicas de las representaciones como lo haría una carga eléctrica por la superficie de los cuerpos»/' Tenemos aquí, evidentemente, un modelo fisicista, pero que está fundado directamente en la experiencia. Es en efecto en la clínica donde se puede comprobar que un afecto es suscepti ble de aum entar, de disminuir, pero, sobre todo, de ser despla zado o de ser descargado. La idea de descarga está referida a uno de los aspectos de la terapéutica de Freud en esa época, aquel que consistía en favorecer una cierta explosión emocio nal: el aspecto llamado «catártico». «Es posible utilizar esta hipótesis, que por lo demás ya está en la base de nuestra teoría de la “ abreacción” [abreacción es el mecanismo del método catártico que consiste en promo ver una descarga emocional en el trascurso de la cura], en el mismo sentido en que el físico emplea el supuesto del fluido eléctrico que corre. Provisionalmente está justificada por su utilidad para resumir y explicar múltiples estados psíquicos».7 En este lenguaje económico, la oposición cantidad-represen tación o cantidad-neuronas es pues lo mismo que la oposición clínica afecto-representación. En nuestros días se le ha dado tam bién otra interpretación, de tipo lingüístico: significadosignificante, donde el significado corresponde al afecto o a la cantidad, en el pensamiento freudiano, y el significante, evi dentemente, a la representación. Quizá, por otra parte, estas dos concepciones no sean incompatibles. Pero lo que importa, cualquiera que sea el modelo, económico o lingüístico, es que el afecto, cantidad o significado pueda, en ciertos casos, deve nir él mismo significante, devenir él mismo una cierta repre sentación. Dentro de la teoría freudiana, estamos aquí frente a toda la evolución que lleva de una concepción puramente económica de la angustia, como simple descarga cuantitativa, a la angustia considerada como una «señal». Entonces, el afec to mismo puede finalm ente tom ar valor de representación. Acabo de evocar la evolución de la teoría freudiana de la S. Freud, «Las neuropsicosis de defensa», en OC, 3, 1981, pág. 61. 7 Ibid. Entre corchetes, comentarios de .lean Laplanche.
angustia y ello me lleva a indicar rápidamente algunas refei rucias para este curso en los textos freudianos. I La naissance de la psychanalyse:8 obra que recoge la coi irspondencia de Freud con su amigo Fliess en los años de 1895; muy en particular, dos lugares: por una parte, el manuscrito I “Cómo se genera la angustia», y por la otra, en el «Proyecto d«' psicología» que se encuentra al final del volumen, un capílulo intitulado «La vivencia del dolor». :J. Los textos sobre lo que desde Freud llamamos «neurosis urinales» y entre estos, el artículo intitulado «Sobre la justifi■urlón de separar de la neurastenia un determinado síndrome • •n calidad de “ neurosis de angustia"».9 :i Los textos de la M etapsicología-.111 en particular «La reptfHlón»; tam bién, «Duelo y melancolía». I Más a llá del p rin c ip io de placer (mal traducido, pero aci i'Mlble).11 r>. Inhibición, síntom a y angustia: texto absolutamente fun damental para nuestro tem a,12 en particular uno de sus apénillrrs denom inado «Dolor y angustia». (i. Esquem a del psicoan álisis: texto tardío de F reud.iy
de diciembre de 1970 Esta teoría nos va a perm itir entrar directamente en el tema, es decir en ni i .a a n g u s t i a la relación entre la angustia y la se\ruoi’osiTO d e l a s xualidad. i ii i un isis a c t u a l e s El período del cual yo hablo, en la evo lución del pensamiento de Freud, es rl que va de 1892 a 1895, período que se desarrolla sobre dos I ' h im u r a t e o r ía
" |Hs la traducción al francés de Aus dev Anfüngen der Psychoanalyo/i cU. {N. de la T.).\ 11 S. Freud, «Sobre la justificación de separar de la neurastenia un deini minado síndrome en calidad de "neurosis de angustia1'», en OC, 3, 1981, pilgu III 115.
S. Freud, Trabajos sobre metapsicología, en OC, 14, 1979, págs. lili :¿55. 11 S. Freud, Más allá del principio de placer, en OC, 18, 1979, págs.
1 lli!
1’ S Freud, Inhibición, síntoma y angustia, en OC, 20, 1979, págs. •i l lili 11 S. Freud, Esquema del psicoanálisis, en OC, 23, 1980, págs. 139-209.
planos relativamente diferentes. Podemos distinguir el plano lie las publicaciones, en el cual Freud se dispone a capitalizar una experiencia anterior, sus primeras psicoterapias de histé ricas, en la obra que publica con Breuer: Estudios sobre la h is teria. Pero al mismo tiempo, leyendo por ejemplo la corres pondencia con Fliess de este período, nos llama la atención el hecho de que Freud se vea frenado por esta colaboración que lo obliga a elaborar una teoría que constituye, en definitiva, una especie de compromiso. En efecto, debe tener en cuenta las opiniones y reticencias de Breuer, tanto en lo que se refie re a la teorización general como en relación con el descubri miento de la sexualidad: su lugar en la etiología de las neurosis y de la histeria, y el hecho de que haya siempre que remontar se más atrás en la historia sexual del individuo, es decir, llegar a suponer la existencia de una sexualidad infantil. Por lo tan to, en este plano de la publicación, los E studios sobre la histe r ia corresponden a un compromiso y marcan un cierto tiempo de detención. El otro plano es la actividad terapéutica de Freud, donde se opera por entonces cierto desplazamiento del interés: sin duda que sigue practicando psicoterapias y psicoanálisis, pero se orienta tam bién hacia otro campo que a su parecer puede mostrar, de manera mucho más evidente y m ucho más expedi tiva, la etiología sexual de la neurosis. Es un dom inio en que esta etiología sexual era itida ya por otros, en que su pre sencia era más convincente, a menudo manifiesta desde las pri meras entrevistas: una presencia «actual» de dificultades o de disfunciones sexuales. Son ciertas anomalías de la vida sexual actual las ahí descubiertas, fácilmente, desde las entrevistas clínicas iniciales. Freud explora este campo de las neurosis de manera «no-psicoanalítica» (o, en todo caso, sin practicar un psicoanálisis) en un número muy im portante de casos de con sulta: «Como trabajo prelim inar he comenzado a reunir un cente nar de casos de neurosis de angustia, y de igual manera quisie ra reunir cantidades equivalentes de casos de neurastenia masculina y fem enina, y de la depresión periódica, que es más rara. Complemento necesario sería una segunda serie de casos de neurosis [se trata en consecuencia de una contraprueba, de un grupo testigo]».1'1 14 S. Freud, La naissance. . ., op. cit., pág. 06. |A«s den Artfangen d.er Psychoanalyse, op. cit., pág. 82.| Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
Existe pues un p lan o de investigación c lín ic a no cuantitallvo ni estadístico, por supuesto, sino relativamente superfii'litl. Encontramos los resultados de esta investigación en los li’xtos siguientes: a. «Sobre la justificación de separar de la neurastenia un ili li-rminado síndrome en calidad de “ neurosis de angustia” »,15 mi l í e n l o de 1895; h. Dos manuscritos que corresponden al mismo contenido, más sumarios y menos elaborados, pero suficientemente explí
lr’ S. Freud, «Sobre la justificación. . op. cit. Ih S. Freud, La naissance. . op. cit., págs. 61-7 y 80-6. |En OC, 1, I!W1, págs. 217-23 y 228-34.|
a. por una parte, evidentemente, una astenia intelectual, pero sobre todo fís ic a (se trata, verdaderamente, de una afec ción somática o psicosomática) que se parece a la fatiga, pero de la cual se distingue por un rasgo muy particular y paradóji co, su ritmo invertido durante el día: el sujeto se encuentra más fatigado al despertar que por la noche e incluso más fati gado cuando no hace ningún esfuerzo que después del esfuerzo; b. síntom as dolorosos, en particular dolores de cabeza y do lores raquídeos, también vagos; c. algunos trastornos fun cion ale s, de las funciones llam a das neurovegetativas: trastornos digestivos, eventualmente car diovasculares, y d. un estado de depresión, tristeza, indiferencia. Evidentemente, en esa época, se describen de manera pa recida otros síntomas de tipo asténico. Cito lo que Janet, más o menos al mismo tiempo o un poco después, describe como psicastenia. En un caso se trata de neurastenia, en el otro de psicastenia, pero evidentemente no es en esta diferencia entre astenia nerviosa o astenia psíquica en lo que hay que insistir, si bien es cierto que el térm ino neurastenia pretende describir el aspecto físico de este síndrome, su proyección física, por ejemplo el hecho de que los dolores se proyecten a lo largo del eje «neurológico» tanto de la cabeza como del raquis. Sólo m en ciono el síndrome de Janet para indicar que se trata de algo muy diferente. Para Janet el térm ino «psicastenia» tiende a ser tanto explicativo como descriptivo. La idea de psicastenia es puesta en relación con la noción de que las neurosis están liga das a una baja de tensión psíquica. La psicastenia de Janet. por relación a la nosología freudiana, se sitúa en líneas genera les cerca de la neurosis obsesiva o, al menos, del carácter obse sivo. Todo esto es relativamente poco importante, pero lo es más para nuestro tema el hecho de que la relación de la neuraste nia y la sexualidad ha sido vista por los psiquiatras o por los médicos que la estudiaron antes de Freud. El título mismo del artículo de Beard lo evidenciaba, pero en Preyer tenemos esa misma sugerencia. El artículo de Preyer se in titu la «Las rela ciones sexuales incompletas, coitus interruptus u onanismo con yugal y sus consecuencias en el hombre; estudio extraído de la clínica»; y he aquí lo que Preyer escribe a propósito de la etiología de la neurastenia: "Las perversiones sexuales [. . .], las diversas clases de masturbaciones psíquicas pueden tener una acción etiológica. Aun en el m atrim onio, y aunque se manten-
í>an las relaciones normales, el coitus in te rru p tu s es capaz de provocar la aparición de fenómenos neurasténicos. . .». De tal modo el coito interrupto no es algo indiferente, está en el ori gen, de manera permanente y sin que lo sospechemos, de in tensos nerviosismos y de debilidades nerviosas en sus innum e rables manifestaciones.1' Se puede decir que Freud (no entraré en su teoría de la neu rastenia, menos clara por otra parte que la teoría de la neuro sis de angustia) retoma la idea de que la neurastenia es el signo de un agotamiento de la energía sexual, ligado a una actividad sexual anormal. La neurastenia correspondería a un fenómeno sexual de desviación, mientras que la neurosis de angust ia ten dría un mecanismo finalmente más cuantitativo. Los remito pa ra todo esto al manuscrito A. Dejo pues esta cuestión <1p la neurastenia. La trajimos sólo para situar este artículo, que nos introduce en el problema de la angustia. Aquí el aporte nosológico de Freud consiste, en tonces, en definir algo que es la neurosis de angustia. Y puesto que estamos en los conceptos clasificatorios, es preciso recor dar otra distinción —indispensable paa la n e u r o s is ra leer cualquier artículo psicoanalíiie a n g u s t ia tico—, a saber: entre neurosis de a n gustia y lo que muy pronto los psi coanalistas y Freud han de llam ar histeria de angustia. La h is te ria de an g u stia (ustedes podrán situarla mejor leyendo la in troducción al «pequeño Hans»), sin entrar en detalles, es la fo bia; o por lo menos la fobia en tanto se liga con la histeria. Freud caracteriza la neurosis de angustia por toda una se rie de síntomas, una especie de catálogo de ellos, cuyo interés estará evidentemente en ver cuál es su comunicación interna. En todo caso, he aquí cómo se enumeran esos síntomas. (Es quematizo un poco, porque Freud es más complejo: él m ultipli ca las distinciones, con lo cual rinde tributo a los hábitos de la época.) En primer lugar, un fo n d o de e x c itab ilid ad general, que Freud considera como un síntoma evidentemente banal, pero constante, en la neurosis de angustia, y que tiene para él una importancia teórica porque contraria la idea de una per turbación por «defecto», por déficit. Al contrario: en la neuro sis de angustia, lejos de que baya «defecto», hay «exceso» de algo (ustedes verán a pesar de todo que hay «defecto» de otra cosa). Se trata verdaderamente de una perturbación económ i ca, ya que hace jugar las categorías cuantitativas del «defecto» 1‘ Cf. S. Freud, La naissance. . ., op. cit., pág. 61, n. 3.
y del «exceso». Por lo tanto esta excitabilidad general traduce una acum ulación de excitación que el sujeto se revela incapaz de soportar. El segundo térm ino que constituye el fondo, podríamos de cir, del síntoma, es la expectativa an gustiad a. Se trata de un estado de ansiedaJt permanente, presto siempre a fijarse sobre la menor ocasión o sobre el menor pretexto. Este térm ino de pretexto, que no aparece explícitamente en Freud, permite comprender de qué se trata. Lo que es primero es la ansiedad, y la manera como se concretiza no es sino una circunstancia ocasional, una m anera de venir a fijarse; y en el límite, podría fyarse sobre cualquier cosa. Según Freud, es una acentuación de un fenóm eno normal, que corrientemente se llama «ansie dad, tendencia a una concepción pesimista de las cosas». Pero en este caso se vuelve compulsiva. Esta expectativa angustia da es el síntom a nuclear de la neurosis de angustia, y desde un punto de vista teórico podemos decir que «aquí está presen te un q u an tu m de an g ustia librem ente flotante».18 La angustia es considerada entonces cuantitativamente men surable. Tendremos que discutir detenidamente sobre los tér minos «libre» y «libremente flotante»; la idea de una energía li bre o no libre es absolutamente central en el pensamiento freudiano, y la angustia es energía libre que, en la expectativa angustiada, «gobierna la selección de las representaciones y está siempre pronta a conectarse con cualquier contenido de repre sentación que le convenga».19 La expectativa angustiada es in determinada, puede pillar al salto, se podría decir, cualquier acontecimiento, para trasformarse, por ejemplo, en ataque de angustia. El tercer tipo de síntoma, sobre este fondo de expectativa angustiada, son los ataques de angustia.20 Algunos pueden ca recer de contenido representativo inmediato: el sujeto está an sioso sin saber por qué; o bien se ligan a una representación, una idea o incluso a una sensación somática. Unas veces el ac ceso se produce entonces sin contenido representativo o con uno vago (sentimiento de destrucción de la vida, de postración, de locura que amenaza), y otras se liga a un trastorno sensiti vo, o a un trastorno de una función corporal (respiración, fu n ción cardíaca, vasomotora, glandular). En algunos casos es es te aspecto somático el que se sitúa en primer plano, y el senti 18 S. Kreud, «Sobre la justificación.. 19 Ibid. 20 Ibid.., págs. 94-5.
op. cit., pág. 94.
miento de angustia aparece como simple malestar. Así la an gustia, como afecto, puede pasar totalmente a un segundo plano, quedar verdaderamente «ligada» a una sensación so'máI ica. Vean ustedes cómo esta descripción y esta interpretación se aproximan m ucho al plano que en nuestros días se llama psicosomático. Además de este ataque de angustia, Freud menciona, según la terminología médica, equivalentes, es decir, síntomas en los cuales la angustia como afecto está más ausente aún; este es el caso, en particular, del vértigo. Los s de vértigo pue den estar por completo despojados de toda angustia, preseni lindóse verdaderamente como síntoma somático. Los neurólo gos son capaces —al menos idealmente— de distinguir un acce so de vértigo realmente determinado por trastornos neurológicos —por lesiones laberínticas, por ejemplo—, de vértigos de origen psíquico. En toda esta enum eración de «ataques» o «equivalentes», en apariencia Freud no escapa de un desmenuzamiento de los sín tomas. En realidad, la idea rectora es que una angustia li bremente flotante, presente como fonL a a n g u s t ia do, puede fyarse de manera purameni i.o t a n t e y te ocasional, sea sobre síntomas somásu fijación ticos, sea sobre representaciones. ¿Qué es la fijación sobre representaciones? Es, exactamente, la fo b ia . En la neurosis de angustia pueden existir fobias cuyo mecanismo consiste precisamente en esta fijación, a r b itr a r ia podríamos decir, de la angustia libre, a tal o cual representación totalm ente trivial que pueda prestarse n ello. En estas fobias que guardan relación con la expectativa angustiada, esta puede fijarse sobre tipos comunes de peligro (serpiente, tormenta, oscuridad). Sin duda que podemos des cubrir cierta relación con un acontecimiento histórico, pero sin que este sea verdaderamente determinante: no se trata de trau matismo, de una «persistencia de impresiones fuertes». Hizo falta primero que hubiera expectativa angustiada, y que después se lomara como pretexto no im porta qué, o al menos algo muy trivial. Desde el p un to de vista del mecanismo, Freud definió muy precisamente la diferencia entre estas fobias de las neu rosis actuales, de la neurosis de angustia, y las fobias de las psiconeurosis de defensa», es decir, de las neurosis que i ten una etiología puramente psíquica e histórica.21 ;!l Es importante notar que en esta época el segundo tipo de fobias no rs asignado por Freud a la neuropsicosis histérica, sino a la obsesiva.
En ambos casos, «una representación se vuelve compulsiva por el enlace con un afecto disponible. El mecanismo de la tras lación del afecto vale entonces para ambas variedades de fo bia».22 Con esta noción de trasposición estamos de lleno en la dimensión económica: el afecto y la representación son dos ele mentos separables, que se pueden desplazar el uno por rela ción al otro. Por lo tanto, en los dos casos hay un afecto dispo nible que resulta traspuesto sobre una representación. «Pero en las fobias de la neurosis de angustia: 1) este afecto es m onó tono (de un solo tono), es siempre el de la angustia, y 2) no proviene de una representación reprimida, sino que al análisis psicológico se revela na susceptible de u lte rio r reducción, a sí como no es atacable m ediante p sicoterapia».23 Así, las neuro sis actuales no son susceptibles de un tratam iento psicoterapéutico (al menos en el sentido psicoanalítico), es decir que no pueden ser reducidas por un análisis que mostrara que, en su origen, este afecto estuvo ligado a una representación «X» y después fue desplazado sobre una representación «Y». E l afec to no proviene de un a representación re p rim id a : la angustia no se ha desprendido, entonces, de una representación que ya no estuviera presente en la mente, de un acontecimiento que hubiera sido olvidado. «Por lo tanto, el mecanismo de la susti tución no vale para las fobias de la neurosis de angustia»: es decir que en una fobia de la neurosis de angustia, teóricamen te, si uno la analiza, descubrirá cierta angustia ligada a cierta representación, pero detrás de esta representación no encon trará otra de la cual la primera fuera el símbolo, el sustituto. Dejo ahora el problema del mecanismo específico de la gé nesis de los síntomas en la neurosis de angustia (me parece que ahora está bastante claro, al menos en su diferencia con la fobia de las psiconeurosis de defensa), y paso a considerar su origen. ¿Cuál es el origen de la a n g u stia? Los remito al manuscrito E, que se intitula «¿Cómo O r ig e n s e x u a i se genera la angustia?».24 El fondo de d e l a a n g u s t ia la respuesta es evidente para Freud, orientado al mismo tiempo por sus investigaciones sobre la histeria, por la concepción de la neu rastenia que encuentra ya relativamente elaborada, y por sus indagaciones clínicas: esta etiología es sexual. Freud lleva en
-23 ¿t> págs.
S. Freud, «Sobre la justificación .», op. cit., pág. 97. Ibid. S. Freud, La naissance. . ., op. cit., págs. HO-li. [En OC, 1, 1981, 228-34.)
esos centenares de consultas, de casos clínicos, una investiga ción sistemática sobre la vida sexual de los pacientes, sobre m u s relaciones sexuales; más sobre su modo de vida sexual acl nal que sobre la historia de su sexualidad. Esta indagación (que asombra y alivia m ucho a los pacientes: «Jamás había hablado de eso», dicen) lleva a reagrupar, desde el punto de vista de cierta tipología sexual (a veces un poco divertida), las diferen tes circunstancias en las que puede nacer la angustia. Los ca sos más sorprendentes para nosotros son estos: a. Lo que Freud llanta angustia de los sujetos vírgenes, que i ienen un primer o con los problemas sexuales. «Angusi ia virginal. A quí el ám bito de representación destinado a acogor la tensión psíquica no está todavía presente, o su presencia es insuficiente».25 La idea de Freud, capital por lo que prefi gura, por ejemplo para la teoría psicosomática, es entonces que la tensión física sexual no encuentra un correlato en una imaKinación sexual suficientemente desarrollada. I>. Angustia de los sujetos continentes', la idea teórica que retendremos de este caso es la intrincación entre psiconeurosis y neurosis actual o, más exactamente, el hecho de que la psiconeurosis desemboque en una neurosis actual. Estos suje tos, en efecto, son a m enudo neuróticos, y su neurosis se tra duce en abstinencia sexual. Es claramente el conflicto psíqui co el que lleva a la continencia, pero a partir de la «estasis» que resulta, la angustiase libera de manera puramente mecá nica. c. A un otra posibilidád: la angustia de las relaciones sexua les incom pletas, sea que la excitación sexual resulte «frustra da», es decir que no desemboque en una relación sexual, sea que el sujeto practique el coito interrupto o reservado. Una el iología parecida se había aducido a propósito de la neuraste nia, aunque en ese caso se trataba de algo nocivo, de una ano malía del acto sexual, y no de una ausencia de realización se xual. De manera que Freud debe estructurar hipótesis bastan te complejas para explicar que anomalías muy parecidas puedan, según los casos, desembocar sea en neurastenia, sea en angustia o, con frecuencia, en formas mixtas de estas dos neurosis.26 Dejemos estas tentativas de clasificación que Freud quiere ligar con el máximo detalle a particularidades etiológicas, y exa minemos la cuestión general, m etapsicológica, de la angustia:
desde esta época, y a lo largo del pensamiento freudiano, se ofrecen dos explicaciones de la angustia. Y si bien entrarán constantemente no sólo en conflicto, sino en oposición dialéc tica, al comienzo se oponen en una disyuntiva m uy clara, que Freud plantea ya en 1892: «¿Proviene la angustia de las neuro sis de angustia de la inhibición de la función sexual o de la angustia conectada con la etiología?».27 Es decir, ¿puede ser explicada la angustia pura y simpleL a a n g u s t ia : mente por una suerte de trasformación ¿p s i c o l ó g i c a o de una energía no empleada (es decir, f is io l ó g ic a ? de manera puramente mecánica)? O bien la angustia, que presenta de todos modos caracteres específicos, que no es un sentimiento cual quiera, que se traduce en crisis que presentan cierta configu ración, trastornos respiratorios por ejemplo, ¿puede esta an gustia ser reconducida a un acontecimiento histórico? Dos con cepciones posibles, en consecuencia, que opongo por el mo mento (Freud, ulteriormente, intentará presentarlas en una complementariedad, pero sin conseguir superar su oposición). a. Una teoría puram ente psicológica, es la «angustia reme morada»: la angustia como crisis, como estado o como expecta tiva sólo sería la reproducción de un vivenciar, sea de un acon tecimiento de la vida adulta, sea, a medida que Freud se re m onta en la exploración, de un acontecimiento infantil; la angustia habría sobrevenido en un momento dado y después se habría extendido fuera de su contexto. En el marco de estos trastornos de la vida sexual actual, que estudia en ese momento, Freud se pregunta, en un primer tiempo, si la angustia o temor de la m ujer a tener un hijo (lo cual conduce, en el momento del coito, a toda suerte de precauciones) no sería lo que resul ta luego desplazado, extendido al resto de la vida, es decir, a otros momentos, fuera de las relaciones sexuales. Pero a esta teoría del desplazamiento, a esta deducción p síq u ic a de la a n gustia, Freud la descarta luego resueltamente: «Enseguida tu ve en claro que la angustia de mis neuróticos tiene mucho que ver con la sexualidad, y en verdad me sorprendió la seguridad con que el coitus in te rru p tu s perpetrado en la mujer conduce a la neurosis de angustia. Ahora bien, al comienzo seguí dos vías falsas. Creí que la angustia que padecen los enfermos se debía concebir como continuadora de la sentida en el acto se xual, vale decir que en verdad sería un síntoma histérico (una angustia m otivada por una representación, desprendida de es-
i ii i ('presentación, traspuesta sobre otra; es este el mecanismo de la neurosis psíquica o psiconeurosis]. Los vínculos entre neude angustia e histeria son asaz manifiestos. Podría señaIni dos órdenes de ocasiones para la sensación de angustia en ■I ro í tus inte rruptus: en la mujer, el temor de quedar embara/imIii; (mi el hombre, el cuidado de que fallara su artificio. Ahoin bien, en diversos casos me convencí de que una neurosis ■ le angustia se presenta tam bién allí donde no contaban esos dos factores, donde a la gente en el fondo no le importaba si tenían un hyo. Entonces la de la neurosis de angustia no era una angustia histérica, recordada, continuada».28 h. He aquí, pues, abandonada, momentáneamente, una teoi la puramente psicológica de la angustia como rememoración, en beneficio de una teoría puram ente fisio ló g ica que se enuncia ii ii: la angustia sería la descarga, por otras vías somáticas, de una excitación sexual insatisfecha. En la angustia hay, evidenI emente, fenómenos de descarga somática: cardíaca, respiral nria y en otras esferas somáticas. Ahora bien, en todos los ca li is de neurosis actual que nos ocupan se comprueba una acu mulación de tensión sexual y una incapacidad de descargar esla tensión por las vías normales, «específicas». Lo importante aquí es la oposición entre descargas «específicas» y «no-espeeíficas». La sexualidad implica, para su satisfacción, ciertas ac ciones que se llaman «específicas». Hay cierta especificidad y aun cierta estereotipia de la descarga sexual, del orgasmo. En tonces, cuando esta vía específica no puede ser tomada, se pro ducirá una suerte de descarga anárquica, por vías que no es tán organizadas «ion vistas a un acto: es esto lo que constitu ye precisamente la angustia, o todos los equivalentes posibles de ella: «Ahora bien, ¿por qué la mudanza es justam ente en angus tia? Angustia es la sensación producida por la acumulación de un estímulo endógeno diverso, el estímulo de respirar, que, por no conocer otro procesamiento psíquico, es entonces suscepti ble de aplicación para una tensión física acumulada en gene ral. Además, si uno examina más de cerca los síntomas de la neurosis de angustia, descubre que en ella el gran ataque de angustia se presenta también fragmentado, o sea: sólo disnea, sólo palpitaciones, sólo sensación de angustia, y una com bina ción de estas. Y mirando con más atención, estos son los cami nos de inervación que de ordinario sigue tam bién la tensión 28 Uñd., pág. 80. [En OC, 1, pág. 229.| Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
psicosexual, aun cuando entra en procesamiento psíquico. La disnea, las palpitaciones, son las del coito, que en este caso constituyen por así decir las únicas salidas de la excitación, mientras que de ordinario sólo se usan como unas descargas colaterales».29 Así, la crisis de angustia tomaría sólo lo rio en el coito, es decir, los fenómenos que lo acompañan, esencialmen te cardíacos y respiratorios, y haría de ellos el todo de su ma nifestación. Hablé de una oposición entre una teoría pura mente psicológica y una teoría puramente fisiológica. Pero desde el comienzo vemos que la teoría puram ente fisiológica lleva señales de lo psicológico: hay en efecto, en la crisis de angustia, reconocidos por Freud, elementos simbólicos. Pero en realidad esto va mucho más lejos. Esta primera teoría no es en modo alguno la teoría de Freud (me refiero simplemente a la idea de que hay sofocación de la sexualidad, por lo tanto de la actividad sexual, y que la energía sexual va a hallar su descarga en otra parte), o en todo caIn s u fic ie n c la s o le falta un eslabón capital. El es os l a t e o r í a labón intermedio es la idea de que hay d e W. R e i c h una inadecuación entre la excitación sexual en el nivel somático y la posi bilidad de elaborar esta excitación en el nivel psíquico. He mos ya encontrado una o dos veces, al pasar, las palabras «elaboración psíquica». Esta noción es tan importante que to da la teoría fisiológica de la angustia es incomprensible sin ella. Y la paradoja que hay que señalar desde el comienzo es que en esa época Freud designa como lib id o no la excitación física, ni el deseo sexual somático, sino con toda claridad pre cisamente el elemento psíquico, es decir los fantasmas liga dos a la actividad sexual. Así, aun cuando la neurosis actual aparezca como no-psíquica, extraña al conflicto psíquico, em pero en su raíz hay un conflicto. Pero se trata en este caso de un conflicto entre el nivel de excitación somática y el deseo psíquico; este se designa aquí como lib id o. No hay tal vez exactamente conflicto, sino, en lodo caso, clivaje. Insistamos en ello; la teoría de la neurosis de angustia no es una teoría puram ente fisiológica: no es que la excitación somática sim plemente no encuentra un coito adecuado, una descarga ade cuada, es que la excitación somática no encuentra su corre lato en el nivel psíquico (lo que evidentemente se traduce en el hecho de no ser adecuado el coito), y es en el nivel de 29 Ibid., págs. 84-5. [En OC, 1, pág. 234.]
una ausencia de elaboración donde se produce la derivación bajo la forma de angustia. ¿Qué prueba esta teoría a ju ic io de Freud? El hecho de que los sujetos afectados de neurosis de angustia, lejos de quejar se de una acumulación de deseos insatisfechos, acusan un descenso de deseos sexuales. Curiosamente, entonces, esta neurosis «por acumulación» se traduce, en el nivel psíquico, <'U un descenso de libido. No hay exceso de lib id o , en el sen tido preciso en que el término es empleado aquí, sino defec to de lib id o , defecto de correlato psíquico. Estamos inicialmente, en una primera aproximación, en pre sencia de una explicación que se asemeja m ucho a ciertas opi niones populares sobre el psicoanálisis. Por opiniones popula res entiendo tanto una perspectiva como la de Reich, que re mite la mayoría de las neurosis a un elemento actual, es decir, a una insatisfacción sexual ligada a una sofocación. Para Reich, lo esencial de la terapéutica de las neurosis no es una terapéulica histórica, sino actual. Se trata, en el presente y en primer lugar, de dilucidar, de despejar el camino a algunos factores i|ue im piden la satisfacción sexual. Yo no digo que esta idea esté ausente en Freud sino que no es sino una etapa en la re flexión freudiana y que es del todo insuficiente. Que no está ausente en Freud lo atestigua, por ejemplo, este pasaje: «De lo antedicho resulta la total posibilidad de prevenir las neurosis, así como su total incurabilidad [es decir, son incu rables desde el interior, por el análisis; son susceptibles de una higiene o de una profilaxis, pero no de un análisis]. La tarea del médico se desplaza por entero a la profilaxis. [Se trata, evidentemente, para Freud, de las neurosis actuales, pero es una teoría que en Reich finalmente resultará tras puesta al conjunto de las neurosis. Este manuscrito, recordé moslo, ¡data de 1893!) La primera parte de esa tarea, la pre vención de la nocividad sexual del primer período [es decir del período adolescente!, coincide con la profilaxis de la sífi lis y la gonorrea, pues son estas las noxas que amenazan a quien se sustrae de la masturbación. [Entonces, facilitar las re laciones sexuales eliminando los riesgos somáticos de las en fermedades venéreas.] El único camino alternativo sería el libre comercio sexual entre la juventud masculina y m ucha chas de buena clase social, pero sólo se lo podría transitar si existieran medios inocuos para prevenir la concepción».30 Ven ustedes, con este texto del período arcaico, cómo nos
acercamos a ciertas afirmaciones contemporáneas; pero ello no es sino una etapa del pensamiento freudiano, porque falta aquí, y en la teoría de Reich, la mediación de la representa ción. Esta es necesaria porque sin ella no podría explicarse ni el hecho de que ciertos sujetos que llevan una vida sexual po co activa, incluso totalmente continente, no tengan sin embar go angustia —tal vez precisamente porque su vida fantasmática sexual está suficientemente desarrollada—, ni, a la inversa, el hecho de que en los casos de neurosis de angustia nos enfren temos constantemente con esta objeción por parte del sujeto mismo: «pero si yo no tengo deseos sexuales», o «yo tengo me nos deseos sexuales» o «lejos de tener deseos sexuales insatis fechos, yo tengo pocos deseos sexuales». En la teoría freudiana, la acum ulación de excitación somática —que es efectiva mente considerada como causal en la angustia— nunca se ha explicado directam ente por la ausencia de descai ga o de orgas mo. No basta de ningún modo con devolver al orgasmo sus de rechos, ni con «facilitar las relaciones sexuales entre jóvenes de buena familia». Lo que hay, en primer lugar, es ausencia de psiquización o, como se diría en un vocabulario más moder no, ausencia de «simbolización» de la excitación somática. El problema, en la neurosis actual, es un problema de simboliza ción o tam bién de fantasmatización. Lo patógeno es la ausen cia de libido psíquica o la ausencia de elaboración psíquica de la excitación. La lib id o : menciono rápidamente la A p a r ic ió n d e aparición de este término en el pensal a «l i b i d o miento de Freud.31 Ella devendrá la p s íq u ic a energía de las pulsiones sexuales, un concepto por lo tanto cuantitativo en el límite de lo psíquico y lo somático, como está situada siem pre la pulsión en Freud. Pero aquí el acento recae sobre su as pecto psíquico. La insuficiencia de la libido psíquica trae con sigo una derivación inm ediata de la tensión al plano somático. Esta libido es entonces un concepto cuantitativo, económico, susceptible de intercambio, de equivalencia, de trasformación. Pero más aún; aquí, el término esencial es el de estasis, con cepto médico —estasis de un humor, estasis del líquido cefalo rraquídeo, estasis de la sangre, etc.— cuantitativo, puesto que la cantidad, incluso la presión del líquido en estasis se puede apreciar, comparar, medir. La libido es entonces un concepto económ ico: es susceptible de «demasiado» y de «demasiado poal Se encuentra ya en Meynert.
mi», es susceptible de estasis. Pero es al mismo tiempo un coni i’l>l,o c u a lita tiv o , y es este su lado psíquico, porque al cabo ■mío existe en relación con representaciones. Por esta faz psí quica no es otra, en este caso, que el deseo, ligado a represenl liciones particulares.
16 de diciembre de 1970 En «elaboración» existe la raíz lab or, «trabajo» (en alem án, bearbeiten: traiii e l a b o r a c i ó n bajar). La idea constante de Freud es p s íq u ic a construir un modelo de aparato psíqui co, suerte de m áquina que efectúa deI c r m i n a d o trabajo. Tenemos incluso esquemas precisos de esta máquina. Cito dos de ellos: por una parte, el del «Proyecto de psicología», de 1895, donde se presenta un sistema de neuro n a s que no es sólo una m etáfora neuroiógica, sino que repre senta ya, en lo esencial, lo que será la concepción freudiana de un aparato psíquico. Por otra parte, el modelo presentado cu ol capítulo Vil d e La inte rpre tación de los sueños, forjado muy exactamente para dar razón de un «trabajo» que se efec t ú a allí, el «trabajo del sueño». Más adelante encontramos la noción, importantísima, de que el proceso del duelo —y tamliién en cierta medida la melancolía— debe ser concebido co mo un cierto trabajo; lo que va evidentemente mucho más le jos que una concepción trivial del duelo como simple tristeza, simple estado afectivo no susceptible de ulterior descomposi ción en su pretendida evidencia: en el duelo hay algo que se consum a, y las manifestaciones patentes del duelo no son sino la traducción, en diferentes planos, de e s e trabajo, por ejem plo, el empobrecimiento que él produce en otras actividades. Freud es siempre muy impreciso en cuanto a aquello que experimenta elaboración dentro de este aparato, y por defini ción no se puede decir mucho acerca de ello: es la cantidad de excitación, una X, o incluso lo que en otros momentos lla ma «libido». Por el contrario, se puede decir más acerca del ti po de trabajo que se efectúa; se lo puede explieitar con otro término: «ligazón». El trabajo consiste en ligar esta energía indiferenciada, esta X, de manera que, precisamente, ya no flu ya libremente, mecánicamente, sino que sea ligada a ciertos contenidos. La «ligazón» (B in d u n g ) tiene por otra parte como L a n o c io n
correlato un proceso inverso, que se puede traducir por «desli gazón» o «descarga» (E n tb in d u n g ), que consiste precisamente en una liberación bruta de energía. En tal sentido podemos de cir, por ejemplo, que la an g ustia es una. desligazón. La ligazón es freno de la energía psíquica, de la libido, freno establecido por medio de representaciones y, tam bién, tal vez, en un nivel menos elaborado, por la ligazón con ciertas reacciones som áti cas, que así tom an un valor significante. En otro nivel aún, la R in d u n g no es sólo el hecho de que la energía resulte fijada —que la pulsión quede capturada por tal o cual representación, por tal o cual recuerdo de un acontecimiento—, sino el hecho de que tam bién entre estas representaciones, que son por sí mismas ligazones, se establezca toda una red de significacio nes. Hay que concebir entonces diferentes niveles de esta lig a zón y de esta elaboración-, el nivel más bajo es precisamente aquel en que se plantea el problem a de la angustia, y del afec to. He aquí lo que dice Freud en uno de sus primeros enuncia dos sobre la angustia: «Toda vez que una tensión sexual física se genera con abundancia, pero no puede devenir afecto en virtud de un procesamiento psíquico, la tensión sexual se m u da en an g u s tia »?2 El afecto mismo, entonces, es presentado ya como un nivel de elaboración, un primer nivel de ligazón; así, la angustia sería la desorganización del afecto, o aun el afec to más elemental, más primordial, más cercano a una excita ción que se descarga de manera no-específica. En Freud, el es quema de la derivación energética es m uy frecuente: cuando una vía está cerrada, se toma otra vía. Si la energía X, que se especifica o se elabora normalmente bajo forma de afecto, en cuentra la vía bloqueada, hay una elección de otra vía de des carga; la energía debe necesariamente fluir hacia alguna par te, pero lo hará bajo la forma de angustia, es decir del afecto menos ligado. Angustia Knergla X
Esquem a 1.
E l alecto es entonces ya cierta estructura significante, lo que no quiere decir, n iv e l e s d e empero, que tenga necesidad de reprei .a «l i g a z ó n .. serilacumes para ser cualificado. El afec to, en Freud, se concibe de manera muy cercana a lo somático; está hecho de un conjunto organizado (es allí donde está la ligazón, evidentemente) de descargas mo toras que se añaden a cierta sensación de placer y displacer. Pero además, en el afecto hay también un aspecto histórico, que explica que tal afecto haya tomado tal o cual forma: "En el caso de algunos afectos creemos ver más hondo [más allá de la pluralidad de reacciones que especifican al afecto] y advertir que el núcleo que mantiene unido a ese ensemble |hay claramente aquí un ensemble significante] es la repetición de una determinada vivencia significativa ]el afecto nos remi te a la historia, pero no solamente a la historia individual!. Esta sólo podría ser una impresión muy temprana de naturaleza muy general, que ha de situarse en la prehistoria, no del individuo sino de la especie. Para que se me comprenda mejor: el estado afectivo tendría la misma construcción que un ataque histéri co y sería, como este, la decantación de una reminiscencia. Por tanto, el ataque histérico es comparable a un afecto individual neoformado [la crisis de histeria, como repetición de un acon tecimiento histórico, portador de los signos mnémicos, los sím bolos de un cierto acontecimiento, es a la historia del indivi duo lo que el afecto es a la historia de la especie], y el afecto normal, a la expresión de una histeria general que se ha hecho hereditaria».33 La a n g u stia es el afecto menos elaborado y más cercano a la descarga energética pura. Pero también ella, sin embargo, es susceptible de cierta elaboración. La angustia no es algo de lo que no se pueda decir nada, y en particular puede ser trasformada en un elemento eminentemente significante: en «se ñal»; la angustia, en ese momento, está reducida a sus rudi mentos, a algunos elementos que están simplemente ahí para indicar que algo se producirá. Podemos entonces, en una primera aproximación, distinguir niveles de elaboración: a. La elaboración bajo la form a del afecto, que no implica la ligazón a representaciones, sino simplemente una ligazón sig nificante a reacciones somáticas. D if e r e n t e s
u S. Freud. Conferencias
b. Después, la lig azón a representaciones, siendo estas a su vez más o menos susceptibles de constituir el objeto de cier to trabajo psíquico. Tomemos el ejemplo de la fijación de la angustia sobre objetos fóbicos. Hemos visto la teoría de Freud según la cual, en la neurosis de angustia, hay una angustia flo tante que escoge, un poco por las necesidades de la causa, tal o cual objeto de miedo. Ahora bien, puede resultar interesante clasificar esos objetos fóbicos según una serie, desde aquellos que son muy triviales y dan poco pie a una elaboración psíqui ca —la tormenta, por ejemplo, como objeto fóbico «genérico»— hasta los que, en el otro extremo, se encuentran insertos en una verdadera historia, en una concatenación, en un mito, ya sea que se trate de un mito personal o de un mito cultural: tal o cual anim al real pero trasfigurado por su leyenda, incluso totalmente legendario. c. El problema de la lig azón entre s i de grupos de repre sentaciones. No abordo directamente aquí el problema, por ejemplo, de la histeria, pero la idea de Freud es que la histeria, como la represión, es concomitante a un aislamiento de cierto grupo de representaciones, «grupo psíquico separado» que re sulta aislado del resto del contenido del pensamiento y, por lo mismo, sustraído de lo conciente y de su elaboración ulte rior. Así, aun en el nivel de las neurosis llamadas «psiconeuro sis» se presenta esta cuestión de una elaboración más o menos grande: concurre a explicar que cierto núcleo significante que de aislado, listo para formar el punto de partida de una sintomatología. Vemos el interés de esta noción de elaboración psíquica, en todos los niveles de la teoría psicoanalítica de las neurosis, de las psicosis e, igualmente, de la cura. En efecto, si hay que entender que las neurosis, según las modalidades más diver sas, corresponden a un déficit o a un rehusamiento de elabora ción, inversamente se puede pensar que una de las maneras en que actúa la cura es, precisamente, volviendo a poner en marcha una elaboración. Sobre esto, Freud y los analistas no variaron, aun cuando debieron profundizar la noción de «ela boración interpretativa» o de «perlaboración», a través de la cu ra. Para Freud, y desde el comienzo, la cura consiste en resta blecer lazos, conexiones, entre sistemas o grupos de represen taciones que se encuentran separados: consiste, en consecuen cia, en restablecer las comunicaciones en el interior de la vida psíquica. Con la angustia, estamos en el nivel m ás elem ental del pro blema de la elaboración. Y esto me lleva a proponerles, de un
modo un poco didáctico, la gran oposición entre neurosis ac tuales y psiconeurosis:34 Neurosis actuales
Psiconeurosis
narcisislas (* psicosis) «le trasferencia (Hisleria Neurosis obsesivas)
Centremos las cosas primero esquemáticamente, para some terlas a crítica después. Como dice por otra parte Freud, que es m uy partidario de las clasificaciones nosológicas (así lo de clara, por ejemplo, en Conferencias de in tro d u cc ión a l psico análisis), ¿por qué no empezar aislando N e u r o s is elementos? Así como en la naturaleza ACTUALES Y podemos aislar cuerpos puros, aunque PSICONEUROSIS: convengamos en que en realidad los LINA CLASIFICACION que encontramos son siempre mixtos, NOSO LOGICA de la misma manera en psiquiatría y psicoanálisis podemos aislar estructu ras diferentes, y aun opuestas, bajo reserva de mostrar, des pués, que en definitiva se combinan. En primer lugar, desde el punto de vista, etiológico: a. E n las neurosis actuales, la causa es actu al, en el doble sentido de «presente» en el tiempo y de «en acto», actualizada. Es un conflicto presente, una im e presente. Podemos co tejar esta idea con lo que Freud, en E studios sobre la h iste ria, había llamado «histeria de retención»: cierta im e en la vi da del sujeto, sobre cierto trayecto, provoca una retención, una estasis, un estancamiento, y es necesario que lo enditado deIrás de la barrera encuentre otra vía. b. E n las psiconeurosis, por el contrario, la causa hay que buscarla en el pasado o, al menos, en acontecimientos pasados reactivados por el presente. Pero este presente es en sí mismo más o menos contingente y más o menos anodino o, en todo caso, tiene un modo de acción mucho más simbólico que real. En la neurosis actual se trata de una dificultad real, a veces 14 Estas páginas equivalen a una elaboración del artículo «Neurosis acUial< del Vocabulaire de la pst/cknnalyse (J. Laplanche y .f .-R. Pontalis, París: PUF, 1967).
insuperable; en la psiconeurosis, el impacto de la realidad pre sente es, ante todo, función de su repercusión, de su resonan cia simbólica en acontecimientos pasados. En los dos casos, por supuesto, la sexualidad está en juego, pero esta invocación de la sexualidad es m ucho más evidente en la neurosis actual, precisamente porque el conflicto se sitúa en ella en un nivel mucho menos elaborado. Desde el p un to de v ista de la patogenia, del m ecanism o ge neral: a. En las neurosis actuales hay una fuente de excitación somática incapaz de encontrar su expresión simbólica. El con flicto bloquea la vía de una descarga real. Hay sí un conflicto causal, pero se lo supone exterior a la neurosis. El conflicto está ahí, en alguna parte, desencadenando la neurosis, pero no participa de su mecanismo. El mecanismo no refleja el con flicto. b. E n las psiconeurosis, en cambio, el conflicto se sitúa en el nivel psíquico. Se trata de un conflicto esencialm ente inte rio riza d o , m ucho más que de un conflicto externo. Es un con flicto en el nivel de elementos ya altam ente simbolizados, lo que implica por lo tanto una vida fantasm ática rica. En lo que concierne a la formación de síntomas: a. E n las neurosis actuales, la formación de síntomas es som ática. Se trata sea de una trasformación directa de la exci tación en angustia, sea de una derivación de la angustia sobre ciertos aparatos corporales. Esta trasformación directa, la no intervención del conflicto en el interior del mecanismo, lleva a que la significación de los síntomas no pueda ser completa mente elucidada por el psicoanálisis: pensemos en la triviali dad de los síntomas de la neurastenia, en su carácter vago, po co específico y poco simbólico (dolores del raquis, de cabeza, cansancio, etc.). Y cuando en los síntomas se descubre cierta «psiquización» (pensemos en las fobias de las neurosis de a n gustia), este aspecto psíquico es él mismo muy trivial: el sujeto tiene miedo de todo, potencialmente; puede tomar cualquier cosa como objeto de miedo. Sin llegar entonces al extremo de ciertas formulaciones de Freud, según las cuales en la neurosis actual los síntomas «no tienen ningún sentido», podemos decir que ningún sentido, en las neurosis de tipo actual, agota la con figuración concreta de los síntomas. b. E n las psiconeurosis, en cambio, y en particular en las neurosis de trasferencia, la formación de síntomas se hace por
una m ediación sim b ólica. Los síntomas tienen un sentido pre ciso; en su ser misino reflejan el conflicto que traducen bajo la forma de un compromiso. Son un verdadero lenguaje, un ■meo-lenguaje» original creado por cada neurótico; de ahí, tam bién, una individuación mucho mayor, una mucho mayor es pecificación del síntoma. Freud m antuvo siempre esta categoría de las neurosis acl nales, y en el capítulo de Conferencias de in trod ucción a l p si co an álisis intitulado «El estado neurótico común», que prece de al capítulo dedicado a la angustia, hasta llega a plantear la hipótesis de una teoría no sólo somática en general, sino «tó xica». de las neurosis actuales. Habría que concebir este dique, del que hemos hablado a raíz de la «estasis», como un obstáculo real que traba la circulación de ciertas sustancias hormonales, finalm ente, los síntomas de la neurosis actual, se trate de la angustia o de otros, serían comparables a una verdadera autoinfoxicación, por una suerte de atascamiento de las sustancias sexuales. Nada permite seguirlo hasta allí, y creo que nadie lo hizo nunca. Freud toma el ejemplo de la enfermedad de Basedow, es decir de una intoxicación hormonal, intoxicación que nunca ha sido verificada en el caso de las neurosis actuales. Entre estos dos grandes grupos, Freud se ve llevado a pos tular correspondencias e intrincaciones. En primer lugar, ca da una de las entidades de las neurosis actuales encontraría su contrapartida en las psiconeurosis. En su formulación más general, el cuadro es el siguiente: a. La neurosis de angustia sería equivalente, en el plano de un mecanismo somático, a la histeria de angustia, es decir, a la neurosis de fobia. Vemos cuán cercanas están las sintomatologías y podemos imaginar toda suerte de pasajes entre am bas. Entre las fobias muy generales de la neurosis de angustia y las fobias mucho más específicas de la histeria de angustia, todos los intermediarios son posibles. b. Por lo que se refiere a la neurastenia, Freud vacila, y se gún los momentos, ve en ella el equivalente sea de la neurosis obsesiva, sea de la histeria de conversión. Comoquiera que fue re, el paralelismo es más interesante del lado de la histeria de conversión, puesto que en los dos casos tenemos síntomas de somatización. c. Finalmente, después de 1914, Freud postula una corres pondencia entre la hipocondría como tercera forma de neuro sis actual, y las psicosis, en particular la esquizofrenia.
Estas correspondencias adquieren todo su sentido con la po sibilidad de una intrincación privilegiada de tal o cual psico neurosis con la neurosis actual que se le emparienta. Para apre henderlo mejor, podemos recurrir a cualquiera de los esque mas de Freud, en particular al de L a interpretación de los sueños. El aparato psíquico está representado allí como una especie de recipiente que contiene como archivos, que él lla ma sistemas mnémicos, y que podemos considerar otros tan tos niveles de elaboración psíquica sucesiva (Ei¿, E ’yp. . .), de «simbolización». Propongo un esquema que les pido considerar como un modelo totalm ente provisional.
angustia
V
EXCITACION----— X
síntomas psicosomáticos
neurosis
sublimación
\/
— - ► E ’ i/' ———► E ’ ’ ^
—— i
CONFLICTO
(fantasmas i.rr)
Esquem a 2. Si en un sujeto que tiene «correlato» fantasm ático suficien te se puede, mediando una frustración externa, imaginar otras vías (sublimación, por ejemplo), en los casos en que la elabora ción psíquica en sus diferentes niveles es insuficiente asisti mos a u n rehusamiento o a un fracaso de la elaboración psiconeurótica, lo que trae por resultado que la excitación deba d i rigirse por vías muy poco elaboradas (angustia, síntomas psicosomáticos). Por relación con este esquema, agregaró aún algunas reflexiones: y p s ic o n e u r o s is : u n a 1. Hay siempre en la neurosis, se trac o m p l e m e n t a r ie d a d te de neurosis actual o de psiconeuroESTRUCTURAI. sis, un elemento actual en su desenca denam iento manifiesto. En el artículo «Sobre los tipos de contracción de neurosis»'5-’ vemos que para Freud ese desencadenamiento sobreviene a partir de algo que se sitúa muy cerca del extremo de lo real. Pero el influjo de este acontecimiento actual es m uy diferente según que encuen tre su resonancia inmediata en el nivel simbolizado, en el nivel N e u r o s is a c t u a l e s
',r> S. Freud, «Sobre los tipos de contracción de neurosis», en OC, 12, 1980, págs. 239-45.
luntasmático, o que el sujeto no quiera «pagar los gastos psí quicos» de una neurosis, que no tenga el capital fantasmático ■.unciente para asumir una neurosis, o una sublimación, o aun para buscar otra vía. 2. Pero a la inversa, si bien hay un elemento actual en todo i lesencadenamiento neurótico, es m uy d ifíc il h ab lar de u n conHielo puram ente actual, de una frustración puram ente real. Kn este sentido habría que revisar completamente el esquema I , o incluso el esquema 2, porque su supuesto es que el conflicli> vendría puramente del exterior. De hecho, aun en el caso del desencadenamiento de una neurosis actual, una frustracion sólo tiene influjo si encuentra resonancia en una proble mática personal; en definitiva, en una problemática infantil, lis decir que el término de frustración sólo se concibe en una cierta dialéctica que lo pone en relación con una autol'mstración. Si el sujeto puede ser frustrado es porque tiene hi posibilidad de frustrarse él mismo, la posibilidad de «frustra ción interna^, como dice Freud. Podemos recordar los ejem plos que Freud daba a propósito de la neurastenia y de la neu rosis de angustia: los puritanos, aquellos que tienen miedo de la sífilis, etc. Es evidente que en ese caso Freud se rehusaba a ir más lejos, en tanto que habría que preguntarse por qué cierto sujeto, por ejemplo, tiene un miedo absolutamente pá nico a la sífilis. No se puede considerar, en este ejemplo, a la sífilis como un elemento puram ente exterior desde el cual se desencadenaría todo un proceso neurótico. El miedo a la sífilis en sí mismo debe ser tomado en cuenta dentro de una estruc tura neurótica. 3. Por este sesgo tendemos a borrar la d istin ción entre neu rosis actuales y psiconeurosis, porque después de todo, aque llo acerca de lo cual Freud decía «No se analiza». . era porque no se tomó el trabajo de hacerlo. Sin embargo, si esta distin ción es cuestionable en el plano nosográfico (no se puede de cir: aquí se trata de una neurosis exclusivamente actual, ahí fie una psiconeurosis), ella conserva su valor como introducto ra de dos elementos estructurales, que encontram os general mente actuando de m ane ra com plem entaria. Esto aparece de manera particularmente evidente en ciertos casos: a. Un problema actual agudo, incluso si encuentra su ex plicación en la historia del sujeto, puede haber cobrado inde pendencia y operar como obstáculo. Sea, por ejemplo, un suje to enfrentado a un acontecimiento que acaso él mismo provo có, digamos un grave accidente que ha trasformado, por sus secuelas psíquicas o somáticas, su vida o la de su entorno. Hay
allí un elemento que debe ser considerado en un análisis y se debe tratar de comprender cómo pudo ocurrir este accidente. Pero al mismo tiempo hay allí un hecho consumado, que desde ese momento cumple una función actual, una función de obs táculo y tam bién una función de coartada respecto de toda po sibilidad de devolver al circuito lo que ahora se encuentra coa gulado en lo real. He aquí un problema absolutamente concre to de la terapéutica analítica, que debe enfrentar a veces este tipo de obstáculo; y aun si manifiestamente el sujeto lo ha crea do, el obstáculo es irreversible una vez constituido. Y lo que se llama pasaje al acto, acting-out, en una terapia, ¿no sería al fin y al cabo precisamente la intención, más o menos logra da, de crear lo irreversible? Incluso si el acting-out puede ser interpretado, no deja por ello de ser algo que ha adquirido un valor de obstáculo a menudo definitivo. b. En el otro extremo, se puede decir también que en toda neurosis, en toda psiconeurosis, además de los síntomas espe cíficos, que encuentran justam ente su explicación simbólica en la historia del sujeto, tenemos con m ucha frecuencia un corte jo de síntom as vagos, no específicos (cansancios, dolores va gos, cierta tristeza), que no merecen tal vez la atención del in terpretante, o pueden ser interpretados sólo de manera muy general porque representan una repercusión secundaria, ac tual, de la psiconeurosis. c. Finalmente, un tercer punto nos lleva a mencionar el pro blema de la psicosom ática. Freud puso aquí un jalón, al situar en paralelo neurastenia por una parte, e La s o m a t i z a c i o n histeria de conversión por otra, como p s ic o s o m a t ic a dos mecanismos de somatizacion, pero en niveles muy diferentes. En la con versión, por ejemplo, lo que desde el comienzo lo impresio nó, y que sigue siendo evidente para los analistas, es el va lor simbólico de los síntomas. Hasta el punto de que Freud pu do demostrar muy pronto, siguiendo por otra parte a Charcot, que los síntomas somáticos en la histeria de conversión (las pa rálisis, por ejemplo) seguían una anatomía puramente fantasm ática.36 El segmento del cuerpo afectado en la histeria de conversión por una parálisis o por un síntoma somático cual quiera no obedece para nada a las vías de la anatom ía nerviosa o de la anatom ía en general: una m ano puede quedar paraliza:,,i S. Freud, «Algunas consideraciones con miras a un estudio compa rativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas», en OC, 1, 1981, págs. 197-210.
«la en el nivel de la m uñeca, incluso cuando los nervios y los músculos que la comandan discurran por territorios mucho más complejos. Inversamente, se podría decir que, por relación a l;i conversión, la so m atización psicosom ática sigue vías m u flió m ás fis io ló g ic a s, recae sobre ciertos aparatos que constil uyen una unidad funcional y no va a buscar tal o cual peque ño punto elegido por su valor de símbolo. Pensemos, por ejem plo, en los síntomas digestivos, en la úlcera gástrica o aun en i’l asma, que son enfermedades de aparato. Descubrimos en tonces, en el proceso de «somatización» de la psicosomática, a In anatom ía y a la fisiología objetivas; los síntomas son fijos y enumerables, relativamente estereotipados. Por el contrario, en la conversión histérica, los síntomas, cada vez, toman un valor absolutamente individual Remitámonos a las obras de aquella «escuela» de psicosomáI ica cuyas cabezas son Marty, Fain, David, de M'Uzan. Por ejem plo, a un artículo, bastante simple, sin duda, de Marty, en una obra ya antigua:15" indica que al término de «psicosomática», que después de todo evocaría más bien la idea de la histeria, prefiere una expresión como «somatoconflictual». Creo que no hay que entender esto como si el conflicto se tradujera en lo somático, sino, al contrario, en el sentido de que existe una separación: el conflicto está ahí, en los lím ite s del campo de lu neurosis, de la afección, y su repercusión no lo traduce sim bólicamente. El conflicto está por fuera, en los límites del sín toma, y siempre, o en una gran mayoría de casos, es fácil des cubrirlo; es actual, pregnante en la existencia del sujeto: se lo l.rae a la luz sin dificultad desde las primeras entrevistas clí nicas. Consulten ustedes, si les parece, los casos que describe Marty, en particular el primero, totalmente claro y esquemáti co, de una mqjer joven que vino a consultar por una ciática; la entrevista enseguida puso en evidencia los elementos del con flicto, digamos simplemente dificultades reales, considerables. ( tt.ro punto sobre el cual insisten estos autores, retomando (creo que sin haberlo pretendido explícitamente) lo que Freud dijo acerca de las neurosis actuales, es la idea de la pobreza de la elaboración mental inconciente. En esos pacientes sería difícil descubrir una vida fantasm ática un tanto rica, ni siquiera afec tos algo desligados, algo diferenciados. Si aun careciendo de los recursos necesarios para hacer una 17 P. Marty, «Cllnique et pratique psychosomatiques», en La psychanalyse d'aujourd'hui (bajo la dirección de S. Nacht). París: PUF, 1956, vol. II, págs. 532-74.
psiconeurosis, estos sujetos no hacen, sin embargo, una pura y simple neurosis de angustia, sino que invisten en el cuerpo la energía no elaborada, el problema consiste, a pesar de todo, en saber por qué el escogido es tal o cual órgano, tal o cual función, tal o cual sistema. Ahora bien, precisamente, los auto res rechazan este término «elección», que es de muy corriente empleo en teoría psicoanalltica para designar la actitud del su jeto por relación a su neurosis. En las psiconeurosis, el término «elección» conserva su valor porque viene a significar esta elec ción única, individual, singular, extremadamente determ ina da en sus detalles mismos, de tal o cual modo de síntoma. Pero en psicosomática, en cambio, es poco apropiado hablar de elec ción del órgano, aun en el sentido muy preciso de elección in conciente. «Los mecanismos en cuestión son a menudo poco conocidos y no se trata, en este capítulo esencialmente clínico y práctico, de insistir más en ello, pero no podríamos en n in gún caso hablar de una elección, ni siquiera inconciente. Se trata más de un determinismo profundo, instalado en el perío do prenatal, en el nacimiento y en los primeros años de la vi da, determinismo que, confundido a m enudo con la noción de herencia, a la que por otra parte se aproxima mucho, se distin gue sin embargo de ella al menos de manera teórica».38 No hay entonces elección alguna de órgano, sino simplemente una suer te de «base» de la somatizacion, preparada de antemano, even tualm ente en la fisiología, si no en la herencia del sujeto. Quisiera, para terminar aquí con las neurosis actuales y la psicosomática, repetir que no hay que dejarse engañar, sin em bargo, por la hipótesis de que habría afecciones sin simboliza ción. Excluir del determinismo simbólico sus dos extremos: por una parte el conflicto, como si en lo sucesivo fuera real y no se pudiera hacer nada allí, y por otra parte el síntoma, como si estuviera inscrito en el cuerpo y bastara, por ejemplo, ope rarlo, no es sólo hacer cierta teoría: es entrar en cierta teoría y en cierto juego del paciente mismo y de su denegación. Ha cer comparecer el conflicto real en un extremo, la somatización en el otro, son objetivaciones en que por igual se refugia el paciente. Y se podría decir (creo que es tam bién lo preconi zado por autores como Marty) que el esfuerzo terapéutico con siste a m enudo en neurotizar, es decir, en intentar «repsiquizar» el conflicto y el síntoma, utilizando evidentemente para ello los elementos de simbolización que no están ausentes en nadie (nadie deja de tener fantasma); en retomar, por lo tanto, 38 Ibid., pág. 542.
r| conflicto y el síntoma por el extremo en que se prestan a ti na simbolización y a una fantasmatización. En este sentido l.i psicoterapia de los pacientes psicosomálicos se abre a m enu do sobre un verdadero psicoanálisis, para lo cual es indispen sable en ocasiones un tiempo previo, que comience a movilizar \a resimbolizar lo que el paciente mismo había excluido de •ai vida psíquica.
(¡ de enero de 1971 Existen en Freud, según un punto de vista clásico y esquemáticamente exacl a a n g u s t ia to, dos teorías de la a n g u s tia : a otra a, La primera, cuyas bases sentó en tre los años 1895-1900, es una teoría económ ica, liemos tenido ya ocasión de hablar de ella y se re sume así: la angustia es energía sexual no elaborada a la cual lo es rehusada la vía de cierta elaboración, y que se descarga ilc manera más o menos anárquica; es esto lo que vimos pari in d a m e n te a propósito de la teoría de las neurosis actuales. i iii
u n a t e o r ía
Por lo tanto si la primera es una teoría económica, la segun da va a ser u n a teoría m ás fu n c io n a l, puesto que Freud se em peñará mucho más en descubrirle a la angustia cierta función, en encontrarle, digamos incluso, una utilidad. Una teoría m ás h istórica, también, porque la angustia como señal, o como sím bolo, deberá ser puesta en relación con otras experiencias an gustiantes que ella repite, al tiempo mismo que constituye una especie de vacuna contra su retorno (es esta la idea de la se ñal); por lo tanto, una teoría que se abre sobre una concepción mucho más simbólica de la angustia. Pero tam bién quizás una teoría que abre la puerta a una concepción de la angustia m u cho m ás objetivista, que haría de la angustia neurótica la re petición de un peligro o de una reacción a un peligro objetivo. Trato de indicar aquí a la vez los aspectos positivos y negativos de esta segunda teoría de la angustia; personalmente conside ro negativo pretender enlazar toda angustia, aunque sólo fue ra en últim o análisis, a un peligro exterior. En todo caso, esta segunda teoría no llega a abolir la primera; viene sólo a lim i tarla, y es relativamente conciliable con ella. Hoy me detendré en u n punto del. recorrido entre las dos teorías de la angustia: el capítulo 25 de Conferencias de in tro d u cc ión a l p sico an álisis (1917). L a s «C o n f e r e n c i a s Se trata de uno de los desarrollos más of. i n t r o d u c c i ó n completos de Freud sobre la angustia, a i p s ic o a n á l is is . y que forma un todo. No es una teoría intermediaria entre su primera y su se gunda teoría: este capítulo adhiere totalmente a la teoría eco nómica; el viraje se hará en 1924. Sin embargo, he aquí su in terés por relación a la primera teoría de la angustia: esta teoría de 1917 está mucho más elaborada que en 1895 y abre un lu gar im portante a la experiencia de las psiconeurosis por rela ción al campo de las neurosis actuales. Por otra parte, encon tramos ya allí la mayoría de los distingos que se retomarán en In h ib ic ió n , síntom a y an g u stia. Y lo que yo les indicaba como pivotes de la segunda teoría, la noción de peligro y la noción del yo, intervienen ya plenamente en este capítulo. Por otra parte, la noción de yo, en el sentido psicoanalít.ico del término, no es una invención de Freud de la época de 1920; está pre sente desde el comienzo, extremadamente temprano, y la teo ría de la angustia es uno de los puntos mayores donde se con firm a esta presencia. Las Conferencias de in tro d u cc ión a l p sico an álisis se leen fácilmente. Pero esta facilidad del texto (y de la elegante tra ducción al francés, «fluida» pero no siempre fiel de Jankele-
vilcli) no debe hacernos creer que estamos frente a una vulgan/ación, que no lo es ningún texto freudiano: cada frase y cailn palabra están sopesadas, aunque se trate de conferencias improvisadas. Kl capítulo 25 está bajo el signo de distinciones terminológii ni. La primera, Realangst-neurotische Angst, es introducida de la manera siguiente: la angustia no I a «U e a l a n g s t » es un fenómeno que exista sólo en los n a n g u s t i a -r e a l . nerviosos o en los neuróticos, sino un fenómeno corriente; entonces, corres ponde quizá distinguir entre una angustia «neurótica» y una Realiiik /sI (traducido por angustia «real»; volveré sobre este término): "Al comienzo es posible tratar un buen rato de la angustia Min considerar para nada el estado neurótico. Ustedes me com prenderán sin más si designo a esta angustia como angustia real, pm oposición a una angustia neurótica. Y bien, la angustia real nparece como algo muy racional y comprensible. De ella dire mos que es una reacción frente a la percepción de un peligro exterior, es decir, de un daño esperado, previsto; va unida al reflejo de la huida, y es lícito ver en ella una manifestación de la pulsión de autoconservación».39 Así, esta distinción parece perfectamente comprensible, pero veremos que no es tan evidente, ni para el mismo Freud. Dei Digámonos en primer lugar en el término Realangst para indii mi que Real aquí no es adjetivo, sino sustantivo. Suprimamos pues una primera posibilidad de traducción: no se trata de una niigiistia «real», porque la angustia «neurótica» es tan real, en Imito fenómeno psíquico, como la Realangst. ¿Se podría tradui li por angustia «de lo real» o «ante lo real»? Tampoco es muy i oí recto, porque no es lo real aquello que aquí interviene, sino luí o cua l realidad. Podríamos parafrasear por un comentario: uugustia ante un peligro real»; es aproximadamente lo que sig nifica el térm ino por contraposición a la angustia «neurótica», i|iie es angustia «ante un peligro fantasmático o interno»; o, con mi neologismo (como lo es el mismo término alemán), podemos proponer: «angustia-real». Yo lo pronunciaré entonces así, pe lo, aunque suene igual que la traducción angustia real con «real» i mno adjetivo, hay que escribirlo con un «real» sustantivado. I .un ingleses lo han traducido por re alistic, angustia «realista», lo que quiere decir también más o menos lo mismo: no es la uugustia como fenómeno la que sería más real que otra, sino i|iie se sitúa ante un fenóm eno efectivo de la realidad exterior. 111 S. Freud, Conferencias.. , op. ciL, pág. 358.
¿Cómo interpretar esta angustia-real? E n un p rim e r tiem po, Freud va en el sentido de esta apa rente evidencia; la angustia-real no plantearía cuestión algu na, sería comprensible porque perfectamente racional. Es reac ción al peligro y, al mismo tiempo, es preparación para el peli gro en la medida en que trae consigo un reflejo adaptado, en particular el reflejo de huida. Pero, en un segundo tiem po, esta angustia-real parece no ser tan «realista». Después de todo, sólo la reacción adaptada, o la huida, serían verd La a n g u s t i a -r e a l listas. Es sin duda necesario, evidenn o e s r e a l is t a temente, un elemento subjetivo para desencadenar la huida, es decir un afecto. Pero bastaría una angustia reducida al mínimo, a su aspecto de señal, para provocar la reacción saludable. A partir del momento, por el contrario, en que la angustia se desarrolla, en que no es ya sólo señal, sino ataque de angustia, aun siendo «angustia-real» excede su objetivo. Esta simple reflexión (¿se puede hablar de análisis? Freud se lim ita a reflexiones de sentido común, lo que no opaca su validez) muestra que la angustia-real puede ser desglosada en dos aspectos: un aspecto de p re p aración p a ra el peligro —señal útil, y tanto más útil si se reduce precisamente a una señal— y un aspecto irra c io n a l, que es el desarrollo de angustia. Angstbereitschaft y A ngstentw icklung son dos términos constantes en el pensamiento de Freud, los cuales connotan estos dos as pectos de la angustia. Angstentw icklung es la angustia como desarrollo, como pro ceso que desemboca en algo incontrolado, indomeñable: es el ataque de angustia, o la angustia que se desarrolla en ataque. En cambio, la Angstbereitschaft es la preparación angustiada, la angustia como estado reducido, miniaturizado, pero que per mite al si^jeto prever el peligro y prepararse para él.40 Esta primera reflexión hace entonces perder desde el co mienzo su privilegio a la angustia-real: como toda angustia, la angustia-real tiene su aspecto patológico, bajo su forma de «de sarrollo». Y en este aspecto «pánico» obliga a buscar causas más allá de su función. Ante una angustia, aunque fuera motivada, que se desarrolla en pánico, tenemos toda la razón para buscar en el inconciente algo que haga eco a este pánico y que lo mo40 En algunos pasees, Angstbereitschqft. toma un significado algo di ferente que puede confundir las cartas: es una disposición, una «propen sión a la angustia».
i lv<\ excede de la reacción a tal o cual peligro preciso. Así toda iingiisl.ia-real, desde el momento en que se desarrolla, estaría .ilblendida por una angustia neurótica. Una pregunta: en todo lo que estoy en vías de exponer, ¿no imi- esloy refiriendo al m iedo más que a la angustia'? En frani rv tenemos distinciones, por ejemplo aquella tan trivial enlie miedo y angustia, con la idea, quizá bastante superficial, tic que la angustia es un miedo sin objeto; esto, sin entrar en los matices que los autores han pretendido aportar introduciendo, además, el término ansiedad. Es interesante por el contrai lo entrar en las distinciones freudianas. En efecto, en alemán es todavía más complejo, y creo que sin encerrarnos en la ter minología —después de todo, no se puede decir que el apa rato psíquico sea más verdadero en aleI, a « A n g s t .: mán que en francés— existe cierto gei n i ke m ie d o nio de la lengua, que nos permite ha\a n g u s t ia cer descubrimientos. En alemán, tene mos al menos tres términos: Schreck, \ngst, F u rch l, que Freud distingue explícitamente en diferen tes pasajes, particularmente en aquel de Conferencias de in troducción a l p sico an álisis y tam bién en M ás a llá del p rin c i pio de placer. He aquí los equivalentes ses: Sckreck: effroi [espanto]. No hay ambigüedad. Se puede tam bién decir terror; a veces se traduce por pánico, pero estos tér minos no constituyen un contrasentido fundam ental. Angst: angoissq [angustia], pero a l m ism o tiem po m iedo \peur\. En efecto, en alemán, podemos decir: Ich habe Angst ror, es decir, literalmente: «tengo angustia de», lo que hace que los traductores se sientan obligados, en determinados m omen tos, a traducir A ngst por «miedo». Tomemos el caso de una fo bia como la del pequeño Hans. Se habla ahí de «animal de a n gustia», pero evidentemente el término francés se presta mal para traducir esta idea del pequeño Hans, por ejemplo: «Tengo angustia del caballo».41 F urchl: que es traducido a menudo por peu.r [miedo] o por rra in te [temor]; el verbo «redouter» sería adecuado, pero no existe el sustantivo correspondiente.42
11 |En el uso del castellano, el referente de «angustia» remite al sujeto; sólo en frases como «eso me angustia» hay un más fuerte envolvimiento del objeto (,V. de. la 7’.).] 12 ¡Parece <|ue en castellano tendríamos la situación inversa: el sustanI ivo «pavor» sin el verbo correspondiente; redoutable, el adjetivo, se puede traducir por «pavoroso» (A'. de la 7’ ).|
Veamos los dos pasajes en los que Freud introduce esta dis tinción. El primero es el de Conferencias de in tro d ucción al psicoanálisis: «Creo tan sólo que Angst [angustia] se refiere al estado y hace abstracción del objeto, mientras que miedo [Furcht] diri ge la atención justam ente al objeto. [No se dice que la angustia no tiene objeto, sino que hace abstracción del objeto, lo que es m ucho más matizado que la teoría sa de la angustia como miedo sin objeto.] En cambio, Schreck [espanto] parece tener un sentido particular, a saber, pone de resalto el efecto de un peügro que no es recibido con apronte angustiado. Así, podría decirse que el hombre se defiende del Schreck por la Angst».43 He aquí un pasaje totalmente similar en M ás a llá del p r in c ip io de placer: «Espanto, miedo, angustia (Schreck, Furcht, Angst) se usan equivocadamente como expresiones sinónimas; se las puede dis tinguir muy bien en su relación con el peligro. La angustia de signa cierto estado como de expectativa frente al peligro y pre paración para él, aunque se trate de un peligro desconocido (existe entonces la idea de u n a intencionalidad de espera, una BereitschaJ't, u n a preparación, o tam bién una E rw artung ; el miedo requiere un objeto determinado, en presencia del cual uno lo siente; en cambio, se llama espanto al estado en que se cae cuando se corre un peligro sin estar preparado: destaca el factor de la sorpresa. No creo que la angustia pueda produ cir una neurosis traum ática [es el capítulo en el cual Freud ha bla de la neurosis de accidente]; en la angustia hay algo que protege contra el espanto y por tanto tam bién contra la neuro sis de espanto».44 La angustia se descompone conceptualrnente según los dos pares que forma, por una parte con el espanto y por otra con el temor. Comencemos por el p ar E l par angustia-espanto. El espanto incluye a n g u s t i a -e s p a n t o dos elementos conjugados que son la im preparación (o el factor sorpresa, lo que viene a ser lo mismo, puesto que la impreparación es cau sa de la sorpresa) y la idea de desbordamiento (U beruiáltigung), térm ino que, en francés, y un poco en alemán, trae un doble sentido conjugado. Ser desbordado es ser sumergido y ser sor prendido; eventualmente, es quedar sumergido porque uno fue 43 S. Freud, Conferencias. , op. cit., pág. 360. ■ |'1 S. Freud, Más allá del principio de placer, op. cit., págs. 12-3.
hHprendido, porque uno ha sido tomado por donde no lo espe raba. Se trata de una noción de carácter estratégico, puesto que en cierta estrategia de la neurosis y del conflicto es natutul <|iie se empleen términos con resonancia militar. El espanlo es el triunfo de lo económico, de la fuerza, del factor cuan titativo. A propósito de esto Freud dice que en la neurosis, co mo <*n la guerra, la victoria corresponde siempre a los batallones más fuertes. Lo que no quiere decir que sea siempre el más potente el que gana, sino aquel que sabe tener los batallones más fuertes en el momento adecuado, contra un enemigo más débil en ese punto. Digo entonces que el espanto, suerte de derrota subjetiva, signa la victoria de ese factor económico porque nada ha preparado al sujeto para ese desbordamiento, na da ha podido ser simbolizado o «presimbolizado» por él, pre venido, aunque sólo fuera por una señal. Así, por poco simbóllca que sea la angustia como señal, al menos m arca algo, un limite. Pero cuando n i siq u ie ra hay angustia, entonces es el lelno de lo económico puro. Esta noción de espanto se encuentra en el pensamiento de l'reiid desde los años de 1895, con Estudios sobre la histeria \las cartas a Fliess (el manuscrito K, en particular, y el «Pro vecto de psicología»). Si esta noción de Schreck está presente desde el comienzo es porque es consustancial a una noción igual mente pregnante desde el comienzo: la de traum atism o . Trau ma! ismo y espanto son íntim am ente solidarios. Para situar este concepto de espanto, yo propondría tres contextos. E n primer lugar, los Estudios sobre la histeria, donde 1.1 noción es empleada por Freud y Breuer. Es uno de los p un t o s en que están completamente de acuerdo: la función del es panto, como no-preparación, en la génesis del traumatismo. En 1.1 <’omunicación preliminar», texto escrito en común por Freud v lireuer, el problema es el siguiente: ¿cuáles son las circuns tancias que hacen que un acontecimiento no sea abreaccionailo.es decir que no produzca consigo mismo la descarga emo cional, sino que sea separado de su afecto? O aun: ¿cuáles son las circunstancias que hacen que un acontecimiento no sea ela borado, es decir, que no sea ligado al contexto psíquico, sino que resulte aislado? Tratar de averiguar por qué un aconteci m i e n t o no es abreaccionado o 110 es elahorado es lo mismo que plantear esta cuestión: ¿cómo u n aconl'li i si’axto. inhibidor terim iento puede devenir traum.ati.sni i.a I':i.aiíora(.:ion nw ? En esto, Breuer y Freud divergen i iiquica desde un comienzo y lo harán de más en más. Para Breuer. si un aconteci
m iento deviene traumatismo es porque sobreviene en cierto estado del sujeto llamado «hipnoide», que es ya un estado de división, de fragmentación, de su contenido psíquico; para Freud, será m uy pronto la noción de defensa la que estará en primer plano: si u n acontecimiento es aislado, es porque el su jeto tiene otras representaciones u otros grupos de representa ciones que hacen que no pueda, o no quiera, integrarlo; por lo tanto, lo reprime. La cuestión no es aquí ver si no habría, más allá de esta oposición, cierta convergencia. En efecto, en la «Comunicación preliminar», donde Freud adhiere en parte al estado hipnoide, vemos intervenir el espanto: «La segunda serie de condiciones no están comandadas por el contenido de los recuerdos, sino por los estados psíquicos en que sobrevinieron las vivencias en cuestión [es decir, hay traumatismo cuando el acontecimiento, aunque en sí mismo sea relativamente anodino, sobreviene en un estado psíquico particular, que es precisamente este estado hipnoide]: en la hip nosis, uno halla como ocasionamiento de síntomas histéricos tam bién representaciones que, sin ser significativas en sí mis mas, deben su conservación a la circunstancia de haberse ge nerado en afectos graves y paralizantes, como el espanto, o directamente en estados psíquicos anormales, como el estado crepuscular semihipnótico del soñar despierto, los estados de autohipnosis y fenómenos similares. Aquí fue la naturaleza de esos estados lo que imposibilitó reaccionar frente a lo que su cedía».45 Las dos eventualidades evocadas se resuelven entonces en una sola etiología, por intermedio del espanto. Hay una suerte de círculo: Breuer dice que hay traumatismo si el acontecimien to sobreviene en un estado hipnoide; Freud añade que el es panto mismo puede provocar esta especie de estado hipnoide, de dislocación. Desde allí dos orientaciones, com plem éntanos y divergentes a la vez, aparecerán en la clínica y en la teoría psicoanalíticas. Por una parte, la que lleva a la teoría de la neurosis tra u m átic a en el sentido clínico del término (la neu rosis de accidente, la de los grandes traumatismos, la de gue rra o de los accidentes de ferrocarril, en fin, de cataclismos), donde el espanto actuaría directamente por anulación de las defensas. Por la otra, una orientación mucho más elaborada por Freud, la teoría tra u m átic a de la neurosis (teoría traum á tica de toda neurosis, o teoría del traumatismo en toda neurosis). 45 J. Breuer y S. Freud, Estudios sobre la histeria, en OC, 2, 1980, pág. 36. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
A sti vez, retroactivamente, esta teoría traum ática de la neuva a repercutir sobre la teoría de la neurosis traumática: permitirá percibir que esta últim a no es tan simple como parei la, ni está tan unívocamente ligada al traumatismo externo. I n electo, el estudio del elemento traumático de toda neurosis ' ii ii poner en evidencia un factor de origen interno, autoii a lunático, él mismo susceptible de provocar el espanto. Está illi, como sabemos, la teoría del traumatismo en dos tiempos, ■i ue reagrupamos cómodamente bajo el térm ino de «teoría de i i seducción». Pero en esta teoría la noción de Schreck sigue lleudo esencial. A un si hay varios tiempos, no tienen por reMiillado prepararse el uno al otro. Por el contrario, la imprepai ución se redobla a pesar del hecho de que haya tiempos suceilvos. Se da aquí una verdadera paradoja: el espanto sigue pro duciéndose, cuando, por haber vivido cierta cantidad de experiencias, se podría pensar que el sujeto está preparado. Aquí sólo puedo hacer una referencia muy rápida a esta teoría de la seducción en la medida en que ella toca al análisis de ln angustia y del espanto.46 Nuestra segunda referencia en lo conI ¡i e s p a n t o y e l cerniente al espanto es, pues, ese sepi s i i o r d a m i e n t o gundo capítulo del «Proyecto de psicolii i. y o logia», enteramente centrado en el pro blema del desbordamiento y de la reac ción catacü'smica. En efecto, la cuestión planteada es la siguien te ¿por qué en la neurosis, en tanto conocemos los procesos de defensa normal y sabemos precisamente que la repetición de un acontecimiento permite a veces al sujeto elaborar una defensa mejor adaptada; entonces: por qué en ciertos casos hay, pese a la repetición, o quizás a causa de ella, defensa anormal, que se produce según el proceso primario? ¿Por qué el yo, que es el lugar del dominio, de la inhibición y del proceso secundano, se deja arrastrar hacia un modo de defensa cataclísmico? ,.(’óino el yo entra a funcionar como el deseo? La respuesta mc atiene a lo siguiente: hay un doble desbordamiento (Überw iittigung) porque hay una doble escena. El sujeto es engaña do precisamente por el juego del simbolismo entre dos esce nas. Y sólo la conjunción de ambas constituye el traumatismo. Kn esta etapa de la elaboración del pensamiento de Freud, en la que poco a poco descubre la sexualidad infantil, lo que le im'iis
1,1 Cf. para un análisis detallado J. Laplanche, Vie el morí en psych■ ii miIi/si1, París: Flammarion, 1970, cap. II. |Ed. en castellano: Vida y muerte i' ii psicoariálisis, Buenos Aires: Amorrortu editores, 1973.|
aparece como esencial es el hecho de que esas dos escenas es tén separadas por el momento de la pubertad. En efecto, la pubertad es adquisición de nuevos medios de elaboración, de dominio, de nuevas representaciones e igualmente de nuevas posibilidades de reacciones fisiológicas y de afectos. La puber tad introduce un estadio nuevo, una nueva posibilidad de com prensión. Hay allí un aspecto arcaico del pensamiento de Freud, pero insisto en el hecho de que este esquema es válido para otras barreras y para otros estadios además del estadio puberal. Es un esquema estructural que sigue siendo válido en toda la teoría freudiana de los estadios: cada estadio juega por el hecho de aportar con él un lenguaje nuevo, un nuevo modo de elaboración, una nueva «batería de significantes», pero tam bién reacciones fisiológicas nuevas; y es precisamente en el pa saje y en la traducción de un estadio a otro donde puede jugar se la defensa neurótica. Así, uno puede leer ese capítulo «Psicopatología», del «Proyecto de psicología», diciéndose que todo eso está superado y que nosotros ya no pensamos que no haya sexualidad antes de la pubertad. O, por el contrario, uno pue de leerlo como un modelo, como algo que es una anticipación de una teoría perfectamente trasportable a otra clave: la de eso que llamamos, en psicoanálisis, los «estadios». No entenda mos por ello una noción esencialmente genética: no se trata de decir que cada estadio viene a completar al siguiente, a cul minarlo, inc luso que viene dialécticamente a suprimirlo y rea lizarlo. La teoría freudiana de los estadios no es ni francam en te genética ni dialéctica: es una suerte de tram a sobre el fondo de la cual puede jugar el traumatismo. Dos acontecimientos son separados por un momento de fase, un viraje en la capacidad de simbolización, y esto es lo esencial en nuestra búsqueda re ferida al espanto. El juego entre dos «escenas», la noción de «sexual-presexual», sólo se entienden por relación a esta m uta ción en la capacidad de simbolizar. Lo sexual que irrumpe en una etapa «presexual», es decir en un estado de impreparación para simbolizar, es lo que define a la primera «escena». Ella se im planta allí, desde el exterior, en la impreparación del su jeto, en su yo. Piensen, por ejemplo, en la im plantación, en el hipotálam o de un gato, de un electrodo al cual, después de haber cerrado nuevamente, se lo teledirigiera por un método de radio cualquiera. Se trata de la im plantación de una escena llamada «cuerpo extraño interno», y que va a devenir en el su jeto, como espina irritaliva en el yo, fuente futura de pulsio nes. Acaso sea esta finalm ente la concepción fr e u d ia n a de la p u lsión . Después viene la segunda escena, posterior esta vez
al momento de fase, sobrevenida ya la pubertad, que evoca ii la primera por alguna circunstancia asociativa eventualmenle extrínseca, por algún lazo de contigüidad o de semejanza (lina concordancia de «longitud de onda») y que tiene por re bultado (la imagen del electrodo en el hipotálam o es evocado ra) activar a la primera; y ello porque, mientras tanto, la se xualidad ha sufrido una evolución: el sujeto ha adquirido una nueva posibilidad de comprensión psicológica y fisiológica de la sexualidad, de manera que la primera escena puede recupe rar .su sentido sexual. Ahora bien, en este caso, im plantada co mo está en el interior, ella viene a atacar al sujeto no desde el exterior, sino desde el interior como pulsión. Si se quiere, es una suerte de emisor interno, o incluso una quinta colum na. A partir de ese texto sobre «proton pseudos», el papel del ,vo está indicado de manera absolutamente clara: el yo está ahí para ser sorprendido. Ha habido dos tiempos, y sin embargo uno de los dos no ha podido ju g a r como señal, p a ra el otro. No ha habido constitución de un montaje defensivo más o me nos racional, más o menos domeñado; el yo es tomado a connapié, hay desbordamiento, espanto, « de pánico». Es esto lo que expresa aún otro término, esencial tanto para la teoría de la angustia como para la pulsión en general; me refie ro al de E n tln n d u n g , traducido erróneamente por «descarga», ya que muy exactamente se trata del proceso inverso al de la lU ndung: desligazón, desencadenamiento y disparo. Existe Sei u ale n tb in d u n g , «desligazón de la sexualidad», «desencadena miento de la sexualidad», y se puede también pensar en las re sonancias que el térm ino disparador puede encontrar en una teoría como la etología, a propósito del desencadenamiento de los mecanismos instintuales. Nuestra tercera referencia sobre la noción de espanto será, para terminar, la neurosis tra u m átic a —en el sentido propio del térm ino— tal y como constituye el objeto de los capítulos II y IV de Más a llá del p rin c ip io de placer, en los cuales la lo m ud a esencial es: «Hay algo en la angustia que prepara con tra el espanto». En este texto, la neurosis traumática es comprendida por re ferencia a un modelo (por ahora me lil'!i. e s p a n t o mito a mencionarlo, porque seguraiH i .a n e u r o s i s mente tendremos ocasión de retomarrttAUMATiCA lo): el de la vesícula viviente, de una bola protoplasmática con un interior, un exterior y un límite. En el interior de este límite queda pre servado un nivel n de energía, distinto del nivel N de la ener-
gía externa; vesícula cuya razón de ser es el m antenim iento de su nivel constante frente a los ataques externos, que son de un orden de am plitud mucho más considerable.
Se trata entonces a la vez de cierta concepción de la célula viviente y de cierto modelo del organismo hum ano, de su apa rato psíquico y tal vez de su yo. Dejemos por el momento en la indeterminación el nivel en que él se sitúa, para describir lo que ocurre en el traumatismo. La neurosis traum ática es pre sentada como una efracción, una brecha extensa, provocada por una energía «externa» considerable, que ataca a una vesí cula no preparada. En efecto, se podría concebir que de haber existido angustia, se habría producido movilización de energía en la frontera, de suerte que en el m omento de aparecer el ataque sobreviniera una especie de contrainvestimiento que permitiera lim itar la brecha. Por el contrario, si no hubo movi lización previa, ni angustia, ni preparación, tenemos entonces el espanto, penetración por una energía que pone en peligro la existencia misma de la vesícula; seguramente hay todavía reacción, pero mucho más anárquica, un intento, en el pánico, de reconstituir algo, una suerte de preligazón no simbólica o presimbólica. Si antes de filosofar hay que vivir, antes de sim bolizar el acontecimiento es preciso intentar por todos los me dios acotarlo, limitarlo.
En conclusión, nuestro primer par angustia-espanto perm i te precisar uno de los aspectos de la Angst. Por relación al es panto, que es desestructuración, es el aspecto más estructura do y más estructurante de la angustia el que aquí aparece. En tanto que el temor será más estructurado que la angustia, aquí es la angustia la que aparece como simbólica; es ya defensa y preparación contra el espanto. Es el carácter de la Angst el que posibilita justam ente que podamos decir Ich habe Angst v o r .. . : tengo angustia de . . . A diferencia de las resonancias del término francés «angoisse», hay en la Angst un aspecto in tencional o al menos implícito. H ay p re p aración, no p o r su puesto p a ra el objeto (que sería el miedo, la Angst en el sentido
mus fóbico
Espanto (Schreck) A ngstentw icklung proceso no-domeñado
JO de enero de 1971
En esta primera oposición, entre angustia y espanto, el acen to recaería entonces sobre el aspecto señal de la angustia; su aspecto proceso, desarrollo de angustia, por el contrario, y ya no señal de angustia, tendería a acercarse al espanto. No obs tante, esta distinción entre «angustia-señal» y «desarrollo de anKiistia» no debe ser tomada como algo absolutamente fijo. La ■leñal amenaza siempre con trasformarse en desarrollo, y el de sarrollo a su vez corre el riesgo siempre de desembocar en el desbordamiento; y esto, por consideraciones que podríamos lla mar tópicas, es decir consideraciones de lugar. Todo el proble ma de la angustia, en la medida en que pueda devenir desbor damiento, consiste en saber por dónde ataca ella. Y bien, en el aspecto más original de la concepción freudiana, la angustia ataca desde el interior, viene de esa especie de fuente interna Implantada en el sujeto. Justam ente por eso el problema de I» angustia va a jugar en tom o de esta cuestión: interno-externo, y, con los problemas topológicos complejos que ello implica, gravitará en torno del problema del límite. Hoy nos detendremos en el segundo par: Furcht-Angst, que . plantea el problema de la re lación de •Ei. i’a r la a n g u s tia con el objeto. Esta distina n g u s t i a -t e m o r ción terminológica evoca evidente m ente la d iferencia que se hace normalmente en francés, en psicología, en psiquiatría, entre miedo y angustia. Esta distinción, hoy trivial, es form ulada así por Janet: «La angustia es un miedo sin objeto». Remito para un buen tratam iento de la cuestión a unas páginas de la obra
de Favez-Boutonier sobre la angustia.47 Miedo implica relación con el objeto y con los peligros que este hace correr: tenemos miedo a los ladrones, a un hombre brutal. De ahí a la idea de una relación lógica, proporcional, adaptada, al peligro, no hay más que un paso que rápidamente uno está tentado de fran quear, quizás imprudentemente. A ngustia, por el contrario, im plica indeterm inación del peligro. Y creo que por este sesgo de la indeterminación del peligro es por donde podemos ya abor dar la que va a ser una de las tesis freudianas, es decir (jue la angustia está íntim am ente ligada al problema de la repre sión, y que en la medida en que están reprimidas, suscitan an gustia las representaciones peligrosas. El problema, para superar una distinción puramente term i nológica, consiste en concreto en saber si existe o no una contin u id a d o una contam inación, qué suerte de relaciones rea les pueden e x istir entre la angustia, y el mÁedo. Un miedo que no sólo trae consigo reacciones adaptadas, sino cierto grado de desasosiego (¿no es este el caso de todo miedo?), ¿es ya por eso angustia? Si así fuera, ¿se trata simplemente de que el m á ximo de miedo sería la angustia?, ¿continuidad?, ¿o se trata más bien de contam inación del miedo por otro proceso, evoca do simbólicamente? Quiero decir que. detrás del miedo al la drón o al hombre brutal se dibuja, y se dibujará necesariamen te, una angustia más arcaica, inconciente, ligada a representa ciones inconcientes. Por eso eJ psicoanálisis, y tal vez sólo él, puede permitirnos ver allí más claro, más allá de distingos un poco formales. Tomemos sin embargo el d istingo de la lengua alem ana, aquel en que Freud se apoya, y que no coincide enteramente con el distingo francés. En primer lugar, ese distingo lleva el F urcht del lado del temor o del «temer»; por lo tanto, de una reacción adaptada a su objeto, aun cuando este fuera trascen dente a todo peligro empírico. Uno de los ejemplos más comu nes para el empleo de la palabra Furcht es el de Furcht Gottes, temor de Dios: «Nosotros los alemanes tememos a Dios, y a na da más en el mundo», decía Bismarck; e incluso la Escritura: «El temor al Señor es el principio de la sabiduría». Con el temor estamos pues, pese a todo, en el terreno de una cierta raciona lidad. El matiz que Freud le aporta no es enteramente ese. El nos dice: «En el temor (F urcht), el acento se centra en el obje to; en la angustia (Angst) recae sobre el estado y hace abstrac17 J. Favez-Boutonier, L ’angoisse, París: PUF. 1963, capítulo 1, «An gustia y ansiedad».
i'ión del objeto». En realidad —ustedes lo verán—, en la teoría psicoanalítica, la angustia no hace, así simplemente, abstrac ción del objeto. lie aquí aún algunos matices, ligados siempre al uso de la lengua. Ciertam ente,/ü rc h te n (temer), en alem án, es transiti vo, está referido a un objeto; es temer al objeto, tener miedo de él. Pero Angst ite tam bién una intencionalidad y es allí donde el uso de Angst puede ser más fecundo para nosotros <|ue el uso francés de la palabra angoisse [angustia], «Tengo angustia a . . .», esta alianza de palabras suena en francés como nna paradoja, pero quizá perm ita expresar que, en la angustia Cúbica, hay a la vez objeto y ausencia de objeto, o que el objeto mentado no es aquel que en realidad subyace en toda la cues tión. «Tengo angustia a los caballos», dice el pequeño Hans, en este «Análisis de la fobia de un niño de cinco años» que inaugu ra la teoría freudiana de la histeria de angustia. Encontramos además el término de «animal de angustia», Angsttier, que muesI ra tam bién esta ligazón posible, pero tal vez contingente o se cundaria, de la angustia con un objeto. En suma, más que las distinciones sas, el uso alemán de F urcht y Angst tiende a evacuar del lado de F urcht el elemento adaptativo y racio nal. Y es de señalar, por otra parte, que si bien Freud aporta es! a distinción terminológica, emplea muy poco el término de temor. El temor no le interesa, salvo para plantear algunos dis lingos, pero todo se juega principalmente del lado de la A ngst. Evacuación entonces, en la F urcht, del elemento propiamente racional o de apariencia racional; en L a « A n g s t . a i. a v e z la Angst, miedo y angustia a la vez, pom i e d o y a n g u s tia demos encontrar la contaminación del miedo por la angustia, de un miedo aparentemente motivado o, a la inversa, la fijación de la an gustia sobre un síntoma que parece miedo, que puede pasar por miedo y en consecuencia hacer creer en su carácter racio nal. Todo miedo aparentemente motivado tendría en realidad un fondo de angustia, y toda angustia se daría, en un plazo más o menos breve, la máscara del miedo. Finalmente, Angst vor: «angustia anLe», remite evidentement
preparatoria— de un peligro. Pero el problema será saber cuál ex esc peligro y si es objetivable fuera de la angustia, lo que i k i s llevará a preguntarnos si la angustia, en el límite, no es aprehensión de ese peligro. . . que es la angustia misma como desarrollo. La angustia-preparatoria sería preparación y pre vención frente a la angustia-desarrollo-y-desbordamiento, que finalmente para en el espanto. Es este, aún, un aspecto de es ta distinción entre, por una parte, «angustia-señal» y, por otra parte, «desarrollo de angustia» (o tam bién «angustia autom áti ca»). Y podemos preguntarnos si queda algo por buscar detrás de la angustia autom ática o si no es ella el «sum m um », «el alfa y el omega» de todo peligro, al menos de aquel con el cual tra tamos en el análisis.
Retomo ahora el capítulo 25 de Conferencias de in tro d u c ción a l psicoanálisis, donde encontra mos, en primer lugar, algunas páginas L a a n g u s t ia particularmente bien centradas sobre INFANTIL: el problem a de la an g ustia in fa n til. U N A N A LISIS Bien centradas, suponiendo que sea FREUDIANO verdad que este problema es absolu ESEN CIA L tamente capital para la teoría psicoanalítiea, si es verdad que el miedo o la angustia infan til es un fenómeno de observación cotidiana, universal, se podría de cir; si es verdad tam bién que quizás esos miedos infantiles, a menudo ya fijados en fobias, están en continuidad, aparente o real, con las fobias tal y como las vemos desarrollarse en las neurosis. Continuidad tanto en la form a del vivenciar, donde se trata en efecto más de angustia que de temor, cuanto en la sintomatología, si es verdad que el miedo infantil tiende a fajarse, precisamente, sobre tal o cual objeto privilegiado, o sea, por así decir, a «fobizarse». Freud. se pregunta si se puede a p li car a la an g ustia in fa n til (llamémosla angustia) la d is tin c ió n angustia-real/angustia neurótica. En primer análisis, para una observación su pe rficial, la angustia infantil parecería ser, en primera instancia, una angustia-real, una angustia motivada por circunstancias exteriores a m enudo ligeras y fútiles, pero siempre discernibles; angustia, se dice, frente a lodo lo que es nuevo. Y Freud expone en principio una teoría que sería un poco la del sentido común, según la cual esta angustia estaría más que justificada en razón de la impotencia fisiológica y psi cológica del niño frente a los inmensos peligros que lo rodean: «El niño no haría sino repetir así la conducta del hombre pri-
mordial y de los primitivos de nuestros días, quienes, a causa do su ignorancia y de su indefensión, sienten angustia frente a lodo lo nuevo, aun frente a cosas familiares que hoy no nos la provocarían».48 Al mismo tiempo, sin embargo, la angustia infantil parece preparar claramente el lecho de la angustia «neu rótica» adulta. Es cierto que los niños particularmente ansio sos devienen con frecuencia neuróticos, incluso fóbicos. De ahí una teoría aparentemente simple (que Freud expone bajo la sigla de Adler), que liga la angustia a la inferioridad y la im po tencia. La angustia-real sería el fenómeno primero, perfecta mente justificado en razón de las circunstancias: sobre este fon do general se desarrollarían todos los miedos del niño, y des pués la angustia adulta, que no sería sino su prolongación o su compensación. Vemos cómo plantea el problema la teoría adleriana, tal como nos es presentada aquí de manera simplis ta por Freud (pero el adlerismo es simplista): se trata de la rela ción del yo con el m undo y con las fuerzas exteriores; descarta totalmente, entonces, la teoría libidinal y la presencia de las pulsiones. En una teoría así, la excitación sexual (de la cual sabemos que puede ser ansiógena para el niño) sólo provocaría angustia a igual título que cualquier otra aportación de excita ciones, porque simplemente «el niño tiene miedo de todo».49 Sin embargo, si se retoma clínicamente la observación de la angustia infantil, las cosas no ocurren S it u a c io n e s exactamente así. Hay que distinguir, I'o b i g e n a s en un orden genético y lógico, la an gustia del niño frente a las personas, la angustia del niño en ciertas situaciones, la angustia frente a objetos (objetos fobígenos): «Al comienzo, el niño pequeño se angustia frente a perso nas extrañas; las situaciones cobran importancia únicamente si incluyen a personas, y las cosas sólo más tarde entran en juego en tanto generadores de angustia».5() a. A ng ustia fre n te a las personas. Se trata del problema de la angustia frente a un rostro extraño, a una presencia exI raña. Freud descarta totalmente la idea de que se trate de una especie de comprensión del peligro que representaría la evenlual hostilidad de ese extraño. La angustia frente al rostro exI raño no es sino la pérdida del rostro amado, es decir, la pérdi■ ,K S. Freud, Canfereruñas., ., op. cit., pág. 369. m Li traducción sa disimula en ocasiones la oposición terminante «lo Freud a aquella teoría del niño que se halla enfrentado a un mundo exterior hostil. >0 S. Freud, Conferencias. ., op. cit., pág. 370.
da de la madre. Desde u n a perspectiva kU dniana, en la cual la m adre no es sólo la m adre buena, sin o u n personaje a m b i valente, trueno y m alo a la vez, se p o d ría decir que la an gustia ante el rostro extraño es el desenm ascaram iento, detrás de la m adre buena, del rostro de la m ala. b. Angustia, en ciertas situaciones: «Las primeras fobias situacionales de los niños son las fo bias a la oscuridad y a la soledad. [Ahí tam bién, no es la oscuri dad en cuanto tal: la ausencia de la persona am ada es lo deter minante]; la primera persiste a m enudo durante toda la vida, y es com ún a las dos [angustia frente a la oscuridad y frente a la soledad] la nostalgia por la persona amada que cuidó al niño, vale decir, la madre. Una vez oí, desde la habitación ve cina, exclamar a un niño que se angustiaba en la oscuridad: “ Tía, háblam e, tengo miedo” . “ Pero, ¿de qué sirve, si no pue des verme?’’; y respondió el niño: “ Hay más luz cuando alguien h a b la ". Por tanto, la añoranza [Sehnsucht] en la oscuridad se trasforma en angustia frente a la oscuridad».51 c. A n g u stia fre n te u los objetas. Es el problema de las fo bias, que Freud retomará más adelante. Indico simplemente que el objeto es allí m uy secundario; interviene como sustituto de otra cosa, como punto de fijación y como elemento de liga zón de una angustia que, sin la presencia del objeto, se vería desencadenada, desligada (entbunden). Esta teoría de la angustia infant il es simple, va directam en te en el sentido de las neurosis actuales (de la primera teoría de la angustia en FreudJ: la angustia infantil no es otra cosa que libido no empleada; provocada por la pérdida del objeto amado, ella no es sino la repetición de una descarga anárquica de libido que no encuentra ya su objeto ni los actos precisos por efectuar en relación con ese objeto; la privación del objeto trae consigo acumulación de libido, y después, descarga, por un verdadero fenóm eno de desbordamiento, en el sentido en que una m arm ita se desborda. El sujeto desborda de libido, y es esto lo que se nos manifiesta y lo que es percibido por él como angustia. Detrás de esas experiencias de la angustia in fantil, es el n acim ie n to el que se per Ei. p r o t o t i p o fila como primera situación, «como prod e l n a c im ie n t o totipo y como causa», según nos lo ex plica Freud, de todas las situaciones ul teriores de angustia. Citemos: «Son su desengaño y añoranza los que se trasponen en an51 Ibid., pág. 371. Entre corchetes, comentarios de .lean Laplanche.
«uslia; vale decir, en una libido que ha quedado inaplicable, i|iic por el momento no puede mantenerse en suspenso, sino ■11i i *es descargada como angustia. Difícilmente será casual que e n esta situación arquetípica de la angustia infantil se repita la condición del primer estado de angustia durante el acto del nacimiento, a saber, la separación de la madre».52 Kn otro pasaje del mismo capítulo, la angustia del nacimiento es evocada aún más am pliam ente, por lo tanto m ucho antes de la teoría de Rank sobre el «trauma del nacimiento» y la dis cusión de In h ib ic ió n , sínto m a y angustia. El nacim iento sería entonces el primer modelo, la primera ocasión, de esta apariliún de la angustia. El nacim iento es, ciertamente, dificultad respiratoria; es, ciertamente, prueba penosa del cambio de me dio, un cambio considerable de temperatura y de condiciones; es, eventualmente, traumatismo, en el sentido hasta obstétri co dol térm ino, según los avalares del nacimiento. Pero, para Kreud, todo esto no es lo esencial; lo que cuenta en el naci miento, y lo convierte en el prototipo de la angustia, es ser ii u to-intoxicación. Es decir que el niño queda privado de sus Cuentes de alim entación, y sobre todo de oxígeno; queda cor lado de la madre, sin estar aún adaptado a otro medio; ahí te nemos exactamente, por lo tanto, el fenóm eno de la estasis energética, del desbordamiento, ese ataque interno que se va a reencontrar en toda angustia. Desde luego, hay separación de la madre, pero esta separación no es evidentemente perci bida como tal por el niño; sólo sus consecuencias se objetivan, y consisten en un desarrollo automático de reacciones anár quicas, catastróficas, que son precisamente aquellas que des pués se reproducirán en la angustia infantil o neurótica: «El enorme incremento de los estímulos sobrevenido al in terrumpirse la renovación de la sangre (la respiración interna) fue en ese momento la causa de la vivencia de angustia; por tanto, la primera angustia fue una angustia tóxica».53 Vemos la coherencia, en esa época, de la teoría freudiana de la angustia: la angustia infantil, debido a sus condiciones de desencadenamiento, a su mecanismo, a su fenomenología, «se emparienta- de cerca con la angustia neurótica de los a d u l tos. Como esta, se genera a partir de una libido no aplicada y sustituye al objeto de amor, que se echa de menos, por un objeto externo o una situación».54 Eventualmente, pues, ella 52 Ibid.. págs. 370-1. >:t Ibid., pág. 361. 54 Ibid., pág. 372.
se fobiza, pero en un comienzo es simplemente acumulación y descarga de libido no empleada. Esta angustia infantil, a la que en una teoría un poco superficial se pretendía legitimar por sus aspectos «realistas» (el niño es tan débil . . se nos apa rece muy diferente de toda angustia-real y, con mayor razón, de todo temor. Y la contraprueba es la N in g u n a a n g u s t ia cuasi-ausencia de temor y de angustiarf .a i . en e l n i ñ o real en el niño. La intrepidez del niño frente a los peligros reales es un he cho de observación corriente: trepa a cualquier sitio, traga cual quier cosa, manipula navaja y tijeras; en resumen, todo demues tra la endeblez, en el pequeño ser hum ano, de montajes instintuales comparables a los que pueden existir en ciertas especies animales, aquellos que hacen, por ejemplo, presentir a la galli na y los pollitos el peligro del gavilán. Hay en el hombre (y Freud no insiste aquí, pero es un tema constante en él) una endeblez de los instintos de autoconservación; no hay, en el niño, sino pocos o ninguno de los miedos saludables innatos (aquellos que deberían ser «el comienzo de la sabiduría»). Lo que nos llevaría por otra parte a preguntarnos cuál es la géne sis, en el hombre, de los miedos saludables, y si los llamados miedos racionales no serían más o menos necesariamente in culcados por mediación del proceso de la angustia, si no esta rían ellos impregnados de angustia. Tenemos entonces una des calificación de la función adaptativa de la angustia, de la Angst, aun cuando fuere angustia-ante-un-peligro-real: «Por lo demás, ¿no seguirán ustedes creyendo en serio que uno huye porque siente angustia? No; uno siente angustia y emprende la huida por un motivo común, el que nace de la percepción del peligro. Hombres (pie han pasado por peligros mortales cuentan que no sintieron angustia alguna [Angst: an gustia o miedo], meramente actuaron —p. ej., apuntaron el ri fle a la fiera—; y sin duda alguna, eso era lo más adecuado».55
17 de febrero de 1971 Acom pañando diferentes textos de Freud y en particular las Conferencias de in trod ucción a l piscoanálisis, hemos ras treado las dos vertientes siguiendo las cuales se divide la 11005 Ibid., pág. 391. Entre corchetes, comentarios de .lean Laplanche.
rión —tal vez ambigua, pero ciertamente fecunda— de la Aiu/st: la vertiente del espanto y la vertiente del miedo. El miedo planlea el problema del objeto (miedo de algo o miedo del peligro) y evoca entonces, al menos superficialmente, una función apa rentemente realista, preparatoria; el miedo de algo sería un medio de conjurar el peligro. Pero muy pronto la distinción mantenida a menudo en Francia (la anEi. M ir.n o e s t a gustia es sin objeto, el miedo se refiec r a v id o o e a n g u s t ia ; re al objeto) se revela insuficiente. No i a a n g u s t ia hay miedo que no esté contaminado, sk l i g a que no esté grávido de algo más que kn m i e d o • no viene envuelto en la situación real. Nos hemos detenido en la descripción y en el análisis que hace Freud del miedo infantil. ¿Sería este simplemente miedo de algo o de alguien (un rostro inquietan te, hostil)? ¿No sería más bien explosión, ya, de angustia, una explosión de que el objeto (ese rostro) no es sino la señal desencadenadora? Pero si lodo miedo, aparentemente real, rea lista, remite a la angustia, inversamente no hay angustia que no busque fijarse, limitarse y controlarse en miedo. En esto consiste toda la verdad de la expresión alemana: Ich habe Angst vor («tengo angustia d e . . .»), o incluso aquella de «animal de angustia» (A ngsttier). Con esta elección, con esta verdadera selección de un obje to de angustia, nos hemos introducido en el dom inio de las fo bias. Las distinciones introducidas y evocadas a m enudo por Freud conservan aquí todo su valor indicador: las fobias (en plural) son en prim er lugar síntomas que pueden presentarse <-n las afecciones psíquicas más variadas, neurosis o psicosis, sin ser necesariamente patognomónicas. A un en la «neurosis
o al menos una lim itación al proceso de la angustia. El desbor damiento —a m enudo masivo— de lo inm otivado por relación a las justificaciones que el sujeto puede dar o darse, no es sin duda sino el testimonio del fracaso de la neurosis. Pero un fra caso revelador porque pone al desnudo la discordancia, la in adaptación, los deslizamientos y desbordamientos entre los ele mentos de esta breve proposición, de esta secuencia aparente mente indiscutible: miedo-al-perro-malvado. . . Que el perro devenga «guauguau» o perro en imagen; que el miedo degenere inm ediatam ente en pánico; que se monten los dispositivos más complejos para hacer imposible el encuentro, sin por ello su prim ir el miedo: he ahí que estalla, como experimentalmente, la verdad de la «maquinaria» metapsicológica freudiana, cuyo mecanismo se sostiene en la distinción, el juego recíproco y el destino independiente del afecto y La fo b ia h a c e de la representación. Destino indepenf-s t a l l a r Ki. p a r diente que Freud descubrió rápidaa f e c t o -r f.p r e s e n t a c io n mente en la clínica de la neurosis —histeria u obsesión— y que desde el comienzo puso en relación con el proceso principal de la de fensa: la represión. El problema es entonces: ¿qué ocurre en la represión? O aun: ¿qué hay en el inconciente?, ¿qué es lo reprimido?, ¿qué es lo que devino inaccesible en la represión? Evidentemente el modelo de la represión es la represión histé rica, en particular la histeria de conversión. Por supuesto, se puede decir que lo reprimido es la pulsión, es el deseo sexual. Pero precisamente la pulsión sigue siendo, para Freud, un con cepto límite, que sólo se puede aprehender desde el momento en que está ya refractada en un nivel más accesible, en un n i vel psíquico. No podemos aprehender la pulsión en el nivel psí quico y en nuestro abordaje psicote rapé utico, como no sea por la vía de lo que Freud llama sus «representantes psíquicos», sus dos delegados: «representante-representación» y «representanteafecto». El representante-representación es el contenido ideativo del deseo, son los fantasmas, las escenas, los recuerdos de escenas, las imágenes privilegiadas que resultaron ligadas de manera, histórica (quizás incluso prehistórica) al deseo. En cuanto al representante-afecto, está en cierto sentido más pró ximo a esa famosa fórm ula de la energía pulsional: una «X» tras ladable de ecuación en ecuación; está menos cualificado, me nos especificado que la representación. Nos equivocaríamos, sin embargo, si nos contentáramos con semejante fórm ula em pleada como comodín: el afecto está ya él mismo cualificado; puede ser amor, pero también repulsa, cólera; en suma: toda
la gama de afectos posibles. Esta evocación rápida, provisio nal, pretende sólo introducir el problema de la represión, cuyo i itiuma (y toda cuya eficacia) depende de la suerte del afecto. La representación, en la represión, es relativamente simple: podemos imaginar que si la representación es una suerte de Inscripción, jeroglífica o de otro tipo, puede seguir existiendo ■m ser leída (pensemos en los jeroglíficos abandonados en el desierto durante milenios antes de que alguien viniera a en contrarlos y descifrarlos). Una representación puede ser con fíente o inconciente; ello no le impide ser, ni le impide poder .«•r descrita. ¿Pero qué deviene el afecto cuando hay repre sión, pasaje al inconciente?, ¿cuál es su destino? Tenemos enlouces itido —no sin dificultad— que la re-presentación, la Vor-stellurig, pueda no estar ya presente para nadie, para m jeto alguno. Pero en lo que respecta al afecto, ¿qué sentido llene decir que ya no puede afectarm e en nada? De ahí surHc la cuestión: ¿qué hace la represión con el afecto? O incluso: ¿qué puede ser u n a¡fecto inconciente? La k e p k r s i o n y e l De esta cuestión de ser, ontológica, ai i u t o i n c o n c i e n t e hasta escolástica se podría decir, Freud se preocupa más de lo que pudiera parecer lógico si lo comparamos con su aplomo soberano cuan do desdeña como puramente verbales y formales, las constan tes objeciones a la hipótesis de un psiquisrno inconciente. No deja pasar casi ocasión, sobre todo en los casos en que evoca el paradigmático «sentimiento inconciente de culpabilidad», sin disculparse (!) de esta «contradicción en los términos». El pro blema metapsicoiógico del afecto inconciente recibe, de hecho, la propuesta de algunas «soluciones»; dos de ellas nos reten drán aquí: I. El afecto no estaría verdaderamente reprimido, en el senI ido de ese cambio de lugar, de ese desplazamiento tópico de un sistema a otro que constituye el destino de la «representa ción». A propósito del afecto no se debería hablar verdadera mente de represión, sino de sofocación ( U nterdrückung, tér mino que, por otra parte, hizo fortuna en otro nivel con el sig nificado de opresión «social»; comoquiera que fuere, el término «sofocación» remite siempre en Freud a lo que es más exterior y a lo que implica en menor grado una distinción tópica). El alecto, sofocado, sería reducido a su m ín im u m , «comprimido», reducido a rudimentos, a gérmenes. Una hipótesis así plantea más problemas de los que resuelve, en particular si se quiere Neguir tomando en serio la hipótesis económica según la cual «nada se pierde» en la energía psíquica.
2. El otro tipo de solución es más propiamente económico, en el sentido de que no postula una modificación de la canti dad total de energía psíquica, del «quantum , de afecto». La solución sería la siguiente: el proceso L a a n g u s tia de la represión tiene sobre el afecto la «u n i d a d d e consecuencia de reducirlo a su aspeccuenta» to energético menos específico, aspec to en el cual se presenta como ener gía pura, suerte de moneda circulante que aparecería tanto por una como por otra de sus dos caras indisolublemente solidarias: / libido \ \angustia/' Esta teoría económica puede justificarse a la vez por consi deraciones teóricas y clínicas. a. Teóricamente no se puede menos que itir que lo que especifica cualitativam ente al afecto, lo que lo hace de tal o cual tipo (alegría, temor, celos, etc.), son representaciones, escenas, montajes (lo que se llama «fantasmas») a que adhiere la energía y que vienen a darle, precisamente, esa tonalidad particular. Ahora bien, el efecto de la represión es desprender las representaciones del afecto, confiriéndoles una suerte de independencia; sabemos, en efecto, que pueden desplazarse ha cia conexiones muy diversas y, en ciertos casos, quedar aisla das, sin ningún contexto afectivo. Sería entonces enteramente concebible que el afecto, en virtud de ese proceso de descone xión, se redujera a su aspecto menos específico, el de un afec to puro, precisamente esa especie de moneda enigmática: / libido
\
\angustia/ b. C línicam ente, y en apoyo de aquella explicación teórica: se comprueba a menudo en el neurótico, a consecuencia de una represión, una irrupción de angustia no-especificada. De manera complementaria, en el histérico, allí donde esperaría mos un afecto diferenciado ante tal o cual situación, compro bamos en cambio que ella desemboca en un puro y simple aum ento de la angustia flotante, como si hubiera una especie de intercambio en virtud del cual todo aporte nuevo de afecto concurriera simplemente a aum entar el fondo general de an gustia. Esta idea de una suerte de moneda de base de los afec-
i iis está expresada precisamente en ese capítulo de Conferen• ni,s
A partir de hoy, para ilustrar esta cuestión, abordare mos el caso del pequeño H an s: «AnáA im io p o s it o d e l lisis de la fobia de u n n iñ o de cinco I'I q u k ñ o H a n s » años».57 Sólo recorreré este caso m uy en diagonal y siguiendo una línea determinada en función de nuestro propósito actual. Los padres de Hans están en relación muy estrecha con Freud y con el medio psicoanalítico. La madre de Hans fue aten dida por Freud pocos años antes. El padre adhiere explícita mente a la teoría psicoanalítica: es un discípulo, y va a actuar ni mismo tiempo como educador «ilu strad o » (en el mismo sen tido en que se podría pensar que hay educadores ilustrados por el psicoanálisis, lo cual no es totalmente seguro; este es un pror,n Serían entonces estrechamente correlativas la no-reconvertibilidad de lu angustia en afecto diferenciado y la dificultad, hasta imposibilidad, de «deshacer- la represión. r‘7 S. Freud, Cinq psychanalyses, París: PUF, 1975, págs. 93-198. [«AnáIInIn de la fobia de un niño de cinco años», en OC, 10, 1980, págs. 7-118.| Mn este volumen se agrupan en la versión sa los cinco grandes casos publicados por Freud: Dora, el pequeño Hans, el presidente Schreber, el I lumbre de las líalas y el Hombre de los Lobos.
blema que Freud planteó en toda su generalidad, a raíz preci samente del «esclarecimiento» que el psicoanálisis puede apor tar a los niños58) y como observador atento e instruido, un ob servador prevenido también, puesto que ya antes de la aparición de la fobia tiene alguna idea sobre lo que debe observar (el padre ha tom ado notas sobre el pequeño Ilans antes de la fo bia). Por últim o, como terapeuta, porque es un padre a quien le ha tocado el destino de hacer esta primera psicoterapia psicoanalítica infantil. Vemos todo el interés del texto, puesto que sigue la géne sis, la evolución y la desaparición del síntoma fóbico (evolu ción que es al mismo tiempo la del tratamiento). Pero vemos tam bién la dificultad en que nos pone porque, siendo neurosis y tratam iento inseparables, no nos encontramos ante una ob servación pura. Ahora bien, es una dificultad que, al mismo tiempo, plantea un problema teórico im portante y totalmente primordial, quizá válido para toda neurosis, pero especialmen te para una fobia y una fobia infantil: ¿cuál es la re lación en tre la elaboración del sín to m a , o (según el térm ino freudiano) el «trabajo» del síntoma, su función estructurante (el síntoma, en efecto, no es simplemente algo molesto; por aberrante que pueda parecer desde cierto punto de vista, tiene una función positiva), y te elaboración p síquica, operada en la cura, y que desemboca también en cierta estructuración, donde viene a ins cribirse la libido? Vemos que se abren allí una serie de proble mas que no han perdido nada de actualidad: ¿se podría decir, en el límite, que una fobia, especialmente una fobia infantil, es respetable? Podemos incluso preguntarnos si elaborar en el curso de la terapia no es ir ante todo en ese mismo sentido de la elaboración espontánea, que el síntoma representa, salvo que se va más lejos que él. Un resumen del caso, por Freud mismo, en la parte de «Epi crisis», facilita la comprensión general.59 No tengo de ningún modo la intención de retomarlo aquí, sino que me limitaré a seguir cierta línea: la cuestión de la relación del objeto fóbico y de la a n gustia, o tam bién la re lación del afecto y de la repre sentación, que se puede esquematizar como el desplazamiento de cierto «quantum» a lo largo de ciertas vías, de cierta red. Resumidamente, en efecto, la fobia se caracteriza por un obje58 S. Freud, «El esclarecimiento sexual del niño», en OC, 9, 1979, págs. 115-21. SH S. Freud, Cinq psychanatyses, op. cit., págs. 177-98. [En OC, 10, págs. 84-118.1
i•*irn primer análisis, es el caballo, «animal de angustia») y por vi nivel» (angustia, precisamente) que ese caballo desencadeiiii l '.l análisis descubre toda una red de vías que conducen al nli|rio y que vamos a tratar de volver a trazar. Retrazadas esn vías —y es ese precisamente el trabajo del padre de Hans \ilrl análisis—, ¿se puede, por ello, reconstituir el proceso ecoii<milco en cuestión?, ¿se puede entender de manera unívoca lu que pasa a lo largo de esas vías, lo que circula y cómo eso • In ula? Hay entonces un doble problema (por supuesto ambos •ic conjugan, pero metodológicamente se los puede considerar "'pill ados): por una parte, el problem a del origen y del destino ile la representación y, por otra, el problem a del origen y del •h ••lino del afecto. Esto es tan cierto que Freud pudo dar sobre id segundo punto interpretaciones muy diferentes, sin variar ••r. puntos de vista sobre la red de las representaciones en cueslliiii. En efecto, después, en otros textos, la cuestión de saber curtí era finalm ente el origen de la angustia en el caso del pe queño Hans se replantearía en direcciones que distan mucho ■ le concordar.
Tomemos en primer lugar el síntom a y las vías de asociación, la red que i \k k p r e s e n t a c i o n pende de él. Exactamente como toma mos el texto de un sueño (TS) y, a pari ii de sus diferentes elementos, seguimos las cadenas asociati vas para tratar de encontrar una especie de línea inconciente 11.1) (o eventualmenté varias), tomemos aquí el síntoma. Sin em d u u í f .n y d e s t i n o
dk
bargo, conviene ponerse en guardia desde un comienzo: en la cu ra psicoanalítica ya no se analizan los sueños por sí mismos. Freud, en La in te rpre tación de los sueños, lo hacía aún, es de cir que analizaba sueños dejando caer muchos elementos que lohabrían llevado mucho más allá; a menudo se trataba de sue ños que le eran dados fuera de toda terapia. Del mismo modo, desde 1905, época en que se desarrolla esta cura del pequeño
Ilans, Freud no analizaba ya directamente un síntoma. No obstante, la c e n t r a d a en e l huella de lo anterior se ve en el hecho s ín t o m a de que esta terapia está muy centrada en el síntoma (mucho más que lo esta ría después), y de que el padre de Hans, con m ucha curiosidad, se interesa verdaderamente por comprender, elemento por ele mento, el porqué de tal síntoma.*’0 Así, a pesar de esta situa ción un tanto ambigua (análisis que ya es más vasto que el aná lisis del síntoma, y sin embargo un inequívoco interés por es te), extraigo, del paquete de asociaciones que nos son aportadas en este texto, lo que puede ser relacionado más directamente con el síntoma. La observación que nos es propuesta lo permi te, porque se trata de un informe casi estenográfico de las se siones (es decir, de las conversaciones entre el padre y el hijo), con anotaciones de Freud de tiempo en tiempo. La observación comienza entonces desde antes de la apari ción del síntoma fóbico, en el período que se extiende desde la edad de 3 años a la edad de 4 años y 9 meses, en la cual aparece el síntom a (la fobia al caballo), precedida en algunos meses por el nacimiento de una hermanita, A nna. La observa ción antes del sín to m a muestra esencialmente dos hechos: por una parte, la preocupación de Hans acerca de su pene (que él llama «hace-pipí»), preocupación que se compone, como es nor mal, de un interés libidinal ligado a la masturbación y al mismo tiempo de curiosidad sexual (¿cuál es el tipo de generalidad o de universalidad del pene?, ¿todo el m undo tiene un pene y cómo?); por otra parte, una elección edípica muy clara, favo recida por la ternura muy grande, si no excesiva, de la madre por su pequeño Hans. Veamos ahora lo que se refiere al com ienzo de la.fob ia. El historial de la enfermedad se abre con una carta dirigida por el padre de Hans a Freud. «Estimado profesor: Le envío otro pequeño fragmento so bre Hans, pero esta vez, desdichadamente, contribuciones pa ra un historial clínico. Como lo leerá usted, en los últimos días se le ha desarrollado una perturbación nerviosa que nos tiene muy intranquilos a mi mujer y a m í. . . Sin duda ha sido una U n a t e r a p ia m u y
w El análisis y la interpretación centrados en el síntoma son la resul tante de diversos factores: momento histórico en la historia de la técnica, interés de Freud y de sus discípulos por la investigación de «nuevas tie rras»; pero también particularidad de la fobia, que presenta en un esplén dido aislamiento, en medio de un contexto perfectamente «sano», su sínto ma, del que el terapeuta habrá de hacerse cargo.
Iilporexcitación sexual por ternura de la madre [evidentemen te encontramos aquí, y esto es muy interesante, el eco de la i enría de la seducción], pero no sé indicar el excitador de la I»■rlurbación. El miedo de que u n caballa lo m uerda -por la falle parece entramado de alguna manera con el hecho de que Ir asusta un pene grande. Como usted lo sabe por una nota anterior, en su m omento él reparó ya en el pene grande del i iilcilio, y entonces sacó la conclusión de que la m am á, puesto i|ue es tan grande, por fuerza ha de tener uri hace-pipí como •■ I ile un caballo. No atino a hallar nada pertinente. ¿Habrá vis111 «mi alguna parte a un exhibicionista?. . lie aquí el síntoma como aparece al principio:62 Caballo en la calle va a morderlo.
líl objeto va a precisarse, o a enriquecerse (he aquí un p u n ió sobre el cual no podemos decidir absolutamente, en el mo vimiento paralelo del síntoma y de la elaboración del tratamien to), a medida que progrese el diálogo entre Hans y su padre. Veamos en todo caso cómo apareció, I iis r o s ic a o N df . l a s de m anera manifiesta, el síntoma. (Div ia s a s o c i a t i v a s go de manera «manifiesta» porque Freud y el padre asocian esta aparición ile la fobia a un breve período prefóbico que podríamos llamar ile «incubación» y que tiene un valor teórico muy grande para Freud: período en el cual sólo habría angustia sin fijación fóhlca.) «El 7 de enero va, como de costumbre, al Stadtpark con la niñera; por la calle empieza a llorar y pide que lo lleven a casa, quiere “ hacer cum plidos” con la mami. Cuando en casa le pre guntan por qué no quiso seguir y se puso a llorar, no quiere decir nada. [. . . | »EI 8 de enero, mi propia mujer lo saca de paseo para ver i|iié pasa con él, y lo lleva a Schónbrunn, adonde le gusta mui lio ir. De nuevo empieza a llorar, no quiere seguir camino, llene miedo. Al fin va, pero por la calle; es visible, siente an gustia. En el viaje de regreso de Schónbrunn dice a la madre, 01 S. Freud, Cinq psychanalyses, op. ñt., pág. 105. |En OC, 10, pág. «II. I Km re corchetes, comentarios de Jean Laijlanche. " Situaremos uno a uno los elementos constitutivos del cuadro de la pág 1(14, que recapitula las cadenas asociativas.
tras mucha renuencia: “Tuve m iedo de que u n caballo me m or d ie ra ”. (De hecho, en Schónbrunn se intranquilizó cuando vio un caballo.)»63 La primera relación, percibida por el padre y avalada por Freud, entre estas dos escenas (igualmente en relación con Ion sueños tonces:
madre (amada)
Por otra parte, Freud y el padre no tienen que ir muy lejos (puesto que la observación lo había ya mostrado antes de la fobia) para encontrar en esta elección del caballo la huella de la investigación sexual de Hans, anterior a la fobia: la elección del caballo, lo sabemos por una observación previa, está en re lación con sus preguntas acerca del pene grande de los caba llos. Y añadía el padre: sabemos que había extraído una con clusión de ello en cuanto a su madre.64 De ahí esta otra línea de asociación: caballo gran hace-pipi
madre: ¡,
No se trata sólo de la madre amada, sino la madre que tie ne, o que no tiene, hace-pipí: fálica o castrada. He aquí ahora un fragmento de conversación que tuvieron días después: «El domingo I o de marzo, en el camino a la estación ferro viaria, se desarrolla la siguiente plática: Yo procuro volver a explicarle que los caballos no m uerden. El: “ Pero los caballos blancos muerden: en Gm unden [el lugar a donde van en vacali:i S. Freud, Cinq psychaitulyses, op. cit., págs. 106-7. [En OC, 10, pág. 22.1
™ Cf. ibid. , pág 109. [En OC, 10, pág. 24.]
i mii'h| hay un caballo blanco que muerde. Si uno le acerca los muerde” . (Me llam a la atención que diga "los dedos” t'M lugar de “ la m ano” .)»1’5 I'or lo tanto hay que añadir, del lado del caballo-síntoma, i>| blanco y, sobre todo, cuanto se relaciona con la mordedura v t'NlA ligado a la masturbación. Ligado a ella, en particular, |imi i | u c llans emplea prácticamente las mismas expresiones para (muer la m ano en la dentadura del caballo», «tocar al caballo», (muer la mano en la boca del caballo» y «poner la mano en t i hace-pipí». Además, en alem án, beissen, el hecho de morder, comer, uniere decir al mismo tiempo «picar». De suerte que tener picaen el pene y masturbarse, tener una excitación sexual, y pin otra parte morder o ser mordido, emplean la misma palaI'IM 'Pendremos ocasión de volver sobre este punto: la morde dura (el beisseri) es, en el síntoma, la excitación y el castigo iIr la excitación al mismo tiempo: las simboliza a ambas. tlin lo H ,
i umplojo do i uní ración
masturbación (comor = picar)
morder
devoración
Demos ahora un paso más: es el problema de saber si este «hace-pipí» se sostiene bien, si está bien «arraigado». Se trata de la conversación entre Hans y su padre, en el zoológico de Nchónbrunn, acerca del «hace-pipí» de los animales grandes, el i aballo y tam bién la jira fa .66 El problema, para Hans, es q ui zá la diferencia entre los más grandes y los más pequeños, pe to, sobre todo, saber si su hace-pipí se sostiene bien, si está bien arraigado. Vamos a dar directamente aquí con el com ple to de castración, en el cual encontramos diferentes dimensio nes: la comparación entre los grandes y los pequeños, incluso con aquellos que no lo tienen; después, un despertar de an ti guas amenazas: la madre amenazó a Hans con la castración si '«•guía masturbándose, pero en el momento eso no le produjo demasiado espanto, y por últim o, un comienzo de aceptación de la diferencia sexual, y de la diferencia de las generaciones. Paso rápida revista a lo que aparece en las páginas 32 a 36:67
IIB Ibid., pág. 111. [En OC, 10, pág. 26.) Entre corchetes, comentarios do .loan Laplanche. Ibid., pág. 114. [En OC, 10. pág. 30.) |De "Análisis », <>p. cil. (A'. de la T.).]
Por una parte, el material de las jira fa s : no sólo aquella* que se ven en el jardín zoológico, sino las que Hans dibuja, unu grande y una pequeña, y precisamente ese comienzo de acep tación de una diferencia o, al menos, de cierta gradación, en la posesión del pene. Por otra parte, la situación del E dipo a propósito de la esce na que se repite casi todos los días: acudir por la m añana a la cama de los padres. ¿Está eso permitido, está prohibido? ¿Se conseguirá doblegar al padre? Generalmente la madre consi gue hacer aceptar que el pequeño Hans venga a la cama. Les cito ahora la famosa escena de la v is ita a F reud. En efecto, Freud prácticamente no tiene intervención directa en el tratam iento, salvo por los informes que recibe del padre y por los consejos que le da como supervisor. Pero, a diferencia de una supervisión corriente, por un lado Hans conoce perfec tamente la existencia de Freud, que es un profesor, un perso naje de referencia honrado por el padre, aquel que sabe verda deramente de qué se trata; entre otras cosas, Hans sabe que su padre escribe informes para Freud, y a veces los escriben juntos. Por otro lado, en cierto momento, padre e hijo visitan a Freud. De esta visita yo destaco al meLa v i s i t a nos tres puntos importantes. En primer a l «p r o f e s o r » lugar, Freud tiene cierta idea acerca del síntoma o de un punto particu lar del síntoma. Después, interviene allí como una especie de dios (alguien que sabe, y que sabía incluso lo que sucedería a Hans antes de que este naciera), y lo hace voluntariamente en un nivel mítico, que quiere ser tranquilizador, estructurante. «Le revelé que tenía miedo a su padre justam ente por que rer él tanto a su madre. El no podía menos que creer, le dye, que el padre le tenía rabia, pero eso no era cierto; el padre le tenía cariño, y podía confesarle todo sin miedo. Que hacía mucho tiempo, antes que él viniera al mundo, yo sabía ya que llegaría un pequeño Hans que querría m ucho a su madre, y por eso se vería obligado a tener miedo del padre; y yo le había contado esto a su padre».68 Freud juega aquí voluntariam ente el papel de oráculo que anuncia toda la historia de Edipo antes aun que este partiera al encuentro de su destino. Volvamos al primer punto, que aquí nos interesa más direc tamente (puesto que nos ocupamos de la significación del sín toma, en mayor medida que del tratamiento); se trata de algo m Ibid., pág. 120. [En OC, 10, págs. 37-8.|
iii. Kreud cree descubrir y que constituye un detalle enigmáII* ii en el objeto fóbico: el caballo que da miedo tiene algo ne.... sobre la boca. El padre había interrogado a Hans preguni li n d ó l e si era el freno o una pieza de cuero que los caballos ■1111* tiran de los carruajes tienen sobre la nariz, etc., y de re líe n t e Freud, viendo al padre, se dice que tal vez este no ha i ('pin ado en ello, pero que tiene binóculos posiblemente nem n4 y, sobre todo, que tiene un bigote. En lo que sigue esta Itu111 * del síntoma no dejará de ser un completo enigma porque 11iios en modo alguno está satisfecho con esta explicación que i uñero sólo parcialmente verdadera. Comoquiera que fuere, nos II mus remitidos al padre, con sus dimensiones afectivas ambii nlrntes: liwilro
I mundo te m id o m lliid o )
binóculos---------------- negro bigote sobre la boca
lie aquí ahora nuestra tercera observación: el final de esta visita, que es tan interesante desde el punto de vista de las i eluciones entre el padre y el h ijo . Es tal vez uno de los mo mentos en que mejor nos percatamos de la especificidad de es te complejo de Edipo que, por otra parte, tiene un aspecto tan i litsico. Freud, en efecto, semejante al oráculo, ha revelado mi complejo de Edipo absolutamente típico, directo y clásico en llans, anunciándole que se trataba de algo previsto con an terioridad, en todo lo cual el niño no hacía más que encajar en un esquema que lo sobrepasaba (lo que debería, en cierto mo do, tranquilizarlo): forzosamente tenhiixio, H a n s dría miedo de su padre por amar a su , i \e s t r u c t u r a » madre. Pero he aquí que enseguida el padre de Hans interrum pe a Freud e n su vaticinio para dirigirse así a su hijo: «‘ ‘¿Por qué crees tú que te tengo rabia? —me interrum pió el padre en este punto—. ¿Acaso te he insultado o te he pega do alguna vez?” [el padre retoma la pregunta en el plano real; e s él quien se rehúsa absolutamente a entrar en el esquema planteado por Freud]. “ ¡Oh, sí!, tú me has pegado’ ’, lo rectifi co llans. “ Eso no es verdad. ¿Cuándo, pues?’ ’. “ Hoy por la ma ñ a n a ", indicó el pequeño, y el padre se acordó de que Hans Inopinadamente lo chocó, con la cabeza, en el vientre, tras lo cual, como por vía de reflejo, él le había dado un golpe con l.i mano. [He aquí cómo concluye Freud:] Era notable que no hubiera recogido ese detalle dentro de la trama de la neurosis;
pero ahora él lo entendía como expresión de la predisposición hostil del pequeño hacia él, quizá tam bién como exteriorización de la necesidad de recibir a cambio un castigo».1’9 Seguramente podemos añadir a esta demasiado rápida con clusión de Freud: tenemos, en lo real, un padre totalm ente in suficiente por relación al personaje aterrador que plantea el mito, por relación al padre terrible del complejo de Edipo. Pero, a partir de allí, las intervenciones de Freud y las del padre (¡que es a la vez padre y terapeuta!) van en sentido opues to: Freud insiste en establecer con valor de verdad, más allá de las contingencias, la preeminencia de la estructura (del «fan tasma originario»). El padre, al contrario, intenta llevar a ilans a la realidad, una realidad mucho menos bárbara que la descri ta o prescrita por el «profesor». ¿Y en cuanto a Hans? Y bien, él se inclinaría, al menos por sus actos, en el sentido de Freud: expresa la necesidad de ser castigado, es decir, de ajustarse al mito y, si el padre no es lo bastante terrible, si no pega sufi cientemente, hay que forzarlo, inventarlo; de ahí esa escena que él recuerda y que parece muy anodina (o que es tomada como tal por el padre), en la cual Hans lo embistió con la cabe za para tratar de incitarlo a su papel de padre que castiga y que llena su función.
3 de marzo de 1971 Habíamos quedado, en nuestra recorrida por el análisis del pequeño Hans, en esa visita a Freud, en la cual Hans intenta incitar la hostilidad del padre, suscitar un padre terrible, un padre que llene su papel. Pero dos días después de esta visita volvemos a encontrar este mismo tema de la relación ron el padre. Es este quien relata: «El 3 de abril se llega a la m añana tem prano hasta mi cama, mientras que los últimos días no lo había hecho y aun estaba orgulloso de esa abstención. Pregunto: “ ¿Por qué has venido hoy?” . «Hans: “ Hasta que no tenga miedo, no vendré más” . «Yo: “ ¿Entonces vienes a mí porque tienes miedo?” . «Hans: “ Cuando no estoy contigo, tengo miedo; cuando no 119 Ibid. [En OC, 10, pág. 37.] Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
• Mluy contigo en la cama, entonces tengo miedo. Hasta que yo iim Icnga más miedo, no vendré m ás” . *Yo: “ Entonces tú me tienes cariño y te sientes ansioso cuan do estás por la m añana temprano en tu cama, y por eso vienes ii m í". lian.s: “ Sí, ¿por qué me has dicho que yo tengo cariño a mi.mu, y tengo miedo por eso, si yo te tengo cariño a ti?” ».70 l'Yeud comenta a continuación este pasaje y destaca con jus te/,u la ambivalencia de los sentimientos de Hans hacia su padic: su amor, que afirm a aquí de una manera extremadamente ■lata, homosexual (no es a m am á a quien amo, sino a ti, padre nilii). Pero Freud no destaca este aspecto de E dipo invertido, iihi la hostilidad latente de la escena. Esta se elucida por cier to un poco más adelante, puesto que el pequeño Hans va a la i nina del padre para verificar que este no se ha ido y ello porqur teme haberlo expulsado él mismo del lado de la madre; m ude así para tranquilizar su angustia de haber perdido a su pudre por su culpa. Lo que lleva a Freud a concluir del modo Miguiente esta fase concerniente al padre: «Sabemos que esta pieza de la angustia de Hans es de doble articulación: angustia ante el padre y angustia por el padre, l.a primera proviene de la hostilidad hacia el padre [es decir, tomo miedo a la venganza, que deriva de la agresión contra el pudre!; la segunda, del conflicto entre la ternura, exagerada aquí por vía de reacción, y la hostilidad».71 101 miedo ante el padre procede de la hostilidad hacia él, ■I miedo p o r el padre procede de la ambivalencia, es decir del hecho de que el padre no es odiado solamente, sino amado. ¡Sea! He aquí una conclusión conforme al esquema del comple|u de Edipo. Sin embargo, a la lectura del análisis de Hans, apa rece una parte, el conflicto de ambivalencia, es decir el miedo /»)/• el padre, mientras que el miedo ante el padre, ligado a una hostilidad hacia esto, no está naMii d o a n t e iíl p a d r e da claro. Podemos incluso preguntar,'V» .(>;■ nos si el miedo ante el caballo no se m u n o i *o k e l p a d r e desarrolla únicamente sobre el fondo de un padre insuficientemente temible (y por contraste con este). La opción, para simplificar, sería la siguiente: una de dos, o la angustia (ante el caballo) sobre viene como desplazamiento de un miedo-real (ante el padre), Ibid., pág. 121. [En OC, 10, pág. ;)8.| 11 Ibid., pág. 122. [En OC, 10, pág. 39. | Entre corchetes, comentarios
o la angustia (ante el caballo) extrae su energía del amor (por el padre), y esto en ausencia de un miedo-real (ante el padre). Desde el punto de vista de las vías que anudan tal elemento representativo del síntoma a tal elemento del complejo —y si seguimos esta idea de que el miedo ante el caballo acaso se liga a un miedo insuficiente ante el padre—, vemos la am bi güedad de las líneas que unen el caballo al padre. Estas vehiculizan semejanzas, por supuesto: tanto el caballo como el padre tienen cierta cantidad de atributos que los aproximan; pero fun dam entalm ente estas vías vehiculizan quizás una diferencia, es decir, más que un «del mismo modo que él», un «a diferencia de él», un complemento o un suplemento, una suplencia. Si el padre, en su lugar, no juega la función que le atribuye la es tructura del complejo de Edipo, el síntoma viene allí a suplirlo.
Es entonces cuando aparece un nuevo círculo asociativo, todo un enriquecim iento del síntoma y de su significación. El pequeño observa, por la ventana de su departamento, una maniobra que ocurre enfrente: al otro lado de la calle hay un depósito adonde vienen a hacer su carga carruajes tirados por caballos, que luego vuelven a partir dando la vuelta por delan te de la casa de Hans. Freud reproduce el esquema,72 y el padre mismo plantea algunos puntos nuevos. N u e v a s v ía s De un modo totalm ente clásico, divia s o c ia t iv a s de al síntoma, como se divide un sue ño, en diferentes elementos. Pregun tando a Hans, advierte que por lo menos cuatro nuevos ele mentos se agregan (tomo tres de ellos). He aquí lo que respon de Hans: «"Tengo m iedo de que los caballos se tum ben (ruando el carru aje da la v u e lta” (A). Otro tanto teme cuando los ca rruajes, estacionados frente a la rampa de carga, se ponen de repente en m ovim iento para seguir viaje (B). Además, tiene más miedo (C) a los caballos de tiro grandes que a los caballos pequeños, a los caballos rústicos más que a los elegantes (p.ej., los de coches de plaza)»,73 e igualmente (pronto lo veremos) a los caballos que arrastran enormes carros. Agrego, pues, es tos elementos del lado del síntoma: caen en una vuelta se ponen en movimiento grandes y pesados. 72 Ibid., pág. 123. (En OC, 10, pág. 39.| 73 Ibid. |En OC, 10, pág. 40.|
Veamos rápidamente estos tros temas: I Los caballos que se ponen en m ovim iento son fácilmente llgudos por el padre de llans, a través del diálogo, al hecho de p artir: trayectos de viaje, circuitos de visita en tren (visitas ii lu abuela, vacaciones); o, incluso, al interés de Hans por la i inga y descarga de los carros. Todo esto remite, en el nivel ilel complejo, a varias ideas: a. p artid a de los padres en su conjunto, pérdida de los padres. I). el hecho, tal vez más importante, de d e jar a u n padre )><»■otro, con la resonancia edípica, pero tam bién quizá con el pitsiyt» de una relación pre-edípica (con la madre) a una relnción edípica en que la figura estructurante es el padre: es decir, dejar el círculo de la madre por el círculo del Edipo (el círculo del padre); c. finalm ente, d e jar a los padres en su conjunto, alcanzar una relación con algún otro, y esto lo tenemos desde antes de lu eclosión de la fobia en un pasaje muy divertido donde el pe queño Hans, pretendiendo que una niñita (Mariedl) venga a dormir con él y rehusándolo los padres, amenaza con partir. El diálogo se produce entre Hans y su madre y term ina así: Mamá: "S i realmente quieres alejarte de papi y mami, toma lu casaca y tu pantalón y. ¡adiós!” . Hans toma realmente ■ni ropa y se dirige hacia la escalera para irse a dormir con Mailedl; desde luego, es retenido».7'1 2. Caer en una vuelta. Esta idea de «caer» va a encontrar varios niveles de asociación y de elucidación. Y en la total incerlidumbre acerca del nacim iento del síntoma, Hans puede, ron idéntica buena fe, atribuir a dos acontecimientos este te mor de ver caer a los caballos. Freud se cree obligado, en una nota, a escoger entre ellos, pero parecería que en verdad no es necesario hacerlo si aceptamos plenamente la idea de una elaboración aprés-coup. Los dos acontecimientos son caídas: a. La caíd a de u n caballo de dilige n cia. que Hans habría visto tumbarse, y donde dice que atrapó la «tontería» (esasí como él llama a su fobia): «Sólo ahí la he cogido. Cuando el caballo de la diligencia se ha tumbado, me he asustado m uchí simo, ¡de verdad! Esa vez que he ido, me la he cogido».75 El padre interpreta entonces rápidamente asimilando esta caída ii una caída de su propia persona; Hans accede, pero de mane74 Ibid., pág. 102. [En OC, 10, pág. 1(¡.| 7n Ibid., pág. 126. [En OC, 10, pág. 43.|
ra poco entusiasta (mientras que en otros momentos lo vento* confirmar verdaderamente cuando la interpretación cae con exactitud, aquí sólo aprueba de la boca para afuera). b. Un juego a l caballo, en que se produjo una caída. Fun durante las vacaciones, con compañeritos, y en particular con Fritzl. lie aquí el diálogo entre Hans y su padre: «En la escalera, al subir, le pregunto, como quien no quiera la cosa: “ ¿En Gm unden has jugado al caballito con los niños?", -El: “ ¡Sí!” (Reflexionando.) “ Me parece que ahí he cogido la tontería". [Hans dice haber “ cogido la tontería" tanto a pro pósito de esta escena como a propósito de la escena de la dill gencia; es el mismo término: kriegen.]
«Yo: “ ¿Quién era el caballito?” . «El: “ Yo, y Berta era el cochero” . , »Yo: “ ¿Quizá te caíste cuando eras tú el caballito?” . «Hans: “ ¡No! Cuando Berta ha dicho ‘ ¡Júoo!’ yo he corrido ligero, he salido disparado". «Yo: “ ¿Y a la diligencia no jugaron nunca?” . «Hans: “ No, casi siempre al carro y al caballo sin carro. Cuan do el caballo tiene un carro, puede andar sin carro y el carro puede quedar en casa” . «Yo: “ ¿Jugaban a m enudo al caballito?” . «Hans: “ Muy a menudo. Fritzl también fue una vez caballi to y Franz era cochero y Fritzl corría muy fuerte y una vez tropezó con una piedra y le salió sangre” [es evidentemente el punto más importante: la herida). oYo: “ ¿Quizá se cayó?” . «Hans: “ No, metió el pie en un poco de agua y después se puso una venda” [Freud señala que hay razones para pensar que Fritzl se cayó, y después averiguaremos que Fritzl no sólo tropezó, sino que en efecto cayó], «Yo: “ ¿A m enudo eras tú caballo?” . «Hans: “ Oh, sí” . »Yo: “ Y ahí fue donde cogiste la tontería” . «Hans: “ Porque ellos siempre decían 'por causa del caballo’ y 'por causa del caballo’ (acentúa el “ por causa d e ” ( wegen)), y yo quizá porque ellos d ie ro n tanto ‘por causa del caballo’, yo quizá cogí la tontería” . [Vamos a considerar enseguida este p o r causa del cab allo.]»76 7fi Ib id , págs. 132-3. (En OC, 10, págs. 49-50.] Entre corchetes, comen tarios de Jean Laplanche.
I t iis (los escenas serán sintetizadas después en otra entrei m .i v esta vez la caída del caballo y la de Fritzl serán explíciI u i ih ule referidas por Hans a su anhelo de que el padre sea llMlilu, y de que él puede «estar un poco solo con mamá».77 Atfrego aquí, esquemáticamente, esta línea asociativa
con Fritzl
I» ni no sin insistir sobre el fin del diálogo: >I'uprí: “ ¿Por qué te reto yo realmente?” . ■IIiiiim : “ No lo sé” . (!) • / ’npá: “ ¿Por qué?” . ^Ilnns: “ Porque te pones furioso” . •I'n.pü: "¡Eso no es verdad!” . -Ilinis: “ Sí, es verdad, te pones furioso, lo sé. Eso tiene que ni'i verdad” ».78 El padre insiste entonces aquí en un Ni i i i -a d r e n o e s sentido a que él se aferra, en un senti......... ti i p r o v o c a r l o do exactamente contrario a la inslsteni m u tal cia de Hans: quiere probar que no es verdaderamente temible, en tanto que linio el esfuerzo de Hans se dirige a provocarlo como tal. Desi ubi irnos exactamente esto: que la amenaza paterna se dibuja, |mii así decir, «en hueco», en la realidad de la situación, y que, en mi sentido, el síntoma fóbico viene a llenar ese hueco. :i. El tema de los caballos grandes y pesados viene rápida mente a completarse:79 son no sólo los caballos grandes y penulos, sino los caballos que arrastran grandes carruajes con pe luda carga y los caballos que meten «bulla» con las patas, en particular cuando caen. Es preciso pues añadir: grandes carruajes cargados meter bulla en el piso con las patas
77 Cf. ibid., págs. 150-1. [En OC, 10, pág. 69.) ,K Ibid., pág. 151. [En OC, 10, pág. 69.] 711 Cf. ibid., págs. 125-6. |En OC, 10, pág. 43.]
Nos damos cuenta enseguida (Hans conduce aquí verdade ramente el juego) de que dos temas inconcientes están ligados al hecho de que los carruajes y los caballos mismos sean gran des, pesados, caigan, hagan ruido: a. El tem a del em barazo; los carruajes y los caballos están cargados de niños y pueden parir como la madre dio a luz, po co tiempo antes, a la pequeña Anna. Hans retoma el m ito po pular de la cigüeña (que le contaron para explicar el nacim ien to de la pequeña Anna), pero lo hace de un modo totalmente cómico.80 Fabula burlándose de ese mito y crea él mismo otro, mezclando lo real y lo irreal: la pequeña Anna trasportada en coche, en cesta, ya presente cuando todavía no había nacido. En resumen, muestra perfectamente su comprensión del he cho de que su madre estaba embarazada y del hecho del parto. b. El tem a del excremento, es decir que los coches, y sobre todo los caballos con pesada carga, están cargados tam bién de excrementos, lo que Hans llama «lum pf». Nacimiento y defecación, hyo y excremento, son sin cesar comparados por él, según ecuaciones simbólicas habituales, a las cuales Freud nos acostumbró, y que hacen que una com prensión del nacimiento pase para el niño, casi necesariamen te, por una teoría anal, excrementicia. Tenemos, pues, más o menos esto: grande y pesado grandes carros cargados huo — nacim iento barullo
A este propósito se esclarece también un enigma que había quedado relativamente mal resuelto, o resuelto de manera in satisfactoria: el enigma de lo negro sobre la boca de los caba llos, que Freud, en un momento de intuición, había asociado con los bigotes y los binóculos del padre. Pero al mismo tiempo (es un ejemplo asombroso de la condensación en (?) síntoma), eso negro sobre la nariz del caballo es asociado (y de manera muy satisfactoria, esta vez por Hans, puesto que él crea y acepta esta interpretación) al «lumpf» y a un calzón negro de la m a dre, calzón negro a su vez ligado a la defecación, como símbolo de esta. K" [Dice comique, lo que sugiere referencia a la teoría «iel chiste ( Witz); si el autor quisiera significar simplemente «gracioso», diría <•dróle» (N. de la TI).]
Muchos otros lazos están aún presentes; sólo menciono dos ilr ellos por la particularidad del tipo de asociación: l.a polisemia que se liga a la acción de caer, y a las palabras que la traducen: el «caer» es el del caballo-padre que puede herirse, o de la pequeña A nna a quien la madre podría «dejar i hit» en el baño. Pero es tam bién el hecho de nacer o de parir, tic dar a luz: Niederkom m en. El verbo Kriegen significa recibir, ob tener, coger, atrapar. Es el verbo uti A I It APAR lizado por Hans para: coger (o atrapar) l'N SINTOMA. el síntoma, coger la «tontería». Aquí es ^ I RAPAR la totalidad del síntoma lo que Hans re UN HIJO cibe, como un objeto. Pero al mismo i lempo K riegen es una de las expresiones empleadas por una im\)er que anuncia que va a tener un hijo: e in K in d kriegen. En este simbolismo bastante particular, no es entonces u n ele mento del síntoma el que corresponde a u n elemento del com plejo inconciente, sino que el conjunto del síntom a es tomado r o m o elemento significante, evidentemente por medio de una Identificación de Hans con su madre: Hans ha quedado «embamziido» del síntoma, de la «tontería», como la madre ha recibi do un hijo. Destaco este punto, no sólo por su importancia en el caso de Hans, sino por su interés teórico, que volvemos a encontrar, por ejemplo, en la interpretación del sueño: cuan do decimos que el sueño debe ser a n alizad o , es decir disociado elemento por elemento, no hay que olvidar que el sueño en ■ i/ conjunto puede ser tomado él mismo como elemento. Resul1nn puestos sobre el mismo plano los elementos y el todo, el nuil no es esencialmente un «todo», sino un elemento como cual quier otro. A quí es el síntoma en su totalidad, la «tontería», el que es al mismo tiempo Ligado en particular a la madre y ii los problemas del parto y del hijo. Atrapar la tontería y atraImi* un hijo, en el nivel inconciente, es todo uno. De modo que, curiosamente, la investigación de los orígenes del síntoma, por l'ieud, y la investigación de los orígenes del hijo, por Hans, ■>e aproximan, hasta coinciden.81 Veamos por últim o otro ejemplo, característico del modo de funcionamiento del inconciente y de la simbolización en el sín toma. Su punto de partida es la escena del juego del caballo, ron Fritzl; cuando el padre le pregunta si en ese momento «coMl A propósito de la teoría sexual infantil de la castración he notado
•limitar conjunción, por lo tanto podría designársela en una nomenclatura científica “teoría de Hans y Sigmund».
gió la tontería», el niño responde: «Porque ellos siempre decían “ por causa del caballo” y “ por causa del caballo” (acentúa el ‘ ‘por causa d e ” [uiegen]) y yo quizá porque ellos dijeron tanto “ por causa del caballo” , yo quizá cogí la tontería».82 Es preci so insistir, con Hans y Freud, sobre el «por causa», que se dice en alemán «wegen». Hay ahí un juego de palabras, ya que nie gen se pronuncia Wagen («coche», cuando Wagen es pronun ciado a la vienesa). Es evidentemente intraducibie al francés, incluso si los traductores han tratado de proponer una suerte de equivalente, con el juego de palabras vois-tu le cheval [¿ves tú el caballo?| = voiture le cheval [vehículo caballo]. La equi valencia por cierto no está tan mal escogida, puesto que en «vois-tu» [ves tú] como en «por causa», s<; encuentra el compo nente de curiosidad: pulsión de ver y pulsión de saber, que con (luce a la investigación sexual. En todo caso se trata allí de una suerte de curioso leit-m otiv, cantinela infantil o frase cua si mágica que los pequeños camaradas de Hans se repetían, sin duda, para tapar el enigma del nacim iento y de la procreación. «Hans no atina a acordarse, sólo sabe que a la m añana tem prano había varios niños ante la puerta de la calle y decían: “ por causa del caballo, por causa del caballo” . El mismo se encontraba entre ellos. Al insistir yo, manifiesta que no ha bían dicho “ por causa del caballo” , él debía tener un recuerdo falso [vemos cuán embrollado es esto, y cómo se contradice Hans]. »Yo: “ Pero si tan a m enudo estaban en el establo, habrán hablado del caballo” . — "N o hemos hablado” . — “ ¿De qué ha blaron?” . — “ De nada” . — “ ¿Eran tantos niños y no hablaron de nada?” . — “ Claro que de algo hemos hablado, pero no del caballo” . — “ ¿De qué, pues?” . — “ Ahora, ya no lo s é ” . Aban dono esto, pues las resistencias son evidentemente demasiado grandes».83 Ahora bien, he aquí lo que apunta Freud acerca del empe ño del padre por comprender este wegen: «En efecto, no cabe recoger ahí otra cosa que el anudam iento de palabra, que al padre se le escapa, lln buen ejemplo de las condiciones bajo las cuales el empeño analítico fracasa».84 Por mi parte, pien so que la actitud de Freud y la del padre se completan, por
8:! S. Freud, Cinq psychanalyses, op. cit., pág. 133. (En OC, 10, pág. 50.] Ibid., págs. 133-4. (En OC, 10, pág. 51.] Entre corchetes, comenta rios de Jean Laplanche. 84 ibid, pág. 134, n. 1. [En OC, 10, pág. 51, n. 29]
supuesto todo pasa por el puente verbal, por la homonimia wegen-Wágen, iiMi'i.K pu f . n t f . pero no sería ciertamente indiferente i ii h a i ..' buscar, más allá, qué podía querer de cir ese «por causa del caballo», cautivo Inl rapado, diríamos nosotros, gekriegt) en un pequeño círculo lnliinl.il, y por qué esta expresión se había convertido de re(it'iite en una especie de contraseña entre ellos. El padre señaln, con acierto, que las resistencias eran demasiado grandes. Nos percatamos de ello en el diálogo, cuando Hans dice que in1 acuerda de ello, y después, que «su recuerdo era falso» y 111ii* no se acuerda de nada, que «hablábamos de algo, pero no ilH caballo», y que ahora ya no lo sabe. En resumen, todo esto ■ ■ •i la marca de una represión clara y profunda; y se puede emiiii esta hipótesis: simplemente, «por causa del caballo» remite ■mi evidencia a la cau salid ad del caballo, a la c au salid ad palerna, es decir a la función del padre en el nacimiento, en la Im icreación. Si itimos esta interpretación —sobre cuya pista ■Miaba el padre, y que Freud, no sé por qué, rechaza aquí, aun■ 111e por otra parte esté totalm ente conectado a este tem a— ve mos que esta representación, o esta simbolización, puede es11 iliirse así: hhikn -Wágbn
toegen
causalidad paterna
Wdgen
embarazo de la madre
En orden a una ambivalencia cuasi absoluta de ciertas re presentaciones o de ciertas palabras, habíamos visto precedeni emente la del verbo beissen: «comer» [manger] y al mismo tiem...... picar» [démanger], lo que significaba a la vez la excitación masturbatoria y la punición de esta por la castración (o su equi valente regresivo, ser mordido). Del mismo modo, a continua ción, el verbo «caer», con su doble sentido opuesto: nacer y moi li Aquí, en el wegen, se coi\jugan definitivam ente las funcio nes paterna y materna en la procreación.
Volvamos a nuestro propósito, que era examinar separada mente, en un primer tiempo, el origen y el destino de la repre sentación. Retomemos algunas de las asociaciones en un cua dro de conjunto85 que ilustra claramente ciertos caracteres de Hr' I’ág. 104.
carros con pesada carga
Míe origen de la representación, en particular su sobredeterm in a c ió n : la multiplicidad de vías por .a c i ó n las que tal o cual elemento del com» *niiV A i.uN C iA piejo sintomático resulta ligado a eleUlTiirti i a o a s e n mentos más o menos inconcientes; el *i 11 ni ¡u a j e entrecruzamiento de estas vías, y aun otras particularidades de esta sobrerti'lenuinación, como el hecho de que la totalidad del síntoma |mii'iIm ser tomada como elemento. Encontramos allí unas vías th> nsnriación según los tipos absolutamente clásicos. En este (Item l 'reud no ha inventado nada: las asociaciones se establei un ten por semejanza, sea por contigüidad o, como se dice, l<
emití en el síntom a— es que esta ambivalencia encuentra su |initfo de apoyo, si no en su origen, en la ambivalencia de cieri ic> representaciones —representaciones de cosas o represencu Iones de palabras—: como si ciertas palabras en el lenguaje ■un iente trajeran consigo ya una suerte de estratificación de ("lia ambivalencia, como si en el lenguaje estuviera depositada h i i i i ambivalencia radical que se contuviera ya en ciertos ges........actos fundamentales, como el hecho de caer o de morder. Saliendo un poco de la vía tem ática rectilínea de una investiKaelón sobre la angustia, me he detenido en recordar cómo mi síntoma, pero tam bién un sueño, un símbolo, y aun todo lu que se puede llamar formación del inconciente, sólo se m an t ie n e , existe, y es sustentado, por esas múltiples cadenas que ie e n t recruzan y que lo amarran por todos lados a representa c io n e s y a deseos inconcientes. El análisis de Hans ha restituiilo de manera m uy completa estas vías (salvo quizás el último t e m a , abordado apenas, de la escena primitiva). El resultado terapéutico corresponde a la medida de este esfuerzo, de este h corrido o de esta restitución de vías asociativas: es una desa parición de la fobia, de lo cual se felicitan igualmente los pa dres y Freud. Recordemos las primeras ideas de Breuer y Freud ■lolire la represión, de Estudios sobre la h iste ria : la represión
se produce por constitución de un grupo psíquico separado, ais lado, y una de las tareas, incluso el trabajo esencial del análi sis, es el restablecimiento de conexiones entre ese grupo psí quico separado y el conjunto del psiquismo, es la elaboración psíquica. E n este caso, el trabajo del análisis se ha efectuado esencialmente en el nivel de las representaciones, por el resta blecimiento, se podría decir, de la red de circulación. Podemos suponer que lo puesto nuevamente en circulación por el traba jo de asociaciones es un afecto, son afectos. Es esta la teoría de Freud desde el comienzo: en E studios sobre la h iste ria, en correspondencia a esta noción de «grupo psíquico separado», teníamos la idea exactamente concomitante de un «afec to estrangulado», inmovilizado precisamente en la medida en que, en la red de representaciones por la que debería circular, unas conexiones han sido suprimidas en alguna parte. En el pequeño Hans, el influjo se ha producido claramente en el n i vel del afecto (puesto que hay desaparición de la angustia fóbica, la angustia al caballo), pero no es en este caso por la vía de aquella abreacción masiva de Estudios sobre la h iste ria. Los afectos son mencionados y puestos en evidencia a todo lo lar go del diálogo (amor, hostilidad, temor), pero el análisis no se dedica a develar su modo de circulación y de trasforma ción; parece trabajar sólo en el nivel de la red representativa. Introducimos ahora la segunda vertiente de nuestra indagación sobre el pedel afecto queño Hans: el origen y el destino del afecto. ¿Qué es lo que circula? (supo niendo que haya algo que circule y que esa red esté hecha para hacer circular algo). ¿De dónde viene eso? ¿Cómo circula eso? ¿En qué sentido y con qué trasformaciones? Es este, evidente mente, un problema muy teórico, al punto de que podemos pre guntarnos si merece ser planteado: no parece influir, en efec to, sobre el resultado terapéutico. En el curso de los años y de las fases sucesivas de su reflexión, Freud habrá de volver en ocasiones sobre este ejemplo de Hans para dar cada vez in terpretaciones diferentes a este problema del origen y del des tino del afecto. En In h ib ic ió n , sín to m a y a n g u s tia , hasta lle gará a enunciar algo como esto: es verdaderamente vergonzo so que después de tanto tiempo sigamos con dudas en lo que concierne a un problema tan fundam ental. El problema empe ro conserva su insistencia en Freud, y yo creo que la mantiene tam bién para nosotros. Enunciémoslo entonces; en primer lu gar, como un problema general: todo síntoma, en el sentido O r ig e n y d e s t in o
más amplio, ha menester de una energía que lo mantenga. To do síntoma debe aportar cierto «beneficio», es decir, poder ser incluido en cierto balance personal. En segundo lugar, como nn problema más específico, a raíz de la fobia ha menester de energía, con mayor razón, desde el momento en que presente ■ *ii su forma misma, en su fenomenología, un aspecto energético, desde el momento en que en la fobia representa una suerte de fuga de energía, un gasto constante de energía, que es m a nifiesto: la angustia de la fobia. Para Freud, este origen de la migustia en la fobia no es más que un caso particular del ori nen de todo síntoma, y desde el comienzo no ite más que nn solo origen energético posible para toda formación del in conciente: la libido o el deseo.
17 de marzo de 1971 Origen y destino de la representación, origen y destino del alecto. Habíamos planteado la distinción a propósito de Hans. ,,1’or qué m antenerla ahora frente a este análisis que hemos recorrido rápidamente? E l trabajo de •perlaboración» que he,,1't ir q u e b u s o a k mos seguido se hizo enteram ente en el m a s a l l a d e la s nivel de las representaciones. Es una u i'.i'R e s e n t a c i o n e s ? red de representaciones la que he graficado las últimas veces, y es única mente una red de representaciones la que establecieron Freud y el padre de Hans. ¿Por qué suponer entonces que algo circu la a lo largo de esa red? ¿Por qué no abolir esta distinción entre la representación y el afecto? Freud mismo se inclina a veces n i ('I sentido de esa abolición, cuando se atiene únicamente a la red de los significantes o de las representaciones. Particu larmente, a propósito del puente verbal: wegen (por causa de) y Wagen (coche), le irritaba que el padre buscara algo allí una significación .al «por causa del caballo»—, afirm ando él, Freud, que todo análisis se situaba únicamente en el nivel del luego de palabras, que no había nada más que buscar, ningún significado que encontrar detrás. He intentado indicarles que aquí el padre acaso tenía razón en interesarse en este «por cau sa del caballo». Afecto y representación: es difícil, después de decenas y decenas de años de freudismo, y como si el psicoanálisis no
estuviera marcado por los postulados freudianos planteados en el punto de partida, retomar esta cuestión desde un nuevo pun to de vista. ¿Q uées lo que ñas im p u ls a a ú n a buscar m ás a llá de esa red de representaciones? ¿Q ué argum entos o qué motivos? En primer lugar la cuestión: ¿por qué esa red ha sido esco gida así? ¿P or qué tal o c u a l asociación, entre m uchas otras, se ha m antenido? Y advertimos, en cada caso, que las asocia ciones que se han mantenido son aquellas que remiten a escenas cargadas de afecto: placer o displacer L a a s o c ia c ió n (placer casi siempre, por otra parte, cos o s t e n id a p o r mo en el juego del caballo con Fritzl el afecto o, tam bién, en las escenas del placer obtenido en los baños). Cada asocia ción acaso es m antenida por algo que parece suministrarle el soporte energético, y que al mismo tiempo parece circular allí: un mismo afecto se presenta en diferentes extremos, o incluso en diferentes etapas de la cadena. Por ejemplo: «Yo temo o de seo (afecto doble) que el caballo caiga (en la calle), que Fritzl caiga y se hiera (en el juego del caballo), que mi padre caiga y se hiera (en el nivel de la situación edípica)». Decir «el mis mo» afecto es quizá decir demasiado porque a este afecto yo lo presento de manera doble, ambivalente (temo y deseo). Pe ro, con Freud, nos vemos llevados la mayoría de las veces a suponer en el comienzo no un «temo», sino un «deseo» (un vo to); el fantasma, la representación, la escena sólo intervienen ahí para cum plir este voto, como «cumplimiento de deseo» (se gún la expresión consagrada). Quisiera hacer aquí una observación lingüística im portan te. «Que el caballo caiga», «que mi padre muera»: el que (o en alemán el dass) marca indisolublemente la forma infinitiva —es decir que al enunciar «que m i padre muera», uno pronun cia un simple enunciado—, y al mismo tiempo la forma optati va, que recibe la misma expresión que la forma infinitiva. Quie ro decir que si a una pregunta cualquiera ustedes reciben la respuesta telegráfica «Que muera», saben que no se trata del temor a que muera, ni dei voto de que no muera, sino de la orden o del deseo de que muera. Y al propio tiempo, «Que mue ra» es la form a con que enunciamos lo mismo de manera in fin i tiva. De alu' la culpabilidad de un sqjeto por pensar simplemente esta frase: «Que mi padre muera»; sim plem ente pensar, por que pensar «Que mi padre muera» es al mismo tiempo desear que muera. Encontramos esto claramente en otro análisis de Freud, el del Hombre de las Ratas. Hay una discusión capital
>1>re este punto entre el analizado y Freud, analizado que se ■•aloquece con la idea, sin embargo aparentemente neutra,86 de poder pensar «Mi padre morir» o «Que mi padre muera». Creo i|iie tenemos ahí el signo de que el fantasma no puede ser figutndo de manera neutra, sino que, necesariamente, desde el mo mento en que es interiorizado o incorporado, es fantasma de deseo: W unschphantasie. En el nivel, ahora, no ya de tal o cual representación, de luí o cual cadena asociativa, sino en el n iv e l del síntom a en •ni conjunto, ¿qué a u to riz a a h a b la r de u n a c irc u la c ió n de ali/i) que sería, el afecto? Es sin duda que difícilm ente se puede concebir el surgimiento del síntoma, su m antenim iento y, a la inversa, su resolución, sin suponer que Ei s í n t o m a es tenga una función, que sirva para ali a c u l m in a c ió n go; y sin suponer, más explícitamente un u n a c i r c u l a c i ó n quizás, en una perspectiva de análisis, ■¡r i e n t a d a que está allí a cambio de otra cosa, en posición de otra cosa, es decir, de otra cosa que él simboliza. En el análisis con el padre de Hans, con Hans mismo y con Freud, suponemos necesariamente esa otra cosa que está simbolizada en el síntoma y es m ás verdadera i|ue él. Suponemos que es más verdadero que Hans tenga tal o cual sentimiento hacia sus padres (sentimiento que llegamos ii sospechar, incluso a hacer resurgir); que eso es más verdade ro, entonces, que tener miedo de los caballos. Hans mismo lla ma a su síntoma la «tontería», con lo cual indica que sólo se sostiene para y por otra cosa; y permanentemente se refiere sea a su padre, sea a Freud, como a aquel que es capaz de otor gar el sentido verdadero, de reencontrar la verdadera cone xión de este miedo. Este miedo está ligado al caballo, pero en realidad debe estarlo a otra cosa que no es el caballo. He aquí una vieja idea de Freud también: la idea de «conexión falsa», ¡i propósito, en particular, del síntoma obsesivo, pero tam bién del síntoma fóbico. El síntoma nace de una «alianza espuria» entre cierto afecto y una representación que se sitúa lateral mente por relación a la verdadera representación o a la verda dera conexión. Es decir incluso que las vías que hemos d ib u ja do en este modelo no son indiferentes, que tienen una polari dad y una orientación, que la circulación no se hace allí de
Hh Proposición en apariencia neutra, en cuanto no es afectada por nin guna «proposición principal* que especifique la «modalidad», la calificación •iiilijetiva o, como todavía se dice, la «enunciación», deseo que, temo que, preveo que, etc.
cualquier modo, en c u a lq u ie r sentido; o tam bién, para reto mar el término de símbolo, que no es indiferente decir: el co che simboliza a la madre embarazada o la madre embarazada simboliza el coche. Hay allí algo que se m antiene en la teoría psicoanalítica del simbolismo: el simbolismo va en un cierto sen tido, y su sentido natural es, por ejemplo, interpretar el para guas como un gran pene y no el gran pene como un paraguas. Y la prueba, en este caso precisamente, es que el síntoma, en tanto es símbolo, va a replegarse en el trascurso del análisis, por así decir, sobre sus posiciones de partida, sobre su base inconciente que va a ser elucidada. Hay pues allí un sentido, demostrado precisamente por la cura, que es un sentido de re pliegue. Freud quería poner en exergo a su capítulo terapéuti co de Estudios sobre la h iste ria esta fórm ula latina: A fflav it et d iss ip a ti su n t (es decir: «basta con un soplo y ellos se disipa rán»), fórm ula que había sido empleada por los ingleses a pro pósito de la manera como la A rm ada Invencible de los españo les resultó dispersada como una nada, como un fantasma. Freud mostraba así su convicción de que el síntoma no tenia la mis ma consistencia que eso que descubrimos detrás, y que el so plido del análisis llegaba a hacerlo desvanecer, a hacerlo vol ver a su verdad. ¿Algo que circula?, ¿qué es? Para Freud es un afecto, aun que este sea, tal vez, en últim a instancia, no cualificado: una cantidad, un q u an tu m . En otros momentos, en una traspo sición lingüística, eso que circula se puede designar como el significado, u n sig n ificad o. ¿Podemos asimilar el afecto al significado? Al menos en el sentido de que los dos, afecto y significado, son indeterminados, inasequibles fuera de la red de representaciones en que están capturados; inasequibles si no están precisamente determinados por esas representacio nes que les dan su especificación y que vienen eventualmente a fijarlos. Pero, comoquiera que fuere, no se los puede consi derar puramente neutros, por lo mismo que no se puede consi derar que el juego de los «significantes» se efectuara entre términos de igual valor, sin ninguna polarización: hay posicio nes, expresiones, grupos de significantes más verdaderos que otros. Toda esta reflexión sobre la necesidad, al menos teóri ca, de postular un elemento circulante, todo esto sería cierto para todo síntoma, pero con mayor razón aquí, en el caso de Hans, porque el síntoma mismo en su presentación trae consi go esta dualidad: el caballo y la angustia, la representación y la descarga afectiva; y porque todo indica que esta angustia al caballo viene de otra parte: tanto lo absurdo, la «tontería»
de su objeto, como la desproporción por relación a todo objeto posible, muestran que es algo totalmente distinto de un miedo; rs una Angst. O rigen y destino: lo que he querido indicar con esos dos i orminos es que conviene buscar el origen del afecto, es decir, ii alar de hacerlo circular (por el pensamiento) a lo largo de osas cadenas asociativas, para encontrar sus mejores puntos de anclaje, cuando no el mejor. No se trata de encontrar una verdad definitiva, pero de todos moL a a n g u s t ia dos es más verdadero remitir la angusi
de la explosión de la Jbbia. a l caballo, hubo ataques de angustia sin objeto fóantes de bico. Fueron dos: primero un sueño dfl l a f o b ia angustia; después, el primer paseo. • El sueño de angustia, he primeros días de enero, Hans (4 años y 9 meses) se levanta por la m añana llorando, y responde a su madre que le pregunta por qué llora: «Cuando dormía, he pensado que tú estabas lejos y yo no tengo ninguna mami para hacer cum plidos».87 Y se des pertó con ese sueño. El p rim e r paseo en que surge la angustia: «El 7 de enero va, como de costumbre, al S tad tpark con la niñera; por la calle empieza a llorar y pide que lo lleven a casa, quiere “ hacer cum plidos" con la mami. Cuando en casa le preguntan por qué no quiso seguir y se puso a llorar, no quiere decir nada. A la tarde está alegre como de costumbre; al anochecer tiene visible an gustia, llora y no se lo puede separar de la mamá; una y otra vez quiere hacerse cumplidos con ella. Después recobra la ale gría y duerme bien».88 He aquí pues una angustia en la cual no aparece el objeto fóbico; el único objeto presente es la m a dre, que, lejos de ser objeto fóbico, es quien calma la angustia, aquella en quien se refugia Hans en su angustia. Freud opina que sería erróneo creer que, en el primer paseo, por ejemplo, Hans habría tenido miedo del caballo, pero no habría querido decirlo. L a a n g u s t ia
De ahí la conclusión de Freud, que es doble, o incluso triple: 1. L a an g u stia es lib id o : lib id o insatisfecha, puesto que cuando se satisface (cuando él puede hacer cumplidos con su madre), desaparece; lib id o trasform ada, y lib id o , igualmente, re p rim id a (es probable que tengamos ocasión de volver sobre este últim o punto). 2. L a angustia, no se puede reconvertir, incluso si reencuen tra su objeto. Esto últim o no es del todo cierto al comienzo, puesto que, precisamente, Hans se tranquiliza; pero muy pronto la presencia de la madre, en la calle con él, no le im pedirá sen tir angustia. Es notable, por otra parte, que el prim er paseo se haga con la niñera: hete ahí que regresa, y su angustia es calmada por la presencia de la madre. Pero cuando la madre, en el paseo siguiente, queriendo ver lo que ocurre, va a pa searse con Hans a la calle, aparece el objeto fóbico y la presen87 S. Freud, Cinq psychanaZyses, op. cit., pág. 106. [En OC, 10, pág. 22.| 88 Ibid.
ría dr la madre no promueve la reconversión de la angustia rn libido, aunque el objeto de am o r esté presente. i La a n g u s tia seJ ija r ía , pero secundariam ente, a un objeIn cu suma, se procuraría un objeto: «La angustia corresponde • monees a una añoranza reprimida, pero no es lo mismo que 11 añoranza: la represión cuenta también en algo. La añoranza >
del capítulo VII. Está cuestión del sueño de angustia es siem pre planteada en el marco de la teoría Ni i n o d e a n g u s t i a general según la cual el sueño es «cumv c u m p l im ie n t o plinüento de deseo»; «cumplimiento» 01 d e s e o traduce aquí el térm ino alemán Erfüllun g , que nos remite directamente a dre ,
H" Ibid., págs. 108-9. |En OC, 10, pág. 24.) Entre corchetes, comenta rlos de Jean Laplanche.
la fenomenología. La relación entre el W unsch, voto que uno puede form ular, y el E rfü llu n g , puede ser comparada a la que media entre la intencionalidad y el contenido ideativo que vio ne a «llenarla». Que el sueño tiene un sentido, que este sentido es incon ciente, que es indispensable emplear un método absolutamen te específico para interpretarlo, deshacerlo (losen, ana-lueirm basta con recordarlo; vayamos directamente al meollo de nues tro tema: este sentido inconciente, pretende Freud, siempre es el cu m p lim ie n to de u n deseo inconciente. Pero, ¿por qué privilegiar así al deseo? La objeción es de pe so; tanto en el nivel de los hechos (¿acaso en el sueño m ani fiesto no predominan los afectos penosos o la indiferencia?) como desde el punto de vista teórico, el razonamiento se apo ya aquí en el patronazgo de Aristóteles: «Según la correcta pero harto escueta definición de Aristó teles, el sueño es el pensar que se continúa en el estado del dormir —y en tanto se duerm e—. Ahora bien, si durante el d(a nuestro pensam iento crea actos psíquicos tan variados —juicios, razonamientos, refutaciones, expectativas, designios, etc.—, ¿por qué estaría obligado por la noche a restringirse con exclusividad a la producción de deseos? ¿Acaso no son muchos los sueños que mudan en forma de sueño un acto psíquico de otra índole, por ejemplo, una preocupación?».80 Se podría decir, en cierto modo, que todo el «Libro de los sueños» está destinado a probar el aserto freudiano, una prue ba que no puede ser ni puram ente empírica ni únicamente teó rica, sino que juega constantemente en lo teorético-clínico. Sin duda se trata, ante todo, de traer a luz, para cada ejemplo de sueño, aunque fuera aparentemente el más penoso, la instan cia últim a de) deseo. Pero esta «demostración» no valdría nada si no se apoyara en el distingo tópico de niveles del sueño: ni vel manifiesto; estiaje de los pensamientos del sueño y de los restos diurnos; nivel, finalm ente, del deseo infantil, que apor ta al sueño su energía, su «fuerza de pulsión». Particularmente embarazosos para esta teoría de un deseo inconciente que se cumple en el sueño deberían ser los sueñoN de a n g u s tia ; tanto no parecen cum plir un deseo, que el soña dor despierta para escapar de ellos. Nos remitiremos aquí rápi (lamente a los dos sueños que Freud analiza, a fin de mostrar 9(1 S. Freud, La interpretación ele los sueños, en OC, 4 y 5, 1979, pátf. f>43.
que ¡leseo se cumple en la angustia: en primer lugar, u n sueño
personal. «Yo mismo no he tenido ningún genuino sueño de angustia desde hace dém M A im t- Q U E R t o A cadas. De cuando tenía siete u ocho años recuerdo uno, que sometí a la in terpretación treinta años después. Fue muy vivido y me mosII ó a mi m adre q ue rid a con u n a expresión durm iente, de ext ni ña calm a en su rostro, que era llevada a su h a b ita c ió n y depositada sobre el lecho por das (o tres) personajes con pico it< p ájaro . Desperté llorando y gritando, y turbé el sueño de mis padres».91 Las vías de la interpretación son, como siempre, el estable cimiento de cadenas asociativas. Aquí, como en todo análisis «li> sus sueños personales, Freud limita al máxim o la indiscre ción, reduciendo la comunicación de sus descubrimientos a lo que es estrictamente necesario para la demostración.92 Una primera vía de asociación parte de los personajes con inru de p á ja ro , que llevan a la madre; estos remiten a una fa.... . biblia que Freud poseía en su infancia: la Biblia de Phillppson. La obra estaba ilustrada con dibujos o reproducciones arqueológicas, entre ellos un bajorrelieve egipcio que represen taba unos dioses con cabeza de gavilán y que Freud recuerda, listos nos conduce a la idea de muerte, pero lo esencial es la asociación que acude a raíz del nombre de P h ilip p so n : Philip|ie era un pequeño camarada de infancia, hijo de un conserje, mal educado; fue el primero que le enseñó la palabra vulgar que designa al comercio sexual (en alemán Vógeln, de Vogei. pájaro). Tenemos ahí un entrecruzamiento con el sueño, pues to que dejamos la Biblia de Philippson para llegar a Philippe, v luego, a través de Philippe, reencontramos los pájaros por medio de ese térm ino de “pajarear». Aquí la significación se xual aparece plenamente; en este punto Freud es discreto, pe lo explícito: la asociación lo conduce a la idea-deseo de un coito ron la madre. Otro centro de asociaciones: el rostro de la m adre, rostro que compara con el de su abuelo, que había podido ver pocos illas antes, moribundo, estertoroso, en coma, y probablemente ya con una expresión distendida. Pero allí estamos en el nivel I ',i su
ño
111 Ibid., pág. 574. I,1! I’ara una mejor tentativa de reconstituir lo que Freud nos ha ocul ludo tan bien, véase D. Anzieu, L'aulo-analyse de Freud, París: PUF, 1975, yol. II. Para el sueño «madre querida», págs. 389-407.
del resto diurno y, para Freud, la muerte, con ser pregnanti* en ese sueño y estar aparentemente en el origen de la angus tia, forma parte de la elaboración secundaria, de los pensamien tos diurnos (eventualmente, el empresario del sueño). Pero el deseo de fondo no está ahí, es sexual. Y Freud se apoya aquí en la interpretación del coryunto de la situación: sueño + si tuación al despertar; en efecto, despertado por ese sueño de angustia, busca refugio al lado de su madre, como si, dice, hu biera tenido necesidad de reasegurarse de que no había muer to. Pero, una vez más, eso no es sino una elaboración se cundaria; la secuencia aparente, lógica (en el sentido de una lógica afectiva), sería: estoy angustiado por la muerte de mi madre -* me reaseguro por su presencia real, es decir, una se cuencia que se aproxima a la «posición depresiva» de Melanie Klein. Pero esta lógica afectiva no es, como ocurre a menudo, sino una ilusión; los términos de la secuencia deben ser enca denados de manera totalm ente diferente: lo que calma al niño no es cerciorarse de que la madre no está muerta, sino que su libido, reprimida, desorientada, sin objeto, reencuentra su objeto: «Recuerdo que me tranquilicé de repente cuando tuve a la vista a la madre, como si hubiera necesitado de esta tranquilización: ella no ha muerto entonces. Pero esa interpretación se cundaria del sueño se produjo ya bajo la influencia de la angustia desarrollada [la angustia está pues ahí, ya antes de la angustia de la muerte, que es entonces secundaria]. No era que yo estuviese angustiado por haber soñado que la madre moría, sino que interpreté así al sueño dentro de la elabora ción preconciente porque ya estaba bajo el imperio de la an gustia [la angustia de muerte forma parte de ese nivel preconciente, es decir, del nivel más superficial de lo latente]. Ahora bien, m ediando la represión, la angustia ite ser reconducida a una apetencia oscura, manifiestamente sexual, que en el contenido visual del sueño encontró buena expresión [es decir, la madre llevada sobre la cama «al séptimo cielo», en el estado de beatitud y sosiego que sucede al acto sexual]».93 El otro sueño que Freud refiere, en la E l sueño del misma discusión de los sueños de an..h o m b r e d e l gustia, no es menos notable por la parazadon » c ia lid a d (se podría decir) de la inter pretación. Es el sueño riel hom bre del. azadón (que, en este caso, no es de Freud): S. Freud, La interpretación de los merlos, op. d i., págs. 574-5.
• Un hombre de veintisiete años, que desde hace un año suI re una enfermedad grave, entre los once y los trece años soñó irpctidas veces, con gran angustia, que un hombre con un azaiIon lo perseguía; él quería correr, pero quedaba como parali/.udo y no se movía del sitio».94 Evidentemente, la primera reacción consiste en decirse que ■"ilc sueño no tiene casi necesidad de interpretación o, en todo cuso, que la angustia se puede reconducir con facilidad a la agresión; y, aun si la agresión está parcialmente modificada, disfrazada en tal o cual detalle, que no hay necesidad de supo nerla desplazada o trasformada a partir de la libido. En efecto, >nn asociaciones de tipo agresivo las que el soñador aporta en primer término. Sin embargo, de esta agresión, pasa al recuer do de haber observado el coito parental, recuerdo de una escenu primitiva: «Mientras él parece así centrado en el tema de lu violencia [que en un sentido, haría entonces de pantalla pa rtí él], de pronto emerge un recuerdo de cuando tenía nueve liños. Los padres habían regresado tarde a casa y, mientras él mi* fingía dormido, se fueron a la cama y oyó un jadeo y otros ruidos que se le antojaron siniestros; tam bién pudo entrever lu posición de los dos en el lecho».95 La verdadera violencia sería entonces aquella del coito pa n-nial. Pero la a n g u stia, ligada a la observación más o menos completa, auditiva simplemente, de ese coito, no sería en rea lid a d m ás que la trasform ación de la excitación sexual p ro ducida p o r esta observación. Veamos cómo Freud interpreta este sueño, del que nos ha dicho que es «indiscutiblemente Mi'xual»:
«Que el intercambio sexual de los adultos se les antoja om i noso a los niños que lo observan y les despierta angustia, yo diría que la experiencia cotidiana lo atestigua. Para esa angusIlu he dado una explicación, a saber, que se trata de una excii lición sexual que su comprensión no puede dominar, pero que ilc lodos modos tropieza con una repulsa porque en ella están ■ •nvueltos los padres, y así se m uda en angustia».96 La verdadera vio le ncia que crea la a n g u stia sería esta vio lencia interna, esta vio lencia reprim ida, que sobre el sujeto liace su p ro p ia excitación sexual. Esta violencia es al mismo (lempo, desde luego, una violencia de origen externo, puesto que es aportada por los padres que la provocan provocando Ibid., pág. 475. "r' Ibid. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanehe. "" Ibid., págs. 575-6.
la excitación. En cierto sentido, en efecto, se puede decir que el niño es pasivizado por relación a su excitación, que no pue de domeñar, así como es pasivizado por relación a la escena, que le es impuesta por los padres. Quizá tengamos ahí (por el momento me lim ito a indicarlo) la vía para escapar a l dilem a que vamos a encontrar: ¿rem ite la an gustia a la lib id o ? ¿o la an g ustia rem ite a u n peligro? En todo caso, lo notable en este segundo sueño es que la castración (con este hombre del aza dón y las asociaciones de herida que en torno de ese tema pu lulan), tan evidente para nosotros, y que lo será para Freud ulteriormente, no es percibida como fuente de angustia. Tanto así, que lo mismo que el miedo a la muerte en el sueño ante rior, y lo mismo que la fobia en Hans, la castración m ism a en esta interpretación parcial del sueño estaría como «solda da» secundariamente a una angustia de otro origen, y cuyo so porte energético sería esencialmente libidinal.
31 de marzo de 1971 El sueño inaugural de Hans, en su fobia, nos ha llevado a incursionar en la teoría del sueño de a n g u stia, de La interpre tación de los sueños. La últim a vez, había comentado, con Freud, los dos sueños que él menciona (en el capítulo VII) en apoyo de su teoría: el sueño de los personajes con cabeza de pájaro y el sueño del hombre del azadón. Freud, como es lógi co, nos incita a ir más allá de lo manifestado en la interpreta ción de esos sueños, y aún más allá de un primer nivel latente —el de los pensamientos del sueño, que generalmente están hechos de restos de la víspera—, para alcanzar el deseo del sue ño. Aparentemente, la angustia de estos dos sueños es muy explicable: una sería angustia de la muerte de la madre, en ese marco particularmente fúnebre toL a a n g u s t ia mado de Egipto; y la otra sería la an-soLDADAgustia de castración, aún más eviden te en el contenido manifiesto, con este hombre armado de un azadón, que persigue al soñante. Pero el derrotero de Freud, a pesar de esta aparente evidencia, con siste en reconducir la angustia al deseo o, más exactamente, a la libido inempleada, libre, liberada, no ligada. He aquí un pasaje perfectamente explícito de L a inte rpre tación de los sueños:
"La angustia, tal como la sentimos en el sueño, sólo en apa riencia se explica por el contenido de este [creo que hay que entender allí no sólo el contenido manifiesto, sino tam bién un cierto nivel del contenido latente]. Cuando sometemos a inter pretación el contenido onírico, reparamos en que la angustia del sueño no puede justificarse por el contenido de este más que pueda serlo, por ejemplo, la angustia de una fobia por la ((‘presentación de que ella depende. [Precisamente, a conti nuación Freud desarrolla el cotejo entre el sueño de angustia y la fobia.] Es cierto que podemos caernos por la ventana, y por eso hay razones para que nos acerquemos a ella con pre caución pero esto no nos explica el que la angustia sea tan gran de en la fobia correspondiente y persiga al enfermo mucho más allá de su ocasión real. Esta misma aclaración vale, entonces, tanto para la fobia cuanto para el sueño de angustia. En ambos casos la angustia solamente está soldada a la representación concomitante, pero brota de otra fuente. [Y más adelante:] En un breve ensayo sobre la “ neurosis de angustia” (1895) afirmé en su momento que la angustia neurótica brota de la vida se xual y corresponde a una libido desviada de su destinación y que no llegó a emplearse».97 Este pasaje va pues m uy lejos: por una parte, el cotejo entre el sueño y el síntoma, totalmente esclarecedor; por otra parte, la idea de que la angustia está soldada secundariamente (imgelótet), lo que im plica una relación contingente, y no in trínseca, entre e lla y las representaciones: finalm ente, y sobre todo, la idea de que la angustia no proviene, por desplazamien to, de otra a n g u s tia , o de un miedo más prim ario que aquel del acontecimiento, o del síntoma, o incluso del sueño, ansiógenos. Hay, en la creación de síntomas fóbicos o del sueño de angustia, a la vez desplazamiento del D e s p la z a m ie n to y afecto a lo largo de una vía de reprei r a s f o r m a c io n sentaciones y trasformación del afecto DEL a f e c t o (del deseo, en angustia). Para retomar un esquema próximo a todos aquellos que propusimos a raíz de Hans: partimos de una representa ción A, cargada de afecto, asociada con libido (representación de la madre en determinadas circunstancias, cierta escena que se produjo con ella y que excita la libido de Hans); cuando p a samos a una representación B (pie forma parte del síntoma (o «leí sueño ansiógeno)’hay circulación de ese móvil-afecto a lo largo de esta vía, pero esta circulación no deja al m óvil inm u S. Freud, La interpretación de tos sueños, op. cit., pág. 178.
tado: deviene angustia. Además, esta angustia es no-convertible, es decir: cuando, de una u otra manera, el síntoma puede se cundariam ente ser de nuevo reprimido, sofocado, olvidado, lo que vuelve no es libido, sino, de nuevo, angustia. A ---------------- ► B lib id o .............—»- angustia
angustia <—.................
Este proceso es retomado, desde un punto de vista teórico, en la parte 4 del capítulo VII, «Psicología de los procesos oníri cos», donde Freud hace jugar un rol capital a la represión, en esta misteriosa trasformación de la libido en angustia. Pero pa ra comprender bien este texto, conviene distinguir dos niveles de represión: una represión que podríamos llamar «secunda ria», que reprime un contenido ya cargado de angustia, desa gradable; en suma, una represión que recae ya sobre algo que es síntoma; y una represión «primaria», que está en el origen mismo de esta trasformación de lo agradable en desagradable, de la libido en angustia. ¿Por qué la represión está en el origen de esta trasformación? Es evidente que Freud sólo tiene aquí hipótesis, de las cuales la más simple y más general es que, precisamente, la represión opera una separación entre libido y representación, y que, por eso mismo, la libido deviene flo tante, descualificada, sin objeto (bien entendido: lo que llama mos aquí el objeto no es necesariamente el objeto real, la madre real, sino la madre en el fantasma, el objeto ya fantasmático). En la represión, hay perdida, separación de la libido de su ob jeto fantasmático. Otra indicación en este capítulo (que sin duda es relativa mente insatisfactoria, y yo no creo que debamos atenernos a ella), es la necesidad, nos dice Freud, de tom ar en considera ción dos sistem as, y no uno sólo, para comprender la angustia. Dos sistemas, es decir, el reprimido y el represor, o también, en la terminología habitual de La interpretación de los sueños, el inconciente y el sistema llamado «preconciente-conciente»: esto Constituye para nosotros un compás de espera hasta el mo mento en que se reintroduzea la instancia del yo con lo que se llama la «segunda tópica», y hasta el momento en que Freud le haga jugar un papel capital en su reorganización de la teoría de la angustia, es decir, en In h ib ic ió n , síntom a y angustia. En La interpretación de los sueños, esta necesidad de tomar en consideración los dos sistemas, el del deseo inconciente y el que reprime, se ilustra mediante una com paración detalla-
¡ili mientas de deseo apuestas, provenientes cada una de un d i verso sistema psíquico, pueden coincidir en una expresión [ e s preciso tomar el «cumplimiento del deseo» en su sentido pleno, / 'ifüllung, verdadera puesta en escena del deseo; hay dos pues tas en escena que se recubren y que deben acomodarse la una ,i la otra en un síntoma]. Mencionar aquí ejemplos sería poco fructífero, pues sólo puede resultar convincente la revelación completa de las complicaciones existentes». Y Freud aporta, in mediatamente, un caso de vómitos histéricos, para mostrar có mo estos satisfacen a la vez al deseo y a la defensa. Y concluye así: «Este mismo trato, el de itir un cum plim iento de de seo, fue el que quiso dar la reina de los partos al triunviro Cra so. Creyó que había em prendido la campaña guerrera por an sia de oro, y entonces hizo verter oro fundido en las fauces del muerto: “ A quí tienes lo que deseabas” ».99 Al contrario del síntoma, el sueño en general, siempre que no entremos demasiado en detalles, se caracteriza por el he cho de que en él encuentra cum plimiento un único deseo, el deseo inconciente: "H 1111
Ibid. , Ibid.,
p á g s. 56 0 y sigs. págs. 561-2. E n tr e c o r c h e t e s , c o m e n ta r io s d e J e a n L a p la n c h e .
«Del sueño, hasta ahora no sabemos sino que expresa un cum plim iento de deseo de lo inconciente; parece que el sistc ma dom inante, preconciente, se lo permite después de coas treñirlo a ciertas desfiguraciones».100 Por lo tanto, el yo, o el sistema llamado preconciente, no ha desaparecido, pero no exige la puesta en escena (le sus pro pías pretensiones, de sus propias exigencias; se lim ita a exigir, como censura, una deformación del deseo inconciente. Decir que no hay deseo del yo en el sueño no es sin embargo total mente cierto (y por otra parte es impensable), pero su deseo no es expresado como tal. Para tom ar de nuevo la metáfora económica, existe una especie de trust, de monopolización del coi\junto de los deseos del yo bajo un único holding que Io n reúne; el deseo sobre el cual, en ese momento, se concentra el yo, ese único deseo del yo que persiste en el sueño es el de seo de dormir, que, en resumidas cuentas, se hace cargo de todos sus deseos parciales. «Pero a ese añadido del preconciente que aquí echamos de menos podemos descubrirlo en otro lugar. (En efecto, no des cubrimos el elemento de deseo preconciente, de «deseo del yo», en el contenido del sueño; sólo descubrimos, a veces, huellas, dice.] El sueño es autorizado a dar expresión a un deseo del lee tras toda clase de desfiguraciones; en tanto, el sistema do m inante [el sistema del yo] se retira al deseo de dormir, lo rea liza produciendo en el interior del aparato psíquico las altera ciones en la investidura que le son posibles y, en definitiva, retiene este deseo todo el tiempo que se duerme».101 El yo, se podría decir, no está enton Ei . y o e n l a ces directamente en el sueño (salvo por p e r ii e r ia las modificaciones que le impone), esd e l sueño tá como en. su periferia, o incluso es como su «medio», como su escenario; es como si el yo se hubiera retirado a los límites del escenario, confundiéndose con lo que por otra parte es su origen, es de cir, con el cuerpo durmiente. De suerte que el conflicto entre el inconciente y el yo, cuando a pesar de todo llega a estallar, no puede desembocar en otra cosa que en el despertar. El con flicto no puede, a diferencia de los síntomas, encontrar una expresión satisfactoria en un compromiso; a parí ir del m omen to en que estalla, se produce el despertar. Generalmente, sin embargo, el yo puede, en el sueño, conservar su posición fuera 1,10 Ibid., pág. 562. 191 Ibid. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
i|i mego, o en el límite del juego, en la línea de banda: preser»ii i su rol de árbitro tolerante en tanto no se lo moleste dema«Imlo. Y es esto lo que permite al sueño ser esta expresión tan i liicidable, tan útil para la técnica psicoanalít.ica, puesto que 1 1sueño, a diferencia del síntoma, es lo que está más cercano ile aquello que podemos imaginar contenidos del inconciente. Ilelengamos esta teoría, en la cual el yo juega un rol capital, pero en una función totalm ente diversa que el deseo. Para una ie
S( ( G R A F I C O DF. I AS F O B IA S Freud y rápidamente adoptada por su discípulo Stekel en 1908, retomada después en el «pequeño Hans». Las fobias son conocidas, deno minadas así desde el siglo XIX: ¿por qué no conservar este nom ine o bien por qué no hablar de «neurosis fóbica»? He aquí las dos razones que invoca Freud: a. la primera es que la fobia es un síntoma, y no una neuro sis específica (entendemos por esto que podemos descubrir ele mentos de carácter fóbico en casos que no representan una neurosis caracterizada sólo por esta fobia, por ejemplo en las esquizofrenias, las neurosis obsesivas e incluso en el conjunto (le la patología mental); I). segundo, cuando un síndrome neurótico, en este caso es pecífico, se centra en la fobia (como en el pequeño Hans), ese síndrome se emparienta, por su mecanismo, con la histeria, lo que lleva a establecer correspondencia entre histeria de con versión e histeria de angustia. Son estas las razones que Freud Indica en el «pequeño Hans». Pero otra razón, no explicitada, me parece im portante en elección del térm ino histeria de angustia: esjél encam ina miento que lleva a Freud precisamente a situar Ja fobia, o cier tos tipos de fobia. en el marco de las neurosis. Y ese enca minamiento pasa por la teoría, sobre la cual ya tuve ocasión de extenderme, de la neurosis de angustia como neurosis ac tual. En el punto de partida, entonces, Freud encuentra a las fobias totalmente designadas, reconocidas, descritas en el esa
siglo X IX, tanto en Alem ania como en Francia, pero agrupada* con las obsesiones, las ideas fijas, eventualm ente bajo el rubro de constituciones degenerativas, por D e l a o b s e s io n ejemplo. Este agrupamiento de las fo ..p s í q u i c a ... bias y las obsesiones en un mismo ru bro plantea por otra parte un problema que sigue presente en la actualidad: el de todas las formas do pasaje que pueden existir entre las fobias y las obsesiones. En efecto, unas y otras se asemejan a unas ideas predominantes, a unas ideas fijas; y entre las dos existen formas que es difícil clasificar, como lo que se llama la «fobia de impulsión», donde el objeto ya no es externo, sino que aquello que es objeto di* angustia y que motiva las maniobras de evitación es una im pulsión del sujeto mismo a cometer un determinado acto ab surdo o criminal. Hasta se podría decir, en cierto modo, que la obsesión es una suerte de fobia a tal o cual pensamiento por que incluye todos los medios de evitación, no de un objeto ex terior, sino de un objeto-representación. Por otra parte, este agrupamiento es adoptado por Janet, quien engloba, una en la otra, obsesión y fobia, en lo que él denom ina la psicastenia. Freud, por su parte, considera que estos fenómenos se tienen por supuesto que clasificar, pero ante todo que analizar, que explicar. Explica la obsesión, como sabemos, por lo que él lia ma una «conexión falsa», que hace que tal o cual sentimiento, tal o cual reacción afectiva, resulten conectados a contenidos ideativos que no son aquellos que en el origen pudieron moti varlos. Conexión falsa; se trata entonces de «enderezar», en el análisis, reconduciendo la reacción afectiva a su verdadera co nexión, es decir, eventualm ente, a su acontecimiento de ori gen o, si no, a una constelación originaria de acontecimientos y fantasmas. A propósito de la fobia, y de la evolución curiosa que su frió, es interesante recurrir de nuevo a E studios sobre la histe r ia . Los remito, por ejemplo, al caso E m m y vori N. Para leer ciertos pasajes de E studios sobre la h iste ria es indispensable comprender una distinción que hoy no nos parece evidente, la distinción entre neurótico y psíqui.p o r la co. En el caso de Emmy nos vemos oblia n g u s t ia gados a entender que «neurótico» «n e u r ó t i c a » quiere decir económico, quiere decir actual y quiere decir no-psíquico. Es decir que uno se remite a la vieja categoría de las enfermeda des «nerviosas», a la vieja teoría según la cual las neurosis eran enfermedades del sistema nervioso en que se producía, en cier-
Imm puntos del sistema, una estagnación, una estasis. En esta t nuooptualización hay pues que entender «neurótico» no como mi imát ico, lo que es tal vez decir demasiado, sino como nop'iiquicamente-determinado, como no-simbolizado y normiiprensible. Y hay que entender «psíquico» como psiconeuiutico, es decir, precisamente, como lo que es accesible al 0mil isis: «psíquico» psiconeurosis
«neurótico» neurosis (actual)
Es decir que la palabra «neurosis» quiere decir, en ese moMinilo, «neurosis actual», y lo que llamamos nosotros «neuromi'i" os agrupado, como ustedes saben, en las «psiconeurosis». El caso Emmy es uno de los primeros, si no el primero, que 1ioikI trató por el método catártico; la cura data de 1889, cíai Mínente anterior a la redacción de Estudios sobre la histe ria. Ahora bien, en el momento de la publicación del caso, él se oxpresa más o menos así: por la época en que trataba a Emmy, mi creía en el origen psíquico de todos los síntomas, yo era psi11 (genetista a fondo; pero ahora que estoy redactando Estudios Hiibre la h iste ria (y es el momento en que se ocupa tanto de tir, neurosis actuales, en 1895), debo decir que muchos elemen tos que yo creía que eran psíquicos, en realidad son neuróticiih. La evolución de Freud en ese período, lejos de hacerse • ti dirección a la psicogénesis, sería más bien una manera de nlemperar un psicogenetismo inmoderado, por un recurso a los I m tores económicos: «En aquel tiempo me inclinaba a suponer un origen psíquico para lodos los síntomas de una histeria. Hoy declararía neurótica la inclinación a la angustia en esta señora do vida abstinente (neurosis de angustia)».102 So trata allí de una nota, mientras que, en el texto, encon tramos, en efecto, una explicación, que data de 1889 y no de I H!(5, donde Freud reconduce en particular el temor a los horn illos, a los seres humanos, el temor a la compañía; los recondui o. digo, a las diferentes persecuciones a las cuales la enferma Ituhía estado expuesta después de la muerte de su marido. Es ovidentemente una explicación que no lleva muy atrás la rei i inducción en el tiempo, pero se advierte que el problema con sistía en reducir el temor, una angustia social (el miedo a tratar M o n t e ) , a acontecimientos donde ya se había producido cierto 1,8 .1. Breuer y S. Freud, Estudios sobre lahisteria, en OC, 2, 1980, pág. Hit, n. 24.
temor, es decir, a una conexión falsa del tipo de aquella que permite explicar una obsesión: una suerte de mal hábito, de entrenam iento erróneo o abusivo. Ahora bien, en 1895, Freud conviene en que esto no explica en absoluto la angustia. Lu angustia, incluso si viene a fijarse sobre tal o cual circunstan cia, es de origen actual. Es la continencia, el hecho de que esta mujer viva en la abstinencia lo que está en el origen del fenó meno «angustia». De modo que, para adquirir su autonomía, las fobias, que proceden del grupo de las obsesiones, explicables psiconanalíticamente, van a pasar por el grupo de las neurosis de angustia para aterrizar en esta histeria de angustia donde subsistirá un elemento actual en la explicación de la angustia: «Por otra par te, opino que todos estos factores psíquicos (que explican la existencia de tal o cual fobia] sólo pueden explicar la elección, pero no la permanencia, de las fobias [permiten explicar que la fobia sea tal o cual en su especificidad, pero no que la fobia, como fenóm eno de explosión y de desarrollo de angustia, siga existiendo]. Para esta últim a me veo precisado a aducir un fac tor neurótico, a saber, la circunstancia de que la paciente guar daba desde hacía años abstinencia sexual, lo cual constituyo una de las ocasiones más frecuentes de in c lin a c ió n a la an g u s tia ».103 Así, la fobia es una proyección, más o menos contingente, sin duda históricamente determinada, que viene a localizar es ta angustia de origen «neurótico», es decir, económico. Otro texto de la misma fecha es el artículo, redactado en francés, «Obsesiones y fobias». Este pequeño artículo, publica do en 1895 en la Revue neurologique, distingue categóricamente lo que llama las «obsesiones verdaderas» y las «fobias». La diferencia esencial es la siguiente: «Hay en toda obse sión dos cosas: 1) una idea que se impone al enfermo; 2) un estado emotivo asociado. Ahora bien, en la clase de las fobias, ese estado emotivo es siempre la an g u stia [encontramos esa especie de moneda común de los afectos], mientras que en las verdaderas obsesiones puede ser, con igual derecho que la an siedad [anxiété], otro estado emotivo, como la duda, el remor dim iento, la cólera. Intentaré explicar primero el mecanismo psicológico, notabilísimo, de las verdaderas obsesiones, muy di ferente del de las fobias».104 Y, en efecto, el capítulo sobre las 10,1 Ibid, , pág. 107. Entre corchetes, comentarios de .fean Laplancho. 104 S. Freud, «Obsesiones y fobias», en OC, 3, 1981, pág. 75. Entre cor chetes, comentarios de Jean Aplanche.
obsesiones desarrolla esta idea de conexión falsa, en tanto que t'l capítulo sobre las fobias concluye así: «El mecanismo de las ftibias es totalm ente diferente del de las obsesiones. Ya no es t*l reino de la sustitución. A quí ya no se revela m ediante el miálisis psíquico una idea inconciliable, sustituida. Nunca se encuentra otra cosa que el estado em otiva de la ansiedad, que por una suerte de elección [encontramos un término que se ii,semeja a lo que hemos visto hace un momento como soldadu ra!, *,a puesto en prim er plano todas las ideas aptas para deve nir objeto de una fobia».105 Si quisiéramos reseñar estos textos, tendríamos que incluir también el capítulo «Psicoterapia de la histeria», que represen ta, en los Estudios. . ., el punto de vista del autor, posterior en muchos años a las observaciones que relata. Pues bien, des de el comienzo de este capítulo se introduce una precisión so bre el diagnóstico: la mayor parte de los casos presentados aquí como histerias son en realidad casos mixtos, mezcla de neuro sis sexual, es decir de neurosis actual, en particular de angustia. No continúo con estas citas, pero quia i .a h i s t e r i a siera insistir, desde un punto de vista mi a n g u s t i a , q u e n o de fondo, en el hecho de que aquello i is t it u y f . u n m i e d o que se nos aparece como lo más fácilrn u o t r o m ie d o mente comprensible (para una com prensión no sólo «popular», sino psicouimlítica trivial), es decir, el hecho de que un neurótico rem place un objeto de miedo, reprimido, por otro objeto sobre el cual viene a fijarse ese miedo —que habiendo tenido miedo en tal momento de su infancia, lo tenga ahora de alguna otra co sa, que es su sustituto por desplazamiento—, esta explicación tan cómoda, tan en la línea aparente del psicoanálisis, es re chazada por Freud hasta por lo menos 1924, hasta el momento ile In h ib ic ió n , sín to m a y a n g u s tia (y veremos que ni siquiera en ese momento las cosas serán tan simples). Se puede hacer aquí una comparación con lo que Freud pudo decir de un esta llo como la depresión, la del duelo y la m e lanco lía. En este caso el duelo parecería cosa natural, desde el punto de vista ile nuestro hábito de los afectos, que se esté triste cuando se ha perdido a alguien y que el estado de duelo (y también el estado de melancolía, pero dejemos esto a un lado) pueda ser el de un profundo abatim iento. Pero Freud, para explicar el tinelo, se rehúsa desde el comienzo, totalmente, a este tipo de explicación com ún, trivial, que nos vuelve sin cesar después
de él, y aun en la bibliografía psicoanalítica porque Melanio Klein, por ejemplo, pone el acento en la pérdida del objeto, y considera nuevamente que la tristeza, la depresión consecu tiva a la pérdida del objeto, no necesita de otra explicación. Ahora bien, Freud, para explicar el duelo, no pasa por el es quema de una lógica popular de los afectos, sino que introduce la noción de trabajo del duelo, y explica la depresión del duelo por un verdadero trabajo psíquico que tiene por finalidad des prender trozo por trozo al sujeto de su objeto de investimien to, es decir, de la persona muerta. El período de duelo no es un período de tristeza que se comprendiera por sí mismo, ü i tristeza, la depresión, la inhibición que acompañan al duelo só lo pueden comprenderse por un proceso oculto, económico, irre ductible a una supuesta psicogénesis e inaccesible a toda empatia. Todo esto para advertirnos claramente que no hemos de dejarnos seducir por las evidencias aparentes (que no son, decía Hume, sino hábitos intelectuales) en que ciertos afectos parecen ligarse a ciertas situaciones. En este periplo de las fobias que va a permitirles cobrar auto nom ía bajo el nombre de histeria de angustia, las vemos pues separarse de las obsesiones, permanecer un tiempo ju n to a las neurosis actuales, para volver en definitiva a integrar el cam po de las psiconeurosis. A partir de 1898, en un texto que so intitula «La sexualidad en la etiología de las neurosis»,’(),i Freud habla de «fobias histéricas-. La fobia ha efectuado entonces su doble desprendimiento: por una parte, del marco de las obse siones y, por otra, del de las neurosis actuales; así se ha vuelto accesible al psicoanálisis, lo que supone que no es puramente actual. Es por lo tanto previa estancia entre las neurosis ac tuales como la neurosis fóbica (o histeria de angustia) adquiere su autonomía, y no lo hace sin conservar, a pesar de todo, un carácter esencial de las neurosis actuales, de las neurosis lla madas no-psíquicas. Sin duda que Freud entiende ahora (más o menos desde 1898) que el conflicto que desencadena la fobia es psíquico, y esto a diferencia de la neurosis de angustia. Neurosis de angustia / Histeria de angustia Neurosis actual / Psiconeurosis Pero entonces, ¿desde qué punto de vista re psiqu iza Freud la fo b ia , la hace e n tra r de nuevo en el m arco de las psiconeu rosis'? Es que, en primer lugar, el conflicto desencadenante es 106 En OC, 3, 1981, págs. 257-76.
psíquico, a diferencia de la neurosis de angustia, donde se su ponía que la estasis era de origen puramente mecánico. Es tam bién porque la elección del síntoma, es decir, el desenlace del proceso, tiene un determinismo elucidable. Pero no es menos cierto que el surgimiento de la angustia no podría ser reducido por vías psíquicas a antiguas circunstancias ansiógenas: la an gustia en su especificidad de afecto p a rtic u la r no es compren sible psíquicamente.
Jl de abril de 1971 Luego de un periplo que la hace pasar por el camino de las neurosis actuales, la fobia llega a ser clasificada entre los sín dromes histéricos con el nombre de histeria de angustia. ¿En qué es entonces histeria, neurosis psíquica o psiconeurosis? Lo en esencialmente por el mecanismo de la represión, que la em parienta precisamente con la otra forma principal de la histe ria, la histeria de conversión. Represión, la palabra debe ser tomada aquí en el sentido más técnico, más preciso, y no como sinónimo de defensa en general, tampoco como sinónimo de sofocación; debe ser to mada en cuanto ese mecanismo de defensa plantea dos lugares diferentes, dos lugares psíquicos, según ahora estamos habi tuados a considerarlos, con Freud, en una tópica; y por consi guiente, en particular, un lugar del inconciente. La represión rs represión en el inconciente, es decir que a partir del incon ciente es preciso seguir la suerte, en lo sucesivo separada y en lo sucesivo distinta, de la representación y de ese misterio'.n afecto que vemos a veces liberarse en form a de angustia. En el texto de la M etapsicología que i>i15: se intitula precisamente «Lo inconcienm r.TApsicol o g i a te» (1915), encontramos una de las teonic i.a h i s t e r i a rías m ás esquem áticas, pero más n i. a n g u s t i a claras, de esta histeria de angustia. Partimos de un tiempo en el cual la represión supuestamente ya se ha efectuado, y lo que nos in teresa es la form ación del síntoma a partir de esa represión, es decir, el modo de retom o de lo re prim id o en la fo rm a de un sín tom a que va a ser, en este caso particular, una fobia. En cuanto a lo que ha sido reprimido, se lo deja aquí en la va guedad total. Digamos que es una pulsión o, más precisamen
te, una moción pulsional libidinal amorosa la que ha sido reprimida; pero lo que focaliza la atención es el mecanismo, y no directamente el contenido de esto reprimido. En el retor no de lo reprimido y la formación del síntoma hay que conside rar tres etapas. 1. La p rim a ra etapa es un surgimiento de la lib id o como a n g u stia libre: «En el caso de la histeria de angustia, una primera fase del proceso suele descuidarse; quizá ni siquiera se la advierte, pe ro es bien notable para una observación más cuidadosa. [Preci samente es esta la fase que Freud se dedicó a circunscribir en el caso de Hans.] Consiste en que la angustia surge sin que se perciba ante qué [por lo tanto una angustia sin contenido, una angustia libre]. Cabe suponer que dentro del lee existió una moción de am or que dem andaba trasponerse al sistema Prca: pero la investidura volcada a ella desde este sistema se le reti ró al modo de un intento de huida [había habido «intento do huida», ante la representación que iba a surgir, y el resultado ha sido solamente un resultado en el nivel del afecto], y la in vestidura libidinal inconciente de la representación así recha zada fue descargada como angustia».107 Este primer tiempo, fugaz, es capital desde el punto de vis ta del mecanismo, y de la teoría del miedo: un primer tiempo de an g ustia libre. 2. Los tiempos que vienen a continuación, y que forman parte de una segunda, etapa, son repetición del mismo proce so, de una misma tentativa de surgir, por parte de lo repri mido. Pero esta vez nos encontramos con la fija c ió n de la an g u stia a u n a representación su stitu tiv a (el animal de an gustia): «A raíz de una eventual repetición del proceso, se dio un primer paso para dom eñar ese desagradable desarrollo de an gustia [el surgimiento del síntoma está por supuesto al servicio de lo reprimido, pero nunca ha aparecido como proceso de domeñamiento en la medida en que lo hace aquí]. La investidura [digamos la atención] fugada se volcó en una representación sustitutiva que, a su vez, por una pai te se entram ó por vía aso ciativa con la representación rechazada y, por la otra, se sustreyo de la represión por su distanciamiento respecto de aquella 107 S. Freud, »Lo inconciente», en OC, 14, pág. 179. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
(-iiistituLo por desplazamiento) y permitió una racionalización ilrl desarrollo de angustia todavía no inhibible».108 Comprobamos entonces claramente esta fun ción , doble del • m iom a, que constituye un compromiso, es decir que es a la voz surgimiento del inconciente y g a ra n tía frente a un surgi miento «salvaje» de este. Es claramente el caso de esta repre■ontación sustitutiva: el animal y todo el complejo representa tivo a él ligado representan la representación segregada, están 011 una relación asociativa con ella. En un sentido el inconciente looibe ahí su paga, pero, al mismo tiempo, ella permite una primera lucha frente a la angustia, bajo forma de racionaliza ción: el sujeto puede integrar su miedo al caballo en un sisteiiiii más o menos sólido, explicando que, después de todo, un caballo puede morder, que uno ya ha visto que caían, que eran peligrosos, etc. Esta doble función puede tam bién ser expresa da en términos económicos: la representación del anim al de angustia es el lugar de una contra-investidura que impide el rol orno «en persona» de la representación reprimida; al empu|e hacia la conciencia del sistema de representaciones del in conciente, se opone un contra-empuje, del cual precisamente el síntoma es el punto de aplicación. Se puede considerar al ninLoma como una especie de piedra sepulcral, como una lápi da que impide resurgir al muerto que se encuentra bajo esta piedra. Representa, como la lápida representa al difunto, pero ni mismo tiempo cierra la vía al resurgimiento del inconciente. l,o i|iie está totalmente inhibido, en esta represión, es sin em bargo sólo la representación inconciente. El afecto, en sí mis mo, siempre puede reaparecer, pero de manera circunscrita, localizada; beneficio sin embargo considerable, si se piensa en In invasión amenazante de la angustia, en el primer tiempo. I n efecto, la consecuencia de la situación doble del objeto fóhieo —elemento localizado en la realidad y representante simliolico de un elemento inconciente— es que la angustia puede i o,surgir en adelanLe a partir de dos series de condiciones dife rentes: puede haber una reviviscencia interna o una revivis cencia externa de la angustia. Reviviscencia in te rn a: si de nuevo la pulsión es excitarla, encuentra naturalm ente el medio de resurgir, de tomar como canal al síntoma y de provocar una crisis de angustia; la angusI In aparece, pero ubicada en el síntoma. Reviviscencia externa: cada vez que el objeto fóbico es reen contrado (o corre el riesgo de serlo), la angustia se desencade111,1 Ibid. Entre corchetes, comentarios de .Joan Laplanche.
na, bajo forma de miedo pánico. En otros términos, si la fobia es lograda, desde ese momento el caballo se presenta como si fuera toda la fuente de la angustia. Verdaderamente se ha he cho cargo del proceso y, en lo sucesivo, sólo cuando el caballo real sea tocado se producirá la crisis de angustia. Vemos con evidencia toda la economía que representa la instalación de un síntoma. 3. Esta economía, sin embargo, nunca está totalmente ase gurada. El sustituto, el animal de angustia, sigue siendo un pun to amenazador, incluso invasor, en la realidad. De ahí la nece sidad de un tercer tiem po, de una lucha llam ada secundaría: defensa, no ya directamente frente a la amenaza inconciente, sino fre nte a l sustituto conciente. Se trata, desde este momen to, de acomodar el mundo real del sujeto, su Um welt: trazar redes, vías, bifurcaciones y barreras, instalar timbres de alar ma, reductos y bastiones, a fin de impedir todo o con el peligro de reencontrar efectivamente, de percibir el objeto fobígeno. La posibilidad misma de este manejo realista, de una manipulación de las condiciones de la angustia, proviene del hecho esencial de que el peligro p u lsio n a l in te rn o ha sido p ro yectado, enteramente traspuesto al exterior. «Mediante todo el mecanismo de defensa puesto en acción se ha conseguido proyectar hacia afuera el peligro pulsional. El yo se comporta como si el peligro del desarrollo de angustia no le amenazase desde una moción pulsional, sino desde una percepción, y por eso puede reaccionar contra ese peligro ex terno con intentos de huida: las evitaciones iobicas».109 A partir de ello se instala entonces todo un sistema que po demos comparar con un sistema de alarma, avanzadas y seña les, que indican la proximidad más o menos grande de aquello que va a provocar la angustia. Precisamente esta teoría se en cuentra aquí prefigurando la teoría de la «señal de angustia», Pero en tanto que en In h ib ic ió n , síntom a y an g ustia será casi toda la angustia neurótica la considerada como señal, aquí simplemente son algunas avanzadas de U n a p r im e r a la angustia fundam ental las que const e o r ia d e tituyen señales que indican que en tal l a «s e ñ a l » punto amenaza producirse un peque ño desarrollo de angustia y que por esu razón es preciso no acercarse: «Una excitación en cualquier lugar de este parapeto dará,
.i consecuencia del enlace con la representación sustitutiva, el envión para un pequeño desarrollo de angustia que ahora es aprovechado como señal a fin de inhibir el ulterior avance de este últim o mediante una renovada huida de la investidura. ( uanto más lejos del sustituto temido se dispongan las contrain\cstiduras sensibles y alertas, con precisión tanto mayor podrá funcionar este mecanismo destinado a aislar la representación sustitutiva y a coartar nuevas excitaciones de ella».110 I 'na vez más, pese a la similitud del término «señal», el acento es notablemente diferente de lo que será la «segunda teoría». Aquí se trata de pequeñas angustias-miedo localizadas, que permu en evitar el desbordamiento por
*a ^ 11^ stla cle origen libido interno. En 1924, será la angustia la que, esquemáticamente, constituirá la señal que permita evitar un peligro entendido, en últim o análisis, como real. Para term inar esta descripción del mecanismo de la fobia en la M etapsicología (hay una descripción complementaria bás tanle análoga en otro texto de la M etapsicología: «La repre sión»), haré dos observaciones complementarias. En primer lugar, aquí, la,fo b ia aparece verdaderam ente co mo e structuración de la an g ustia. Freud insiste sobre ese ca rácter estructurante, respecto del cual podemos preguntarnos, en el límite, si no es presentado en ciertos momentos como po■ilt ivo: recuerden ustedes, en Hans, el hecho de que la elabora ción del tratam iento y la elaboración de la fobia corren a la par durante cierto tiem po hasta el momento en que, claro es tá, la fobia, como llevada a su extremo, desaparece como tal. Otra observación: he mencionado que Freud no precisaba en un comienzo de qué p ulsión reprim ida se trataba; es evidente mente una laguna de todo texto de metapsicología, cuyo designio es presentar in abstracto el conflicto psíquico y la formación del síntoma.111 Sin embargo, algunos pasajes nos dan a entender que Freud optó por una p u ls ió n homosexual h acia el padre. I’or relación al comienzo de la historia de Hans, desplazó en tonces el acento del amor por la madre, al amor por el padre. Km probable que no sin razón, considerando el contenido mis mo del caso, pero sin aportar verdaderamente justificación.
11,1 Ibid., pág. 180. 111 En el Esquema del psicoanálisis, Freud intentará incluso descrilili, en un primer tiempo, el conflicto defensivo, sin especificar si la pul sión en cuestión es la pulsión sexual.
Todo esto nos lleva a aplicar, por núestra parte, esta teorización de la mea p l ic a c ió n a l tapsicología al caso del pequeño Hans, caso H ans Aplicación perfectamente justificada, en tanto los textos se implican recí procamente: el caso de Hans es la referencia clínica de base para la metapsicología e inversamente, la concepción de la an gustia con origen pulsional es el móvil oculto, el hilo conduc tor al comienzo del análisis de Hans; hilo este que muy pronto, sin embargo, habrá de romperse o, al menos, resultará bien di fícil de seguir. T e n t a t iv a d e
Retomemos Hans a la luz de ese esquema en tres tiempos: Encontramos claramente un p rim e r tiem po que correspon de por entero a la teoría de Freud. Irrupción de una angustia libre, sin fijación a un objeto fóbico: son, por una parte, los sueños de angustia y, por otra, la primera salida a la calle, en que Hans, lleno de angustia, quiere volver a su casa jun to ti su madre, pero en que el anim al fóbico no aparece. No puedo dejar de citar a Freud, abandonándole la entera responsabili dad de una teorización que no podría ser más clara. «Sería ese, pues, el comienzo de la angustia así como el de la fobia. Desde ahora reparamos en que tenemos buen funda mento para separarlas entre sí, es decir, para pensar que la angustia libre surge antes de la fobia. Por lo demás, el material parece en un todo suficiente para orientarnos, y ningún otro punto temporal es tan favorable al entendim iento como este estadio inicial [. . . ] [idea que se encuentra en la Metapsicolo gía'. demasiado a m enudo se descuida observar el estadio ini cial en la fobia]. La perturbación se introduce con unos pensamientos tiernos-angustiados, y luego con un sueño de an gustia. Contenido de este último: perder a la madre, de suerte que él ya no pueda hacerse cumplidos con ella. Es fuerza, pues, que la ternura hacia la madre se haya acrecentado enorme mente. Es el fenómeno básico de su estado. [. . . | Es esta acre centada ternura por la madre lo que súbitamente se vuelca en angustia; lo que, según nosotros decimos, sucumbe a la repre sión. Todavía no sabemos de dónde proviene el empuje para la represión ]. . . ] [Pero lo que sí sabemos, parece, es que esta ternura hacia la madre se ha trasformado directamente en angustia.]».112 112 S. Freud, Civq psyckatialyses, op. cit., pág. 107. |En OC, 10, pág. 23.] Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
V e a m o s a h o r a e l t ie m p o u lte r io r , v e r d a d e r a m e n t e
segundo
cu e l s e n t id o f u e r t e d e l t é r m in o , e s d e c ir , c o n d ic io n a d o n e c e s a r ia m e n t e p o r la p r e c e s ió n
de
la a n g u s t i a l i b r e . S e t r a t a d e
lu f i j a c i ó n — d u r a n t e e l s e g u n d o p a s e o d e H a n s — a l a n i m a l s u s t itu to : « P e r o la a n g u s tia h a r e s is t id o la p r u e b a y a h o r a s e v e p r e c i’in d a a h a l l a r u n o b j e t o . E n e s e p a s e o s e e x t e r i o r i z a p o r p r i m e iii v e z e l m i e d o a s e r m o r d i d o p o r u n c a b a l l o . ¿ D e d ó n d e v i e n e el m a t e r ia l d e e s t a fo b ia ? P r o b a b le m e n t e , d e a q u e llo s c o m p le |hs
t o d a v ía d e s c o n o c id o s q u e c o n tr ib u y e r o n
a la r e p r e s ió n
y
m a n t ie n e n e n e s t a d o r e p r i m i d o la l i b i d o h a c i a la m a d r e . E s t o d a v ía
un
e n ig m a d e
e s te
caso
[ . . . ) » . 113
L a c u e s t ió n , e n e f e c t o , e s la s ig u ie n t e : s in d u d a la a n g u s t ia «h a lla » u n o b j e t o , s e « s u e ld a » a u n o b je t o .
P e r o e s te , a p e sa r
(Ir lo d o , n o e s c u a lq u ie r a . D e b e t e n e r c ie r t o la z o c o n la s it u a c ió n p r im e r a r e p r im id a , q u e e s u n a s it u a c ió n lib id in a l. L a r e s p u e s ta
m á s s im p le
m a d re, p u e s to
s e r ía
que
e l c a b a llo
e s e l s u s titu to
de
la
q u e e s e l a m o r p o r la m a d r e e l q u e s e h a b r ía
m u d a d o e n a n g u s t ia p o r e l c a b a llo . P e r o s i e s a s í, ¿ c ó m o e x p l i c a r ( j u e « H a n s , p o r la n o c h e , e x p r e s a e l m i e d o a q u e e l c a b a l l o e n tre e n
e l d o r m ito r io »?
F r e u d lo v o l v e r á a d e c ir m u c h a s v e c e s : e s e s t e m ie d o a q u e e l c a b a l l o d e a n g u s t ia e n t r e e n la h a b i t a c i ó n , lu g a r d e r e f u g i o , p r e c is a m e n t e , e l q u e le m e L e e l b ic h it o y lo h a c e d u d a r d e su e x p lic a c ió n . E n e f e c t o , si la e x p lic a c ió n s im p le e s v á lid a , si es el
.1
deseo
de
r e e n c o n t r a r a la
t é r m in o , e n
angustia
por el
madre e l q u e s e m u d a , t é r m i n o caballo, u n o p o d r í a p r e g u n t a r s e
p o r q u é H a n s t e n d r í a m i e d o , p r e c i s a m e n t e , d e q u e la m a d r e , s im b o li z a d a c o m o e s t á e l l a p o r e l c a b a llo , e n t r a r a e n la h a b it a c ió n . ¿ Q u é d e c im o s n o s o tr o s , p o r n u e s tr a p a r te ? Q u e q u iz á n o e r a n e c e s a r io d e s is tir ta n c ió n o
ime-,
p ro n to fr e n te
a la a p a r e n t e
y q u e e l e n ig m a d e e s ta m u t a c ió n
c o n tr a d ic del deseo
e n a n g u s tia e s , p r e c is a m e n t e , q u e e l o b je t o d e l d e s e o a ñ o r a n t e d e v e n g a , é l m is m o , a n g u s t ia n t e . E n t o d o c a s o , F r e u d p o n e a h í el d e d o s o b r e a lg o q u e r á p id a m e n te v a a h a c e r e v o lu c io n a r e l a n á l i s i s ; y t e n g o la i m p r e s i ó n , p o r m i p a r t e , d e q u e e s t a i d e a : ■el c a b a l l o e n t r a e n e l d o r m i t o r i o » e s t o t a l m e n t e f e c u n d a , a u n si F r e u d , t a l v e z , n o l o p e r c i b e e n e s e m o m e n t o d e s u t e o r í a . A s í, s e p u e d e p e n s a r q u e la h a b it a c ió n
e s t a m b ié n
el cu erp o
d e H a n s , e s t a m b ié n su y o , d ig a m o s : u n a p e r t e n e n c ia d e su y o ; y q u e p o r l a a n g u s t i a d e la e f r a c c i ó n d e l c a b a l l o e n
11:1
Ibid.,
p á g . 109. [E n
OC,
10, p á g . 2 4 .]
la h a b it .a -
ción queda planteado el problema de la efracción del yo por su propio deseo o por su propia p ulsión.114 Comoquiera que sea, rápidamente la D if ic u l t a d e s problemática se complicará. Es nece sario abandonar la teoría puramente «act ual» (en el sentido de las neurosis actuales) según la cual esta angustia sería simplemente libido no saciada por la m a dre. Citemos un momento absolutamente significativo (no tan to para el caso de Hans, sino más bien para la evolución da las ideas de Freud y de sus a p r io r i teóricos); Hans y su padre visitan a Freud: «La consulta fue breve. El padre comenzó diciendo que a pesar de todos los esclarecimientos la angustia ante los caba llos no había aminorado. Debimos confesarnos tam bién que los vínculos entre los caballos ante los cuales se angustiaba y las descubiertas emociones de ternura hacia la madre eran poco abundantes».115 Es evidente que en ese preciso momento Freud y el padre de Hans trabajaban sobre la hipótesis: miedo a los caba llos = trasposición del amor por la madre. En presencia de una im e, el análisis se vuelve en ese momento hacia el padre. Tuvimos ocasión, a propósito de lo que he llamado el «destino de la representación», de recordar los numerosos lazos asocia tivos entre el padre y el caballo. En esta entrevista, Freud los destaca, cambiando, se podría decir, de rumbo: le acude de re pente la idea de que los binóculos y los bigotes podrían estar simbolizados por aquella cosa negra sobre el hocico del caballo y, sobre todo, da al padre su posición más norm ativa en la rela ción edípica, es decir, su posición de interdictor de la madre. Nos sitúa allí en una estructura edípica extremadamente sim plificada, donde no entran en juego ni la ambivalencia ni, con mayor razón, el Edipo invertido: el padre es, únicamente, el rival y el interdictor. A continuación, rápidamente, por los es fuerzos corrugados del padre y de Freud, el análisis progresa en el sentido de la dilucidación de los lazos asociativos del sín toma con el padre, a través de toda una serie de recuerdos y de detalles; en el sentido del develamiento de la hostilidad in conciente de Hans hacia su padre; finalm ente, en el sentido, en este caso m ás im puesto por los (los an alista s que verdade-
114 Una pulsión que no se interioriza si no es luyo la forma de lo que yo denomino objeto-fuente: caballo (de angustia) - madre (de deseo). 115 S. Freud, Cing psychanalyses, op. cit., pág 120. [En OC, 10, pág. 36.]
lamente experimentado por Hans, de un tem or a la venganza, mi temor a la retaliación por el padre: «Resumamos lo obtenido hasta aquí: tras la angustia prim e ro exteriorizada, la de que el caballo lo morderá, se ha descu bierto en un plano más hondo la angustia de que los caballos se tum barán, y ambos, el caballo que muerde y el que se cae, son el padre que habrá de castigarlo por alim entar él tan malos deseos contra este. De la madre, entretanto, nos hemos aparlado en el análisis».llc lin efecto, «nos hemos apartado, en el análisis, de la ma dre», y si nos detenemos ahí por un instante podemos pregun tar incluso, en este punto de la evolución de Hans, qué necesidad hay aún de m antener la teoría de la angustia como avalar de la libido. Si el miedo al caballo no es más que el mie do al padre, simbolizado, desplazado, vuelto tal vez más acep table, más manejable, es u n m iedo que es rem plazado p or otro miedo-, y toda la primera teoría —y aun la que se formulará en 1915, en «El inconciente»— queda contradicha o, al menos, se ha vuelto inútil. Es cierto que la p rim e ra teorización, la de la angustia como pura y simple trasformación de la libido dirigida a la madre, sólo ensamblaba con una muy pequeña parte de los hec hos que se aportaron Ni p u r a a n g u s t ia en este análisis. Pero a esta segunda I'c o n o m i c a , n i teorización, que pretendería que fueM ii no s u s t i t u i d o ra finalmente un miedo el que rempla za a otro, y que se enunciará como tal en In h ib ic ió n , sín tom a y an g u stia, Freud en manera alguna la hace suya. Esta teoría tendría a su favor (¿o en contra?) su simplicidad y su apariencia comprensible. Después de todo en contraríamos ahí lo que, desde hacía tiempo, Freud había des cubierto como «conexión falsa», es decir, el hecho de que un alecto resulte falsamente ligado a un elemento, y que se trate de restablecer, entre el elemento B, ligado a este afecto en el síntoma, y el elemento A, que lo justificaría realmente, sim plemente la ligazón asociativa, la vía según la cual el afecto se deslizó, sin cambiar de naturaleza. 1. En primer lugar, lo que tampoco funciona en este segundo modo de teorización de un miedo traspuesto a otro miedo, es precisamente que esta hostilidad, incluso esta autoridad real del padre, en el caso preciso de Hans, es de las más cuestiona bles. Es cuestionada: negada sin cesar por el padre, y hemos visto más bien a llans in te n ta r hacerla s u rg ir, suscitarla por
todos los medios a partir de gérmenes que eran harto t e n u e » , En otros términos, lejos de que la hostilidad del caballo sen lu trasposición de la hostilidad de un padre aterrorizante, elln taría más bien en razón inversa a la del padre real porque v e n dría a suplir un elemento estructuralmente ausente. 2. Un segundo punto que viene a complicar esta segunda interpretación es que la hostilidad del caballo, más que poi In hostilidad del padre, está alimentada, sustentada, por la pin pia agresividad de Hans. Lo que no quiere decir sin embargo que el caballo (nos cuidaremos de hacer este género de asinil laciones) sea en adelante el símbolo de Hans; pero es ciorlii que esta hostilidad del caballo es mucho más proporcional « la agresividad de Hans hacia su padre que a la agresividad del padre hacia Hans. En ese momento Freud descubre esta dimensión de la agre sividad que, más adelante, va a encontrar su completo desplle gue en los corolarios de la pulsión de muerte. Y es interesante encontrar aquí una primera discusión, a propósito de las ten rías de Adler (a quien, con derecho, podemos atribuir la ¡den de una pulsión de agresión), de una agresividad que habría <|iie poner en el mismo plano que la sexualidad. Freud, como sioni pre, se siente m uy incómodo cuando algún otro descubre al^n que le parece casi ajustarse a los hechos. Por supuesto, c.stA la herida al amor propio por no haberlo descubierto él mismo, pero, ciertamente, está también el sentimiento de que Adler, a pesar de todo, lateraliza la cuestión, que ha desperdiciado un buen concepto o una intuición válida: «Alfred Adler ha sostenido hace poco, en un trabajo rico en ideas (se trata de La p u ls ió n de agresión en la v id a y en la neurosis, de 1908; la pulsión de agresión tiene entonces una historia antigua, no es Freud su promotor] del cual antes he tomado la designación de “ entrelazamiento pulsional” , que la angustia nace por la sofocación de la por él llamada “ pulsión de agresión” ; y, en una vasta síntesis, asigna a esta pulsión el papel principal en el acaecer, "e n la vida y en la neurosis". Y si nosotros hemos llegado a la conclusión de que en nuestro caso de fobia [es decir, en Hans) la angustia se explicaría por la represión de aquellas inclinaciones agresivas, la hostil hacia el padre y la sádica hacia la madre, parece que habríamos apor tado una brillante confirmación a la intuición de Adler».117 Y todo lo que Freud encuentra para decir es que, en el pía 1,1 Ibid,., págs. 192-3. [En OC, 10, pág. 112.| Entre corchetes, comen tarios de Jean Laplanche.
||n teórico, no puede estar de acuerdo con esta noción porque i nimulera que toda p u ls ió n lleva consigo un elemento de agre den i|iic es simplemente su aspecto activo, «la aptitud —dice— I'hi .1 dar un envión a la motilidad". Postular una pulsión de agre....... id sería entonces sino hipostasiar un carácter general de 11iiIii pulsión y, en particular, de la pulsión sexual. Evidenteini ule, el problema va a ser replanteado de manera muy aguiIm |iiii Freud cuando introduzca la pulsión de muerte, a partir ili 1(11i). La nota que agrega, en 1923, al pequeño Hans, refleja i ii iln malestar, porque aparentemente la hipótesis adleriana tli iic el aire de haber sido adoptada aprés-coup. Es cierto que Aillci , mientras tanto, ha abandonado totalmente «el terreno ili l psicoanálisis», lo que permite presentir que su «pulsión de iiiiHviión» traía otras connotaciones que aquella de Freud: en i niileular, una tendencia a desexualizar el campo psicoanalítiin l.ii discusión de Freud es sin embargo bastante embro-
llmlii: -I icsde entonces yo he tenido que estatuir una “ pulsión de .iitii'Hlón” que no coincide con la de Adler. Prefiero llamarla 'pulsión de destrucción o de m uerte” (cf. M ás a llá del p r in c i pio
nal», «demoníaco», de toda pulsión, lo que reaparecerá direela mente en la pulsión de muerte, teniendo esta por significación justam ente la de personificar, hipostasiar en estado puro, H ataque interno.
5 de mayo de 1971 Hemos percibido, en el caso de Hans, la insuficiencia, al me nos en su forma prim itiva, de la teoría inicial (sobreentendida por Freud cuando comenzó el tratamiento) de una libido pilen ta en la madre, libido en primer lugar reprimida e insatisfecha, trasformada después en angustia por esta ausencia (ie objeto, y en tercer lugar aferrada, soldada a una representación nirt* o menos arbitraria, que no haría más que racionalizar la angun tía en miedo. De la madre viramos, ju n to con Hans y con Freud, haclil el padre, para tratar de poner a prueba la teoría, no menoN simplista, que se propone hacer derivar el miedo al caballo del miedo al padre. Hemos discutido esta idea que parecería hacer más lugar al sentido común, pero que probablemente no es mrt* satisfactoria, así enunciada, que la primera. En primer lugar, la hostilidad del padre está ausente, al me nos en el contexto manifiesto, de suerte que llegamos a la ideu de que el caballo no simboliza la hostilidad real del padre, sino que tendería más bien a instalar, de manera esquemática, su autoridad simbólica. Nuestra segunda objeción es que sería ine xacto decir que ese caballo figura directamente la venganza tem ida en razón de la hostilidad de Hans. Al menos, expresad» así, sería una racionalización aportada sin su fundam ento, sin los mecanismos profundos que hacen pasar de la hostilidad in terna a la hostilidad externa. Y hemos llegado a decir que más que la venganza tem ida a causa de la hostilidad de Hans, la hostilidad del caballo es la proyección directa de esta al exte rior. Es «el ataque interno» (que nos queda aún por precisar) de Hans, por sus propias pulsiones, lo que es traspuesto en ata que externo, y les recuerdo ese momento que, con buen den* cho, le pareció a Freud absolutamente revelador de la necesidad de nn «cambio de rumbo» en su modelo de explicación: es el hecho o la amenaza de que «el caballo entre en la habitación», con todo lo que esto puede traer en el sentido de simbolizar una efracción en el yo de Hans.
Nos falta producir aún una tercera objeción: que el senti miento que Hans expresa de continuo hacia su padre es el ape lo* homosexual; desde el principio (cuando rectifica sin cesar I" Interpretaciones del padre: «¿Por qué dices que te odio cuaniln le quiero?») hasta el final, hasta los desarrollos sobre el i mi tarazo y sobre el nacimiento, donde más de una vez se hiisparenta el deseo de tener un hijo del padre. Puesto que mininos poniendo a prueba las hipótesis en cuanto a las vías •l<- trasformación y al destino del afecto, tendríamos aquí esta li n (formación: amor por el padre -» angustia por el caballo. Y MI comentar un texto de la M etapsicología indiqué que Freud, ntinque permaneciendo relativamente ambiguo en cuanto a la pulsión reprimida que resurgía secundariamente como angusI tu. se concedía finalmente la facilidad de que esta pulsión fuera lu pulsión homosexual hacia el padre. Todo esto para resumir rápidamente nuestro encaminamien111 de las últimas veces. Madre o padre, en todo caso Hans, al I nuil de este análisis (que vamos ahora a abandonar), va por tifiante, precediendo tanto a su padre-analista como, incluso, ii veces, a Freud. Los arrastra por otras vías, que son aquellas n i las que se plantea problemas: en torno del nacimiento, en Inrno de la analidad y la defecación, y finalm ente en torno de In castración. Defecación, nacimiento, castración, se trata en Indos los casos de experiencias o de fantasmas de separación i|iir ponen en juego una relación de la parte con el lodo, lo i|tir evidentemente introduce para nosotros la problemática del objeto parcial y del complejo de castración. . . In h ib ic ió n , síntom a y a n g u s tia ; tuve I n i K o n u c c io N a ya ocasión de mencionarlo: este texto i \i . k c t u r a d e de 1924 retoma el caso fundam ental ■In h i b i c i ó n , s í n t o m a de Hans, y también la fobia infantil del v a n ííu s t ia Hombre de los Lobos. Pero esta discu sión sería incomprensible sin tener en m e n ta el emplazamiento del complejo de castración, cuya no• ion se elabora exactamente entre estos dos textos. Por supues to, el análisis de Hans fue innovador para este descubrimiento del complejo de castración. Es el gran descubrimiento de Freud en este análisis, descubrimiento en favor del cual en manera alguna tenía idea preconcebida, puesto que los fantasmas de castración estaban completamente ausentes, por ejemplo, de li >s textos de L a interpretación de los sueños o también de Tres ensayos de teoría sexual en su primera edición.
19 de mayo de 1971 La angustia Lleva a Freud a la castración, pero la castra c ió n no designa solam ente u n a an gustia; ante todo designa u n complejo, lo que es evidentemente más vasto. Com plejo sig nifica cierta universalidad, significa que hay una organización de las representaciones por referencia a tal o cual imagen trau matizante; remite a un aspecto estructurante de esta organiza ción, estructurante para el conjunto de la vida libidinal del individuo. La clínica muestra a Freud, y a cada analista, esta solidez, esta pregnancia del complejo de castración, y tam bién la gene ralidad de aquello que se puede reconducir a una angustia de castración. Frente a esta función estructurante se puede su brayar —tendré ocasión de volver sobre esto— la futilidad de las bases históricas, evenemenciales, del complejo en la histo ria del individuo: una amenaza a veces form ulada de manera encubierta, a veces no formulada; una verificación de la dife rencia de los sexos, verificación que Freud, sin reflexionar so bre ello, designa como «percepción», cuando nosotros tende ríamos a ver ahí más bien un organizador de la percepción y hasta de cierta racionalidad. ¿Cómo se opera la conmoción?, ¿cuál es el impacto del complejo de castración a partir de esos elementos fútiles o contingentes? La vía histórica (si no gené tica) en la historia del individuo se abriría a Freud y a los ana listas: es el descubrimiento de los precursores, de los ancestros o de los estadios previos del complejo de castración (estadios que nosotros podemos en parte descubrir con el análisis de Hans). E n cuanto a lo que lig a esos diferentes modos precursores de la castración, helo aquí: por una parte, el afecto: en todos los casos una a ngustia y una angustia de separación; y por otra parte, en el nivel de la organización estructural, una d ia lé c ti ca entre lo total y lo p a rc ia l, es decir, entre lo total y el objeto parcial, la parte que es desprendida o de la cual uno es des prendido. Pero, ju n to a lo que los aproxima, nos impresiona lo que los distingue, incluso los opone, y que se puede cómodamente ubicar en dos categorías: por una parte, la p osición del sujeto en orden a la estructura re lac io n al en cuestión', por otra par te, la posición de la an g u stia en su relación con la re alid ad y con el fa n ta s m a . Introduzco esta noción de realidad porque ella está revitalizada en In h ib ic ió n , síntom a y an g ustia e in-
troduce allí la noción de peligro; uno de los principales recentramientos de i as s i t u a c io n e s este texto consiste en efecto en refeiii a n g u s t i a rir en lo sucesivo la angustia a un peli gro y, eventualmente, el peligro a una realidad. En lo que concierne a las diferencias estructurales, rol ornemos rápidamente las diferentes «experiencias vividas» (lirtebnisse, dice el alemán) de que se trata: a. La del n acim ie n to en primer lugar. Estamos ahí en pre sencia de una angustia que uno puede llamar, con Freud, auto m ática, en el sentido de que es un fenómeno que no necesita ile la mediación de representaciones para funcionar. La angus tia no es otra cosa que su expresión corporal, y esta expresión corporal no es más que la consecuencia del estado en que se encuentra el recién nacido. Angustia «automática» que es con cebida como puro desbordamiento energético, por no decir libidinal. En el nacimiento, se podría decir tam bién que la n u lid a d está a l m áx im o; el peligro es hiperreal (es sin duda el más real que pueda existir, se trata desde un comienzo de ser o no ser, sobrevivir o nunca haber sido). Pero en el momenKi en que esta realidad es máxima, en que el peligro está en su punto culm inante, este peligro no es percibido como tal; he aquí uno de los puntos importantes de esta discusión de Freud. En el nacimiento, si algo puede ser considerado como percibi do, es únicamente el fenómeno somático de la angustia; la idea de un lazo asociativo que pudiera establecerse entre angustia y peligro —o entre angustia y separación— es discutible. El pe ligro de muerte no es ciertamente planteado como tal. ¿La se paración?, ¿qué indicios pueden existir de ella, y aun qué sería la noción de separación fuera de la reacción ante esta separa ción? En el nacimiento, la situación está en su máximo de rea lidad; el fantasma, en tanto fantasma de separación, está ausente del sujeto (por supuesto, no ausente de la situación, del lado de la madre), ausente subjetivamente, psicológicamen te, o «psíquicamente», como dice Freud. La estructura está pre sente en s i para la madre, pero no p a ra el h ijo , y es la madre la que está castrada del hijo, siendo el hyo para ella el objeto parcial separado. /). En el am am an tam ie n to no encontramos una situación tan clara, sino ciertas ambigüedades. Por una parte, una am bi güedad en lo que concierne al objeto parcial, que es dado y retirado, es decir, si se quiere, el objeto de la castración, pues to que sabemos que lo esencial del amam antam iento, desde el punto de vista libidinal, es el deslizamiento que se opera de (¡in e a l o g ia o e
la leche al pecho. En la estructura, el niño no está aún en posi ción unívoca: ser aquel que corre el riesgo de ser castrado y sólo eso. Desde luego que se le retira el pecho, y en ese sentido uno puede asimilar esto al hecho de suprimir el pene. Pero en el momento en que el pecho le es retirado, nos inclinaríamos a decir que queda aniquilado, saciado o derrelicto, más que ver daderamente castrado. Otra ambigüedad aún, que determina el carácter de esta lase oral: el niño no se sostiene en posición de sujeto, frente al sujeto-madre, con (esquematicemos) un ob jeto parcial de intercambio entre ellos. Y aun, en el fantasma, él mismo es todavía este objeto parcial. En este sentido, los invito a meditar sobre lo que se ha resumido con el nombre de «tríada oral»: comer - ser comido - dormir. c. La defecación, lo vemos con Hans, es ciertamente un pre cursor importante, quizás incluso el precursor capital, del com plejo de castración. Es el primer tiempo en que se opera una separación real de lo que se puede considerar una parte del cuerpo propio. Es la introducción de una dialéctica del don, y aun del intercambio; dialéctica que es todavía dual, en cuan to que no introduce como tal a la p areja parental, sino a la unidad combinada de los padres. d. Por último, la castración g e n ital. Les recuerdo que Freud insiste constantemente en reservar el térm ino de castración a esta solamente. En esta castración en sentido estricto, se pue de decir que nada ocurre ya en sentido concreto. . . porque la realidad del acto está en su punto mínimo, incluso comple tamente ausente. La estructura, en este caso, ha cambiado: la posición del sujeto es muy diferente puesto que el sujeto va a tender a tematizarla. A hí él no está en absoluto envuelto en sí, como lo estaba en la estructura del nacimiento. El sujeto es en adelante «partícipe» de la estructura (sostenedor y partí cipe). La angustia, del nacimiento a la «castración», ha oscilado desde la angustia autom ática y real (en el sentido más material del término), para situarse del lado del fantasma. Para leer In h ib ic ió n , síntom a y an g ustia, texto difícil, lle no de giros, arrepentimientos, dudas, reanudación de las mis mas cuestiones, quisiera proponerles M o t iv o s h a r a algunos motivos que empujan a Freud u n a r e v is ió n a esta puesta al día (suponiendo que haya puesta al día. . .). En primer lugar es preciso, para Freud, re u b icar la angus tia p o r re lación a l proceso defensivo. La noción de conflicto defensivo vuelve a un primer plano con su form ulación en la nueva separación tópica del aparato psíquico, yo, ello y super-
vi). Por lo tanto hay «pie reubicar la angustia por relación al proceso defensivo y, en el proceso defensivo, por relación a esta cuestión que ya estaba presente en el texto sobre «La re presión», en 1915: tiene que haber u n m otivo p a ra la repre sión. ¿Y qué mejor motivo para la represión, o para la defensa ilc manera más general, que la angustia? Pero, piensa Freud, esto nos lleva a una contradicción (que no me parece absoluta mente insuperable, pero que se plantea como tal): pensábamos hasta el presente que la angustia era la consecuencia de la re presión, porque precisamente en la medida en que una pulsión está reprimida, se trasforma en angustia el afecto correspon diente. Pero la angustia no puede ser a la vez la consecuencia de la represión y ser invocada como su causa. ¿Hay que escoger (como Freud, quien abandona entonces ln idea de que la represión trasforma la libido en angustia), o bien encontrar un resorte en la misma contradicción? Ella no puede estar al mismo tiempo del lado de la represión y de lo reprimido —dice Freud— y muchas cosas me obligan a pensar qlie está del lado de la represión, que ella está en el origen de la defensa, que debe de m otivar a la instancia represora. Segundo punto, m uy ligado al precedente, es la in tro d u c ción del yo, y el problema de re situ ar de nuevo la an g ustia por relación a l yo: el yo, instancia antigua en el pensamiento de Freud y presente desde el comienzo, pero en la que se pone • I acento en lo sucesivo con la idea de que tiene fuerzas a su disposición, de que él es relativamente «autónomo». A partir de ahí —porque la m otivación del yo para la represión se tiene que buscar en la angustia—, Freud es llevado a form ular dos lesis, que tienden un poco a confundirse pero que, en mi opi nión, no están necesariamente ligadas: el yo es el lu g a r de la angustia, lo que quiere decir que la angustia es percibida en el nivel del yo; y el yo es, en el proceso defensivo, el productor (11 el reproductor) de la an gustia. El acento pasa entonces de una angustia autom ática espontánea a la concepción de una angustia rememorada y de una angustia u tiliz a d a como señal por el yo para permitirle desencadenar su proceso defensivo. <)tro motivo aún de In h ib ic ió n , síntom a y an g u stia (me re itero a una motivación que es muy general en el pensamiento de Freud, una dimensión que él nunca abandonó) es la búsque da de la re alid ad y la búsqueda ascendente de un primer aconleci miento en el cual, por fin, uno se pueda apoyar y del cual se pueda decir que todo deriva. De ahí la puesta en primer pla no de un peligro real en el origen, y en el origen de la angustia. A partir de allí, por supuesto, la angustia se trasforma, apare
ce en otras circunstancias, puede ser reproducida. Pero la an gustia en un principio sería la reacción a u n peligro re a l: reac ción que, en el momento mismo de ese peligro, puede ser con siderada adaptativa, adecuada (zw eckm üssig: este término recorre todo el texto de Freud); reacción que puede devenir inadecuada cuando es reproducida autom áticam ente en otraw circunstancias que no la motivarían; reacción que, en cierta finalidad, en cierta funcionalidad, puede ser u tiliz a d a de n ur vo de m ane ra adecuada como señal, producida entonces por el yo. Esta búsqueda arqueológica ascendente, de la cual Freud jam ás renegó, explica su interés por Rank y por esa teoría del traumatismo del nacimiento que ciertamente tanto lo sedqjo y movilizó. ¿Qué más real, precisamente, que ese peligro del nacimiento? ¿Qué podría poner mejor punto final a la recon ducción hacia atrás si se trata de una simple reconducción en la historia individual, que remontarse hasta el momento mis mo del nacim iento? Pero cuando creemos alcanzar ese peligro real, abordamos, si no un fracaso, al menos grandes dificulta des para integrar esta teoría de Rank. Lo hemos visto: el pell gro real del nacim iento no está tematizado; su reproducción en el marco de otras situaciones que sí son percibidas, hasta anticipadas, es poco comprensible. ¿Cuál es el lazo asociativo que permite explicar que el yo reproduzca, frente a un pell gro, el estado de angustia, a partir de un estado en el cual sólo había angustia, y no yo? En el momento en que Freud cree alcanzar por fin lo real, la roca del acontecimiento o de lo fisiológico (del nacimiento), advertimos que el único peligro interpretable, subjetivamente concebible, es un peligro Ínter no: no la muerte, sino, suponiendo que se pueda, nos dice Freud, hacer alguna conjetura sobre el vivenciar del lactante, el desbordamiento por la energía interna. Ven ustedes cómo en el momento en que Freud pretende abandonar la primera teoría de la angustia, aquella que la re duce a una forma desencadenada de la libido, se encuentra en Rank con una resurgencia de esta misma teoría. Por eso lo que por momentos descubrimos en In h ib ic ió n , sín to m a y angustia es un intento de conciliación entre los dos aspectos: entre su primera teoría, que no es abandonada por completo, y una teo ría más histórica (él llama teoría «económica» a la primera, y a la otra, precisamente, «histórica"). Tentativa que no es abso lutam ente una síntesis, puesto que yuxtapone, a falta de otra cosa, una angustia repetida y una angustia reproducida, cuasi instrumentalmente, por un yo que parece un poco demasiado seguro en sus maniobras:
«La angustia sentida a raíz del nacimiento pasó a ser el ar quetipo de un afecto de angustia que debía compartir los destinos de otros afectos. O se reproducía en situaciones análogas ii las originarias, como una forma de reacción inadecuada al lln, después de haber sido adecuado en la primera situación •Ir peligro, o el yo adquiría poder sobre este afecto y él mismo 10 ri'producía, se servía de él como alerta frente al peli gro , . . ».* < lomoquiera que sea, de esta tentativa de Freud por conci llar dos teorías, uno de los puntos esenciales, tam bién, para nuestra lectura de In h ib ic ió n , sínto m a y an gustia, es el recentram iento de toda la teoría de las neuI I n u k c e n t r a m ie n t o rosis en el complejo de castración to en i .a c a s t r a c i o n mado en el sentido estricto de castra ción genital. Sólo si uno toma distani la de este p unto de vista, In h ib ic ió n , síntom a y a n g u s tia poilela aparecer como una especie de dilución del psicoanálisis i ii loda una serie de experiencias arcaicas, en el m omento mis mo en que Freud, por otra parte, afirma más y más la centrali zad del problema de la castración y del falo en la economía libidinal. Volvamos, con Freud mismo, sobre la cuestión de Hans, pani ver cómo reinterpreta, en 1925, la cuestión de la fobia. A primera vista, todo parece simple en lo sucesivo. La pulsión, 11 las /m isiones, nos dice Freud —y poco im porta ahora cuáles—, ii* trate de la pulsión libidinal o de la agresiva, esté dirigida lutria el padre o hacia la madre (parece que este im po rta poco i's bastante grave); en resumen: todas las pulsiones sucumben en conjunto a la prohibición, prohibición que es vehiculizada por el complejo de castración. Así, del. lado de lo represor: el i omplejo de castración; y del lado de lo reprimido: el coi\junto ile las pulsiones que ese complejo no puede itir, por lo tan to, todos los componentes del Edipo. Así se unifican los casos, que parecen tan distintos, de Hans y del Hombre de los Lobos: »Y si a pesar de estas diferencias entre los dos casos, que llegan a estar casi en una relación de oposición, el resultado liual de la fobia es aproximadamente el mismo, la explicación ■le ello tiene que venirnos de otro lado; y nos viene de la seMunda conclusión a que arribamos en nuestra pequeña indaga• ion comparativa. Creemos conocer el motor de la represión en ambos casos, y vemos corroborado su papel por el curso que sihuíó el desarrollo de los dos niños. Es, en los dos, el mismo: 1111 S. Freud, Inhibición, síntoma y angustia, op. cit., pág. 151.
la angustia frente a una castración inm inente [lo que u n ifica la fo b ia y su sintom atolog ía, más allá de las diferencias pulsio nales considerables, fundam entales, es el hecho de que, en to dos los casos, lo represor está motivado, m ovido por la angus tia de castración]. Por angustia de castración resigna el pequeño Hans la agresión hacia el padre; su angustia de que el caballo lo muerda puede completarse, sin forzar las cosas: que el caba lio le arranque de un mordisco los genitales, lo castre. [¡Qué simplificación, por relación a todo el análisis del pequeño Hans!| Pero tam bién el pequeño ruso renuncia por angustia de castra ción al deseo de ser amado por el padre como objeto sexual, pues ha comprendido que una relación así tendría por premisa que él sacrificara sus genitales, a saber, lo que lo diferencia de la mujer. Ambas plasmaeiones del complejo de Edipo, la ñor mal, activa, así como la invertida, se estrellan, en efecto, con t.ra el complejo de castración».1211 En esta esquematización, en el caso del varón, el Edipo en su conjunto (todas las pulsiones del Edipo) sucumbe al comple jo de castración: «Y ahora, la inesperada conclusión: En ambos casos, el mo tor de la represión es la angustia frente a la castración; los con tenidos angustiantes —ser mordido por el caballo y ser devora do por el lobo— son sustitutos desfigurados del contenido ‘ ‘ser castrado por el padre” . [Y más adelante:] Pero el afecto-angustia de la fobia, que constituye la esencia de esta últim a, no pro viene del proceso represivo, de las investiduras libidinosas de las mociones reprimidas, sino de lo represor mismo; la angus tia de la zoofobia es la angustia de castración inm utada, vale decir, una angustia frente a un peligro real [lo que yo he tra ducido por: angustia-real], angustia frente a un peligro que ame naza efectivamente o es considerado real [estas últim as pala bras vienen evidentemente a volver a poner en tela de juicio toda la segunda teoría de la angustia. Pero Freud introduce allí una simple cláusula de estilo, en la medida en que siempre la castración fue situada por él en lo real, en la «percep ción»121]».122 Este recentramiento sobre el complejo de castración tiene aspectos fundam entalm ente positivos. Por ejemplo, el hecho de que toda dialéctica, incluso pregenital, sea en lo sucesivo 120 Ibid, . pág. 103. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche. 121 Cf. por ejemplo el articulo «Renegación», en J. Laplanche y J .-13. Pontalis, Vocabu/aire de la psychanalyse, París: PUF, 1967. 122 S. Freud, Inhibición, sintonía y angustia, op. cil., págs. 103-4. En tre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
retom ada en la retrospectiva del E dipo, tanto en la historia ilrl individuo como en la cura analítica. Así queda abierta la vi;i para una reinterpretación de las fases pregenitales en el ¡nítido, por ejemplo, de Melanie Klein. No estará prohibido en adelante hablar de un Edipo pregenital. Otro punto funda mental de este recentramiento: la pérdida deviene elemento de u n intercam bio, incluso de u n a promesa, a saber, promesa para la niña de obtener un hijo del padre, promesa para el vaitni de tener después una actividad fálica como el padre. Este i ijcentramiento significa que el complejo de castración será planteado en adelante como una condición a p r io r i que regla el intercambio interhum ano como intercambio de objetos se xuales; condición a p r io r i en que resultan indisociables el dei relio y la prohibición: el derecho al hijo —o el derecho al falo iidulto— es correlativo de una interdicción. Pero al lado de este recentramiento en el Edipo y en el com p le jo de castración, todo un aspecto de In h ib ic ió n , síntoma y a n g u s tia se presta a una interpretación que iría en el sentido de un verdadero aplanamieni' k r o to del freudismo y, como siempre, es11e d u c c i o n e s te aplanamiento es correlativo de un am enazantes olvido, de una represión de ciertos des cubrimientos importantes. Cito un paque me parece particularmente horrible si se lo considera romo un punto de llegada que vuelve caducas las etapas prei rdentes; y es desdichadamente así como lo entiende Freud: «Ya una vez he adscrito a la fobia el carácter de una pro yección, pues sustituye un peligro pulsional interior por un pe ligro de percepción exterior. Esto trae la ventaja de que uno puede protegerse del peligro exterior mediante la huida y la evitación de percibirlo, mientras que la huida no vale de nada frente al peligro interior. Mi puntualización [es aquí donde em pieza el horror] no era incorrecta, pero se quedaba en la super ficie. La exigencia pulsional no es un peligro en sí misma, muy por el contrario, lo es sólo porque conlleva un auténtico peli gro exterior, el de la castración».123 Aquí es claramente abandonada la idea de que la pulsión sen amenazante: sólo es amenazante porque conlleva ese «auténi Ico peligro exterior» (definición extraordinaria de la castración). En el caso de la fobia no tenemos entonces, en el fondo, más
pueda sustraerse de la angustia evitando el peligro o formando un síntoma concuerda bien con la concepción según la cual es ta angustia no sería más que un afecto-señal que no trae consi go ningún cambio en la situación económica. A la luz de nues tro estudio de Hans, veamos las reducciones que allí se operan. 1. La p u lsió n , en s í m ism a, no es peligrosa («muy por el contrario», dice Freud); es toda p o sitiv id ad . Como dirá Anna Freud en E l yo y los m ecanism os de defensa, la pulsión es com pletamente positiva; no busca más que una cosa, la satisfac ción. La pulsión sólo está marcada con el signo del peligro por su ligazón extrínseca con los peligros que puede desencadenar. 2. La castración es concebida como u n «■ verdadero peligro exterior», lo que importa olvidar muchos puntos esenciales (re cuerdo de nuevo estas evidencias): a. olvido de la fu tilid a d de. la castración como peligro ex terior; b. olvido del hecho de que la castración, de todas las sepa raciones que hemos enumerado, es el ún ico peligro que no si) h a realizado, o excepcionalmente; c. olvido del hecho, destacado con fuerza en Conferencias di’ in tro d ucción a l p sico an álisis, y que constituye un hecho do experiencia, de que el n iñ o descuida, precisamente, los p e li gros reales. No existen en él miedos adaptativos, motivados, utilitarios; bordea los abismos y m anipula los cuchillos, para gran susto de la persona que lo vigila. Suponiendo que la cas tración fuera verdaderamente un peligro real (como preten den hacérnoslo creer ahora), habría allí una buena razón para dudar de su influjo subjetivo, después de la demostración irre futable que Freud hizo, de esto que hemos dicho, en Conferen cias de in tro d u cc ión a l psicoanálisis-, d. olvido, por últim o, de la tesis que an cla el fan tasm a dv castración en algo que sobrepasa la experiencia in d iv id u a l; la hipótesis de los fantasmas originarios, que reconduce preci samente la secuencia escénica de la castración (y otras secuen cias tam bién) a un esquema general, independiente u organl zador por relación a los elementos empíricos que pueden ae tualizarlo. 3. Desde el punto de vista del síntom a: este es concebido, en el caso simple de la fobia, como su stitu ción de u n peligro exterior a otro peligro exterior: el caballo es el castrador, sus tituto del padre. Ahora bien, si uno se atiene a este «horrible» pasaje, olvida simplemente la tesis esencial de Freud, que no sólo es válida para el sueño, sino para toda formación del in
(onciente: la tesis del cum p lim ien to (le deseo. Tendríamos ahí mi síntom a que de ningún modo sería un cum plim iento de de seo, sino pura y simplemente la repetición, en una form a disI l azada y más aceptable, de lo prohibido. Esta tesis del cum pli miento de deseo, y su posterior eclipse momentáneo, no intro ducen sólo un debate teórico, sino una opción en el nivel de lu interpretación, puesto que tendremos dos vías de inte rpre tación a n a lític a m uy diferentes: a. la primera, que consiste en reducir u n m iedo (permane cemos en el caso de la fobia) mostrando su carácter anticuado, arcaico, inadecuado (según la expresión de Freud): tienes mie do al caballo, pero es miedo a tu padre; y después, en el nivel del padre, como decía tan bien el padre de Hans: «¿Por qué me tienes miedo, te he castigado alguna vez?»; vía de reduc ción, más que de interpretación; b. o bien interpretar, en el síntom a, lo que es prohibido, pero también lo que es deseo, es decir, llevar al sujeto a reasu mir más auténticam ente un deseo que ya está en la base de ln neurosis, como está en la base del sueño, del acto fallido 0 del chiste. 4. En lo que concierne a la angustia: es la tendencia a re ducir la angustia a un miedo; sin duda amplificado, desmesu1lulamente extendido, desplazado, pero, en fin, lo que Freud llama angustia-real. La angustia es desgajada del deseo; su as pecto profundo es negado y, como en el caso del síntoma, la Interpretación de la angustia no será más que su reducción a Iiih quimeras que parecen motivarla. Se olvida entonces allí lo que constituía el fo n d o —sin duda no explicitado, o explicitado de una manera mecanicista— de la p rim e ra teoría de la a n gustia: ese fondo era el lazo ín tim o de la a n g u stia y del deseo. Es cierto que esta segunda interpretación de la angus tia, en tanto es extrínseca, no es siempre resueltamente manicnida: a pocas páginas de este horrible pasaje, encontramos ol re» que enuncia más o menos lo contrario: a partir de Ferenc/.!, dice Freud (resumo y sólo cito en parte), podemos pensar que la castración es un peligro, ya que ella impide la reunión ron la madre e implica «quedar expuesto de nuevo, sin vali miento alguno, a una tensión displacentera de la necesidad (co mo sucedió a raíz del nacimiento)».124 Entonces, al lado de la IchIs que pretende que si la pulsión es peügrosa, es sólo porque conlleva el riesgo de castigo, tenemos esta tesis diam etralm en
te opuesta: la castración es peligrosa porque implica quedar librado al incremento pulsional. Sin retomar del todo por cuenln nuestra este mito ferencziano (que nos llevaría, por otra parte, demasiado lejos: al mito, precisamente), diría que, a pesar de todo, mis preferencias van hacia el se La a n g u s tia gundo térm ino de la alternativa, o ha NO ES EL MEDIO cia algo que le fuera afín, y que, en para u n todo caso, no redujera el peligro pul ENTRENAMIENTO sional al peligro del castigo a que ame naza exponernos: ¡la angustia es algn más que el medio para un entrenamiento! Para concluir, diré que es esencial la introducción del yo en la teoría de la angustia de In h ib ic ió n , sín to m a y angustio. Un retrabajo como este se imponía, que desembocara en la te sis de que el yo es el verdadero lu g a r de la an g ustia. Pero du ahí a decir que el yo sea el productor de la an g u stia hay un paso que yo no estoy dispuesto a dar; como tampoco lo estoy a proponer la distinción que Freud hace a veces entre una au gustia del ello y una angustia del yo, lo que me parece el para digma del sinsentido. He aquí por ejemplo un pasaje donde se enuncia esta tesis un tanto ligera: «El veto a esta concepción [la primera concepción de la an gustia] partió de la tendencia a hacer del yo el único almácigo de la angustia; era, por tanto, una de las consecuencias de la articulación del aparato anímico intentada en El yo y el ello. Para la concepción anterior era natural considerar a la libido de la moción pulsional reprimida como la fuente de la angus tia; de acuerdo con la nueva, en cambio, más bien debía de ser el yo el responsable de esa angustia. Por lo tanto: angustia yoica o angustia pulsional (del ello)».1-5 No veo que sea necesario, para introducir las concepciones tópicas, distinguir una angustia del yo y una angustia del ello. Diría más bien que toda angustia viene del ello y se produce en el yo. La angustia (para dar aquí algunas formulaciones apre suradas) sería entonces el yo librado a la pulsión, desbordado por ella, como el lactante —quien todavía no tiene yo, sino que es el yo— está librado al desbordamiento de energía interna. La angustia es entonces el yo librado al ataque interno o, me jor dicho, al ataque interno-externo; algo que se podría imagi nar como im plantado en su corteza, de lo que no puede huir, que mal que bien debe intentar asumir, y que es la pulsión.
En este sentido, la descripción de los ex istencialislas no ■ilá tan mal centrada, aun cuando debe ser enderezada: «AnMiisl ia de mi libertad» dicen ellos; nosotros diríamos: angustia de mi deseo; angustia, otra cara de mi deseo, como se habla de anverso y reverso de una misma hos in o e l r e s t o ja, de cara y ceca de una misma monein ic o n c il ia b l e da. La angustia sería el aspecto inconiti i d e s e o ciliable del deseo, de todo deseo y, en el mejor de los casos, el resto reducido >il mínimo, pero resto inconciliable, de este.
2. La angustia en la tópica
/ 4 de diciembre de 1971 ¿Enseñar a n á lis is en la U niversidad? No crean ustedes que, ¡tara los an alista s presentes en este UER, es esto algo que se da s in m ás p o r a d m itid o . Que sean fu n c io n a rio s de la E duca ción N acional, o que, en tanto an alistas practicantes, acepten hacerse cargo de algu nas horas en la U niversidad, p a ra cada uno la interrogación es punzante: ¿qué hacemos a q u í como a n a listas? ¿Q ué es h a b la r del. a n á lis is ? ¿No es ant.ianali.tico p a r ti c ip ar en la v u lg arizac ión , en la d e g e n e ración e n esta suerte
determ inadas experiencias que sólo pueden conseguirse soine tiéndase un o m ism o a u n a n á lis is No pretendo d is c u tir fro n talm e n te esta exigencia que supo ne que no se p o d ría entender nada del a n á lis is s i uno mismo no está en a n á lis is . E n su m asiv id ad , en su p rin c ip io , emitióne algo incuestionable: no hay co m unicación con u n a verdad del a n á lis is como no sea p o r u n a com un icación con la verdad de cada quien. S in embargo, a esta evidencia se jm ede oponer que, desde siem pre, los an alista s se d irig e n a no-analizados F reud se d ir ig ía a Fliess p a ra su p ro p io a n á lis is y se d irig ía a. sus prim eros discípulos. E n nuestros días, aquellos que re chazan horrorizados todo discurso universitario, si no hablan, p u b lican . ¿Es ello u n m al m enor, es p o r p uro deseo de adqui r ir renom bre aunque fu e ra sobre el fond o de u n m alentendi do? ¿No será m ás bien esto: que postulam os necesariamente que hay v irtu alm e n te u n a com unica Tonos s o m o s u n o s ción posible entre nosotros porque, vir •.r n -a n a l i s i s « tualm ente, hay com unicación posible de s í m ism o consigo, es decir, con su propio inconciente? E n este sentido, nosotros postulamos que todos estamos en análisis o que todos estaremos en análisis, ¡He a h í ese «reclutam iento» del cua l a veces nos h an habla do! Los psicoanalistas vienen a la U niversidad p a ra crearse u n mercado de reserva para, sus fu tu ro s a n á lis is didácticos (como los cap italistas se crean con el desempleo u n a m iaña de obra de reserva»). Concédanm e el crédito de creer que na es en ese e sp íritu corno lo fo rm u lo : nosotros somos todos (y me incluyo en este «nosotros») u n o s «que habremos de estar>en aun lis is («que habrem os» en el sentido del p a rtic ip io fu tu ro latino futurusj, unos «que estarán» en a n á lis is , a s í como unos «que habrem os estado» y «que h an estado» en a n álisis . Q u izá la u n i ca categoría que yo e x c lu iría es el hecho de estar actualm ente. Lo que quiero hacer o ír por m edio de estas categorías g ram a ticales de tiem po: el p a rtic ip io fu tu ro , el fu tu ro , el fu tu ro per fecto, el pretérito perfecto, es que la p o s ib ilid a d de com unica c ió n con no an alista s está fu n d a d a en las m ism as razones, en las mismas categorías que hacen que el análisis pueda llevarse a cabo. Es decir, que el a n á lis is siem pre se lleva a, cabo con no an alizad o s por d e fin ición , pero tam bién, a l m ism o tiem po, con unos «que h an estado» y unos «que h a b rán de estar• en a n álisis . Y esto no se fu n d a en u na co m un id ad abstracta 1 S. Freud, Nuevas conferencian de introducción al psicoanálisis, en OC, 22, 1079, p á g s. 64-5.
tic lus naturalezas h u m an as (com unidad a la cua l se ha recu11 ido m ucho antes del a n á lis is , p a ra fu n d a r toda comunica■huí), sino en ciertas estructuras temporales de la re lación de ti ti sí, categorías tem porales precisam ente a c tu alizad as por el In udism o. E num ero a lg u n a s :«repetición», «y a ahí», «aprési uii|>»; sobre todo esta■ú ltim a categoría del «apres-coup», que lum ia la p o s ib ilid a d m ism a de la cura, puesto que algo puede »cr n-i-laborado, a d q u ir ir sentido aprés-coup, reexistir, cobrar n rilad de otra m añera. Pero si u n aprés-coup de la cu ra es ¡muilile, lo que la fu rn ia es que hay otros aprés-coup que están i/ii ah í, en la existencia de cada uno. E n este sentido, lim itatln, ¡¡ero bien preciso, y s in dem agogia, todos ustedes son unos ■tinr h an estado» y que «habrán de estar» en an álisis . En cuanto al hecho de estar en análisis, de ir cierta c a n ti dad de veces por sem ana a tirarse sobre u n d iv án , yo d ir ía ipii' la exigencia fr e u d ia n a de estar en a n á lis is p a ra entender iiIi/o de u n discurso sobre el a n á lis is , si se la tom a como estiin ilación concreta, se vuelve directam ente contra s í m ism a y i m itra el a n á lis is . La exigencia de estar en a n á lis is surge por Inilas partes: p a ra ocupar u n puesto en u n dispensario, pa ra hacer psicoterapias, p a ra a s is tir a u n sem inario cerrado, ¿por ¡Inc no p a ra a s is tir a este curso? ¿Están ustedes en a n á lis is ? , is lá n en u n a «lista de espera», lo que casi es equivalente a c-ilar en a n á lis is ? ¿Con quién? ¿Es u n a n á lis is didáctico o no? •Tener en cuenta el an álisis» era, creo, el títu lo de u n a r tículo que, sobre sus propios térm inos, ,'T i .n k r f.n c u e n t a te n ía toda su verdad: se tratab a de teI I a n a i.is is ver en cuenta el a n á lis is en las cien1 1 .,(:(>ntabil!zarlo»? d a s hum anas. Pero yo retomo esa p a lab ra -cuenta» de otro modo: ¿qué ni u n ifica «co n tab ilizar» el psicoanálisis personal, en cualq uie r im sición o fic ia l que sea, en la in s titu c ió n que sea? ¿Q ué que m a decir c o n ta b iliza r el p sico an álisis personal, en el lím ite , cu un curso u n iv e rs ita rio ? Es sim plem ente im pensable (a u n que las cosas«im pensables» sean aquello en lo c ual empezamos siem pre a pensar); im pensable, si se quiere, en nom bre de la sacrosanta U niversidad laica, g ratuita, estatal, la cual, evi dentemente, no p o d ría n i siq uie ra entrar a considerar esta práctica p riv a d a , de sospechosos aires in iciátie o s, de relentes m ercantiles, m arcada por su parentesco y p o r su filia c ió n con la m edicina lib e ral. Pero poco nos im p orta esta repugnancia ilc la U niversidad hacia el a n á lis is personal. . . o m ás bien desearíam os que persistiera. Porque lo im pensable es que el a n á lis is p u d ie ra seguir siendo a n á lis is a p a r tir del m om ento
en que aceptara ser tcrrnado en cuenta, y no sólo por la Univer si dad, sino p o r c ualq uie r otro currícuk), cualq uie r sello, cual q u ie r reconocim iento o ficial, p siq u iátric o , psicolerapéuticu, de seguridad social, etc. E n cuanto a ser tom ado en cuenta en lo que llam am os «curricula an alítico » (en las sociedades arui líticas), sólo h a ré u n a consideración m u y breve p a ra subra y a r que este cu rríc u lo en las sociedades de a n á lis is está sorne tido a la m ism a prob le m ática: la in te g ració n o la no in te g ración de u n proceso que, p o r d e fin ición , tiene que ¡xir m anecer heterogéneo a toda in te g ración: m e refiero a l a n á li sis personal. Problem ática q uizás im posible, pero vivim os tiern pos de pasaje, de m utación, y hay que acomodarse a lo precaria. Hablar del análisis o de a n á lis is . Esto quiere decir (y hay que decirlo, hay que llegar a re e n u n ciar cosas de este tipo) que existen enunciados posibles en a n á lis is , que u n a cierta día cursivid ad , que ciertas cadenas de p a la b ra son lícitas, y no son inm e d iatam e nte captadas p o r el a n tia n á lis is , p o r la de fensa. Es claro que u no cree estar soñando cuando sopesa, por u n a parte, todo lo que puede escribirse sobre p sico an álisis en el m undo (cuántas p ala b ras p o r m in u to representa el caudal del discurso a n a lític o en el m undo) y, por o tra parte, cuando uno plantea esta problem ática de la sim ple posib ilid ad de enun ciados psicoanalíticos. P roblem ática que no deja de evocar la de Beckett. Pienso en el fam oso discurso de Lucky, en Esperan do a Godot: ese pobre hom brecito que deviene u n a suerte de m á q u in a electrónica descompuesta, g ira n d o en el va,cío, día curso patético hecho de fragm entos de frases repetitivas, des compuestas. S in decir m is razones p o r el m om ento —tengo tal vez alg u nas, m atizad as p or cierto—, postulo entonces que se puede ha b lar de a n á lis is . Pero agrego enseguida: analíticamente, para decir que q u iz á sólo se pueda h a b la r legítim am ente de a n á li sis esforzándose por hacerlo analíticam ente. Por supuesto, hay u n lu g a r donde hablam os an alíticam e n te de a n á lis is : es en el a n á lis is m ism o; a l menos, las veces en que fu n c io n a a n a lí ticamente, lo que no siem pre ocurre. Queda por saber si se pue de h ab lar an alíticam e n te ju e r a de la s itu a c ió n a n a lític a . Y a q u í llegam os a lo que ya no es u n postulado, sino u n a sim ple apuesta, u n a hipótesis p a ra probar, de la cu a l yo intentaba, el ú ltim o año, e num erar ciertos aspectos. . . 2
“ Cf. ¡rupra, págs. 30-1.
Paso ahora a evocar nuestro objeto de este año: P ulsión, nni/iistia, sociedad en la tópica subjetiva.3 ¿Cómo llegué a ello? En prim er lugar porque los años prece dentes intenté seguir durante cierto tiempo, por una parte a lu pulsión y, por otra, a la problemática de la angustia. La p u ls ió n (quiero decir la sexualidad, Pulsión . que para mí es la única pulsión de la angustia. cual verdaderamente el análisis habla); miciRDAD resumo con una frase un proceso in. i min d e s i t u a r l a s ? menso: su movimiento de descualificación y de recualificación por relación al Instinto. La a n g u s tia ; el año pasado seguimos, con Hans, un lllnerario preciso, buscando desintrincar la angustia de toda mnnotación adaptativa: la misma que Freud, no obstante, reinI indujo tardíamente (In h ib ic ió n , síntom a, y an g ustia) con la noción de peligro. Sin embargo, además del par pulsión-angustia, hay otro que podemos resumir con los términos pulsión-sociedad, capaz de lineemos las veces de aguyón, en lodos los sentidos en que un utfiqjón irrita: quiero decir que esta oposición pulsión-sociedad i-« verdaderamente, en todos los sentidos del térm ino, irritan te. oposición que florece en toda adaptación popular del psinmnálisis, o en su adopción por cierta corriente revolucionaMii, por ejemplo en Marcuse; oposición que desde luego, como muchas otras ideas, fue sugerida por Freud, pero ello no basta para que no tengamos que interrogarla. Cuando esta oposición i"t formulada no ya como pulsión-sociedad, sino como instinto•.ni ¡edad (porque se llega rápidamente a ello), nos sentimos más cómodos: todo está claro. Todo está claro para Marcuse, pero yo opino que, en ese momento, hemos dejado de lado al psi<•«análisis mismo. Naturaleza y cultura, individuo biológico y obligación social: he aquí una polaridad, un conflicto en el que cada quien, según su voluntad, ubica en tal columna (la izquier da o la derecha) lo positivo o lo negativo de sus opciones mora le s y políticas: según piense que hay que liberar al instinto de las obligaciones sociales o, por el contrario, que es su ser social |n que hace hombre al hombre. Ubicar en una colum na pul sión, y sociedad en la otra, ¿no sería situarlas a uno y otro lado d e una raya vertical que las separara y constituyera una barre ta? Así, entonces, esta oposición pulsión-sociedad me ha con ducido a la exigencia problemática siguiente: antes de disertar nin fin sobre «quién daña a quién», quién está en posición de 11 Era el título anunciado para este curso.
legítima defensa, quién ha atacado a quién, quién reivindica su territorio originario, cuál es nuestra naturaleza buena, quién fue reprimido, quién fue «sobrerreprimido» (como se dice). . . antes de disertar sin fin de esta manera, en mi opinión perfec tamente estéril, quizás habría que tratar de situar dónde están los protagonistas y aun ver si es tan fácil situarlos. Situar a los protagonistas es, entre otras cosas, la función de una tópica. P ulsión y sociedad, ¿cóm o s itu a rla s en. la tópica? Tal vez no se encuentren del lado que se imagina, la pulsión en el inte rior, la sociedad en el exterior, viniendo la una a comprimir a la otra; no se trata tal vez de ello: en todo caso, nada lo prue ba. En cuanto a la angustia, creo que nos servirá de piedra de toque para este problema, como el mejor detector imaginable de la posición tópica de tal o cual elemento. Entiendo por "tó pica», desde luego, esa tópica del sujeto, tal como Freud inten tó graficarla, esquematizarla. Se trata entonces de reflexionar ya sobre la noción de tópica: sobre lo que pueden ser las tópi cas o sobre lo que pueden no ser (no todo es tópica y no basta con que existan distinciones para que haya tópica); a esto, en tonces, los invitaré la próxima vez.
11 de enero de 1972 ¿Qué es una tópica? Evidentemente, es hablar de los «topoi», del «topos», es decir, de un lugar, de varios lugares y de sus relaciones entre sí; tópica es una teoría de los lugares. Sin pretender hacer una recapitulación histórica, podemos recor dar que con Aristóteles esos lugares son simplemente rúbricas, categorías, instrumentos de clasificación: rúbricas, en primer lugar, de la retórica, de la cual son extraídas las premisas de los razonamientos; de ahí el término, que nos ha quedado en nuestro lenguaje: «lugares comunes», que se sitúan entre otros en esos lugares aristotélicos. Con K ant es más o menos lo mis mo: la tópica consiste en reconducir correctamente nuestros conceptos a las diferentes facultades en que tienen su origen. Es la gran distinción entre sensibilidad y entendim iento. La tó pica trascendental es un camino para reconducir aquello de que se trata a una u otra de esas dos grandes facultades. De todos modos, en Kant o Aristóteles, se trata de una tópica, a lo su mo, de sesgo discriminativo. No es seguro que esto nos sirva de mucho para hablar de tópica psicoanalítica.
Con F reud (tenemos diversos textos), el origen de la tópica es evidente: es m i a t ó p ic a el interés por la teoría de las localizai k i '.u u i a n a ciones cerebrales; por lo tanto, algo que se distingue de la tópica de los filósofos. Es un interés realista, fundado en una práctica, ejer cida durante largo tiempo por Freud, de la disección, de la in vestigación an atóm ic a, en particular sobre la neurona (de la cual estuvo a punto de hacer y publicar el descubrimiento anles de aquellos a quienes les sería atribuido). Y después, en 1891, la publicación del trabajo sobre la afasia, que es también un trabajo de precursor: después de haberles dedicado tanto interés, de manera minuciosa, Freud critica la teoría de las lo calizaciones cerebrales en lo que concierne al problema cru cial, el de la afasia. Las localizaciones cerebrales, dice avanl l
primario y secundario). Son simplemente dos conciencias que pueden remplazarse la una a la otra; en suma: una estructura que se puede invertir, sin más. La experiencia de la psicoterapia de la histeria lleva a una concepción m uy diferente; en este sentido podemos mencio nar la dureza de la labor de la psicoterapia y del análisis, la dificultad de alcanzar este inconciente, la tenacidad de la re sistencia que el inconciente opone a la investigación analítica —tanto a la investigación del analista como a la del paciente, que se pretende y se cree de buena voluntad—. Resistencia que se puede explicar y dibujar recurriendo al modelo de una orga nización del psiquisrno en estratos. Existe una verdadera n a turaleza del psiquisrno que impone las vías que permiten pa sar de un nivel a otro, no se puede progresar de cualquier mo do, sólo se puede acceder ahí respetándolas, salvo si se fuerza completamente el mecanismo en su cotqunto, como en el caso de la hipnosis; por otra parte, en la hipnosis no está dicho que no se lo alcance de una manera mucho menos libre de lo que creían los hipnotizadores. Estoy haciendo aquí referencia al ca pítulo de Estudios sobre la h iste ria que se intitula «Psicotera pia de la histeria» y que fue redactado por Freud solo.'1Lo que Freud llama «materiales patógenos» —es decir, al cabo, el con tenido del inconciente, los recuerdos, las «huellas mnémicas»— están organizados como capas concéntricas en torno de un nú cleo (suerte de cebolla que tendría que pelar el psicoanalista); núcleo que es el centro, el lugar de máxima resistencia y que es ta l vez fin a lm e n te inaccesible,5
Lo importante no es tanto lo que hay en ese núcleo porque finalm ente sólo se suministran de él aproximaciones, sino que para llegar a él hay que atravesar cierta cantidad de capas que
4 En OC, 2, 1980, págs. 263-309. 5 En sus trabajos sobre el sueño, Freud habla de un «ombligo», lo que hace pensar en algo negativo, algo donde no habría nada, mientras que «núcleo» sugiere que hay alguna cosa, en sentido realista.
.i* escalonan según un «gradiente» de resistencia cada vez más importante según nos aproximamos al centro, siendo menor la resistencia en la periferia. Hay igualmente un segundo modo de organización, que hace que esos recuerdos estén organiza dos por temas. Por último, esos recuerdos están tam bién orga nizados cronológicamente: podemos considerarlos verdaderos legajos. Para llegar a ellos, lejos de pensar que se pueda hacer lo siguiendo una flecha directa, hay por el contrario que proceder de manera extremadamente indirecta, por vías que pueden ser descritas como «zigzags». Al pasar de una capa a otra hay que explorar primero una gran parte de cada capa antes de avanzar hasta el nivel siguiente; la investigación es, ilice Freud, como una suerte de aguja (una vez más una melafora de sesgo anatóm ico o quirúrgico) que se insertara enire las diferentes capas de los diferentes niveles. Piensen en músculos y en tejidos escalonados y en el trabajo del cirujano ipie quisiera disecar s in cortar. La tópica aquí es al mismo tiem po la sede de una concepción dinám ica puesto que se estratifi ca en función de fuerzas de resistencia y que esas fuerzas no pueden ser bien descritas más que en el seno de un modelo espacial. Nueva etapa de la tópica: el «Proyecto de psicología»,f) de 1895, y las cartas 39 y 52 (muy poco posteriores al «Proyecto»), Este «Proyecto de psicología» tiene el aspecto de ser un escrito directamente neurológico. Se trata de neurona, de cantidad de excitación, de cantidad de influjo nervioso. Por relación a lo que se podría llamar un progreso —el de la afasia, en primer lugar, que niega las localizaciones en sentido estricto, el de Es tudios sobre la h is te ria , que presenta un modelo puramente psíquico—, se trataría, dicen muchos autores y creen muchos lectores, de una últim a tentativa de sesgar el naciente psico análisis hacia una forma cientificista, anatomofisiológica. Ha bría allí una tópica, pero en el sentido de las localizaciones y de las localizaciones cerebrales, de las que Freud había ya mosi rado precisamente que eran insuficientes, ya que se imponía «hablar en función», y no buscar la localización de cada recuer do en una neurona precisa. Habría allí una curiosa regresión, un retorno a lo que ya había sido desterrado en el trabajo so bre la afasia. Pero más que de una curiosa regresión (o de un curioso olvido) de Freud, creo que se trata sobre todo de una curiosa interpretación de sus historiadores: la que encont.ra" S. Freud, Lti itaissance
mos en el prefacio de A us den A ufányen der psychoanalyse (prefacio escrito por Kris, que, contra viento y marea, se sigue tomando como autoridad y referencia) y en un autor como Ricoeur. Ahora bien, si se mira más de cerca, uno se da cuenta de que la neurología de este «Proyecto de psicología» es estric tamente antifisiológica. No es la oportunidad, este año, para desarrollarlo, pero a cada paso advertimos que se trata fie algo que no esfis io lo g ía , aunque se trate a l m ism o tiem po del cuer po. Hay ahí como una inversión de perspectiva. Las palabras son idénticas a las que emplean los neurofisiólogos más locali zadores, pero son las mismas palabras que quieren decir a la vez lo mismo y, metafóricamente, otra cosa; se traía de una suerte de fisiología fantasmática. Inm ediatamente después de este «Proyecto» de 1895, tene mos la carta 3 9 y, sobre todo, la 5 2 . 7 Esta es una de las car tas más importantes, quizá la más importante, digamos una de las más apasionantes de toda esta compilación epistolar. En contramos allí la noción de que los lugares son sistemas de ins cripción (mencionados en un esquema, por medio de crucecitas), que corresponden al mismo tiempo a fijaciones tempora les; está presente, entonces, la noción de una cierta génesis, aun cuando el térm ino «psicología genética» no convenga de masiado. Estas fijaciones que se escalonan en el tiempo corres ponden tam bién a tipos de asociación diferentes: los diferen tes lugares del sistema se caracterizan uno por la contigüidad, otro por la semejanza, etc., y corresponden a modos de funcio nam iento diferentes, que son abiertamente comparados a los modos de funcionam iento de una lengua. Es decir que cada uno de los lugares que se constituye sucesivamente en el tiem po para formar el aparato psiquico correspondería a un idioma diferente, de modo que el pasaje de uno a otro, y la evolución temporal del sujeto, y después, a la inversa, los problemas que este pueda encontrar cuando hay que dar con una fase pasa da, estos problemas son problemas de traducción o de trascrip ción (el térm ino es U m schrift, que quiere decir muy exacta mente trascripción, en tanto que las inscripciones o fijaciones son llamadas N iederschriften). Hay depósito, inscripción, pero para pasar de un lugar a otro hay una suerte de traducción, y es eso lo que constituye la resistencia a que acabamos de re ferirnos a raíz de Estudios sobre la h is te ria , que se oponía al pasaje de una capa a otra, resistencia comparable —desde lue go que no idéntica— a aquella que se puede encontrar para 7 Ibid. , págs. 125-9 y págs. 153-60. [En OC, 1, págs. 437-40 y 274-80.)
t raducir un mismo texto de un idioma a otro (y sabemos que el mejor traductor no lo consigue nunca sin pérdidas). A estos sistemas, a estos lugares, a estos modos de inscripción los encontra d a in t e r p r e t a c ió n mos en lo que constituye el ejemplo de los su eñ o s» principal de una tópica, en el cual me voy a detener ahora: el capítulo VII de La interpretación de los sueños. Hay entonces otros seis capítulos anteriores que represen tan por supuesto lo esencial del aporte c lín ico y metodológico de este trabajo m onum ental, aporte que consiste en demostrar que el sueño tiene un sentido, cuál es el sentido del sueño, có mo ese sentido resulta deformado, hecho irreconocible: cuáles son los medios, las vías de su deformación e, inversamente, cuáles son las vías de la interpretación, entendiendo que la in terpretación debe seguir el trayecto inverso de la deformación, un trabajo que debe deshacer otro trabajo. El capítulo VII se intitula «Psicología de los procesos oníricos* (psicología tiene aquí el sentido de una psicología general y teórica, exactamen te lo que Freud pronto va a llamar «metapsicología»). Y en el caso del sueño se trata, para Freud, de explicar en particular la Jb rm a de pensam iento del sueño y. más precisamente, su forma a lu c in a to ria . Freud parte de un sueño (habría podido partir de otro entre los cientos de sueños que se refieren en esta obra) de un padre que vela a su hyo muerto, lo ve vivo durante el sueño y, finalm ente, despierta porque se produce 1111 incidente en la realidad en ese momento, un incendio que comienza. Poco importa: el sentido del sueño, dice Freud, es claro; el deseo que lo subtiende es evidente, se trata del deseo de prolongar todavía un instante la vida de este niño, de verlo vivo, en momentos en que urge despertarse. Aceptemos que sea ese, al menos, uno de los deseos que subtienden al sueño. En todo caso el problema consiste en saber por qué todo esto; lo que es un pensamiento y puede traducirse en palabras no es pensado como tal, sino realmente alucinado, visualizado, en el sueño. Problema entonces de psicología general, de psicolo gía bien abstracta, diríamos casi de psicofisiología. Y entiendo 11ne fácilm ente se nos podría objetar: poco nos importa la for ma, y saber si tal formación es visualizada, si tal otra no lo es. En nuestra relación con el prójimo —un prójimo que es un pa ciente, alguien que viene a pedir auxilio bajo cualquier forma de consulta o de psicoterapia—, lo esencial es el contenido; el sueño, de todos modos, se sitúa en un diálogo, y el problema M o d e l o t o p ic o d e
asaz abstracto de la alucinación no nos interesa demasiado. Sin embargo, Freud se interesa directamente en esta cuestión «olí jetivante» puesto que se pregunta, como si se tratara de un oh jeto de una ciencia natural, por qué este individuo función» en ese momento según el modo de la alucinación. Al mismo tiempo, en páginas contiguas a aquellas en que esta tópica vn a ser descrita, se plantea otra cuestión tan intempestiva como esta y que quizá no carezca de relación con la primera: el su»1 ño es un modo de pensamiento, digamos en el sentido más vum to, en el mismo sentido en el cual lo toma Aristóteles, quien dice que el sueño es el modo de pensamiento propio del dur miente, lo que después de todo no es más que un aserto caa! tautológico. Pero, ¿por qué regularmente, tras las interpreta ciones hechas por Freud y su trabajo de investigación, este pon samiento es u n deseo? El sueño es W unscherfüllung, es decir, cum plim iento, colmamiento (.E rfü llu n g ) de deseo. Entonce* nos dicen: Freud descubrió que el sueño tiene u n sentido, pero muchos otros antes que él lo habían ya presentido y expresa do; desde la Antigüedad se interpretan los sueños. Se pensaba, por ejemplo, que tenían un sentido de advertencia; la adver tencia es una form a de pensamiento como cualquier otra, co mo el temor, el razonamiento, el arrepentimiento, el remordí miento, etc. Ahora bien, Freud no dice sólo que el sueño tiene un sentido (desde luego, viene a sistematizar esta idea y a mos trar cómo descubrir ese sentido por medio de un trabajo coor dinado), sino, más aún, que este sentido es siempre un W unsch, un deseo; y Freud lo plantea con una obstinación correlativa, se podría decir, de aquella con la cual m antiene el postulado del inconciente. Insisto en el valor que una investigación así, la investiga ción de los deseos, conserva para nosotros en clínica, donde con demasiada frecuencia se olvida, cuando se interpreta un sueño, que debemos buscar precisamente el deseo que lo sub tiende y no cualquier otra forma de pensamiento, que desde luego puede tam bién encontrarse en él. Los simulacros de in terpretación, o las interpretaciones intermediarias que pode mos encontrar en la vía de la interpretación de un sueño, sólo adquieren un sentido y, finalmente, sólo caen derrotados, cuan do uno se atiene firmemente a descubrir el deseo. Así, dos puntos interesan a Freud en este últim o capítulo: una cuestión de contenido y una cuestión de forma. Cuestión de contenido: el sueño es siempre cumplimiento de deseo. Cues tión de forma: el sueño cobra una forma alucinatoria. ¿Por qué? Hay aquí dos ideas freudianas demasiado olvidadas, si nos li
tullamos a la impresión harto general de que el sueño, como lodo fenómeno psíquico, tiene un sentido y debemos estar áten los para comprenderlo. Ahora bien, en particular para tener ■•n cuenta estos dos caracteres propone Freud su modelo lla mado «tópico», el primero que publica tras los diferentes esbo zos de los textos que he mencionado precedentemente. Freud construye este modelo ante nosotros, Una c o n s t r u c c ió n puesto que da tres versiones sucesivas p r o g r e s iv a con el objeto de precisarlo.8 Este mo delo es dibujado en primer lugar así: P
M
Imagínense esas cubetas en forma de paralelepípedo que uti lizan los radiólogos para remojar sus radiografías. Las líneas deben ser consideradas como planos, como sistemas de imáge nes, exactamente como lo son las radiografías. Por lo tanto, un continente y un contenido: el continente incluye u n a extrem i dad de percepción P y u n a extremidad, de acción m uscular M, lo que supone que se trata del modelo de un organismo que funciona según un esquema muy trivial y conocido: entre la percepción y la acción o efectuación. La extremidad P se ca racteriza como desprovista de toda memoria. En efecto, si la percepción tuviera una memoria, si conservara recuerdos du rante más de algunas fracciones de segundo, rápidamente que daría atorada y precisamente no podría hacer más ese papel que consiste en poder recibir sin cesar nuevas impresiones. Comoquiera que fuere, notemos que esta cubeta se asemeja a un «cuerpo», y que está orientada: la gran flecha dibujada por Freud indica el sentido normal de la trasmisión. Esa cubeta podría hacernos pensar en la «caja negra» de los conductistas, entendiendo por tal que sabemos lo que entra en el cuerpo y lo que sale, pero que es inútil «hacer hipótesis» so bre lo que pasa entre los extremos. . . si no fuera porque a Freud le interesa, precisamente, su contenido. M S. Freud, La interpretación de tus sueños, en OC, 4 y 5, 1979, págs.
r.:n, 532, 534.
Ahora bien, este es más propiamente psíquico, menos físi co; y no es una de las paradojas menores de ese modelo, y de todos los modelos tópicos freudianos, esta de poner en u n m is m o p la n o , en un mismo dibujo,9 cosas que aparentemente tie nen lugares lógicos u ontológicos totalm ente heterogéneos: un recuerdo, un deseo, una idea, y luego una neurona, un m úscu lo, un ojo. . . El contenido, en todo caso, se reparte según lugares psíqui cos. Freud invoca la fórm ula de Fechner, que tuvo sobre él una especie de impacto revelador: El escenario de los sueños es otro que el de la v id a de representaciones de la v ig ilia .. 10 Nos ve mos llevados tam bién a preguntarnos si esos lugares psíquicos corresponden a lugares anatómicos. La respuesta no está cla ra; primero es «no», y después «sí» o, en todo caso, «quizá»; hay una cierta relación con la anatom ía. El mejor término de com paración, nos dice Freud, es un aparato óptico. Sucediéndose esos lugares los unos a los otros (son las ra diografías que se remojan en la cubeta y de las que vemos aquí simplemente el corte), hay que imaginar que constituyen una suerte de aparato comparable a un aparato óptico con una se rie de pequeñas lentes que trasmiten y focalizan las imágenes. Pero si comparáramos los lugares del aparato psíquico con las pequeñas lentes del aparato óptico cometeríamos un grave error; los lugares psíquicos son más bien lo que se encuentra entre las lentes. M
Por lo tanto, lugares puram ente virtuales donde se forman imágenes en un esquema general de telescopio o de microsco pio. Vemos que no se ha prescindido ni del cuerpo ni de la ana!l En una misma «tabla do disección», según la intuición surrealista. En el manuscrito G de U i naissance de la psychanalyse [en OC, 1, págs. 239-46], encontramos uno de esos esquemas complejos, en este caso sobre las vías de la melancolía: a Freud no le arredra yuxtaponer, sobre una mis ma hoja de papel, elementos tan heterogéneos como -limite somatopsíquico», «neurona», «límite del yo», «objeto sexual», «mundo exterior», «sensación». 1(1 S. Freud, La interpretación de los sueños, op. vil., pág. 529.
tomía, ni siquiera de una cierta teoría de la localización: el cuer po interviene, puesto que es la cubeta; e intervendría también de otro modo, puesto que tendríamos que dibujarlo como aquello que permite a esos lugares psí«Lu g a r e s » quitos constituirse. Esos lugares psíheterogeneos quitos son exteriores los unos a los otros; y si lo son, es porque están es pecializados los unos por relación a los otros. Aquí la referen cia a la carta 52 es esencial: esas placas radiológicas o engrarnáticas están especializadas, según el lipo de ligazón interna que allí predomine, es decir que en cada uno de esos lugares, en cada una de esas placas, las asociaciones funcionan de mo do diferente. Después de haber dibujado ese esquema de manera muy ge neral, Freud va a rellenarlo más concretamente, en función de lo que la teoría del sueño le enseñó: «Lo que hasta aquí hemos supuesto acerca de la composi ción del aparato psíquico en el extremo sensorial se obtuvo sin referencia al sueño ni a los esclarecimientos psicológicos que de él pueden derivarse. Ahora, para el conocimiento de otra pieza del aparato, el sueño nos servirá como fuente de prueba. Hemos visto que nos resultaba imposible explicar la formación del sueño si no osábamos suponer la existencia de dos instan cias psíquicas [instancias o sistemas, no otra cosa son esos lu gares], una de las cuales sometía la actividad de la otra a una crítica cuya consecuencia era la exclusión de su devenirconciente. »La instancia criticadora, según inferimos, mantiene con la conciencia relaciones más estrechas que la criticada. Se sitúa entre esta últim a y la conciencia como una pantalla [Sc/íirra]. Además, encontramos asideros para identificar la instancia cri ticadora con lo que guía nuestra vida de vigilia y decide sobre nuestro obrar conciente, voluntario [por lo tanto, estamos en el extremo acción, efectuación, y es lo m ás cerca de la pared, hasta confundirse con ella, donde se encuentra la últim a ins tancia, una instancia psíquica, el Prcc, que coincide a partir de ese momento, con la pared de la cubeta somática]».12 Finalmente el modelo se resume, por el momento, en dos «lugares»: la in stan cia preconciente o criticad o ra, el sistema 11 Para continuar con mi interpretación radiológica: una placa sería sensible al color (o a un color), otra a las líneas directrices, otra a los con tornos, a las intensidades luminosas, a los ejes de fuerza, etc. 12 S. Freud, La interpretación de los sueños, op. cit., págs. 533-4. En tre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
I'rcc, que com anda las puertas de la m otilidad (precisamente, en el sueño, la motilidad está fuera de juego, lo que explica la formación del sueño); y la otra instancia, situada antes y que es contigua a la primera, es decir, toda una serie de siste mas mnémicos que son la in s ta n c ia , esta vez, critic a d a , es de cir, el Inconciente.
Entre el Inconciente y el Preconciente hay barreras, una o más «censuras» que podríamos comparar exactament e con una especie de válvulas, es decir, que esas barreras normalmente funcionan en un solo sentido y no en ambos. La válvula se opone al pasaje hacia la derecha, pero no impide necesariamente el pasaje de la derecha hacia Ja izquierda. Son además válvulas selectivas, quiero decir que esta censura termina, sin embar go, por dejar pasar algo. Resumo: tenemos entonces lugares exteriores unos a otros; lugares heterogéneos por sus leyes internas y por sus funcio nes: a cada tipo de función corresponde su lugar; finalm ente y sobre todo, lugares ordenados en cierta secuencia de itinera rio, puesto que toda esta cubeta está afectada por una flecha que indica norm alm ente determinado sentido obligatorio o, al menos, privilegiado. Sin embargo, esta cuestión de orientación es más compleja. Seguramente, esta m áquina tiene un modo de empleo, la flecha indica en ella el sentido normal de utiliza ción, tal vez incluso el único sentido posible cuando se ti nta del cuerpo y de neuronas. Pero el sistema puede funcionar tam bién al revés en un sentido que Freud llama «regrediente». Y he aquí la significación primera, fundam ental, del térm ino «re gresión», que encontramos por primera vez en este texto don de, por otra parte, Freud distingue diferentes tipos de regre siones. Lo esencial de la regresión es, en primer lugar, que se trata de un fenómeno tópico, un fenómeno que sólo puede com prenderse en un dominio espacializaUn r e c o r r i d o do. La regresión supone que la censuen z ig z a g ra, que los umbrales de censura, la per meabilidad de esas barreras o esas vál vulas, pueda descender de suerte que el aparato pueda funcio
nar de otra manera: y no sólo de otra manera, sino en una es pecie de trayecto muy complejo, en «zig-zag acodillado varias veces» dice Freud {m ehrfalls geknickter V erlauf), exactamen te como estaba acodillado varias veces el trayecto de la invesI igación en el modelo de los Estudios sobre la h iste ria. Les pro pongo un esquema que no fue dibujado por Freud, pero que ilustra exactamente lo que él describe en este trayecto de la formación del sueño: P
P.
5
En la formación del sueño tenemos los pensamientos de la víspera (1), las preocupaciones, razonamientos, que constitu yen la mayoría de las veces el punto de partida del sueño. Es tos pensamientos y preocupaciones de la víspera, que subsis ten y siguen funcionando mientras se duerme, no bastarían en modo alguno para producir un sueño si no fueran a buscar algo con lo que están en relación asociativa y que se sitúa en el n i vel del inconciente (2). Seguimos entonces un recorrido regrediente: los restos diurnos van a buscar los pensamientos incon cientes y es allí donde se sitúa el aporte energético, lo esencial del deseo del sueño. Estos pensamientos inconcientes bien qui sieran, nos dice Freud, abrirse camino hacia la conciencia y la motilidad (3), pero durante el sueño la motilidad está, por definición, fuera de circuito. No hay salida posible, a menos de despertarse; y precisamente el sueño está allí para conser var el dormir y el reposo del cuerpo. No tropieza siquiera con un barrera, sino con una suerte de inactivación de este extre mo (3). De donde nuevo recodo, un reenvío hacia la extremidad perceptiva (4). Es por este movimiento profundam ente regrediente, regresivo, como resulta activada la percepción, y es es to lo que puede explicar el carácter alucinatorio del sueño. Después, una vez reactivadas ciertas percepciones, ciertas im á
genes particularmente vivas (imágenes en general visuales), te nemos todavía un retorno hacia el lado de lo más conciente y más racional (5), que podemos llamar, con Freud, «elabora ción secundaria». A partir de algunas imágenes probablemente muy dispersas (los elementos visuales son quizá m ucho más es porádicos de lo que nos imaginamos cuando narramos después el sueño: hay más bien, como especies de flashes muy aisla dos), se produce todavía un últim o trabajo, la «elaboración se cundaria», que hace de todo esto una suerte de novela más o menos coherente, que somos capaces de contar. Se pretende que el espíritu humano, para clasificar sus ideas, debe necesariamente recurrir a un imaginario espacial. Distin guir simplemente lugares —en el sentido de Aristóteles— no es tal vez mucho más que proponer una imagen espacial para figurar las categorías. Ahora bien, hablar de orientación, de un itinerario que tom a sentidos obligatorios es ir mucho más allá de una representación fácil para adentrarse en una topo logía en el sentido en que la entienden los matemáticos. Hay allí algo más que un esquema físico, espacial; hay incluso más que un esquema espacial orientado. Lo esencial en este esque ma no es ni la forma de la cubeta, ni siquiera el hecho de que haya una flecha: es que haya allí cierta cantidad de sucesiones ordenadas.
Lo esencial del esquema es que para ir de B a D, no se pue de más que pasar sea por C, sea por A.
18 de enero de 1972
Lo
QUE IMPLICA
UNA TOPICA
Sigamos hoy preguntándonos qué es una tópica a fin de poder situar en ella lo que se juega en el conflicto psíqui co, tal como lo describe el psicoanálisis.
1. Una tópica: son ante todo, en primer análisis, unos lu gares, que suponen una exterioridad unos por relación a los otros. Lo que implica una verdadera espacialidad, espacialidad a la cual Freud se atiene desde sus primeros estudios anatóm i cos; después, con su «Proyecto de psicología», de 1895, y que no abandona: hasta el final de su obra insistirá en ella. Enconi ramos aún, como una de las hipótesis fundamentales de su últim a obra, Esquem a del p sico an álisis, que el aparato psíqui co tiene una «extensión espacial» (A usdehnung). Hay tam bién esta nota, no publicada en vida de Freud: «La espacialidad acaso sea la proyección del carácter exten so del aparato psíquico».13 En otros términos, habría una suerte de espacialidad fu n damental, trascendental, que no sería la de las cosas, sino la de las partes del aparato psíquico. La espacialidad externa sólo sería el derivado segundo de aquella, su «proyección». 2. ¿Para qué sirve esta extensión del aparato, este carácter partes extra-partes? Sirve, en primer lugar, para una especializa c ió n , porque cada parte tiene un modo de funcionam iento diferente de la otra y porque, por definición, ninguna función puede cohabitar con otra. Es la hipótesis que Freud atribuye a su primer asociado en metapsicología, Breuer. ,“1. Esta tópica implica un oí den de recorridos. O, más exac tamente, no se puede definir un orden de recorridos sin una referencia espacial sobre la cual se pueda precisamente retra sar este orden. Orden de recorridos; ello puede querer decir dos cosas: en primer lugar, que hay un sentido n o rm al, im puesto, de funcionam iento del aparato (lo hemos visto en el esquema de la T raum deutung), sentido normal que permite evi dentemente hablar de sentido regrediente; sentido normal que uo es únicamente un sentido de funcionamiento, sino que, de igual manera, es atribuido a una progresión o a una evolución genética. Pero, y creo que es lo más im portante, la idea de un orden de recorrido implica sobre todo la de una ordenación de sucesiones, que sólo es representable precisamente en el es pacio y que evoca esa parte de la m atem ática que se llama to pología. Implica una teoría del orden de los lugares en un espa cio cuya forma, por sí misma, no tiene importancia. Cuales quiera que sean las deformaciones que se haga sufrir a este espacio, si las continuidades no son quebradas, el orden segui rá siendo el mismo. Imaginen que esta figura sea arrugada, ex tendida, deformada en todos los sentidos: el orden de la suce1:1 En OC, 23, 1980, pág. 302.
sión será siempre recorrido de la misma manera (veremos en un m omento que, precisamente, Freud evocó esta posibilidad para su modelo). 4. Esta tópica implica la existencia, entre esos lugares, de barreras que hacen más o menos difícil, hasta imposible, el pa saje de uno al otro. Es esto lo que llamamos el punto de vista dinám ico —cuando tomamos en consideración las fuerzas—, o el punto de vista económico —cuando tomamos en considera ción las cantidades de energía—. Dificultad más o menos gran de de pasaje: clínicamente, sabemos que este modelo responde a fenómenos tales como los de la censura, la resistencia, la de fensa, la represión, etc. Dificultad para hacer resurgir tal o cual material; es esta la hipótesis de Estudios sobre la h iste ria y de ese pequeño esquema tópico que representa un núcleo y, alrededor de él, diferentes capas de archivos, de recuerdos. Freud ofrece dos tipos de explicación para estas barreras, para estas resistencias. Emplea dos suertes de metáforas para dar razón de ellas. E n ciertos casos se trata precisamente de la exis tencia de fu e rzas de in ve stim ie n to, de cargas que, de una y otra parte de esta línea teórica, se oponen al pasaje o dejan filtrar más o menos algo si lo que llega es más fuerte que lo que se le opone:
Todo un juego dinám ico o económico que no está lejos de la imagen directamente antropomórfica, en el sentido en que podemos imaginar que esta fuerza es ejercida por un pequeño personaje interno, en este caso el del censor. De manera me nos antropomórfica, supongamos algo del género carga eléctri ca o carga magnética, fuerza de atracción o de repulsión, como puede ejercerse en el límite de cierto campo. Y después tenemos aún metáforas, que son de un orden to talmente distinto, y que implican como una suerte de resisten cia propia al pasaje de un medio a otro. Por ejemplo, en óptica se explica la desviación de un rayo luminoso por el hecho de que, de un medio a otro, se tiene un índice de refracción dife rente, y una ley relaciona precisamente el fenómeno de refrac ción a la proporción entre los índices de uno y otro medio. En-
coráramos a veces en Freud esta metáfora, la idea de que al pasaje de un lado al otro de la baN ivei.es i>e rrera, se opone simplemente el hecho k e a l id a d de que existe un índice de refracción —digamos un modo de funcionamienlo — diferente en una y otra parte. Por momentos encontramos también un modelo lingüístico, del cual se podría pensar que se parece al modelo óptico: en el sentido de que en ambos ca sos no es una resistencia positiva la que se opone al pasaje, sino la heterogeneidad de lo que existe a ambos lados de la frontera: índice de refracción -diferencia de m entalidad entre dos pueblos - diferencia de estructuras lingüísticas, de suerte que lo dicho en una lengua no encuentra correspondencia en la otra. Me referí a esas cartas a Fliess en las cuales la dificul tad para pasar de un registro al otro, en los sistemas de recuer dos, es comparada a la resistencia propia de la traducción. Es verdad que se pueden conjugar estos dos modos de ex plicación, uno propiamente energético, incluso antropom órfi co, y el otro de tipo lingüístico. Por ejemplo, un extranjero que no comprendiera la lengua de ustedes, y con quien tuvieran dificultad para hacerle entender lo que quieren, puede tam bién utilizar esta dificultad de comprensión con fines persona les. La dificultad inherente a la trasposición de un sistema a otro puede ser utilizada con fines secundarios, defensivos. De todos modos, nos deslizamos aquí una vez más hacia el antro pomorfismo: figurar en la tópica motivaciones (incluso perso najes) semejantes a las que conocemos en nuestras relaciones con el prójimo. Veremos desarrollarse este antropomorfismo a medida que se enriquezca la tópica freudiana. Por el momen to, preguntémonos una vez más a qué nivel de realidad pue den corresponder tales comparaciones. Desde luego que uno puede conformarse con pensar que son modelos, esquemas abs tractos, algo que ayuda a comprender, pero que no tendría va lor real, que no se debería considerar existente verdaderamente en alguna parle. Es una posición muy cómoda para librarse de esos modelos espaciales. Por otra parte, para Freud, algunos de esos modelos tienen tal realidad que se dibujan ver daderamente en el espacio subjetivo. Y yo pienso que al lado de estas tópicas que nos son propuesT o p ic a s re a i.e s tas en los textos teóricos, habría que d e l n e u r ó t ic o situar las que no están descritas como tales, sino que surgen realmente de tal o cual caso clínico: por ejemplo, en el caso del pequeño Hans (que expusimos el año pasado), o incluso en el del Hombre de
las Ratas, toda una tópica que corresponde a trayectos sin du da espaciales, pero al mismo tiempo subjetivos, y a las relacio nes subjetivas que vienen a estructurar en un caso una fobia, en el otro una obsesión. Tenemos allí tópicas que son realistas hasta el punto de ser reales puesto que pueden ser figuradas en el espacio: en la ciudad en que vivía Hans o en el campo donde el Hombre de las Ratas se libraba a todas sus manio bras. Retomemos una vez más nues¿Q ue cue rp o , tra cubeta (esquema del capítulo VII en l a t ó p ic a ? de La interpretación de los sueños). Lo perturbador es la presencia del cuer po en el mismo dibujo, en el mismo plano que, por ejemplo, un sistema de recuerdos, o que el inconciente, o que tal o cual sistema. El cuerpo está ahí presente e incluso de una doble ma nera, que nos aparece totalmente contradictoria. Está presen te a la vez como parte y como todo: como elemento constituti vo y al mismo tiempo como lo que sirve, al conjunto, de mode lo, de referente. Es parte del todo y al mismo tiempo lo que está metaforizado en el todo. El cuerpo está presente en tal parte: por ejemplo, lo está por la musculatura; acaso esté pre sente tam bién en cierta manera —por el hecho de que hay una envoltura, una piel— en lo que yo llamo la cubeta (Freud n un ca dio razones para esta form a de continente, de reservorio). Pero cuando Freud se pregunta finalm ente si todo esto es un modelo espacial, en el sentido de localizaciones cerebrales, res ponde que no es el caso; no es que no haya que hacer un lugar a esas localizaciones cerebrales (Freud no es un «idealista», aun que más no fuese un idealista del «sentido»), sino que ellas se encontrarían más bien en los intersticios de los sistemas. Hay que suponer que el sistema neuronal se sitúa en los intervalos de los planos del esquema, mientras que estos planos, por el contrario, dibujan esos lugares virtuales que son las imágenes. Por lo tanto el cuerpo está presente como p arte del aparato, se lo puede localizar. Pero al mismo tiempo el cuerpo es pre sentado como modelo del ap arato m ism o, puesto que él nos dice que este modelo es un aparato reflejo. Tuve ya ocasión de señalar el carácter perfectamente anticientífico del supues to funcionam iento fisiológico, invocado aquí como fundam en to de un modo de funcionam iento del aparato psíquico. El mo delo en cuestión es el del «arco reflejo» y encuentra su aparen te justificación en el esquema, simplificado, de las vías aferentes y eferentes en la médula espinal. Se trata de un esquema didáctico, que conserva todo su va lor para ejemplificar un nivel (aislado por abstracción) de la
reactividad neurológica, pero a condición de recordar que lo vehiculizado a lo largo de las vías sensitivas, de las neuronas de asociación y, luego, de las vías motrices, son «mensajes»: in
formaciones en cuanto al estímulo perceptivo, después im pul siones que desencadenarán la acción muscular. Pero la m ane ra como Freud pretende tomar el esquema es muy diferente e, insistimos en ello, deliberadam ente absurda, las vías ner viosas vehiculizarían directamente, y sin trasformación cuali tativa, la energía, exactamente como, en un sistema óptico, la energía luminosa que penetra se va a reencontrar (difundi da o desviada, pero la misma) en el otro extremo. Freud supo ne entonces para su «modelo» que en la fisiología del reflejo es la misma energía la evacuada en forma de movimiento y la aportada en form a de excitación. Sería la energía misma del martillo para reflejos la vehiculizada. y la que, en el otro ex tremo, produciría directamente el movimiento. Fisiología ab surda y de la que Freud, seguramente, no ignoraba la absurdi dad, como buen fisiólogo que era. Tenemos por otra parte las pruebas, en algunos pasajes del «Proyecto de psicología», de que Freud sabía perfectamente que el sistema nervioso no trasmi te la fu e rza del estím ulo, sino solamente señales que tienen por función lib e ra r, desencadenar procesos heterogéneos por relación al «influjo nervioso»:14 no hay ninguna relación, ni cuantitativa ni de trasmisión, entre la energía inicial y la ener gía muscular liberada a la llegada. Vean ustedes entonces la dificultad con que nos encontramos por esta presencia del cuer po; en efecto, el cuerpo está presente a la vez en el modelo como una de sus partes y como todo, y al mismo tiempo el cuer po que se toma como modelo no es un cuerpo real, sino un cuerpo totalmente fantasmático. 1,1 Cf. la noción de «neuronas motoras» en Im naissance. . ., up. cil., pág. 339. [En OC, 1, págs. 365, 374.[
Agregaré todavía un último elemento en esta tópica, elemento absolutamen DE LA -CUBETA» te im portante, introducido por Freud en una nota de 1919: «La ulterior am pliación de este esquema de desenvolvimiento lineal deberá in cluir el supuesto de que el sistema que sigue al Prcc es aquel al que tenemos que adscribir la conciencia, vale decir, P = Cb*.ir’ Esto hace referencia a una dificultad que se encontraba tam bién presente en las cartas a Fliess, donde Freud se daba cuen ta de que en su esquema la conciencia se encontraba en dos posiciones diferentes. En efecto, tenemos una conciencia que es la conciencia ligada a la percepción, la conciencia de los es tímulos externos, la conciencia perceptiva. Y luego, si toma mos en consideración el funcionam iento del sistema que va del lee al Prcc para llegar a la conciencia, tenemos una conciencia digamos secundaria, segunda: la conciencia que el sujeto toma de tal o cual de sus recuerdos. La dificultad es que la concien cia se encontraría así en los dos extremos del aparato (no olvi demos que se trata de una cubeta). Así es como resuelve Fieud esta dificultad en 1919 (pero ciertamente tenía ya esta inter pretación ante sí en 1905): en realidad, este esquema está «des plegado linealmente»; para restituirle sus verdaderas relacio nes topológicas, hay que enrollarlo, como se enrolla una hoja en cilindro; y en ese momento, percepción y conciencia vuel ven otra vez a coincidir. Pero lo que sí hay que ver es que no un plano sin espesor se debe enrollar así, sino precisamente nuestra cubeta: E l e n r o lla m ie n to
Tracémosla ahora vista desde arriba:
15 S. Freud, La interpretación de los sueños, op. cil., pág. 535, n. 11
Si tomamos el esquema enrollado (puesto que Freud dice que ha sido desenrollado para poder ser representado sobre un plano), tenemos como una especie de sistema de representa ciones, de huellas, que estaría como injertado en el cuerpo, en el punto que yo designo con la letra C. Uno puede hasta imaginar una especie de relación tangencial entre este sistema de huellas mnémicas y el sistema corporal, vital, de excitaciónreacción.16
Reencontramos como siempre, a pro pósito de este sistema, el problem a DE D O S C IR C U IT O S económ ico-dinám ico, es decir: ¿qué es lo que*circula?, ¿cómo circula eso en este sistema? Este sistema no tiene energía propia; no es más que un trasmisor inerte de cantidades de excitación que le vie nen de otra parte. Es un sistema de huellas de recuerdos. Es un sistema cuya única finalidad es recuperar lo más rápido posi ble su estado inicial, es decir, su estado de inexcitación; su único fin, se podría decir, consiste en trasmitir la excitación y eva cuarla. Examinemos en primer lugar las excitaciones externas: en el esquema lin e al, teníam os la im presión, en efecto, de que esas excitaciones tran sitab an completamente por el sistema (de ahí, por otra parte, el absurdo redoblado de que la menor exci tación, para pasar a un movimiento, a una efectuación muscu lar, debía atravesar enteramente el conjunto de los sistemas de recuerdos, puesto que este esquema lineal nos era propues to como el cuerpo). Ahora, si lo enrollamos, nos damos cuenta de que, tal vez, estas excitaciones exteriores no pasan por el aparato (o que, en todo caso, sólo pasan m uy parcialmente); que lo esencial pasa en el exterior y que tenemos suertes de efectos menores, degradados, una circulación mucho más dé bil de algo que es del orden, en este caso, de la señal. Imaginen T a n g e n c ia
1,1 Esta tangencia hacc pensar en la que existe entre el sistema de autoconservación y o! ciclo do la pulsión sexual, en el apuntalamiento.
esas m áquinas de bolas que vemos en los cafés; en algunas, cuando la bola principal hace blanco, se desencadena un se gundo sistema: en un pequeño circuito separado, otra bola si> pone a circular; es un poco semejante. Pero no hemos llegado al extremo de la dificultad y, sobre todo, de la «absurdidad», porque el colmo es que se trata de un esquema destinado, no a explicar la acción muscular, sino el sueño, es decir un momento en que el sujeto está desconec tado del exterior, en que su acción muscular es prácticamente nula y sus percepciones, de igual modo, lo más reducidas posi ble; él está entonces completamente desconectado del cuerpo. Pero entonces, si la m áquina energética debe funcionar en el sueño, ella debería figurar el lugar en que están emplazadas esas famosas excitaciones in te rn a s , ese famoso deseo que de be trasformarse, metabolizarse, en el trabajo del sueño. Ahora bien, el emplazamiento de las excitaciones in te rn as no está re presentado en ninguna parte; no se puede pensar que las exci taciones vengan del interior mismo de la cubeta, puesto que esta es presentada, por el contrario, como u n sistema de hue llas mnémicas absolutamente inertes que sólo funcionan para evacuar las señales que ahí se producen. Se podría decir, evi dentemente, que si cerramos completamente el cilindro tene mos otra cosa que un cilindro: lo que se llama en geometría «toro», es decir, algo así como un anillo hueco. Cualquiera que sea la manera en que se lo deforme, hay una especie de volu men cerrado sobre sí mismo que conlleva desde luego un inte rior, pero tam bién un exterior, que tienen la particularidad de estar en comunicación uno con el otro:
¿Es esto lo que Freud im aginaba para explicar precisamen te esta especie de interior curioso, o de exterior, de «periferia interna», como él lo llama a veces cuando habla de la relación
«leí sistema psíquico con el cuerpo? En todo caso, creo que la cuestión sigue en pie por esa famosa nota que enrolla el esque ma completamente sobre sí mismo. La idea de una periferia interna, la idea de un interno-externo, va a permanecer laten te a lo largo de todo el pensamiento freudiano, incluido el Estfuema del p sico an álisis, que culm ina la obra. Esto nos condu ciría a lo que se llama la «segunda tópica»; y tendremos ocasión ile hablar de esta tópica que divide el aparato psíquico de una manera totalmente distinta que aquí, en un «yo», un «ello», un «superyó». Pero la fecha de 191!) evoca otra cosa: el texto absoluta mente fundam ental (un giro en la obra freudiana) de Más a llá del p rin c ip io de placer, escrito precisamente en el momento mismo en que se agrega esta nota a La in te rpre tación de los sueños. Es un texto inmenso por sus ■M as a l l a dificultades. Revisa totalmente la teoi >1 .1. p r in c ip io ría de las pulsiones, introduciendo la DF. p la c e r * noción de pulsión de muerte, y empie za a revisar correlativamente las noi-iones tópicas. Introduce tam bién muchos otros problemas, por ejemplo el de la repetición como fuerza cuasi autónoma, fuer za que sería diferente de las energías que circulan precisamen te en el aparato psíquico. Texto efervescente, contradictorio, y quiero de pasada decir que en él tenemos que estar muy aten tos a la contradicción. He tenido ya ocasión, y lo hago cada vez que puedo, de subrayar las contradicciones en la obra de Freud; no peyorativamente, para pillarlo en falta, sino, por el contrario, para intentar tomar apoyo en sus contradicciones. Se podría decir, por supuesto, que Freud no es el primero con el cual se deba observar esta actitud: la idea de mantener la contradicción en el texto, como contradicción de la cosa mis ma, la tomamos de una tradición dialéctica que se remonta a llegel y a Marx. Pero hay tam bién un tratamiento propiamen te freudiano de la contradicción, y yo pienso que tampoco ese tratamiento es para desdeñar. Quiero decir que no hay mejor modelo de la contradicción que la que puede existir en el sue no. Freud explica que, en el sueño, la contradicción, la absur didad, deben ser consideradas un indicio, una especie de gui ño, una cifra codificada en el ángulo de una pizarra, un signo de ironía que nos indica que hay que buscar más lejos y que quizás haya que invertir ciertas relaciones para volver a poner las cosas en su sitio. Por ejemplo, es de ese modo como es pre ciso tratar esta seudofisiología absurda de Freud sobre la cual yo insistía: la del reflejo.
M ás a llá del p rin c ip io de placer nos aporta también una tópica aunque ella to p ic o no sea considerada como tal: no se ha bla de la tópica de M ás a llá del p rin c i p io de placer. Es que además de las dos grandes tópicas, en Freud, encontramos con insistencia algunos modelos espacia les, uno de ellos presentado en M ás a llá del p rin c ip io de p la cer y que será por otra parte retomado en otros textos, incluído el Esquem a del psicoanálisis. El objetivo de esta represen tación espacial en Más a llá del p rin c ip io de placer es explicar ciertos fenómenos, en particular los de la neurosis traumática o, tam bién, lo que él llama «neurosis de espanto». Este modelo de M ás a llá del p rin c ip io de placer es aparentemente de una gran sim plicidad.17 ¿De qué parte el esquema? Parte de la con ciencia, algo bien curioso si consideramos que el psicoanálisis se interesa ante todo por el inconciente. Pero tal vez no haya ahí sino una paradoja aparente, porque, en efecto, mostrando el psicoanálisis cuán limitada es la conciencia y cómo no es si no una pequeña parte de nuestro psiquismo, le sea tanto más fácil localizarla en alg u n a p a rte : en un sistema que llamamos Ce. ¿Dónde ubicar este sistema? Sabemos que la conciencia es tá en una situación intermediaria, en una posición fronteriza o aun, verdaderamente, en una encrucijada, en un punto de intersección. En efecto, por una parte sabemos que ella nos libra esencialmente las percepciones que vienen del m undo ex terior. Es una idea fundam ental en Freud que la conciencia es inseparable de la percepción; idea correlativa: aun los re cuerdos no pueden llegar a la conciencia más que si reavivan u n a percepción, si logran ligarse a una percepción naciente, en particular a la reviviscencia de hueHas verbales, es decir de algo que sea casi repronunciado. La conciencia debe enton ces ser situada del lado del m undo exterior. Pero, por otra par te, ella recibe algo del interior, particularmente las sensacio nes de placer y de displacer; hay que situarla entonces como en la periferia, como envolviendo a los otros sistemas psíqui cos. Este sistema «tiene que encontrarse en la frontera entre lo interior y lo exterior, estar vuelto hacia el m undo exterior y envolver a los otros sistemas psíquicos».18 Es m uy simple: una bola; cualquiera que sea la forma, esta bola puede defor marse en todos los sentidos, sin por ello dejar de ser una bola. . .y
su m o d e l o
17 S. Freud, Más allá del principio de placer, en OC, 18, 1979, pág. 24 y sigs. 18 IbicL, pág. 24.
Una bola (a diferencia de un toro) sólo tiene un «interior», y la bola inicial de Freud recibe entonces solamente dos tipos de excitaciones: del exterior y del interior.
Freud va a buscar, para esta figuración, un apoyo «científi co» en la anatom ía cerebral: «Así caemos en la cuenta de que con estas hipótesis no he mos ensayado algo nuevo, sino seguido las huellas de la anato mía cerebral localizadora que sitúa la “ sede” de la conciencia en la corteza del cerebro, en el estrato más exterior, envolven te, del órgano central. La anatom ía cerebral no necesita ocu parse de la razón por la cual —dicho en términos anatóm icosla conciencia está colocada justam ente en la superficie del en céfalo, en vez de estar alojada en alguna otra parte, en lo más recóndito de él. Quizá nosotros, respecto de nuestro sistema P-Cc, podamos llegar más lejos en cuanto a deducir esa ubica ción».1!) Comparación sugestiva: la conciencia, como sabemos, está ligada a la corteza, a la sustancia gris del cerebro, y la corteza es la superficie del cerebro. ¿Qué mejor confirm ación a nues tra idea de que la conciencia, tópicamente, debe ser ubicada en la superficie del sistema psíquico? Comparación evidente mente errónea, que no se apoya más que en una burda analo gía y que tendría por corolario la idea infantil de que recibimos las excitaciones directamente a través de la sustancia gris, a través del cráneo. Porque en realidad sabemos que la corteza, desde el punto de vista de las vías, lejos de encontrarse a la entrada, se encuentra muy lejos, al fondo, después de otras vías y después de otros relés. No por estar la corteza en la su perficie del cerebro recibe primera las excitaciones. Vemos, una vez más, esta manera de apoyarse Freud en lo que se pudieran llamar «aproximaciones»; pero aproximaciones a las cuales se aferra como uno se aferra, por ejemplo, a un síntoma que está prendido a una raíz de ve rd ad . . . como Cristóbal Colón se afe rraba a descubrir el camino occidental hacia las Indias. Este
anclaje inconciente de la hipótesis científica, este indicio de contradicción o este indicio de absurdidad, he ahí lo que el aná lisis —cuando toma por objeto la teoría— debe guardarse de descuidar o de eliminar. A este modelo tópico de los más sim ples, Freud lo describe abiertamente como a un organism o. Nos preguntábamos, con el modelo precedente (el de La in te r pretación de los sveños), de qué se trataba, y cuál era su reía ción con el cuerpo. Aquí aparentemente Freud no so anda con rodeos: se trata de un organismo viviente, y esta bola rodeada por la conciencia no es otra cosa que una ameba, una bola de protoplasma elemental, un organismo viviente reducido a su más simple expresión. Y he aquí ahora la génesis, mitológica, de la capa exterior, corteza o membrana, de nuestro protozoario. Hay que imaginar que nuestra bola está sumergida en un medio donde circulan fuerzas físicas extremadamente impor tantes, que, a cada instante, vienen a someterla a su influjo: «Así, sería fácilm ente concebible que, por el incesante em bate de los estímulos externos sobre la superficie de la vesícu la, la sustancia de esta se alterase hasta una cierta profundi dad, de suerte que su proceso excitatorio discurriese de mane ra diversa que en estratos más profundos».20 En las capas más profundas, en efecto, la energía de las ex citaciones, que es de una intensidad mucho menor, discurre canalizada o, más bien, se constituyen canales: vías preferenciales, facilitaciones, especie de redes de bifurcaciones (exac tamente como las redes que tenemos en el «Proyecto de psico logía»), En cada bifurcación, la energía tendrá la «elección» en tre una vía más resistente y una vía más facilitada, que evidentemente tomará. La circulación de la energía ve trazado su recorrido por esas diferentes resistencias sucesivas.
Pero estando la capa superficial sometida directamente a un bombardeo exterior, term ina por adquirir una estructura totalmente diferente. . . «Así, sería fácilm ente concebible que, por el incesante em bate de los estímulos externos sobre la superficie de la vesicu-
la. la sustancia de esta se allerase hasta una cierta profundi dad, de suerte que su proceso excitatorio discurriese de m ane ra diversa que en estratos más profundos. De ese modo se habría formado una corteza, tan cribada al final del proceso por la acción de los estímulos, que ofrece las condiciones más favora bles a la recepción de estos y ya no es susceptible de ulterior modificación». Lo que querría decir que esta capa deviene totalm ente per meable; ya no hay en ella ninguna barrera, ningún bloqueo, y lo que pase va a poder circular sin que nada, absolutamente, quede retenido. Ahora bien, esto es precisamente, dice Freud, lo propio del sistema Conciencia: no retener nada. Si el siste ma Conciencia pudiera retener algo, devendría un sistema Re cuerdo, quedaría estorbado, y por eso, no podría jugar su rol de ser o de volver a ser sin cesar una especie de página virgen. Habría que dibujar esta capa conciente como una suerte de co lador totalm ente permeable o, por lo menos, uno dentro del cual no h a b ría ya diferencias de perm eabilidad.
8 de febrero de 1972 Retomemos pues nuestro modelo de la vesícula, pero para agregarle enseguida una nueva complicación: así constituido, vuelto completamente permeable en su superficie, este orga nismo apenas podría subsistir un instante, no podría resistir a las fuerzas exteriores; de ahí la necesidad teórica y práctica de una protección: «Esta partícula de sustancia viva flota en medio de un m un do exterior cargado [laden] con las energías más potentes, y sería aniquilada por la acción de los estímulos que parten de él si no estuviera provista de una protección a n tie s tím u lo ».21
Esta protección antiestím ulo se crea entonces en la superfi cie, es una suerte de cutícula, de piel, que se endurece bajo el choque de las energías del m undo exterior; es una capa, en suma, que deviene muerta, exactamente como la capa más su perficial de la piel: « [ ...] su superficie más externa deja de tener la estructura propia de la materia viva, se vuelve inorgánica, por así decir, y en lo sucesivo opera apartando los estímulos, como un envol torio especial o membrana: vale decir, hace que ahora las ener gías del m undo exterior puedan propagarse sólo con una frac ción de su intensidad a los estratos contiguos, que permanecie ron vivos. Y estos, escudados tras la protección antiestímulo, pueden dedicarse a recibir los volúmenes de estímulo filtra dos».22 Se trata entonces de una capa cuya función es doble: la pro tección, sin duda, pero tam bién la reducción de las excitacio nes, de las que debe dejar pasar una cierta cantidad, propor c io n a l a su energía de impacto.
Ya en el «Proyecto de psicología», de 1895, se hacía la dis tinción entre dos órdenes de intensidad: las cantidades deno minadas «Q», cantidades muy grandes del orden de las fuerzas físicas, y las designadas «Q>», cantidades extremadamente mí nimas, reducidas, se podría decir, al estado de señal, y que son el tipo de energías que existen en el interior del sistema. De todo esto podríamos dar entonces, en u n a p rim e ra a p ro x im a ción , una imagen relativamente simple: se trata de la piel, de los tegumentos que protegen a los órganos perceptivos, recep tores táctiles y órganos de los sentidos. Estos pueden ser consi derados como anexos directos de la corteza: «En el caso de los organismos superiores, hace ya tiempo que el estrato cortical receptor de estímulos de la antigua vesí cula se internó en lo profundo del cuerpo, pero partes de él se dejaron atrás, en la superficie, inm ediatam ente debajo de la protección general antiestímulo. Nos referimos a los órga
nos sensoriales, que en lo esencial contienen dispositivos des tinados a recibir acciones estimuladoras específicas, pero, ade más, particulares mecanismos preventivos para la ulterior pro tección contra volúmenes hipergrandes de estímulos y el apartamiento de variedades inadecuadas de estos».23 He aquí pues nuestro modelo casi completo. Dejamos en una relativa indeterminación lo que pueda haber en el interior de esta vesícula. Lo esencial es que tenemos un lím ite y que este límite posee una significación econóS ic n if i c a c i o n mica, energética: sirve para proteger e c o n o m ic a y para m antener una diferencia de nid e l i.im ite : vel. Sea «n» el estiaje energético interi.a c o n s t a n c i a no, por relación a un nivel «N» en el exterior: se trata de mantener un nivel constante en el interior del sistema del organismo viviente, pro tegiéndolo de las energías extremadamente potentes que fu n cionan en el exterior. Es entonces una concepción de lo vivo como homeostasis, m antenim iento de un nivel constante, deli mitado y preservado por su envoltura. Se trata exactamente de un problema de reservorio y, por otra parte, el térm ino es explícitamente ofrecido por Freud.
Pero el esquema debe ser en realidad invertido, puesto que el reservorio debe m antener un nivel de energía m ás bajo que el de las energías que se encuentran en el exterior, representa das, una vez más, por todas las fuerzas físicas que agreden al organismo.
Hay que agregar aún que en el exterior el nivel no es cons tante: es una especie de mar extremadamente agitado, con sa cudidas por todas partes. Imaginen también un refrigerador que está encargado de mantener un nivel constante, inferior al ni
vel de calorías del m undo exterior. El refrigerador tiene un sis tema de autorregulación que mantiene una especie de lagunn en un m undo caloríficamente más elevado. El ser vivo es con cebido entonces como una especie de laguna que tiende a man tenerse en el seno del m undo físico. El «principio de constan cia», del cual se habla Lanto en psicoanálisis, encuentra su enun ciado preciso en relación con un modelo así: consiste, para el organismo vivo, en restaurar sin cesar su nivel: «Para el organismo vivo, la tarea de protegerse contra los estímulos es casi más importante que la de recibirlos; está do tado de una reserva energética propia, y en su interior se des pliegan formas particulares de trasformación de la energía: su principal afán tiene que ser, pues, preservarlas del influjo ni velador, y por tanto destructivo, de las energías hipergrandes que laboran fuera».2"1 Retomemos la imagen del reservorio: si la pared del reservorio es quebrantada, se producirá ig u a la c ió n de niveles y, en consecuencia, destrucción del organismo. Ven ustedes has ta qué punto los aspectos tópicos y económicos del modelo son indisociables. No quiero, por el momento, preguntarme junto a ustedes qué significa, a qué nivel de realidad corresponde. Tomémoslo en su ambigüedad: digamos que es una vesícula vi viente. ¿A qué corresponde en la naturaleza? Poco importa, Se trata, ante lodo, de verla funcionar, es decir de ver para qué sirve en ese texto de M ás a llá del p rin c ip io de placer. Sir ve para dar razón de dos fenómenos sobre los cuales Freud se interroga: el traumatismo y la neurosis traum ática y, al mismo tiempo, el fenómeno del dolor. Empecemos por el dolor, que juega E l d o i.o r , en este texto un papel aparentemente q u e n o es rio, pero que me parece partid is p la c k k cularmente ejemplar. Hay que distin guir categóricamente, en Freud, entre Schm erz, que quiere decir «dolor», y U nlvst, que significa «dis placer» (en la traducción al francés del «Proyecto de psicolo gía» encontramos alguna vez Schmerz traducido por «sufrimien to»). Es interesante advertir (y esto nunca se ha señalado bien) que existe a lo largo del pensamiento freudiano una teoría es pecífica del dolor: dolor físico, dolor psíquico, dolor moral. Po demos rastrear esta teoría desde el «Proyecto de psicología» has ta In h ib ic ió n , sín to m a y an g u stia, donde el problema del do lor es evocado todavía en un apéndice, comparándolo con el
problema del displacer y el del duelo. En el «Proyecto de psico logía» dos parágrafos tratan del dolor: I, 6: «El dolor» y I, 12: «La vivencia de dolor». Digo que «displacer» y «dolor» son com pletamente diferentes en el pensamiento freudiano: de ambos, Freud propone una teoría cuantitat.iva: económica, poniéndo los en relación con movimientos de cantidades de energía. Y si uno puede decir que la teoría del displacer, en u n a p rim e ra apro:vim ación, prescinde de u n cuadro tópico, p o r el contra rio la teoría del dolor es incom prensible s in ese modelo de u n cuerpo y de su lím ite . Empleemos aquí la palabra «cuerpo» sin prejuzgar de qué cuerpo se trata; se trate de un cuerpo en el sentido de un ser vivo, o de un cuerpo en el sentido simple mente geométrico, o de un cuerpo psíquico, o de un cuerpo imaginario, poco importa: es necesario un cuerpo p a ra que h a ya dolor. En el pensamiento freudiano, el displacer está ligado a la noción de placer, lo que no ocurre en absoluto con el dolor,
Tomemos ahora el dolor, ya que cito el displacer sólo como término de con» en l a t ó p i c a paración, para invitar a no confumlli uno con otro. Veamos cómo lo definí' Freud en M ás a llá del p rin c ip io de placer: «Es probable qun el displacer específico del dolor corporal se deba a que la pro tección antiestímulo fue perforada en un área circunscrita»;,fl Así, el dolor no se caracteriza esencialmente como aumento o disminución de tensión, al menos en un comienzo; es definí do como efracción lim itada de la protección antiestímulo; im u n a brecha. Y los pasajes del «Proyecto de psicología» que yn mencionaba antes son incomprensibles si no tenemos presentí’ esta noción de efracción: «Todos los dispositivos de naturaleza biológica tienen unan fronteras de acción eficaz, fuera de las cuales fracasan. Estr fracaso se exterioriza en fenómenos que rozan lo patológico, proporcionando por así decir los arquetipos normales para lo patológico. Hemos hallado al sistema de neuronas con un di« positivo tal que las grandes Q exteriores son apartadas de ^ y, todavía más, de \ p [digamos que los sistemas ¡p y están en el interior; no quiero entrar en detalles:] sirven a este fin liut pantallas de las terminaciones nerviosas [vemos que la noción de protección antiestímulo ya se encuentra aquí con estas «pan tallas de las terminaciones nerviosas»] y la conexión ineramen te indirecta de \ ¡/con el m undo exterior. ¿Existe algún fenóme no que se pueda coordinar con el fracaso de estos dispositivos? Creo que es el dolor. [Y más adelante:] Todo esto caracteriza al dolor como una irrupción de Q hipertróficas hacia \ ¡/ [. . , | [brecha, efracción, irrupción, son, por otra parte, nociones que pertenecen a la misma familia; hereinbrechen: irrum pir en el interior]». Para que haya dolor es necesario entonces que haya límite, que haya efracción de ese límite y que haya desproporción de cantidades de ambos lados del límite. ¿Es esta efracción el do lor? ¿No es ella más que una condición del dolor? ¿Acaso núes tro dolor no es otra cosa que la percepción de esta efracción de una fuerza exterior, como si tuviéramos de ella el sentimiento inmediato? Si por ejemplo nos clavan un cuchillo en la piel, ¿es la energía misma de ese cuchillo, de su fuerza, la que nos hace sufrir? ¿O habría lugar para elaborar más adelante la teoE
l d olor
25_ Ibid., pág. 29. 26 S. Freud, La naissance. . ., op. cit., pág. 326. [En OC, 1, pág. 351.| Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
Un de esto, según nos invita a hacerlo Más a llá del p rin c ip io rIr placer? «|. . . ] desde este lugar de la periferia afluyen al aparato aní mico central excitaciones continuas, como las que por lo reguIiii sólo podrían venirle del interior del aparato».27 La efracción por sí sola no es suficiente. Una vez creada, una especie de emisor de excitaciones se constituye: estas ex citaciones tienden a difundirse por el conjunto del aparato, ha ciendo fracasar la distinción habitual, establecida claramente |iur el organismo, entre las fuentes internas y externas de ex citación. La distinción fundam ental m undo exterior - m undo Interno es la distinción entre continuidad de excitaciones en lo que concierne a las excitaciones internas, discontinuidad y posibilidad de huida en lo que concierne a las excitaciones ex ternas. Ahora bien, tenemos una excitación externa, pero que •ii ■comporta como una excitación interna puesto que deviene en adelante fuente continua de excitaciones. Este aflujo conti nuo de excitaciones, im plantado, se podría decir, en la protec ción antiestímulo, se comporta en adelante como una especie de «seudo-pulsión» (el térm ino se enKi. d o l o r : cuentra en el texto de Freud sobre «La h k u d o - p u ls io n represión»; el dolor, dice, es una Pseudotrieb), en el sentido de que, a u n que proveniente del exterior, va a comportarse en adelante co mo fuente interna, es decir, una fuente continua, que no se puede evitar, ni de ella se puede huir. Frente a esta PseudoIrieb, si el organismo no quiere ver difundirse estas cantidades de energía por su interior, debe movilizar tropas, energías que van a oponerse de manera pareja a la energía de esta fuente (•xterna-interna.
Hay entonces convocatoria de energía, «contrainvestimiento», que conduce a lo que Freud llama «ligazón», es decir, que las excitaciones invasoras son inmovilizadas (se podría pen sar tam bién en un absceso de fijación, m etáfora médica, así 27 S. Freud, Más allá del principio de placer, op. cit., pág. 29.
como en una guerra de movim iento que se trasforma en una guerra de trincheras): hay fijación in s itu del agresor por opo sición de fuerzas estrictamente equivalentes. La energía del dolor, no ligada, desencadenada (entbunden), puede así ser li gada (gebunden), no sin un empobrecimiento del conjunto del sistema, puesto que está obligado a reunir energías en ese pun to. Hay una suerte de balance energético que hace que las otras actividades de ese cuerpo, de ese organismo, queden empobre cidas; esto explica perfectamente la observación del sujeto su friente, a quien no le interesa casi otra cosa que su sufrim ien to. Los remito aquí a un breve pasaje de «Introducción del nar cisismo», donde Freud cita los versos del humorista Wilhelm Busch: cuando el poeta sufre de dolor de muelas, ya no es poe ta ni nada que se parezca a lo culto, atento, ni siquiera dife renciado. «Su alma se encierra en el reducido agujero do la mue la». Toda el «alma del poeta» no piensa en otra cosa, a partir de ese momento, que en contrainvestir, contrarrestar este do lor lacerante. . . en la m and íbu la. . . Quisiera señalar aquí la originalidad de estas perspectivas metapsicológicas, en las cuales encontramos el mismo encam i namiento —más allá de las supuestas evidencias del sentido co m ún o del sentido íntim o— que en el análisis del duelo. Del mismo modo que el duelo,28 el dolor puede parecemos obvio. Aun si itimos, empero, que un aum ento de tensión se tra duce en un displacer, equivocadamente creeríamos que el displacer-del-dolor nace directamente de la energía del arte facto, del agente que hiere. En realidad, es necesario que in tervenga en el dolor, en el fenómeno subjetivo del dolor, pero también en su cortejo psicológico, no sólo esta fractura por una fuerza extraña, sino la instauración de una suerte de fuente de energía interna y, sobre todo, el trabajo psíquico in situ , esta especie de movilización psíquica que, sin embargo —a di ferencia del duelo, que metaboliza el objeto doloroso—, se con forma en este caso con circunscribir y bloquear este. La reac ción dolorosa sustituye al límite material, estable, que es la pro tección antiestímulo, por esta suerte de límite funcional que es precisamente la ligazón. Pasemos ahora al problema del tra u T r a u m a t is m o m atism o. Justam ente para dar razón y n e u r o s is del problema del traumatismo, elabo TRAUMATICA ra Freud este modelo de la vesícula en M ás a llá del p r in c ip io de placer. 28 Cf. supra, pág. 49.
Parte, exactamente, no del traumatismo en general, sino de la «neurosis traumática» o de la «neurosis de accidente», sobre la base de la considerable experiencia adquirida a consecuen cia de la guerra de 1914, con las neurosis de guerra. Desde lue go que esto removilizará otros problemas, antiguas cuestiones del psicoanálisis, puesto que en los comienzos de la teoría psicoanalítica toda neurosis era concebida como traum ática; teo ría que planteaba entonces la cuestión: ¿qué es un traum atism o psíquico? En el otro extremo, opuesto a estas neurosis conce bidas como traumáticas, están efectivamente los traum atism os físicos, bien conocidos por la medicina, con choque, destrucción de tejidos y, evidentemente, del revestimiento cutáneo. En fin: entre el traumatismo físico y la teoría traumática para toda neu rosis, se sitúa, con una suerte de estatuto entre ejemplar y am biguo, la neurosis traum ática en sentido propio, en el sentido preciso de un acontecimiento que amenaza la vida y provoca un estado psíquico particular. La neurosis tra u m átic a , en efecto, se define por dos cosas: desde luego por su etiología —la relación con un acontecimien to fechado— y, por otra parte, por un cuadro clínico, por cier ta constelación. E tio logía. Se trata de una situación física real: guerra, acci dente grave, accidente de ferrocarril, catástrofe, temblor de tierra, etc., grave situación física real que pone la vida en peli gro. Pero lo im portante, y asaz paradójico, es que precisamen te en esta situación de peligro físico, en que todo se hunde en derredor del sujeto, es capital, para que se inicie una neurosis traum ática, que no haya traumatismo físico. Hasta parece, co mo lo observa Freud —es una comprobación hecha en aquella época por los analistas en el caso de las neurosis de guerra—, que en la medida misma en que el sujeto sufre una herida real, queda protegido de la irrupción de una neurosis traum ática. C uadro clín ico. Freud lo describe de manera muy esque mática, para retener solamente un punto en que insistiremos enseguida: el hecho de la repetición. Se trata de un cuadro ge neral vecino al que se observa en la histeria, particularmente en ciertos momentos agudos, aunque tiene algunos rasgos que en la histeria aparecen m ucho menos marcados: a. sufrimiento subjetivo, depresión que desemboca en un estado cercano a la melancolía o aun a preocupaciones hipocon dríacas muy importantes; este fenómeno del sufrimiento sub jetivo 110 es precisamente lo que caracterizaría a la histeria; b. la inhibición de las diferentes actividades;
c. síntomas patentes de fijación al traum a (era precisamen te lo que interesaba a Freud): son los síntomas de repetición, en particular los recuerdos cuasi alucinatorios del accidenli', la reviviscencia del accidente y, más aún, su repetición en s u e ños de manera muy estereotipada; sueños que son siempre lo» mismos y que repiten, cada vez, las circunstancias del accidenl*' ¿Qué queda actualm ente de esta descripción de la neuroM» traum ática? Opino que es una realidad clínica indiscutible, pe ro, retinando un poco lo que Freud ha descrito (recordemim que él se interesa sobre todo en el punto de la repetición), (Ion cribiríamos dos cuadros que tienen en com ún el aspecto i ni c ia l, me refiero a las reacciones en el momento mismo tlel accidente: crisis ansiosa, agitación o, por el contrario, estupor —que puede durar más o menos tiem po—, confusión. Pero a partir de ello, después de cierto tiempo de latenctn (tiempo que ya C-harcot designaba con los términos «elaboro ción» o «meditación»), aparecen síntomas que se agrupan según dos modalidades, de las que Freud ofrece sólo una: por un lu do, una modalidad que parece cercana a la que Freud expone, el cuadro de la neurosis tra u m á tic a propiam ente d ic h a ; y, cu el otro extremo, un cuadro mucho más triv ia lm e n te neurrih co, como si, en este segundo caso, el traumatismo no hubiera hecho más que revelar, desencadenar una neurosis latente que preexistía. Decir que hay estos dos cuadros, y que todos Ion intermediarios son posibles, es evidentemente plantear el pro blema general del traumatismo y de la neurosis; en particular, el problema de saber si un traum atismo psíquico, incluso en la guerra, incluso en accidentes graves, sólo se podría producir en personas predispuestas a hacer una neurosis. Si considera mos que la neurosis misma tiene antecedentes traumáticos, cu ta vez en el sentido del traumatismo infantil, ven ustedes que se llega a un problema aparentemente ridículo, de regresión al infinito: ¿habría traumatismo si no hubiera habido ya un trau matismo predisponente? Comoquiera que fuere, Freud va muí lejos y su respuesta puede ser dilucidada en dos direcciones: una dirección en definitiva un tanto formal, que conduce a de cir que en realidad entre lo actual y la predisposición hay sieni pre una relación complementaria. Es lo que él llama la toma en consideración de «series complementarias»: ante un trauma tismo grave, basta con un terreno relativamente poco predis puesto para desencadenar una neurosis; y a la inversa, alguien predispuesto desencadenará una neurosis a raíz de un traum a tismo mínimo. Hay ahí una especie de consideración aritméti
i n une no parece ir al fondo de la cuestión. La respuesta de tundo en Freud hay que buscarla en u n a teoría que verdadera mente podemos llam ar dialéctica; me refiero a la teoría del iilirüs-coup, que, en su paradoja, podemos enunciar así: son nemmrios al menos dos traumatismos para hacer un traum atis mo; un traumatismo se juega siempre en la relación dialéctica m iro (al menos) dos acontecimientos. Estando esto ya un poco desenredado, para situar esta re leí cncia de la neurosis traum ática y del traum atismo: ¿cuál es el problema planteado en M ás a llá del p r in c ip io de placer y i|iie se trata de resolver en el cuadro del modelo tópico? Es un enigma que Freud enuncia más o menos así: los fenómenos psíquicos se rigen por el principio de placer; en cuanto a los H í l e n o s , lo he demostrado en La in te rp re tación de los sueños, mui si son sueños de apariencia desagradable, sueños de an gustia, podemos mostrar que son siempre cum plim iento de de’ii'o. Ahora bien, a pesar de todo análisis, no hay duda de que, en la neurosis traum ática, los sueños estereotipados no repilen lo agradable, sino realmente lo desagradable. Es este el pro blema de la fijación al traum a. Pero «fijación al trauma» no es 'Uno un término, y hay que explicar por qué precisamente ese n¡mina persiste. Es un término: si ustedes lo modifican leve mente, diciendo, en lugar de fijación a l traum a, fijación del trauma, y si ustedes piensan en u n a imagen como la de una I lecha im plantada, ya tienen algo más sugestivo. La respuesta se desarrolla en el interior del modelo tópicoeeonómico de la vesícula, y esta respuesta exige introducir tres términos que corren a lo largo de la teoría freudiana, términos n los que tuve ocasión de referirme am pliam ente el año pasa do: el espanto, la a n g u stia y el m iedo. Digamos que existen ciertas variaciones en el uso freudia no, concretamente en lo que concierne a los términos «miedo» y «angustia»: se podría considerar que el térm ino fijo es «espan to», y que la angustia llega a oscilar del lado del espanto, mien tras que el miedo, igualmente, puede aproximarse a veces a la angustia.
22 de febrero de 1972 Veamos cómo están definidos estos tres términos en Más a llá del p rin c ip io de placer-.
«Espanto, miedo, angustia, se usan equivocadamente como expresiones sia n c u s tia nónimas; se las puede distinguir muy y m ie d o bien en su relación con el peligro. La angustia designa cierto estado como de expectativa frente al peligro y preparación para él, aunque se trate de un peligro desconocido; el miedo requiere un objeto determinado, en presencia del cual uno lo siente [entonces, para el miedo la relación con el objeto es esencial; para la angustia im porta poco que el objeto sea conocido o desconocido: lo ca racterístico es la posición subjetiva frente al peligro que se cier ne); en cambio, se llama espanto al estado en que se cae cuan do se corre un peligro sin estar preparado para ello: destaca el factor de la sorpresa».^9 Así, la relación con el objeto es abordada por un desvío, no es lo capital, sino casi un corolario: desde luego que el espan to, supuesto el efecto de sorpresa y de impreparación, im plica rá que el objeto no sea conocido; la angustia puede producirse tanto como preparación para un peligro conocido, cuanto even tualm ente para un peligro más o menos vago; en este sentido, se podría decir que ella englobaría el térm ino «miedo» como un caso particular: aquel en el cual la preparación procede del he cho del conocimiento de un objeto particular. Ulteriormente, en otros textos de Freud como In h ib ic ió n , síntom a y angus tia , este térm ino de espanto, aunque conservando su lugar fi jo, desaparece en beneficio de una especie de oscilación o de desdoblamiento de la noción de angustia entre dos polos: un polo preparación, que subsiste, y es la angustia-señal, y un polo donde la angustia recubre aproximadamente lo que era conno tado precedentemente como espanto: se trata de una angustia que sobreviene en un estado de impreparación, y es lo que Freud llama an g ustia au to m ática. En cuanto al térm ino «mie do»: por una parte no es esencial en la teoría freudiana y aun se podría decir que es claramente marginal; por otra parte, es ambiguo, en el sentido de que a veces Freud reconduce el mie do a un temor puramente realista, adaptado (el temor es reac ción adaptada a un peligro conocido, pero en ese sentido se podría dudar de que exista en el hombre); no obstante, casi siempre, detrás y debajo del miedo aparecen elementos de an gustia e incluso de espanto que originan reacciones en reali dad inadaptadas. E s p a n to ,
29 S. Freud, Más allá del, principio tk: placer, op. cit., págs. 12-3. En tre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
Espanto lmpreparación
Angustia Preparación
angustia automática
Miedo Objeto
angustia señal
lie tenido ya ocasión de analizar esas diferencias y oscilaciones,30 de modo kn i.a t ó p i c a que vuelvo directamente a Más a llá del p rin c ip io de placer y a nuestro mode lo: el de esta lamosa vesícula con su capa protectora o protec ción antiestím ulo y su capa inmediatamente subyacente, capa Conciencia-Percepción; vesícula cuya única finalidad es con servarse en el ser, es decir, preservar cierto nivel energético, nivel inferior, como en hueco, por relación al nivel energético externo. Ei t r a u m a t i s m o
En nuestro texto, tres pasajes, interrumpidos por otros de sarrollos, se refieren a la neurosis traum ática. En el primero, la explicación del traum atismo es u n poco del mismo tipo que la del dolor. Se trata tanto en el traumatismo como en el dolor de una efracción de la protección antiestímulo, pero en este caso es una efracción extendida, mientras que el dolor corres pondía a una efracción lim itad a'. «Llamemos trau m ática s a las excitaciones externas que po seen fuerza suficiente para hacer efracción en la protección antiestímulo. [Recuerdo que nosotros lomamos este modelo sin preguntam os en qué nivel se sitúa, qué significa; lo externo: no sabemos, en absoluto, qué es; sabemos simplemente que hay, en un esquema topológico, un límite que separa algo «exter no» y algo «interno».] [ ■ ] Un suceso como el traumatismo externo provocará, sin ninguna duda, una perturbación enor me en la economía energética del organismo y pondrá en ac ción todos los medios de defensa. Pero en un primer momento Cf. supra.
el principio de placer quedará abolido. Ya no podrá impedirse que el aparato anímico resulte anegado por grandes sumas de excitación [es decir, a diferencia del modelo del dolor, donde una especie de guerra de trincheras, una barrera, se producía cerca del punto de efracción, aquí la vesícula en su conjunto está invadida por esas cantidades de excitación]; entonces, la tarea planteada es más bien esta otra: dom inar el estímulo, li gar psíquicamente los volúmenes de estímulo que penetraron por efracción a fin de conducirlos, después, a su tramitación»/11 Antes de poder liquidar la energía que afluye, es ya preciso organizaría, lig a rla . Evacuarlo demasiado lleno de energía se ría el papel del principio de placer, pero si ese texto se llama M ás a lié del p rin c ip io de placer es porque más allá o, dicho con más precisión, antes de evacuar la energía displacentera que afluye, es preciso ya simplemente hacerse dueño de ella de cierta manera, cuando lo ha invadido todo de manera anár quica. Otro término importante en el mismo pasaje es überwáltigen, que sólo podemos traducir, más o menos exactamente, por «inundar», «desbordar». Se trata nuevam ente de un tér m ino de lucha, de guerra: «inundar, Ei. d e s b o r d a m ie n t o desbordar al enemigo por todas partes» («aplastar», es sin duda, demasiado fuerte). Lo encontramos en la noción freudiana de la «psicosis por desbordamiento», Überiváltigungspsychose, en que el yo es desbordado por las pulsiones. Retengamos entonces, de este primer párrafo, dos ideas. La primera es la efracción, en esta ocasión extendida, de la pro tección antiestímulo, lo que desemboca en una especie de in vasión anárquica del sistema por la energía no-ligada. Por otra parte, capital para continuar, la noción de impreparación: esta invasión sólo ha sido posible no estando el sistema preparado; ha sido sorprendido por el ataque, que ahora es introducido por el segundo pasaje sobre el traumatismo. Freud opone aquí dos teorías del traumatismo: lo que llama la «vieja teoría in genua», que ponía en prim er plano la noción de choque, y una
31 S. Freud, Más allá del principio de placer, op. ci.L, pág. 29. Entro corchetes, comentarías de Jean Laplanche.
teoría «con pretensiones psicológicas mayores», que atribuye una «importancia etiológica no a la acción de la violencia me cánica, sino al espanto y al sentimiento de una amenaza vital». Freud se propone sin duda reconciliar estas dos teorías tom an do algo de cada una. Pero tiende sobre todo a devolver sus fue ros, como lo hace a menudo, a la teoría más ingenua, más cosista, trasponiéndola de manera metafórica. «[ ...] ni la concepción psicoanalítica de la neurosis traumática es idéntica a la forma más burda de la teoría del choque. Mientras que esta sitúa la esencia del choque en el deterioro directo de la estructura molecular o aun histológica de los ele mentos nerviosos [es decir, una teoría somática del traumatis mo], nosotros buscamos comprender su efecto [el efecto del choque] por la ruptura de la protección antiestím ulo del órga no anímico y las tareas que ello plantea».32 Ven ustedes que la efracción de las células o de los órganos es traspuesta m etafóricamente en efracción del protector an tiestímulo. A partir de ahora, los dos afectos de espanto y de angustia encuentran su exacta interpretación económica: el es panto traduce el estado del aparato cuando es invadido inopi nadamente y no puede hacer nada para «ligar». En cuanto a la angustia, es preparación, movilización de energía para pre pararse a enfrentar el choque. Enfrentam iento en catástrofe, en la últim a línea de retirada, pero que sin embargo puede lle gar a fyar al enemigo: «La angustia representa la últim a línea de defensa de la protección antiestímulo». Anotemos aún, en el cuadro de los términos establecidos L a a n g u s t ia : por Freud, la posición original de esta m o v iliz a c ió n preparación de angustia o angustiain m o v i l iz a c ió n preparación; de ninguna manera es ab sorbida por la oposición últim a que Freud querrá proponer en 1925: no es ni la angustia autom áti ca (que se asemeja al espanto hasta el punto de confundirse con él) ni la angustia-señal, afecto reducido a la simple expre sión de significante, m anipulado por el yo. La preparación de angustia es una suerte de protección antiestímulo dinám ica, que remplaza el límite material del sistema por un llamado ge neral de fuerzas de socorro. Movilización o, más bien, inm ovi lización, que probablemente debe su tonalidad afectiva, por una parte, a esta fascinación estatuficante33 —que modela la 32 Ibid., pág. 31. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche. 11 [Que se nos disculpe el neologismo para decir algo que captura al sujeto y lo hace devenir estatua (N. de la T.).]
espera sobre los contornos del yo—, y por otra parte, a la igno rancia total acerca del punto del cual puede surgir el «peligro», A partir de esto la función de los sueños de la neurosis trau m ática puede ser aclarada: «Si en la neurosis traum ática los sueños reconducen Lan re gularmente al enfermo a la situación en que sufrió el acciden te, es palmario que no están al servicio del cum plimiento de deseo | . . ]. Pero tenemos derecho a suponer que por esa vía contribuyen a otra tarea que debe resolverse antes de que el principio de placer pueda iniciar su imperio. Estos sueños bus can recuperar el dominio sobre el estímulo por medio de un desarrollo de angustia [como se dice, «bajo anestesia») cuya omi sión causó la neurosis traumática».3'1 Tal es entonces el esquema abstracto del traumatismo en el marco de este modelo tópico, modelo tópico él mismo pre sentado de manera abstracta y, sobre todo, no específica. No nos hemos aún realmente pregunC o m p a r a c io n Lado, y Freud se lo pregunta siempre de l o s d o s con rodeos, en qué nivel nos situamos, m o d e lo s t o p i c o s a qué orden de realidad nos referimos aquí. Pero para permitirnos plantear mejor esta cuestión, quisiera en prim er lugar com parar en al gunos puntos dos esquemas tópicos: el de La interpretación de los sueños y el de Más a llá del p rin c ip io de placer. Destaquemos para empezar que tenemos cierta a p a rie n c ia de sem ejanza que puede llevar a confusión; puede sugerir un intento de superponerlos y hasta de imaginarlos en evolución uno hacia el otro, si por ejemplo dijéramos que el modelo de M ás a llá del p rin c ip io >UJ placer está más elaborado (lo que de ningún modo es el caso). Las semejanzas consisten en que, en ambos casos, tenemos un continente (esta especie de cube ta dibujada por Freud en La in te rp re tación de los sueños) con un lím ite . Tenemos pasajes que implican por lo tanto barre ras, las cuales lim itan estos pasajes de un sistema a otro. Y tenemos uria c irc u la c ió n de algo. Es decir que, en ambos ca sos, se trata de un modelo tópico-económico (todos los modelos freudianos están en esa situación): es un modelo que implica, no exactamente, como en Descartes, figura y movimiento, pe ro figura y energía. Hay lugares y algo (un q u a n tu m ) que cir cula en esos lugares y entre ellos. Pese a esas semejanzas, yo creo que sobre todo en las dife rencias es interesante insistir:
1. La d is tin c ió n entre interno y externo es capital en el se gundo modelo; es ella la que regula el conjunto de su funciona miento. Por el contrario, en el primer modelo, el de La in te r pretación (le los sueños, tuvimos que interpretar, a partir de una nota de 1919 (es decir una nota contemporánea del segun do modelo), para ver que esta especie de cubeta lim itaba ver daderamente un interior y un exterior. Por otra parte, la dis tinción interno-externo está fundada, en el segundo modelo, en una diferencia de nivel. Insistí en el hecho de que el límite de la vesícula era correlativo a una diferencia de nivel energé tico entre el interior y el exterior, lo que supone precisamente que el sistema en el interior de la vesícula no es neutro, que tiene un nivel energético propio que podemos definir. Por el contrario, en La interpretación de los sueños, el sistema no tiene nivel propio, ningún nivel energético que proteger; es un sistema inerte, cuasi mecánico, cuasi físico. Es una especie de billar, con una pendiente, y cuya única finalidad es evacuar todas las bolas que entran allí. En otros términos, la energía que llega, en el sistema de La interpretación de los sueños, es puram ente extrínseca, y el sistema sólo tiene por fin reducirse al nivel a-energéi ico, al nivel cero. Un nivel que 110 es tal, en tonces: es la negación de todo nivel. 2. La misma distinción se encuentra en el nivel de las barre ras entre los sistemas. Hemos visto que, en La interpretación
fuerza. La forma últim a de la protección antiestímulo, lo que la mantiene en últim o análisis, es la contrainvestidura, es de cir, la energía que detrás de esta protección antiestímulo vie ne a efectuar una embestida contraria. No se trata ya de metá foras fisicistas, sino de metáforas de guerra, de lucha física; en resumen: lo que se ha llamado el «antropomorfismo» freudiano. Las oposiciones internas, o entre el interior y el exte rior, en el segundo modelo, están m uy marcadas por estas me táforas ingenuas, precientíficas. 3. La ley del sistem a, en los dos modelos. Esta ley es una fuente im portante de confusión, porque es enunciada de m a nera análoga, o en lodo caso confusa. Esta ley es el principio de placer o principio de constancia, principio formulado cierta cantidad de veces en Freud, y, generalmente, con confusión. «Los hechos que nos movieron a creer que el principio de pla cer rige la vida aním ica encuentran su expresión tam bién en la hipótesis de que el aparato anímico se afana por mantener lo más baja posible, o al menos constante, la cantidad de exci tación presente en él».35 Digo que es un principio confuso, am biguo, contradictorio, en la medida en que enuncia con una sola expresión dos cosas muy diferentes: mantener la cantidad de excitaciones «tan baja como sea posible» (por lo tanto, lle varla a cero) o «al menos mantenerla constante», lo que eviden temente puede pasar como un recurso de mal menor, pero que es en realidad muy diferente. Tenemos interés entonces, más allá de Freud o más acá (ya que esta distinción se encuentra en el «Proyecto de psicología»), en desdoblar el principio de cons tancia en dos principios: por una parte un p rin c ip io del cero
(o también principio de Nirvana) y, por otra, un p rin c ip io de. constancia propiam ente dicho, o (para evitar el término cons tancia) de nivel. Para mostrar cuán abusiva es la asimilación de Freud, basta con trazar (puesto que se trata de un modelo energético) el esquema que acabamos de ver.
Freud pretende que la constancia es una suerte de «recurso de mal menor» respecto del cero; un principio del cero «menos extremado», se podría decir. En nuestro esquema, sólo responde a esta definición el trayecto A: un descenso del nivel en la ener gía interna del sistema nos acerca a la vez al cero y a la cons tancia. Por el contrario, una pérdida de energía demasiado grande (B) aleja de la constancia al mismo tiempo que acerca al cero, y una ap o rtación de energía (C) puede incluso resta blecer la constancia. Sólo en situaciones bastante particulares podemos asimilar, y muy abusivamente, estos dos principios. El p rim e r p rin c ip io (el del cero) es precisamente el de L a in terpretación de los sueños. Es un principio extraído de un mo delo fisicista que se aplica, metafóricamente, a la circulación de cierta «X» en un sistema de huellas mnémicas (huellas de recuerdos) o, lo que es lo mismo, en un sistema de Vorstellungen (representaciones) o incluso, en una interpretación lacaniana, en un sistema de significantes. Ven ustedes, entonces, que modelo fisicista y modelo en el nivel significante, modelo lingüístico, están en plena cercanía. Por el contrario, el segundo p rin c ip io es un principio de orden biológico; es un modelo biologicomórfico (más incluso que antropomórfico, como antes dijimos). Este segundo princi pio que prevalece en el modelo de Más a llá del p rin c ip io de placer puede enunciarse así: esta vesícula viva (cualquiera que sea el nivel de su vida) busca restaurar su forma; entendiendo por eso, no ta l form a (ovoide o cúbica) sino el hecho de tener u n a fo rm a . Busca entonces restaurar su límite, volver a ence rrarse, cicatrizar. Y reencontrar su forma es lo mismo que re cuperar su nivel energético de base (donde lím ite y n iv e l se definen el uruj por el otro, exactamente como en la teoría de la Gestalt). Esta comparación entre los dos modeN iv e le s los, el de La inte rpre tación de los sued e l m o d e lo ños y el de Más a llá del p rin c ip io de de «M as a l l a del placer, nos puede ayudar a situarnos p r in c ip io d e p la c e r » un poco en lo que respecta al orden, de realidad que ha sido considerado en Más a llá del p rin c ip io de placer. El primer orden de realidad de este modelo es, evidente mente, el cuerpo. Es así como empieza el capítulo 4: es una vesícula viva, una bola de sustancia excitable, de prot.oplasma que tiene (exactamente como cualquier protozoario) una capa cu tic u la r o cutánea: es la famosa protección antiestímulo, cuya función receptora se especializa poco a poco en órganos. Esto
se presenta así, puesto que Freud describe la relación de c s i<• organismo con e! m undo exterior como la de dos órdenes di< energía, biológica y física. Se podría decir tam bién que, pul su utilización en el ejemplo del dolor, es en efecto un cuerpo en el sentido de un cuerpo viviente. Es que en este modelo el asunto es sin duda el dolor físico; no hay razón para no cu tender que la brecha limitada, de la que habla Freud, sea una brecha en el revestimiento cutáneo; la contrainveslidura invo cada es la de un órgano sufriente: todo esto se refiere a un esquema puram ente biológico. Por el contrario, es dudoso que en el esquema del traumn t.ismo el modelo sea utilizado esta vez como un cuerpo. La brt) cha que he dibujado no es fís ic a , muy por el contrario; Fanal insiste en ello: una herida física, una brecha cutánea impiden el traumatismo psíquico. Ustedes ven cuán complejo es todo esto. La oposición dolor-traumatismo nos parecía, en una pii mera aproximación, como una oposición cuantitativa: en un caso una efracción limitada, en el otro una efracción extendí da. Vemos ahora que en definitiva no es esta la diferencia real mente capital. Es que ya no estarnos en el m ism o terreno (le ap lic a c ió n del modelo cuando se trata del dolor y cuando se tra ta del traum atism o . Esto nos invita a concebir, con Freud, un segundo nivel de ese modelo: concebirlo ya no como un cuer po, sino como un sistema psíquico o un sistema nervioso. Por otra parte, esta vesícula comprende sistemas que son ellos mis mos categorías «psíquicas», la categoría «conciencia» por ejetn pío. Este sistema es utilizado esencialmente para explicar fe nómenos psíquicos: traumatismo, neurosis traum ática, sueñox de accidente. Pero entonces, ¿cuál es la relación de este apara to psíquico con el que le sirve de base, es decir, la ima gen de un cuerpo? Se trata evidenteC o m p le jid a d e s mente de tocar ahí el problema de I» de u n a significación del biologismo freudiano. « d e r iv a c ió n » Podríamos decir desde ahora que en un sentido es una relación de metáfora, una relación de comparación. Después de haber presentado la imagen de la vesícula, Freud, ahora, la traspone: ella nos sirve para entender, por analogía, algo que pasa en realidad en el nivel psíquico. Es así como habría que retomar la «vieja teoría del choque», es decir la teoría biológica de la lesión somática, y trasportarla a lo psíquico, pero precisamente despsiquizando este modelo biológico. La efracción no es histológica; no son las células las que están verdaderamente lesionadas; hay que volver a la idea del choque, pero, al mismo tiempo, hay
i|tie met.aforizarla en choque psíquico. Psiquizar el modelo bio lógico; pero tam bién, inversamente, podríamos decir (está en el mismo pasaje), utilizar nociones como la de espanto o de te mor a la muerte, pero despsicologizándolas, es decir, retomar del modelo psicológico lo que tiene de menos psicológico, darle mi fundam ento económico: por ejemplo, el espanto no se defi ne por un cierto tinte afectivo, sino por una noción bien preci sa, la impreparación de un sistema. Así, evidentem ente, este modelo es tomado como m etáfo ra, trasposición comparativa, analógica, de un orden de reali dad a otro. Pero Freud plantea otra necesidad tam bién impe rativa: m antener entre ambos una continuidad. La vesícula, el cuerpo, no solamente es una imagen; es tam bién el punto ilc partida de una evolución. Freud se aferra a describir una génesis del aparato psíquico a partir de este organismo. El apa rato psíquico no es solamente «a imagen de» (de un cuerpo); es una «diferenciación de», «a partir de». Es lo que yo designo con el nombre de derivación «metáforo-metonímica», es decir que hay trasposición de lo semejante a otro dom inio, pero, al mismo tiempo, continuidad, génesis del uno al otro. C ontinui dad y semejanza, después de todo, son dos términos mucho más clásicos que aquellos, puestos de moda, de m etáfora y m etoni mia (aunque estos tengan tam bién sus cartas credenciales des de hace mucho tiempo). Este movimiento metáforo-metonímico, ¿qué otra cosa es, después de todo, para decir las cosas senci llamente, que, por ejemplo, el movimiento de la generación? El niño que nace de la madre es, a la vez, pedazo, es decir, está en continuidad biológica, «carne de su carne» y al mismo I iempo se diferencia «a imagen de». El m ovim iento mismo de la generación biológica no es otra cosa que un movim iento de este tipo con todo su enigma (sobre el cual empezamos ahora a tener informaciones): ¿cómo un pedazo de algo puede deve nir imagen de ese algo? El m omento en el cual se ejemplifica el viraje de la metonim ia a la metáfora es, evidentem ente, el del nacimiento, momento en que se opera el corte en la conti nuidad (el corte del cordón), en que el niño deviene, en efec to, otro ser hum ano, lo cual impone por sí mismo que sea a imagen de los seres humanos que le dieron vida. Derivación metáforo-metonímica: he querido indicarles que no se trata ú ni camente de algo que es del orden del lenguaje, sino de algo que actúa m ucho más profundam ente y que debe ser concebi do como un movim iento a la vez real y conceptual. Los térm i nos de m etáfora y de m etonim ia no deben inducirlos a engaño; no se trata sólo de u n a m anera de decir, se trata de la m ane ra
de engendrarse en lo real y en el concepto a la vez. Engendrar se en lo real: acabamos de verlo, por ejemplo, en el proceso de la generación o en lo que Freud postula como una genera ción real del sistema psíquico a partir del sistema viviente. Pe ro tam bién derivación conceptual: la encontraríamos en el na cimiento, el parto —difícil, hay que decirlo claramente— de la noción de traumatismo psíquico desde el traumatismo físico.
14 de marzo de 1972 Esta exploración de los modelos freudianos, y en particular del modelo tópico, no puede menos que llevarnos a plantear la cuestión: ¿qué es un modelo?, ¿ y qué es un modelo, espe cialmente en ciencias humarías? El diccionario Robert propone una definición elemental de «modelo»: «representación simpll ficada de un proceso o de un sistema». «Representación»: este término implica figura, imagen, dispositivo; henos ahí remití dos a la tópica. Parece que se trata de una cuestión simple si la reducimos a la relación entre lo que figura y lo que es figu rado. Relaciones aparentemente extrínsecas, trasposiciones de términos o de relaciones al modo del «como si»: modelos fisicis tas, biológicos, polemológicos. . . Pero esta interrogación se com plica y deviene m ucho más interesante con el Freud de Más a llá del p rin c ip io de placer: ella nos lleva a presentir relacio nes íntimas, profundas, relaciones de ser que pueden existir entre lo que figura y lo que es figuraD e r iv a c i ó n do, aquí especialmente entre el modem e ta f o r o - m e to n im ic a : lo biológico y lo que se supone que rem o v im ie n t o d e l s e r presenta. Relación de ser: sin dar for zosamente a este térm ino toda su aura filosófica, digamos relaciones de génesis, de engendramien to, relaciones de derivación. «Derivación de las entidades psicoanalíticas» es el título de un artículo que publiqué hace al gún tiem po,3() en el cual intentaba superar precisamente una historia puram ente extrínseca del origen de los conceptos psicoanalítícos. ¿Están ellos tomados de la física, como la noción
3(1 En Hwnmage a Jean Hyppolile, París: PUF, 1971, págs. 195-215; re tomado en Vie el mort en psychanalyse. París: Flammarion, 1974, págH. 127-39. [Kd. en castellano: Vida y muerte en psicoanálisis, Buenos Aires: Amorrortu editores, 1973.]
(le energía? ¿Están tomados del arte de la guerra, de la biología, como la noción de defensa? He intentado demostrar que esta relación extrínseca podía ser superada, siguiendo este pasaje de un dom inio a otro como un verdadero m ovim iento real de engendramiento, y no sólo un engendramiento de nociones; un engendramiento de entidades. ¿Entidad? El yo, por ejemplo, es una entidad psicoanalítica; es, si se quiere, una suerte de noción real o realizada. Esto implica la idea, con la cual debe mos familiarizarnos, de que los «seres psíquicos» no pueden ser abstraídos de la manera como se los denom ina o, viceversa, (|iie su concreción en la teoría (la manera como aparecen y se desarrollan) tiene una relación íntim a con su concreción en el ser hum ano. E n otros términos, el análisis nos obliga a pensar en un cierto nivel que es aquel de una suerte de universal con creto, donde es ilegítimo separar radicalmente el ser psíquico del concepto, y este de los modos mismos de su formulación. Tomemos esto más concretamente, según el modelo de M ás a llá del p rin c ip io de placer. ¿Qué es lo que figura y qué es lo figu rado en este modelo? Lo que figura (lo hemos dibujado varias veces) es una suerte de dibujo de una envoltura, o incluso de múltiples envolturas superpuestas, con un contenido, una cierta relación entre un interior y un exterior. Este «figurante» ele mental (el dibujo) no nos ha detenido verdaderamente, nos ha servido de apoyo; aclaro, por otra parte, que Freud, en Más a llá del p rin c ip io de placer, no lo ha dibujado en ninguna par te. En cuanto a lo «figurado», rápidamente hemos encontrado ¡d menos dos niveles (pronto encontraremos tres): el nivel bio lógico (ese dibujo que figura un organismo elemental encerra do en una piel con cierto nivel energético correlativo a los fe nómenos vitales) y un nivel psíquico. Es entre estos dos nive les donde juega esta formulación: modelo biológico del aparato psíquico. Para intentar aclarar esta formulación, he recorrido esos dos términos «cómodos» de m etáfora y de m e to n im ia. Es tos términos a los cuales volvió a otorgar su lugar el lingüista estructuralista Román Jakobson; términos de la retórica anti gua, de la antigua ciencia de las figuras del lenguaje, o tropos. Pero la oposición fundam ental de estas dos figuras (entre m u chas otras) sólo reposa en una oposición clásica en sí misma, particularmente la de dos tipos de asociación de ideas: la aso ciación por contigüidad y la asociación por semejanza. Es im portante observar que Jakobson retoma explícitamente una de finición de la m etáfora por la semejanza y de la m etonimia por la contigüidad. Hela aquí: La m etáfora (la. m e to n im ia) es la. afectación de u n sig n ifican te a u n significado secundario aso
ciado p o r ¡semejanza (por co n tig üid ad ) a l sig n ificad o p rim a rio . Para una m etáfora o una metonimia hacen falta, pues, tres términos: dos significados y un significante que se desplaza. Este fenóm eno de sentido, este desplazamiento de signifi cante no está necesariamente situado en el nivel del lenguaje, del lenguaje verbal en todo caso. Por ejemplo en M ás a llá del p rin c ip io de placer; allí el significante no es una palabra, po dría ser el dibujo que he trazado muchas veces:
Su significado primario es el organismo y su significado se cundario el psiquisrno. El fenóm eno sigue siendo el de un des plazamiento de este significante, o modelo; y la primera cues tión consistiría en saber cuál es el tipo de asociación entre los dos significados: semejanza, contigüidad, o tal vez ambas. Pe ro antes de volver a M ás a llá del p rin c ip io de placer, quiero recordar aquí, en cuanto a la teoría de la m etáfora y de la me tonim ia, las dos posiciones extremas, que considero personal mente tan poco sostenibles una como otra. 1. P osición que da toda significado. Según esta interpretación, Ni e m p i r i s m o metáfora y m etonimia no hacen más DE L S IG N IF IC A D O . que corroborar, en el plano del lengua NI f o r m a l i s m o je, analogías o contigüidades que ya D E L S IG N IF IC A N T E existen en lo real; no hacen más que signar lo que existe. Yo digo que alguien es un león porque he percibido previamente la analogía entre ese león y esta perso na, por ejemplo, la valentía; la m etáfora sólo la ratifica. Vea mos otro ejemplo aparentemente un poco más complejo: «Les Halles son el vientre de París». Esta m etáfora presupondría la posición explícita de una analogía, la percepción de la igual dad de una relación: Les Halles París
Vientre Individuo
lis una posición que niega a la m etáfora y a la m etonim ia toda creatividad: no son sino maneras de expresarse, modos de ar gumentaciones. Es en definitiva lo que encontramos en una obra de Perelnian, que precisamente se intitula T ratado de la argum entación::t7 metáfora y metonimia son artificios para uso del retórico o del orador. 2. Posición inversa, también absoluta: no hay en la naturale za, en el significado, ni contigüidad ni semejanza; estas sólo son creadas por las metonimias y las metáforas que las desig nan. Es la teoría de la p rim a c ía absoluta de lo que ocurre en el nivel del significante-, lo que es dicho deviene verdadero, el significante es creador de efectos de significado. Esta posi ción es llevada al extremo por Lacan, quien se apoya, por ejem pío, en esta frase de la poesía surrealista: «El amor es una piedra que ríe al sol». Ninguna semejanza en lo percibido entre el amor y una piedra que ríe al sol; esta metáfora, creada por entero, retroactivamente amplía, enriquece, nuestra aprehensión del amor, le da toda un aura poética, pero no se funda en nada que sea del orden de una analogía real, perceptible: la m etáfo ra crea un «efecto de significado». Es de la misma manera, pre tende Lacan, en cuanto a la metonimia: «Treinta velas apa recieron en el horizonte». Lacan critica (de modo poco convin cente) la idea de que aquí la parte sea tomada por el todo, la vela por el conjunto del navio. El efecto metonímico es posi ble, dice Lacan, no porque existan en lo real barcos con velas, sino porque existe en el lenguaje la expresión «barco de vela». Kn otros términos, la única contigüidad que reconoce Lacan como fundam ento de la metonim ia es una contigüidad en la cadena de un discurso existente. Evidentemente, la expresión «barco de vela» existe y es común, pero cuando —otro ejemplo— se designaba a las familias o a las casas como «fuegos» —un pue blo de cincuenta fuegos—, un «fuego» no se apoyaba aparente mente en una locución consagrada, del género de la de «barco de vela». A esta posición de Lacan, que deniega todo fu n d a mento real a la metonimia, Jakobson, lingüista, no la sostuvo nunca. Yo diría que se abre sobre muchas dificultades, y en particular la de distinguir m etáfora y m etonim ia a partir de un orden, de una estructura que no sea una estructura de se mejanza y de analogía real, sino únicamente estructura lenguajera [langagiére]. Y no es por azar si, queriendo fundarse en una estructura 17 Ch. Perelnian y L. Olbrechts-Tyteca, rís: PUF, 1958.
Traite de t’argumentation, P a
puramente «significante», Lacan llega a proponer ejemplos de metáfora y de m etonim ia cuya denom inación misma plantea problemas. Pienso en particular en un ejemplo desarrollado con bastante am plitud, que pretendidamente es un ejemplo de me táfora, la famosa imagen en Booz dorm ido: «Su gavilla no era avara ni tenía odio». Figura de la cual se puede decir también, y quizá con mayor razón, que se trata de una metonimia, pues to que Booz es remplazado por algo que es una de sus perte nencias.38 Por lo tanto, dos posiciones extremas con relación a estas figuras lenguajeras: a. posición empirista: m etáfora y metonimia no crean nada; b. posición formalista: m etáfora y metonimia no se apoyan en nada real, toda su eficacia importa al orden del significante. Digamos, por nuestra parte, que hay que rechazar estos dos extremos; y no en favor de una posición ecléctica: pero hay un movimiento que podemos llamar dialéctico, entre estas con tigüidades y semejanzas preexistentes, y las figuras que vie nen a ampliar estas direcciones ya indicadas en puntillado, sea en lo real, sea en el lenguaje tal como nosotros lo recibimos. Una metáfora como la m etáfora surrealista sólo puede existir sobre el fondo de metáforas ya sedimentadas en el lenguaje. Es evidente que metáfora y m etonim ia tienen un efecto crea dor y que constituyen una aportación de sentido —el enrique cim iento del lenguaje se debe exclusivamente a esto—, lo cual no implica de ninguna manera una prioridad absoluta del or den del significante: los efectos de sentido siempre se apoyan en semejanzas y en contigüidades pre-lenguajeras. Pero, sobre todo (y es lo que más me U n a s ig n if ic a n c ia interesa), esto nos lleva a considerar mas aca d el procesos m ás acá de los procesos pui .f. n g u a j e ram ente lenguajeros habitualm enU i denom inados m etáfora y m etonim ia. Nos lleva a detenernos en lo que ocurre en el nivel del lazo de los significados, más tal vez que en el nivel del desplaza m iento del significante: concebir un modo de derivación, de génesis, que sea génesis de las entidades, y no sólo extensión del lenguaje, evolución del léxico; concebir que la metáfora no es sólo un procedimiento de estilo, sino que, a l menos en w Todo verdadero símbolo se apoya sobre un complejo de ligazones me tafóricas y metonímicas: es el caso de la «gavilla de Booz».
el d o m in io psíquico, en el cua l nos situam os a q u í, en psico análisis y con Freud, ella es quizás una relación real entre lo que es el modelo y lo que se engendra a partir de ese modelo. V orbild es un térm ino que vuelve con frecuencia en Freud, y para el cual, en la traducción, dudamos entre «modelo» y «pro totipo», lo que no deja en sí de tener significación porque la noción de V orbild implica una relación intrínseca mucho más estrecha que la de una simple referencia epistemológica. Cuan do Freud dice, por ejemplo, que el duelo es el V orbild de los estados melancólicos, piensa ciertamente en algo mucho más profundo que en una referencia extrínseca que facilitara en tender mejor, en el plano científico, qué es la melancolía. El duelo tiene una relación íntim a con la melancolía, de la que constituye tal vez el núcleo mismo. Es un modelo que, al mis mo tiempo, es el punto de partida de una génesis.
Volvamos a nuestro esquema tópico: la vesícula. ¿En qué nivel toma Freud esta vesícula? Quizás estemos en condiciones mejores, no diré de decidir sobre esto, sino quizá de rehusar nos a d e cid ir. Hemos dicho que era el modelo de un cuerpo; después, que era el modelo de un aparato psíquico. Pero ade más, según Freud, sería un aparato psíquico derivado de un cuerpo por vía de especiaiización: la parte que retoma ciertos atributos (como el hecho de tener un aparato protector), cier tas funciones, ciertos problemas que se le plantean al todo. Esta derivación de lo psíquico a partir de lo somático es sen sible precisamente en el funcionam iento mismo de este apara to y en lo que le ocurre a partir de lo que hemos estudiado, con Freud, como traum atismo.39 Sin embargo, esta situación del modelo del aparato psíquico por referencia al modelo de un cuerpo está lejos de resolver todos los problemas. Persiste un inte rrogante, que quizá permita hacer vi S i t u a c i ó n d f.i. rar todo. Es la cuestión del origen y de T R A U M A T IS M O la situación de la energía traum atizan l*( >R R E L A C IO N A te por relación a una periferia, puesto U NA P E R IF E R IA que lo esencial de nuestro modelo a9 Con J.-B. Pontalis, hemos tenido la ocasión de interpretar la m ane ra en que se elabora la noción de traumatismo psíquico en estas postrime rías del siglo XIX: exactam ente como el aparato psíquico está en una situa ción de derivación metáforo-metonímica respecto del cuerpo, lo está la no ción del traum atism o psíquico respecto del traum atism o físico. Cf. J. I.aplanche y J.-B. Pontalis, VucabiUaire de la psychanalyse, París: PUF, 1907, pág. 286.
consiste en distinguir un exterior y un interior a uno y olio lado de un límite. Si este modelo es conjuntam ente el de un cuerpo y el di' un aparato psíquico, ¿hay que pensar que la energía trauma! I zante, cualquiera que sea el sentido que demos a este término «energía», es de origen externo, físico? En ese caso, el aparalu psíquico, especialización del aparato somático, lucharía sin em bargo contra las mismas agresiones que este, simplemente que con medios más especializados y evolucionados. ¿Sería necesa rio, por el contrario, no confundir ya las dos periferias e invei tir los términos, hablar, como lo hace a veces Freud, ili* p e riferia interna'? Hablar de «periferia interna» tlel aparato pul quico es introducir una posibilidad totalmente distinta y un ni vel muy diferente de interpretación del modelo. Es, en efecto, suponer en el aparato psíquico mismo una suerte de subestruc tura para la cual una parte de lo psíquico es como extraña. Hit blar de «periferia interna» es simplemente introducir un tercer nivel del modelo: el m odelo del yo. Y es muy característico que Freud introduzca esta noción del yo a propósito de las neil rosis traumáticas (al final del capítulo N o c io n d e l y o IV de Más a llá del p rin c ip io de pin a p r o p o s it o d e l a s cer) para destacar luego al comienzo n e u r o s is t r a u m a t ic a s del capítulo V (utilizando a la vez la continuidad y la escansión del cambio de capítulo) la cuestión de las excitaciones de origen interno que están en el origen de las neurosis, es decir del traumatis mo provocado por la misma energía pulsional. Los dos últimos párrafos del capítulo IV constituyen el ter cer desarrollo —que yo había anunciado antes— concerniente al traumatismo: «En cuanto a las “ neurosis de guerra” (en la medida en que esta designación denote algo más que la referencia a lo quo ocasionó la enfermedad), he puntualizado en otro lugar que muy bien podría tratarse de neurosis traumáticas facilitadas por un conflicto en el yo. [Freud se refiere aquí a un breve texto, interesante por su libertad de espíritu: «Introducción a “ Sobre el psicoanálisis de las neurosis de guerra ’», 1919.] El hecho ci tado su p ra de que las posibilidades de contraer neurosis se re ducen cuando el traum a es acompañado por una herida física [hecho en efecto totalm ente apasionante: si las dos periferias coinciden, si la periferia del organismo y la del aparato psíqui co están vueltas a p r io r i hacia el mismo lado, ¿cómo se expli ca que una lesión de los tejidos protectores provoque una es pecie de vacuna o de defensa que impide que exista una neu
msis traum ática en el nivel de la periferia del aparato psí i|iiico?] deja de resultar incomprensible si se toman en cuenta dos constelaciones que la investigación psicoanalítica ha puesiii de relieve. La primera, que la conmoción m ecánica debe ad mitirse como una de las fuentes de la excitación sexual (cf. mis observaciones en otro lugar, Tres ensayos de teoría sexual, solue el efecto de los sacudimientos mecánicos y los viajes en ferrocarril). [Este primer hecho al cual Freud se refiere con liecuencia (aunque pase a m enudo inadvertido para el lector) ••s la idea de que toda conmoción del organismo tiene un efeclo marginal, que es la neogénesis de uria excitación sexual. Es esto exactamente lo que Freud llamaba, en Tres ensayos de teoría sexual, una de las fuentes indirectas de la sexualidad. Es uno de los fundam entos para considerar que la teoría del apuntalam iento de la sexualidad sobre un fenóm eno biológico es absolutamente central en Freud. A partir de una conmoción cualquiera, aunque no fuera específicamente sexual —por ejem plo ese viaje en ferrocarril o, aún más, ese cataclismo del ferrocarril— puede surgir una pulsión sexual; y en el caso del cataclismo del ferrocarril se trata verdaderamente de un de sencadenamiento pulsional, traumatizante desde el interior, so bre su periferia interna, el yo. En otros términos aún, no es la conmoción mecánica directamente lo traumático: necesita de un disparador, que es la excitación sexual; y es este aflujo de excitación sexual lo traum atizante para el aparato psíqui co.] Y la segunda, que el estado patológico de fiebre y dolores ejerce, mientras dura, un poderoso influjo sobre la distribución de la libido. Entonces, la violencia mecánica del traum a libera ría [este término de liberación es importante: se trata de un fenómeno de liberación en el sentido exacto del E ntbindung] el q uan tum de excitación sexual, cuya acción traum ática es debida a la falta de apronte angustiado; y, por otra parte, la herida física sim ultánea ligaría el exceso de excitación al re clamar una sobreinvestidura narcisista del órgano doliente [Freud se refiere aquí a su texto sobre el narcisismo]».40 He term inado por hoy con este modelo, que nos conduce ¡i la idea de que es esencialmente en el nivel de la periferia del yo donde hay que considerar fenómenos como los del trau matismo, la angustia y la pulsión.
111 S. Freud, Más allá del principio de placer, Ire corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
op. cü . , págs. 32-3. En-
11 de abril de 1972 Nuestra digresión de la vez pasada, en el dom inio «paralln güístico», con las nociones de metáfora y de metonimia, tenia por objeto situar y comprender lo que ocurre en las diferentCH tópicas puestas sucesivamente en primer plano por Freud. Kn mejor entender a la vez lo que sucede en la relación de las Iiim tandas unas con otras (porque las instancias son precisamente las subestructuras de estas tópicas) y Dos t ó p i c a s . . lo que podemos suponer acerca de mu génesis. Clásicamente se distinguen dos grandes tópicas freudianas: La p rim e ra tópica-, sus instancias son situadas como In a m dente, Preconciente y Candente-, dominios claramente deliml tados los unos por relación a los otros, puesto que incluso están separados por barreras y que, a ellas, primeramente, presta to da su atención Freud (pienso en La interpretación de los sur ños, donde la noción de censura es puesta en primer plano como lo que forma el límite y lo que filtra el pasaje de una instancia a otra); dominios, entonces, claramente separados y fundados, en su distinción, por un mismo acto preciso y neto que serla el acto de la represión; en esta primera concepción, el incon cíente termina por ser más o menos coextensivo a lo reprimi do; dominios, en fin, caracterizados, de manera al cabo bastanli1 abstracta y psicologizante (puesto que son distinguidos refirién dolos a la noción de conciencia), por modos de funcionamiento psíquico diferentes. Im segunda tópica distingue el ello, el yo y el superyó; y en el seno mismo de estas instancias hay otros sistemas más complejos, como los «ideales». Dominios designados en este ca so de manera más gráfica, incluso imaginaria, puesto que son una suerte de personas las que se ponen en escena, en relación unas eon otras, como personajes interiorizados. La segunda tó pica marca la influencia, en el pensamiento de Freud, de la elaboración de las nociones de identificación y de interioriza ción de los conflictos externos. Las identificaciones, nos dice Freud a veces, son «precipitados» (en el sentido cuasi químico del término) de experiencias. Ven ustedes cómo, con esta no ción de identificación y la de «precipitado», nos situamos más bien en el dom inio de la analogía. El superyó, por ejemplo, se comporta corno se comportaba antaño la instancia parental. En resumen, en un primer análisis, estas instancias serían una suer te de m etáfora realizada. Sin embargo, en este segundo siste-
uta es igualmente importante la función de la continuidad, junto con la función de la analogía. Así, el ello es una instancia gené ticamente primera a partir de la cual se diferenciaría, como mía función o como un grupo de funciones particulares, el yo. Aunque esta diferencia que esbozo ahí no sea tan absoluta, se podría decir que la distinción entre Conciente, Preconciente <• Inconciente era una distinción claramente marcada y una se paración que iba retrogradando del Preconciente al Inconcien te, puesto que el Inconciente es fundado retroactivamente por un acto de represión; por el contrario, en la distinción ello-yo, el ello es primero y el yo se formaría por una diferenciación genética pero continua. La perspectiva es entonces muy dife rente. Freud dibuja el esquema de este aparato psíquico en una página de E l yo y el ello, y tam bién al final de una de las Nuevas conferencias de in tro d u cc ión al psicoanálisis. Es una especie de ovoide que marca bien esos dos aspectos, continui dad de un lado, neta barrera del otro. Freud intenta sintetizar ¡illí lo que ha podido decir en la primera y en la segunda tópica.
Con esta continuidad de un lado, esta ruptura del otro, en contraríamos fácilmente las correspondencias con los procesos de la m etonim ia y de la metáfora. Entre estos dos sistemas, el de la priY su mera y el de la segunda tópica, nos demsAGRA: tuvimos en el esquema, mucho más i .a v e s í c u l a incompleto, de M ás a llá del p rin c ip io de placer, que es interesante por su misma ambigüedad. Hemos visto que era imposible situar defi nitivam ente ese modelo de la vesícula porque era interpreta ble al menos en tres niveles: o. Es el modelo de u n cuerpo, un cuerpo elemental, el de un animalejo protoplasmático. Todo animal se caracteriza por
una forma cerrada, una (testal t, que define en su interior, pui relación a su exterior, determinado nivel energético. b. Pero es tam bién, en su segundo tiempo, u n aparato ps( (¡uico con diferentes partes ya especializadas: defensas, desln nadas con el térm ino de protección antiestímulo; su sistema conciencia, esta capa inm ediatam ente situada por debajo do la protección antiestímulo; por últim o, las capas profundas, tic donde provienen las sensaciones de placer-displacer. c. Tercer nivel: esta vesícula es finalm ente, y quizá sobre todo, u n yo. No es, en manera alguna, que la noción do yo fue ra introducida por primera vez en esos años de 1915-1920 Si* puede en efecto demostrar muy circunstanciadamente que el yo está presente desde los principios del pensamiento de Freml y, podríamos decir, con lo esencial de sus dimensiones ulterlo res, ya «armado de todas armas». Así, en Estudios sobre la Iris te ria (en el capítulo sobre «Psicoterapia sobre la histeria»), el yo (y esto no im porta para esta noción de tópica) es definido como una suerte de espacio. El espacio del yo es como un en pació cerrado, al cual se llega a través de un desfiladero con.sl derado como el desfiladero de la conciencia. Esquema espacial, totalm ente simple, (pie Freud no duda en retomar en Conferencias de introducción a l psicoanálisis, por ejemplo en el capítulo 19: Im aginen ustedes el sistema psl quico compuesto por dos salas, una sala mayor, una especie de antesala: el Inconciente, donde se encuentran las pulsin nes; un segundo cuarto, un salón que es, digamos, el sistema Preconciente, el yo. La Conciencia, nos dice, no es uno de eso» cuartos, es un personaje en el interior del segundo cuarto; es, si ustedes quieren, el dueño de casa, el que recibe las repro sentaciones que quieren entrar en esta segunda sala. La Con ciencia tampoco es el guardián que permite o impide pasar do una pieza a otra: el guardián es la censura. Encontramos pues aquí41 (y Freud apenas se excusa de ello) una concepción es p a c ia liza n te del aparato psíquico, y tam bién, deliberadamon te, una concepción antropomórfica. Ustedes ven que, cuando so habla del yo, casi necesariamente nos vemos llevados a lia blar de espacio, a hablar de tópica. El yo es, en prim er lugar, un yo-cuerpo, leeremos en El yo y el ello. Otro aspecto tam bién presente muy temprano es la concepción energética ilcl ■yo. En el «Proyecto de psicología» el yo es definido como una suerte de red de neuronas, investida de manera constante; una 11 8. Freud, Conferencias de introducción 1978, pág. 270.
al psicoanálisis, en OC, 1(1.
de masa im antada con c ierta energía, atractiva o repul siva, poco importa, y capaz de ejercer su acción fuera de sus propios límites.
M u e rte
Los procesos que se sitúan en la proximidad del yo, diga mos tam bién de los procesos neuronales, se encuentran bajo la influencia de esta fuerza de imantación o de gravitación, ile suerte que el yo puede ejercer un influjo inhibitorio sobre i*l fluir de la energía a lo largo de esas vías. Freud llama «pro ceso secundario» a esta capacidad que tiene el yo de inhibir, de moderar los decursos de energía que se sitúan cerca de él. Finalmente, el yo engloba en el proceso secundario procesos que, por su naturaleza, serían procesos de decurso «salvajes», libres, como esos que percibimos, por ejemplo, en el sueño o en el síntoma. El yo es entonces un «cuerpo» en todos los sentidos del tér mino: organismo, cuerpo constituido, corpus de representacio nes; un cuerpo limitado, espacial, investido. Así empezamos a descubrir la fecundidad que guardan las ambigüedades de M ás a llá del p rin c ip io de placer. Cuerpo, sistema psíquico, yo, están en T a n g e n c ia y una relación compleja que no podría k n c a je ser zaryada por un «o b ie n . . . o bien». Se pueden leer estos diferentes nive les encajados los unos en los otros, cada uno reflejo, tal vez microcosmos del otro. Henos allí en el dominio de la analogía, pero este encaje no es una simple analogía. El sistema nervio s o no es simplemente un cuerpo pequeño, sino que es una par te especializada del cuerpo. Y el yo, sobre todo, en su relación con el cuerpo, no es esta imagen concentrada de la totalidad, este reflejo de la realidad que pretende ser; el yo (hay que ha blar de él como de un personaje) se pretende función de sínte sis. Pero no es más que parte, y a esta síntesis que él de continuo pretende operar por fuerza, la produce tanto por exclusión de
la que rehúsa dejarse englobar como por inclusión de lo qut' él puede asimilar a sí. Excluye de sí todo lo que es incapaz (je plegarse a esta «compulsión de síntesis» (el término es de Freuil); excluye de sí, precisamente por la represión, aquello que no puede incluir en su totalidad. Tenemos entonces un encaje «lo estos diferentes niveles, pero tam bién, en ciertos puntos, un» suerte de coalescencia. Así, lo que Freud designa como «siste m a Percepción-Conciencia» se tiene que concebir situado en la periferia, en el límite tanto del cuerpo como del yo. Lo que nos invita a imaginar, simplemente a título de apoyo temporil rio, una suerte de encajes tangenciales.
Esta idea de un encaje tangencial evoca el esquema del ca pítulo VII de La interpretación de los sueños, donde había en rollamiento del esquema sobre sí mismo, de suerte que se llegabii a la idea de un sistema psíquico enrollado, pero que era tan gente, en el punto en el cual el cilindro se cierra de nuevo, a otro circuito: el de las respuestas somáticas a la excitación.4La forma de los esquemas de la segunda tópica (no en el esque ma simplificado que he dibujado aquí) puede también evocar esta noción de tangencia. Tangencia y encaje, volvemos a en contrar allí de nuevo lo que hemos expresado de manera m u cho más a la moda: m etonim ia p ara la tangencia, lo que supone unos puntos de continuidad; m etáfora p a ra el encaje, lo que supone que, precisamente, lo que se encaja está constituido, en pequeño, a imagen de lo otro. Lo que nos importa es el pa saje continuo de un nivel de realidad a otro, intentar aprehen der el juego entre estos distintos «recintos», que en ciertos momentos pueden coincidir, acercarse unos a otros, o diver gen A quí yo evocaría la obra de un autor actualm ente un tan to olvidado: se trata de Federn, quien insiste justam ente en esta noción de «límites del yo», en el carácter dinám ico de es42 Cf.
supra, pág. 179.
los límites, en el hecho de que están sin cesar en un movimienlo de expansión o de contracción, en virtud de lo cual en ciertos momentos el yo puede concentrarse (lo veremos en un instan te) prácticamente en un punto, y en otros, por el contrario, se podría decir, dilatarse hasta hacer coincidir su instancia con <•1 cuerpo y su investimiento con el investimiento corporal.43 A esto, lo podemos aprehender con D o l o r y t r a u m a t is m o Freud, por relación a aquello que vieit r a c c i ó n , p e r o ¿DE ne a atacar la envoltura hasta hacer que e n v o ltu r a ? efracción en ella. Hemos visto que es ta efracción se llamaba dolor y también trau m atism o ; añadiremos que esta efracción se llama tal vez también p u ls ió n o incluso an g u stia. En Más a llá del p rin c ip io (te placer hemos considerado dolor y traumatismo como irrup ciones de sumas de energía no-ligadas, en una brecha de la en voltura de la vesícula. Sin embargo, una de las distinciones de Freud entre el dolor y el traum atismo es poco convincente: el dolor sería una efracción limitada, el traumatismo una efrac ción extendida. Esto es poco convincente porque, en realidad, tenemos la impresión de que, en cada una de esas dos situacio nes, nos encontramos en un contexto diferente. Cuando Freud habla de dolor, se trata del dolor físico y de la efracción del revestimiento físico cutáneo, y no del dolor moral; cuando ha bla de traumatismo, por el contrario, sólo se refiere al traum a tismo psíquico, y en este caso es la protección antiestímulo psíquica la que se ha roto. Así, en este paralelismo, la diferen cia entre dolor y traumatismo es, más que una diferencia cuan titativa, una diferencia tópica: son dos envolturas diferentes las que están enjuego, la envoltura del cuerpo y la envoltura del yo. Una de esas envolturas es ciertamente física, está en nuestro espacio com ún, en el espacio del cuerpo. Pero la otra, ¿en qué espacio está? ¿D irem os que la envoltura del yo está en el espacio p síquico? Pero lo extraordinario es la necesidad fie concebir, a pesar de todo, estos dos espacios como suscepti bles, en algunos puntos, de venir a tocarse tangencialmente el uno al otro. Por m uy heterogénea que al comienzo pudiera parecer esta teoría def dolor y del traumatismo —porque se si túa, se podría decir, en dos mundos diferentes—, tenemos la prueba de que estos dos espacios deben finalm ente poder ser concebidos de alguna manera dentro de un mismo esquema: he43 Cf. P. Federn, La psychologie
rula del cuerpo, efracción del yo. E xín te en efecto este fenóm eno extraordl d e l yo nario: la herida del cuerpo, en el momento de un acontecimiento con siderado traum atizante, durante un cataclismo, viene precisa mente a im pedir la efracción del yo. ¿De qué modo? ¿Movill zándolo quizá? ¿Concentrándolo en un punto? Freud se refiere a esta concentración en un punto remitiéndonos a «Introduc ción del narcisismo», donde es descrita de la manera más ex plícita esta capacidad de expansión o de retracción del yo (Mi ciertas circunstancias. Son numerosos y sorprendentes los casos de trastrocamien lo en el investimiento del cuerpo propio que repercuten, pro bablemente por la intermediación de modificaciones del yo, sobre un estado psíquico determinado: una enfermedad somrt tica puede provocar la remisión temporal de la esquizofrenia (y conocemos la utilización que de esto se hace en el t ratamiento insulínico); un dolor orgánico es capaz de hacer disipar los iu vestimientos amorosos: el amor, como la sublimación poética, cede ante el dolor de muelas del poeta, etc. Así como, se po dría decir, la herida física es una profilaxis del traumatismo psíquico, el dolor somático es lo que nos cura repentinamente del amor. Situaciones empero bastante próximas una de la otra si consideramos, con Freud, el amor como una suerte de empo brecimiento del yo en libido, una suerte de fuga del yo en el sentido en que hablamos de una fuga de un fluido o de una fuga energética. El dolor es lo que llega a oponerse al amor, a reconcentrar la libido en un solo punto e im pedir así esta fuga energética. Después de este ejemplo de una con D il a t a c ió n centración del yo en un punto del cuer del yo po, he insistido en el ejemplo inverso, o sea el de una dilatación, que regis tramos en el caso del dormir y del soñar.44 ¿Dónde está el yo en el sueño? Recordemos que esta cuestión encuentra su seni l do por una comparación con el síntoma. En este, el yo es di rectamente partícipe, tanto que uno puede descubrir ahí, con la misma justificación que el deseo del ello, un «deseo del yo*. Ahora bien, advertimos que, en el sueño, el yo es impotente para impedir la realización del deseo inconciente. ¿Diríamos por eso que está adormecido? Esa 110 sería más que una nueva metáfora, que no aportaría tal vez gran cosa. Pienso que lejos
C o n c e n tr a c ió n
44 Cf.
supra, págs. 122-3.
(le estar adormecido en el sueño, habría más bien que conside rarlo omnipresente; y es eso lo que Freud nos deja entender cuando habla de un egoísmo absoluto del sueño. ¿Dónde está el yo en el sueño? Desde luego que hasta podemos indicarlo en tal o cual personaje de la acción, pero más estructuralmente, más profundam ente, está presente en un deseo que reapa rece en todo sueño (tan presente que ya no se lo nota), y que es un solo y único deseo del yo: el deseo de dormir. Frente a toda la m ultiplicidad de veleidades o voluntades de nuestro yo de vigilia, hay, en el estado de reposo, un verdadero «pool» de deseos yoicos, que son todos retomados, reunificados bajo un solo gobierno, el deseo único de dormir. Lo que explica que las voluntades particulares del yo queden difum inadas y aban donadas: es porque el yo hace las mayores concesiones para mantener lo esencial, que es el reposo necesario para la recons titución de un nivel energético de base: necesario entonces, precisamente, para la re stitu ción del nivel económ ico ileí yo. En el dolor, el yo se concentraba en un punto del cuerpo: en el dormir, se dilata hasta coincidir con el límite corporal mis mo: es, entonces, yo-cuerpo. Así se podría decir que el yo pasa a ser la escena del sueño, que justamente, por definición, no se ve. Esto no deja de evocar la teoría de Bertram Lewin a propósito de esta escena del sueño: existe algo que no vemos en el sueño porque es, justam ente, la «pantalla blanca», el fon do sobre el cual viene precisamente a proyectarse el sueño. Para B. Lewin, esta «pantalla blanca» no es otra cosa que la reviviscencia alucinatoria del fondo blanco que es para el niño el pecho materno. ¿Yo y lím ite corporal? Freud mismo es totalm ente sensible al problema de su relación y, en El yo y el ello, precisamente en el pasaje en el cual introduce el esquema del aparato psí quico, enuncia esta frase que puede parecer enigmática, pero que corrobora totalm ente lo que tratamos de definir aquí: «El yo no es sólo una superficie, es la proyección de una superfi cie». Lo que quiere decir: el yo, por supuesto, es «una superfi cie», puesto que es la parte diferenciada, superficial, ligada a la percepción, del aparato psíquico. Por lo tanto está en conti n u id a d con el aparato psíquico; pero, al mismo tiempo, es la «proyección de una superficie» en el sentido de que es desdo blamiento del cuerpo, de que la superficie que lo constituye no es otra cosa que la proyección (tanto en el sentido de una proyección geométrica como de una proyección neurológica) del lím ite de la superficie del cuerpo. Por lo tanto, el yo es órgano diferenciado, ciertamente, pero es tam bién proyección
del cuerpo, es un cuerpo interno, es un cuerpo tangencial al cuerpo biológico. El problema entonces es el de su 'periferia. ¿Qué quiere decir la periferia del yo? ¿Qué significa una efrac ción en esta periferia? Freud habla a veces de «periferia inter na», térm ino que más viene a plantear A r T IC U L A C IO N un problema que a resolverlo verda DEL Y O Y DEL C U E R P O deramente. ¿Qué es lo que viene a EN EL P U N T O traum atizar al yo, de qué lado es él DF. IM P A C T O traumatizado? ¿Es traumatizado del la DE LA PU LSIO N do del cuerpo?, ¿del lado de las pulsio nes?, ¿se trataría de lo mismo?, ¿es traumatizado del lado de las representaciones que especifican la pulsión, representaciones cuya situación en el interior del aparato psíquico tenemos que indicar? Ven ustedes que ju n to a los términos de dolor y traum atis mo introducim os ahora, para intentar definir la envol tura del yo, este nuevo térm ino enigmático: la p u lsió n . Enig mático en el sentido de que, aunque provenga del interior, la pulsión se comporta siempre como un cuerpo extraño; para el yo, ella ataca desde el exterior. 0 bien formulación inversa: aunque provenga del exterior, si se considera que la pulsión sólo es especificada por representaciones y recuerdos, ella ex trae todas sus fuerzas del recurso a las energías internas. Este debate con el problema de la pulsión lleva a retrabajar, o a tras trocar completamente, el modelo de la vesícula, quizás a en contrarlo en este caso caduco e insuficiente. Me falta citar aquí otro pasaje de Freud, a continuación de los precedentes, que parecería denegar a su «vesícula» toda «periferia interna»: «Hemos puntualizado aquí que la vesícula viva está dotada de una protección antiestímulo frente al m undo exterior. Y ha bíamos establecido que el estrato cortical contiguo a ella tiene que estar diferenciado como órgano para la recepción de estí mulos externos. Ahora bien, este estrato cortical sensitivo, que más tarde será el sistema Ce, recibe tam bién excitaciones des de adentro; la posición del sistema entre el exterior y el inte rior, así como la diversidad de la condiciones bajo las cuales puede ser influido desde un lado y desde otro, se vuelven deci sivas para su operación y la del aparato anímico como un todo. Hacia afuera hay una protección antiestímulo, y las m agnitu des de excitación accionarán sólo en escala reducida; hacia adentro, aquella es imposible, y las excitaciones de los estratos más profundos se propagan hasta el sistema de manera directa y en medida no reducida, al par que ciertos caracteres de su decurso producen la serie de las sensaciones de placer y dis
placer. [El sistema conciente se encuentra pues totalmente ex puesto al placer-displacer, y tal vez, justamente, a su efecto traumatizante.] Es cierto que las excitaciones provenientes del interior serán, por su intensidad y por otros caracteres cualita tivos (eventualmente, por su amplitud), más adecuadas al mo do de trabajo del sistema que los estímulos que afluyen desde el m undo exterior. Pero esta constelación determina netam en te dos cosas: la primera, la prevalencia de las sensaciones de placer y displacer (indicio de procesos que ocurren en el inte rior del aparato) sobre todos los estímulos externos; la segunda [y es aquí donde surge esta modificación], cierta orientación de la conducta respecto de las excitaciones internas que pro duzcan una multiplicación de displacer demasiado grande. En efecto, se tenderá a tratarlas como si no obrasen desde aden tro, sino desde afuera, a fin de poder aplicarles el medio de fensivo de la protección antiestímulo. Este es el origen de la proyección, a la que le está reservado un papel tan importante en la causación de procesos patológicos».'15 Tenemos entonces un sistema conciente que tiene que de fenderse del interior y que está obligado a calcar su defensa de la existente contra el m undo exterior. Dos modos de defen sa, debemos decir, aunque Freud sólo mencione uno: el prime ro consiste, en suma, en proyectar la pulsión al exterior; pensemos por ejemplo en la fobia, donde justam ente la pulsión es atribuida a un animal susceptible de ser encontrado en el m undo exterior, y que por eso mismo se puede evitar, o del cual podemos defendernos. Segunda modalidad: creación de una seudo-protección antiestímulo interna o incluso inversión hacia adentro, «como dedo de guante», de la protección anties tímulo: es el proceso de represión, tal como nos es dibujado en este caso en el otro esquema, el de E l yo y el ello. Mecanis mos que parecen simétricos y que utilizan ambos la relación biológica fundam ental: un cuerpo aislado de su medio por un límite, y que tiende a restaurar su equilibrio cuando este es amenazado por aportes de energía que van a causar una bre cha en ese límite.
45 S. Freud, Más allá del principio de placer, tre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
op. cit., págs. 28-9. E n
del cuerpo, es un cuerpo interno, es un cuerpo tangencial al cuerpo biológico. El problema entonces es el de su periferia ¿Qué quiere decir la periferia del yo? ¿Qué significa una efrac ción en esta periferia? Freud habla a veces de «periferia Ínter na», térm ino que más viene a plantear A r t ic u l a c ió n un problema que a resolverlo verdn DEL Y O Y DEL CU ERPO deramente. ¿Qué es lo que viene a EN E l. P U N T O traum atizar al yo, de qué lado es DE IM P A C T O traumatizado? ¿Es traumatizado del la do del cuerpo?, ¿del lado de las pulsio D E LA P U LSIO N nes?, ¿se trataría de lo mismo?, ¿cu traumatizado del lado de las representaciones que especifican la pulsión, representaciones cuya situación en el interior del aparato psíquico tenemos que indicar? Ven ustedes que ju n to a los términos de dolor y traumatiM trio introducim os ahora, para in te ntar de fin ir la envol tura del yo, este nuevo término enigmático: la ¡m isión. Eni« m ático en el sentido de que, aunque provenga del interior, la pulsión se comporta siempre como un cuerpo extraño; para el yo, ella ataca desde el exterior. O bien form ulación inversa: aunque provenga del exterior, si se considera que la pulsión sólo es especificada por representaciones y recuerdos, ella ex trae todas sus fuerzas del recurso a las energías internas. Esto debate con el problema de la pulsión lleva a retrabajar, o a tras trocar completamente, el modelo de la vesícula, quizás a en contrario en este caso caduco e insuficiente. Me falta citar aquí otro pasaje de Freud, a continuación de los precedentes, que parecería denegar a su «vesícula» toda «periferia interna»: «Hemos puntualizado aquí que la vesícula viva está dotada de una protección antiestímulo frente al m undo exterior. Y ha bíamos establecido que el estrato cortical contiguo a ella tiene que estar diferenciado como órgano para la recepción de estí mulos externos. Ahora bien, este estrato cortical sensitivo, que más tarde será el sistema Ce, recibe tam bién excitaciones des de adentro; la posición del sistema entre el exterior y el inte rior, así como la diversidad de la condiciones bajo las cuales puede ser influido desde un lado y desde otro, se vuelven deci sivas para su operación y la del aparato anímico como un todo. Hacia afuera hay una protección antiestímulo, y las magnitu des de excitación accionarán sólo en escala reducida; hacia adentro, aquella es imposible, y las excitaciones de los estratos más profundos se propagan hasta el sistema de manera directa y en medida no reducida, al par que ciertos caracteres de su decurso producen la serie de las sensaciones de placer y «lis
placer. [El sistema conciente se encuentra pues totalm ente ex puesto al placer-displacer, y tal vez, justamente, a su efecto traumatizante.] Es cierto que las excitaciones provenientes del interior serán, por su intensidad y por otros caracteres cualit.alivos (eventualmente, por su amplitud), más adecuadas al mo do de trabajo del sistema que los estímulos que afluyen desde i-i m undo exterior. Pero esta constelación determina netam en te dos cosas: la primera, la prevalencia de las sensaciones de placer y displacer (indicio de procesos que ocurren en el inte rior del aparato) sobre todos los estímulos externos; la segunda |y es aquí donde surge esta modificación], cierta orientación de la conducta respecto de las excitaciones internas que pro duzcan una multiplicación de displacer demasiado grande. En efecto, se tenderá a tratarlas como si no obrasen desde adentro, sino desde afuera, a fin de poder aplicarles el medio de fensivo de la protección antiestímulo. Este es el origen de la proyección, a la que le está reservado un papel tan importante en la causación de procesos patológicos».45 Tenemos entonces un sistema conciente que tiene que de fenderse del interior y que está obligado a calcar su defensa de la existente contra el m undo exterior. Dos modos de defen sa, debemos decir, aunque Freud sólo mencione uno: el prime ro consiste, en suma, en proyectar la pulsión al exterior; pensemos por ejemplo en la fobia, donde justam ente la pulsión es atribuida a un anim al susceptible de ser encontrado en el m undo exterior, y que por eso mismo se puede evitar, o del cual podemos defendernos. Segunda modalidad: creación de una seudo-protección antiestím ulo interna o incluso inversión hacia adentro, «como dedo de guante», de la protección antieslímulo: es el proceso de represión, tal como nos es dibujado en este caso en el otro esquema, el de E l yo y el ello. Mecanis mos que parecen simétricos y que utilizan ambos la relación biológica fundam ental: un cuerpo aislado de su medio por un límite, y que tiende a restaurar su equilibrio cuando este es amenazado por aportes de energía que van a causar una bre cha en ese límite.
45 S. Freud, Más a llá del principio de placer, tre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
op. cit., págs. 28-9. E n
25 de abril de 1972 «La falta de una protección antiestím ulo que resguarde al estrato cortical receptor de estímulos de las excitaciones di< adentro debe tener esta consecuencia: tales trasferencias de estímulo adquieren la mayor im portancia económica y a me nudo dan ocasión a perturbaciones económicas equiparables a las neurosis traum áticas. Las fuentes más proficuas de esa ex citación interna son las llamadas “ pulsiones” del organismo: I o n representantes de todas las fuerzas eficaces que provienen del interior del cuerpo y se trasfieren al aparato anímico; es este el elemento más importante y oscuro de la investigación psico lógica».4*’ Si cito este pasaje es para señalar en él un apuntamiento capital ju n to a u n a inconsecuencia: la pulsión es considerada allí directamente como agente traum ático interno, lo cual tie ne im portancia rectora para toda la teoría del conflicto y de la neurosis; en cuanto a la inconsecuencia, consiste en no re cordar que, precisamente, la barrera interna del yo está cons tr u id a sobre el modelo de la protección antiestímulo: ¿cómo hablar de traum atismo, de fuerza traum atizante de las pulsio nes, si ellas no hacen efracción en una barrera tal? Pero hablar de agresión pulsional, o incluso de desborda miento del yo, nos lleva directamente a resituar el problema de la an g ustia en su re lac ión con la tópica. Es aquí donde yo intento hacer la confluencia con mi curso del año pasado, que se centró en la angustia en la clínica L a a n g u s t ia de los estados neuróticos:47 neurosis en la t ó p ic a de angustia, angustia infantil o fobia, Nuestro punto de llegada era una in terrogación del texto In h ib ic ió n , síntom a y a n g u s tia , que nos sirve, todavía este año, de línea o de punto de perspectiva. No es que yo no sea muy crítico frente al punto de vista de esta «segunda teoría de la angustia», ni tampoco que se pueda adherir a la historia que Freud allí reescribe acerca de su pro pio pensamiento: esta historia merece, como siempre, reexa men, en tanto es deformada por el objetivo presente. Dos «addenda» a este texto son de un particular interés (Mi cuanto a esta historia de la angustia: «Angustia por t.rasforIbid , , pág. 34. 47
[Véanse los seminarios de Jean Laplanche que form an la primero parte de este volum en (N. de la 7'.).|
mación de la libido» (en el «Addendum» A) y «Complemento so bre la angustia» («Addendum» B). Textos ricos y densos, donde Freud no hace ninguna concesión a la facilidad, no teme con tradecirse eventualmente o, al menos, aportar afirmaciones que es difícil conciliar unas con otras, sobre las cuales es difícil hallar una perspectiva sintética (es par ticularmente el caso del segundo «ad D ESCONOC1MIENTO dendum »). Com entaré, con alguna c o r p a r t e de F r e u d , extensión, pasajes del «Addendum» A, H IS T O R IA D O R . DE apartado b, para señalar cómo Freud SU P R IM E R A T E O R IA desconoce, quizá, todo lo que se podía DE LA AN G U ST IA extraer de su «primera teoría»: «La concepción de la angustia sustentada en este ensayo se distancia un poco de la que me parecíajustificada hasta ahora. Antes yo consideraba la angustia como una reacción general del yo bajo las condiciones del displacer, en cada caso procura ba dar razón de su emergencia en términos económicos [se tra taba, en efecto, de estudios puntuales, particulares, de la angustia como síntoma] y, apoyado en la üidagación de las neu rosis actuales, suponía que una libido (excitación sexual) [no por casualidad pone Freud entre paréntesis «excitación sexual»; en efecto, lo que en aquella época llamaba libido no era la ex citación sexual somática o, en todo caso, no era sino un aspec to de ella] desautorizada por el yo o no aplicada hallaba una descarga directa en la forma de angustia. Es innegable que eslas diversas determinaciones no se compadecen bien o, al me nos, no se siguen necesariamente una de la otra. Además, surgió la apariencia de un vínculo particularmente estrecho entre a n gustia y libido, que, a su vez, no armonizaba con el carácter general de la angustia como reacción de displacer. [Esta apa rente contradicción se apoya en una visión un tanto sumaria, superficial, incluso popular, que quisiera que todo lo que está en relación con la libido sea placer. .. | El veto a esta concep ción partió de la tendencia a hacer del yo el único almácigo de la angustia [estaría aquí el punto esencial de nuestra críti ca; en efecto, en el precedente resumen de la primera teoría de la angustia, esta estaba claramente presentada como una reacción, e incluso una «reacción general», del yo. ¿En virtud de qué la introducción de la nueva tópica habría venido a m o dificar las cosas. . . si no es por una falsa reinterpretación de la primera teoría?]; era, por tanto, una de las consecuencias de la articulación del aparato anímico intentada en E l yo y el ello. Para la concepción anterior era natural considerar a la libido de la moción pulsional reprimida como la fuente de la
angustia; de acuerdo con la nueva, en cambio, más bien debía de ser el yo el responsable de esa angustia. Por lo tanto: angus tia yoica o angustia pulsional (del ello) |oposición que de ningua manera satisface, puesto que se puede justam ente decir que, siendo la angustia una relación que surge entre el yo y el ello, puede perfectamente ser angustia del yo en cuanto a su lugar y angustia del ello en cuanto a la energía, en cuanto a la «fuerza de pulsión» que la explica]».48 Hemos retrazado largamente, por nuestra parte, el año pa sado, un recorrido teórico e histórico que conduce a la fobia, desde el marco de las obsesiones, a través de la neurosis de angustia, hasta la histeria de angustia. Sin embargo, neurosis de angustia o histeria de angustia, para Freud la pieza central es la misma: la angustia es el afecto más descualificado, el afecto reducido, abreviado, lo meL a a n g u s t ia . nos psíquico que pueda ser. Decir que f .l a f e c t o MENOS es casi un afecto no-psíquico significa • ps íq u ic o .. decir que no hay allí otra cosa que la traducción, percibida somáticamente, de un m ovim iento energético. «Afecto» o «Q uantum de afecto» son términos frecuentes en Freud; «q u an tu m de afecto» quie re destacar precisamente este aspecto económico de la an gustia. He aquí cómo Freud define los dos términos en el texto sobre «La represión»: el q u a n tu m de afecto «corresponde a la pulsión en la m edida en que esta se ha desasido de la represen tación y ha encontrado una expresión proporcionada a su can tidad en procesos que devienen registrables para la sensación como afectos».49 Formulación totalm ente concentrada y que, yo pienso, es incluso más u n a d e fin ic ió n de La an g ustia que una definición del afecto en general. La angustia es el modelo mismo de lo que hay de más puramente afectivo en el afecto; es la m agnitud separada de la representación, y que encuentra una expresión adecuada a su cantidad, es decir, una expresión que no es finalm ente más que la traducción de un fenómeno de descarga cuantitativa.
48 S. Freud, Inhibición, síntoma y angustia, en OC, 20, 1979, págs. 150-1. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche. 19 |S. Freud, «La represión», en OC, 14, 1979, pág. 147 (N. de la r.).|
9 de mayo de 1972 Esta primera teoría de la angustia, que constituye el fondo común tanto de la neurosis de angustia como de la histeria de angustia, puede, simplemente, enunciarse así: la angustia es energía sexual derivada a lo somático, que afluye, que desbor da sobre lo somático, sea en razón de una ausencia de elabora ción psíquica, sea por un conflicto psíquico que le hace perder su ligazón con las representaciones y con el objeto. A propósito de esta teoría, insistiré en Dos p i v o t e s d e l a dos puntos im portantes: -p r i m e r a t e o r í a » 1. En primer lugar, la o rig in a lid a d p ro fu nda del paso científ ico que liga la angustia al deseo sexual. Cualquiera que sea la verdad de esta teoría, no se puede negar que desdeña enteramente el sentido com ún, nuestra supuesta comprensión directa de la vida afec tiva. Estamos en presencia de un miedo, y no buscamos reconducirlo a otra cosa que fuera más comprensible (por ejemplo, el miedo al caballo sería tal vez miedo a algo más peligroso). Es verdaderamente una negación del aspecto inmediato, fenomenológico, del síntoma. El afecto de angustia no tiene nada en sí de evidente; debe ser explicado, y tal vez por algo total mente distinto de aquello que aduce. Las lágrimas, la angustia, la alegría, el duelo, pese a su aparente evidencia, son enigmas, tanto como lo es cualquier otro fenómeno sintomático. Freud, por lo menos en este prim er período de la teoría de la angustia (ya veremos lo que ocurre en el segundo), elimina de entrada las seudoevidencias: la angustia no es comprensible por un mie do antiguo, por muy metabolizado que esté; ella es un fenóme no originario que no guarda relación con un objeto de miedo; es la manifestación subjetiva de la invasión (¿de qué?, ¿del yo?, ¿del cuerpo?, he ahí el problema tópico) de un cierto límite por una libido no-ligada, desligada. Para la angustia, incluso ante algo que parecería tan claro a nuestro sentido com ún como la oscuridad o el rostro extraño —considerados «objetos de miedo»—, no se alcanza otra expli cación que el hecho de ser invadido el niño por una energía libidinal que no encuentra ya su punto de empleo en la presen cia de la madre. 2. El segundo punto que quería destacar es el parentesco profundo que subsiste, con esta teoría (pese a las distinciones que han sido evocadas), entre la psiconeurosis —la histeria de angustia (remítanse al caso del pequeño Hans)— y la neurosis
actu al. En ambos casos el elemento central es el mismo: el sur gimiento de la angustia. La teoría de la angustia, tal como la encontramos en el pe queño Hans, es testimonio directo de ello: en el pequeño Hans, la angustia de la fobia permanece como un fenómeno cuyo cen tro sería no-psíquico, en el sentido de que sería no-elaborado o incluso no-ligado, o tam bién no-simbolizado (estos términos en definitiva están próximos unos a otros). La angustia, en su especificidad, no es deducible históricamente: no se puede, por regresiones sucesivas, reconducirla a una angustia original que sería, esta sí, comprensible. Desde luego, el análisis tiene algu na tarea en la fobia: puede elucidar las circunstancias de apa rición de la angustia; puede reconducir las representaciones, a que esas circunstancias se han fijado, a su determinación his tórica, a la historia de esta fijación a objetos. Pero, en sí mis ma, la angustia es un fenóm eno que escapa al determinismo y a las contingencias de la historia individual. Con esto quiero decir que existe un momento de hiato, de salto o de trasforma ción en el nivel del afecto. De angustia en angustia, cada vez más profunda, se debería llegar al momento en que la angustia parece surgir de la nada o, al menos, ser el efecto de algo que subjetivamente careciera de enlace comprensible con ella: que la libido reprimida se «trasforme» en angustia, esto es explica ble sólo por fenómenos del cuerpo, por descargas corporales tan misteriosas como la «conversión» somática. Sin embargo, en el caso de Hans, lo demostramos el año pasado, la vía que consiste en deducir la angustia de la pulsión no le parece sim ple a Freud: del amor por la madre has ta el miedo del caballo, se rehúsa a E n H ans: aprehender el lazo pulsional profundo, LA A N G U ST IA para atenerse a lo inverosímil de una PERM ANECE trasformación término a término: el IR R E D U C T IB L E amor en miedo y la madre en caballo. A T O D O M IE D O . La am bivalencia radical de la pulsión AUN CUANDO y del deseo no están aquí al alcance ESTE FU E R A E L DE de la mano. En cuanto a la hostilidad LA C A S T R A C IO N frente al padre, el componente nega tivo del Edipo en su esquema más simple, no permite tam poco una deducción directa del miedo, puesto que, precisamen te, esta hostilidad no encuentra frente a sí, en el padre de Hans, la autoridad y la interdicción. Y mientras que Freud y el padre no atinan con este esquema relativamente clásico del Edipo, es Hans quien arrastra el análisis más lejos, hacia su resolu ción, en un sentido que jam ás será bien explicitado, hacia dos
posiciones que por otra parte van aunadas: el apego homose xual al padre, y el complejo de castración. Dos elementos, se podría decir, que el pequeño paciente descubre para Freud, pero que este no asimila enseguida en el curso del tratam ien to. E l apego hom osexual a l p ad re : está muy lejos de recibir toda la elaboración que podría tener si Hans encontrara en Freud el interlocutor para los innumerables elementos que apor ta. A los temas rectores, Freud los analiza apenas; rehúsa d ilu cidarlos en sus implicaciones: particularmente, aquellos que se refieren al hyo anal y al deseo de embarazo de Hans. En cuan to al com plejo de castración , se podría decir que Hans es ver daderamente su inventor, y Freud poco a poco lo tom ará por maestro no sin minim izar, sin embargo, todo lo referido a la «castración anal». Apego homosexual al padre, complejo de cas tración; dos vías teóricas se abren para nuestro problema de la angustia: una que lleva a la M etapsicología, la otra a In h i b ición, síntom a y angustia. Los textos de la M etapsicología («El inconciente» y «La represión») parecen finalm ente salvar la primera teoría de la angustia cambiando simplemente la de nom inación de la libido interviniente: remplazan la libido he terosexual por la übido homosexual. En cuanto a In h ib ic ió n , sín tom a y an g u stia, este texto, por el contrario, viene a tras tocar todo tom ando en cuenta «la angustia de castración». Si tuviéramos en la experiencia (!) de la castración la angustia últim a, el análisis de las angustias neuróticas no encallaría, en su reconducción hacia este lugar originario, en el carácter indeductible que revestía la angustia en la «primera teoría». A ún más, al remitir, en el peor caso, la castración a una realidad, sería la reducción —siempre soñada por el análisis— de lo fantasmático a lo real la que se confirmaría bajo el sello de la re ducción de angustias neuróticas a un miedo anacrónicamente desplazado. . .
30 de mayo de 1972 Tópica. No hemos avanzado aparentemente mucho en su descripción, puesf.s d e l y o to que apenas si hemos podido definir un térm ino, el yo. «El yo —dice Lacan (cito de memoria)—, en su inefable y estúpida existencia»: el yo en la «estupidez» de este esquema de una vesícula, de una
T
oda
t ó p ic a
forma que delim ita un exterior y un interior. Pero quizá defi niendo un solo térm ino de la tópica, tenemos definido, a pesar de todo, lo esencial. ¿Tal vez sólo hay tópica por relación a un yo? ¿Tal vez toda tópica está ligada a lo imaginario, es de cir, a la m anera en que un yo se figura (se figura-ser) como un todo, como el todo?50 He aquí dos esquemas de la segunda tópica; uno se encuentra en E l yo y el ello, el otro en Nuevas conferencias
P-Cc
Algunas pequeñas diferencias son interesantes, ninguna ca rece completamente de significación. Así, en uno, la hendidu ra en la derecha está abierta hacia el exterior (Lacan decía que era una especie de alcancía), mientras que en el otro está ce rrada. En uno, el ello está abierto abajo, lo que implica una abertura sobre el cuerpo, también una incom pletud, en tanto que el otro es una especie de vesícula hinchada y cerrada. 0 incluso esa ironía que hace que Freud coloque, sobre un es quem a de aparato psíquico (en un modelo «abstracto») circun voluciones cerebrales, circunvoluciones acústicas, las cuales, dice, están ahí de lado, como alguien que llevara su sombrero sobre la oreja. E n el otro esquema, la posición heredera de es ta capa acústica es la de! superyó, del cual lo esencial se su merge, encuentra su fuente y su vida en los dos extremos, en el preconciente-conciente, pero tam bién en el ello. De todo esto surge al menos claramente esta pretensión to talitaria, totalizante, del yo, que es una parte del esquema, y G<1 Por atrayente que sea. una tópica que recurra a una geometría tras cendental, no euclidiana, tropieza con una objeción de legitimidad: si el espacio psíquico tiene su prototipo en el espacio imaginario, en el del cuer po, ¿puede recurrirse, para figurarlo, a lo inimaginable? Una figuración que no contempla contradicciones e incoherencias quizás infranqueables, ¿no puede resultar una forma sutil de racionalización?
que a la vez potencialmente, o realmente en ciertos momentos, se infla hasta cobrar las dimensiones del aparato. ¿Es toda tópica imaginaria? Tal vez, pero lo imaginario tie ne su consistencia, y sobre todo su razón de ser, de la cual Freud ha mostrado bien que es coextensiva a nuestra indefensión bio lógica (del mismo modo, tam bién, que nuestra hum anización es coextensiva a esta indefensión). De suerte que cuando La can nos invita a «ajustar las cuentas con el ojo del cíclope» (se trata de este esquema), nos preguntamos si podemos tan fácil mente ajustar las cuentas a lo imaginario, a la psicología, o in cluso a la ideología. ¡Ajustar cuentas! ¿Dónde? ¿En la cura? ¿En la historia? Predicar el fin del yo no basta para asistir si quiera a su crepúsculo, ni para poder calcular de qué podría tratarse. En la teoría, en todo caso, considero que no pode mos ajustar cuentas con el yo puesto que sigue siendo el cen tro para una concepción de la angusE l yo, lu g a r tia. El verdadero lugar de la angustia, de l a a n g u s t ia dice Freud en El yo y el ello, es el yo; proposición que retoma y desarro lla en In h ib ic ió n , sínto m a y a n g u stia: «Otra tesis que he form ulado en algún m omento pide ser revisada ahora a la luz de nuestra nueva concepción. Es la ase veración de que el yo es el genuino almácigo de la angustia; opino que demostrará ser acertada. En efecto, no tenemos mo tivo alguno para atribuir al superyó una exteriorización de an gustia. Y si se habla de «angustia del ello» no es necesario contradecirlo, sino corregir una expresión torpe. La angustia es un estado afectivo que, desde luego, sólo puede ser regis trado por el yo [la argumentación es muy simple, irrefutable: se puede hablar de angustia del superyó o de angustia del ello, pero en el sentido de que el superyó o el ello pueden provocar la angustia; pero el lu g a r donde se produce la angustia, el por tador de la angustia, es el yo]. El ello no puede tener angustia como el yo: no es una organización, no puede apreciar situa ciones de peligro. En cambio, es frecuentísimo que en el ello se preparen o se consumen procesos que den al yo ocasión pa ra desarrollar angustia; de hecho, las represiones probablemente más tempranas, asi como la mayoría de las posteriores, son mo tivadas por esa angustia del yo frente a procesos singulares so brevenidos en el ello».51 He aquí, a decir verdad, un pasaje que suena muy diferente r>1 S. Freud, Inhibición, síntoma y angustia, op. cil., págs. 132-3. En tre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
de aquel del «Addendum» A, apartado b (citado antes, páginas 224-6). Aquí la teoría del yo parece tener en cuenta plenamente la angustia frente a la pulsión, puesto que es ella a quien son atribuidas todas las represiones significativas. Las locuciones «angustia del yo», «angustia del ello», reflejan una falsa quere lla: sería como preguntarse si, en la toma de Constantinopla, fuera conveniente distinguir entre un «ataque de los turcos» y un «ataque a la ciudad». Desdichadamente, en las líneas que siguen, va a resurgir otra distinción entre una angustia produ cida por el ello y una suerte de angustia autoproducida por «el yo»: la demasiado famosa «angustia-señal», que atribuye al yo —uno se pregunta cóm o— la capacidad de fabricar una suerte de m iniafecto, con la finalidad de mantenerse al acecho. Aquí el antropomorfismo —del cual hicimos, sin reservas, el elogioexcede de sus propios límites: habría que imaginar que el cen tinela, para despertar a la guarnición de la ciudad, no tuviera otro medio que provocar él mismo una pequeña brecha en la m u ralla. .. La angustia es del yo; ella supone el fenómeno de efracción de una barrera imaginaria. ¿Quiere esto decir que siendo el yo un fenómeno hum ano, toda angustia sería hum ana? Sin em bargo, en otras especies, la angustia es un hecho innegable de observación. No tengo tiempo para detenerme en esta angus tia animal, pero pienso que no se trata de negarla o de dene garla. Uno de los elementos más evidentes es el de fascinación y de parálisis motora en que ella se sitúa: la rata fascinada por la serpiente, he ahí una imagen, pero tam bién una realidad. La cuestión, para esta angustia animal, se plantea en estos tér minos: ¿no habría movimiento porque hay angustia? ¿Sería que más bien no hay angustia porque hay fascinación, fenómeno de coagulación, in si,tu1 ? Yo me inclinaría a ver, en este fenó meno de la fascinación, condición desde mi punto de vista de la angustia animal, un efecto temporario de totalización, una especie de seudo-yo transitorio; el animal, en la angustia, que da librado, como el ser hum ano, sin exutorio, al ataque inter no, bloqueado como está en esta totalización yoica que lo inmoviliza y lo vuelve impotente. Es preciso entonces atenerse firmemente, en el nivel origi nario, a esta oposición fundam ental del yo y de la pulsión, al ataque interno tal como se revela en el fenómeno de la angus tia. Sin duda que por no tom ar como referencia firme ese nivel (indisolublemente tópico y económico), desemboca Freud, en In h ib ic ió n , síntom a y an g ustia, en aporías o en soluciones al menos discutibles, en el momento en que retoma una cuestión,
precisamente, tópica: la situación, por relación a la barrera de la represión, d e l a a n g u s t ia . de estos tres elementos: la angustia, la DE I A CASTRACION castración y el complejo de Edipo. El problema central es, en efecto: hace y d e l E d ip o falta, para la represión, «un motor» (de POR RELACION notamos con esto el impacto subjeti a la b a r r e r a vo, el displacer que desencadena y ali DE LA REPRESION m enta la defensa). Ahora, para esta fuerza motriz, Freud no puede encontrar nada mejor que loca lizarla en la angustia y, principalmente, en la angustia de cas tración. De ahí un trastrocamiento que puede parecer lógico (aunque de una lógica demasiado rígida, sin duda): la angustia no puede ser a la vez causa y consecuencia de la represión. Hasta ahora creíamos que la angustia era la consecuencia de la represión, que era la suerte de los afectos que han «perdido» su representación; pero en lo sucesivo —puesto que habría (pre tendidamente) que escoger— debemos afirm ar que la angustia de castración est á del lado de la causa, por relación a la barre ra de la represión. Consecuencia «lógica», que se funda sobre todo en una comparación entre las fobias infantiles del peque ño Hans y del Hombre de los Lobos (el «ruso»). En estos dos casos, analiza Freud, tenemos unazoofobia muy semejante, en tanto que la estructura pulsional, en el Edipo, es muy diferente: «Hans parece haber sido un muchachito normal con el lla mado complejo de Edipo “ positivo” [ . .. ) . En el caso del ruso, la falta se sitúa en otro lugar; su vínculo con el objeto femeni no fue perturbado por una seducción prematura, el aspecto pa sivo, femenino, se plasmó en él con intensidad [ ...] . Y si a pesar de estas diferencias entre los dos casos, que llegan a es tar casi en una relación de oposición, el resultado final de la fobia es aproximadamente el mismo, la explicación de ello tie ne que venirnos de otro lado; y nos viene de la segunda con clusión a que arribamos en nuestra pequeña indagación comparativa. Creemos conocer el motor de la represión en am bos casos, y vemos corroborado su papel por el curso que si guió el desarrollo de los dos niños. Es, en los dos, el mismo: la angustia frente a una castración inminente. Por angustia de castración resigna el pequeño Hans la agresión hacia el padre; su angustia de que el caballo lo muerda puede completarse, sin forzar las cosas: que el caballo le arranque de un mordisco los genitales, lo castre. Pero también el pequeño ruso renuncia por angustia de castración al deseo de ser amado por el padre como objeto sexual |. , .). Ambas plasmaciones del complejo de S it u a c ió n -
Edipo, la normal, activa, así como la invertida, so estrellan, en efecto, contra el complejo de castración. [. . .] Y ahora, la inesperada conclusión: En ambos casos, el m otor de la repre sión es la angustia frente a la castración; los contenidos angus liantes —ser mordido por el caballo y ser devorado por el loboson sustitutos desfigurados del contenido "ser castrado por el padre"».52 Situando esto en una tópica extremadamente simplificada, llegamos a la distribución siguiente: es el conjunto del complo jo de Edipo —con sus pulsiones positivas, negativas, hacia el padre y la madre— el que sucumbe a la represión. La represión viene del exterior, esencialmente del complejo de castración. Una de las paradojas, y no de las menores, de esta teoría —si debiéramos seguirla a la letra— es que modifica radical mente la significación del síntoma. El síntoma hasta ese mo mento era efectuación o cum plim iento de deseo; ahora apa rece como sustituto, más manejable, de lo represor. He aquí un pasaje que va, de una manera particu E l s ín t o m a , larmente radical, en un sentido que, ¿ s u s titu to como ustedes ya han comprendido, yo df. l o r e p r e s o r ? denuncio: «Ya una vez he adscrito a la fobia el carácter de una proyección, pues sustituye un peligro pulsio nal interior por un peligro de percepción exterior [era la teoría que encontrábamos aún en la Metapsicología\. Esto trae la ventaja de que uno puede protegerse del peligro exterior me diante la huida y la evitación de percibirlo, mientras que la huida no vale nada frente al peligro interior [antigua teoría: la pulsión debe encontrar el medio de fyarse en el exterior de manera que el peligro innom inado que representa encuentre por fin su punto de aplicación y perm ita poner en marcha me dios de defensa y de evitación]. Mi puntualización no era inco rrecta, pero se quedaba en la superficie. La exigencia pulsional no es un peligro en sí misma; lo es sólo porque conlleva un auténtico peligro exterior, el de la castración. [Pesen todos los términos de esta frase: la exigencia pulsional que en si misma no es un peligro, muy por el contrario, es totalm ente positiva; y el «verdadero peligro exterior», que es la castración.] Por tanto, en la fobia, en el fondo sólo se ha sustituido un peligro por otro. El hecho de que el yo pueda sustraerse de la angustia por medio de una evitación o de un síntoma-inhibición armoniza m uy bien con la concepción de que esa angustia es sólo una 52 Ibid., págs. 102-3.
señal-afecto, y de que nada ha cambiado en la situación eco nómica». Intentamos describir muy precisamente esta redistribución de cartas que desemboca en una concepción totalm ente nueva del conflicto y de la neurosis: 1. La angustia: ya no está Ligada orR e d i s t r i b u c io n gánicam ente a la efracción interna, d e c a r i as en l a pulsional, sino al peligro real, el de la « N u e v a t e o r ía castración. Inversamente, lo que apa rece como desplazamiento, soldadura secundaria de la angustia, ha cambiado de sentido. En adelan te, la angustia sólo secundariamente estará soldada a la pul sión («la cual no es, en sí misma, un peligro»), mientras que en la antigua concepción lo secundario era la soldadura a la castración (o a cualquier otro peligro exterior). Esquematizando por | ¡ el lazo originario y p o r ----, el des plazamiento y la soldadura secundaria, tendríamos: I a teoría: í pulsión \ \angustia |--------------- ' castración
2 a teoría: ( castración \ pulsión *--------------- ( angustia J. 2. La castración cae enteramente del lado de la realidad. Tendremos un día, espero, la ocasión de examinar a fondo esta «realidad» de la castración, tal como Freud la formula en más de un momento de su reflexión. Nos dice, por ejemplo, que la renegación (la Verleugnung) de la castración es una renega ción de la realidad, o incluso una renegación de la percepción. Realidad muy simple: el varoncito tiene un pene, la niña no lo tiene, se lo han cortado. Realidad muy simple, pero para la cual, a pesar de todo, Freud ha tenido siempre necesidad de dos ingredientes, lo que hace pensar m ás en algo construido, en u n a teoría, que en algo percibido: la amenaza de castración y la percepción de la castración. Para Freud no puede haber uno sin el otro, o al menos no puede haber resultado sin los dos, como por una especie de fenómeno de catálisis recíproca :l'1 Ibid.. pág. 120. Entre corchetes, comentarios de .Jeati Laplanche.
que permite al complejo de castración, se podría decir, cuajar en masa. ¿En qué realidad situar la am enaza de castración ? Es una suerte que en ciertos análisis (tal vez sobre todo en aná lisis de la época de Freud) la encontremos proferida explícita mente y por el padre: «Si haces tal cosa, si sigues tocándote, te vamos a cortar tu pene». De hecho, por supuesto, esta ame naza no siempre aparece tal cual en el análisis. Todos los susti tutos son posibles: distintas amenazas (volverse loco, cortar los cabellos, etc.), acontecimientos simbólicos desplazados (despla zamiento de la castración sobre otros órganos: amígdalas, apén dice, dientes). En cuanto al hecho de que la amenaza sea pro ferida por el padre, o al menos remitida, referida al padre, tam bién allí es lo ideal e incluso se podría decir que se trata más bien de un postulado fre u d ia n o . Incluso si es proferida (sobre todo en ese final del siglo X IX, en esta era victoriana), la ame naza de castración es más un esquema organizador que algo real: organizador de todas las amenazas y de todos los traum a tismos que encuentra el niño; organizador, catalizador, del se gundo elemento, llamado «perceptivo». El elemento perceptivo no es otra cosa, dice Freud, que la comprobación de la diferen cia de sexos. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir, simplemen te, que los sexos no son iguales, de suerte que hay un sexo hecho así y otro hecho de otra manera, lo que supondría que un tercero pudiera ser hecho aún de otro modo y así de segui do. Es el ideal que nos proponen Deleuze y G uattari,54 al ha blar no de dos sexos sino de «n sexos». En Freud, en el texto sobre «La diferencia anatóm ica entre los sexos», encontramos dos términos: Verschiedenheit. y Unterschied ( Verschiedenheit, diversidad, con la posibilidad de n , de n+ 1, etc.; Unterschied, diferencia, que implica el si-no, el «o bien o bien»), Freud pre tende entonces que el niño percibe no una diversidad o una heterogeneidad, sino una diferencia, lo que supone que se pue da plantear presencia o ausencia de algo, que algo se inscríba sobre otra cosa, que el pene sea inscrito sobre un sustrato y que en este sustrato se pueda inscri birlo o quitarlo. Imposibilidad, enton L a CASTRACION: ces, de hablar de esta pretendida per ¿REALIDAD O cepción sin incluir allí el efecto de la ESTRUCTURA am e n aza; imposibilidad de introducir M'KÉS-COUP! el segundo «ingrediente» sin dar por su puesto el primero o, en todo caso, el efecto de una posibili dad, de una virtualidad, de separación. A h í vemos también, 0,1 G. Deleuze y F. Guattari, L'anti-OEdipe, París: Ed. de Minuit., 1972.
como en el caso de la amenaza, la no-realidad de esta compro bación: está tomada desde el principio en una estructura. Cuan do tenemos, temporariamente, fugazmente, uno solo de los dos ingredientes, ¿qué ocurre? ¿La amenaza sola? Lo vemos en Hans y en todas las observaciones de niños: ella se presta a risa. ¿La percepción sola? Ella nunca es percepción de esta ausencia de pene: «He visto su hace-pipí», dice Hans a propósito de su ma dre o de su herm ana. Evidentemente, es imposible decir: «He visto su ausencia de hace-pipí». He ahí trivialidades, unas tri vialidades lógicas que no conmueven el modo de expresión freudiano en lo que respecta a la castración. Pero esta separabilidad, que es del orden de un código de + o - (en el sentido en que se habla de un código, genético o lingüístico, poco importa), es de evidencia tan escasa que es preciso encontrarle ances tros, precursores, toda una filiación en la historia del niño. Re montémonos, a partir de la castración genital o fálica: tenemos la separación anal, muy importante para imaginar incluso la castración; im portante porque el sustrato (el cuerpo del niño) puede sobrevivir a la separación. Remontándonos más atrás, tenemos el destete oral, donde ya nos sumergimos en lo real, y en lo impensable: nos alejamos del código, el retiro del pecho amenaza con arrastrar en su movimiento de separación el sus trato mismo. Quiero decir que, en el límite o en el origen, no se puede casi imaginar otra cosa, en este m ovimiento de dona ción y retiro del pecho, que una verdadera aniquilación o re pleción del organismo, sin que una verdadera independencia del sustrato permita justam ente hablar de un código. Y des pués tenemos el pasaje más allá del límite, se podría decir, en una extrapolación inquietante y a pisar de todo genial, a la idea del traumatismo del nacim iento donde, en este caso, sal tamos de un cierto «para sí», de un cierto vivenciar, a un «en sí». Se trata realmente, tam bién allí, de un ancestro de la cas tración, pero de esta separación ninguna subjetivización es po sible. La castración es, en este caso (si hay castración), la de la madre. Y por este pasaje a la madre se cierra el circuito; reencontramos el fantasma, y aun en su forma más elaborada: ese fantasma que sostiene y subtiende al deseo infantil. Como quiera que sea, esta genealogía sólo toma su sentido en el apréscoup. Podemos burlarnos de esta frase: «se trataba de eso, pues». Así dicen irónicamente Deleuze y Guattari: canallita, querías entonces matar a tu padre, todo se explica. . . pero es a poster io r i cuando todo ello se aclara, y nada prueba que estuviera allí antes. Evidentemente. . . pero, con la misma evidencia: na da del análisis queda en pie si no se mantiene la dimensión de
uii carácter fundador, estructurante, del aprés o del apres-coup, Lo encontramos en Freud; lo encontramos en Lacan, elabora do particularmente con las nociones de retroacción de la cade na significante o de valor fundador del compromiso o de la palabra; o incluso en una referencia a San Pablo o a San Agus tín, en que Lacan se apoya y que, evidentemente, haría «re funfuñar» a Guattari: «Es la ley la que nos ha hecho pecadores». Sería exactamente: canallita, era eso entonces, querías matar a tu padre porque esta prohibido. Sea lo que fuere, la «real! dad», aunque fuera social, de la castración, es un mito de Freud, al que él está en cierto modo sometido. Pero su ú n ic a re alid ad explicitable es la. de ser u n elemento estructurante u orga nizado r. Ahora bien, pretender que este estructurante, este complo jo de castración, viene del exterior por relación a un deseo in terno espontáneo, es más que un mito (o menos que un mito); es un error positivo, refutable. Porque este estructurante es mamado, se podría decir, por el niño con la leche del deseo; es introyectado al mismo tiempo y en el mismo movimiento que el deseo: está allí antes, consustancial al deseo de la madre. 3. Si esta posición del complejo de castración en el exto rior, en el peligro real, es asaz insatisfactoria, no es más satis factorio el tercer aspecto de esta distribución tópica, en esta descripción del conflicto psíquico; el Edipo estaría enteramen te situado del lado del juego pulsional, y como tal sucumbiría a la represión. Desde luego, no pretendemos que no sea repri mido en efecto. Pero esto no debe borrar una verdad: que él es estructuración progresiva del juego pulsional. En ciertos mo mentos Freud, arrastrado por un celo hiologizante, llega inclu so a ver allí una eflorescencia natural, algo que nacería y caería como los dientes (¡uno podría detenerse, precisamente, en el valor simbólico de esta imagen!). 4. Por últim o, vuelvo a ello sólo para recordarlo, el sínto ma cae en lo sucesivo del lado de lo que reprime: es un sustitu to de lo que reprime y no un retorno de lo reprimido. De esta redistribución, implícita en la «segunda teoría de la angustia» si se la toma al pie de la letra, destaquemos sola mente uno de los aspectos más inadE d ip o y misibles: situar de entrada a uno y otro c a s tr a c ió n lado de la barrera del yo y de la repren o p o d r ía n sión, a Edipo y castración; porque el s e r s e p a ra d o s Edipo es consustancial a la castración. Lejos de estar situado del otro lado de una barrera, la presupone en varios sentidos: presupone el ob
jeto parcial, que a su vez presupone el deseo y la ley de los padres. El Edipo presupone la castración de la manera más evi dente si tomamos en consideración no ya su forma masculina, que siempre es un poco demasiado fácil para las elabora ciones freudianas, sino el Edipo femenino, donde el problema de «tenerlo» o «no tenerlo» introduce el complejo de Edipo en lugar de hacerlo sucumbir. Hay que decir que In h ib ic ió n , s ín tom a y a n g u stia no lom a en cuenta al Edipo femenino, en par ticular en su teoría de la fobia, y sin embargo la fobia es un síntoma que no es raro en la mujer. ¿Cuál es para la mujer el «peligro real» al cual se sustituye el objeto fóbico? ¿Sigue sien do el temor a la castración, cuando Freud nos dice, sin embar go, que la miyer no tiene que temerla, puesto que en ella está consumada y simplemente le es preciso encontrar los medios para salir de ella? Situar Edipo y castración a uno y otro lado de la barrera fiel yo es profundam ente insatisfactorio. Castración y comple jo de Edipo son del orden de lo estructural, de lo estructuran te, y como tales, su origen es com ún, aun si su destino puede ser, en ciertos momentos, diferente. ¿Cuál es su ubicación, cuál su destino?: ¿tópico?, ¿conciente?, ¿preconciente?, ¿inconcien te?, ¿ello o yo? Aquí casi no hemos avanzado, ni con Freud, ni tampoco después de Freud . .
Si la relación del yo con la pulsión es fundam ental para com prender la angustia, entonces tal vez la función de la angustia de castración se aclarará y tam bién la significación de la ge nealogía que desemboca en ella. Freud se dio, con las fobias a los animales, hay que reconocerlo, todas las de ganar. El pa dre está ahí en imagen, castrador, en el animal: el desplaza miento resulta evidente. Podemos preguntarnos si ese despla zamiento del padre sobre el anim al, lobo o caballo, no es, por evidente, engañoso. Con una situación como la de la agorafo bia, las cosas no son tal vez tan simples como para que se pue da aplicar allí la teoría de In h ib ic ió n , sín to m a y angustia. F oijia de Desde un comienzo Freud se interesa CASTRACION Y por la agorafobia. Ya en las «cartas a AGORAFOBIA: Fliess» da de ella la significación sexual ¿EXPONER EL YO rectora: salir a la calle, encontrar pros AL CASTIGO O A titutas o ser uno mismo prostituido. Es LA SEXUALIDAD? to puede tener dos sentidos: en In h i bición, síntom a y an g u stia, cuando la agorafobia es reestu-
diada, el sentido es que salir a la calle es, en efecto, encontrar prostitutas y correr el peligro que eso trae: castración, sífilis (dichosa sífilis que está allí como una amenaza, como soporte de la castración). Caemos una vez más en el viejo esquema: satisfacción, peligro, sofocación. Sin embargo, más profunda m ente, podríamos preguntarnos si el peligro originario de la agorafobia no es, más que exponer el yo al castigo de la sexua lidad, exponer el yo a la se x ualidad. El espacio abierto, la tó pica de la agorafobia, esa tópica evanescente, ilimitada, esa tópica cribada de la calle, viene m etafóricamente a coincidir con una fragilización de la cáscara del yo. Y las primeras medi das de protección del agorafóbico no consisten en trasformar su síntoma en una fobia más significante y más estructurada, como ocurre en una zoofobia, sino que son medidas que inten tan restaurar, justam ente, ese límite narcisista. Pensemos, por ejemplo, en el hecho de cam inar pegado a las paredes o in cluso de sólo salir del brazo de un «alter ego» especular, del brazo de su mujer. Entonces antes de hacer intervenir una so focación, un elemento interdictor explícito, el fenómeno de la angustia en la agorafobia se juega, una vez más, entre la en voltura imbécil, frágil y rígida del yo, y el desencadenamiento pulsional. A propósito de Hans, Freud se preguntó si no había habido un prim er tiempo de agorafobia antes de la fobia al ca ballo. Poco im porta que esto sea verdad cronológicamente, pe ro esta hipótesis es interesante porque va en el sentido siguiente: la castración (ligada al caballo), lejos de ser el factor real que determ ina la angustia, es un elemento estructurante que permite, o que más o menos hábilm ente intenta metabolizar, simbolizar esta. La angustia de castración, en tal sentido, no sería sino el heredero, más o menos dom inado, de angustias más arcaicas, más oscuras y más pulsionales. Vemos lo que trae envuelto toda teoría de la angustia, y todas las mutaciones envueltas en el pasaje de una «primeL a s o o s tiío k ia s : ra» a una «segunda» teoría. ¿Hemos es¿ a lte r n a tiv a o cogido, por nuestra parte, la primera d i a l é c t ic a ? «contra» la segunda? Esto no es sino apariencia. Como tan a menudo sucede en nuestra interpretación, aquí advertimos, de hecho, que el m ovimiento del pensamiento (de Freud) seguía, de algún mo do, el movimiento de la «cosa misma». Lo que quiere decir, muy exactamente, que la p rim e ra teoría vale como teoría p rim e ra, en el origen del proceso, y que la segunda teoría es u n a teoría *segunda». No solamente una teoría válida como teoría segunda, ulteriormente, en la edad edípica por ejemplo, sino
una teoría que el sujeto mismo se da segundamente: una teoría en que él se elabora, pero también se tranquiliza; una teoría que, según el lado hacia el cual se incline, puede presentarse como simbolización o como síntoma. Esto se verifica, en p arti cular, respecto de su elemento rector, la castración: para dar vuelta la solución freudiana, se podría decir que en verdad no es tanto el síntoma el que se desplaza del lado de lo represor (la castración), cuanto que es la castración la que se coloca del lado del síntom a. . . Del mismo modo, si el Edipo cae finalmente —en la teoría de Freud— del lado del juego pulsional reprimi do, lo que hay que seguir —en la génesis individual— es cómo, de estructura estructurante, él deviene inherente y como con natural al juego elemental de las pulsiones. Hoy es la últim a clase. Les había prometido hablar de «pul sión, angustia y sociedad en la tópica*, y he dejado a la socie dad en el umbral. Al menos la puerta está abierta, porque en lo que Freud llam a «angustia moral» o «angustia ante el super yó», él insistió siempre en su fondo pulsional, sobre todo en sus raíces sadomasoquistas. «Origen pulsional del superyó», com pletado por «origen social de la pulsión»: no hay nada ahí que permita situar lo social como lo que viene a reprimir, frente a un instinto idílico, aconflictual e inocente. Tal vez el año pró ximo podamos profundizar este tema.
3. La angustia moral
14 de noviembre de 1972 En 1969-1970, ha blaba yo a q u í de la problem át ica de la se xualidad. La sexualidad, en tanto sex ualidad h u m an a, es de cir, en. el sentido fre u d ia n o del térm ino, aquel de los Tres Ensayos; una. se x ualid ad fu n d a d a en la biología, pero m ás a llá de lo biológico: enuncié, en el punto de p a rtid a , ese tem a. 1 E n 1970-71, angustia, dolor, displacer, o tam bién los afectos negativos. De hecho este curso se centró ráp id a m e n te en aquel de los tres afectos que es el m ás hum ano, el menos •vital» y probablem ente el m ás tom ado en consideración por el a n á lis is ; me refiero a la angustia. Fue a l seguir, en el caso del. p sico an á lis is del pequeño Hans, el destino del «afecto», como in te n té u n a p rim e ra d e lim itación , u n a p rim e ra discusión, de este afecto de la angustia. En 1971-72, prop o nía (yo propongo cada vez, pero el enca m in am ie n to dispone) pulsión, angustia, sociedad en la tópica subjetiva. M antenía de ese modo el térm ino de angustia (vere mos a ú n cómo es u n térm in o bisagra en la tópica) y el térm in o de p u lsió n , que no hace sino repetir el de seccualidad (puesto que lo esencial, del descubrim iento a n a lític o es esta, ecuación de la p u ls ió n y de la sexualidad). A n u n c iab a tam bién, por m e dio de un. títu lo ciertam ente dem asiado am bicioso, con la p a la bra «sociedad», u n p rog ram a que fin a lm e n te sólo este año abordarem os. Por ú ltim o , in tro d u je la n o ción de «tópica», que seguirá, siendo central en nuestro tema de este año. La noción de tópica, remite a otra noción, la de meta,psicolo g ía , de la cual es una parte esencial. «Parte» es incluso decir
1 Este curso, de 1969-70, no se incluye en estas Problemáticas. Lo esencial se expuso ya en J. Laplanchc, Vie el mort en psychanaly.se, París: Flammarion, 1970. [Ed. en castellano: Villa y muerte en psicoanálisis, Bue nos Aires: Amorrortu editores, 1973.]
demasiado poco, si se considera que indisolublemente cada uno de los «puntos de vista» (tópico, dinámico, económico) de la metapsicología remite a los otros dos, se sostiene por los otros dos. Y ya que hablamos de m L a m e t a p s ic o lo g ía : detengámonos un instante en ese fa¿q u ie n v o l v e r a a moso pasaje en el cual Freud afirma p o n e r l a «sobrf. una cierta relación entre metafísica y sus pies»? metapsicología: la segunda sería unen derezamiento, un «volver a poner so bre sus pies» (parafraseando a alguien. . .) la primera: « [ ...] buena parte de la concepción mitológica del mundo, que penetra hasta en las religiones más modernas, no es otra cosa que psicología proyectada a l m u n d o exterior. El oscuro discernimiento (una percepción endopsíquica, por así decir) de factores psíquicos y constelaciones de lo inconciente se espeja [. . . ] en la construcción de una re a lid a d suprasensible que la ciencia debe volver a m udar en psicología de lo inconciente [. . . ] Podría osarse [. . . ] trasponer la m etafísica en metapsicología».2 Hay un movimiento doble: por una parte, una especie de percepción oscura de lo que es nuestro aparato psíquico, segui do de una proyección al exterior de esta estructura de nuestro aparato psíquico en la forma de una mitología, de una religión o de una metafísica; y por otra parte, la reconversión, propues ta por Freud, de la metafísica en metapsicología, es decir, en teoría psicológica profundizada. Lo que puede abrim os la cues tión siguiente: ¿no sería la metapsicología, en este movimiento de vaivén, tan ilusoria, tan imaginaria, como la metafísica? Y para profundizar esta cuestión, trasformarla en aporía: si pode mos enderezar la ilusión metafísica con ayuda de la psicología o de la metapsicología (particularmente por medio del concepto de proyección), ¿con ayuda de qué se podría enderezar la ilu sión metapsicológica? ¿Y sería incluso legítimo intentarlo? Esto evidentemente nos llevará a consideraciones sobre lo imagina rio (o lo que se llama actualm ente «lo ideológico»), en tanto es constitutivo de nuestro ser psicológico como tal. Volvamos a la tópica, que es por definición una considera ción de los lugares, de los lugares «psíquicos», a condición de aceptar incluir bajo ese térm ino la instancia de la «realidad» exterior (Aussenwelt), a la cual Freud, tan a menudo, atribuye
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S. Freud, Psicopatología de la vida cotidiana, en OC, 6, 1980, pág.
directamente un «peso» psíquico. En el pasaje citado hace un momento, i.a a u t o p e r c e p c io n Freud mencionaba esta especie de de l a t ó p i c a autopercepcion oscura que tenemos de nuestro aparato psíquico. Y bien, una de las autopercepciones más triviales, más constantes, es que sentimos y expresamos el conflicto en función de lugares, es decir de tópica. Pensemos en expresiones como «eso no viene de mí», «eso crece en mí», «es más fuerte que yo». . . expresio nes que acercan la pulsión, T rieb, a la compulsión, Zw any. Eslas expresiones, como otras muchas, hacen intervenir el tér mino «yo». Ellas hacen intervenir una noción tópica elemental, fundam ental, pueril se podría decir: la distinción entre un inlerior y un exterior, la ubicación de un lugar que debe ser cer cado por u n límite. Sentimos ciertamente así, de manera es pontánea. Pensemos en un título como Eros y c iv iliza ción , y en el con tenido de esa obra. Encontramos en él finalm ente toda la melafísica, toda la metapsicología de Freud; una consideración de las fuerzas y del conflicto y una consideración subyacente a estas fuerzas: los lugares, Eros y civilización, separados (lo quiera o no Marcuse) por la barrera del individuo, su límite. ¿Qué otra cosa significa la noción de sofocación, si no es conte ner en un lím ite («contener una cólera», «contener un deseo», «un deseo contenido»)? Del mismo modo, nociones como las de autorrepresión, de sobrerrepresión, casi no se conciben sin una referencia tópica. La espacialidad nos aparece entonces d ifí cilmente separable de nuestra representación del conflicto y de nosotros mismos. T r iv ia lid a d de
¿Q ué nos enseña el p sico an álisis sobre la tópica? Quisiera recordar aquí, en exergo, una serie de puntos que juzgo fun d a mentales. 1. Toda tópica está lig a d a a la noción de yo, a la im agen ile un yo. Noción o imagen. . . ¿podemos aquí separarlos? Que toda tópica está ligada al yo: encontramos esto del principio ¡il fin en la obra de Freud. Menciono rápidamente algunos p un ios históricos: a, En los E studios sobre la h iste ria, en el capítulo de Freud «Psicoterapia de la histeria» se introducen términos como el «des filadero del yo», en que las representaciones pueden o no ser itidas. b. La noción de censura, como barrera entre los sistemas, se encuentra en La in te rpre tación de los sueños', tam bién, en
los textos de 1915 sobre M etapsicología., o incluso en algún capítulo de Conferencias de introducción a.l psicoanálisis, don de el yo aparece como un sistema de filtración, como una sulu de espera. El aparato psíquico es representado como un con ju n to de piezas con un hombrecito que es la censura y que mi» pasea allí (pasaje criticado porque se le reprocha ser, se dlui', curiosamente, «antropomórfico», como si uno pudiera habliu del hombre superando el antropomorfismo). c. Otro punto de referencia, la últim a tópica, donde se lt* asigna la mejor parte al yo. He aquí el esquema (reducido it lo esencial) que se encuentra en E l yo y el ello y tam bién cu Nuevas conferencias de in tro d u cc ión a l p sico an álisis.
El yo aparece aquí como contenido, desde luego. Es una de las instancias entre otras, uno de los trozos del dibujo, una do las piezas del aparato. Pero muchas indicaciones nos permiten afirm ar que el yo no es sólo una parte del esquema y que, me tafóricamente, el conjunto del esquema es, él también, una iina gen del yo; o que el yo, metafóricamente, duplica el corvjunto del esquema. O incluso (vean cuánta ubicuidad tiene este yo): que se puede asimilar tam bién el yo a la envoltura del esque ma, a esa especie de cáscara externa. El año pasado intentó desarrollar esta cuestión del yo como barrera; para ello retomó un esquema tópico mucho más simplificado, perfectamente es hozado en M ás a llá del p rin c ip io de placer: el esquema de umi vesícula. 2. E l sistem a del yo es inseparable de u n a representación fig u ra d a . Y esta figuración tiene como categoría fundamental el lim ite (vesícula, bolsa cutánea) y, correlativa a este límite, la distinción interno-externo; incluso si curiosos juegos hacen que lo interno pase con facilidad a lo externo y recíprocamen te, lo que invita a acrobacias en la figuración. Tenemos ya utm en el esquema que acabamos de reproducir, puesto que esté abierto no se sabe muy bien sobre qué: sobre lo orgánico, dice Freud. Pero al cabo este aparato incompleto, hendido, herido
(“ti una parte de su periferia, es curioso. O tam bién, la noción, ¡i veces form ulada, de «periferia interna»; finalm ente, ciertas tentativas sugestivas, de Lacan, de utilizar algunas figuras de la geometría donde se puede poner en comunicación lo interno y lo externo: tanto la figura más simple de la cinta de Moebius, como formas complejas, por ejemplo la del toro o la del crossc a p .. . ¿Pero hasta qué punto la tópica tiene el derecho de «des pegar» de lo imaginario para hacerse topología? 3. Lo esencial, lo elemental (insisto basI, a t o h i c a : tante en este término de elemental) del i .u g a r d e l conflicto se juega entre el yo y la puli :o N F L icrro y de sión , lo que parece evidentemente i .a a n g u s t i a bien trivial; aquí la pulsión se debe en tender como ataque interno. Pero co mo acabamos de ver, es un interno que puede tomar ia figura, dada vuelta, de lo externo; es un interno que ataca sobre la periferia interna, y que se topa con las barreras de esta, en particular con aquello que se denomina mecanismos de defensa. Ese conflicto elemental, si está lejos de resumir el conflicto psíquico entre el yo y la pulsión, es sin embargo radical. A nna Freud recuerda, por una vez con razón, que existe una hostili dad natural entre el yo y la pulsión. 4. E l conflicto elem ental del yo y de la p u ls ió n se señala por la. an gustia (recalco el térm ino «elemental»), cuya situa ción tópica se puede finalm ente fijar sin dificultad. Laboriosas controversias pueden en la actualidad parecemos ociosas: esta angustia que comprobamos en psicoanálisis, ¿es angustia del yo o angustia del ello? La respuesta es a la medida del carácter ocioso de la cuestión misma: la angustia es la manera mediante la cual el ello elemental señala su irrupción, su efracción, en el yo. Recordados estos puntos fundamentales sobre la tópica, ¿qué podemos decir de la re lación entre esta tópica y la naturaleza, de las fuerzas participantes?, ¿cómo se reparten ellas en el con flicto tópico? Mencionamos antes un texto de Marcuse, Eros y c iv iliz a c ió n . Vemos con evidencia en ese título que las ú n i cas fuerzas enfrentadas son el instinto y la sociedad, oposición casi tan vieja como el pensamiento mismo. Sin remontarnos a los griegos, evocamos tanto a Rousseau, como a Nietzsche, a Freud en E l m alestar en la c u ltu ra , o aun a Lévi-Strauss, en quien la oposición naturaleza y cultura es incluso una recu peración de esa antigua oposición entre lo biológico y lo social. itamos también nosotros (bajo beneficio de inventario) es ta cómoda y quizás ineluctable oposición: biológico y social,
vital y hum ano. ¿Cómo se articula esta distinción con nue.stiu tópica?
28 de noviembre de 1972 Nuestro primer tiempo, provisional, ha sido entonces eslío zar la «máquina», esa m áquina que Freud designa desde el cu mienzo como un aparato psíquico que implica lugares. «Ficción de un aparato psíquico» que es tal vez ilusoria. Es que se tralu de un aparato donde todo lugar de define por relación al yo, por lo tanto precisamente dentro de un medio (en el sentido en que se habla de medio óptico, por ejemplo) propicio a lim ilusiones. Esta tópica aparece inicialm ente en extremo sim plista', un yo y un ello, uno envolviendo al otro; uno externo, en el limito de la periferia; el otro, interno. Sin embargo, si ustedes leen —o releen— M ás a llá del p rin c ip io
normas es la distinción entre lo social y el orden vital o biológiro, civilización y Eros, naturaleza y cultura. Una distribución muy simple de esas fuerzas parece evidente. El yo, decía Freud, ya en 1895, es «nuestro yo social». El yo debería en Na t u r a leza y tonces ser situado del lado de la c iv i CULTURA. UNA liz a c ió n —o de la c u ltu ra —, de las REPARTICION lOPICA QUE relaciones interpersonales. Sería (si se pretende dar a la noción de cultura PARECE EVIDENTE o de civilización esa connotación Uo peyorativa que a veces se le atribuye) un cascarón ideológi c o , ilusorio, el lugar de todas las ilusiones. Ciertamente las elaboraciones ulteriores de Freud concernientes a la noción de yo van más lejos, puesto que recurren a la noción de realidad; (‘I yo nace y se desarrolla al o de la «realidad» por inter medio de la percepción. Y bien: ¿no habría que entender (co mo por otra parte Freud nos invita a hacerlo) que esta «realidad» a que la individualidad biológica se enfrenta es, ante todo, la realidad social, y que esos estadios de desarrollo del sentido de la realidad (de que habla tam bién Ferenczi) son modelados por la realidad de las relaciones interhumanas? Otra form ula ción aún para el yo: es sede y centro de identificaciones; y tam bién en este caso nos remite al otro humano, en principio bajo su forma más elemental, la de una forma unitaria del otro, y después de manera cada vez más elaborada. Por últim o, si es bozamos el sistema más complejo que se elabora a partir de esta instancia del yo, hacemos entrar e njuego a unas instan cias llamadas ideales, normativas (aquellas que son designadas como «yo ideal», «ideal del yo» y «superyó»), cuyo origen y fu n ción social son evidentes. Estas instancias son concebidas co mo una «diferenciación en el yo». En la vía de esta coincidencia muy simple (y que deberá ser revisada) entre los dos polos tópicos, yo y ello, por una parle, y la dicotomía de cultura y naturaleza, por la otra, estaría mos aún más tentados, con ciertas elaboraciones de Freud, de a s im ila r el ello a l polo n a tu ra l. ¿Cómo no inclinarse a ver en el ello el instinto, lo biológico o, de modo un poco más elabora do, como d;jo Freud, la traducción psíquica de lo biológico? Este esquema, entonces, que opone el yo y el ello, como la fuerza represiva o civilizadora a la fuerza biológica, es el de la v is ió n «popular», la más difundida, del análisis, visión no pocas veces acreditada por Freud. Así, en E l yo y el ello: «Es fácil inteligir que el yo es la p an e del ello alterada por la influencia directa del m undo exterior, con mediación del sis
tema percepción-conciencia: por así decir, es una continuación de la diferenciación de superficies. [Tenemos entonces una mas» interna en fusión, se podría decir; y en la superficie, una cor teza que se form a al o con el exterior.] Además se em peña en hacer valer sobre el ello el influjo del m undo exterior, así como sus propósitos propios; se afana por remplazar el prin cipio de placer, que rige irrestrictamente en el ello, por el prin cipio de realidad. Para el yo, la percepción cumple el papel quo en el ello le corresponde a la pulsión. El yo es el representante [reprásentieren] de lo que se puede llamar razón y prudencia, por oposición al ello, que contiene las pasiones. Todo esto coin cide con notorios distingos populares, pero sólo se lo ha de en tender como algo aproximativo o idealmente correcto».3 En esta perspectiva, que no es sólo acreditada por un texto de Freud, sino por otros textos y muchos analistas, el conflicto psíquico se reconduce a la represión de las fuerzas vitales por el yo, represión donde no es difícil encontrar al yo como agen te de fuerzas sociales represivas. El yo actúa como función de adaptación, adaptación a las exigencias de lo real, y es eviden te que lo real primero, y más constrictivo, es lo real social. De esta concepción, no hay evidentemente más que un paso hasl.u el psicoanálisis como proceso de conformización o, en todo ca so, de condicionamiento de un cierto m ínimo de conformidad. La analogía política es incluso bastante evidente: el yo, suerte de instancia política, de instancia superestructural, ilusoria, suerte de gobierno que, en realidad, no hace más que mediar conflictos entre el instinto y las normas sociales. Freud deja el flanco para esta interpretación no sólo en el nivel individual, sino tal vez aún más en el nivel de la evolu ción de la civilización, particularmente en el conocido texto E l m alestar en la c u ltu ra .4 La civilización, nos dice, se con.s truye sobre la sofocación de los instintos y gracias a la fuerza de estos. Freud se sitúa ahí en la línea de los grandes problc mas que atorm entan a nuestra civilización desde el siglo XVIII —objeto de disertaciones propuestas por la Academia de DI jon, y a los cuales Rousseau se complacía en responder—: ¿la civilización hace feliz al hombre?, ¿va ella en el sentido de su realización vital? Freud da la impresión de retomar esos temas, pero con esta indicación o advertencia suplementaria que se opone al aire conquistador del hombre del siglo XVIII: es iluso 3 S. Freud, El yo y el ello, en OC, 19, 1979, pág. 27. Entre corchete*, comentarios de Jean Laplanche. 4 S. Freud, El malestar en la cultura, en OC, 21, 1979, págs. 65-140,
rio imaginar a un hombre sin sofocación; esta y el progreso cul tural (hum anización) son indisociables; la sofocación de los instintos es el precio ineluctable de nuestro devenir-hombre. Precio: no sólo en el sentido de una especie de rescate o fianza (porque en ese caso podríamos intentar no pagarlo, «robar» nues tro devenir-hombre), sino en un sentido energético, porque la civilización se constituye sólo gracias a esta energía de los insl int.os. Es necesaria, en suma, una tapa en la caldera, para que una m áquina pueda funcionar. No hay energía sin represión y, a la inversa, las civilizaciones felices no tienen historia, o la tienen apenas. Se habla de un pesim ism o de Freud. Pesimismo cierto, por que a partir de allí las metas más realistas, menos ilusorias, no pueden corresponder más que a una simple tentativa de ate nuar la sofocación. Se nos propone a veces (pienso nuevam en te en Marcuse) que delimitemos lo que es sofocación inevitable, ineluctable, y lo que es —se dice— «plus-sofocación». ¿Qué ba lanza de precisión nos lo permitiría? ¡Cuántas dificultades teó ricas y prácticas, infranqueables, para designar el momento en que una represión es sobreagregada, superflua! ¡Cuántas ilu siones, tam bién, corren el riesgo de ser reintroducidas por esta vía! Ellas no están ausentes del pensamiento de un Marcuse: la ilusión de una suerte de m ínimo de «moral natural»5 opues ta a los artificios de las prohibiciones de origen social. El pesi mismo, diría Freud, no es una opción moral; es un rechazo de esta ilusión hum anitaria: es lucidez. Empero, sin pretender de ningún modo refutar ese pesimismo, quisiera matizar —y qui zás hasta modificar— ciertas bases demasiado simplistas en que se apoya. Esto, con Freud. Pero también interpretando, y aun —¿por qué no?— en contra de algunas de sus propias interpreta ciones. Porque la asimilación yo y sociedad, ello y naturaleza (o instinto) es demasiado burda para permitirnos verdadera mente ir m uy lejos. ¿El ello? Es lo instintual, lo vital, nos di cen. Sin embargo, cuando analizamos (y es sin duda de la ex periencia analítica de donde todo de be provenir) advertimos que en lo que E l lo - n a tu r a le z a ; YO - CULTURA llegamos a traer a la luz o a interpre tar, de esos contenidos del ello, la exi UNAS ECUACIONES gencia más instintual, la más vital, QUE ES PRECISO aquella de la autoconservación, no fi RECONSIDERAR gura casi. E l contenido del ello es ante 15 Es excitante ver resurgir aquí ese viejo monstruo de cierta teología: la moral natural.
todo la p u ls ió n sexual, y es la pulsión sexual allí donde eslrt más alejada del instinto. Es innegable que se puede habllu tam bién de instinto sexual. Entiendo por instinto sexual lo que sería el instinto de reproducción, el in stin to de autoconserm c ió n de la especie, tal como lo vemos funcionar en todo el ni den de la vida, en la psicología animal. La pulsión sexual qutt descubrimos en el inconciente por medio del psicoanálisis o» bien diferente de ese instinto de reproducción del cual, umi vez más, no se trata de negar su existencia en el orden vitnl Lo que nos muestra Freud es que esta p u ls ió n sexual (pienso aquí en Tres ensayos de teoría sexual) surge p or u n a verdad» ra descualificación del instinto. Y esta descualificación, cuando se la examina en el niño (en esa sexualidad infantil que Freml descubre) aparece como una verdadera y universal perversión del instinto. Perversión del instinto, en Tres e nsay os.. . , es el hecho de que el cuadro de las perversiones del conjunto di* los adultos dé, por así decir, una visión aproximativa de lo <|tit' es la sexualidad de todo niño. Son necesarios todos los adulton para hacer un niño; o también: en cada niño están presenil*» todas las posibilidades adultas. En la sexualidad infantil coro probamos este polimorfismo, esta posibilidad indefinida de «o ce sexual a partir de todas las zonas del cuerpo y (Freud vil incluso más lejos) a partir de toda conmoción, de toda activl dad, de todo m ovimiento en el cuerpo. Descualificación, en tonces, de este instinto sexual que ya no puede ser definido por la tendencia a la procreación ni, tampoco, por la relación genital de un individuo de un sexo con el individuo del sexo opuesto. Ponemos esta descualificación directamente en relación con lo que he intentado, ju n to a otros, traer de nuevo a la luz si guiendo a Freud: esa famosa teoría del a p u n talam ie n to de ln sex ualidad en las fun cio n e s no-sexuales. Apuntalam iento qtii* es un movim iento complejo de apoyo, después de desviación, y después de vuelta, de la sexualidad a partir de un funciona miento que primero se coi\juga estrechamente con el que tii'li de al m antenim iento de la existencia anim al. No quiero insistir demasiado en esta teoría del apuntalam iento; sólo quiero ser virme de ella para preguntar en qué sentido pudiera pretender el ello ser Ia fuerza vital reprimida. Advertimos que el fundo namiento propio de la pulsión parcial en el niño no se produro sin hacer desvío del orden vital ni sin la introducción del ele mentó del fantasma, estructurado este sin duda que de mane ra mínima, como una secuencia escénica. Los fantasmas están modelados según prototipos que no son prototipos cualesqule
ra. No son cualquier fabricación subjetiva o, en todo caso, esta fabricación subjetiva de un fantasma ocurre siempre siguien do unas grandes líneas que están definidas en lo que llamamos «fantasmas originarios», entendiendo por ello precisamente esas estructuras, las más generales, que obedecen, probablemente, a la estructura interhum ana, sociocultural. Si seguimos esa teo ría del apuntalam iento (nunca abandonada por Freud, pero que estuvo muy oculta en la segunda parte de su obra), vemos cla ramente que el e llo, lejos de ser la expresión in m e d ia ta de lo vital, es su expresión como pervertida, desviada, inconcebible sin la relación interhum ana, y específicamente la relación fa miliar. La oralidad, la analidad, en las que Freud pretende a veces ver pulsiones inscritas únicamente en lo biológico, si re tomamos su génesis tal como está descrita en Tres ensayos de teoría sexual, lo son todo, salvo una relación natural con obje tos naturales. Vuelvo a esta n o ción de autoconservación, de la cual digo que, en cierto modo, está ausente del inconciente, del ello. Es demasiado decir, sin duda. Preguntémonos más bien en qué para ahí. Donde es más evidente, donde nos ofrece como un modelo abstracto de aquello que en el hombre está recubierto y desviado, es desde luego en el animal. En el orden hum ano se puede decir que la autoconservación se hace representar de tíos maneras: en el nivel del ello, por la vía del apuntalam ien to; en el nivel del yo, por lo que se pue de llamar una relación vicariante. Es DOS MANERAS. TARA LA ta vía «vicariante» es entonces la vía del yo. La autoconservación, en el pe NATURALEZA. DE HACERSE queño ser hum ano, está m uy mal -REPRESENTAR. aprestada: los montajes adaptativos mínimos necesarios para la superviven cia están en retraso o ausentes. El bebé tendría harto tiempo de perecer si hubiera que esperar a que él tuviera los medios de bastarse para sobrevivir. Es esto lo que Freud designa como H iljlosigke it, la incapacidad para ayudarse a sí mismo, «estado de desvalimiento \détressé\», insistiendo en el carácter objeti vo y no subjetivo de esta palabra détresse, tomada en el senti do en que se habla de un navio en détresse, es decir, que no tiene ya los medios para desempeñarse por sí mismo. Lo que viene a remediar este H iljlo sig k e it es el hecho de que las fu n ciones vitales son «vicariadas» (adoptemos provisionalmente este término) por la madre. Gracias a la diada hijo-madre es resta blecido una suerte de aparato suficientemente adaptado para la supervivencia. Pero m u y pronto la autoconservación esvi-
c a ria d a por el yo, el cual, podemos decir, la tom a a su caig" deviene su «tutor». E l yo: lo consideramos en análisis como, inicialmente, con trado en un prim er precipitado o una primera introyección
la iiiitoconservación (y por otra parte el yo se constituye en un momento en que esas fuerzas de la autoconservación son verdaderamente débiles, insuficientes). ¿C u ál es la energía a disposición del yo? Freud lo indica con una gran claridad en el texto menos dogmático, más sugestivo, sobre esta instancia del yo:« Introducción del narcisismo».6 La energía del yo es el investimiento libidinal del yo, es el amor aportado por la pul sión, el amor aportado por el individuo a su propio yo. El yo debe su existencia misma a esta suerte de llenado con energía libidinal. Y se podría describir muy precisamente toda clase de vicisitudes, de destinos de la energía del yo, mostrando que existe un verdadero equilibrio energético en toda una serie de fenómenos, por ejemplo: el amor es un desasimiento de este amor del yo en beneficio de otra forma, de otro yo sobre el cual el individuo proyecta su propio narcisismo. Desembocamos en una perspectiva E l a n a l is is bastante curiosa, porque, del lado del solo trata co n orden hum ano (podríamos decir tami .a s e x u a l i d a d biéii del orden psicoanalítico: aquel con el cual tratamos en análisis), descubrimos la sexualidad por todas partes: tanto en el nivel del yo como en el nivel del ello. Libido de ambos lados, pero según regím enes de fu n c io n a m ie n to m uy distintos. Del lado del yo, algunos términos definen su «régimen» propio: p r in c i pio de constancia o de nivel constante. Se podría decir incluso lib id o en estasis, entendiendo por ello que esta libido está fija da precisamente en un límite; está investida como en un reservorio (según la m etáfora hidráulica que se suele emplear). O aún lo que yo indicaba en su relación con la pulsión de vida: tendencia a la estructuración, a la síntesis, a la ligazón. Del lado del ello describimos un modo de funcionamiento totalmente diferente, que se puede definir por algunos términos opuestos: lib id o librem ente fluy e nte . Principio de libre decurso que, tra ducido de manera más cuantitativa, puede ser llamado p r in c i pio del cero. Además, oponiéndose a la compulsión del yo a la síntesis, lo que se puede denom inar con el térm ino general de desligazón. En fin, nuestra interpretación personal de la me tapsicología freudiana sitúa de este lado (es una paradoja que necesitaría de mediaciones) lo esencial de lo que Freud llama p u lsió n de m uerte.
6 S. Freud, «Introducción del narcisismo», en OC, 14, 1979, págs. 71-98.
•Represmitaniriii-
•representanda» por apuntalamiento pulsión de muerte libido libremente fluyente principio del cero desligazón
Comoquiera que sea, todo esto se juega en un campo en que la autoconservación no interviene directamente, como moti vación, como fuerza. En el nivel de lo que comprobamos en el inconciente: yo vivo, como, me defiendo en la lucha por la vida, no por vivir, sino por amor a mí, por el amor del yo. En el campo psicoanalítico, los problemas de la realidad no están entonces presentes, como no sea reflejados en una pro blemática esencialmente sexual. Esta problemática, en la pre sentación que de ella hago aquí, es aún m uy reducida. En el momento de complicar el juego por intervención de la cues tión de la ley, de los ideales —o de lo social—, yo quisiera des truir esa seudoevidencia que los pretendería situados necesa riamente, y únicamente, del lado de lo represor. Y si retoma mos el esquema de Freud, el de Nuevas conferencias de in tro ducción a l p sico an álisis, vemos que el superyó se sumerge de lleno en el dom inio del ello, en lo pulsional.
12 de diciembre de 1972 Hemos querido plantear primero un modelo esquemático, tópico. Por el momento se resume en un yo y un ello en interrelación uno con el otro, tanto en el dominio del placer como
en el dom inio conexo de la angustia. Nuestro problema, ahora, es verlo funcionar —tras formar lo, tal vez invalidarlo— con la in troducción de las cuestiones de norma. «Normas morales y so ciales en la tópica», es decir, en el interior del sujeto, en el interior del psiquismo.7 Nuestro problema no es de conformiE l im p a c t o dad exterior. Toda experiencia psicoTopico d e analítica muestra que el hombre se las n o r m a s adapta m uy racionalmente a reglas que le son extrínsecas. Las reglas te jen su ser mismo; ellas tejen su neurosis e incluso su perversión si es verdad que esta no está construida fuera-de-la-ley, sino en-desafío-a-la-ley, y que tal vez ella necesita de la ley para existir. Me refiero a la perversión en el sentido clínico del tér mino, a la perversión adulta. Conviene distinguir claramente la perversión polimorfa de la infancia (descrita por Freud en Tres ensayos. . .), que sería, por así decir, a-legalidad, ausencia de legalidad, pero que no es quizá más que un mito, una suerte de estado-límite; y luego, la perversión clínica, de la que Freud señala que lejos de ser ausencia de legalidad, existencia antes de la ley, anarquía, es por el contrario tiránica, organización rígida, sumisión a una ley del deseo que no es menos im perati va, menos delim itada, que la ley llamada moral. ¿Por dónde empezar? Nuestra interrogación debería englo bar muchas otras normas además de la moral. ¿Dónde situar, por ejemplo, lo que se denom ina actividades sublimadas y, más generalmente, nuestras escalas de valor estético, éticas (la sim ple jerarquía que podemos establecer implícitamente, cultural mente, entre diferentes actividades)? 0 aún: ¿dónde situar las normas llamadas culturales como el gusto, la cortesía, las bue nas costumbres? Convenciones, se dice a veces. ¿Es una con vención la barrera del pudor o la barrera del asco? No mostrarse desnudo, mostrar legítima repulsa hacia lo sucio, hacia los ex crementos, ¿son «convenciones sociales»? Lo que querría decir que la sociedad, de m anera arbitraria, impone ciertas reglas de compostura. Sin embargo, la cuestión planteada por Freud —y por muchos otros— consiste en preguntarse si esas barre ras implícitas, premorales, no serían coextensivas con el serhombre. Así, en cuanto a la vestimenta, no hay sociedad en que siquiera algo no señale su lugar: en el límite, funda para el pene, o collar, o máscara, o pintura del cuerpo. En cuanto 1 El título mencionado para este curso era: «Las normas morales y so ciales, su im pacto en la tópica subjetiva».
al problema del asco, Freud form ula la hipótesis de que pmI iI estrechamente ligado a la hominización, que es correlativo ul abandono de La postura en cuatro patas, del pasaje a la postura erecta, de suerte que la primera represión (la represión funda mental) sería aquella del olfateo y del placer sexual ligado til olfateo: placer evidentemente ligado a la analidad. Pero dejemos estos registros demasiado generales para ex plorar en el cam po de la m oral y preguntarnos lo que el psicu a n á lis is puede deeim os acerca de ello. El psicoanálisis nos hahlu del impacto subjetivo de la moral, es decir del factor rector de la represión. Para que haya represión tiene que haber con flicto y displacer. Y este problema del displacer, cuestión dn sentir, de afecto, nos conduce al problema del sentim iento rrw r a l, aspecto bajo el cual, a partir de los filósofos, pero también con los psicoanalistas, se puede subsumir toda la cuestión de la moral. El sentimiento moral, para el psicoanálisis, no es <>l respeto, ni la reverencia, ni —menos todavía— la aspiración: es la c u lp a b ilid a d y su repercusión subjetiva, el «sentimiento de culpabilidad». La culpabilidad entraña, parecería, directa mente el problema de la ley, por relación a la cual el sujeto se sentiría culpable. La «Ley» es un tema puesto de moda por el psicoanálisis desde hace ya algunos años, sobre todo en Fran cia. Es un tema tal vez en que uno se sube a horcajadas fácil mente, y que amenaza promover un retorno vigoroso de cierta teología. No es que yo rechace este término de ley, pero prefe riría no introducirlo al comienzo. Por otra parte, el término —más clásico, y tópico por excelencia— de superyó fue introducido muy tardíamente. El psicoanálisis vivió buena parte de su experiencia teórica y clí nica con Freud —lo esencial incluso en la época de su fundación— sin utilizar la idea de una instancia moral. El su peryó será en principio descrito como una etapa en el yo o aun, según un térm ino más moder Ei. s u p e r y ó : no, una subestructura del yo. Se pou n a e v id e n c ia dría decir que es la subestructura más y u n a f a c il id a d antropomórfica, la que llevaría más nuestro esquema tópico del lado de un conflicto entre dos «personitas en el interior» de la persona. Mucho antes de Freud, por lo demás, el hombre descubrió esta subestructura antropomórfica, y el psicoanálisis no ha vacila do en continuar una tradición —e inclusive en llevarla al extremo—: tradición de la voz de la conciencia, del ojo de Dios, del ojo de la conciencia moral. Pero desde el comienzo ha puesto de relieve las connotaciones persecutorias de esta voz y de es-
le ojo, y ha señalado la relación del superyó con delirios en que esos perseguidores internos son reproyectados al exterior (delirio de vigilancia, por ejemplo, con comentario de actos y pensamientos). A pesar de todo, como en el caso de «la ley», me parecería tal vez un poco fácil, un poco demasiado eviden te, arrancar de esta noción de superyó, tirano, padre, legisla dor interiorizado. Por otra parte, puesto que se trata aquí de interiorización, el m ínimo exigible sería establecer, desde un punto de vista genético, una diferenciación entre los procesos que desembo can en la formación del yo, por una parte, y esa subestructura que sería el.superyó, por la otra. ¿Qué mejor que esos «especia listas de la introyección», que son los kleinianos, para aportar aquí algo de luz? Remitámonos precisamente al artículo de uno de ellos, Paula Heimann, sobre ese tema de los orígenes introyectivos del superyó.8 La autora comienza a plantear la cues tión de manera totalmente pertinente: hemos descubierto que el superyó tenía orígenes m uy antiguos, pero, después de to do, los del yo no lo son menos. De modo que este retroceso en el tiempo no aporta finalm ente ninguna solución al proble ma de saber qué es lo que en una ident ificación con un proge nitor va a «nutrir» al superyó: «¿Cuándo un acto de introyección contribuye a la form a ción del yo, y cuándo a la formación del superyó? [Problema muy interesante, pero, ¿estará la respuesta a su altura?] Yo sugeriría que este factor discriminador yace en los atributos del padre introyectado en que el niño está predom inantem en te interesado en el momento. La situación emocional en la que el niño realiza el acto de introyección decide su resultado. De ben considerarse el juego entero de los afectos, presiones ins tintivas y contenidos de ansiedad prevalecientes. En otras pa labras, lo que decide el resultado de un acto de introyección es la motivación dom inante en el niño en el momento en que introyecta su objeto. Si su interés principal en el acto de intro yección se centra en la inteligencia de su progenitor [esto es ir un poco lejos, para un proceso precocísimo y muy elemen tal], habilidades, m anipulación de cosas —funciones que per tenecen a la esfera intelectual y motora del yo—, el objeto introyectado es principalm ente incorporado en el yo. Si el niño introyecta su objeto en el trascurso de un conflicto entre amor 8 P. H eim ann, «Certaines fonctions de l'iiitrojection et de la projection dans la premiére enfance», en Développements de la psychanalyse (b%jo la dirección de Melanie Klein), París: PUF, 1966, págs. 115-58.
y odio, y cslA especialmente interesado en los atributos ético* de su objeto, entonces el objeto introyectado contribuye a la formación del superyó. El niño que introyecta a.su madre cuan do esta cumple una determinada acción, por ejemplo lavarlo, aprende a lavarse (o a lavar un objeto), es decir: adquiere una habilidad. Este sería un ejemplo de introyección que proimic ve el desarrollo del yo. En los fantasmas inconcientes, sin en» bargo, lavar puede tener una significación moral, como ser de reparación de un objeto deteriorado por la suciedad, y es posl ble que esta significación alcance importancia determinante en ese momento. En ese caso, la introyección de la madre en el acto de lavar ella al niño contribuiría en mucho al sistema del superyó».9 ¡Qué petición de principio y, para nosotros, qué decepción! La introyección de tal o cual experiencia concurriría a enri quecer el yo o el superyó, pero sólo porque se postula ya, en el niño, una categorización a p r io r i de sus intereses: intereses técnico-intelectuales por una parte, interés por los «atributos éticos del objeto», por otra. Desde luego: si la inteligencia y la moral se presuponen como dos facultades innatas, no es de extrañar que las experiencias vividas pasen a alojarse en esas dos categorías, las actualicen y las enriquezcan. ¿No tendría el psicoanálisis algo más que proponer, que no fuera vestir a la moda la más vieja psicología?10
Por distintas razones, voy entonces a abordar la cuestión, provisionalmente, más acá de la «fundación» del superyó, en Freud. Empezaremos por la neurosis obsesiva. Nos dejaremos guiar por la clínica, la observación y la interpretación psico analítica, sin sistematizar al comienzo. La neurosis obsesiva es una enferme C l ín ic a d f. l a dad en la cual las preocupaciones cen n e u r o s is o b s e s iv a : tradas en la moral, la culpabilidad, la los a u t o r r e p r o c h e s dimensión del escrúpulo y de la duda, o inclusive la dimensión religiosa, es tán en primer plano. Es Freud el que aísla estas «representa 11 Ibid., pág. 129. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplancho. lu Para no dejar dudas sobre la solución que proponemos, digamos que el reparto de identificaciones entre yo y superyó se hace según la polari dad general: objeto total-objeto parcial, pulsión de vida-pulsión de muerte, »objeto»-*representación». Entendiéndose que total y parcial no son tom a dos aquí como caracteres empíricos: una parte del cuerpo puede ser objeto total, una persona, objeto parcial.
ciones obsesivas» como afección, constituyéndolas verdadera mente en una enfermedad. Es el primero en emplear el térm i no Zwangsrumrose y en hacer de él una entidad caracterizada, más allá de las obsesiones. Desde el comienzo discierne ahí una enfermedad centrada en la culpabilidad o, como él dice, en los autorreproches. El texto fundador es «Nuevas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de defensa», de 1896. Freud acaba de publicar Estudios sobre la h iste ria, primer campo de su in vestigación clínica. Con este texto de «Nuevas puntualizaciones. . .» extiende a otras dos afecciones, y en particular a la neurosis obsesiva, su concepción de la defensa, de la psiconeurosis como psiconeurosis de defensa. Define así las obsesiones: son «reproches mudados, que retornan de la represión, y están referidos siempre a una acción de la in fa n c ia , una acción se x u a l realizada por placer».11 Freud mismo citará después este pasaje en su texto sobre el Hombre de las Ratas, para indicar que se trata ahí, efectivamente, de una concepción criticable en el sentido de que, tal vez, tiende demasiado a la unificación (se podría decir que esta definición de la neurosis obsesiva es ella misma demasiado obsesiva), pero que al fin y al cabo ella está «compuesta de los mejores elementos». Vale la pena resumir rápidamente este pasaje sobre la neu rosis obsesiva, de «Nuevas puntualizaciones. . porque a su esquema habrá de responder en buena medida el análisis sobre el Hombre de las Ratas. La diferencia con la histeria, en esen cia, en el mecanismo y en la génesis de la neurosis obsesiva, es que el origen se sitúa aquí en una actitud activa del niño, en un placer buscado activamente, por oposición a 1a. histeria, en que las escenas infantiles originarias son escenas de pasivi dad sexual, ligadas a una situación de seducción. Sin embargo (y es una idea sobre la cual Freud se m antendrá m uy firme), en todos los casos de neurosis obsesiva, descubrimos un trasfondo de histeria, en el sentido de que no es concebible que esta actividad sexual no haya sido precedida por una seduc ción pasiva. Freud, en esa época, se atiene de manera muy es tricta a esa famosa teoría de la seducción: de la importación, se podría decir, de la sexualidad en el niño por el adulto. Sabe mos que después pretenderá haberla abandonado, como pre tenderá tam bién abstenerse de la idea de una experiencia acti va en el fundam ento de la neurosis obsesiva.12 Pero de hecho 11 S. Freud, «Nuevas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de de fensa», en OC, 3, 1981, pág. 170. 12 Cf., por ejemplo, S. Freud, «La predisposición a la neurosis obse siva», en ÓC, 12, 1980, págs. 337-45.
esta idea será, más que abandonada, traspuesta en la idea de una precesión del desarrollo del yo respecto de la evolución de la libido. Comoquiera que sea, la obsesión es siempre un reproche de orden sexual que retorna desde la L a e v o lu c io n de represión, y he aquí cómo se describí’, l a s in t o m a t o l o c ia esquemáticamente, la evolución di' ln n e u ro sis. En un p r im e r período (que situamos de manera muy aproximada porque Freud un había investigado aún la infancia de un modo tan preciso como lo haría posteriormente), se producen acontecimientos sexim les infantiles en el período de «inmoralidad» infantil. No estrtn sujetos a reproches, ya que sobrevienen sobre un fondo de ino cencía (una «inocencia» que debe ser interpretada no en el sen tido moral, sino como ausencia de «correspondiente» interno a la seducción). Lo que pone fin a esta primera situación, i> inaugura un segundo período, es la represión, consecuencia de una madurez sexual, a menudo muy precoz, y de los reprochen que esta actividad sexual se atrae. El recuerdo de un episodio sexual activo resulta como arrastrado al inconciente por cnc episodio más profundo, anterior, que es la escena de seduc ción, el acontecimiento pasivo. Freud no insiste en estos dos primeros períodos, sino en la form ación de la sintomatología. En un tercer periodo (que nc puede asimilar a la «latencia») describe dos tiempos: en primer lugar un síntoma primario de defensa, en el cual la representa ción reprimida no retorna —es decir, un período de salud aparente—; después, m uy pronto, la representación reprimida es remplazada por rasgos morales o caracteriales bien conocí dos: escrúpulos, vergüenza, desconfianza de sí mismo. Así, a la «represión lograda» (noción que siempre ha planteado pro blemas en psicoanálisis) ha sucedido la sintomatología que po demos llamar reactiva o de contrainvestimiento. Por último, el cuarto período es aquel propiamente dicho de las obsesio nes: las barreras del «carácter moral» son ahora acosadas y lo reprimido retorna, sea espontáneamente, sea en ocasión de di ficultades sexuales actuales. Este período desemboca en esa* formaciones de compromiso que son las obsesiones o represen taciones obsesivas. Para describir estas obsesiones (como hace siempre en su clínica de las psiconeurosis de defensa), Freud estudia separa damente la suerte de los dos elementos de todo síntoma (de todo acontecimiento psíquico), que son, por una parte, el afec to y, por otra, la representación. De ahí su d is tin c ió n de dos
tipos de representaciones obsesivas. En unas el afecto, que es un afecto de reproche, se encuentra como neutralizado, casi ausente de la conciencia o, en todo caso, remplazado apenas por un vago sentimiento de displacer. En ese caso, la obsesión es u n a representación de carácter bastante «neutro», que sur ge en la conciencia y contra la cual el sujeto lucha, no en razón de reproches morales, sino simplemente porque la encuentra absurda, molesta. Digamos que la defensa toma un aspecto ca si racional. En las otras obsesiones, el afecto de reproche re tom a bajo una forma directa (verdaderamente como reproche), o bien más o menos disfrazada, pero que siempre conserva una connotación moral: vergüenza, angustia social, angustia reli giosa, angustia de tentación, incluso delirio de observación. . . Este rápido resumen puede ayudar a Ei. H o m b r e u e situar el caso del Hombre de las Rala s R a t a s Las, en el cual vamos ahora a detener nos. Este caso fue publicado en 1909 y es el único del cual se han conservado las notas originales de Freud.13 Sin embargo, para nuestro propósito, nos basta lo que Freud extrajo de este psicoanálisis con el título de «A propósito de un caso de neurosis obsesiva».14 Y voy a escoger algunos puntos que se refieren a la moralidad, sin tratar de extraer con clusiones al comienzo. El primer punto es lo que yo llamaría E l c r im e n d f. el crim e n de pensam iento. Este se sip e n s a m ie n t o tú a en el centro de la problemática del Hombre de las Ratas, puesto que se trata de la relación ambivalente con su padre y, más especial mente, de la posibilidad o no de que él haya anhelado —y que anhele— la muerte de su padre (evidentemente, con toda la culpabilidad ligada a ese anhelo). Es interesante seguir el diá logo entre Freud y el Hombre de las Ratas, diálogo algo tortuo so, en que la vía escogida por Freud interesa por los rodeos que se toman. Veamos, para empezar, de qué se trata: el Hombre de las Katas observa, a invitación de Freud, la regla de decir todo cuanto se le ocurra durante la sesión; al cabo de cierto tiempo, le acude el recuerdo de infancia siguiente:
13 Publicadas en francés, luego de pronunciado este curso, bajo el tí tulo L'homme aux rats, joum al d ’une analyse, París: PUF, 1974. (En OC, 10, 1980, págs. 203-49.] 14 S. Freud, Cinq psycha.nalyses, París: PUF, 1975, págs. 199-261. [«A propósito de un caso de neurosis obsesiva», en OC, 10, 1980, págs. 123-94.)
«A los doce años de edad amaba a una niña, hermana de un amigo [. . .] pero ella no era con él todo lo tierna que él deseaba. Y entonces le acudió la idea de que ella le mostrarla amor si a él le ocurría una desgracia; se le puso en la cabeza que esta podría ser la muerte de su padre. Rechazó esta idea enseguida y enérgicamente».15 Entonces, quiere atraer la atención de est.a niñit.a y, racio nalmente, en un plano conciente, piensa que para atraer la aten ción es preciso ser un personaje al que le ocurra algo importan te, por ejemplo, alguna desgracia. Es a título de ejemplo, peni un «ejemplo» que se le impone de manera absoluta, como le acude esta idea de la muerte de su padre.16 Es una idea «neu tra», no afectada por ninguna «modalidad». Entiendo por mo dalidad el modo de apropiación de este pensamiento por un sujeto que «desea que», «teme que», «acepta que», etc. A eslu «idea», tal cual, podríamos ponerla en i'orma infinitiva: «su pa dre morir», «que su padre pudiera morir», «que pudiera ocurrir que su padre morir». Esta simple idea de que su padre pueda morir es rechazada enérgicamente, y el Hombre de las Ratas, nos dice Freud, «no defiende de itir la posibilidad de que se trata en ese caso de un anhelo: no era, según él, más que un simple encadena miento de ideas». Sobre lo cual Freud va a hacer notar a su lector que sólo los obsesivos se contentan con semejantes ate nuaciones v erbale s.. . sin darse cuenta sin embargo de que, después de todo, es él, Freud, quien dem andó, con la «regla fundamental», producir «simples encadenamientos de ideas*.. , He aquí el diálogo: Freud objeta: «Si no era un deseo, ¿por qué la revuelta?». El Hombre de las Ratas responde: «Por el contenido de la re presentación».17 El Hombre de las Ratas, como el psicoanalista, hace enton ces esta distinción (que podemos llamar tam bién obsesiva, ais lante), que consiste en separar, en un pensamiento, dos cosas: el contenido representativo, por una parte, y el afecto, por otra. Pero aquí lo molesto es que el contenido representativo, en
15 ibid., pág. 214. [En OC, 10, págs. 141-2.| 1,1 *EI ejemplo es la cosa misma» (das Beispiel ist die Sache sel.bsl), <11 ce Freud a raíz de otro episodio del mismo análisis (en L'homme attx mis, Journal d'une analyse, págs. 38-9). Expresión e idea típicamente hegellu ñas. a incluir en la carpeta de la relación Hegel-Freud. 17 S. Freud, Cinq psychanalyses, op. ci.t., pág. 215. |En OC, 10, pág, 142.]
sí mismo, es repugnante y prohibido. lie aquí pues exactamente lo que dice d k .i . c o n t e n i d o el Hombre de las Ratas: si me he dek r p r e s e n t a t iv o tendido es únicamente a causa del con tenido de la representación «que mi pa dre pueda morir». Y aquí Freud se pone a hablar de manera muy racional: se constituye, podríamos decir, en abogado del diablo, predicando en suma lo falso para saber lo verdadero. Dice más o menos esto al Hombre de las Ratas: pero, después de todo, ¿cuál es ese contenido de pensamiento que habría de rechazar? No todo pensamiento es un anhelo; un pensamiento puede expresar muchas otras cosas; puede entrar en m uy di versos contextos, y hasta ser considerado fuera de todo con texto. . . He aquí ese pasaje argumentado m uy curiosamente: «Yo: Trata a ese enunciado [este es indudablemente un enun ciado desprovisto de afecto; en alemán W ortlaut, es decir el tenor literal, la literalidad puram ente verbal] como a uno de lesa majestad; según es sabido, se castiga igual que alguien d i ga: “ El emperador es un asno” , o que disfrace así esas pala bras prohibidas: “ Si alguien dice. tendrá que habérselas con migo” . [Y Freud sigue predicando lo racional para hacer surgir lo inconciente:] Yo podría, inobjetablemente, ponerle el con tenido de representación contra el cual se revolvía dentro de un contexto que excluyera esa revuelta. Por ejemplo: “ Si mi padre muere, me mataré sobre su tum ba” . Queda tocado, pero 110 resigna su contradicción, por lo cual interrum po la querella puntualizando que la idea de la muerte del padre sin duda no se presentó por primera vez en este caso; es evidente que ve nía de antes y en algún momento nos veríamos obligados a ras trear su origen».18 Freud siente claramente que no puede ir m ucho más lejos por esta vía de la discusión racional. Por su parte, el Hombre ile las Ratas, que pone buena voluntad y que seguramente ha sido sacudido por el surgimiento de este pensamiento —por esla proximidad que siente entre él mismo y su propio anhelo, ese surgimiento de un indicio de deseo—, narra entonces otro episodio bastante afín: «Sigue contando que idéntico pensamiento le acudió una se gunda vez como un relámpago medio año antes de la muerte de su padre. Ya estaba enamorado de aquella dam a [se trata de aquella de la cual está enamorado desde hace años y con A
i s i .a m i e n t o
18 Ibid. [En 06', Laplanche.
10, pág. 142.] E ntre corchetes, comentarios de .Joan
la que m antiene relaciones ta n p lató n icas y ta n d ifícile s como con el recuerdo del padre], pero a causa de impedimentos iiim teriales no podía pensar en una unión. Este fue el texto di* lu idea: Por la m uerte del padre, acaso él se vuelva ta n rico <¡m pueda casarse con e lla [también aquí una suerte de silogismo puram ente hipotético, de carácter neutro: «Si m i padre muiíi se yo me haría rico, y así podría casarme con esta dama»;
l mismo modo que en la infancia: «si mi padre muriera, yo sei lu interesante y la niñita me amaría»]. Después fue tan lejos n i su defensa contra esa idea que deseó que el padre no dejani nada en herencia a fin de que ninguna ganancia le compensa i a esa terrible pérdida».19 Entramos ahí en el prototipo del pensamiento obsesivo: pe» samiento, pensamiento contrario; anhelo, anhelo contrario. Ehr crimen que él comienza a cometer en pensamiento debe si«i cometido p a ra nuda —ser un crimen de n ad a, una nada (Ir crim en— puesto que él anhela que el padre no le deje nadu Veamos cómo concluye este párrafo; el Hombre de las Rain* «Dice asombrarse m ucho por estos pensamientos, pues está to talmente seguro de que la muerte del padre nunca puede ha ber sido objeto de su deseo; siempre fue un temor».20 Una ve/, más, entonces, el Hombre de las Ratas distingue «la muerte del padre» como contenido de representación, para afirmar que cior lam ente esta «muerte del padre» sólo había sido objeto de un afecto de temor. En realidad, lo hemos visto, no es un aféelo de temor: es un afecto de reproche. Tal y como ocurría en «Nuc vas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de defensa», este afecto de reproche o de culpabilidad nos pone sobre la pisla del afecto de deseo. ¿Cuál es el trasfondo de ese fragmen E l trasfondo de to de análisis? En un primer nivel, so u n a DrscusioN: trata de revelar un anhelo inconcien el a nhelo te. Y allí el analista somete los afectos in c o n c ie n t e a una suerte de lógica para intentar re velar el anhelo. Su repugnancia, sus defensas, le dice al Hombre de las Ratas, evidentemente que no valen frente a un enunciado conciente neutro («Mi padre podría morir», por ejemplo, o «Mi padre morir»). Esta demos tración es ciertamente suficiente en el marco de ese tratamien to, pero para nosotros, que estudiamos ese caso no sólo desde 19 Ibid. [En Laplanche. 20 Ibid. [En
OC, 10, pág. 142. | Entre corchetes, comentarios de Jean OC, 10, pág. 142.|
un punto de vista técnico, sino con una mira más teórica, más estructural, es posiblemente insuficiente. No nos parece en ab soluto contingente que el enunciado «Mi padre morir» esté afec tado de deseo (empleo «afectado» en el doble sentido: afectado por un afecto y marcado, como en matemáticas, por una clase de exponente), que su «afectante» sea el deseo y no otro. No me parece que el pensamiento inconciente pueda ser afectado por cualquier afecto, que haya todas las posibilidades a partir de un enunciado (como lo querrían aquí tanto Freud como el I lombre de las Ratas), que todo enunciado pueda ser afectado ile temor, duda, esperanza. . . Quiero decir que en el plano de lo conciente (es esto lo que Freud demuestra), desde luego que un contenido de representación puede ser afectado por un afec to cualquiera. Pero acaso en el nivel inconciente un contenido de representación pueda ser afectado por un afecto solamente —o, en todo caso, necesariamente por un afecto—, que es el afecto de deseo. Es la línea que sigue Freud a propósito de La interpretación de los sueñ.os, donde encontramos una discu sió n en definitiva m uy cercana a esta.21 Freud enfrenta a in terlocutores imaginarios, que le dicen aproximadamente lo que él dirá al Hombre de las Ratas: cuando usted está en presencia de un sueño interpreta su enunciado (su W ortlaut), y descubre otros pensamientos, muy diversos, detrás de sus pensamien tos. Pero cuando se trata de afecto, usted pretende encontrar siempre, de manera uniforme, en el inconciente, un deseo. ¿Por qué, después de todo, no expresaría un sueño muchas más co sas que un deseo, por ejemplo un proyecto o un lamento? Freud sostiene, sin presentar en definitiva la justificación últim a, que el sueño tiene siempre por energía que lo sostiene un solo y único afecto, el deseo. En suma, lo que Freud dice para el sue ño, es aquí el Hombre de las Ratas quien lo afirma, contra Freud, sosteniendo espontáneamente que todo enunciado es, por na turaleza, horrible y culpabilizante. El sobreentendido es evi dentemente que todo enunciado surgido del inconciente está afectado por un deseo. ¿No estamos ahí ante lo que se llama la om nipotencia del l>ema.mierito? Es una referencia psicoanalítica común para des cribir justam ente la constelación psíquica en que todo pensa miento es considerado inmediatamente susceptible de realizarse —es decir ya a punto de realizarse— por el simple hecho de que es pensamiento. La noción de omnipotencia del pensamien21 S. Freud, La interpretación de loa sueños, en OC, 4 y 5, 1979, capí tulos III, IV y VII.
lo denota un estado infantil mítico donde, se dice, habría indi ferenciación de lo interior y lo exterior o incluso un estado mil gico en el cual bastaría que el niño pequeño pensara un deseo para que de inm ediato el objeto de deseo le fuera dado. Estado ciertamente mítico porque, si se quisiera considerar lo que ocu rre en el caso del niño, sería más bien (y en otros momentoN los psicoanalistas lo señalan) la impotencia la parte que le tu ca, mientras que la omnipotencia sería la parte de la instancia parental. Creo entonces que más allá de esta noción, en definí tiva bastante confusa, de «omnipotencia del pensamiento», hn bría que buscar y su b ray ar lo que puede estar en la r a íz do esta p rim a c ía del pensam iento de deseo. Habría que intentar ir más lejos que Freud en La inte rpre tación de los sueños. Un el n ive l in fa n til, lo que fu n d a esta p r im a c ía del deseo es que nada puede ser puesto en el in te rio r —inlroyectado—, s in sur afectado por el signo de la pulsión. Quiero decir que poner aden tro y desear es m ía ú n ic a y m ism a cosa. Y sabemos (he ahí el realismo mágico del psicoanálisis) El. d e s e o : ú n i c a que el pensamiento no es otra cosa que « m o d a l i d a d ,, d e l una modalidad de poner en el interior p e n s a m ie n t o de la cabeza. En definitiva, la verdad, in c o n c ie n t e que es difícil aceptar porque es difícil concebirla, la verdad mágica es que sólo puede ser pensado lo que puede ser deseado. No hay ¡il comienzo pensamiento neutro, contenido de representación se parado de un afecto. La idea de un contenido de representa ción, la idea de un enunciado, no es neutra en un comien zo, sino resultado de una neutralización. ¿Quiere esto decir que todo pensamiento es el fruto de un proceso obsesivo? Después de to d o . . . ¿por qué no? Hasta creo que podríamos encontrar en el lenguaje (y no solamente en el del Hombre de las Ratas) cierta huella de la identidad originaria del enunciado de pen sarniento y del enunciado de deseo. En muchas lenguas hay una identidad entre la form a optativa y la forma neutra o inl'i nitiva. Les doy este ejemplo en tres lenguas: Que m on pere m eure M y fa th e r to die Dass m e in V aler sterbe «Que m.on pére m eure» («Que mi padre muera») o «Dass m ein Vater sterbe» es en principio una forma infinitiva. Es esto lo que demuestra Freud en ese diálogo: se puede construir cierta cantidad de frases en las cuales«que m on pere meure»esté afec tado de las significaciones más diversas, por ejemplo: «que mi padre muera es de temer»; «que mi padre muera es una even-
lualidad»; hasta podemos ir más lejos diciendo «que m i padre muera es una ( rase gramatical». Pero, al mismo tiempo, si uste des emplean sólo «que mi padre muera» no pueden pretender jamás que eso sea un temor. Envíen si no, para comprobarlo, un telegrama con estas simples palabras «que mi padre muera», sin acompañarlo de otras palabras: es evidente que se trata de un anhelo.
9 de enero de 1973 Después de haber planteado algunos términos tópicos, nos internamos ahora en elaboraciones más cercanas a la clínica y en particular en las enfermedades «morales», esas neurosis (o psicosis) particulares en que la instancia moral parece estar en primer plano: ante todo, la neurosis obsesiva y la melanco lía. (La relación entre ambas fue, por otra parte, frecuente mente establecida, y no sólo por Freud, sino de manera gene ral en la psiquiatría.) Nos hemos detenido en el caso del Hombre de las Ratas y he llamado «crimen de pensamiento» a la primera ocurrencia del problema moral. En efecto, para el Hombre de las Ratas, el simple hecho de pensar «mi padre morir», m e in V aterzu sterben, m y fa th e r to (lie, es equivalente a desear, incluso a reali zar el crimen. Eso es tan cierto que, por ejemplo, el Hombre de las Ratas teme provocar la muerte del padre, siendo que este hace ya m ucho tiem po que ha muerto. Hemos querido en contrar un testimonio de esta realidad del crimen de pen samiento en algunas lenguas que idenEi. t e s t i m o n i o tifican las formas infinitivas y optatid e l l e n g u a je vas. Digo «testimonio»: no pretendo que en esto todo pase por el lengua je, sino simplemente que, en el lenguaje, tenemos como una suerte de refracción, en el nivel verbal, de lo que se puede imaginar del proceso inconciente, o de un «lenguaje» inconciente (una suerte de gramática inconciente, como Freud nos la des cribió en La in te rpre tación de los sueños, gramática muy redu cida en sus términos lógicos). Prosigo: del proceso inconciente, podemos imaginar lo que justam ente concuerda con esta no ción de un crimen de pensamiento: un desconocimiento de la realidad llamada exterior en beneficio de una realidad más pregnante, que llamamos «realidad psíquica»; no la m ultitud de con
tenidos de la vida psíquica, sino lo que hay de fundamental en esta: los deseos que la anim an. En el nivel de la realidad psíquica, se podría decir que hay identidad del pensamiento y cl«» la realización, sea la del acto sexual o de la muerte del padri' Lo que nosotros llamamos «crimen de pensamiento» punir ser de hecho descompuesto, analizado: 1. En un primer nivel, superficial, es simplemente peiixii m iento del crim en, «representación del crimen». Pero enton ces, ¿de qué espantarse? ¿Por qué sentirse culpable? Es esa lu seudodemostración que aduce Freud para acorralar al Hombre de las Ratas en sus últimos atrincheramientos: ¿por qué, si w> trata de un «simple» pensamiento, espantarse de tal manem, por qué rechazar este pensamiento? 2. Luego, el análisis accede a lo que está reprimido, puní mostrar que ese crimen de pensamiento es también un crinw n en pensam iento, crimen en el pensamiento. ¿Diremos un crl men intencional? Es evidente que al evocar el término de tu tención abrimos el registro de la culpabilidad religiosa, que no por nada se liga tan profundam ente al pensamiento obsesivo Hay verdaderamente una coalescencia del pensamiento obsc sivo y del pensamiento religioso. Hay allí una profunda resn nancia. La religión ha visto bien que en cierto nivel, precisa mente en el nivel de «la interioridad» —interioridad, para I o n cristianos, de la vida espiritual; para Freud, del inconciente—, pensar y desear son la misma cosa. Así, el problema del crimen nos remite a la tópica, a su espacialidad —puesto que se tral u de interior y de exterior— y a su realismo. Recordemos, a ral/ de esto, el uso constante por parte de Freud del término alma (Seele), que suena muy curioso en boca del psicólogo científico que él pretende ser. Da que pensar la alianza del más mecani cista de los términos, y del más espiritualista, en el famoso s«c lischer A pparat, aparato del alma, del que se trata en L a in terpretación de los sueños y en Tótem y tabú. 3. Del pensamiento del crimen, y de la represión des pués del crimen en pensamiento, pasamos a un tercer término que seria, de manera más simple y más radical, el crim en, do pensar, en el sentido de que el simple hecho de pensar sería crimen, sería trasgresión. También allí encontraríamos cier ta caricatura, si no del pensamiento N a d a d e in o c e n c ia cristiano en general, al menos de cier p a r a e l in c o n c ie n t e to cristianismo que ha tenido durante largo tiempo por sospechoso el simple hecho de pensar. Digo caricatura porque se trata en este caso de la condena que recae sobre el pensamiento conciente, ra
cional: si se es creyente, no hay que pensar demasiado. Más :illá de esta simple voluntad de adormecer al pensamiento ra cional, podemos preguntarnos si lo que se presentiría no sería quizá que el pensamiento inconciente es radicalmente «crimen», fechoría, realización. P ara el psicoanálisis, en todo caso, n a die es radicalm ente inocente, en el sentido de que todo afecto (y yo entiendo todo afecto de culpabilidad) es justificado. Está desplazado, pero es justificado. El análisis no se da ciertamen te como meta condenar, pero, a la inversa, tampoco se fija co mo objetivo absolver de manera tranquilizadora, mostrando que eso es un falso crimen, que no fue cometido realmente, etc. En efecto, sabemos que no podemos reducir a ilusión esta «rea lidad psíquica» en el inconciente, allí donde están profunda mente, y tal vez para siempre intrincados, el deseo, la trasgresión y el remordimiento. Hemos hecho una primera aproximación, con el Hombre de las Ratas, a esta cuestión del crimen; quisiera ahora pasar a un segundo aspecto, el de la deuda. Me refiero aquí al ca pítulo intitulado «El gran temor obseA p a r ic io n sivo».22 Este «gran temor obsesivo» es del el temor de que pueda ocurrir al pas a d o m a s o q u is m o dre del sujeto y a la dama amada el su plicio de las ratas (es decir que se les introduzcan ratas devoradoras en el ano). Se trata de un casti go, pero es tam bién connotado desde el comienzo como un go ce. Freud lo nota m uy precisamente en el momento en que ha obtenido e incluso favorecido la confesión (tuvo que comple tar él mismo las frases que el Hombre de las Ratas no quería pronunciar): «En todos los momentos más importantes del re lato se nota en él una expresión del rostro de m uy rara compo sición, y que sólo puedo resolver como h orro r ante su goce ig norado p o r él m ism o».23 Evidentemente, la sola frase «horror ante su goce ignorado por él mismo» representa toda la fenomenología del sadomaso quismo, pero tam bién todo su problema, puesto que este goce es al mismo tiempo un goce «ignorado». ¿Qué es un goce incon ciente? Después nos extenderemos sobre el sadomasoquismo, pero no podía dejar pasar aquí su aparición sin mencionar cuán entramado está con nuestro primer punto: la demostración en 22 S. Freud, Ciiu) psychanalyses, op. cit., págs. 206 y sigs. |En OC, 10, págs. 132-8.1
23 [En OC, 10, pág. 133 (N. de la 7'.).]
cuanto a la pretendida neutralidad de «mi padre morir» podrí» aplicarse exactamente a esta otra proposición: «mi padre mu portar el suplicio de las ratas», de la que Freud señala que «*•» presentada en form a de «representación» neutra, mientras que «la designación “ deseo” o “ tem or", más fuerte y sustantiva, está evidentemente encubierta por la censura». La deuda constituye el síntoma por el La deuda: cual el Hombre de las Ratas llega a con su c ir c u it o sultar a Freud. En el curso de grande* e n ei. s ín t o m a maniobras para las cuales había sido movilizado como oficial de reserva per dió sus quevedos (no insisto en el hecho de que se trata de un<m quevedos y que el problema del voyeurisrno interviene). Deel de hacerse enviar otros por su óptico de Viena. Por correo ni* le envían esos quevedos contra rembolso y había que panal 3,80 coronas. El hombre que le entrega sus quevedos le dice (o más bien el Hombre de las Ratas cree que le han dicho eso considerable cantidad de malentendidos están presentes ahí, para hacer inextricable el síntoma): «"El teniente primero A. pagó el rembolso por ti. Deben devolvérselo a é l” . El paquete contenía los quevedos encarga dos por vía telegráfica. Pero en ese mismo m omento se plasnu't una "sanción” : No devolver el dinero, de lo contrario sucede aquello (es decir, la fantasía de las ralas se realiza en el padre y la dama). Y según un tipo que le era consabido [esquema ha bitual, trivial, en la neurosis obsesiva], en lucha contra esta sanción se elevó enseguida un m andam iento a modo de jura mentó: “ Tú debes devolver a l teniente p rim e ro A. las 3,80 en ro ñ a s ", cosa que se espetó a sí mismo casi a media voz».2'1 Helo aquí atrapado ya en un imperativo contradictorio: for mulo el juram ento de devolver las 3,80 coronas y al mismo tiem po, si las devuelve, el suplicio alcanzará al padre y a la dama Pero las cosas se complican a ú n más, como si todo no fuera ya harto imposible. No sólo hay orden y contraorden, sino que hay una contradicción en el centro mismo del juram ento. Km imposible cum plirlo porque acto seguido el Hombre de las Ra tas se entera de que no es el teniente A., sino el teniente H quien adelantó la cantidad, en tanto que él prestó juram ento de devolverla a A. Así, en determinado plano de la interpreta ción posible, tenemos un desdoblamiento, un clivaje del prota gonista masculino; pero, en el plano del síntoma, toda una 24 Ibid., pág. 208. [En OC, 10, pág. 134.) Entre corchetes, comentarían de Jean Laplanche.
secuencia escénica que es preciso imaginar y tratar de orde nar: el juram ento m anda devolver el dinero a A., si bien es a B. a quien se debe ese d in e ro . . . Y además nos damos cuenta de que esto es todavía más complicado porque no es B. quien adelantó el dinero, sino la empleada de la oficina postal. . . Así, después de un desdoblamiento del p arte naire masculino, un clivaje hombre-mujer es el que interviene, simbolizando al pa dre y a la dam a (sin hablar por supuesto de la madre). Y luego, aún más lejos, a su vez la empleada resulta desdoblada en dos mujeres. . . Por lo tanto, un circuito de deuda extremadamente com plejo: deuda inextricable y deuda que es imposible restituir, puesto que la obligación supone hacer devolución a alguien que no es el que efectivam ente desembolsó el dinero. No se trata entonces de un circuito cerrado, sino de un circuito que es im posible abrochar, de un anillo quebrado, suerte de espiral que recuerda a la espiral esencial del psicoanálisis: el hecho de que el objeto por reencontrar no es el objeto perdido mismo, sino cierto representante de este objeto, desfasado para siempre por relación a él, en bien de lo cual (¡en mal de lo cual!) el objeto perdido —la madre— nunca es reencontrado, porque está do blemente perdido: realmente, y a la vez en la representación. Pero ese c ircu ito de la deuda en el síntom a está abrochado él m ism o a otros circuitos. 1. Evoco primero, sin entrar en él, el E l c ir c u ito circu ito del tratamiento. El acoplaoel miento del circuito del síntom a sobre tr a ta m ie n to el circuito del tratamiento es muy sim ple puesto que el Hombre de las Ratas acude a Freud no tanto, dice él, para seguir un psicoanálisis, sino para pedirle una receta en la que el médico certifica ría que la salud psíquica del Hombre de las Ratas depende de poder restituir el dinero al teniente A. Se trata de convencer al teniente A., receta mediante, de que para curar al Hombre de las Ratas tiene que aceptar las 3,80 coronas. Dejo ese circui to del tratam iento fuera de nuestra reflexión. 2. Menciono un segundo circuito muy E l c ir c u it o im portante, que es un circuito sexual: d e las ra t a s el circu ito de las ratas. Esta obsesión de las ratas, por la cual estas son consideradas ante todo como objetos sucios (objetos anales, sus ceptibles de entrar en el ano o, eventualmente, de salir de él), objetos desprendióles, separados, susceptibles de ser suminis trados (de ser puestos o introducidos en el ano): son elementos
bien a propósito para una función simbólica en el sentido di> que pueden ser objeto de intercambio. Y Freud muestra, a ral/ de varias asociaciones del Hombre de las Ratas, el simbolismo de las ratas. Son dinero (el Hombre de las Ratas contabiliza lint honorarios de Freud en términos de ratas: tantos táleros, tan tas ratas). Son tam bién niños, y Freud considera que está allí el descubrimiento pivote que hace el Hombre de las Ratas apn yándose en dos leyendas: la del capturador de ratas de lia melin, quien libra a una ciudad de sus ratas encantándolas p in el sonido de su flauta y llevándolas a ahogarse, y la del peque ño Eyolf, de Ibsen, que, en su caso, está en posición de rula y, fascinado por la Damisela de las Ratas, se ahoga. Finalmen te, últim o simbolismo de esas ratas, simbolismo del pene, ln cluyendo sin embargo el problema, que no es desarrollado aquí, pero que lo será suficientemente después: todos los elemento* precedentes (excrementos, hijo, dinero) son elementos Ínter cambiables, en tanto que el pene es un elemento que, al mencm en el plano de la realidad, no es desprendible. El texto de rete rencia que debemos tomar nosotros para estas «equivalencia* simbólicas» es, evidentemente, el intitulado «Sobre las trasposl ciones de la pulsión, en particular del erotismo anal».2r> Vemos allí cómo se organiza un cuadro de equivalencias de esos ele mentos que denominamos «objetos parciales», «objetos de in tercambio», todos los cuales tienen en efecto en común alguno* caracteres que les permiten integrarse en una verdadera serie simbólica: son elementos pequeños, lo que Freud llama Das Ktei ne, «el pequeño», que en s í m ism o simboliza algo que habría que analizar más detenidamente: lo (pie llamamos lo «parcial", los elementos desprendibles y, por consiguiente, intercam bia bles. En el Hombre de las Ratas, esas ratas inducen un circuito donde se trata de toda una serie de intercambios posibles, com piejos, pero sobre todo crueles y sádicos: meter ratas en el ano del padre o de la dama (ratas que van a morder); dar dinero a Freud (dinero que es inm undicia) o incluso recibir dinero de Freud en un momento en que el Hombre de las Ratas imagina que va a desposar a la hija de Freud, no por sus lindos ojos, sino por recibir dinero; o tam bién dar o rehusar hijos: en efec to, según Freud, el síntoma en su especificidad (no en la neu rosis obsesiva en general) está centrado en la comprobación y en la idea de que la mujer amada es estéril. Dar sus hijos no sólo a la madre, sino tam bién al padre, bien digo: in tro d u c ir u n escarnio del padre, que podría tener hijos por el ano. 25 En OC, 17, 1979, págs. 117-23.
3. Tercer circuito de la deuda, p timo. Esta vez es un circuito que nos fa m ilia r reconduce hacia atrás, haciéndonos re ñí. i.a d e u d a montar a un momento anterior a la his toria del sujeto: es la h isto ria del p a dre del Hombre de las Ratas. La deuda (en el sentido en este caso, en que la entendemos en nuestra economía de intercam bio) es una deuda de dinero y que se especifica de dos m ane ras. Por una parle, el padre, cuando era suboficial, era ju g a d o r y h ab ía perdido u v a pequeña su m a de dinero, comportándose entonces, nos dice Freud siguiendo al Hombre «le las Ratas, co mo un S pielratte ,26 es decir como un «jugador empedernido» (un S pielratte = una rata de juego). El padre, esa «rata de ju e go», se habría encontrado en una situación totalm ente desa gradable y habría pasado por las mayores dificultades si un camarada no le hubiera prestado la suma. Deuda esta que n u n ca había sido restituida después. Otro elemento muy importante de la historia del padre es su casam iento p o r dinero. El padre, antes de conocer a la madre del Hombre de las Ratas, había conocido a una joven de fam ilia modesta, «pobre pero linda» (estamos en un verdadero cuento de hadas burgués) y, por ra zones de fortuna, había preferido casarse con la madre del Hom bre de las Ratas, mujer de fortuna. Este matrimonio por interés continúa siendo objeto de una especie de remordimiento que, como él lo dice, se le ha quedado atravesado.27 Acabo de emplear el térm ino «burgués». Se podría decir, en efecto, que hay ahí un conflicto burgués en toda su triviali dad. En el padre: hacer un matrimonio socialmente aprobado que consolida su situación y le permite entrar en una fam ilia de ricos industriales; matrimonio remunerador, sobre un fon do de pequeñas «calaveradas» o deslices de juve ntud, de esta deuda de juego jam ás saldada. En el hijo: recuperación de la misma problemática, puesto que la única sombra respecto a la dama es precisamente que tiene poca fortuna y que la madre le ha propuesto un partido más rico (haciéndose aquí la madre simplemente la intérprete de las voluntades familiares y pa ternas); por lo tanto, un conflicto entre su amor y la voluntad del padre, que vehiculiza las reglas sociales de un cierto me dio. El complejo de Edipo —interdicción de la madre por el padre— viene aquí a suturarse con la situación social, ya que I5l c i r c u i t o
26 Cf. S. Freud, Cim¡ psychanatyses, op. c i t , pág. 236. ¡En OC, 10, pág. Í65.1 21 Cf. ibid., pág. 228. [En OC, 10, pág. 157.|
el padre aparece en el hijo, por refracción, como el interdicto! no ya de la madre, sino de la mujer pobre. En otros térmlnon, se podría decir que hay aquí Lodo un circuito de mercado (ploimo en este caso en lo que se ha podido decir del intercambio las mujeres): mercado del amor, mercado de la mqjer-mercaiK'lit mercado que se encuentra en los dos casos no abrochado, «mi desequilibrio, y esto de manera homotética en el hijo y en rl padre. Sin embargo, no todo es tan sencillo, no todo ocurre següii un esquema tan trivial, «de Lal padre, lal hyo»; las normas mi» cíales, los comportamientos sociales se LrasmiLen; el hyo, atino el padre, tiene un problema porque la mujer es considenulu como una mercancía en el m undo burgués. En primer lugar, no es del Lodo ¡mi, La d e u d a porque el padre parece haberse com n o se t r a s m i t e portado de esla manera sin m u c liO N d ir e c t a m e n t e . . problemas, en tanto que el hijo, por mu parte, es neurótico. Y en este h(|o neuróLico, el conflicto se Lraduce en sínLomas lotalmenLe opn eos, torturantes y, al mismo tiempo, en cierto modo, satisíac torios en el nivel inconciente. Digamos que el conflicto luí pasado al iticoncienle. En segundo lugar, no todo es tan simple porque no tenemos sólo dos circuiLos —el de la deuda de diñe ro en el padre, el del intercambio y del dinero en el hyo—, sino que tenemos el tercer circuito, el de las ratas. Y escolomizarln mos lo esencial del Hombre de las Ratas si pretendiéramos en contrar en él simplemente la repercusión simbólica de un conflicto parental. Los dos circuitos, de dinero y de mujeres, no están en una relación de trasmisión simple. Lo cultural o incluso lo ideológico (se trata verdaderamente de toda una ideo logia del intercambio, del m atrim onio)— no se enseña. La mu ral no se trasmiLe por simple adiestramiento, ni incluso por costumbre o hábito social. Entre el circuito de la deuda pater na y el circuito del intercambio y de la deuda en el síntoma, hay oLro circuito que es la indispensable correa de trasmisión —el engranaje necesario que imprime al conflicto la m arca (Ir lo p u ls io n a l—: el lercer circuito, el de s in o p o r su las ralas, de los excremenlos, lo que d e s c u a i. ikic a c ió n llamamos más generalmente el circuien c i r c u i t o Lo de los objelos parciales. El diñede r a t a s ro de que se LraLaba en el nivel del padre, el dinero del matrimonio, y después el dinero de que se trata en el hijo (las famosas 3,80 coronas), el dinero-síntoma, no lienen ninguna relación direc-
la real. Si el Hombre de las Ralas es habitado por esta com pul sión irresistible y absurda, no es en razón de una costumbre burguesa, ligada a la economía de mercado. Los dos círculos de deuda sólo son tangentes gracias a un tercer círculo, esa suerte de ronda de objetos excremenciales que son las ratas: objetos sexuales, puesto que están directamente ligados al de seo y al goce (hemos visto con qué goce el Hombre de las Ratas evoca ese suplicio); objetos que podemos considerar, en nuesIra terminología, sádicos (las ratas son sádicas en su acción, son pequeños seres agresivos, mordedores), pero actores de una secuencia escénica que no puede ser considerada, hablando con propiedad, ni sádica ni inasoquista, sino verdaderamente sarlomasoquista. Entendiendo por este término de sadomasoquista la complementariedad o, en todo caso, cierta intercambiabilidad de dos posiciones, al menos en el fantasma. El sujeto pue de siempre, en el fantasma, identificarse con uno u otro de los elementos puesto que por neutralización pretende no iden tificarse con ninguno: él dice que es un espectáculo, una sim ple «representación». Pretende no ser actor, pero se hace evidente, en el curso del tratam iento y por todas las asociacio nes aportadas, que el Hombre de las Ratas puede identificarse alternativam ente tanto con la persona que sufre ese suplicio particularmente lúbrico, cuanto con la rata que inflige sufri miento. Insisto en esta noción para indicar m uy rápidamente que, en mi opinión, el sadomasoquismo no en tanto pareja de personas reales, no en tanto pareja de perversos, sino en tanto pareja fantasniática, es absolutamente complementario e indisociable. Nuestro estudio sobre el Hombre de las Ratas nos ha lleva do a introducir el término sadomasoquismo. Ello a propósito de la moral y, más exactamente, a propósito de lo que se pue de llamar «moral inconciente», adoptando este térm ino de un autor norteamericano, Bergler, que dedicó algunos estudios al problema psicoanalítico de la moral y del superyó. Este autor llega hasta a plantear, de manera irónica pero muy sugestiva, al lado do los famosos «principio do placer» y «principio de rea lidad» (que son los principales reguladores del funcionam iento psíquico según Freud), un tercer principio, que sería el de su peryó, y que él llama «principio de tortura».
23 de enero de. 1973 Me parecen indispensables unas pulii bras sobre esta cuestión del sacloma soquísimo. Escojo, de manera algo ai SADOMASOQUISMO: EN LOS biliaria, unas referencias en la biblio SEXOLOGOS . grafía: los sexólogos; Freud; despu^N (me salto muchos escalones intermi' dios) Daniel Lagache para nosotros, en Francia; y Gilíes Deleuze, Los sexólogos son contemporáneos o apenas anteriores 11 Freud en sus elaboraciones. Ante todo, se trata de Krafft-Ebinn y de Havelock Ellis. Son trabajos de descripción clínica, cua si entomológicos: descripción de las diferentes formas de vid» sexual y, en particular, de las diferentes formas de perversión sexual. Havelock Ellis proseguirá su obra en forma contempo ránea a Freud (por lo tanto, posterior a Krafft-Ebing) y estai il muy influido por las ideas de este últim o, de manera que lnn diferentes ediciones de su obra llevan la marca de las elaborii ciones psicoanalíticas. Estos sexólogos designan los cuadros por ellos descritos con nombres que son evocadores, mitológicos, literarios. Así, el térm ino «narcisismo» les ha servido para cali ficar un tipo de comportamiento sexual, un tipo de perversión. En psicoanálisis el término será retomado, pero el aspecto per versión del narcisismo se considerará como totalmente secun dario, como una especie de artefacto que no merece, en todo caso, ser aislado como un comportamiento separado; por el con trario, tomará un valor estructural considerable. Ahora bien, esta misma diferencia o evolución comprobaremos en lo que concierne al sadomasoquismo. Los sexólogos, según sabemos, pensaron primero en térmi nos más eruditos para designar la perversión que busca el do lor, por ejemplo, «algofilia» (propensión a buscar el dolor). Pero muy pronto aparecen los nombres de dos autores muy conocí dos, Sade y Masoch, que servirán para designar esos comporta mientos. En virtud de estas denominaciones de «sadismo» y de «masoquismo» hay allí una marca que pesará sobre el destino de la reflexión teórica (y en particular, con m ucho peso, en la reflexión de Gilíes Deleuze). En cuanto al sadomasoquismo: ¿quién introdujo este término?, ¿es tal vez, después de todo, muy reciente? Una cosa es segura: fue principalmente Daniel Lagache quien contribuyó a otorgarle valor. No sé si lo encon traríamos, como tal, más de una o dos veces en la obra de Freud. Sin embargo, la idea de una ligazón entre las dos perversiones L a NOCION DE
(ya que se trata primeramente de perversiones, de com porta mientos sexuales determinados) está presente en Krafft-Ebing y es generalizada por Havelock Ellis: «La investigación de his toriales de sadismo y masoquismo, aun los com unicados por Krafft-Ebing, constantemente revela huellas de am bos grupos de fenómenos en el mismo individuo».28 Estamos entonces en el plano de los comportamientos manifiestos, descriptibles, clí nicamente determinados. Ni en Tres ensayos de te o ría sexual ni después hará Freud intento alguno de rehacer las descrip ciones de los sexólogos. Freud no es un entomólogo, tampoco es esencialmente un fenom enólogo, y él y en F r e u d : considera, por una parte, que las desde i.a p e r v e r s ió n cripciones que fueron hechas por los sexólogos son ampliamente suficientes y, por otra parte, que estos recogieron datos que él mismo no tiene ni el tiempo ni la preocupación de compilar. En la utilización que Freud hace de estas nociones de sadismo, de masoquismo y de su unión en un sadomasoquismo, hay dos aspectos. Hay sin duda un aspecto perversión, en el sentido clínico. Ciertamente que Freud ite, en el nivel de la descripción, la existencia de un nexo interno entre estas dos perversiones. Lo dice en Tres ensayos. . . , y tendrá ocasión de repetirlo después, por cierto que siempre de m anera marginal: cada perversión, nos dice, conlleva siempre elementos de lo opuesto. He aquí el pasaje de Tres ensayos. . donde designa al sadismo-masoquismo como una sola y misma perversión: «Ahora bien, la propiedad más llamativa de esta perversión reside en que su form a pasiva y su forma activa habitualm ente se encuentran juntas en una misma persona. El que siente pla cer en producir dolor a otro en una relación sexual es capaz también de gozar como placer del dolor que deriva de unas re laciones sexuales. Un sádico es siempre también al mismo tiem po un masoquista, aunque uno de los dos aspectos de la perversión, el pasivo o el activo, puede haberse desarrollado en él con más fuerza y constituir su práctica sexual prevale ciente».2’1 Habría en el origen una sola y única perversión que puede, según los casos, fijarse del lado activo o del lado pasivo. Hay que notar sin embargo que si Freud afirm a aquí que u n sádico es siem pre a l m ism o tiem po u n m asoquista, no enunció la pro 28 Citado por Freud en Tres ensayos de teoría sexual (en OC, 7, 1978, pág. 145, n. 32). 211 S. Kreud, Tres ensayos de teoría sexual, en OC, 7, pág. 145.
posición inversa: que un masoquista sea siempre, al mismo tiem po, un sádico. Evidentemente sobre esta idea de que las do» perversiones (en tanto comportamientos clínicos determinados) son una sola y misma perversión, tienen una raíz común, re caerá la crítica de Deleuze, pero no sin incomprensión. En efec to: no son tanto los cuadros clínicos fijos los que interesan a Freud, y aún menos tratar de describir esta supuesta (digo bien: supuesta) perversión combinada sadomasoquista (que no sería tal vez otra cosa, en su idea, que la perversión polimorfa del niño). Lo que polariza su atención es la esl.rtict.ura subyacente. Y él pretende pesquisar esta estructura a la vez en el plano de la dialéctica inconciente (unas relaciones sobre la escena inconciente) e históricamente (en la infancia). Fretid insiste en esto: si se pasa a las estructuras subyacentes qué hacen inter venir el placer del dolor —placer de sufrir o placer de hacer sufrir—, ellas revelan una dialéctica en la cual las dos posicio nes están absolutamente intrincadas y se mudan una en la otra. Este mudarse la una en la o lía es particularmente desarrolla do en el texto de Freud: «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915), donde muestra cómo las pulsioa l d e s t in o nes se m odifican y pueden desembop u ls io n a l car en formas completamente diferen tes por movimientos que sólo podrían ser calificados de «dialécticos» (incluso si ese no es un término de Freud). De modo que, cuando Deleuze pretende calificar de «trasl'ormista» la descripción de un destino pulsional, esta denominación me parece ser, cuanto menos, aproximativa. La alusión al trasformismo, en el sentido de la evolución de las especies, no viene al caso en este asunto. Sería como decir, por ejemplo, que Megel es un trasformista y aplicar a la dialéc tica hegeliana el trasformismo, con el pretexto de que llegel muestra efectivamente el pasaje de una figura en otra. En «Pulsiones y destinos de pulsión»,:,ü ese pasaje del sadis mo al masoquismo —y recíprocamente— es atribuido a un do ble movimiento que, por otra parte, muy curiosamente coincide: por un lado, el trastorno hacia lo contrario-, es el pasaje de la actividad a la pasividad o de la pasividad a la actividad, que se traduce por un cambio en cuanto a la meta, en cuanto a la acción sexual en cuestión —acción de golpear o de hacerse golpear, por ejemplo—; por otro lado, el retom o h acia la per sona p ro p ia. De estos dos movimientos, sobre el segundo t.ene-
mos que insistir con Freud: movimiento que es el resorte de toda la dialéctica y que hace intervenir d ra m a tis personvae, personajes. Se podría seguramente decir: hay pasaje de la posi ción activa —hago sufrir al otro— a una posición pasiva o, en lodo caso, a una posición media —yo me hago sufrir— por autocastigo (no aporto ejemplos clínicos: seguimos teniendo ante nosotros el ejemplo del Hombre de las Ratas, que es suficiente mente explícito). Sin embargo, aquí estamos todavía en un ni vel superficial y relativamente descriptivo, porque, concreta mente, la m udanza sobre sí mismo y el pasaje a la pasividad no operan sin que haya, al mismo tiempo, identificación o introyección. Es decir: en el «yo me haI n s t a u r a c ió n d e go sufrir» tenemos que entender que i.a e sc e n a i n t e r i o r hay instauración de una escena subjeS a d o m a s o q u is t a liva con al menos dos personajes. «Yo me hago sufrir» es siempre, de una u otra manera, «yo hago sufrir en mí al otro que allí he metido». Hay desdoblamiento interno. Y no sólo el me, de «yo me hago sufrir», es otro, sino que hay que entender —y es este el tema del superyó— que el yo [je] tam bién es otro. Tendremos ocasión sin duda de volver sobre ello. Insista mos simplemente en los puntos clave de la reflexión J're ud ian a sobre el sadom asoquism o; los enumero de manera un tanto sis temática: a. En primer lugar, lo que le interesa no son tanto las per versiones, cuanto las estructuras subyacentes. b. Estas estructuras subyacentes están presentes así en la neurosis (y acaso con m ás n itid e z en ella) como en la perver sión (he aquí otro punto que Deleuze pasa totalmente por alto). c. En el nivel de estas estructuras, hay constitución de una dialéctica intrasubjetiva, constitución de una escena inte rior. d. Es sólo ahí donde se puede hablar con buen derecho de sado-masoquismo (intentando olvidar los personajes de Sade y de Masoch), en el sentido de que no va uno sin el otro: en el sentido de que hay siempre, en el sujeto, la posibilidad de las dos posiciones. Pero evidentemente es ridículo intentar asi milar esos personajes internos —el que sufre y el que hace sufrir— por una paite al sádico o al masoquista clínicamente observados, y con mayor razón a los personajes complejos y literarios de las obras de Masoch y de Sade; sin hablar, afortio ri, de los autores mismos (no viene para nada al caso, res pecto de lo que cada uno de nosotros pueda tener en sí como sádico o masoquista, que fuera un «pequeño Sade» o un «pe queño Masoch»).
Con D an ie l Lagache, el término «sadn masoquismo» adquiere carta de ciudii ..EL CONFLIC TO danía; si bien no es de su absolul» DF. DEMANDA» paternidad, de hecho fue quien verda deramente creó su dimensión estrile tural. Me refiero en particular a un texto publicado en lHfll en el B u lle tin de Psychologie: «Situación de la agresividad».'11 El sadomasoquismo aparece allí esencialmente como una for ma de relación interior —intrasubjetiva— aun si esta relación intrasubjetiva está en resonancia, por supuesto, con relacio nes exteriores, intersubjetivas. No quiero extenderme en esta teoría que, en mi opinión, tiene el mérito justam ente de ser una teoría completamente inteligente y sensible de las interacciones y del juego entre per sonas, pero a la cual yo reprocharía tal vez llevar el sadomaso quism o dem asiado fu e ra de la esfera sexual. Lagache insiste, acerca de esta noción de sadomasoquismo, en lo que él llama «conflicto de demanda» —o de poder—. Es el hecho primordial (sobre el cual Freud ya ha insistido, y que Lagache retoma) de que el niño comienza a dem andar a los padres algo, y por ejem plo que puede demandarles incluso cierto saber (es lo que apa rece en el texto «Sobre las teorías sexuales infantiles»), cierto conocimiento, que implica evidentemente cierto poder. Y La gaché demuestra (es una evidencia que merece ser desarrolla da) que toda dem anda trae consigo una doble posición: una posición pasiva, por supuesto, una sumisión, una posición «masoquista», pero tam bién un poder activo, un dominio, sobre aquel a quien la demanda se dirige (sabemos cuánto más tirá nico puede ser el deudor que el acreedor, habiendo adquirido, por su demanda y por su empréstito, derechos sobre el presta mista). Comoquiera que sea, hemos llegado aquí a cierta ver dad del sadomasoquismo, la de una relación complementaria reversible, ligada a una identificación, siempre posible, con la posición del otro. Lo que hace que, efectivamente, sobre esta escena en que se ha interiorizado el «conflicto de demanda», el sujeto pueda sucesivamente ubicarse en una u otra posición, centrarse en una u otra de las instancias en cuestión: instan cias en el sentido freudiano y en el sentido jurídico, puesto que se trata realmente de las Instancias de un proceso. D. L a g a c h e y
31 D. Lagache, «Situation de l'agressivité», bulletin de Psychologie, 1, 1960, págs. 491-513.
Deleuze. Me referiré sucintamente al texto que se intitula Présentation de a t a c a lo s Sacher Masoch,32 Es un texto que ini=u n t o s d e b ile s tenta demoler toda interpretación psicoanalítica del sadismo y del m a soquismo y, sobre todo, echar abajo por completo la idea del sadomasoquismo. Diré simplemente esto: Gilíes Deleuze ataca a Freud en el punto débil: las perversiones manifiestas. De muestra, no sin facilidad (y cómo no estar de acuerdo con él), que ni el sádico es un masoquista invertido, ni es cierto lo in verso. En efecto, im prudentem ente Freud pudo en ciertos mo mentos dejárselo entender a algún lector demasiado apresurado, en particular en Tres ensayos. . . Pero, una vez más, es una obra em peñada en algo m uy diferente que en hacer la teoría de las perversiones. Deleuze acepta la idea de que cada uno de estos dos perversos (suponiendo que se los pueda aislar, por que es tal vez muy criticable pretender hacer un cuadro del sádico y del masoquista; es en todo caso lo que pretende De leuze, retomando aquí la tradición entomológica) posea en su escena fantasmática, e igualmente en su escena literaria (puesto que se trata de las obras literarias de Masoch, y eventualmente de Sade), el personaje complementario. Pero muestra con claridad que el perverso no elegirá nunca como com pañero en s-u escenario realizado —sexual— al perverso pretendidam en te simétrico. El sádico no irá jam ás a buscar a un masoquista demasiado complaciente y que encuentre demasiado placer en el sufrimiento. Creo que esto se parece a derribar una puerta abierta. Si Freud puede cometer una im prudencia al decir por momentos que se trata de una sola perversión con dos vertien tes, ¡nunca habló de un síndrom e sadomasoquista\ El tenía en m ira lo que describe después, por ejemplo, en «Pegan a un ni ño»: son, y son únicam ente, los avatares, no de un comporta m iento sexual realizado, sino de cierta g ra m á tic a o de cierta secuencia escénica inconciente. Puerta abierta, o puerta n u n ca cerrada, o inexistente: Freud no se ha empeñado en un es tudio clínico de las perversiones sádica y masoquista (ni siquiera hasta el grado en que lo hizo en el caso de otra, tam bién cen tral: la perversión fetichista). Para terminar con esta alusión a Deleuze y a su Présentation de Sacher Masoch, agregaré: 1. Que este texto, por interesante que sea, permanecerá siempre en un nivel descriptivo y fenomenológico. Al utilizar G. D e le u z e
32 1967.
G. Deleuze, Présentation de Sacher Masoch, París: Ed. de Minuit,
textos literarios (lo que es totalm ente legítimo), permanece co mu interpretante-filósofo, lo que no es peyorativo, pero supo ne cierta limitación, la misma que aprisiona a un Ricoeur. Quiero decir que, al leer textos como los de Masoch, hace de ellos un análisis extremadamente profundo, interesante, pero que no ha aprendido nada del método a n a lític o de interpretación. MI crítica no es aq uí la del psicoanálisis aplicado, ni un terrorlN mo que invocara la botica analítica. Pe p e r o n o q u ie r e ro no se ve jam ás a Deleuze, cuando saber n a d a d e l lee un texto como La Venus a la fon r m é to d o a n a lít ic o ru re [La Venus de la.s pieles], perso guir las fallas de un discurso, mostrai cómo en un pequeño punto, sobre un indicio, en cierto pasaje, tal vez todo pueda invertirse, tal vez todo el discurso pueda ser retomado en un sentido inconciente distinto. Creo que, de.s graciadamente, Deleuze no percibió lo que es la interpretación, la innovación aportada por el método analítico, por relación a toda la hermenéutica. 2. Si es perfectamente legítimo —y apasionante— estudiar los textos de Masoch o de Sade, lo que es discutible es preten der hacer de ellos lo que no son, es decir, descripciones clínl cas. El interés de estudiar textos de Masoch o de Sade oh perseguir las estructuras inconcientes, explorar la relación en tre el hombre y la obra, relación que es tan particular que no se puede sostener que el hecho de haber p ublicado esta obra deje al hombre, al supuesto perverso (o al perverso-autor), idén tico. Relación, por lo demás, muy singular: así, Masoch incluye su obra en su realización sexual, escribe en cierto modo por anticipado lo que intentará realizar luego, lo que otros, en par ticular mujeres, trataron de ayudarle a realizar. Pero una vez más, cualquiera que fuere este interés de la relación entre el hombre y la obra (que sobrepasa en mucho al problema de la perversión), ni en los autores en cuestión ni en su obra teñe mos el cuadro unívoco de una perversión determinada; supo niendo incluso que se pudiera definir, por otra parte, de manera unívoca, a un sádico, a un masoquista o incluso a un fetichis ta, etc. En Sade, esto ocurre «en extensión»: se describen miles de elementos y de perversiones además del sadismo; y no es hacer justicia a Sade haber designado con su nombre sólo al «sadismo». Del mismo modo en Masoch, pero en este caso es en intensidad, «en intensión»: en un mismo perverso hay mil cosas más que masoquismo y, en particular, la pregnancia del elemento fetichista en esta perversión. Volvamos al «Hombre de las Ratas». Es un neurótico (¿quién
más neurótico que el
Hombre de las Ratas, no solamente en general, sino entre los cinco gran des historiales analizados por Freud?). V r r d a d d e i. Verdaderamente es un neurótico «pu SADOMASOQUISMO ro». Pero es en el neurótico donde a p a KL NEUROTICO, recen la verdad y la evidencia del MAQUINISTA Y sadom asoquism o como unidad estruc MARTIRIZADO tural indisociable. Se trata de sufri miento, de tortura, de esta «gran aprensión obsesiva»: la intro ducción de ratas en el ano de un torturado. ¿Q u ién sufre y q uién hace s u frir? Fenomenológicamente, en un prim er tiempo, el Hombre de las Ralas se hace sufrir. Como todo neurótico, ofrece ese espectáculo un tanto ridícu lo, un tanto despreciable (despreciado en todo caso por algu nos, por Deleuze y tal vez también por Freud en ciertos momentos), de aquel que no tiene el coraje de asumir no sólo una posición normal, pero ni una posición perversa —ni aun, diría el Deleuze más reciente, una posición psicótica—. Espec táculo, si no despreciable, al menos ridículo, de «verdugo de sí mismo»: el conjunto del síntoma es una m áquina de tortura a la cual el Hombre de las Ratas se alerta. Se hace sufrir, y obtiene gran placer: puesto que no se libra de ello. El psico análisis nos enseña a mirar más allá de ese verdugo de sí mismo, de ese «hacerse sufrir»; en particular, nos invita, a partir de las «cartas a Fliess», a tomar en cuenta la «pluralidad de perso nas psíquicas», en una escena interior. ¿Cuál es esta escena in terior? Es desde luego la escena del fantasma, pero en ella es preciso distinguir aún: escena del fantasma conciente, fanta sías concientes con los personajes del drama, y escena de los fantasmas inconcientes, a cuyo descubrimiento se aplica Freud. Pero esta escena interior no deja de ser la escena más objetiva (más objetivada u objetivable) de la estructura tópica, con ver daderos protagonistas internos y pequeños personajes internos que se han de tomar absolutamente en serio. En el Hombre de las Ratas, las posiciones interiores sádica y masoquista es tán co-presentes, indefinidam ente. En el fantasm a de las ra tas, él es quien hace sufrir el suplicio. Aunque sólo fuera m aquinando una escena, aunque sólo fuera fantaseando una escena sadomasoquista, es imposible para el que t'antasmatiza no situarse en la posición del maquinista. Por eso en el texto «Pegan a un niño», por ejemplo, poco importa el sentido en que se enuncie el fantasma: «Pegan a un niño» o «Un niño es pega do». Lo que Freud deja entender es que el simple hecho de que esto sea fantasmatizado por alguien lo pone en situación de
director de escena, en lo que se llama la «posición sádica». No hay pensamiento neutro; lo hemos visto a raíz de aquella fa mosa expresión del Hombre de las Ratas: «mi padre morir». El sim ple hecho de poner en acción la secuencia escénica fantasm á tic a «m i padre m o rir» coloca a l Hom bre de las Ratas en po sic ió n de o rg a n iza r esa muerte. Sin embargo (y he ahí la otra posición), todo demuestra, del lado del goce —también del la do del horror cuando él expresa el fantasm a— que el Hombre de las Ratas se pone en la posición de aquel que sufre el supli cio. El se identifica entonces, por el placer y el dolor, con el padre —y tam bién con la dam a—, que supuestamente es la víc tima del suplicio. Vayamos más lejos. Maquinista, ordenador del suplicio, supliciado: Permanecemos aún en el nivel de lo que podemos lla mar personas «totales», objetos «totales», personajes localizablea en el tiempo y en el espacio como cuerpos totales actuantes. Freud, en ese texto, nos invita a ir más lejos: no hacia la per sona total, sino hacia el objeto p a rc ial. Ei. H o m b r e df. l as Y la pista es trazada por él de manera R atas c o m o ra ta muy clara. Si se podía creer que todo había sido dicho sobre el fantasma, he aquí que él establece toda una nueva dirección, a saber, que la «gran aprensión obsesiva» permanece incomprensible en tanto no se haya descubierto que las ratas eran niños. Todo se aclara a partir de la evocación de la fábula del pequeño Eyolf, de Ibsen. He aquí dos pasajes en los cuales se manifiesta brutalm en te toda la importancia de esta asimilación de las ratas a los niños: «Es inseparable de la representación de la rata que ella roe y muerde con sus afilados dientes; ahora bien, la rata no es mordedora, voraz y roñosa sin castigo, sino que, como él lo ha bía visto a m enudo con horror, es cruelmente perseguida por los hombres, y aplastada sin piedad. Frecuentemente había sen tido compasión por esas pobres ratas. Y él mismo era un tipejo así de asqueroso y roñoso, que en la ira podía morder a los de más y ser por eso azotado terriblemente. Real y efectivamente podía hallar en la rata “ la viva imagen de sí mismo” ».33 Aquí Freud se refiere a otro pasaje de la cura del Hombre de las Ratas, en el cual este trajo recuerdos de infancia parti cularmente importantes, recuerdos de conflictos con el padre: se trata de una escena en la cual él mismo, habiendo cometido alguna fechoría, había sido castigado por su padre. 33 S. Freud, Cinq psychanalyses, op. cit., págs. 239-40. [En OC, 10, pájí. 1G9.|
«Y entonces el piliuelo fue presa de una ira terrible e insul taba todavía bajo los golpes del padre. Pero como aún no cono cía palabras insultantes, recurrió a todos los nombres de objetos que se le iban ocurriendo, y decía: “ ¡Eh, tú, lámpara, pañuelo, plato", etc. El padre, sacudido, cesó de pegarle y expresó: “ ¡Es te chico será un gran hombre o un gran crim inal!” . [Y Freud agrega en nota:] El padre no pensó en el desenlace más fre cuente de un apasionamiento tan prematuro: la neurosis».34 Un poco más adelante nos enteramos de que la fechoría por la cual había sido castigado y a continuación de la cual se pro dujo esta escena verdaderamente sadomasoquista, era muy par ticular: «Una renovada averiguación ante la madre trajo, aparte de la confirm ación de ese relato, la noticia de que él tenía enton ces entre 3 y 4 años y mereció el castigo por haber m ordido a alguien. Tampoco la madre recordaba nada más preciso; muy insegura, creía que la persona lastimada por el pequeño pudo ser la niñera; en la com unicación de la madre, ni hablar de un carácter sexual del delito [Freud, a pesar de sus propios descu brimientos, toma evidentemente aquí «sexual» en el sentido tri vial, genital del térm ino. . ,]».35 El niño, nos dice el psicoanálisis, no es en el comienzo una «persona total». Entra como objeto pardal en una serie de ecua ciones simbólicas, donde es curioso encont rarlo al lado de «ob jetos» en el sentido epistemológico del térm ino, es decir, que no son centros de subjetividad ni incluso de actividad natural: pertenencias naturales o partes del cuerpo, dinero, heces, pe cho, pene. He ahí, a la vista, toda la ambigüedad de un mo mento en el cual la subjetividad no está aún completamente constituida (suponiendo que hubiere de estarlo algún día). El niño es por supuesto el niño que es, pero es sobre todo el niño que el otro —el progenitor— «tiene» (en todos los sentidos del térm ino «tener un niño»). De ahí, por otra parte, la interroga ción del pequeño Hans: «¿Qué es tener un niño? ¿Es que tú, papá, puedes tener un niño como mamá puede tener uno?», lie aquí lo que pregunta Hans cuando se le ha explicado, muy ra cionalmente, que mam á tenía niños y que papá no los «tenía» ya que no podía cargar un niño y darlo a luz. Por lo tanto, está el niño que uno es, está el niño que el otro tiene y, por último,
34 Ibid., pág. 233. [En OG, 10, pág. 161.] Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche. 35 Ibid. [En OC, 10, pág. 162.| Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
está el niño que puede tener u n o m ism o: de alii toda la impor tancia del fa n ta s m a de em barazo, tanto en el varón como en la niña. Ese hyo que se tiene es la transición indispensable en tre el objeto parcial y el sujeto. Todo está centrado —en la fan tasmática infantil— en esa relación con el objeto parcial que por supuesto se es, pero que tam bién se tiene. Vemos que la procreación encuentra ahí una posición central en la evolu ción sexual. Ello en una dimensión totalm ente distinta de In voluntad «moralizadora» de reducir la sexualidad a la «repro ducción de la especie»; y tam bién en un sentido muy diferente del cientificismo de aquellos que pretenderían dar a los niños una inform ación sexual «objetiva» sobre la sexualidad y el na cimiento. Situar la sexualidad más allá de los aspectos biológi eos y sociomoralizadores es una cosa. Pensar en abolir, en razón de ello, la problemática y la fantasm ática sexual de la procrea ción y del alum bramiento es algo totalm ente distinto: una per fecta ilusión. ¡El niño, en el psicoanálisis y en el fantasma, no es todo color de rosa! Aquí, en el Hombre de las Ratas, el sujeto, niño, se identifica con la rata que muerde y con la rata que penetra (y que sale, sin duda: porque el simbolismo de la penetración, del pasaje por el ano, es totalmente reversible en el nivel in conciente, lo cual es consabido en la interpretación de los sue ños). El niño es entonces la rata que penetra en el otro, pero también la rata que penetra en él, Hombre de las Ratas. Y reen contramos aquello que yo indicaba como central, como termi nal en cierto modo: ese Jantas-rna de em barazo del varoncito, en el cual, me parece, se suspende tanto la observación del Hom bre de las R atas como la del pequeño Hans. ¿Dónde está la m oral en todo esto? El superyó, decimos con Freud, es una figura subjetiva que se hace cargo de las prohi biciones parentales, el imperativo pronunciado; es la concien cia moral, la voz de la conciencia. En la observación del Hombre de las Ratas, digamos (en una cronología cuyo hum or debe ser percibido) que el superyó no existe a ú n , ya que no ha sido aún «descubierto» por Freud. Sin embargo, ya este aspecto de lo «dicho», de lo «pronunciado», está presente. Tuve ocasión de indicar cuán im portante es, pa ra el Hombre de las Ratas, lo que Freud llama el W ortlaut, es decir, el tenor literal del enunciado. Freud insiste también en esta articulación verbal de la «rata» con todo lo que llamamos juegos de palabras (pero que son algo muy diferente: son ver daderas vías de circulación facilitadas) que asimilan Ratte (ra ta), Rale (cuota), heiraten (casarse), etc.
Pero lo vehiculizado a lo largo de es tas vías verbales es algo m uy diferen P EN SA M IEN TOS: te de reglamentos, incluso de una ley RATAS codificada. Es lina suerte de objeto su cio y asqueroso, que ataca desde el in F.X C RIÍM K N CIA LES terior, que se desliza dentro del cuer po, sádico, que muerde como un rem ordim iento. El superyó aparece como una rata, gozador, cruel, la imagen misma de la pulsión. De suerte que el conflicto moral, torturante, implaca ble, aparentemente asimilable a un conflicto de un nivel ele vado, no hace más que recubrir una lucha «cruel y lúbrica» en que el supremo castigo se aglomera, siempre, con el goce su premo. Freud describe aun ampliamente este pensamiento com pulsivo. En particular, describe en más de un pasaje esa lucha del Hombre de las Ratas con enunciados que surgen en él de manera repentina, incoercible, y contra los cuales hay que es tablecer barreras; defensa que, a su vez, está frecuentemente contam inada por la pulsión. Así, cuando el Hombre de las Ra las encontró que podía interrum pir una serie de pensamientos molestos por medio de la palabra Am en, este A m en se trasforma, por una serie de asociaciones fácilmente reconocibles, en Sam en, es decir en semen. La dam a de sus pensamientos, que debe ser defendida de toda blasfemia, de toda impureza, es polucionada por el esperma, en el proceso mismo de defensa. Al emplear las palabras «contaminado», «polucionado», no sali mos de la alusión a esa rata sucia y excremencial. Y no esta mos lejos de comprobar que los pensam ientos m ism os, en la neurosis obsesiva, se com portaban corno ratas contra las cua les son empleados procedimientos cuasi físicos: aislamiento, neutralización, contrainvestidura, etc. Más de una vez Freud insistió en el hecho de que todos estos procedimientos aparen temente psíquicos reproducen en realidad procedimientos físi cos; se trata de medios semejantes a los que, por ejemplo, podemos utilizar contra la invasión de una epidemia o, preci samente, contra ratas portadoras de peste. La lucha contra los pensamientos es física, higiénica,36 profiláctica, y Freud, en in h ib ic ió n , sín tom a y an gustia, no vacila en referirla al tabú del o. Los enunciados pretendidament e neutros, «mi pa dre morir», son ellos mismos objetos que no hay que tocar, ob jetos altamente sépticos, cruelmente contaminantes y jam ás es posible hacerlos asépticos. P alabras y
:Mt Para tomar en consideración cuando se habla de «higiene mental»: sus raíces anales.
Estamos entonces ante una doble p o la rid a d del superyó « I lenguaje de la ley, por una parte, y el aspecto pulsional, se xual, sádico, por otra. Evidentemente La . l e y ..: tendremos m ucha dificultad para arl I a l t a m e n te s im b ó lic a cularlos o, por el contrario, para de y sintrincarlos. Uno, el de la ley, está del a l t a m e n t e s é p t ic a lado cjue, desde Latean, se llama el ln do «simbólico» (con cierta reverencia que se agrega siempre a este término: «altamente simbólico» se dice a menudo, con un ligero temblor en la voz). El otro aspecto de esto es la cara de sombra, es la cruz del psicoanáll sis, ese famoso «principio de tortura» que yo evocaba siguiendo a Bergler. Con el Hombre de las Ratas, esta articulación esté particularmente presente y plantea el siguiente interrogante ¿Qué relación podría haber entre la ley «No matarás a tu pu dre» y esta ley inconciente, que por otra parte es imposible oh servar, que es la ley del Hombre de las Ratas y que yo enunciarla de la siguiente manera: No tocarás el anunciado: mi. p ad ri’ ■morir'?
13 de febrero de 1973 Nuestro itinerario nos lleva a explorar, con Freud, otro dominio, y a centrar i n t r o d u c c ió n a l a s nuestro interés en los problemas de la in s t a n c ia s id e a l e s depresión, en particular de la de pro sión melancólica. El texto en estudio es «Duelo y melancolía», de 1915.1)7 Pero, de entrada, am plia remos la perspectiva. Duelo y melancolía es otra cosa que una monografía de psicopatología analítica. Este texto se sitúa en un contexto de recomposiciones importantes de la teoría freu diana. En ese momento importante de 1915, Freud da el últi mo retoque a su metapsicología, pero al mismo tiempo empieza a trazar las vías de una segunda teoría que se conocerá como «segunda tópica». En particular, ese texto de «Duelo y melancolía» es insepti rabie de otro (pie se sitúa en 1914: «Introducción del narcisis mo».38 Y dos puntos nos interesan en primera instancia en el La
m e l a n c o l ía :
1,7 S. Freud, «Duelo y melancolía», en OC, 14, 1979, págs. 241-55. 118 S. Freud, «Introducción del narcisismo», op. cit.
narcisismo. Por una parte, la in tro d ucción de la in sta n c ia del ideal y del superyó', por otra, una reflexión sobre la noción de objeto y de «elección de objeto» (este térm ino es claramente preferido por Freud al de «relación de objeto», que encontra mos m uy raramente). Volveremos sobre la cuestión del objeto y de su elección a propósito del problema de su pérdida, que va a ser el punto de partida de la melancolía. En cuanto al su peryó, el térm ino mismo no es introducido en el texto, pero la instancia ya está allí esbozada —o, más exactamente, un par complejo de dos instancias, el «yo ideal» y el «superyó»—. Esto se encuentra en el capítulo III de «Introducción del narcisis mo», pero empalma con el final del capítulo precedente. Ahora bien, este final de capítulo exige ser meditado si verdadera mente se quiere comprender de qué se trata con el narcisismo y, en particular, con la noción del narcisismo «originario» o «primario». En efecto, él parte, y pa¿ Q u e e s f.l rece partir constantemente (digo «pan a r c is is m o rece»), de la noción de un narcisism o o r ig in a r io ? o rig in a rio del niño: amor de sí y ú n i camente de sí, sin ninguna libido de ob jeto; sentimiento de omnipotencia; el yo del iüño estaría dota do de todas las cualidades; en resumen: es un estadio que se asemeja a una megalomanía. ¿Se trata de la teoría de una m ó nada autosuficiente? ¿Es que Freud apunta aquí a una reali dad efectiva, biológica, o biológico-psicológica, en todo caso históricamente fechable? Freud lo deja suponer en más de un texto; de suerte que criticar esta teoría del narcisismo origina rio sólo puede hacerse en contradicción con una parte de la doctrina explícita de Freud, pero apoyándose en otras indica ciones tam bién presentes en él. Al final del capituló II, un giro cautivante hace pensar que las cosas son mucho más comple jas. El ideal narcisista del niño es él mismo el reflejo —o la proyección— del ideal de omnipotencia (destronada) que los padres proyectan en él: «Si consideramos la actitud de padres tiernos hacia sus hi jos, habremos de discernirla como renacimiento y reproducción del narcisismo propio, ha mucho abandonado. La sobrestimación, marca inequívoca que apreciamos como estigma narcisista ya en el caso de la elección de objeto, gobierna, como todos saben, este vínculo afectivo. Así prevalece una compulsión a atribuir al niño toda clase de perfecciones (para lo cual un ob servador desapasionado no descubrirá motivo alguno) y a en cubrir y olvidar todos sus defectos (lo cual m antiene estrecha relación con la desmentida de la sexualidad infantil). Pero tam
bién prevalece la proclividad a suspender frente al niño todun esas conquistas culturales cuya aceptación hubo de arranca ruó al propio narcisismo, y a renovar a propósito de él la exigencia de prerrogativas a que se renunció hace mucho tiempo. El ni ño debe tener mejor suerte que sus padres, no debe estar so metido a esas necesidades objetivas cuyo imperio en la vldu hubo de reconocerse. Enfermedad, muerte, renuncia al goce, restricción de la voluntad propia no han de tener vigencia pn ra el niño, las leyes de la naturaleza y de la sociedad han «le cesar ante él, y realmente debe ser de nuevo el centro y H núcleo de la creación».39 Este pasaje tan conocido pone fin a la pretensión de querer situar, sea en el in te rio r del n iñ o , sea en el in te rio r de los pa dres, el narcisismo originario: se puede decir que el narcisisitin de los padres es una reviviscencia de su propio narcisismo iu fantil, pero igualmente se puede decir que el narcisismo infan lil no es otra cosa que una identificación por parte del niño y una proyección por parte de los padres de su propio ideal narcisista destronado. Cualquiera que sea, de todos modos, lu significación del narcisismo infan til (y yo no le daré una signi ficación «metafísica», que sería la de N a r c is is m o una especie de solipsismo absoluto de e id e a l los comienzos de la existencia), es cier to que rápidamente sufre un destino que lo rebaja. Experimenta brechas de las cuales una, rectora, es el complejo de castración. Salto esta cuestión para destacar simplemente lo que nos interesa aquí: el hecho de que este nar cisismo omnipotente debe encontrar refugio en alguna parte y que es en la «instancia ideal» (llamémosla así por el momento) donde se desplaza y se perpetúa: «Y sobre este yo ideal recae ahora el amor de sí mismo de que en la infancia gozó el yo real. El narcisismo aparece des plazado a este nuevo yo ideal que, como el infantil, se encuen tra en posesión de todas las perfecciones valiosas. Aquí, como siempre ocurre en el ámbito de la libido, el hombre se ha mos trado incapaz de renunciar a la satisfacción de que gozó una vez. No quiere privarse de la perfección narcisista de su infan cia, y si no pudo mantenerla [. .. ] procura recobrarla en la nue va forma del ideal del yo. Lo que él proyecta frente a sí como su ideal es el sustituto del narcisismo perdido de su infancia, en la que él fue su propio ideal».40 :iB 40
Ibid., págs. 87-8. Ibid., pág. 91.
Señalemos aquí la in tro d u cc ión de la n o ción de in stan cia. Se trata tal vez del primer lugar donde comienza a aparecer lo que va a ser el centro de la nueva tópica, la división de la personalidad en instancias identificatorias, verdaderas perso nas en el interior de la persona, lo que no eran las instancias de la primera tópica, mucho más abstractas. Observen también la fluctuación entre los térm inos «yo ideal» e «ideal del yo», que Freud parece utilizar aquí como sinónimos, mientras que entre sus sucesores poco a poco se establecerá una distinción. Como los términos lo indican, el «yo ideal» es colocado más bien del lado de una idealización de la omnipotencia del yo: es un yo idealizado, un yo llevado al máximo de su om nipotencia. Por el contrario, e l «ideaI del yo» aparece como algo que se ubicaría frente al yo como su ideal, ciertamente más ligado a los proble mas de la ley y de la ética. Los sentimientos de inferioridad deberían ser situados más bien del lado del yo ideal, y los sen timientos de culpabilidad o de insuficiencia moral, del lado del ideal del yo. ¿Y el superyó'! No es nombrado como E l sup e ry ó: tal, pero está presente. Designado aquí o jo y v o z como «instancia de censura» o como «conciencia moral» (el término —tanto de la lengua corriente como de la filosofía— Gewissen no plan tea, en alemán, ambigüedad con la Beurusstsein en el sentido de «conciencia psicológica»). Lo que aporta es un acento par ticular puesto sobre el realismo de esta «conciencia moral». En otros términos, acentúa el carácter «naif» del realismo de la conciencia, hace de ella verdaderamente una persona, un ob servador (veremos de qué tipo) en el interior de la persona. La realidad de esta «conciencia moral» es atestiguada en par ticular por fenómenos patológicos, fenómenos de regresión que aíslan en cierto modo la instancia de la conciencia. Lo mismo que en el caso de la melancolía, es un modelo psicótico el que va a servir de referencia. Se trata aquí de lo que Freud, en la terminología alemana, denom ina «delirio de observación» (Beobachtungsivahn) o «delirio de atraer la atención» (Beachlungsw ahn), y que corresponde a los fenómenos que en Fran cia son com únm ente descritos como «automatismo mental» (Clérambault). Se trata de la individuación de esta voz que ex presa sonoramente, de m anera alucinatoria, una descripción y un comentario de los actos y pensamientos del enfermo. «Los enfermos se quejan de que alguien conoce todos sus pensamientos, observa y vigila sus acciones; son informados del imperio de esta instancia por voces que, de manera carac
terística, les hablan en terrera persona. (“ Ahora ella piensa de nuevo en eso", “ Ahora él se m archa” .) Esta queja es justa [vean ustedes cuán lejos va en la credibilidad que otorga al |>a cíente], es descriptiva de la verdad; un poder así, que observa todas nuestras intenciones, se entera de ellas y las critica, existe de hecho, y por cierto en todos nosotros dentro de la vida ñor mal. El delirio de observación lo figura en forma regresiva y así revela su génesis y la razón por la cual el enfermo se rebela contra él».'11 Esta instancia es pues una in sta n c ia que observa. Es unu instancia que emite siempre sus descripciones con un m at¡: crítico. Una instancia que m id e los efectivos logros del sujeto (como lo dice Freud en este texto: del «yo efectivo»), com pa rándolos con el id e al; funciona entonces en pareja con el ideal, como su guardián. Finalmente (últim o carácter, que no es el menos importante) es una instancia que es una voz: voz en el delirio, pero ya voz de la conciencia (tal como oímos frecuen temente denominarla). Y el hecho de que se trate de una voz revela, dice Freud, la génesis de esta instancia: se trata real mente de la voz, de lo «dicho» parental. Lo que había incitado al sujeto a formar el ideal del yo, cuyo cuidado es confiado a la conciencia moral, fue precisamente la influencia crítica de los padres tal como se trasmite por sus voces. «La incitación para formar el ideal del yo, cuya tutela se confía a la conciencia moral, partió en efecto de la influencia crítica de los padres, ahora agenciada por las voces, y a la que en el curso del tiempo se sumaron los educadores, los maestros y, como eryambre indeterm inado e inabarcable, todas las otras personas del medio (los prójimos, la opinión pública)».42 Y más adelante Freud insiste sobre lo que, de manera tal vez un poco restrictiva posteriormente, se han podido denom i nar los orígenes auditivos del superyó. En todo caso, esta ins tancia del superyó está situada del lado de la palabra, del lado de la ley form ulada (del imperativo). Este punto de vista debe remos considerarlo e intentar conciliario con aquel otro, en apa riencia tan diferente, que vislumbramos a raíz de la neurosis obsesiva: los orígenes pulsionales del superyó (y no ya sus orí genes en la palabra). Volvamos a «Duelo y melancolía». El campo que es allí par cialmente cubierto es el campo llamado de la «depresión» (tér mino que emplea Freud a veces, pero no de manera constan11 Ibid., pág. 92. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche. 42 Ibid.
te). El texto está centrado esencialmente en esta depresión bien p a rtic u la r que es la depresión m elancólica. Este campo gene ral de la depresión plantea problemas que distan de armonizar aún en nuestros días: unidad o heteM k i .a n c o i .ia rogeneidad de este dominio, desde las v c a m p o de las formas de aspecto normal, desde las d e p r e s io n e s depresiones «justificadas», pasando por las depresiones neuróticas, hasta la melancolía que por general acuerdo recibe la denominación de psicosis. Veremos la posición de Freud, que es, al mismo tiem po, de unidad y de diversidad, en el sentido de que a cada tipo de depresión parecería agregarse un elemento suplementario, por relación a la depresión más simple, más cercana a la nor mal, que le sirve de base. Es quizá también característico que Freud haya conservado —e inclusive haya especialmente re servado—. para la melancolía, una denominación muy particu lar, que la sitúa más bien en el punto de unión entre neuro sis y psicosis: la de «neurosis narcisista». Otra complejidad en este campo de la depresión: la heterogeneidad de los afectos intervinient.es; el duelo, ligado a la pérdida del objeto; pero tam bién la depresión con sentimiento de incapacidad, de ina decuación, de no-valer —no necesariamente se trata de un no-valer moral; acerca de esto evoco lo que Pasche ha denom i nado depresión de in fe rio rid a d —. Y después, la depresión con autoacusación, depresión de c u lp ab ilid ad , que en este caso ca racteriza a la melancolía. Una vez más, sin querer cubrir la to talidad del campo depresivo (él ha dejado m ucho trabajo a los analistas), Freud va a distinguir tres niveles, que es im portan te tener en mente para releer este texto porque no siempre están m uy claramente señalados. Cada uno de estos niveles se va a caracterizar por algo más que el precedente. En primer lugar, el nivel del duelo-, luego, el nivel del duelo patológico (cierto tipo de depresión que Freud relaciona específicamente con la neurosis obsesiva); por último, la m elancolía.
Freud empieza por el duelo. Como gusta de hacerlo en otros estudios, esclan o es u n rece el estado patológico por un estado a f e c t o s im p l e normal, que, sin embargo, está en es trecha relación con aquel. O bien, in versamente, explica el estado normal por el estado patológico; relaciones entre el dormir, por una parte, y la psicosis por otra. ¿Cuál va a ser la importancia de este desarrollo y de este análi El
duelo
sis del duelo? Ella es considerable; y estas páginas, una o <1 ds, acerca de la psicología del duelo, en particular acerca de s u metapsicología, constituyen un progreso (en cuanto a los re saltados y en cuanto a la m etodología) que se tiende tal vez demasiado a desdibujar. ¿Qué es lo situado en el centro del duelo? Es lo que se indi caba ya con el narcisismo: la puesta en evidencia de la noción de objeto y, ciertamente, de su pérdida. Objeto es tomado aquí en el sentido de la teoría freudiana: objeto de la pulsión, obje to de la libido o, más en general, objeto de amor (entendiendo por esto que si com únm ente se trata de una persona, se puede tam bién estar en duelo por una cosa, por un ideal —patria o libertad—, etc., o aun un aspecto de la persona o de la cosa, que resultó dañado o que ha desaparecido). Centrándose en la noción de objeto, lo que im portará tanto en el duelo como en los otros dos modelos que vamos a explorar es la solidez del lazo con el objeto, y lo que adviene cuando ese lazo es puesto a prueba. El duelo es descrito por Freud como una afección, y la única razón, piensa él, por la cual no decimos que el duelo en sí es patológico es que sabemos explicarlo muy bien (o, me jor, que creemos explicarlo m uy bien). El estado de duelo se puede describir en cierta cantidad de síntomas: «El duelo pesaroso [.. . ] contiene idéntico talante dolido [do lor que necesita, él mismo, de una explicación por referencia a la economía psíquica], la pérdida del interés por el mundo exterior —en todo lo que no recuerde al muerto—, la pérdida de la capacidad de escoger algún nuevo objeto de amor —en remplazo, se diría, del llorado—, el extrañam iento respecto de cualquier trabajo productivo que no tenga relación con la me moria del muerto. Fácilmente se comprende que esta inhibi ción y este angostamiento del yo [además del dolor, en efecto, precisamente de esto se trata] expresan una entrega incondi cional al duelo que nada deja para otros propósitos y otros in tereses».43 La in h ib ic ió n no es entonces un fenóm eno puram ente ne gativo; es el hecho de que el sujeto está ocupado en otra parte. Si él no inviste, si parece, como se dice, deprimido, si se encie rra en sí mismo, no es sin causa: es p a ra Imcer otra cosa (ve mos aquí anunciarse la noción de trabajo). El dolor (moral) en este texto es un elemento dejado entre paréntesis, como un problema a tratar sobre otras bases; relic 43 S. Freud, «Duelo y melancolía», op. cit., pág. 242. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
to no-explicado, 61 tampoco se* explica por sí (nada se explica por sí en el dominio de los afectos, y el dolor está en esta situa ción). Conocemos por otra parte la explicación que Freud da del dolor. Es una explicación «económica»; el dolor es siempre un aflujo de energía que viene a romper —o amenaza con romper— una barrera, un lím ite (concebido como lím ite del or ganismo, o aun cutáneo, o como la barrera o la frontera del yo). Por lo tanto, aflujo de energía, ruptura de u n a barrera y, tercer elemento: fenóm eno de contrainvestimiento, es decir, movilización de energía para remplazar la barrera estática por una barrera dinámica. Dejada de lado esta cuestión del dolor y explicadas las inhi biciones justam ente por el hecho de que el sujeto está ocupado en el trabajo, ¿cuál es, precisamente, este trabajo del duelo? Hablar de trabajo del duelo es signifiEi. t r a b a jo car que lo que parecería explicable por del . d u e l o sí en este fenómeno afectivo —estar triste porque se ha perdido a alguien— lleva consigo una parte oculta, sumergida, aun si esta parte no es tal vez absolutamente inconciente, aun si eventualmenLe podemos ponerla en evidencia por un análisis que no es ne cesariamente un análisis del inconciente. ¿En qué consiste entonces este trabajo-? Su fundam ento obedece a esto: si el ob jeto, en los casos típicos, ha desaparecido, el lazo con el objeto subsiste, de modo que el sujeto se encuentra frente a una tri ple posibilidad. La primera, evidentemente la más radical: pe recer con el objeto, lo que no es inconcebible y se produce en más de un caso. Segunda posibilidad: subsistiendo el lazo, se trata de m antener igualm ente al objeto, cuasi mágicamente, de manera cuasi alucinatoria o aun francamente alucinatoria. Freud evoca esta posibilidad, en la que se interesó desde los años de 1895, y que llam a «psicosis alucinatoria de deseo». Sólo alusivamente se refiere a ello pero ahí se podría insertar la des cripción de ciertas «psicosis de duelo», duelos indefinidam ente prolongados en que el sujeto mantiene con vida a la persona perdida, sigue viviendo con ella y eventualm ente la alucina. Tercera posibilidad: la del duelo propiamente dicho, aquella que encontramos en la locución intuitivam ente exacta de «ha cer su duelo». En este caso es el respeto por la realidad el que prevalece sobre el lazo afectivo; la realidad exige que el sujeto modifique, hasta anule, su lazo con una persona que en ade lante no está ya presente. Pero este «hacer su duelo», este res peto por la realidad, no prevalece de golpe (e incluso se podría decir que, si así ocurriera, sería patológico). Esta liberáción de
la libido para otras tareas se opera a costa de un trabajo que debe efectuarse en detalle: «Lo normal es que prevalezca el acatamiento a la realidad. Pero la orden que esta imparte no puede cumplirse enseguida Se ejecuta pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y do energía de investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico. Cada uno de los recuerdos v cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la libido».44 Freud no dice más, no describe los mecanismos complejo» del duelo, en cuyo detalle habría que entrar, y que son cierta mente muy diversos. Lo esencial que él indica es que este tra bajo no consiste en un desprendimiento inm ediato. Por el contrario aum enta el apego, pero, se podría decir, pedazo a pedazo, parte por parte, se produce una especie de desmantolamiento de la imagen del objeto amado. Si se quisieran descri bir estos mecanismos, pienso que habría que recurrir a toda suerte de procesos, de los cuales algunos son bien descritos por el análisis: clivaje de las paites buenas y de las partes malas del objeto; idealización parcial; identificaciones parciales, en particular con los aspectos buenos del objeto; desexualización del lazo con el objeto, que va aunada con la idealización; por últim o, lo que yo llamaré mecanismos del tipo de la filiación, que pueden evocar lo que, en otro momento, constituye el des prendim iento por relación al Edipo: proseguir la obra realizada en com ún, pero abandonando al progenitor, al objeto amado. Podemos entonces decir que en cierto modo el duelo por la per sona querida es algo que se asemeja al desprendimiento —y a lo que Freud llama incluso la «desaparición» del complejo de Edipo—, Comoquiera que sea, al final del duelo, el yo en cierto momento queda libre, desprendido de sus inhibiciones, lo que es el signo de que el trabajo de m utación se ha consumado.
Ahora la m e lancolía. Es tom ada aquí por Freud en el sentido, muy preciso, en e l s e n t id o psicopatológico, de la psicosis: esa mee s t r ic t o lancolía que a m enudo se observa en alternancia con el estado maníaco, en la psicosis llamada maníaco-depresiva o cíclica. Esta alternan cia con la manía es absolutamente importante y permite conL a m e la n c o lía :
4,1 Ibid., págs. 242-3.
firmar las hipótesis que atañen precisamente a la melancolía. No obstante, ella plantea también problemas, por ejemplo: ¿por qué el duelo no remata él también en una fase de exaltación más o menos maníaca? (aunque esto no es tan excepcional co mo Freud parece creerlo, por lo menos atemperadamente). El cuadro de la melancolía es en gran medida un cuadro idéntico al del duelo, pero más acentuado y con algo más. Más acentua do: el dolor moral llega evidentemente a su colmo, expresado de manera patética; la inhibición está igualmente mucho más marcada (pudiendo ir hasta el estupor, en lo que se llam a «me lancolía estuporosa»), acompañándose de una negligencia total de los cuidados más elementales, por ejemplo la alimentación; la pérdida de interés por el m undo exterior linda en este caso con un egocentrismo absoluto; la pérdida de la capacidad de amar es puesta en primer plano por los psiquiatras clásicos por que la pregonan también los enfermos, que acusan su propia inafectividad; esto, en aparente contraste con el dolor que por lo demás manifiestan. Todos estos elementos son entonces lle vados al paroxismo. Pero se les suma la autoacusación, que nos remite a nuestro problema central, el de un d e lirio m o ral, un delirio centrado en la cuestión de la culpabilidad o incluso lo que Freud denom ina —con un neologismo inspirado, no sin hum or, en el delirio de grandeza— «delirio de insignifi cancia»: «El enfermo nos describe a su yo como indigno, estéril y mo ralmente despreciable; se hace reproches, se denigra y espera repulsión y castigo. Se hum illa ante todos los demás y conm i sera a cada uno de sus familiares por tener lazos con una per sona tan indigna. No juzga que le ha sobrevenido una alteración, sino que extiende su autocrítica al pasado; asevera que nunca fue mejor [a lo cual se agregan síntomas del orden de la autoconservación: de lo que yo llam aría la recaptura de la autoconservación por el yo|. El cuadro de este delirio de insignificancia —predom inantem ente moral— se completa con el insomnio, la repulsa del alim ento y un desfallecimiento, en extremo asom broso psicológicamente, de la pulsión que compele a todos los seres vivos a aferrarse a la vida».45 ¿.Cuál es la d in á m ic a de estos síntomas melancólicos? 1. El primer elemento de esta d Tk a b a j o l ig a d o ca —aquel que justifica la semejanza a u n a p e r d id a con el duelo— es que en la me lancolía, como en el duelo, estamos 4S Ibid.. págs. 243-4. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
frente a u n a p é rd id a de objeto y u n trabajo ligado a esta ¡>i'i d id a (aunque yo tendría ciertamente críticas que formular so bre el término «trabajo»), Pero esta pérdida es más compleja que en el duelo y a menudo menos evidente. Ciertamente 11 veces la melancolía puede desencadenarse, como un duelo, tniN la pérdida real (la muerte, por ejemplo) de un objeto amado Una contraprueba (de la que no habla Freud, pero que es inte resante para apoyar esta hipótesis) es que podemos también observar lo que se llama una «manía de duelo», en el sentido de que una pérdida real puede desencadenar directamente un verdadero estado maníaco; contraprueba que confirm a la reía ción global de la m anía —como de la melancolía o del complejo maníaco-depresivo— con la pérdida del objeto. A veces tam bién la pérdida es más moral que física, no se trata de la ausen cia o el fallecim iento de alguien, sino de algo que es más difícil descubrir inmediatamente. Otras veces, por último, dice Freud, esta pérdida está totalmente oculta, salvo a la investigación analítica, la cual (y es esto lo importante) en todos los casos redescubre empero este elemento de pérdida del objeto, o de un aspecto del objeto. Pero, sobre todo, aquello en que Freud insiste es que a diferencia del duelo, aun en los casos en que la pérdida es conocida, evidente, el sujeto sabe sin duda a quién ha perdido, pero no lo que ha perdido en esa persona. Es así como Freud se expresa. Yo diría, a mi manera: ignora cuál era su tipo de lazo con ese objeto y, por lo tanto, lo que deplora en la ruptura eventual de ese lazo. Ignora los aspectos que Freud va a poner en evidencia de ese lazo (ellos son dos): el hecho de que era un lazo am bivalente y el hecho de que era un kizo n arcisista. En el aspecto narcisista insistirá Freud, E l lazo a diferencia de Melanie Klein, quien n a r c is is t a se detendrá en el aspecto am bivalen te del lazo. Para mostrar ese carácter del lazo con el objeto en la melancolía, Freud va a partir del rasgo específico —aquel que justam ente viene a agregarse al duelo— que es la autoacusación, la culpabilidad devoradora, que presenta al juicio como ya realizado, ya pronunciado: el suplicio y el cadalso están listos para el melancólico. La frase clave de Freud —frase irable en el sentido de que no es sólo válida para la melancolía, sino para el conjunto de la in vestigación analítica— es esta: «Tanto en lo científico como en lo terapéutico sería infruc tuoso tratar de oponérsele al enfermo que promueve contra su yo tales querellas. En que en algún sentido ha de tener ra
zón y ha de pintar algo que es como a él le parece».46 Nunca Freud ha dicho tan claramente hasta qué punto el analista de be comenzar por escuchar, seguir el hilo de lo que se dice, has ta el final, en lugar de considerar al síntoma (y aquí, particu larmente, al delirio) como simple ilusión que es necesario rec tificar. Ya en un sentido m a te ria l, fa c tu a l, el melancólico tiene ra zón. La melancolía lo vuelve en efecto inútil, sin valor. A de más, muchos de los reproches que se hace están justificados para el observador imparcial. Tal vez el melancólico no haga más que captar la verdad «con más claridad que otros, no me lancólicos. Cuando en una autocrítica extremada se pinta co mo insignificantucho, egoísta, insincero, un hombre dependien te que sólo se afanó en ocultar las debilidades de su condición, quizás en nuestro fuero interno nos parezca que se acerca bas tante al conocimiento de sí mismo y sólo nos intrigue la razón por la cual uno tendría que enfermarse para alcanzar una ver dad así».47 Si, factualmente, el melancólico no está del todo equivoca do despreciándose a sí mismo, no hay allí más que una verdad materia) que no es la esencial. Verdad material que por otra parte es sólo parcial: no es el más deshonesto el que deviene necesariamente melancólico, muy por el contrario; Freud no profundiza aquí en esta observación, pero lo hará a propósito de la culpabilidad, mostrando que esta es tanto mayor cuanto más moral es el sujeto y cuanto más fuerte es su sofocación de las pulsiones. La culpabilidad se alimenta no de la falta, si no, al contrario, de la energía pulsional reprimida. Por último, otro aspecto muy singular para una culpabilidad materialmen te justificada; la autoacusación del melancólico es muy espe cial: sin vergüenza, sin recato, impúdica, exhibicionista. Todos estos elementos particulares, atípicos por relación a lo que podría ser una culpabilidad normal, nos llevan a pensar que nuestra búsqueda de la verdad no puede ser directa. Hay aquí muchas verdades parciales, pero parecería que sólo están puestas en primer plano para camuflar otra verdad más pro funda. Las verdades materiales puestas en primer plano por el enfermo, y por las cuales podríamos dejarnos capturar, es tán allí para embaucarnos. Ocultan una verdad psicodinámica inconciente y que es el segundo punto de esta dinám ica de la melancolía: la identificación con el objeto perdido. 46 Ibid., pág. 244. ‘*7 Ibid.
2. Entonces, pérdida del pérdida del objeto que conduce a la acusadora id e n tific ación con el objeto perdido. V antes de explicar el mecanismo de ella, sus causas, Freud introduce los signos «psicoanalíticos», es do cir el hecho de que, en detalle, estos reproches se aplican han tante mal al sujeto, pero podrían aplicarse fácilm ente, por ol contrario, a alguna persona cercana al enfermo; todo ello, evl dentemente, con «pequeñas modificaciones», dice Freud. Yo di ría incluso que con grandes modificaciones, modificaciones quo sólo son sensibles a aquel que está formado en la disciplina do la interpretación. He aquí el ejemplo que da Freud: «La mujer que conmisera en voz alta a su marido por estar atado a una m ujer de tan nulas prendas quiere quejarse, en verdad, de la falta de valía de él, en cualquier sentido que so la entienda».48 Lo que expresa Freud es que se trata, simple mente, de una trasposición de la incapacidad sexual en incapu cidad general. Esta «pequeña» m odificación es claramente una modificación de importancia, que se funda en la capacidad sim bólica del inconciente. Encontramos un ejemplo típico de ello en el caso de Dora, donde la potencia de la fortuna viene a simbolizar la potencia sexual. Comoquiera que sea, para de mostrar que los reproches aparentemente dirigidos al sujeto si1 dirigen en realidad a algún otro, la prueba es doble: por una parte, este análisis de un contenido; por otra, la actitud del sujeto, que se comporta hacia sí mismo como hacia algún otro —actitud reivindicativa y persecutoria que, dice Freud, «bien lejos están de dar pruebas frente a quienes los rodean de esa postración y esa sumisión, las únicas actitudes que convendrían a personas tan indignas; más bien son martirizadores en grado extremo, se muestran siempre como afrentados y como si h u bieran sido objeto de una gran injusticia [. . . ]. Sus quejas (K la gen) son realmente querellas (A nklagen), en el viejo sentido del término [en alemán como en francés, el «quejarse», gemir, pasa al «quejarse de alguien»: ih re Klage s in d A nklage. Sus quejas son en realidad acusaciones, pero acusaciones frente a un tribunal interno]».49 Volvamos a la comparación con el duelo. En el duelo tenía mos una pérdida del objeto; aquí, pretende Freud, tenemos al go como una «pérdida del yo». Esta form ulación me parece al go aproximativa y preferiría decir, más generalmente, que el U na
i d e n t if ic a c i ó n
48 Ibid., pág. 246. 4B Ibid. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
debate con el objeto, en el duelo, es traspuesto en la melunco lía en el debate con el yo. La melancolía comienza por una espe cié de duelo, puesto que siempre hay D ebate c o n el algo que se liga a una pérdida exterior, <>b j e t o , d e b a t e pero rápidamente todo el proceso camc o n el y o bia de aspecto y viene a interiorizar se. En el duelo el objeto nos «falta» en todos los sentidos del término: en el sentido de que ya no lo tenemos, y en el sentido de cometer u n a/aí£a h a c ia nosotros. Son característicos del duelo, quizá de todo duelo, los repro ches dirigidos al m uerto (en ciertos ritos y en ciertas costum bres, ellos son a veces explícitos): ¿por qué me has dejado? Por lo tanto el objeto nos falta y lo reinvestimos temporariamente a fin de trasformar la pasividad de la falta sufrida —la pasivi dad proveniente del otro— en actividad, a fin de adueñarnos más o menos de la pérdida reiterándola parcialmente nosotros mismos. En la melancolía, por el contrario, otro mecanismo se produce m uy rápidamente y dirige todo el proceso: se trata de la identificación con el objeto perdido. Hay que decir que esta noción de id e n tific ación , central en el psicoanálisis, nunca fue completa y perfectamente elaborada ni por Freud ni tam po co por sus sucesores, incluyendo a los I d e n t if ic a c ió n más recientes. Presente en Freud al coe i d e n t if ic a c ió n mienzo y a todo lo largo de su obra p r im a r i a bajo la forma de la identificación histérica (la más visible en el síntoma, pero quizá también la más superficial), comienza a definirse mejor precisamente en los años de 1915, y el texto de «Duelo y melancolía» es uno de los que vienen a cristalizarla. Ella se define más específicamente entre 1912, con Tótem y tabú, y 1921, con Psicología de las m asas y a n á lis is del yo. Quisiera sólo situar muy rápidamente las formas de identificación dis tinguidas por Freud. Además de la identificación histérica, a la que me referí como identificación cercana al síntom a, Freud va a distinguir dos tipos de identificación, en este caso en el nivel estructurante. Una identificación que viene a remplazar a la elección de objeto, es decir a la relación ambivalente (he cha de amor y de odio) con el otro. El prototipo de esta identi ficación se encuentra en el complejo de Edipo y en su resolución. En el complejo de Edipo y en su desaparición lla mada «normal» (normativizante, en todo caso), la relación am bivalente con el padre, para el varón, hecha de rivalidad, pero también de amor, se trasforma parcialmente en identificación con el padre. He ahí lo que denominamos «id e n tificación se-
c a n d a ría », no sólo por relación al hecho de que viene después de un investim iento de objeto, sino también por relación a un modo de identificación que sería el modo más primitivo do lu relación con el objeto, modo mucho más enigmático, sobre ol cual los psicoanalistas permanecen aún como sobre una espo cié de mito: en este caso sería una id e n tific a c ió n p rim a ria la que vendría, no a remplazar a una relación con el objeto, sino a coincidir con ella. Es en Tótem y tab ú donde encontrn mos la m ención más clara de ella, y tam bién en un texto do Tres ensayos de teoría sexual (agregado en 1915), donde por primera vez es definido el «estadio oral» y la relación oral con el objeto. Es en efecto en la relación oral donde Freud ve ol caso ejemplar —tal vez el caso único— de esta identificación primaria que es al mismo tiempo relación con el otro y asimila ción al otro. Esta exploración de la relación oral se hace en una relio xión sobre la noción de can ib alism o . En esta relación precoz con la madre, dice Freud, amor e incorporación van aunados: amor del pecho, incorporación del pecho, son una sola y mis ma cosa; amar es hacer entrar en sí, es apropiarse del pecho. Evidentemente todo esto hay que tomarlo en un nivel simbóli co (nivel que ya tuve yo ocasión de denom inar nivel propia mente psicoanalítico o propiamente humano), puesto que si tomamos las cosas en su materialidad y en su prototipo corpo ral, se trata simplemente de ingestión de la leche, y no de in corporación y de ingestión del pecho o, eventualm ente, de la madre como persona total. En el canibalismo hay que distin guir una serie de vectores complejos que representan toda su riqueza y todo lo que se designa como su «ambivalencia». El canibalismo es, en un solo movimiento, amor y destrucción del objeto para ingerirlo. Por otra parte, en el m ovim iento de in gestión, es al mismo tiempo conservación del objeto en el inte rior de sí; es lo que llamamos incorporación. Es incluso apropiación de las cualidades del objeto, o introyección de esas cualidades. Respecto de esta relación canibálica, justamente, se habla de identificación primaria. Pero no hay que creer que esta identificación sea simplemente obra de un momento úni co o que esta relación canibálica se resuelva de una. vez por toilas. El modo de identificación primaria puede venir a mar car a la identificación secundaria con su estilo. Tal vez incluso permanezca necesariamente como la base, al menos de m ane ra parcial, de toda identificación secundaria. Hablábamos de identificación secundaria con el padre en el complejo de Edipo y en su resolución. Pero precisamente a propósito de esta iden
tificación con el padre, con el rival, desarrolla Tótem y tabú la noción de canibalismo, comparando esta identificación con el «banquete totémico» del gran mito histórico que Freud forja en ese momento de su reflexión: «Un día los hermanos |se aliaron, mataron y devoraron al padre y así pusieron fin a la horda paterna [. . | En el acto de la devoración, consumaban la identificación con él, cada uno se apropiaba de una parte de su fuerza».50 Banquete totémico o comunión, la identificación secundaria —y en este caso la identificación con el hom brelleva la marca, en su proceso mismo, de la identificación pri maria, de la identificación con el pecho materno. Para hacer las cosas aún más compleE l n a r c i s i s m o i'.s jas: en «Duelo y melancolía» otra noi .a i d e n t i f i c a c i ó n ción viene aún a intrincarse con la de narcisista identificación; se trata de la noción de narcisismo y de elección de objeto nar cisista. El n arcisism o, a partir del mito de Narciso, consiste en tomarse a sí mismo como objeto de amor. Pero dos interpreta ciones circulan a lo largo del pensamiento psicoanalítico. Una haría de este narcisismo —en todo caso del narcisismo prim a rio, primero— una suerte de circuito cerrado, de mónada autosuficiente, donde ya no sería posible distinguir un sujeto y un objeto (una suerte de estado primordial autosuficiente cerrado sobre sí mismo). Para otra corriente, por el contrario, el narci sismo no se entendería más que como amor dirigido al yo (por lo tanto, ya una especie de distinción tópica interna), consti tuido este en una suerte de relación inmediata con el otro. Des de esta segunda perspectiva, que es la mía, se puede decir que narcisism o e id e n tific a c ió n narcisista son u n a sola y m ism a cosa. Y creo que es la interpretación que corre en «Duelo y me lancolía», en oposición sin duda a otros textos en los cuales Freud se aproxima más a la primera interpretación, la de la m ónada indiferenciada y cerrada. Es necesario entonces, para concebir el narcisismo así, imaginar una suerte de relación ori ginal que sería, a la vez y en un movimiento único, amor e iden tificación. Ven ustedes que en Freud hay un parentesco muy estrecho entre esta identificación narcisista, concebida como amor e identificación, y la relación canibálica prim itiva. Para Freud —y después para Abraham, quien va a «perfeccionar» estos «estadios pregenitales»—, la identificación narcisista es ca racterística del estadio oral.
50 S. Freud, Tótem y tabú, en OC, 13, 1980, págs. 143-4.
Después de haber situado la identifi cación narcisista, henos un poco me N A RC ISISTA : jor armados para comprender el nuevo T O T A L IT A R IA término que aquí interviene, el de elec V F R A G IL ción de objeto narcisista. Elección de objeto, es la manera como el sujeto escoge su p a rte n a ire : según qué características se dirige hacia el otro. Esta elección de objeto narcisista se opone a otro tipo, tam bién ideal: la «elección de objeto por apuntalamiento». En esta últim a, el amor, y más precisamente la sexualidad, ve se ñalado su camino por la relación vital con el otro, la relación ligada a la autoconservación. Tal como sucede en la relación de autoconservación, la relación de sexualidad estará marcada no por una identidad con el otro, sino por una suerte de complementariedad. Por el contrario, en la elección de objeto nar cisista, lo elegido no es tanto el complementario, cuanto el idéntico a sí, o en todo caso se lo elige por a lg ú n elemento que sea idéntico. Desde luego que la elección de objeto narcisista no es necesariamente la elección del gemelo, ni, por ejemplo, una elección homosexual. Pero su motor se encuentra siempre en alguna identidad oculta, lo que am plía considerablemente el campo de una elección así: «Se ama, según el tipo narcisista: »ct. A lo que uno mismo es (a sí mismo) (sería la personalidad narcisista, que no elige un objeto exterior], »b. A lo que uno mismo fue [evidentemente, Freud alude aquí a la homosexualidad; el adolescente que uno mismo ha sido, amado por la madre], »c. A lo que uno querría ser [y es todo el capítulo del ideal y del aspecto narcisista de la idealización] y »d. A la persona que fue una parte del sí-mismo propio [lo que abre la puerta, en este caso, a la relación con el objeto parcial y a la identificación fálica]».51 L
a
E L E C C IO N
¿Cuáles son las características dinámicas de la elección nar cisista, aquellas que nos permiten entender mejor lo que ocu rre en la melancolía? Diremos que es una contradicción entre, por una parte, su gran rigidez y, por otra, su gran fragilidad. R ig id e z, falta de flexibilidad, falta de adaptación a las contin gencias del objeto: es necesario que este entre en un cuadro preciso o, en todo caso, que por algún detalle se adapte preciB1 S. Freud, «Introducción del narcisismo», op. cit., pág. 87. Entre cor chetes, comentarios de Jean Laplanche.
sám enle a un detalle que el sujeto ha hecho suyo. F ra g ilid a d , en el sentido de que la menor carencia, la menor falla del obje to, si toca precisamente ese punto identificatorio, puede pro vocar un repliegue, y un abandono del objeto. Volvamos a la melancolía. Precisamente es lo que observa mos —ese repliegue, ese abandono— hasta el punto de que la pérdida misma, el tiempo de la pérdida, puede estar tan oculto que únicamente por medio del análisis se lo descubra. Un de talle ínfimo, simbólico, totalmente inadvertido para el obser vador exterior, puede resultar deteriorado. . . y todo está perdido; se produce una brusca retirada: «Hay algo que se colige inmediatamente de las premisas y resultados de tal proceso [se refiere a esta retirada]. Tiene que haber existido, por un lado, una fuerte fijación en el objeto de amor y, por el otro y en contradicción a ello, una escasa re sistencia de la investidura de objeto [rigidez y fuerza de la fija ción]. Según una certera observación de Otto Rank, esta con tradicción parece exigir que la elección de objeto se haya cum plido sobre una base narcisista, de tal suerte que la investidura de objeto pueda regresar al narcisismo si tropieza con dificul tades».52 En consecuencia, regresión de la elección de objeto narci sista al narcisismo, al investimiento de sí. Pero hasta en esa re tirad a, y a pesar de la fragilidad del investimiento exterior, se m arca el carácter to ta lita rio de la elección n arcisista. Esta retirada no es puro y simple abandono, en cuyo caso el sujeto resurgiría indem ne de esta pérdida, lo que podemos observar también, pero en circunstancias totalmente diferentes de aque llas de la melancolía: una brusca capacidad de reencontrarse a sí mismo libre de todo objeto. La re tira d a lleva consigo el objeto a l in te rio r (o al menos, una parte del objeto, ya vere mos cuál). Es entonces una identificación nueva, una identifi cación secundaria, la que se crea en el proceso melancólico; lo que Freud traduce por esta frase aparentemente tan oscura: «La sombra del objeto cae sobre el yo, el cual puede entonces ser juzgado por una instancia particular como un objeto, como el objeto abandonado». Si «la sombra del objeto cae sobre el yo», agreguemos (acabamos de verlo) que es sin duda porque el objeto estaba ya elegido —parcialmente en lodo caso— so bre el modelo del yo. Tenemos por lo tanto un pasaje de la elec ción narcisista a la identificación narcisista, pérdida del objeto, 52 S. Freud, «Duelo y melancolía», np. cit., pág. 247. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
identificación con el objeto perdido. Esto explica bien que el debate del melancólico sea un debate consigo mismo, que vie ne a sustituirse al debate con el objeto exterior tal como se da en el duelo. Pero, ¿por qué ese debate del melancólico consigo mismo adopta esta forma agresiva, acusadora, destructiva y hasta mor tífera en el suicidio del melancólico? La noción de identifica ción no basta para explicarlo o, en todo caso, necesita de una nueva elaboración en función de un tercer factor, regularmente observado, que es el factor de la ambivalencia. 3. La am b iv ale n cia es la c A m b iv a l e n c ia del amor y del odio en toda relación y d e s u n ió n con el objeto. Freud, en este mismo p u l s io n a l período de 1915, elabora esta no ción, particularmente en «Pulsiones y destinos de pulsión». En una relación estable con el objeto, es tas pulsiones antagónicas, copresentes, del amor y el odio, es tán habitualm ente unidas («intrincadas», como se dice a veces) y evidentem ente cuando el amor tiene el mando rector (pero también en la relación de odio podemos estar seguros de que existe, subtendiendo esta misma relación, una pulsión amorosa). Comoquiera que sea, esta unión de las pulsiones en la relación con el otro está siempre expuesta a la posibilidad de una desu nión. Y lo que se llama «trasformación» del amor en odio (des crita por ios psicólogos de la vida amorosa o por los novelistas) no es otra cosa, para Freud, que la desunión de una aleación. Una ocasión principal de esta desunión de la aleación am biva lente es la pérdida del objeto. Siempre (ya lo he indicado, pero vuelvo a ello) el objeto perdido es el objeto que desasiste. Siem pre la pérdida, conciente y externamente debida a algún acci dente o enfermedad, es atribuida en el inconciente a un abandono, a un desasistimiento fundam ental, que es en últim a instancia aquella de la madre, la pérdida del amor. En los tres casos de pérdida aquí descritos vemos funcionar esta am biva lencia. E l duelo, en el cual Freud no indica este aspecto, que parece evidente sin embargo aun si no está en primer plano. El trabajo de duelo, el trabajo de desprendimiento, es por fuerza un trabajo parcialmente mortíD u e i .o , fero, aun si conserva también, pero bad u e l o p a t o l o g ic o . jo otra forma, al objeto perdido. Como m e l a n c o l ía : t r e s todo trabajo, el trabajo del duelo trasc o n s t iil a c io n e s forma y mata al objeto; «mata al muer to» una segunda vez. Sin embargo se trata de un homicidio «atemperado», que se ejecuta sobre los
detalles y que no deja de tener contrapartidas. En los otros dos casos, por el contrario, se trata de algo que es mucho más brutal. Es aquí donde Freud hace intervenir esa form a intermedia, cuyo interés no siempre ha sido comprendido ni retomado por sus sucesores (a excepción de D. Lagache): el duelo patológico. En esta figura de la depresión, el sujeto que ha perdido real mente a un objeto se hace él mismo responsable de esta pérdi da; es inconsolable en la medida en que se considera el autor de la pérdida. Freud relaciona ese tipo de duelo esencialmente con la neurosis obsesiva: no sin razón, y no sin profundidad, si es verdad que la relación anal, que caracteriza a la neurosis obsesiva, lleva consigo la misma ambivalencia que el nivel oral. El duelo patológico trasforma el «tú me has abandonado», del duelo, en un «yo soy responsable de tu pérdida», «por mi culpa tú me has abandonado, o inclusive «yo te he destruido», «yo no he tomado precauciones suficientes», «este accidente, yo ha bría podido evitarlo», «yo habría podido cuidarte mejor», etcé tera. Y si decimos que se trata aquí de una form a in te rm e d ia en tre el duelo y la melancolía, no es en el sentido de u n a fo rm a «m ix ta », de una escala con gradaciones; lo decimos porque un elemento viene a agregarse al duelo, mientras que un elemen to suplementario vendrá a agregarse a su vez en la melancolía. Esquemáticamente, tenemos en el duelo: pérdida del objeto; en el duelo patológico: pérdida del objeto más ambivalencia, pero sin identificación con el objeto perdido; en la melancolía, los tres elementos: pérdida del objeto, identificación y am bi valencia. Destaquemos cuán próximo está lo que Freud desig na como duelo patológico al mecanismo fundam ental de lo que Melanie Klein denom inará «posición depresiva» (en mi opinión, mucho más próximo al duelo patológico que a la verdadera me lancolía). Caracteriza a esta posición depresiva, ante todo, el temor por el objeto —temor de dañar, de haber dañado culpa blemente al objeto «bueno»—; y en los casos positivos —en la salida favorable de la posición depresiva, según Melanie Klein—, el logro de los intentos sucesivos de restaurar ese objeto «bue no», en reparación de la pérdida de la cual el sujeto mismo es culpable. En la m e lanco lía, por últim o, tal como la describe Freud y tal como podemos describirla completando a Freud, el proce so es bastante diferente. El objeto es introyectado, pero como objeto «malo». En otros términos, el objeto perdido es, como todo objeto de amor, a la vez bueno y malo. E incluso si era
su aspecto bueno el que dominaba (concientemente al menos) en la reía o b je t o p e r d id o ción amorosa ambivalente, en el mo lo m alo m entó de su pérdida está «olivado» i* in t r o y e c t a d o «introyectado» sólo bajo su fo rm a mil la . ¿Por qué? Por una parte, porque todo objeto perdido es en cierto modo un objeto malo (hemos insistido en ello a propósito de la pérdida y de la falta de la madre). Por otra parte, porque el sujeto, fyado a los estadios pregenitales, tiene una ambivalencia particularmente intensa, m ucho más de lo que es habitual en la relación amorosa. Por últim o, porque la pérdida no es a menudo una pérdida total. Freud insistió en el hecho de que la pérdida en la melancolía es una pérdida oculta, secreta. Este hecho no es contingente; hasta es absolutamente necesario. En efecto, no es sino una parte del objeto la que es afectada y se trata, precisamente, de la parte buena. Por lo tanto, el objeto es dañado, privado de lo que lo hacía, a los ojos del sujeto, bueno y semejante a él; es reducido a su parte m ala, y esa parte mala es la introyectada. He aquí cómo Freud describe ese proceso sin recu rrir, sin embargo, a la noción de clivaje y sin insistir en el hecho de que es sólo el aspecto malo el introyectado (o, al menos, no lo explica): «Este conflicto de ambivalencia, de origen más bien exter no unas veces, más bien constitucional otras, no ha de pasarse por alto entre las premisas de la melancolía. Si el amor por el objeto —ese amor que no puede resignarse al par que el objeto mismo es resignado— [existe esta contradicción entre una sóli da investidura que no será jam ás abandonada y un objeto con tingente, se podría decir, exterior, el cual será abandonado] se refugia en la identificación narcisista, el odio se ensaña con ese objeto sustitutivo insultándolo, denigrándolo, haciéndolo sufrir y ganando en este sufrimiento una satisfacción sádica».53 Y es así como se aclara la tendencia al suicidio, tan contra ria a lo que sabemos de la potencia de la pulsión de aut.oconservación. La tendencia al suicidio nunca es otra cosa —por lo menos en la melancolía— que un homicidio del otro, del otro malo, que la manera de deshacerse del otro malo que está den tro de uno: «Sólo este sadismo nos revela el enigma de la inclinación al suicidio por la cual la melancolía se vuelve tan interesante y . .. peligrosa. [. . . ] Desde hace m ucho sabíamos que ningún neuLa
som bra
df . i .
5:1 Ibid., págs. 248-9. Entre corchetes, comentarios de .lean Laplanche.
rórieo registra propósitos de suicidio que no vuelva sobre sí mis mo a partir del impulso de matar a otro, pero no comprendíamos el juego de fuerzas por el cual un propósito así pueda ponerse en obra. Ahora el análisis de la melancolía nos enseña que el yo sólo puede darse muerte si en virtud del retroceso de la in vestidura de objeto puede tratarse a sí mismo como un objeto, si le es permitido dirigir contra sí mismo esa hostilidad que re cae sobre un objeto y subroga la reacción originaria del yo ha cia objetos del m undo exterior».r>'' Sin duda esto no abarca la totalidad ni del suicidio melancó lico ni, a fo rtio ri., del suicidio en general. Creo que en todo acto suicida corresponde lom ar también en cuenta el aspecto de autoconservación, el aspecto de conservación imaginaria de una imagen de sí, tal vez de un ideal de sí om nipotente. Hay un aspecto negativo en el suicidio, pero hay tam bién un aspec to positivo, que lleva al extremo, en la imaginación, una ins tancia del yo que es una instancia narcisista e ideal.
13 de. marzo de 1973 Raramente hay suicidio sin reafirmación narcisista de otro as¡>ecto de sí mismo —aspecto bueno o aspecto ideal, ideali zado—, Nos encontramos aquí en una lucha que Melanie Klein denom inará de lo «bueno» y de lo «malo». Digamos más bien, con Freud, que se trata de la oposición entre un acusador y un acusado: porque el acusador que se jacta de bondad, de ser incluso el modelo de toda bondad, revelará ser no menos malo que el acusado, no menos sádico y cruel. Esta oposición es des crita por Freud como un cliv aje en el seno del yo, considerado empero el superyó como una subestructura que forma parte de este conjunto del yo. He aquí el momento principal, en el pensamiento lreudiano, de la introducción del superyó: «Antes de abordar esta contradicción, detengámonos un mo mento en la mirada que esta afección, la melancolía, nos ha permitido echar en la constitución íntima del yo humano. Ve mos que una parte del yo se contrapone a la otra, la aprecia críticamente, la tom a por objeto, digamos. Y todas nuestras ul teriores observaciones corroborarán la sospecha de que la ins tancia crítica escindida del yo en este caso podría probar su
autonom ía tam bién en otras situaciones. Hallaremos en la rea lidad fundam ento para separar esta instancia del resto del yo Lo que aquí se nos da a conocer es la instancia que usualmentc se llama conciencia m oral, ju n to con la censura de la concien cia y con el examen de realidad la contaremos entre las gran des instituciones del yo».55 Habíamos registrado ya este clivaje en el texto sobre el «nar cisismo», con el fenómeno de la autoobservación delirante. Es esta para nosotros la ocasión de poner de relieve, entre esoí dos textos, la gran oposición y la gran correspondencia entre paranoia y depresión. P a ra n o ia y depresión, para Melanio Klein, es la oposición central. A quí, siguiendo criterios dife rentes de los de Melanie Klein, podemos, a propósito del su peryó y de lo malo, percibir inm ediatam ente la diferencia. En la paranoia, lo malo es proyectado; en la depresión, lo malo se encuentra introyectado, introducido en el interior del yo. Hay aquí una verdadera inversión mortífera del mecanismo que se podría considerar normal o autodefensivo, el de la proyec ción, que consiste en rechazar lo kakon (lo malo primordial) fuera de sí. Sin duda, la oposición entre paranoia y depresión que aquí esbozamos no es absoluta: el paranoico es también llevado a introyectar lo malo, que entonces lo persigue desde el interior. De ahí, por otra parte, esas depresiones, clínica mente evidentes, que presenciamos en el perseguido. Pero en todo caso él no introyecta lo malo en su yo, no se asimila él mismo fundam entalm ente a lo malo. Si introyecta lo malo, es to sigue siendo, en el interior, perseguidor interno: interno res pecto de la personalidad, pero externo, y aun observador, respecto del yo. Tales consideraciones nos reconducen ¿ Q u ie n p e r s i g u e al problema de la configuración intea q u ie n e n la rior, de la tópica. ¿Quién persigue? t ó p ic a ¿Q u ién persigue a quién en la tópica d e p r e s iv a ? del m elancólico? Tenemos un esbozo de respuesta: el superyó persigue al yo, un yo que se encuentra identificado con el objeto malo. Pero la cuestión se am plía entonces para nosotros: ¿dónde se sitúa el discurso? ¿De dónde viene la palabra del deprimido (con es ta advertencia capital, de que la palabra de un sujeto no viene necesariamente de su yo)? El térm ino de yo, tal como Freud lo introduce, puede llevar a suponer (y a m enudo casi no es posible impedirlo) que hay allí una refundición psicológica del 50 Ibid., pág. 245.
yo metal'ísico; por lo tanto, simplemente, otra manera de de signar al sujeto (en el sentido más amplio del térm ino, sea suje to di> la acción o sujeto de la palabra). Ahora bien, no necesa riamente es así. En la melancolía, en la escena dram ática inte rior, la palabra puede provenir de otra posición subjetiva, la del superyó perseguidor. ¿Podemos evitar hacer de este término de «sujeto» una nue va instancia, desdoblar aún más la tópica para introducir una instancia que sería la del sujeto, al lado de aquella del yo, por ejemplo? Muchos psicoanalistas se inclinan en este sentido. Les cito, de m anera muy diferente y en horizontes totalm ente dis tintos: Lagache, que opone yo-sujeto y yo-objeto; de manera más vasta, si se puede decir, casi el conjunto del m ovimiento psicoanalítico anglosajón, que se ve llevado a distinguir el yo y el sí-mismo (es decir, el eyo y el selj); ¡y quizás incluso en una tópica como la de Lacan reencontraríamos a veces esta tendencia, puesto que en ciertos momentos el sujeto deviene él mismo un polo de la tópica bajo la designación de una S! Hay allí una suerte de fascinación del pensamiento, que resul ta tal vez imposible combatir, o que, en todo caso, se puede combatir, pero retorna sin cesar. ¿No se podría hablar de posi ción subjetiva sin m ultiplicar las instancias? Y ¿no habría un peligro en p lan te a r como in s ta n c ia la in s ta n c ia del sujeto? Pienso, por ejemplo, en una posición E l ..s e l e », como la de los anglosajones, en la cual correlato y el self (que se puede traducir por el s í coartada del mismo [.so/] representa a la personali»y o a u t o n o m o » dad tal como se ha estructurado en sus diversas identificaciones. E l self reco ge a llí una parte de la herencia del yo freudiano puesto que, por ejemplo, el narcisismo, según estos autores, sería amor, no del yo, sino del sí-mismo [soi]. Ahora bien, en una teoría así, la consecuencia ineluctable es desembocar, de rebote, en ais lar y «blanquear» un yo depurado en lo sucesivo de sus aspec tos identificatorios y que no sería más que racionalidad, instancia de lo real, sujeto del pensamiento. Pero que esta ins tancia de lo real y de lo racional (ese yo) es ella misma modela da históricamente, distorsionada por las identificaciones, he ahí lo que quería mostrar Freud al dejar subsistir una suerte de confusión en su noción del yo. Esta confusión se reencuentra en una serie de proposiciones dobles como estas: el yo es apén dice diferenciado y adaptativo del organismo, pero al mismo tiempo el yo es depositario de identificaciones con otros orga nismos; o aun, el yo es órgano de percepción, reina sobre el
sistema percepción-conciencia, y al mismo tiempo es el sedi mento de experiencias perceptivas antiguas. Creo que es nece sario dejar subsistir esta ambigüedad. Sería abusivo hacer del yo, o del «yo-snjeto», el lugar predilecto de la subjetividad, en tanto que, como hemos visto, la subjetividad puede encontrar se situada en otra parte, por ejemplo: en la depresión, del lado del superyó. También nosotros, por supuesto, nos vimos llevados a em plear el térm ino de sujeto, aunque sólo fuera cuando nos pre guntamos: «¿Dónde se sitúa el sujeto en la melancolía?». Yo diría que hay ahí una suerte de lucha contra una fascinación: fasci nación ligada al objeto mismo; fascinación del teórico psico analista, pero también fascinación del hombre m ism o en su propia tópica subjetiva. Por tanto, advertidos de esta fascina ción que querría hacernos situar definitivam ente al sujeto en alguna parte, trataremos empero de no hacer de él una instan cia, planteándonos cuestiones más pragmáticas, más «positivis tas»; no preguntándonos dónde está el sujeto, sino de dónde proviene el discurso, cuál es la instancia que en un momento determinado se pone como sujeto o, incluso, desde dónde ello habla; entendiendo con «ello habla» no sólo el lenguaje verbal, sino el conjunto de las intenciones significantes. ¿De dónde pro vienen las intenciones sig nificante s en u n momento dudo? No es unívoco este polo de la com unicación en el melancólico, co mo no lo es en individuo alguno. En la tensión entre el yo y el superyó creemos percibir, en la autocrítica o en el suicidio, la afirm ación de las intenciones del superyó. En el perseguido paranoide, el superyó perseguidor es exteriorizado, pero pue de ser, yo lo indicaba antes, un exteriorizado interno en lo que clásicamente se denomina «alucinación psíquica». Continúa sien do entonces al mismo tiempo sujeto, emisor de cierto discurso (ese famoso discurso del automatismo mental). A la inversa, el melancólico no está únicamente anidado en la posición del superyó; es autoperseguidor, pero, también, parcialmente per seguido.'*6
Yo, ideal del yo, superyó; ya es hora, tras los apuntam ien tos clínicos aportados por la neurosis obsesiva y la me-
r'*’ Insisto nuevamente sobre el hecho de que, en el desarrollo actual, ha blamos como Freud de la melancolía, y no de la depresión en general, ni de la depresión neurótica, que hace intervenir de manera más evidente la dimensión del ideal.
(ancolia, de retomar un itinerario más general, más teórico. La teoría del suh e r e d f .r o d e l . E d i p o : peryó es una teoría genética e histó«El y o y e l e i .l o » rica. Para Freud, el superyó es el he redero del complejo de Edipo, lo que ustedes encontrarán explicitado en muchos textos: Psicolo g ía de las m asas y a n á lis is tlel yo (1921), E l yo y el. ello (1923), «El sepultamiento del complejo de Edipo» (1924), y tam bién las Nuevas conferencias de in tro d u cc ión a l p sico an álisis (1932) y E l m alestar en la c u ltu ra (1930). Seguiremos como hilo conductor El yo y el ello, de 1923,57 en su capítulo 111: «El yo y el superyó (ideal del yo)». Este títu lo, aparentemente, podría dejar creer que las instancias del su peryó y del ideal están confundidas, y que Freud se limitaría a introducir un nuevo término, el de superyó, para designar lo que anteriormente llamaba el ideal. Sin embargo, la distin ción al menos potencial de un ideal del yo y de un superyó está trazada en el texto: «En otros textos |en «Introducción del narcisismo» y en P si cología de las m asas y a n á lis is del yo] hemos expuesto los mo tivos que nos movieron a suponer la existencia de un nivel en el interior del yo, una diferenciación dentro de él, que ha de llamarse id e al del yo o superyó. Ellos conservan su vigencia |y, en nota, Freud agrega sólo un punto que, según él, exigiría rectificación:] Sólo que parece erróneo, y exige ser corregido, el que yo haya atribuido a ese superyó la función del examen de la realidad. Armonizaría por entero con los vínculos que el yo mantiene con el m undo de la percepción el hecho de que el examen de realidad quedara a su cargo».58 Nota que, evidentemente, va en el sentido del más puro cla sicismo psicologizante: siendo el yo instancia de PercepciónConciencia, ¿por qué haber supuesto, en un momento, que la función de la realidad estaba destinada al superyó? ¿Por qué extraña aberración, parecería decir Freud, he podido pensar eso? Sin embargo podemos conservar la idea —y más de un autor lo ha hecho— de que había un ap un tam ie n to fecundo en aquel nexo señalado entre el superyó y el problema de la realidad. Por mi parte pienso que es en la dimensión de la ley (es decir, de la legalidad introducida por el superyó, legalidad moral, pe ro también legalidad lógica: la de la gran oposición lógica in troducida por la p ro h ib ic ió n de la castración) donde se podría El
su peryó
S. Freud, f,'/ yo y el ello, op. cit., págs. 1.3-ttfi. nH Ibid., pág. 30. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
interpretar ese apuntam iento respecto del cual Freud se batió en retirada. «Que esta pieza del yo mantiene un vínculo menos firme con la conciencia, he ahí la novedad que pide aclaración».59 Toca mos un punto muy importante. Es en efecto en E l yo y el ello donde Freud coteja su nueva tópica con la anterior, es decir, se plantea la cuestión de saber s i estas nueva* instancias qur él introduce son candentes o inconcientes, y m a l es su reía c ió n con el u m b ra l de la conciencia. El superyó, seguramente, deberá ser situado en gran parte del lado del inconciente, al punto de que ciertos autores lo ubican por entero del lado de la moralidad inconciente, de la prohibición inconciente. Las siguientes páginas de este capílu L as lo van a recordar el proceso de idenl i id e n t if ic a c io n e s ficación descrito en «Duelo y nielan estructurantes colía», lo que sitúa bien el carácter del y o central de este estudio clínico-teórico para nuestro tema. Este proceso, dice Freud, fue establecido allí sobre un caso típico, pero de hecho debe ser generalizado. Las identificaciones estructurantes del yo se hacen en virtud de un proceso análogo al de la identifica ción melancólica, es decir por trasformación del amor (más en general: de la investidura de objeto) en identificación. Pero es ta trasformación sólo es patrimonio de estadios relativam en te avanzados, mientras que en un estadio primitivo, identifi cación y amor son uno. E inclusive esta sería la base de las identificaciones secundarias: fundarse en ese primer tipo de relación con el objeto (que es el tipo de relación característico de la oralidad): «Al comienzo de todo, en la fase prim itiva oral del in d ivi duo, es por completo imposible distinguir entre investidura de objeto e identificación. Más tarde, lo único que puede supo nerse es que las investiduras de objeto parten del ello, que siente las aspiraciones eróticas como necesidades. El yo, todavía en deble al principio, recibe noticia de las investiduras de objeto, les presta su aquiescencia o busca defenderse de ellas median te el proceso de la represión. Si un tal objeto sexual es resigna do, porque parece que debe serlo o porque no hay otro remedio, no es raro que a cambio sobrevenga la alteración del yo que es preciso describir como erección del objeto en el yo, lo mis mo que en la melancolía».60 50 Ibid. ®° Ibid., pág. 31.
Y. en nota, Freud recuerda lo que fue el punto de partida del descubrimiento de esta relación oral: ciertamente, está des crita desde el principio, en Tres ensayos de teoría sexual, de 1905, pero no con esta dimensión identificatoria, simbólica. La etapa esencial es Tótem y tabú: es la reflexión sobre el caniba lismo la que llevó a modificar ampliamente los Tres ensayos. , . para introducir allí la oralidad ya no sólo como un modo eróti co entre otros, sino como un modo de re lación p riv ileg iad o, estructurante-. «Un interesante paralelo a la sustitución de la elección de objeto por identificación ofrece la creencia de los primitivos de que las propiedades del anim al incorporado como alimento se conservan como rasgos de carácter en quien lo come, al igual que las prohibiciones basadas en ella. Según es sabido, esta creencia constituye también una de las bases del canibalismo y se continúa, dentro de los usos del banquete totémico, hasta la Sagrada Com unión. Los efectos que dicha creencia atribuye al apoderamient.o oral del objeto valen para la posterior elec ción sexual de objeto».61 Siguen algunas páginas sobre las identificaciones secunda rias (en particular las identificaciones histéricas), su mayor o menor facilidad e, inversamente, la mayor o menor resistencia del yo a nuevas identificaciones —quedando estructurado el yo, al caho de cierto tiempo, por sus identificaciones primeras, y resistiendo a nuevas identificaciones que pudieran alterarlo—. Dejo esos pasajes para volver a lo que constituye para nosotros el centro de la cuestión, la génesis Ideal del yo identificatoria del ideal del yo, es dee «i d e n t i f i c a c i ó n cir, el complejo de Edipo. Las cosas son p r i m a r i a c o n e l p a d r e » complejas, pese a ese esquema tan re m anido del complejo de Edipo. Freud (como es frecuente, al menos en este período) describe esen cialmente el Edipo en el varón, y nosotros aquí estamos cons treñidos a seguirlo en esta toma de partido. Desde el comienzo él plantea, en exergo de este complejo de Edipo, un breve desarrollo extrem adam ente e nigm ático so bre la id e n tific a c ió n p r im a r ia . Hay que señalar que es prácti camente el único pasaje donde Freud utiliza este término. Por supuesto, muy a m enudo habla de identificaciones que podría mos llamar «primarias» —por ejemplo, la identificación oralpero no es sino aquí donde emplea esta expresión. Describe esta identificación primaria como muy antigua (claro está), muy 1,1 Ibid., pág. 31, n . 6.
arcaica, y como una identificación «directa», inm ediata, an lr r io r a toda investidura de objeto. Lo que es ya, al menos, cu rioso, puesto que un poco antes la primera etapa de la identificación parecía con fu n d id a con la investidura de objo to; aquí esta «identificación primaria» sería incluso anterior a la investidura de objeto. . . Si nos vemos entonces llevados, ante este pasaje, a imaginar algo en relación con la identifica ción oral, canibálica —con la absorción de la madre o del pe cho bueno—, al mismo tiempo este primer apuntam iento nos hace aguzar el oído. Otro carácter: esta identificación primaria es puesta en relación con el nacim iento del ideal del yo; más exactamente, se la señala como su sustrato: lo que se oculta detrás del ideal del yo. Por últim o, punto sorprendente, esta identificación prim aria es designada como identificación con el padre; «Esto nos reconduce a la génesis del ideal del yo, pues tras este se esconde la identificación primera y de mayor valencia, del individuo: la identificación con el padre de la prehistoria personal |no es sólo el padre, es el «padre de la prehistoria personal»]. A primera vista no parece el resultado ni el desen lace de una investidura de objeto: es una identificación direc ta e inmediata, y más temprana que cualquier investidura de objeto. Empero, las elecciones de objeto que corresponden a los primeros períodos sexuales y atañen a padre y madre [va mos a pasar al Edipo] parecen tener su desenlace, si el ciclo es normal, en una identificación de esa clase, reforzando de ese modo la identificación prim aria. [Pero hay una nota que viene a retractar la afirm ación, y ello no simplifica las cosas:] Quizá sería más prudente decir “ con los progenitores” , pues padre y madre no se valoran como diferentes antes de tener noticia cierta sobre la diferencia de los sexos, la falta del pene [hay a h í una verdadera renegación de la fórm ula concerniente al «padre de la prehistoria personal»). En la historia de una joven tuve hace poco oportunidad de saber que, tras notar su propia falta de pene, no había desposeído de este órgano a to das las mujeres, sino sólo a las que juzgaba de inferior valor. En su opinión, su madre lo había conservado [es lo que cono cemos, de manera habitual, en las teorías sexuales infantiles, pero ello no aporta más que un apoyo bastante vago al desa rrollo], En aras de una mayor simplicidad expositiva, sólo tra taré la identificación con el padre. [Esta nota es, pues, muy ambigua: da razón de una suerte de in d is tin c ió n prim itiva de los sexos, pero aporta en su apoyo una breve observación en la que todo está centrado sobre la valoración ideal del pene
como indicio de superioridad, evidentemente, por lo tanto, signo d is tin tiv o . . . ]».'52 ¿Qué concluir de este pasaje? Sería muy arriesgado querer concluir de manera definitiva. N egativam ente: sin duda que la «identificación primaria» considerada aquí por Freud no es lo mismo que la relación primaria con la madre y con el pecho; y es probable que tampoco sea superponible (dando un salto en el tiempo) a esta identificación, igualmente primordial, que Lacan describió en el estadio del espejo (identificación estruc turante del yo y no del ideal, identificación con la forma del otro como totalidad). P ositivam ente la conclusión es todavía más delicada. Considero este pasaje, prácticamente único en Freud,63 como in co n ciliab le en el sentido fuerte del término: no podría ser superpuesto a otros, en una especie de uso ecléc tico o sintético. Como en todo texto que deja pasar algo del inconciente, y como ocurre a menudo en Freud, es un pasaje que hay que tratar como un síntoma; de ninguna manera para desvalorizarlo, sino para intentar interpretarlo. Hay en él con tradicciones, «enmiendas» [repent.irs] (en el sentido que toma el término, por ejemplo, en pintura); hay tam bién racionaliza ciones que, como toda racionalización, dejan sospechar su de fecto en cuanto que son contradictorias (se nos dice primero que la identificación con el padre es esencial; a continuación, que acaso se trata de los padres; y por último, que «en aras de una mayor simplicidad expositiva» se considerará sólo la iden tificación con el padre). De un pasaje como ese, entonces, yo extraeré (en una escu cha interpretativa) a modo de fragmentos que habría que lo grar ju n ta r para comprender lo que intenta allí expresarse. A ntes del E dipo (estamos antes del Edipo; esto se indica explí citamente), hay una «prehistoria personal» (con Lodo el enigma de esta expresión, puesto que prehistoria es habitualm ente em pleada por Freud para designar la prehistoria colectiva por re lación al individuo: la del Edipo de la hum anidad. Pero aquí nos habla de una prehistoria personal. ¿Dónde se sitúa esta? ¿Sería la primera Infancia lo así designado? ¿Por qué no «histo ria»? ¿Se designaría, entonces, lo que es inscrito de la historia personal antes de su historia?). Hay entonces una prehistoria personal en la cual está presente, bajo cierta forma, el padre o, incluso, una prehistoria que ocurre antes del «conocimiento "2 Ibid., pág. 33. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche. *’:í Junto con el pasaje de «psicología colectiva)' que se menciona en pág. 325.
cierto de la diferencia de sexos», pero en la cual hay cierta pregnancia del pene; sin que este entre en una categorización de los sexos (lo que es asaz difícil concebir): antes bien, como marca de cierta idealización; ¿tal vez como símbolo de potencia? Ven ustedes que no hemos avanzado m ucho con Freud, pero que sin embargo tenemos ahí algunos indicios que tal vez nos per mitieran —sirviéndonos de otros resultados y de otros analistaspresentir lo que se trata de expresar. Y a continuación tenemos la descripEt. E dipo c ió n del com plejo de E dipo, que esta vez se sitúa, no en la prehistoria, sino en la historia. La historia, en las vísperas del Edipo (y siempre para el varón), se describe de la manera siguiente. Tenemos una doble relación del niño, en una situación que es ya de tres (sin ser por ello tal vez tr ia n g u la r); relación con la madre, que es descrita como relación por apuntalam iento, es decir, que to ma su punto de partida en la relación con el pecho; relación con el padre, que viene a continuar esta famosa identificación primaria, y que es descrita de la manera siguiente: «Del padre, el varoncito se apodera [observar este término] por identifica ción».<)4 He aquí la aparición de la genitalidad —ligada a los ór ganos genitales y al cuestionamiento respecto de la diferencia entre los sexos—; y he aquí, entonces, esta vez, la entrada en el Edipo a partir de esta doble relación inm ediatam ente preedípica. Freud la describe en principio bajo un solo aspecto, el denom inado positivo: relación de amor por la madre y relación de rivalidad con el padre. E l am or por la m adre viene enton ces a injertarse en la relación pregenital, con ese carácter tan particular que hace que el Edipo masculino y el fem enino no sean «simétricos».'’5 En cuanto a la relación con el p adre, que antes era identificación, se inflexiona en una tendencia a la rivalidad, que marca la ambivalencia: «La identificación-padre cobra ahora una tonalidad hostil, se trueca en el deseo de eliminar al padre para sustituirlo ju n to a la madre. A partir de ahí, la relación con el padre es am bi valente; parece como si hubiera devenido manifiesta la ambi-
M S. Freud, El yo y el ello, op. c it, pág. 33. Entre corchetes, comen tarios de .lean Laplanche. <m No es suficiente tomar un texto sobre el Edipo masculino y cambiar el sexo de los personajes para obtener un Edipo femenino: no hay simetría, y la asimetría fundamental, de partida, es con toda seguridad que, siendo en los dos casos la madre el objeto primordial de amor, el muchacho no se verá precisado a cambiar de objeto, o al menos el sexo de su objeto, y la niña tendrá que hacerlo.
valencia contenida en la identificación desde el comienzo mismo».fifi Aparece el momento de lo que Freud llama la destrucción de! E dipo. ¿Es necesario insistir en este térm ino de «destruc ción, aparecido en el descubridor del complejo de Edipo m u cho antes de que se hable, entre nuestros contemporáneos, de destruir el Edipo, como si ese fuera un descubrimiento? Esta destrucción no es desarrollada aquí o, en todo caso, no se in d i ca su motor. Su motor es el impacto del complejo de castra ción, la amenaza form ulada por el padre, que enuncia la ley de la prohibición del incesto. Es en el texto «La desaparición del complejo de Edipo»07 donde hallamos mejor enunciada es ta relación con la castración. A quí Freud indica sólo que llega el momento en que el amor de la madre debe ser abandonado de suerte que dos desenlaces son posibles: sea una identifica ción con la madre (se trata siempre del varón), sea un fortale cim iento de la identificación con el padre. Lo que es cap ital, c in s is tir en lo cua l nunca ju zg o suficiente, es que el único de esos desenlaces que parece conforme a nuestra teoría de la iden tificación es la identificación con la madre, es decir, la sustitu ción de la investidura de objeto por la instalación de este obje to en el yo. En cambio, hasta el presente no hemos encontrado en la clínica ejemplo de la identificación con el padre como «identificación con el rival». Ahora bien, la identificación con el objeto que se debe abandonar —del varón con la m adreexiste sin duda; pero evidentemente se produce siguiendo vías que, en el límite, desembocan en una posición «atípica», es de cir en una posición homosexual. En la niña, Freud insiste en el hecho de que una identifica ción con el objeto de am o r edípico, es decir con el padre, es mucho menos rara. Un componente de identificación con el padre, en la niña, sería m ucho más inherente al desarrollo nor mal que la identificación con la madre en el varón. Sin embar go, llegamos aquí a un giro en nuestro desarrollo, que desem boca en una verdadera aporía: la salida del Edipo «positivo», «normal», sería la hom osexualidad. . .
'* S. Freud, El yo y el ello, op. cit., páf!. 34. 117 [Traducido en castellano »E1 sepultamiento del complejo de Edipo», en ()C, 19, págs. 181-7 (JV. (le la |
8 de mayo de 1973 Les recuerdo rápidamente el punto en el que estamos. Bus cábamos el modo de funcionam iento subjetivo de las normas y, en particular, de la moral. ¿Dónde encuentra esta su punto de apoyo? Es el problema tópico. ¿De dónde extrae su fuerza? Es el problema pulsional. En un primer tiempo, el problema del origen nos parecía relativamente secundario —en todo ca so segundo— frente a la comprobación clínica de la potencia subjetiva de la norma. Esta potencia se nos ha revelado en dos ejemplos clínicos de enfermedades «morales»: la neurosis obse siva, por una parte, y la depresión melancólica, por otra; po tencia torturante, verdaderamente sádica, de lo que se ha con venido en llamar «superyó». Y estábamos en vías de volver a la teoría, y más precisamente a la teoría de la génesis del su peryó y del id e al del yo. Nos encontramos frente a dos grupos de teorías: la explicación «edípica», aportada por Freud, y las explicaciones llamadas precoces —«preedípicas» o «pregenit.ales»— del superyó, donde el nombre de Melanie Klein es, evi dentemente, el más importante. Hemos llegado a la ex plicación edipica, lo que nos obliga a volver a recorrer rápidamente las etapas del complejo, siguien do e interpretando E l yo y el ello. Antes de continuar, señale mos sólo esto: el Edipo, para Freud, tiene una h isto ria , en un tiempo determinado, cronológicamente situable. Tiene un co mienzo fechable (e incluso una prehistoria); tiene un final, que es su destrucción y que desemboca en el período de latencia. Esto para liberar al freudismo de toda interpretación «moder na», en la cual, siendo el Edipo una estructura universal y extratemporal, sería absurdo «situarlo» en alguna parte. El ser hu mano estaría irremisiblemente inmerso en él, como estaría inmerso desde siempre en «el signifiD e s t r u c c io n cante», «la castración» o «el falo». . . o e l E d ip o . Con Freud, nos encontrábamos en un r e n u n c ia e momento preciso, el de la destrucción. id e n t if ic a c ió n Una destrucción que no deja de plan tear problemas, al menos si considera mos únicamente al Edipo «positivo», popularizado y ridiculiza do: amor por mamá, rivalidad con p a p á . . . La destrucción del E dipo, lo sabemos, se realiza bajo el impacto del complejo de castración: amenaza de castración y comprobación de la dife rencia de los sexos, cuya intrincación lleva a considerar como «real» esta amenaza. Ella viene a sancionar, es decir a prohibir,
tanto la apropiación sexual de la madre como la eliminación del padre. ¿Cómo se libra el niño de esto? Por una parte, se libra mediante una re n un cia (temporaria, es cierto, puesto que esta renuncia es al mismo tiempo una puesta en espera, una promesa, pero en definitiva es una renuncia, y una represión del apego sexual a la madre, que en adelante va a dejar paso a una simple ternura desexualizada). Y se libra, por otra parte, mediante una id e n tific a c ió n . Ahora bien, y siempre dentro de esta posición del Edipo positivo: ¿identificación con quién? Es aquí donde las cosas comienzan a ser difíciles de concebir. La identificación con el padre (con el progenitor del mismo sexo) aparece como la más «normal». Pero, hecho curioso, esta iden tificación, que es la más «normal» (yo retomo los términos de Freud) no es la más conforme a «nuestra expectativa». En efec to, nuestra expectativa, teórica, no es la identificación con el rival, sino la identificación con el objeto de amor, la int.royección del objeto. Es la trasformación del lazo objetal en identifi cación; en el momento en que es ne P a r a d o ja cesario, por una u otra razón (aquí, por F U N D A M E N T A L DE una prohibición), renunciar al objeto, el sujeto ubica este objeto en él de m a LA ID E N T IF IC A C IO N : N AD A DE nera de conservar esta relación, al me nos en el interior de sí mismo. Hay aquí ID E N T IF IC A C IO N una paradoja, e x traordinaria en la teo C O N EL R IV A L ría, fr e u d ia n a . Si solo existiera el Edi po positivo, si el Edipo no fuera más que positivo o directo, desembocaría, de acuerdo con nuestra expectativa, en una in versión sexual. «Solemos considerar este últim o desenlace [la identificación con el padre] como el más normal; permite retener en cierta medida el vínculo tierno con la madre. De tal modo, la masculinidad experimentaría una reafirmación en el carácter del va rón por obra del sepultamiento del complejo de Edipo. A nálo gamente, la actitud edípica de la niñita puede desembocar en un refuerzo de su identificación-madre (o en el establecimien to de esa identificación), que afirme su carácter femenino. Es tas identificaciones no responden a nuestra expectativa, pues no introducen en el yo al objeto resignado, aunque este desen lace también se produce [desenlace que consiste en introducir en el yo al objeto abandonado] y es más fácilmente observable en la niña que en el varón. Muy a m enudo averiguamos por el análisis que la niña pequeña, después que se vio obligada a renunciar al padre como objeto de amor, retoma y destaca su masculinidad y se identifica no con la madre, sino con el
padre, esto es. con el objeto perdido. Kilo depende, manifies tamente. de que sus disposiciones masculinas (no im porta en qué consistan estas) posean la intensidad suficiente».68 Ven ustedes que Freud parece casi aliviado comprobando que, efectivamente, hay sin duda una identificación inverso ra, que sería la más adecuada a lo que la teoría exige. 0, en otros términos, si un rival fuera un puro rival, un puro obs táculo, sin lazo de amor con él, no habría jam ás identificación con él. Evidentemente, Freud debe librarse de esta paradoja (de la cual yo acentúo voluntariamente los ángulos); y para ello no hay otro medio que hacer intervenir lo que él llama la «bise xualidad». De esta bisexualidad nacen dos tipos de consecuen cias que, parecería, desembocan empero en el mismo resulta do. Una primera interpretación «mecánica», o simplemente bio lógica, no explica gran cosa: según el predominio de las tendencias innatas, de las «disposiciones» masculinas o fem eni nas de cada uno, el sujeto escogerá la identificación con el pa dre o con la madre. Otra interpretación, m ucho más compleja y, en este caso, no biológica, sino dialéctica, se atiene a que la bisexualidad no se marca sólo en la salida del complejo de Edipo (el sujeto según su predisposición elige una u otra de las identificaciones), sino en su movim iento mismo y desde su incoación. ¿En qué? En el hecho de que todo Edipo es a la vez positivo y negativo, entendiendo por negativo un Edipo inver tido por relación a la heterosexualidad que se pretende consi derar a p rio ri como normativa: «Una indagación más a fondo pone en descubierto, las más de las veces, el complejo de Edipo m ás com pleto, que es uno duplicado, positivo y negativo, dependiente de la bisexualidad originaría del niño. Es decir que el varoncito no posee sólo una actitud am bivalente hacia el padre, y una elección tierna de objeto en favor de la madre, sino que se comporta tam bién, sim ultáneam ente, como una niña: muestra la actitud fem eni na tierna hacia el padre, y la correspondiente actitud celosa y hostil hacia la madre. Esta injerencia de la bisexualidad es lo que vuelve tan difícil penetrar con la mirada las constelacio nes de las elecciones de objeto e identificaciones primitivas».69 Lo que aparece aquí es un Edipo siempre a la vez positivo y negativo, digamos que con cuatro vectores, cuatro tenden cias pulsionales: tendencia positiva y negativa hacia el padre S. Freud, El yo y el ello, op. cit., pág. 34. Entre corchetes, comenta rios de Jean Laplanche. Ibid., págs. 34-5.
y, al mismo tiem po, tendencia positiva y negativa hacia la m a dre. Estas cuatro tendencias, nos dice Freud, se reagrupan de modo diferente según los sujetos. La Ei, E d i p o cuestión es ver cómo se reagrupan desb is e x u a l de el punto de vista de las identifica ciones. Es evidente que lo vuelven a hacer en dos vectores: el vector de identificación con el padre y el vector de identificación con la madre. Pero he aquí lo im portante en lo sucesivo: de acuerdo con «nuestra expectativa» (para retomar nuevam ente ese término), lo rector para esas identificaciones es la tendencia positiva, es el amor. Podemos decir que uno sólo pone dentro, sólo introyecta lo que ama de cierta manera (aun si tam bién lo odia). Del mismo modo que en la proyección sólo se pone fuera lo que se odia de cierto modo (aun si por otra parl e también se lo ama). lie aquí la con clusión de Freud: «Así, como resultado m ás univ e rsal de ta ja s e sexual gober nada p o r el comple jo de E dipo, se puede suponer u na sedim en tación en el yo, que consiste en el establecim iento de estas dos identificaciones, u n ific a d a s de alg un a m ane ra entre sí. Esta alteración del yo recibe su posición especial: se enfrenta a l otro contenido del yo como ideal del yo o superyó [es aquí donde se introduce por primera vez el término de superyó como sinó nim o del de ideal del yo, establecido por Freud ya muchos años antes]».70 Para detenerme un momento en este mecanismo de la iden tificación, mencionaré otro texto del mismo período, aquel en el cual Freud desarrolla su Psicología de las m asas y a n á lis is del yo. En este texto hay una especie de incoherencia. Freud indica en primer lugar que las identificaciones son bastante com plejas y que no disponemos de una teoría acabada. Sin embar go, se pueden distinguir ya dos tipos de identificación: 1) pa ra empezar, la identificación primaria, identificación con el padre71 anterior a la elección de objeto, o en todo caso equi valente a una elección de objeto originaria. Después pasa di rectamente 2) a las identificaciones en el síntoma, de las cua les describe tres formas (siendo la histeria, el modelo): a) una identificación con el riv a l, o con la r iv a l en el caso de u n a histérica; b) una identificación con el objeto: con el padre, en el ejemplo de Dora, que subyace en todo esto; por último, Ibid., págs. 35-6. Entre corchetes, comentarios de Jcan Laplanche. ' 1 Cf. supra, págs. 318-9, un pasaje similar de El yo y el ello Aquí la ¡dea es la misma, sin el término «identificación primaria».
c) una identificación que no se hace ni con el rival ni con el obje to, sino con una persona que presenta un punto com ún con el sujeto; punto com ún oculto, que se traduce, en superficie, por un síntoma, que en definitiva representa el punto común abierto; ejemplo: en un internado, una joven al recibir carta de su enamorado hace un síntoma; enseguida una u otra de sus compañeras hace el mismo síntoma, por identificación pro funda con la situación amorosa, o de despecho amoroso, en que se encuentra su compañera. Pero el punto sobre el cual quisiera insistir, y que es asom broso cuando profundizamos en el texto, es que a continua ción Freud resume afirm ando: estamos en presencia de tres casos. Pero había de inicio cuatro: el caso de la identificación primaria y tres subcapítulos de la identificación secundaria. Después encontramos indicado que el elemento común en esos tres casos es que la identificación se hace con el objeto de am or: sea directamente, como equivalente de la relación amorosa, sea regresivamente, por retorno a una relación amorosa aban donada. La única manera de entender esto es que verdadera mente la id e n tific a c ió n con el r iv a l, que Freud se vio forzado a mencionar en el nivel del síntoma, es ta n poco adecuada a su teoría: que, en resumidas cuentas, estáObligado a abando narla o eventualmente, tal vez, a subsumirla en uno de los otros casos; lo cual es fácil en el caso de la histeria, si pensamos que la identificación con el rival es presentada como identificación con la madre y cuando sabemos cuán am bivalente y «homose xual» es esta relación con la madre. Es evidente que Freud tiene tendencia, tam bién aquí, a volver a colocar la id e ntifi cación con el rival en el capítulo de la identificación con el objeto. Sobre nuestro Edipo, tal como está presentado en E l yo y el ello, haré tres observaciones que me parecen capitales: P rim e ra observación, que introduce las otras dos. Lo que resulta del Edipo (lo sabemos y se ha confirmado aquí) es la elección de la posición por relación al sexo: posición heterose xual u homosexual, o aun en el co n tin u u m de los compromisos entre estas dos posiciones. Es entonces la elección de cierto tipo de objeto; es la elección de una posición por referencia a la alternativa fálico-castrado, dom inante en ese tiempo de la infancia que será designado por Freud como «fase fálica». Una vez más, no se trata de que esta posición sea unívoca y realista: el sujeto no elige tener el falo o no tenerlo. Digamos más bien que es una elección en la que se encuentran siempre, a cada lado, cierta castración y cierta asunción del falo.
Segunda observación, en relación con lo que hemos dicho precedentemente n o es n i u n del amor como m otor de la identificac o n o ic io n a m ie n t o ción. Si ponemos en relación este punn i u n a h o m o t e c ia to con el precedente, diremos que la elección de la posición sexual resul ta de las identificaciones, y que estas son siempre dobles: con el progenitor del mismo sexo y con el del sexo opuesto. La cues tión es esta: la id e n tific a c ió n n o rm ativ izan te (en el sentido en que Freud emplea el térm ino «normal»: acorde con el sexo biológico y socialmente considerado normal) tiene por m otor la elección de objeto hom osexual. Inversamente, la identifica ción que conduce a la homosexualidad encuentra su origen en un Edipo positivo particularmente intenso, lo que se verifica en la clínica de la homosexualidad, sea masculina o femenina. En la homosexualidad es el apego edípico heterosexual al pro genitor del sexo opuesto el que se revela en general como prevalente. Si seguimos esta línea de pensamiento, totalmente pa radójica, nos vemos obligados a revisar muchas ideas respecto de la norm atividad del Edipo. El Edipo no es en nada el mode lo de los apegos ulteriores. E l Edipo no es un «condicionamien to», no es una experiencia sobre la cual vendrían a calcarse después las experiencias adultas del sujeto. Por supuesto, el Edipo no es tampoco un simple molde invertido, en una rela ción invertida respecto de las relaciones ulteriores, en una re lación de positivo a negativo. Si queremos imaginar el tipo de «trasformación» de que se trata, tenemos que recurrir a lo que comprobamos en clínica. «Trasformación» no es, evidentem en te, un término clínico, sino, más bien, un térm ino matemático, en el sentido de la geometría, donde se habla de homotecia, de simetría, de complementariedad, relaciones todas que per miten pasar de una figura a otra según procedimientos bien definidos, y de manera biunívoca. Ahora bien, justam ente, lo que comprobamos en el Edipo por referencia a las relaciones de objeto que van a ser sus sucesoras, es que no podemos h a b la r de u n a trasform .ación en ese sentido unívoco: la trasfor mación e njuego no obedece a una ley única. Una de las mejo res referencias posibles para comprender esta trasformación es precisamente la que encontramos en psicoanálisis, a propó sito de la interpretación del sueño: la que Freud llama «defor mación» (E ntstellung). Conocemos las relaciones complejas que unen los pensamientos latentes y el sueño manifiesto, relacio nes que no pueden ser reducidas, tampoco ellas, a una ley ú n i ca; están hechas de la intrincación de varias leyes, a menudo E l E o ip o
de manera paradójica: tal elemento del sueño, por ejemplo, pue de representar a la vez tal pensamiento latente y su contrario. Del mismo modo, si en su vida sexual un sujeto se comporta «como su padre», o aun, más a menudo, «busca volver a encon trar a su madre», hay que desconfiar de estas evidencias, lo mismo que de las evidencias de un sueño demasiado claro, en que creyéramos poder leer directamente el deseo sin utilizar las vías de investigación psicoanalíticas. Semejante similitud entre el sueño y el deseo —o, en el caso del Edipo, entre el com portamiento adulto y el com portamiento infan til— suele no ser más que la apariencia o la racionalización secundaria de procesos asociativos mucho más complejos. Les citaré, a pro pósito de esto (por su título, pero tam bién por su contenido), un artículo que es totalm ente elocuente y que expone el si guiente tema: «La fem inidad como una mascarada». Es el ca so de una mujer que se presenta totalmente femenina, y la auto ra, Joan Riviére, muestra cómo esta fem inidad que, en apa riencia, debería ser el resultado de un Edipo normalmente constituido, no es de hecho más que el resultado de una suerte de doble inversión. Tercera observación. ¿Dónde sitúa S it u a c ió n t ó p ic a Freud la marca de la herencia del Edid e ij\ a s u n c i ó n po, de la asunción del sexo, desde el del sexo punto de vista del aparato psíquico, desde el punto de vista de la tópica? ¿La sitúa en el ello? ¿En las pulsiones? Aparentemente no; en todo caso no directamente. Sabemos que las pulsiones, el ello, son en la concepción de Freud inaccesibles al tiempo y, en cierto sentido, ineducables. Sin embargo, ¿cómo concebir que las pul siones puedan permanecer sin cambiar o, en todo caso, cuál es la dialéctica en la que entran después del Edipo? ¿Sería en tonces en el yo donde se produce esta asunción del sexo: en la persona psíquica o, incluso, en el carácter? «Solución» que, a su vez, no es por sí misma satisfactoria. Por supuesto el ideal del yo es entendido por Freud como subestructura del yo, par ticularmente en el capítulo de Psicología de las m asas y a n á li sis del yo intitulado «Un grado en el interior del yo». Yo e ideal, dice, pueden estar más o menos confundidos o, por el contra rio, opuestos. Pero dejando estos matices para avanzar de una manera relativamente abrupta, hay que considerar que la asun ción del sexo es ante todo presentada por Freud como compe tencia de la instancia «ideal»; es del dom inio de la norma o, más exactamente: la posición en cuanto al sexo depende de la misma instancia a la cual se enlaza la norma.
Resultado inesperado de nuestro itinerario: estamos en la búsqueda de este problema de la moral, nos preguntamos có mo aparece el superyó, cómo es subjetivada la m o ra l. . . y de repente nos damos cuenta de que el problema ético «número uno» que se plantea en el nivel de ese superyó y de ese ideal del yo es el de la posición sexual.
¿Cómo designar esta instancia mrrrnatin a? Tres términos, como sabemos, id r a l d e l y o fueron utilizados por Freud: «yo ideal» (Idealich), «ideal del yo» (Ichideal) y «superyó» (Uberich). Hemos visto que el «superyó» es sólo in troducido en el texto del cual hablamos aquí. «Yo ideal» e «ideal del yo» son empleados concurrentemente en el primer texto que trata de ellos: «Introducción del narcisismo». Si tamizamos cuidadosamente este texto, no podemos considerar que Freud introduzca verdaderamente una oposición conceptual entre es tas dos expresiones invertidas «yo ideal», «ideal del yo». En Lo do caso, no podemos decir que los sentidos del uno y del otro puedan ser tem atizados. Otra comprobación histórica: el tér mino «yo ideal» se va a esfumar más adelante en los textos freudianos. Sin embargo, varios elementos concurren en un mismo sentido para conferirle significación aparte. En primer lugar, simplemente el sentido implícito de la expresión «yo ideal»: es un yo idealizado; esto, por contraste a un ideal del yo, que es algo que se pondría por delante del yo, algo por alcanzar; por lo tanto, el yo ideal sería u n cierto a v a ta r del yo, trasformado, metabolizado en ideal. Yendo en el mismo sentido, podemos decir que no es indiferente que este térm ino esté presente so bre todo en el texto sobre el narcisismo, en el cual lo que se debate es la om nipotencia narcisista originaria del niño; más exactamente: se trata del señuelo de esta om nipotencia in fan til, perpetuada en esta forma idealizada del yo que es el «yo ideal». Todo esto puede parecer un poco «chino»; por eso mismo tra to de detenerme un poco, para ayudarlos a orientarse mejor en los textos que siguen m anteniendo la distinción del yo ideal y del ideal del yo. El término «yo ideal» es retomado en efecto por diversos sucesores. Nunberg define este yo ideal como la condición prim itiva del yo, aquella en la cual el yo no es aún distinto del ello (lo que evidentemente va bastante bien en el sentido de las afirmaciones de Freud en cuanto a la om nipo tencia infantil). Lagache retoma igualmente el término de yo Yo
id e a l k
ideal. Los remito a un texto publicado en L a Psychanalyse, to mo VI, y que se intitula «Psychanalyse et structure de la personnalité» [Psicoanálisis y estructura de la personalidad], donde Lagache retoma esta idea de que el yo ideal debe ser distingui do como ideal narcisista de omnipotencia. Lo que él especifi ca, por relación a Freud, es que este ideal narcisista de om ni potencia se constituye por identificación primaria con la m a dre, ella misma omnipotente. Es entonces del lado del heroísmo (por relación a la santidad, al moralismo) donde se situaría la identificación con el yo ideal. Lagache da el ejemplo de la cu ra, donde el movim iento del yo hacia su autonom ía pasa siem pre por cierto «autonomismo» del yo ideal. Este yo ideal apare ce allí como antinóm ico del ideal moral: es más bien la om nipo tencia del superhombre que se desembaraza dé las normas lo que permite a Lagache establecer una oposición y un juego en tre dos sistemas: un sistema yo ideal, y otro sistema compues to por el par superyó/ideal del yo. En este mismo tomo de La Psychanalyse encontrarán ustedes un texto de Lacan,72 «Re marques sur le rapport de Daniel Lagache» [Observaciones so bre el informe de Daniel Lagache] que va, finalm ente, en el mismo sentido que el de Lagache (es decir, en el de la distin ción entre el yo ideal y el ideal del yo), pero insistiendo (y us tedes saben que en Lacan las apreciaciones de valor juegan un papel muy importante) en el carácter irrisorio, «imaginario», de este ideal narcisista. Para Lacan, el yo (que es la instancia de «lo imaginario») y el yo ideal están situados del mismo lado. El yo ideal no es, en suma, más que la hipertrofia del yo, de modo que Lacan emplea a veces la expresión «yo-ideal-yo». A pesar de esas diferencias de acento, que son a m enudo diferencias de apreciación ética, norm ativa, en cuanto a lo que es bueno y lo que es malo (¿es bueno o es malo el yo?: a menudo la polé mica lacaniana toma ese giro, lo que implica, bajo la cubierta de una no-normatividad, unos a p ri.o ri muy coercitivos en la conducción de la cura), cierta unidad de perspectivas se des prende entonces. Para hacer sentir mejor esta diferencia entre el sistema: yo/yo ideal (donde el problema en cuestión es el de la integridad narcisista) y el sistema moral: superyó/ideal del yo, remito una vez más a un pasaje de este mismo texto de Lagache, en el cual los hace jugar en relación con esos dos tipos de sentimiento bastantes próximos que son, por una par te, los sentimientos de inferioridad y, por otra, los sentim ien tos de culpabilidad. A propósito de estos sentimientos, Laga72 Incluido en los Escritos.
che hace a Freud la crítica de que casi no sabe distinguirlos en la medida en que los refiere, a ambos, a una relación dem a siado unívoca, mal diferenciada, entre el yo y el superyó.
22 de mayo de 1973 El complejo de Edipo en su relación con la génesis del su peryó: a partir de ahí, el inventario de los problemas es ya muy complejo, siendo el punto sensible el «edipocentrismo» de Freud, su significación explícita, sus críticas, sus posibles interpreta ciones. Pero antes de evocar estas cuestiones, quisiera reto mar, siguiendo el hilo de lo que decía la últim a vez, las elabo raciones de ciertos psicoanalistas sobre la unidad o la plurali dad de las instancias ideales, surjan ellas o no del Edipo. ¿Instancias o sistemas? El término sistema es preferido por Lagache, quien parece proponer una solución, si no com pleta mente satisfactoria, al menos la más Ei. s i s t e m a coherente. Lagache distingue entonces d e l a s in s t a n c ia s dos sistemas: un sistema del yo ideal id e a l e s : y un sistema compuesto del ideal del D. L a g a c h e yo y del superyó. El primero, el del yo ideal, pone en juego el narcisismo, o la tensión entre el yo y una imagen narcisístieamente hipertro fiada de sí mismo, lo que Lagache ilustra por la diferenciación de los sentimientos de inferioridad y los sentimientos de cul pabilidad. En la inferioridad, «el sujeto sufre por no responder a su propia expectativa». Habría ahí una suerte de tensión in terna (la misma que Laean, por su parte, designa con el nom bre de «yo-ideal-yo»). En la culpabilidad, «el sujeto sufre por no ser conforme al ideal del yo, en la m edida en que la expec tativa de los otros ha devenido su propia expectativa». Aquí, la expectativa ya no es la del sujeto mismo, sino una expectati va interiorizada; expectativa en uri sentido m uy fuerte; como se dice «esperar a alguien acechándolo en un recodo», el super yó nos «espera» en un recodo de sus exigencias: «En el modelo personológico, el superyó corresponde a la autoridad; y el ideal del yo, a la manera en que el sujeto debe conducirse para res ponder a la expectativa de la autoridad. . .». Y más adelante: « .. .la fórm ula de Freud, a saber, que el ideal del yo es una función del superyó, puede interpretarse estructuralmente así: el ideal del yo representa la manera en que la persona debe
conducirse para que el yo-sujeto, identificado con la autoridad parental, pueda otorgar su aprobación al yo-obje1,o».73 No en traré en esta distinción terminológica suplem entaria introdu cida por Lagache —entre un yo-sujeto y un yo-objeto—, que es, en mi opinión, criticable. Lo que importa es que el sistema superyó/ideal del yo reproduciría una re lación interpersonal, la relación autoritaria padres/hijo: «Desde hace tiempo he ad vertido que lo interiorizado no es la imagen del otro, sino el modelo de una relación con el otro; el niño, en efecto, no obje tiva su persona propia si no es adoptando hacia sí la posición y la actitud del otro». En cuanto al yo ideal narcisista, no es tan evidente, como lo pretendería Lagache, oponer a una ex pectativa de los otros, aunque fuera interiorizada, «la expecta tiva del sujeto mismo». Sería volver a la idea de un narcisismo que no tuviera nada que extraer de la relación con el otro. Pe ro lo que sabemos7'1 es que el narcisismo como tal, y la ideali zación del yo en esta instancia om nipotente del yo ideal, ex traen su existencia de la relación con el otro. Así, la expectati va del yo ideal es ella misma el resultado de una identificación —en este caso, no tanto con la autoridad, cuanto con la om ni potencia m aterna, o parental, en la medida en que uno se sitúa en un registro «preedípico»—. De ambos lados tenemos entonces una expectativa exterior interiorizada, y quizá podríamos interpretar así a Lagache: el sistema del yo ideal permanece cautivo de una relación dual en la cual encuentra su origen; es una tensión dual interna que reproduce la relación del niño impotente con el adulto om ni potente. Por el contrario, el sistema del superyó/ideal del yo (como mi análisis lo indica) reproduce, interioriza, una suerte de relación triangular. El sujeto se encuentra enfrentado a dos instancias que están en una relación complementaria: el mo delo, por una parte, la ley, por otra. Lagache opone aún los dos tipos de tensión surgidos de estos dos sistemas: una ten sión hacia la autonomía, correlativa del sistema yo ideal, y otra tensión que supone una condición de heteronomía, de sumi sión a la ley y al veredicto de culpabilidad. Retoma el ejemplo de la m elancolía (sobre el cual hemos trabajado) y de la manía para introducir en ellas estas distinciones: en la melancolía, es efectivamente el sistema del ideal del yo/superyó el que es
73 D. Lagache, «Psychanalyse et structure de la personnalité», La Psychanalyse, 6, 1961, pág. 39. 74 Cf. supra, págs. 291-3.
tá e n jue g o , en tanto que en la manía la identificación con el ideal es una identificación con el yo ideal omnipotente. ¿Encontramos en Freud algo de estas distinciones? Les in diqué que la distinción era, por lo menos, fluctuante. El super yó deviene para Freud, a medida que él avanza en su teoría, una instancia englobante, mientras que el ideal es considerado sólo como una «función» del superyó entre otras. Más intere sante es un pasaje de nuestro texto sobre el Edipo en E l yo y el ello. Inm ediatam ente después de haber introducido la ins tancia de ideal del yo o superyó como sedimentación de las iden tificaciones surgidas del Edipo, continúa de esta manera: «Empero, el superyó no es simplemente u n residuo de las primeras elecciones de objeto del ello, sino que tiene también la significación de una enérgica formación reactiva frente a ellas. Su vínculo con el yo no se agota en la advertencia: ‘‘Así (como el padre) debes ser” , sino que comprende también la pro hibición: “ Así (como el padre) no te es lic ito ser, esto es: no puedes hacer todo lo que él hace; muchas cosas le están re servadas” . Esta doble faz del ideal del yo deriva del hecho de que estuvo empeñado en la represión del complejo de Edipo; más aún: debe su génesis, únicamente, a este ímpetu subvirtiente».75 Tenemos ahí lo que pudiera corresponder, en efecto, a un doble aspecto de la instancia ideal —una doble cara del ideal del yo o del superyó—, sin que una de las caras sea precisa mente designada como ideal y la otra como superyó. Sin em bargo, esta doble cara es m uy diferente de las distinciones pro puestas por Lagache y probablemente es más sensible a cierta contradicción existente en la realidad, mientras que en Laga che la complementariedad ideal de yo/superyó es, quizás, un poco demasiado perfecta. En Freud, no tenemos un sistema complementario (por un lado el imperativo, por el otro el ideal a realizar para conformarse al imperativo), sino dos series dis yuntivas e igualmente imperativas: la serie de los mandatos («como el padre has de ser») y la serie de las prohibiciones («co mo el padre no has de ser»). Evidentemente, la serie de los m an datos está más cercana a la idealización, puesto que plantea un modelo, mientras que la serie negativa está más próxima al superyó. Pero no sólo no hay com plem entariedad. entre ellas, como lo pretendería Lagache, sino que hay incluso co ntradic ció n porque los dos imperativos, positivo y negativo, recaen
75 S. Freud, El. yo y el ello, op. cit., pág. 36.
sobre la misma proposición: «ser como el padre». Podemos des de luego simular resolver esta contradicción; podemos aislar sus términos para intentar una conformidad a la lógica: ser co mo el padre después, pero, por el momento, no estar en el lu gar del padre, es decir, no tom ar su lugar ju n to a la madre y no usurpar su autoridad actual; ser como él, pero en otra par te. O aun, si queremos trasponer estos imperativos del lado de la persona de la madre: no poseer a la madre, pero, en contra partida, tener derecho a las demás mujeres. De hecho, yo digo que esta resolución E l sup b ry o , de la contradicción no es más que una in s t a n c ia apariencia porque casi en todos los cac o n t r a d ic t o r ia sos, y no sólo en la neurosis clínica mente comprobada, las dos series se superponen, las disyunciones devienen conjunciones, con lo cual desembocan en estos imperativos imposibles que caracte rizan justam ente a la moral inconciente, a la moral del super yó: a la vez ser y no ser como el padre; renunciar a la madre, pero, al mismo tiempo, ver impedido el a otras mujeres. Esta contradicción, que Freud apunta aquí, demuestra bien que el superyó no es un sistema coherente, bien ordenado. Só lo por excepción y en los casos. . . ideales es un ordenador del m undo interno. La ley que él media es una ley contradictoria en que vienen a yuxtaponerse las proposiciones más opuestas. Una ley a veces sin piedad, sin cuartel; lo hemos visto a raíz de la neurosis obsesiva, donde la culpabilidad está presente por ambos lados, en la orden y en la contraorden: «debes devolver ese dinero» y «no debes devolverlo» están señalados por la mis ma angustia y la misma culpabilidad; y en la melancolía hemos encontrado tam bién esa suerte de absoluto de la culpabilidad, que es imposible resolver por una d e lim ita c ió n cualquiera de lo prohibido y de lo permitido. Esto nos lleva a considerar al superyó como una instancia que, en los casos más extremos, parece poner hasta la juricidad de las leyes que dicta, la apa riencia de razón, la razón razonante, al servicio del proceso primario. De todos modos eres culpable, parece enunciar el su peryó. Este aspecto pulsional, compulsional, este aspecto de pro ceso primario presente en el superyó —ya señalado por Freud y esquematizado por él en ese famoso bosquejo del aparato psí quico en el cual vemos al superyó sumergirse hasta el fondo de la vida pulsional— nos introduce en los problemas im por tantes que aparecen en el curso mismo de la evolución del pen samiento de Freud y en el pensamiento inm ediatam ente pos-
freudiano —en particular en el pensamiento inlluenrltidn pul Melanie Klein—: se trata del problem a de los orígenes ilel mi peryó. Distinguiré aquí dos series de cuestiones, ciertamente in trincadas y que finalm ente conducen a las mismas grandes op ciones, pero que tal vez aclararíamos si las separáramos: los orígenes, por una parte desde un punto de vista tópico, y por otra desde un punto de vista genético. Orígenes tópicos del superyó. Tomo O r íg e n e s d e l aquí la palabra tópica en el sentido más s u p e r y ó : el general; no sólo tópica en el interior p r o b l e m a t o p ic o del aparato psíquico, sino el conjunto de lugares que tienen una influencia sobre la formación de este aparato. ¿De qué lugares viene el superyó, incluyendo en estos lugares tanto lo biológico como el m undo exterior, las instancias parentales, y hasta las prohi biciones sociales? Podemos decir que aquí la teoría de Freud va a evolucionar (no ha sido tal vez suficientemente señalado) entre esos años de 1920, donde por primera vez propone esta instancia, y los años de 1930, en particular con un texto como E l m alestar en la cultura, o incluso con las Nuevas conferen cias de in tro d u cc ión a l p sico an álisis (siendo El m alestar en la c u ltu ra el que marca mejor esta evolución). P rim e ra teoría (podríamos decir, sin pretender sin embar go esclerosar la oposición). Lo hemos visto: el superyó es la interiorización de la instancia parental. Su fuerza tiene un do ble origen: por una parte, la fuerza de las prohibiciones paren tales, es decir la severidad parental, manifestada y simboliza da por la importancia de la amenaza de castración que de al gún modo está en la base de todas esas prohibiciones. Por otra parte (origen en este caso menos directamente condicionado desde el exterior), la fuerza de la investidura tibidinal o, al me nos, de la investidura ambivalente del padre, ya que es esta fuerza del amor ambivalente hacia el padre la que condiciona la solidez de la identificación. Es en este sentido que Freud dice: el superyó es el «residuo de las primeras investiduras ob jétales del ello, el heredero del complejo de Edipo después de su desaparición». En esta primera teoría —el superyó interiori zación de la instancia parental— sería pues inexacto pretender que la fuerza de las pulsiones no juega ningún papel. Es ya ella, bajo la form a del amor por el padre, trasformado en iden tificación con el padre, la que determina la pregnancia, el es tatuto de la imago interiorizada. Sin embargo, lo que subsiste es la estructura de las prohibiciones; su tenor, su rigidez, se
entienden como herederas directas de la prohibición paterna, pronunciada o implícita. A quí se trata siempre de enunciados de prohibiciones, lo que se podría llamar el «decir [dit\ pater no». El pasaje de E l yo y el ello, citado antes, continúa así: «No cabe duda de que la represión del complejo de Edipo no ha sido una tarea fácil. Discerniendo en los progenitores, en particular en el padre, el obstáculo para la realización de los deseos del Edipo, el yo infantil se fortaleció para esa opera ción represiva erigiendo dentro de sí ese mismo obstáculo fpara reprimir al Edipo hay que interiorizar el obstáculo principal de su realización, que es precisamente la instancia paterna]. En cierta medida toma prestada del padre la fuerza para lo grarlo, y este empréstito es un acto extraordinariamente grá vido de consecuencias. El superyó conservará el carácter del padre, y cuando más intenso fue el complejo de Edipo, y más rápido se produjo su represión (por el influjo de la autoridad, la doctrina religiosa, la enseñanza; la lectura), tanto más ri guroso devendrá después el imperio del superyó como concien cia moral, quizá también como sentimiento inconciente de culpa».7fi Sin que las cosas sean mecánicamente presentadas, Freud m anifiesta abiertamente la tendencia, en esta primera fase de su pensamiento, a poner en paralelo la severidad del super yó y la severidad de la instancia paterna interiorizada en él. A quí va a operarse u n a importante M e l a n ie K l e in evolución, manifiestamente bajo la in P O N E E N C U E S T IO N flu e n c ia de M elante K le in , influencia E L P U N T O D E V IS T A reconocida en el texto E l m alestar en P R E U D IA N O la c u ltu ra (quizá de manera un tanto D E M A S IA D O S IM P L E sumaria, pero no siempre uno gusta de reconocer las influencias, y segu ramente no cuando se trata de una modificación de tales con secuencias). Lo que aporta Melanie Klein es la comprobación, en primer lugar, de una evidencia clínica que contradice todo paralelismo mecánico entre el padre y el superyó. La severi dad del superyó, muestra ella, está a menudo en oposición, en contraste, con la tolerancia y la bondad de los padres. En uno de sus primeros artículos, «Simposio sobre el análisis in fan til», una comunicación donde por primera vez tiene la ocasión de exponer acabadamente su teoría oponiéndola, en lo sustan cial, a la de A n na Freud, Melanie Klein se refiere ampliamente al caso del pequeño Hans. E n efecto, en el caso del pequeño 7,i Ib id . , p á g . 3 7 .
Hans, si itimos que en cierto modo el caballo representa una especie de avatar (no totalmente interiorizado) o de pre cursor de una instancia superyoica, es evidente que la severi dad, la crueldad de esta instancia superyoica angustiante no está en modo alguno en relación con una severidad de los pa dres: el padre de Hans y su madre se muestran, por el contra rio, particularmente comprensivos, impregnados, como lo es tán, por otra parte, de la teoría psicoanalítica naciente. La cul pabilidad entonces tiene que pasar por un mecanismo más complejo que la simple interiorización del acusador. En un pa saje de este artículo,77 Melanio Klein aporta un caso personal que va totalm ente en el mismo sentido: el de un niño cierta mente mucho más perturbado que llans, con un superyó abso lutam ente feroz y destructor. Lo interiorizado, dice Melanie Klein, no es en consecuencia el padre real (el padre en la rela ción con el niño, según se presenta en tanto interdictor de la realización del Edipo), sino una imago sobre la cual han sido, ante todo, proyectadas las propias pulsiones destructivas del sujeto. Melanie Klein, en esa época, se atiene aún en lo esen cial a una teoría edípica del superyó, pero aportándole ya esta considerable modificación: en definitiva, los personajes del Edi po serían las personificaciones de las propias pulsiones del su jeto. Freud va a tener en cuenta extraordinariamente esta obje ción; y en los capít ulos 7 y 8 de El m alestar en la c u ltu ra nos percatamos de todos los desvíos, de todos los retornos sobre sí, que se ve obligado a efectuar para conciliar las dos tesis. Estos son capítulos particularmente interesantes, tal vez los más interesantes de toda la obra, que por otra parte deja en descubierto más de un punto débil cuando se trata de describir la vida social. Donde Freud vuelve sobre ese problema del su peryó, está en su terreno y, verdaderamente, aborda frontal mente la dificultad. Cito uno o dos pasajes: «Para zanjar la cuestión, en este punto interviene una idea que es exclusiva del psicoanálisis y ajena al modo de pensar ordinario de los seres humanos. Y ella es de tal índole que nos permite comprender cómo todo el asunto debía por fuerza pre sentársenos tan confuso e impenetrable. Es esta: Al comienzo, la conciencia moral (mejor dicho: la angustia, que más tarde deviene conciencia moral) es por cierto causa de la renuncia de lo pulsional [concesión a la teoría según la cual la concienM. Klein, -Colloque sur l'analyse des enfants», en Essais de psychanalysfí, París: Payot, 1967. págs 195-6.
cia es la prohibición exterior interiorizada], pero esa relación se invierte después. Cada renuncia de lo pulsional deviene ahora una fuente dinám ica de la conciencia moral; cada nueva re nuncia aum enta su severidad e intolerancia, y estaríamos tentados de profesar una tesis paradó Es L A P U L S IO N jica, con que sólo pudiéramos arm oni LA Q U E A L IM E N T A zarla mejor con la historia genética de LA S E V E R ID A D la conciencia moral tal y como ha lle DEL SUPERYO gado a sernos notoria; hela aquí: La conciencia moral es la consecuencia de la renuncia de lo pulsional; de otro modo: La renuncia de lo pulsional (impuesta a nosotros desde afuera) crea la concien cia moral, que después reclama más y más renuncias».78 Desde luego que esta tesis no es exactamente la de Melanie Klein. La instancia que impone la represión es una instancia externa, pero la energía que viene a permitir la formación de la instancia interna de la conciencia moral (el superyó) es apor tada por las pulsiones frustradas. He aquí otro pasaje en el cual, en resumidas cuentas, Freud hace la autocrítica de su teoría de la severidad del superyó: *<, . La severidad originaria propia del superyó no es —no es tanto— la que se ha experimentado de parte de ese objeto o la que se le ha atribuido, sino que subroga la agresión propia contra él. [Y más adelante: ¿cuál de estas dos teorías está justi ficada?, ¿la anterior, que atribuía la severidad del superyó a la instancia externa, o la nueva?] Es evidente —también según el testimonio de la observación directa— que ambas están jus tificadas; no se disputan el campo, y aun coinciden en un p un to: en efecto, la agresión vengativa del hijo es co mandada por la medida de la agresión punitoria que espera del padre [Freud mantiene, de todos modos, el elemento externo, la agresión pu nitiva que el n iño espera de parte del padre]. Ahora bien [y es aquí donde llega Klein], la experiencia enseña que la severi dad del superyó desarrollado por un niño en modo alguno es peja la severidad del trato que ha experimentado [en nota, la referencia a Melanie Klein], Parece independiente de ella, pues un niño que ha recibido una educación blanda puede adquirir una conciencia moral muy severa. (Pero llegan ahora los m ati ces:] Empero, sería incorrecto pretender exagerar esa indepen dencia; no es difícil convencerse de que la severidad de la edu cación ejerce fuerte influjo tam bién sobre la formación del su78 S. Freud, El malestar.. . , op. cit., pág. 124. Entre corchetes, comen tarios de Jean Laplanche.
peryó infantil. Cabe consignar también que en la relación riel superyó y en la génesis de la conciencia moral cooperan facto res constitucionales congénitos, así como influencias del me dio, del contorno objetivo (raí/)».79 «Llegarnos pues» a una solución que es, si no ecléctica, al menos «complementaria», como las que Freud suele preferir. Hay elementos complementarios que concurren a la formación del superyó: por una parte, la violencia de las pulsiones; por otra, la fuerza de las prohibiciones. Algunas observaciones rápidas sobre esta últim a —o casi últim a— posición freudiana (digo «casi última» porque en un texto ulterior, Esquem a del p sico an álisis, es bastante eviden te que Freud, como por una inclinación natural, vuelve de to dos modos a la teoría de un superyó heredero directo de la ins tancia paterna), la de E l m alestar en la cu ltu ra. 1. Freud m antiene la existencia de una fuente de renuncia externa, de una prohibición externa cuyo punto central es la amenaza de castración. El refuerzo del superyó por la pulsión no sería entonces —como en Melanie Klein— una proyección cuasi inm ediata de las pulsiones agresivas sobre la imago a in teriorizar, luego interiorizada; sería sólo la consecuencia de una vuelta secundaria de la agresividad sobre sí misma, debida a esta prohibición planteada en el exterior. 2. El complejo de castració C a s t r a c io n y t.ra su terreno predilecto en el varón. p e r d id a df. a m o r Es evidentemente sólo en el Edipo del varón donde se puede atribuir a la amenaza de castración este papel determinante, este papel «ter minante», este papel de provocar tanto la represión del Edipo como la interiorización de la instancia paterna. De modo que cuando Freud se vuelve al complejo de castración en la niña, se ve obligado a oscilar entre dos posiciones. Una era su posi ción de origen, y a ella regresa con bastante frecuencia: con siste en itir que la instancia del superyó está muy poco de sarrollada en la mujer, lo que, evidentemente, es bastante d u doso en lo que se refiere a la experiencia clínica; hasta se podría decir que hay allí verdaderamente una suerte de punto ciego en Freud. La otra solución consiste en hacer jugar a la pérdida del amor un papel comparable, en la niña, a la pérdida del pe ne en el varón. Pero aquí Freud va necesariamente a meter el dedo en el engranaje kleiniano. En efecto, la pérdida de amor es un proceso extremadamente primitivo, presente tanto en 7a Ibid., págs. 125-6. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
el varón como en la niña; digamos que es el proceso preedípico por excelencia. Y atribuir a la pérdida de amor semejante pa peí lleva, casi obligatoriamente, a concebir, y en am bos sexos, la existencia de un superyó preedípico, un superyó que no es taría aún marcado por el complejo de castración. Por otra par te, la pérdida de amor no puede extraer su eficacia más que de un proceso —o incluso de una dialéctica— muy complejo, en que opera necesariamente un clivaje del objeto. Quiero de cir (y vamos a verlo, en un momento, dibujarse en un pasaje de Freud) que la pérdida de amor no desempeña un papel pre cursor (se podría decir) de la culpabilidad, más que si la reía ción con el objeto es una relación am bivalente y que si, por este mismo hecho, la pérdida del objeto no es una pura y sim ple pérdida, una pura y simple privación (término empleado a veces por Freud), sino que hace esbozarse, detrás del objeto bueno desaparecido, la sombra del objeto malo obtenido por clivaje de la madre. He aquí lo que Freud se ve llevado a decir: «Se lo descubre fácilmente [al motivo que lleva al hombre a someterse al influjo ajeno] por su desvalimiento y dependen cia de otros; su mejor designación sería: angustia frente a la pérdida de amor. Si pierde el amor del otro, de quien depende, queda tam bién desprotegido frente a diversas clases de peli gros, y sobre todo frente al peligro de que este ser hiperpotenLe le muestre su superioridad en la forma del castigo».80 Así, la persona que tutela (la madre) protege al niño de los peligros; de ahí, en principio, una explicación psicológica bas tante trivial de los efectos de la pérdida: perder a la madre es perder la protección contra todos los peligros. Pero el pro blema se agudiza, ya que se advierte que el p rin c ip a l peligro contra el c ua l protege la m adre, es la m adre m ism a. La madre buena es una protección contra la madre mala —«La madre om nipotente que demuestra su superioridad bajo la forma del cas tigo»— y es el retiro del amor de la madre lo que llega a hacer desnudar esta potencia m aléfica de la madre. Vemos cuán cer cano está este pasaje de desarrollos que me son preciados. 3. En esta suerte de punto de convergencia (a través de las edades o, en Lodo caso, a través de las generaciones) entre Freud al final de su obra y Melanie Klein, encontramos otro elemento común: este origen pulsional del superyó es puesto en evidencia bajo el signo del nuevo dualism o p u ls io n a l. De modo que para ambos, para Klein y para Freud, es la agresi-
Hl> Ibid., pág. 120.
vidad lo que intervendría —y t.al vez sólo ella intervendría— en esta l'orma..p u l s i o n d e m u e r t e .. ción del sentimiento de culpabilidad. Los remito aquí a E l p sico an álisis de los n iñ o s * 1 donde esta discusión es retomada ampliamente por Melanie Klein, y tam bién a un pasaje de E l m alestar en la c u ltu ra ,82 en el cual Freud se interroga, itiendo este ori gen pulsional del superyó, sobre el tipo de pulsiones en cues tión. Seguimos indudablem ente en un problema de tópica: el superyó tiene un origen en el ello, pero, ¿en qué parte del ello?, ¿en qué tipo de pulsión? Suponiendo que itamos esta opo sición tajante entre la agresión y el Eros (cuestión que puede ser legítimamente planteada), veamos cómo Freud se debate: «En la bibliografía analítica más reciente se nota cierta pre ferencia por la doctrina de que cualquier clase de frustración, cualquier estorbo de una satisfacción pulsional, tiene o podría tener como consecuencia un aumento del sentimiento de cul pa. Creo que uno se procura un gran alivio teórico suponiendo que ello es válido sólo para las pulsiones agresivas, y no se ha llará mucho que contradiga esta hipótesis. [Prosigo, porque es te pasaje es característico de algunas limitaciones del pensa miento freudiano.] Pero, ¿cómo explicar dinám ica y económ i camente que en lugar de una dem anda erótica incum plida sobrevenga un aumento del sentimiento de culpa? [es decir, ¿có mo el Eros podría aportar un refuerzo al superyó?]. Pues bien; ello sólo parece posible por este rodeo: que el impedimento de la satisfacción erótica provoque una inclinación agresiva hacia la persona que estorbó aquella, y que esta agresión misma ten ga que ser a su vez sofocada. En tal caso, es sólo la agresión la que se trasmuda en sentimiento de culpa al ser sofocada y endosada al superyó».83 He aquí una interpretación al cabo bastante mecanicista: el Eros no puede, en tanto tal, aportar algo al superyó; el Eros impedido provoca simplemente cierta agresividad, y esta agre sividad, que es reprimida a su vez, queda acum ulada en el su peryó. Personalmente, no puedo menos que indicar que esta manera de elim inar la posibilidad de un aporte propiamente erótico al superyó me parece un poco sumaria. La cuestión de un superyó erótico agresivo, sádico en el sentido lib id in a l del Su
peryó
y
81 M. Klein, La psychanalyse des en/ants, París: PUF, 1972, págs. 148-54. 82 S. Freud, El malestar . . , op. cit., pág. 134. 83 Ibid. Entre corchetes, comentarios de Jean Laplanche.
térm ino, no se puede eludir con un juego tan formal. El ejem plo mismo del Hombre de las Ratas, tal y como lo hemos discu tido, aporta un modelo clínico particularmente convincente de este superyó erótico y sádico, materializado en form a de ratas. Hemos querido entreabrir esta problemática de los orígenes tópicos del superyó. ¿Qué decir ahora del problema de los o r í genes genéticos? Este problema parece simple cuando es plan teado de m anera simplista, es decir, de un modo estrechamen te cronológico. Es así, hay que decirlo, como Freud plantea la cuestión, y a esto se atiene, no vacilando en situar al Edipo en una determinada edad, e indicando esa edad, en diversos pasajes, «hacia los 4 o 5 años». Se podría decir que para Freud nunca se superó la posición siguiente: el superyó sólo es inte riorizado con el Edipo (por tanto, hacia los 5 años); antes, las prohibiciones son exteriores. La culpabilidad puede existir an tes de los 5 años, pero es una culpabilidad ante una instancia que no está interiorizada, y a la cual el niño obedece sólo por temor a la pérdida de amor. Muchos autores defenderán un origen más precoz, idea en adelante totalm ente itida; son principalmente Fenichel, Reich, Spitz y, sobre todo, Melanie Klein. Esta evidencia de una interiorización precoz de las prohibiciones es aportada por la práctica de la observación analítica y del psicoanálisis de n i ños, y parece entonces desacreditar definitivam ente la tesis freudiana, en la medida en que esta se pretende solidaria de un punto de vista rígidamente cronológico. Melanie Klein: no se trata aquí de esEi. s u p e r y ó hozar su teoría, salvo para señalar que a r c a ic o y f e r o z no se sitúa exactamente bajo la rúbriuna rata ca de lo «preedípico». Es refiriéndose a estudios ultraprecoces del complejo de E dipo desde los primeros meses como Melanie Klein se ve llevada a mencionar también un superyó precoz. No hablar de preedípico, sino hacer remontar el Edipo a los tiempos clásica mente preedípicos, ¿es un simple artificio de lenguaje? No lo considero así, en la medida en que, para Melanie Klein, desde esos estadios extremadamente precoces, desde el primer año, entran ya en juego elementos que se van a organizar en la si tuación triangular edípica clásica: tanto la madre como el pa dre, al menos bajo la forma de objetos parciales que son sus atributos, en particular el pecho y el pene. En cuanto a Freud, de quien hemos dicho que su teoría era tal vez un tanto rígida: ¿acaso es esto tan simple? Para com pli car, comoquiera que fuere, esta datación precisa y simplista
fiel Edipo en determ inada edad, tenemos m últiples elementos totalmente enigmáticos y que exigen interpretación. Tenemos, por una parte, la referencia (en la cual he insistido a propósito de E l yo y el ello) al padre de la «prehistoria individual». Más misteriosa todavía, tenemos la referencia constante, cuando habla del superyó, al m ito prehistórico de Tótem y tab ú; pre historia, en este caso, de la especie y no del individuo. De esta suerte, con esta introducción de elementos llamados «prehistó ricos», es todo el punto de vista genético lo cuestionado o, por lo menos, relativizado. Lo pregenital, o lo preedípico, no tiene, en esta perspectiva, más que una anterioridad desde el punto de vista de la cronología más superficial. Comoquiera que sea (y con esto quisiera terminar), a lo que se llega en el psicoanálisis contemporáneo, y no sin razones, es a esto evidentemente: a considerar dos aspectos muy dife rentes del superyó: un superyó pregenital o preedípico, pulsio nal, al cual se aplican verdaderamente las características de ferocidad inmisericorde que hemos registrado en ciertos casos, y por otra parte, un superyó edípico, relativamente ordena dor, que introduce al sujeto a la necesaria separación de los sexos y de las generaciones (puesto que exactamente esa es la función edípica del superyó), autorizando su comercio más o menos bien reglado, «bien temperado». Reencontramos aquí aquello sobre lo cual tanto he insistido; el superyó edípico tie ne ante todo una fun ción en la elección de la posición sexual del sujeto. Sin duda, a esta distinción —un superyó preedípico pulsional y un superyó edípico, ligado a la castración— adheri rían hoy la mayoría de los analistas. Pero sin olvidar que aque llo con lo que tienen trato en su experiencia es siempre un h í brido de ambas formaciones, un híbrido en el cual la fu e rza viv a, aquella subyacente en la angustia y en la culpabilidad, es la energía pulsional no ligada, desencadenada, que ataca al sujeto desde el interior.