Descubrimiento Matrimonial 3ki6n

Índice Portada CAPITULO PRIMERO II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII XIV EPILOGO Créditos

Todos sus amigos descansaban confiadamente en su experiencia; el cielo venía en su ayuda, y la naturaleza servía de guía.

G. CRABBE

CAPITULO PRIMERO

Nací en Segovia y a los quince años falleció mi madre quedándome al cuidado de mi hermana Ernestina, la cual ejercía de monja en un convento de enseñanza. Ernestina era licenciada en Filosofía y Letras, de modo que impartía clases a jóvenes estudiantes de bachillerato superior y era una de las «mandamases» del convento, un convento, dicho de paso, de pago y recopilador de niñas élite, en las cuales no creía encontrarme yo. Pero debido a la muerte de mi madre y que mi padre hacía tiempo ya no vivía, al verme sola, Ernestina pasó a buscarme, levantó el piso, vendió todo cuanto había en él y pasé en régimen de interna al colegio del Escorial donde ella vivía y en el cual era, como si dijéramos, la voz de mando aun sin desempeñar el cargo de superiora. Todo aquello me pareció natural. Ernestina me llevaba casi diez años, porque yo vine al mundo como si se dijera por descuido o rebote, y cuando Ernestina profesó, mamá —papá ya no vivía y mamá impartía clases de maestra en una escuela pública, estatal— me llevó de la mano al convento y puedo decir que casi sin saber lo que suponía profesar, aquellas ceremonias me emocionaron. Ni que decir tiene que mamá lo estaba mucho y parecía además sentirse satisfecha de que su hija mayor, inteligente y estudiosa, con la carrera recién terminada, fuese a vivir en un convento en calidad de monja. Pero como yo no voy a contar mi infancia, que nada tiene que ver con mi problema actual, paso a relatar brevemente mi vida en el convento y después mi vida de mujer casada. Porque yo me casé a los dieciocho años mal cumplidos. A la sazón tengo veintiocho y un montón de cosas que contar, pues entiendo que escribiéndolas, las analizaré mejor y podré así, también, verme a mí misma con toda desnudez y precisión. El hecho de irme a vivir con Ernestina ni me desilusionó, ni me traumatizó, ni

me produjo satisfacción alguna. Muerta mamá de aquella lenta y larga enfermedad, más prefería vivir en el convento con ella, que verme trasladada a casa de mi tía Irene a Madrid. Yo adoraba a Ernestina y en cambio me resultaba sumamente antipática el loro de mi tía solterona, que vivía sola y además era una maniática. Al fin y al cabo, al colegio iba de visita frecuentemente y el ambiente estudiantil me gustaba y cuando dejé mi casa de Segovia y pasé al Escorial, Ernestina me había advertido: —Allí continuarás el bachillerato y si te apetece después, como espero que te apetezca, estudias una carrera. Estaba plenamente de acuerdo, de modo que me integré entre el grupo de estudiantes y como nunca fui de suspensos, pronto me convertí en una de las primeras estudiantes de clase. Me llamo Natalia Roldán, pero todos me llaman Nat, hasta el punto que casi me olvidé mi nombre completo. Mamá fue siempre una persona que se afanó por darnos estudios, quizá porque ella vivía de la enseñanza y cuando me incorporé a las aulas en el convento donde mi hermana era profesora, y era bachiller elemental, pues en aquella época no existía eso del BUP y COU y cosas así. Quiero y debo advertir que me pongo a escribir esto porque no tengo otra cosa mejor que hacer y porque además mi vida ha dado un cambio de mil grados y como estaba a punto de cerrarme en la mayor monotonía, es por lo que me obligo a mí misma a relatar lo que hice y cómo hice para que mi vida cobrara un verdadero interés... Voy a intentar ser cronológica, así que, retorno brevemente al pasado e iniciaré mi vida desde el momento en que Ernestina me asió de la mano y me llevó con ella.

* * *

En aquella época y me refiero a más de diez años antes de hoy, bastantes más, la educación en un colegio de monjas era severísima, represiva y sin más aliciente que el convento, las clases y la misa y si acaso un paseo en colectividad y siempre acompañadas por una monjita. Yo no tengo nada en contra de aquella época, pero debo reconocer que hacía a las mujeres objetos y las utilizaba de modo poco conveniente. Por otra parte gracias a tan severa educación yo estuve a punto de perder la felicidad, el aliciente y el marido, que es lo peor. En régimen de internado —yo funcionaba como una alumna más, interna— salíamos un poco los sábados por la tarde y los domingos desde las tres hasta las seis. Nos citábamos con las externas en una plaza y vigiladas por una monja jugábamos y hablábamos. Yo no tenía vocación de monja y además era una soñadora sentimental empedernida. Cuando Ernestina me pillaba por su cuenta, solía decirme entusiasmada: —Si un día tienes vocación, ya sabes, yo te ayudaré y me sentiré feliz de poderlo hacer. Yo no tenía vergüenza con Ernestina ni me imponía su hábito, así que solía responderle con firmeza: —Yo no tengo vocación. Yo quiero casarme y tener hijos. A lo que Ernestina respondía: —También eso es una vocación, pero el matrimonio ha de tomarse como un medio de procreación, no como un placer físico. ¡Maldito si entendía sus palabras, pero con el tiempo vaya si las entendí! Sin darme cuenta me estaba convirtiendo en una mojigata y aquel mojigatismo me acompañaría diez años de mi vida.

Pero no adelantemos acontecimientos. Cualquiera se puede imaginar que educada tan severamente, yo era una cría reprimida, coartada y vergonzosa. A los dieciséis años terminé el bachillerato superior e hice PREU, y lógicamente Ernestina me preguntó qué pensaba hacer en el futuro. —Estudiar farmacia. —¿Farmacia? —¿Y por qué no? —No, no, si no digo nada, lo que debe hacer todo ser humano es aquello para lo que tenga vocación, de modo que te matricularás en la Facultad de farmacia, pero naturalmente seguirás viviendo aquí. Por supuesto que no me apetecía vivir en ningún otro lugar. Me había habituado ya a ir a misa diaria, a rezar y hasta compartir los cánticos con las monjas y alguna vez sus retiros. Pensar en vivir lejos del convento me parecía monstruoso. Aquel verano, cuando mi vida se inició por otros derroteros, solía dar un paseo por la tarde con una chica interna que no habían sacado del colegio en vacaciones y nos tomábamos un café en algún sitio o íbamos al cine a ver películas toleradas. Y fue una tarde de ésas cuando conocí a José Santiago, que no tardando mucho se convertiría en mi marido con el parabién de Ernestina.

II

Mi compañera de clase y de cuarto, aquella que sus padres no sacaron del convento aquel verano, se llamaba Daniela —Dani para nosotros— y era venezolana, tan tímida o más que yo y tan reprimida como cualquier monja. El caso es que nos fuimos al cine y en la cola ante la taquilla un chico moreno, de ojos canela, se nos acercó y nos preguntó si podríamos sacarle una entrada a él. No tuvimos inconveniente. —Es que trabajo —me explicó a mí mirándome mucho, con cierta timidez muy propia de un joven bien educado y cohibido— y no tuve tiempo de venir a sacar la entrada. ¡Como hay tanta cola! Le sacamos la entrada y lógicamente, como era numerada, se sentó junto a mí. —Me llamo José Santiago —me dijo—. Trabajo en un banco. A mí me gustó desde el principio y me sentí muy emocionada junto él. Olía a limpio, no vestía con elegancia, pero llevaba corbata y una chaqueta sport y si bien se notaba que la camisa estaba repetidamente lavada, era blanca y bien planchada. Era delgado y moreno, y tenía unos ojos canela preciosos. —Yo me llamo Natalia Roldán —le dije siseante—, y todos me llaman Nat. —¿Nos veremos otro día, Nat? —me preguntó. —Vivo en un convento. —¡Oh! —Pero salgo por las tardes y este año paso a estudiar a la Facultad, aunque

seguiré viviendo en el convento porque allí mi hermana es monja y profesora de sexto de bachillerato. Aquello pareció cohibirle, porque no me habló más y vimos la película que era de lo más romántico y blanda. A la salida nos preguntó si nos podía acompañar y le dijimos que bueno. —Vivo en un piso solo. Mi padre, que era director de banco, falleció hace un año y desde entonces como no tengo familia, vivo solo en el piso que mi padre me dejó. Nos dio una gran pena. Él añadió satisfecho de sí mismo: —En el banco donde trabajo entré de botones y como estudio en las noches ya pasé a istrativo. Tengo veintidós años —añadió como si la edad le hiciera muy superior a nosotras— libre del servicio militar por excedente de cupo y ya soy responsable en cuanto a mi vida y mi futuro. Nos despedimos de él después de preguntarnos José si nos vería al día siguiente. Le dijimos que seguramente. No conté a Ernestina nuestro conocimiento. Dani y yo éramos compañeras forzosas, pero a mí no me era simpática, para mí no suponía esa amiga entrañable a quien se lo cuentas todo. Piensa que siempre fui introvertida debido a mi severa educación y hacía temas que consideraba tabú y el hablar de un chico lo era. Pero al día siguiente José nos esperaba cerca del convento. Aquel verano vimos a José todos los días y pronto noté que se inclinaba hacia mí. Es decir, que de las dos, la que le gustaba era yo. Hablaba mucho de sí mismo u decía que hacía Derecho entretanto continuaba en el banco. Derecho por la noche, se entiende.

Puedo jurar que José no me declaró su amor aquel verano y, por supuesto, ni me asió la mano ni sus miradas fueron provocativas. José sabía muy bien con quién se las veía y yo sabía cuan reprimida y las cosas a las cuales debía y tenía que renunciar. Pero me enamoré de él.

* * *

Ocultaba aquel amor como un pecado, pues lo consideraba impropio de mi educación de muchacha bien educada y moralista. Pero ya se sabe, un sentimiento así puro y profundo no se puede evitar. Con la llegada del invierno y las clases, Dani y yo lógicamente nos distanciamos, pues ella continuaba sus estudios en el convento y yo salía hacia la Facultad de farmacia. Por supuesto que en mis salidas alguna vez me topaba con José. Charlaba un rato con él y después corría al convento, pero casi siempre llevaba entre mis dedos temblorosos una carta. José me decía un montón de cosas y me contaba la soledad de su vida y su afán al estudio y su meta que era llegar a director de banco, pero ni una sola palabra de amor, si bien aquellas palabras bailaban como soterradas en cada línea de su carta. Yo pasaba noches escribiéndole, pero sólo le daba la mitad de las cartas que escribía porque me daba muchísima vergüenza entregarle algo que salía tan directo de lo más profundo de mi corazón. Un día José se envalentonó y me confesó su amor. Sí, sí, con palabras entrecortadas y confusas me dijo que estaba enamorado de mí y que quería casarse.

¡Estaba loco y yo más, porque no me cayó en saco roto aquello de casarme con él! —Díselo a tu hermana —me pidió el día que se me declaró—. No le ocultes nada. Que si no está conforme pida informes míos. Yo soy un chico moral y religioso. Verás cómo no le dicen nada desagradable de mí. —Me da mucha vergüenza decírselo a Ernestina. —Pero más te dará tener oculto un novio. ¿O es que no quieres ser mi novia? Yo no tenía malicia y sí mucho amor hacia él, así que fui todo lo sincera que me infundía mi timidez: —Yo también te quiero, pero... —Pero no te atreves a decírselo a Ernestina. —No. —¿Quieres que vaya yo al convento y se lo diga? —¡Estás loco! No estaría bien. —Pues ármate de valor y díselo tú. Dile, además, que tengo piso propio y que no está nada mal, que soy istrativo en un banco y que soy chico formal y decente. Todo esto me lo decía José con voz titubeante y cohibida, pero en el fondo tenía una firmeza absoluta y yo me separé de él sin que me tocara un dedo y me fui emocionada con el obsesivo pensamiento de contárselo a Ernestina. No he dicho aún que en la Facultad no tenía amigos. Nadie ignoraba que vivía en un convento, que era hermana de una monja del mismo y que era bastante empollona y no digamos nada de mi timidez y mojigatería. Además, mi corta edad me impedía tener amigos. No sabía hacerlos y si algún compañero me decía algo me ponía roja como la grana. Pero eso sí, dentro de mí sentía un amor intensísimo por José.

Pero José y yo fuimos novios en secreto y si bien José me pedía todos los días que se lo dijera a mi hermana, yo nunca me atrevía. Diré también que José nunca me daba un beso y si me asía los dedos era sólo para decirme adiós. —Me impones mucho —solía decirme— y además yo no soy lanzado. Eres la primera novia que tengo y tampoco tuve aventuras... Hoy comprendo y además lo supe en seguida, que José era casto, como yo, naturalmente, era virgen. Lo más impropio para unas relaciones actuales, pero entonces era un estado natural. Digo esto porque para el futuro de nuestra vida en común, iba a resultar perjudicial y debido a ello es por lo que escribo todo esto. Como decía mantenía ocultas aquellas relaciones, pero como el Escorial no es Madrid, pronto alguien le fue con el chivatazo a mi hermana. —Quiero hablarte —me dijo muy gravemente. Yo me estremecí. «¡Ya lo sabe!», pensé. Y me fui tras ella hacia su austera celda donde según parecía pensaba decirme lo que pensaba de mí. Yo me consideraba faltona, ya que tener novio y callarlo ante ella, era un delito imperdonable.

III

Me sentó enfrente de ella y me miró fijamente. —Veamos —me espetó—, tengo entendido que te ves con un chico todas las tardes cuando acudes a la Facultad. Bajé la cabeza. —¿Sabes que eso es muy feo? —Es mi novio —dije como si una fuerza interior me empujara mis palabras. Ernestina no se inmutó en apariencia. —¿Novios? Pues dime cómo se llama, qué hace y dónde vive. Se lo dije todo y aun añadía a trompicones: —Nos queremos, y si quererse es cosa mala, entonces te diré que prefiero casarme a meterme monja. —El que yo sea monja —me dijo mi hermana gravemente— no indica que tengas que serlo tú, pero eso de tener novio a tu edad es muy duro para mí. —Tengo diecisiete años. —Y no pensarás que es la edad más apropiada para tener novio. —José desea casarse y yo quiero casarme con él. —¿Cómo son vuestras relaciones? —me preguntó frunciendo el ceño—. Me gustaría conocer algunos detalles. No necesité darle muchos, porque en mi forma de expresarme se apreciaba una absoluta inocencia y pudor. —Está bien —me cortó Ernestina sin enojo pero resueltamente—. Pediré

informes y después, si lo merece lo recibiré. Aquella noche no ocurrió nada más. Pero al día siguiente a la misma hora Ernestina volvió a tomarme de la mano. —Ven a mi celda —me dijo. Yo no había salido aquel día por ser sábado y no haber clase. Es decir, porque no impartían clases los sábados. Así que no había podido decirle a José que Ernestina estaba enterada de lo nuestro. —Siéntate —me dijo mi hermana cuando cerró la puerta tras las dos—. Ya sé quién es ese José. He pedido información y no ha sido nada mala. Respiré a pleno pulmón. —Es decente, de buenas costumbres, religioso y trabajador y, además, estudia por las noches, lo cual dice mucho en su favor. Dile que venga a verme mañana. —Pero... ¡si no sé siquiera dónde vive ni su número de teléfono! Lo que son las monjas. Ella lo sabía ya perfectamente. —Toma —me entregó un papel—. Puedes llamarlo por teléfono. Necesito hablar con él. Y a solas. Mañana es domingo y dispongo de tiempo para verle. Dile que venga a las seis. Lo hice así. José se maravilló de que supiera su número, pues según dijo nunca se lo pedí y él tuvo reparo en dármelo, y ni que decir tiene que él jamás se atrevió a llamarme al convento. Una vez le expliqué las razones, lo entendió. —O sea, que ya sabe quién soy, dónde vivo, qué hago y cuáles son mis hábitos.

—Por lo visto. —Es mejor —confesó José—, así ya sabrá que soy un hombre decente y solitario y con deseo de formar una familia honesta. Por supuesto que José acudió a la cita a las seis en punto. Yo no le vi porque no me atrevía a salir de mi cuarto. Y tardó más de dos horas Ernestina en venir a buscarme. —José te está esperando —me dijo—. Me agradó su forma de ser. Pero cuidado con vuestras relaciones. Sabes perfectamente dónde está el pecado y las cosas que no se deben hacer. ¡Pecado! Bueno, así lo acepté yo, ¿por qué no?, estaba educada para ser el reloj de repetición de Ernestina. José me esperaba en el patio dando cortos paseos. En invierno y a las seis de la tarde, empieza ya a anochecer. —No debemos salir de aquí —me dijo José—. Ernestina dice que no debemos vernos tanto y que si deseamos vernos sea aquí. —¿Y en la Facultad? —Ernestina opina que no. —Pero... —Mira, yo le di palabra a tu hermana de que todo sería puro y blanco. —¿Qué cosas te preguntó? —De qué vivía, cómo, cuáles eran mis costumbres y muchas cosas así. Nos vamos a casar para el año que viene y ella está de acuerdo. Pero yo no debo, ni tú tampoco, abusar de su buena fe. Ya me entiendes. No sé si le entendía. Pero sí sabía una cosa. Que un año después me casaría con José y podría dar rienda suelta a mi amor.

Fue un largo año. Y se hizo largo porque cuando esperas algo concreto, la vida se hace interminable. Aprobé el primer año de farmacia con buenas notas, pero aún hoy me pregunto cómo lo conseguí, pues mi obsesión era José. Cuando José cumplía veintitrés años yo cumplía dieciocho y teníamos unas ganas locas de casarnos. En cuanto a nuestra intimidad era totalmente nula. Una conversación, a veces un roce de manos que me estremecía de pies a cabeza y un ligero beso en la mejilla. Juro que no existió entre nosotros un solo beso en la boca. Yo me moriría de vergüenza y no digo nada José. Porque José era tan represivo como yo, se piense lo que se piense. Por otra parte le tenía un profundo respeto a mi hermana que transmitido a mí se convertía en una barrera entre los dos. José se hizo muy conocido en el convento y hasta terminaron las monjas —tan aprovechadas ellas— por pedirle que llevara la contabilidad de dicho convento y José lo hizo de mil amores.

* * *

Ni que decir tiene que José comía los sábados y domingos con nosotras y llegó a ser el consejero, y contable de las monjas. A todo esto llegó el invierno y José le dijo a Ernestina que llegaba la hora y que él deseaba casarse. Ernestina dijo que bueno, que nos casaríamos en el convento, que sería el capellán del mismo quien nos casaría y que el banquete también tendría lugar allí con los menos invitados posibles.

Las monjas me hicieron el vestido y lo ordenaron todo. A mí aquello me parecía normalísimo, dado que no conocía otros métodos ni otro mundo que aquél y, además, José estaba de acuerdo. Explico todo esto para que se comprenda mejor nuestra actuación futura y las razones que tuvimos los dos para solucionar nuestros problemas represivos. Porque la vida cambiaba, pero nosotros nos habíamos estacionado en unos métodos puramente elementales y salir de ellos era la cosa más absurda para nosotros. Debo añadir además que esto lo escribo con el consentimiento de José y que él a su vez también escribe su parte y en las noches él lee lo mío y yo leo lo de él y al final nos miramos y nos echamos a reír. Como José me deja sus notas yo las añadiré aquí. Es decir, que yo leeré las mías y también las de José, porque es la única forma que se sepa lo que piensa cada cual sobre sí mismo y su forma de ver la vida. Unos días antes de casarme y cuando el vestido de novia estaba ya colgado en un perchero, Ernestina me tomó por su cuenta. —Veamos, Nat —me dijo gravemente—, veamos qué concepto tienes tú del matrimonio. —Formar una familia, quererse dentro de los más absolutos cánones religiosos y tener hijos para el bien común del futuro. —De acuerdo. Pero recuerda siempre que el matrimonio es el medio de procrear, pero nunca el medio para la sexualidad y el placer físico. Le hice caso. Comprendí que tenía razón. Ernestina aún añadió: —He hablado con José sobre el particular y está de acuerdo conmigo. Yo enrojecí un poco, pero no por alarma, sino porque me daba vergüenza tratar

ciertos temas, tabú para mí, con José. Mi hermana aún añadió: —Eres una joven pura y has de seguir siendo una esposa pura. José está de acuerdo conmigo. Tienes dieciocho años y yo estimo que debes continuar estudiando. A los veintiuno puedes tener lista la carrera de Farmacia. —¿Está de acuerdo José en que estudie casada? —Lo está. Él terminará dentro de un año su carrera de Derecho y quizá ascienda en el banco. Nada de tirar el dinero, nada de frivolidades y nada de evitar los hijos. Has de tener todos los que Dios buenamente te dé. —Sí. —José opina igual. —Pues todo listo, ¿no? El día amaneció sombrío y José y yo nos íbamos a casar. No había ido nunca a su piso, si bien sí sé que fue Ernestina y le dio el visto bueno. Dijo que era un piso espléndido y que estaba austeramente decorado, como correspondía a un matrimonio digno y prudente. Nos casamos rodeados de monjas y con un sacerdote que nos estuvo dando una plática más de hora y media. Habló del infierno, de las malas costumbres, condenándolas, y del matrimonio como pareja cristiana y nos dio una serie de consejos que José y yo ya habíamos oído reiteradamente. Como han transcurrido diez años desde que ocurrió lo relatado anteriormente, diré que José me dio sus cuartillas para unirlas a las mías al día siguiente de escribir yo éstas. Nos reímos mucho y nos dimos cuenta de lo palurdos que fuimos durante diez largos años de nuestra vida, porque hay que pensar que hasta los diez años no abrimos los ojos a la realidad, y eso, porque apreciamos que nuestro matrimonio hacía aguas por todas partes y estábamos a punto de enfermar los dos o mandarlo todo al diablo.

Paso, pues, a leer lo escrito por José y yo digo que será él, al parecer, quien cuente lo de nuestra boda y las cosas que sucedieron ese día y los demás. Yo bien quisiera escribirlo todo, pero resulta que José nunca fue sincero conmigo por temor a que yo no aceptara su sinceridad. Además, casi me alegro de haber llegado al acuerdo de escribir los dos, pues así conozco más profundamente a José. Porque llevo diez años casada con él, pero sólo conozco verdaderamente a mi marido a través de todo cuanto cuenta de sí mismo en estas líneas. Me digo que es una forma como otra cualquiera de compenetrarnos de verdad y ambos estamos de acuerdo en ser brutalmente sinceros si es preciso, porque el tiempo de la represión y los tabúes han pasado afortunadamente para nosotros. Puesta de acuerdo con él, se conocerán en profundidad las dos partes y la forma en que teníamos los dos de pensar y actuar, que eran, a no dudar, dos asuntos diferentes.

IV

Me llamo José Santiago y fui educado por mi padre, sin esa madre que te rodea de ternura y de atenciones. Yo no tengo nada que decir en contra de mi padre, pero he de reconocer que fue un señor severo, rígido, riguroso y que me educó en la mayor austeridad y pegado a deberes que me impuso él y después me habitué a imponer yo a mí mismo. A los diecisiete años, según terminé el bachillerato superior e hice el preuniversitario, mi padre decidió que me pondría a trabajar en el banco del cual era director y que estudiara Derecho en las noches. Lo hice así. No se me ocurrió protestar porque entendía, además, que no debía hacerlo y que aquel deber de trabajo y estudio lo imponía mi condición masculina y mi dignidad de hombre. Afortunadamente el hecho de hallarme ya trabajando me evitó traumas cuando papá falleció repentinamente de infarto de miocardio. Un duro golpe aquel. Yo iraba a mi padre y le quería. Le quería muchísimo pese a que rara vez, o nunca, lo demostraba, pero es que mi padre e hijo eran signo de debilidad. No obstante yo le lloré mucho, como un crío y no era capaz de sustraerme a aquel dolor. Mi piso vacío, mis recuerdos aglutinados allí, mi desamparo... Pero tenía que reconfortarme y aceptar aquella decisión del destino como me había sido impuesta y nada de ñoñerías ni sensiblerías, así que me envalentoné y al día siguiente de haberle enterrado continué mi trabajo en el banco.

En aquella época era botones y hacía todo tipo de recados, pero la llegada de un nuevo director, me tomó por su cuenta y me digo que yo estaba mejor cualificado que para ser botones. Se lo agradecí y pensé que de vivir mi padre continuaría de botones sabe Dios hasta cuándo. Claro que esto no me hizo pensar que mi padre estaba bien muerto. En modo alguno. En las noches y a solas en mi piso sentía una terrible impresión de soledad y me debilitaba, llorando cuando sabía que nadie me veía. Ya de istrativo mis faenas en el banco eran mucho más livianas y mejor retribuidas, así que tuve dinero para comprar lo que me faltaba y dedicar más tiempo a los estudios. Un día llegué tarde al cine y había una larga cola ante mí. Vi a dos chicas vestidas de uniforme que conversaban entre sí y venciendo mi enorme timidez les pedí que me sacaran la entrada. Lo hicieron. Me senté junto a la chica de pelo castaño y ojos tremendamente azules que luego dijo llamarse Natalia y me autorizó a que la llamara Nat. Debo confesar que me impuso bastante el saber que era hermana de una monja y que vivía en un convento, pero me gustaba tanto y estaba tan solo... Me aferré a ella. Es una chica alta y delgada de pelo castaño, largo, atado con una cola de caballo alta y unos ojos azules deslumbradores. Había tenido la gran suerte de librar del servicio lo que ente sí mismo me evitaba pensar en un bache o un lapsus en la carrera de mi vida. Es decir, que a la sazón ya era un tipo casadero pese a mi corta edad, pues seguramente que en aquel entonces tenía veintidós años.

Nat fue para mí como un loco deslumbramiento, si bien frenaba mi pasión a costa de lo que fuera. Y la frenaba por varias razones. Primero, porque mi padre me enseñó a frenar todo entusiasmo, a ser comedido, represivo y tímido. Y ya se sabe que la timidez nace de algún complejo y yo tenía recopilados un montón de ellos que fueron creciendo en mí a medida que una persona mayor a quien yo iraba mucho, pensaba y decidía por mí. Esto sin duda me lo diría un sicoanalista de haberle visitado, pero lo cierto es que yo nunca le visité y cuantos descubrimientos hice, los hice yo por mi cuenta y riesgo y a través de mi andadura por la vida. Como decía, y volviendo cronológicamente a los acontecimientos que fueron marcando mi destino, me enamoré de Nat. Alguna vez la veía sin uniforme, con modelitos sencillos y no lujosos, pero aún me gustaba más. Yo era casto. ¿Lo he dicho? Nunca había tenido o con mujeres. Ni siquiera un atisbo sexual y pensaba que todo lo volcaría en la mujer que fuera mi esposa. Así que cuando conocí a Nat estaba casto como un angelito y sabía tan poco de mujeres, que casi ignoraba cómo decirle a ella que la amaba. Pero le escribía y mis cartas eran casi poéticas y si bien en todas bailaba la palabra amor, jamás en ellas mencioné dicha palabra. Me sentía cohibido y turbado y tan avergonzado que para decirle que la amaba hube de librar conmigo mismo una gran batalla.

* * *

Pero un día me armé de valor y se lo confesé. Nat se puso pálida y después roja y titubeante, pero al fin me dijo que ella también me quería, me sentí tan feliz y pletórico que más era imposible. Llevamos oculto aquel amor bastante tiempo y un día Nat me dijo de súbito que su hermana se había enterado y deseaba verme. Nadie sabe lo que sufrí antes de personarme en el convento. Sentía tanta timidez y tanta vergüenza que no es posible relatar hasta qué extremo me vi atrapado por mi cortedad. De todos modos, me gustó la hermana Ernestina. Dulce, suave y bastante mayor que mi novia, yo veía en ella a la madre de Nat. Su forma de explicarme lo que esperaba de mí y de nuestro futuro matrimonio tampoco me asombró. Era lo que yo opinaba en mí mismo. —El matrimonio no puede ser jamás un medio sexual de placer. Es la sociedad de dos que se unen para procrear y vivir decentemente. El viejo cantar. Si yo tampoco esperaba mucho más del matrimonio... Si yo no sabía, en el supuesto que quisiera o intentara comportarme como un obseso sexual... Debo confesar y confieso que yo sentía la sangre bullir en mi cuerpo y que por gusto hubiera hecho mil locuras con mi novia, pero si pensaba así, lo desechaba al momento. Nat no se merecía mi irrespetuoso amor. Tampoco tenía amigos que me explicaran las cosas que yo ignoraba y es que además creía saberlo todo.

¿No era un hombre honrado y puro? ¿No estaba capacitado para amar? Que yo fuera casto no tenía importancia. Al fin y al cabo tanto Nat como yo perderíamos la castidad y la virginidad al casarnos y tendríamos hijos y jamás haríamos de nuestra unión una asquerosa sociedad carnal. Se lo hice saber así a mi futura cuñada, no con estas palabras, desde luego, pero sí lo bastante claras y específicas para que ella viera en mí al futuro marido de Nat honrado, cabal y comedido. Nuestras relaciones navegaron por cauces sosegados. No voy a negar que a veces tenía que irme de su lado a todo correr para no estrujarla en mis brazos, y cuando la besaba en la mejilla, me iba a casa solo y pasaba unos deseos locos de masturbarme. Pero también aquí hacía su aparición mi padre. Era pecado, era una forma como otra cualquiera de agotarse sin necesidad. Era faltar a todo deber y derecho humano. Cristiano. Eso, eso. Papá decía cristiano. Así que yo le tenía un miedo loco a la tentación de la masturbación. Y me aguantaba. ¡Pasaba unos berrinches! ¡Unas calenturas! Un día estuve tentado de liarme con una prostituta. ¡Las cosas que contaban mis compañeros entre sí! Yo no sabía nada de aquello y me conformaba pensando que el día que me casara daría rienda suelta a todos mis tubos de escape refrenados.

¡Nunca besé a Nat en la boca! ¡Y vaya boca de beso que tenía Nat! Unos labios gordezuelos, unos dientes blancos, limpios y nítidos y todos iguales, guardando una simetría perfecta. También tenía dos senos menudos, pero yo imaginaba túrgidos y me moría de pena por no poderlos tocar, lo pasé muy mal aquel año de relaciones sin tocar a mi novia. ¿Pero cómo iba a tocarla perdiéndole así el respeto? Me imaginaba casado con ella y a solas en nuestro piso y las sienes me parecían estallar. Muy mal lo pasé aquel año con ser tan dulce y tan precioso. La palabra preciosa es inexpresiva para cuanto lleva en sí implícita la felicidad, pero tampoco yo era muy rico en vocabulario amoroso. Todo me coartaba y todo me reprimía. Un día al fin Ernestina decidió que debíamos casarnos. Nat tenía dieciocho años y yo cinco más, esto es, veintitrés. Yo estaba a punto de terminar mi carrera de Derecho y Nat había aprobado el primero de farmacia. Ernestina había decidido que debíamos terminar nuestras carreras y tener todos los hijos que Dios tuviera a bien concedernos. Yo también estaba de acuerdo en eso. Así que el día que vi a Nat vestida con aquel traje largo blanco, aquel tul en la cabeza y el ramo de azahar entre los temblorosos dedos, creí morirme de emoción. Era preciosa. El cura que nos casó nos dio un montón de consejos, pero yo estimo que tanto Nat como yo los llevamos por delante y los conocíamos todos como posibles en nuestro futuro. La ceremonia fue íntima y asistieron unos pocos amigos del convento y dos o

tres compañeras de estudios de Nat, así como tres empleados del banco amigos míos o diré mejor que compañeros, porque amigos, amigos, nunca tuve muchos salvo Nat. Fue una ceremonia emocionante, aunque muy larga porque el cura se lio a hablar y hablar. Después comimos con las monjas y los invitados y hacia el anochecer Nat y yo, convertidos en marido y mujer, nos despedimos. Nos íbamos de viaje en mi coche y pensamos pasar la noche en un parador de turismo en mitad del trayecto, pero lo cierto es que rodando el coche y casi en silencio los dos, ¡así de cohibidos nos sentíamos!, llegamos a Madrid.

V

Nos hospedamos en un hotel cuyo nombre no recuerdo. Sé que llevamos poco equipaje, dos maletas y dos bolsos de viaje, porque nuestro viaje realmente iba a ser de quince días y aún ignorábamos adónde iríamos, aunque por lo visto no nos íbamos a mover de Madrid. El caso es que cuando nos vimos frente a frente aún no nos habíamos besado en la boca. Porque si yo era tímido y corto, Nat era infinitamente más. No me atrevía a tocarla y la miraba sonriente, con una sonrisa medio cuajada en la comisura de los labios. —Ya estamos solos —dijo. Y es que recordaba haberlo leído en algún libro. Pero la soledad si bien me empujaba hacia Nat, no me atrevía a dar paso. —¿No tienes apetito? —le pregunté. Me miró desconcertada y dijo titubeante. —Si acabamos de cenar. —Oh, es verdad. Cualquier otro hubiera corrido hacia la que era su mujer y saciar así sus ansiedades. Pero yo no lo hice. Me sentía tan tímido que me invadía la vergüenza sólo con mirarla y aprecié que ella estaba como yo, porque no cesaba de mover los dedos enlazados unos contra otros. No voy a negar que instintivamente yo estaba anhelando tomarla en mis brazos, besarla como un loco y al fin hacerla mía, pero no daba un solo paso hacia ella,

titubeaba y no acertaba a pronunciar una palabra. Y lo peor es que a Nat le ocurría igual o al menos eso pensaba yo viéndola allí encogida y sin saber adónde mirar. —Son las once —dije porque al fin y al cabo algo tenía que decir. —Sí —aceptó Nat—, ya las once. —Espero que no te moleste estar a solas conmigo. —Claro que no. Pero enrojecía; yo, a mi vez, sentía un calor tremendo en la cara. —Es la primera vez que estoy con una chica —le confesé torpemente—, de modo que si cometo fallos... —Yo nunca estuve con un hombre —me dijo ella tímidamente. —Tendremos que aprender juntos, ¿no crees? —Su... supongo. —Bueno, pues como a los dos nos da vergüenza, si te parece me voy al baño y me pongo el pijama y tú vas después y te pones el camisón y si lo prefieres apagamos la luz. ¿Qué opinas? —Sí, sí. Yo ya hurgaba en el bolso de viaje y sacaba mi pijama azul de popelín. Pero también hurgué en el de ella y entonces Nat me dijo avergonzada: —Deja, son mis cosas..., ya las sacaré yo. —Es verdad. Perdona. Y me fui con mi pijama al baño. Me sentía erecto y excitado, pero no sabía cómo dar rienda suelta a mi calentura.

Por supuesto, sabía fijamente que todo sería dentro del orden más cristiano y menos pecaminoso posible y me frenaba cuanto podía por respeto a mi mujer. ¡Mi mujer! Aún no lo había sido, porque por ser era sólo esposa virgen, doncella pese a haberse casado conmigo. No voy a entrar en muchos detalles que podrían considerarse morbosos. Y aunque hoy las cosas afortunadamente son muy distintas entre los dos, debo ceñirme a lo que sucedió entonces. Las cosas sucedieron así. Cuando salí del baño envuelto en mi pijama de popelín azul, Nat roja como la grana y sin mirarme, se metió en el baño y al rato, cuando ya estaba yo acostado, le oí pedir titubeante: —José, apaga la luz que ya voy. Claro que apagué la luz. Porque debo ser sincero, si Nat lo deseaba tanto o más que yo. Mi turbación y timidez eran tanta o más que la de ella. Así que cuando sentí los pasos de Nat y la sentí después deslizarse a mi lado, la atrapé en mis brazos, pero no le veía la cara. Hicimos el amor o lo intentamos porque la verdad es que al no saber ni ella ni yo cómo funcionaba aquello, nos dejamos guiar por el instinto y el dolor de Nat era tanto que hube de dejarla. No se me ocurrió preparar a Nat ni ella puso en mí sus manos. Fue una noche fatigosa y tan represiva como nuestras propias vidas y terminamos durmiéndonos sin ser uno del otro. Al anochecer, me desperté y vi a Nat junto a mí iluminada por una tenue luz con los ojos muy abiertos. —Nat, yo no sé si podré hacerte feliz. —Claro que sí —dijo ella con voz apagada—. Ya aprenderemos.

Como ella cerraba los ojos al hablar yo también los cerré y la ceñí contra mí. La cosa fue algo mejor, pero no del todo. Nat se quejaba y yo me ponía negro y al final volvimos a quedar como estábamos. Nos costó dos noches enteras llegar a una compenetración a medias. Y dos días más en llegar del todo. Pero nuestra actuación era rutinaria y salvo besos en la boca y el acto sexual no se nos ocurría nada más.

* * *

Lo de apagar la luz antes de entregarnos a las ansiedades sexuales fue ya una obligación. Nunca vi a mi mujer desnuda, ni creo que a Nat se le ocurriera verme a mí. Fuimos dos rutinarios monótonos y tal vez pasamos ganas de muchas cosas, pero nos limitábamos a la posesión mutua sin preámbulos ni preparación. No obstante éramos felices. El mundo nos recortaba y nos indicaba una ruta y no pensamos jamás salir de ella. A los quince días estábamos de regreso en nuestro piso y como es natural se obliga la visita al convento. Nos daba bastante vergüenza, aunque no nos lo confesábamos uno a otro. En cuanto a nuestra actuación amorosa habíamos ambos creído llegar al máximo porque nos poseíamos y nos gustaba poseernos. Ernestina nos recibió radiante y nos preguntó si nos entendíamos y a Nat le preguntó si le gustaba el piso, añadiendo después que la había matriculado de segundo en la Facultad. A todo respondimos que sí y es que es verdad que éramos felices. A mí me entraba a veces ganas de hacer locuras, pero no me atrevía y me fui adaptando al estado de cosas. No veía a mi mujer desnuda ni hacíamos nada que no fuera el clásico amor de dos personas de distinto sexo ceñidas a unos principios altamente morales y religiosos.

No entendíamos que podíamos ser morales y religiosos y vivir de nuestro amor más intensamente, buscar fórmulas, placeres y goces diferentes. Eso no nos entraba en la mente y así organizamos nuestra vida. Ni una demostración amorosa durante el día ni un beso salvo el de separarnos y encontrarnos y nunca apretado o gozoso. Nunca nos enfadábamos y conversábamos de mil cosas nuestras relacionadas con el vivir de cada día, sin tocar jamás puntos escabrosos, como podían ser para nosotros las fórmulas de disfrutar de nuestra unión como pareja o como hombre y mujer. Éramos esposos y formábamos un matrimonio cristiano. Así se inició nuestra vida y así se desarrolló. Nos iniciamos en los estudios y yo en el trabajo y sólo teníamos una chica para limpiar una vez a la semana, pues todos los demás días lo hacía Nat. Yo no podía ayudarla porque me iba al banco a las ocho de la mañana y muchas noches, al cabo de dos meses, ni siquiera hicimos el amor porque los dos nos poníamos a estudiar y al terminar nos íbamos cansados a la cama. Lo peor fue cuando Nat se quedó embarazada a los dos meses de casados y si bien no dejó la Facultad, cuando estuvo muy abultada, tuvo que dejarla. En los últimos meses de embarazo ni siquiera hacíamos el amor a oscuras porque era pecaminoso según pensábamos los dos. Nat terminó el segundo año con buenas notas, pero tan abultada ya que le daba vergüenza ir a clase. También yo terminé la carrera aquel año y como convocaron exámenes en el banco para apoderados me presenté y saqué la plaza en el mismo banco. Mi sueldo aumentó y pudimos vivir mejor. Además dado el estado avanzado de Nat, consideramos los dos que era conveniente contratar a la limpiadora para tres veces a la semana con el fin de que Nat no se fatigara.

VI

Reconozco hoy a través de todas mis experiencias negativas y positivas, que nuestro matrimonio era de lo más rutinario, pero éramos felices juntos y nos gustaba conversar mucho de distintos temas aunque siempre marginando el personal sexual. Realmente nos habían enseñado a vivir con métodos y usábamos tales para vivir en compañía. Pienso que jamás nos habíamos comportado como pareja, sino como matrimonio a secas y si bien pasaba deseos de profundizar en nuestras relaciones íntimas, nunca me atreví a ir más lejos de lo puramente rutinario. Dígase ya para que quede aclarado, que jamás nos salimos de nuestras rutinas y la rutina ya sabe todo el mundo cómo es sin necesidad de verme obligado yo a describir aquí nuestra vida. Aquel verano nacieron los gemelos. Dos chicos sanos y fuertes, estupendos, a quienes bautizamos en el convento ante monjas y la tía Ernestina. Les pusimos Tomy y Pepito y aquel invierno Nat hubo de dejar su carrera en suspenso, pues había de criar a los críos. Al mes y medio justo de nacer los gemelos, Nat y yo hicimos nuevamente el amor y dentro de los mismos métodos lógicos de nuestra unión y nueve meses después nació Iñaky. Al paso que íbamos aquello se iba a convertir en un hospicio así que tanto Nat como yo decidimos que debíamos abstenernos de hacer el amor. Eso nos traumatizó en parte, pues a los dos nos gustaba hacerlo y de ello hablamos poco, pero muy claro. Por otra parte el médico nos indicó que hiciéramos trampa o usáramos el método ogino, pero el cuarto hijo, una niña, nació de dicho método, lo que nos obligó a abstenernos casi totalmente. De trampas no entendimos o al menos yo nunca me atreví a hacerlas por temor a que Nat las rechazara. Cuatro hijos y un sueldo bueno, pero no tan extraordinario nos obligó a cerrar un poco el tintarón y la mujer que venía tres veces a la

semana, terminó por acudir a casa una vez cada quince días para hacer limpieza general. Yo confieso que lo pasaba mal. Amaba a mi mujer, era guapísima y la veía pelear constantemente con los cuatro críos, los cuales se llevaban un año escaso, y por otra parte seguía deseando a mi mujer con todas mis fuerzas. A todo esto Ernestina seguía gobernando desde el convento nuestra casa, Nat no podía reanudar su carrera y a mí de poco o casi nada me había servido terminar abogacía. Por las tardes seguía llevando la contabilidad de las monjas, pero si bien éstas me colmaban de bendiciones, jamás me pagaron por mi trabajo un solo duro. Ernestina decía que todo era por Dios y los santos y yo seguía pensando que bien pagado iba si los santos me colmaban de bendiciones. En las noches ayudaba a Nat a bañar a los cuatro críos, les daba la papilla a los gemelos mientras Nat le daba el biberón a Iñaki y la teta a María. Así fuimos viviendo y sufriendo nuestra abstinencia y así fue como un día me llamaron de dirección.

* * *

—Siéntese, señor Santiago —me dijo el director—. He recibido carta de Madrid en la que se le hace una proposición a usted. —Dígame. —Pretenden que se traslade a Madrid de director en una sucursal en Majadahonda. Era mi aspiración.

Pero Madrid, cuando yo tenía un piso propio en El Escorial, me parecía aumentar los gastos. —Le ofrecen casa justo en la primera planta encima del banco. Está puesta ya porque el banco se la entrega a los directores. Allí hay mucha labor pendiente y se estima en la presidencia que usted es el hombre idóneo para llevar a buen fin esa labor. Se lo conté a Nat. Nos miramos entre consternados y alegres. Nuestra vida cambiaba quisiéramos o no, aumentaban los emolumentos y eso nos venía bien. Pero dejar nuestro piso ya tan adaptado a nosotros y a Ernestina, la contabilidad de las monjas y todo lo demás, nos costaba. Pero merecía la pena. Así que una tarde dejamos a los críos en el convento con las monjas y nos fuimos los dos en coche a Madrid. Arribamos por Majadahonda. Un barrio nuevo, residencial, precioso. Un banco casi recién estrenado y un piso de película. No lo dudamos. Merecía la pena dejar todo atrás. E iniciar una nueva vida. —Es precioso —ponderaba Nat entusiasmada—. Aquí los críos podrán correr a sus anchas y tenemos guarderías y colegios... Me personé, sin retornar al Escorial, en presidencia y me dieron un diploma que acreditaba mi honradez y mi buen hacer. Aquello lo celebramos Nat y yo haciendo el amor en un hotel. Fue estupendo. No apagamos la luz y nos vimos las caras y nos encantó ser así... un poco más

libres. Yo daría algo por dar rienda suelta a todas mis abstinencias, pero me daba apuro, reparo y faltarle al respeto a mi mujer, me arrancaba el alma. Así que nos conformamos —yo al menos— con poseer a Nat con la luz encendida. No he dicho aún que el general Franco, hombre que había gobernado la nación durante casi cuarenta años enfermaba seriamente y lo recluían en un sanatorio después de hacer lo indecible en el Pardo por salvar su vida. Nuestros gemelos contaban escasos cinco años, cuatro Iñaki y tres María... El país vivía una interrogante. Se revolvían los políticos y era una incógnita lo que iba a suceder después, pues sabido era que no sería todo igual. Nat y yo en aquel hotel nos preguntamos si aceptábamos el nuevo destino o nos quedábamos en El Escorial y ahí también estuvimos de acuerdo. Aceptábamos el destino. Así que al día siguiente volvimos a dejar a los críos con las monjas y nos vinimos a Madrid para buscar colegio o parvulario para los niños. Nat pretendía continuar la carrera si podía colocar a los críos en una guardería, aunque eso le costaba mucho. No, reanudar la carrera, sino separarse horas de los hijos. Yo prefería esto último. Había que ir poniéndose al día. Nuevos aires soplan en el país. Había que aceptar la situación. Dejo para Nat que explique a su manera en un capítulo aparte qué cosa hicimos semanas después, cuando todas las radios y televisiones del país anunciaban la muerte del Generalísimo.

VII

Nuestra decisión de aceptar el puesto en Madrid fue unánime. Es decir, me refiero a José y yo. Porque si añado la verdad, a Ernestina y su camarilla le sentó como un tiro. Intentaron por todos los medios disuadirnos, pero tanto José como yo nos lo habíamos planteado muy claro. Por nosotros mismos y por los críos que siempre tendrían en Madrid más aliciente y medios para el futuro. Además, José ascendía y si persistía en quedarse en El Escorial se estacionaría. En aquel entonces yo pensaba que Ernestina y sus compañeras se preocupaban por nosotros, y ahora sé que sólo se preocupaban de ellas... Pero ése no es el caso. Yo no he venido aquí a contar cosas para censurar a mi hermana y sus métodos, sino para referir cómo José y yo cambiamos el método de nuestra vida. Debo ser sincera al máximo y pese a cuanto yo quería a Ernestina, infinitamente más a mi marido. Así que debo añadir que Ernestina primero intentó convencernos y cuando vio que no lo lograba se nos enfadó. Con gran dolor me di cuenta lo egoísta que era mi hermana, pese a su hábito de monja y a sus consejos de pureza y sus votos de castidad. Yo confieso que hubiera hecho el amor con José todos los días, pero bien sabía que la única forma de evitar hijos —ya teníamos cuatro con un año de diferencia cada uno y de tres partos— era absteniéndonos de dar gusto a nuestros cuerpos. Las palabras de Esnestina y sus compañeras, así como su enfado, después, no evitaron que José y yo nos fuéramos a Madrid. Tenía veintitrés años y estaba en lo mejor de la vida. Mis cuatro hijos me daban mucho trabajo, pero tenía a José y su maravillosa comprensión y su compañía cuando acostábamos entre los dos a los críos. ¡Cuántas veces en esas noches apacibles y maravillosas pasé ganas de decirle a José que deseaba hacer el amor,

pero... el temor a que nacieran más hijos me contenía! y también, ¿para qué negarlo?, la vergüenza. Yo nunca incité a José. Pasaba ganas, ¿por qué negarlo? Me parecía que nuestro profundo y apasionado amor merecía algo más de consistencia, de goce, de complacencia, pero José era como era. Ceñido siempre a la rutina, al deber, a la necesidad de una austeridad impuesta por principio. Cerramos la casa pensando que a la primera ocasión la alquilaríamos amueblada con el fin de aumentar nuestros ingresos, pero José vino la víspera de marcharnos y me dijo: —Se la alquilo a las monjas. ¡Me dio una rabia loca! —¿Por cuánto? —No acordé. —Pero... no se la vayas a regalar, digo yo... —Es que me ha pillado tu hermana y dice que la necesitan para retiros espirituales. Me pegaría por estúpida. ¿No era José mi esposo, el padre de mis cuatro hijos? ¿Dónde iba mi decisión y mi sinceridad que no me atrevía a decirle a José que a mí las monjas ya no me la daban con queso y eran unas redomadas egoístas? Pues no me atreví y nuevamente dejé que José obrara por su cuenta. Y, claro, dejamos la casa a Ernestina y jamás nos pagó por ella un solo duro. Un ¡cochino y puerco duro! Que me vengan a mí diciendo ahora, ¡hoy!, que los curas son así y andando, que ganan el cielo por sus obras y las monjas desprendidas hijas de Dios. Hijas del egoísmo.

Eso es lo que son. José cayó de incauto y yo de tonta. El caso es que andando algún tiempo nombraron un director para El Escorial y por ser amigo de José aquél le ofreció su piso. ¡Ya, ya! Cuando pretendimos recuperarlo mi propia hermana Ernestina, la monja de buenos consejos, dijo que no podía dejarlo y que si realmente lo deseábamos tendríamos que demandar al convento. Esa era mi hermana. Muy buena monja, pero para llenar el saco de su convento y a los demás que los lleve el mismo diablo. Pero tampoco voy a mencionar para nada más a mi hermana. Yo tenía mi propia familia, a mi esposo y a mis hijos. Y en Majadahonda vivía como una dama, una señora, pero deseaba hacer algo más que lo que hace una vulgar ama de casa. Trabajar o estudiar. El país a todo esto iba cobrando una transformación súbita o tal vez con una lentitud rápida. Entiéndase. Carlos Arias Navarro fue el primer presidente después de la muerte de Franco, pero teniendo como jefe de Estado al rey don Juan Carlos. Se respiraba un aire rejuvenecedor y como no soy política no diré si mejor o peor, pero se veía venir la transición y por supuesto no sería Arias Navarro quien la llevaría a efecto, pero claro, se barruntaba que el rey la pretendía y la deseaba. Franco murió asegurando que todo quedaba atado y bien atado, esto es, que continuaría su método político, pero el rey por lo visto opinaba que nada quedaba atado y que todo estaba a su merced. Así que cuando fue nombrado presidente un casi desconocido llamado Adolfo Suárez, se pensó que todo sería transitorio, pero la realidad demostró después que Adolfo Suárez era el precursor

de la transición, nombrado personalmente por el mismo rey. Tampoco me importaba el revolvimienmto súbito que nació en España ni el terrorismo pagado sabe Dios por quién, ni las bombas o los atropellos. Todo eso me es imaginado. Cuando yo decidí escribir esto, lo ceñí a mi status propio y así continuaré, aunque para marcar la época y justificar las situaciones, tengo que hacer incisos y usar preámbulos...

* * *

En Majadahonda me hice amiga casi íntima de Salomé y Raquel. Ambas esposas de apoderados del banco del cual mi marido era director. Chicas algo mayores que yo y muy al día, muy democráticas ya, porque en efecto Adolfo Suárez nos plantó la democracia en España. Se legalizó el partido comunista. Se le dio voz y voto a Santiago Carrillo, se reconoció la inteligencia de Felipe González, secretario general del partido socialista de España y llovieron los partidos y se pidió al país, en referéndum, la opinión personal y democrática en cuanto a si deseaban realmente una democracia en España. La respuesta fue compacta y se implantó la democracia bajo el mandato presidencial de un joven luchador llamado Adolfo Suárez, al cual en cierto modo se le daba la situación actual del país. Esto es una democracia que va cada día afianzándose más y más. Pero tampoco esto es mi tema. Digo esto y creo que debo decirlo para demostrarme a mí misma cómo avanzo con la vida actual y cómo poco a poco me voy actualizando. Pero mi vida íntima con José no cambiaba en absoluto. Me refiero a mi vida sexual dosificada. Pero sí digo que cada día me sentía más monótona y como a mis hijos los llevaba en la mañana al colegio, un día decidí

que me matricularía en la Facultad. José me regaló un coche y en él me iba a la Facultad en las mañanas después de llevar a los críos al parvulario. Así inicié mi tercer año de carrera y lo saqué limpiamente. Para entonces nuestras relaciones íntimas se hacían cada día más rutinarias. Y cada día escuchaba a Salomé y a Raquel hablar de su vida matrimonial, lo que me dejaba poco menos que perpleja. Un día sobre todo. Nos hallábamos un día en el parque de la urbanización. Era sábado y los críos jugaban. Salomé tenía dos, Raquel uno sólo. Me llevaban por lo menos tres años y según pude colegir sus vidas íntimas eran plenas, cuando la mía era de lo más monótono. Además, siempre había temores de quedar nuevamente embarazada, mi sexualidad se reprimía y no digo nada la de José, que hacía el amor conmigo los sábados como si el salir a cenar le incitara. No he dicho aún que en los sábados, cuando salíamos, dejábamos a los críos con una canguro, una estudiante que entretanto éstos dormían, ella estudiaba. Al regreso José y yo hacíamos el amor sin más variantes. Luz encendida, sí, pero rutinario. Un beso, un salto y ya... Todo aquello me dejaba algo vacía, traumatizada después de oír a Salomé y a Raquel. Y fue aquel sábado en la tarde cuando lo vi más claro. Yo tenía un amor soso. Ellas disfrutaban de una posesión excitante.

—¿Sales hoy? —le preguntaba Raquel a Salomé. —¡Qué va! Nos quedamos en casa con una cena exquisita y una botella de champaña o dos... no sabes cómo se pone David cuando bebe dos copas: es lo más maravilloso. —No temes perder un poco el sentido común y que te nazca otro crío — preguntaba Raquel. Salomé soltaba la carcajada. —En modo alguno. Estoy a proa con la píldora. Yo sabía que existían, pero las consideraba pecadoras, pecaminosas. —Si un día se te olvida y no la tomas... ¡hala, un crío! —De eso me ocupo yo y se ocupa David. ¿Acaso tú no te ocupas? Raquel lo dijo rotunda sacudiendo su melena rubia. —Yo me quedo con uno y punto. Leo se las apaña. Es más listo que tu marido. Yo no entendía nada. Pero es que me daba vergüenza preguntarles. ¡Qué sabían ellas de las rutinas de José y mías! Les oía como alelada. —El sábado nos fuimos a un hotel del centro y pasamos allí la noche. ¡Qué noche! Y yo no cuento aquí lo que hicieron los dos aquella noche porque me da vergüenza. ¡Pero sí sabía que José y yo jamás hicimos tales cosas! Salomé soltó la risa.

—Yo no me voy a un hotel, pero sí que lo paso fabuloso. David es la cosa más erótica del mundo. Sabes que me puse aquel camisón de prostituta que me trajo de Italia el año pasado. No veas cómo se encandiló. Después terminó por tirar el camisoncito. Yo me ruborizaba. ¿Hacía bien? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué cosa vivía yo comparado con mis nuevas amigas? Raquel me dio en el codo. —José será un avispado, ¿no? —Pues... —Vives la sexualidad erótica, ¿verdad? —Yo... —Claro, con los ojos que tiene José. Debe ser un apasionado ardiente de miedo. ¡Pobre José! Era un prudente. Quizá no sabía o no podía. Quizá sus principios le impedían extralimitarse. O quizá no sabía o no quería. Todo tomaba un cariz diferente. Junto a mis nuevas amigas, yo vivía en la más absoluta monotonía. Pero no me atrevía a decirlo y en cambio, morbosamente, les escuchaba y dejaba que se expansionasen.

Contaban cada una a la otra como aberraciones o que yo tenía por tal. Pero me daba cuenta que en apariencia eran dos matrimonios enamorados, y José y yo, me decía a mí misma, como dos payasos. Mis gemelos cumplían ocho año y el país estaba totalmente democratizado e incluso Adolfo Suárez había ya dimitido para dar paso a Leopoldo Calvo Sotelo. Pero eso era lo de menos. Aparecían en los quioscos revistas pornográficas, la juventud hacía el amor sin represiones. El divorcio se implantaba. Y yo seguía igual. José y yo se entiende. Había terminado la carrera en varias veces, pero la había terminado. Sin embargo, en la intimidad José y yo seguíamos viviendo rutinas, monotonías. Terminada la carrera yo planteé a José la necesidad de montar una farmacia. Algo tenía que hacer, ¿verdad? Mis hijos se integraban divinamente en escuelas de General Básica y en parvularios los dos pequeños. Mi casa era bonita, tenía una mujer diaria para la limpieza y a mí me gustaba cocinar. Así que aquel día se lo dije a José.

VIII

—Estaría bien que vendiéramos el piso del Escorial y montáramos una farmacia en esta urbanización. Sólo hay una y sé que se necesitan tres. José se rascó la cabeza. Había mejorado José en físico. Era todo un tipo. Alto, delgado, con sus negros cabellos, una gran personalidad y sus melados ojos. Le adoraba. Le seguía queriendo más que nunca. Le deseaba, pero nuestra vida íntima no salía de los cánones impuestos ni yo me atrevía a apurar el contenido, porque por mucho que vivieran mis amigas, no me sentía con valor para contarle a José cuanto escuchaba de ellas. No eran esposas o, si lo eran, eran además amantes de sus maridos. Yo pensaba subconscientemente que se comportaban como prostitutas y no me daba cuenta de que, debido a ese modo de ser, sus maridos no buscaban entretenimientos fuera de sus hogares. Tardé en saber eso. Pero no nos adelantemos. —No puedo vender el piso del Escorial —me decía José con gravedad—. Cualquiera le pide a tu hermana que lo deje libre. —Sin embargo, yo me aburro. Con los chicos en el colegio y sola todo el día en casa... —¿No te gusta la casa?

—Claro que sí. Me gustaba mi marido y la casa y la llegada alborozada de mis hijos. —José —le dije cambiando de tema—, ahora que los críos son mayores... preferiría no tener más. José arrugaba el ceño. —Es cosa imprevisible. —¿No se puede hacer algo? Me miraba desconcertado. —¿Como qué? —Dicen que hay píldoras. —¡Qué dices, mujer! —No, nada, nada. ¿Verdad que debía tener valor para continuar? Pues no lo tenía. Me daba la misma vergüenza que cuando me casé y me acosté por primera vez con él. Notaba, eso es cierto, el recortamiento. La monotonía. La rutina de cada día, la posesión escueta y después una ansiedad reprimida. Si fuera José como David o Leo... Pero tampoco era yo como Salomé y Raquel. Me daba vergüenza serlo.

Y cada vez más, tenía un miedo loco a que estuviera embarazada. No quería más hijos, pero... ¿no era pecado evitarlos? —Esas píldoras quizá se puedan usar —decía después de un silencio. José hacía un gesto vago. —Lo más cuerdo es abstenerse. ¡Sentía rabia! Me gustaba hacer el amor. Y me gustaban más cosas que no hacía y que sabía hacían Salomé y Raquel. Y después, sin que yo añadiera nada más de la píldora que estaba tan en boga, continuaba él: —No sé cómo quitarles el piso a las monjas. Cierto que necesitábamos venderlo, pero ¿quién lo vende usándolo ellas? —No pagan. —Nat, es que si bien no pagan, lo tienen como si se lo regalara. Sin embargo, con lo que subieron los pisos tienes razón que sería bueno venderlo y montar una farmacia. Yo no tengo nada que hacer por las tardes y lo pasaría bien contigo en la farmacia. —Ve al Escorial y díselo así a Ernestina. Meneaba dubitativo la cabeza. —Será enfrentarme con ella. —¿Y por qué no? Tenemos cuatro hijos... yo sólo veintiocho años... —Y expuesta a tener el quinto. Eso no. Antes de ser madre de nuevo, cuando tanto me había costado criar a los cuatro,

prefería abstenerme. Me dolía la situación. Yo amaba a mi marido, lo deseaba y me excitaba lo que contaban mis amigas de su matrimonio que yo jamás había hecho con mi marido, pero... —No me gustaría tener más hijos, José —me atrevía a decirle. Él me miró lastimero. ¡Qué guapo era! Además con los años era más señor. Más maduro. Más interesante. Su carisma me emocionaba. Pero seguía íntimamente igual, haciendo cada vez las mismas cosas. Una rutina. Sin preámbulos. Haciendo el amor bajo las sábanas. Una sacudida, un clímax y después la respiración de José acompasada. Ni una frase sobre lo vivido ni un comentario. Y después, hasta el sábado siguiente. Un día podía quedar embarazada y además sin disfrutar plenamente del sexo. De la unión, de la pareja. Aquel día insistí. —Debes de ir a visitar a Ernestina. Dile que necesitamos vender el piso.

Fue el domingo. Y retornó a casa en la noche desmadejado y desilusionado. —No me lo darán —me confesó—. Tu hermana dice que lo siguen necesitando. —Pues que paguen. —Asegura que no tiene dinero. —Eso es mentira. —¡Natalia! —me reconvino—. No digas que tu hermana es mentirosa. —Es la comunidad entera. Y es que yo estaba harta ya. Harta de todo, de mi pasividad como mujer, de las monotonías que vivía..., de José tan rutinario. ¿Y yo? Yo oía a Raquel y a Salomé contar sus cosas, pensando quizá que yo vivía igual. Y yo no vivía así. Yo seguía viviendo, pese a la vuelta en redondo que había dado el país, con la misma rutina que me casé. —Pero no pagan. —No pretenderás que les ponga una demanda. Eso no. Eso tampoco. Pero en mi fuero interno odié a Ernestina y a todas sus compañeras que de ese modo se servían de la pura inocencia de mi marido y de mí misma, que no sabía imponer derechos, que nos ceñía a la realidad existente.

* * *

Mi vida, pues, siguió su ruta monótona y con las labores de la casa debía conformarme. Los sábados hacía el amor. Casi llevaba diez años casada y no había cumplido los veintiocho. Estaba en lo mejor de mi vida. Pero esa vida mía se estacionaba. A veces había sábados en que José no se preocupaba de hacer el amor y cuando lo hacía, aunque con luz y sin quitar el camisón, era el mismo hombre que se había casado conmigo. Me dolía su forma de ser. Me intentaba expansionar, pero mi pudor reprimido se resistía. Un día a solas con Raquel tan amiga mía ya, aquélla me preguntó: —¿Eres feliz? Lo era. Yo sabía que reprimida, pero lo era. Amaba a mi marido, lo deseaba, pero cuando llegaba la hora de exteriorizar mis sentimientos, me sentía coartada, acogotada. ¿Y si José censuraba mis súbitas expansiones? Lo haría, seguro. Así que seguía en mis represiones. —Sí, ¿por qué? —No sé, pero te veo siempre tan pasiva. ¡Con el marido que tienes! —¿Qué tiene mi marido? —Es tan guapo, tan macho, tan fuerte... ¿Le has visto ayer jugar al tenis en la urbanización?

—Claro. Le veía todos los jueves. Musculoso, fuerte, personal... Pero después, cuando vivía conmigo en la intimidad era fofo, flácido, vacío. El amor de rutina. La posesión obligada. —¿No vives el amor en todas sus facetas? Mentira. ¿Qué podía hacer? —Claro. —Pues no se os ve satisfechos. —Es que no lo pregonamos —seguía mintiendo. —¿Tomas la píldora para sentirte más plena? Nunca. Pero en cambio le decía a Raquel: —Claro. —¿Te cuento lo que hicimos ayer Leo y yo? No. Me pondría el pelo de gallina, me entrarían ganas de emularla y no podía. ¿Cómo iba a decirle yo a José que necesitábamos ambos vivir más intensamente?

Igual me tomaba por una cualquiera. —Me lo imagino. —No sabes cómo disfrutamos. —Como José y yo. —Pues Leo dice que José es un pájaro de mal agüero. —¿Qué quieres decir? —Que está chapado a la antigua. ¿Ves las revistas y cómo el mundo se abre? Claro que veía. ¿O era ciega? No lo era. Echaba muchas cosas de menos, pero era madre y esposa represiva. Pertenecía a otra época. Pero... ¿no eran Raquel y Salomé más viejas que yo y sin embargo, vivían el matrimonio con toda intensidad? Sí, sí. Pero es que yo había sido educada en un convento. Y José por un padre represivo y no había abierto las alas. ¡Si pudiera decirle a José que pretendía vivir el matrimonio más como pareja que como matrimonio pensaría que estaba echada a la calle, que era libertina! Adoraba a José. Le quería cada día más, aun cuando me reprimía. Y le deseaba cada día más...

Le deseaba tanto que a veces cuando me poseía me ataba los dedos para no acariciarle y decirle que fuera más apasionado. ¡Yo lo era tanto! Dejo la otra parte a José. Él necesitaba decir algo...

IX

Esto de escribir lo que nos ocurrió, por qué y cuándo, es cosa de Nat y reconozco que merece la pena, pues cuando a la noche siguiente lo leemos juntos nos damos cuenta de la forma estúpida en que vivimos durante diez años. Además nos conocemos más, es como si en cada línea nos desnudáramos el alma y el cuerpo. Aquel verano me dieron la oportunidad de pasar a director de una sede bancaria del centro, pero Nat y yo decidimos que nos habíamos hecho a Majadahonda y nos gustaba la urbanización y las amistades que teníamos, así que preferimos quedarnos en extrarradio, ya que nos sentimos muy integrados en él. Los chicos tenían los colegios a dos pasos, yo jugaba en la cancha de tenis de la urbanización y nos bañábamos en la piscina climatizada en invierno y natural en verano. Nat deseaba montar una farmacia y yo lo deseaba tanto o más que ella, pero no había posibilidades de vender el piso del Escorial a menos que nos decidiéramos a pelearnos con las monjas, lo cual no agradaba a Nat ni a mí. Pensé en pedir crédito al banco y lo andaba madurando. Pero de momento otra cosa me preocupaba más. Nat y yo. Nuestra vida íntima. Los amigos contaban y no cesaban de sus disfraces matrimoniales. Lo hacían delante de mí con naturalidad y yo me daba cuenta de que pensaban que yo también viví tan intensamente el goce de la pareja. Pero realmente yo vivía de una forma rutinaria y mil veces durante la semana, me metía entre las sábanas para no ver a mi mujer salir del baño fresca, preciosa, mórbida y joven. Me aterraba volver a empezar a criar un niño y además creía que con cuatro había cumplido suficientemente. Pero el caso es que yo deseaba a Nat cada día más y es que con los años me iba

convirtiendo en un obseso del sexo, del amor. Amaba a Nat con todas las fuerzas de mi ser y hubiera querido vivir plenamente el amor, pero no me atrevía ni tenía la seguridad de saber hacer lo que mis amigos contaban que hacían ellos con sus esposas. Nat siempre era discreta y silenciosa, jamás me incitaba, pero como era tan bella y tan femenina, el hecho de verla con camisón ya era para mí una incitación y, sin embargo, había decidido que haría el amor los sábados y jamás me atrevía a tocarla durante la semana y además vivía siempre con el temor del embarazo. Un día decidí que debía salir de mi rutina y que me sentía traumatizado por no poder vivir la posesión con toda intensidad. Ya sé que es muy terminante y extremista, pero era la única forma de conocerme a mí mismo. Dado que el mundo, nuestro país sobre todo, se abría totalmente y se cerraban los tabúes, en los periódicos venían anuncios que me ponían carne de gallina, pero que a la vez me excitaban al máximo. Por ejemplo, había en el periódico El País, unos anuncios que además de crisparme, me ponían nervioso y levantaban mis ansiedades hasta extremos insospechados. Yo quería a mi mujer. Me gustaba mi mujer. No la hubiera cambiado por ninguna otra. Pero dado como era Nat, tan modosa, tan femenina, tan reprimida, no podía yo cometer la libertad o el pecado, sería para ella, de decirle que nuestro matrimonio se iba a pique debido a los recortes con que vivíamos el amor. Ni por la mente se me pasó semejante cosa. Y si un día me avisaba un poco en la posesión siempre tenía miedo que Nat creyese que la confundía con una fulana. Los críos crecían y Nat estaba morena, guapísima, con su pelo castaño, sus trajes modernos, sus ojos azules, para mí era cada día una tentación nueva, pero me aguantaba.

Y entre lo que contaban mis compañeros de sus vidas íntimas y la que vivía había un abismo. Así que un día leí varios anuncios. Aquéllos se estaban convirtiendo para mí en obsesivos. «Joven erótica sexual, enseña a inexpertos en todo tipo de juegos eróticos.» «Si quieres vivir una noche loca acude al...» Bajo aquellos anuncios un teléfono y una dirección. No sé cuándo lo decidí. Pero estaba tan obsesionado por saber cómo se comportaban aquellas mujeres que intentaba por todos los medios salir de mi triste monotonía y no podía en modo alguno complicar la vida de mi mujer. Me sentía más vigoroso cada día. Nunca había fumado, era un deportista consumado, por lo cual mi salud y mi virilidad se acrecentaban día a día, quizá más con los años. Estaba rondando los treinta y tres y mis dos gemelos tenían diez, Nat veintiocho... Digo que guapísima, siempre discreta y callada, amable, llena de ternura. No la cambiaría por nada del mundo ni le sería infiel, y si un día decidía ir a un piso de aquéllos, sería a no dudar para hacerla más feliz a ella, suponiendo que me atreviera a repetir las cosas que hiciera con la chica erótica dispuesta a enseñar al inexperto. Referente al piso que poseíamos en El Escorial, era estúpido intentar recuperarlo. Las monjas habían montado allí una escuela nocturna y Ernestina se me había enfrentado cuando intenté que me lo dejara libre. No dije a Nat todas las cosas que con suave acento me dijo su hermana, porque no quería disgustarla, pero la verdad es que me di cuenta de que jamás aquel piso volvería a nosotros, pues las monjas lo tenían bien apropiado. Andaba cavilando en todo esto, y obsesionado por visitar a una de aquellas mujeres que se ofrecían en los periódicos, cuando a mi lado escuché a David y a Leo. Hablaban de sus disfrutes y de lo bien y estupendamente que lo pasaban con sus esposas.

Contaban y no paraban. Que si desnudos de rodillas, que si por detrás, que si esto y que si aquello. La verdad es que no me atrevo a repetir lo que ellos decían, pero quedaba claro que disfrutaban del matrimonio al máximo, lo que me ponía a mí encandilado y con deseos locos de correr a mi precioso piso, asir a Nat por el cogote y llevarla a la intimidad de nuestro cuarto. Pero cuando llegaba a casa y veía a Nat tan modosita, tan femenina, tan linda y tan suave, me entraba un terror sobrecogedor ante el dilema de que Nat me dijera si estaba perturbado y si pretendía hacer de ella una cualquiera...

* * *

—Esta noche me voy a bailar a Mau Mau con Raquel —me dijo Leo de camino a casa—. Después no volveremos a dormir al hogar, ya que dejamos al crío con una canguro. Nos iremos a un motel... ¿Tú no lo haces nunca? —Pues... —Claro que lo haces, con esa mujer tan estupenda que tienes... ¿Sabes lo que te digo? Antes los hombres buscaban líos fuera de casa, con el fin de desahogar sus pasiones, pero las mujeres se han despabilado y a la sazón prefieren vivir esas pasiones con sus maridos y así los retienen. Yo nunca le fui infiel a Raquel, porque ella y yo nos hemos acoplado. No sabes lo que es tener una botella de champaña, estar desnudos y hacer las locuras que te apetezcan. —Pero eso es adulterar las buenas costumbres de la pareja matrimonial —aduje entre dientes. Leo me propinó un codazo guiñándome un ojo y riéndose burlón. —No seas pillín. Ni intentes falsear las cosas conmigo. Lo peor de este mundo es que el matrimonio no se encuentre nunca, y me refiero al encuentro psíquico físico... Recuerdo oír contar a mi madre que su marido la respetaba tanto que al final se fue con la mujer que le entretenía. ¿Entiendes?

—No demasiado. —No te hagas el tonto. Con su esposa terminaba en dos brincos y en cambio se iba a recrear con una chica, tía buena y complaciente, y el resultado al final fue que no retornó un día con su mujer. Lo lógico, chico, por eso la vida se ha montado de otra manera. Si ya lo decía san Agustín. —No digas memeces, san Agustín estaba en contra de la sexualidad. —Fuera del matrimonio, porque ya me dirás tú, si san Agustín condenaba la sexualidad, de hecho condenaba el matrimonio, digo yo. —Pero es que el matrimonio se hizo para procrear. Leo me soltó la risa delante de mis narices. —Ni que las mujeres fueran gatas. ¡Tú me estás tomando la cabellera! No se la tomaba, pero sí decía lo que sentía, o creía yo que sentía mi mujer educada con severidad por Ernestina. Un día se me ocurrió quitarle el camisón a Nat, y la vi tan azorada que terminé apagando la luz y entregándole la prenda y encima le pedí perdón. Aquella noche Nat lloró y nunca me dijo por qué pese a cuanto yo pregunté. Terminé por comprender que mi matrimonio no se había «encontrado» como decía Leo y que yo tendría que resignarme a ser siempre así y vivir en pasividad el resto de mi vida, teniendo, además, una mujer guapísima. Porque Nat cada día se ponía más bella. Se cuidaba mucho y estaba morena de tomar el sol en la piscina con Raquel y Salomé, sus mejores amigas. Nuestra vida era cómoda, los críos los teníamos bien educados, daban la lata normal de cuatro críos de diez años, nueve y ocho años, pero de ahí no se pasaba. Eran buenos estudiantes, sanos y guapos. Yo tenía un buen sueldo y no pasábamos apuros económicos. Poseíamos televisión en color, video y películas para pasar en él, y todos esos aparatos que suele tener un hogar acomodado.

Sólo una cosa nos preocupaba a Nat y a mí. La forma de montar la farmacia y para ello tenía ya rellenado el impreso de la solicitud de crédito, si bien no la había cursado. Había ido al centro a hablar sobre ello con el presidente de la sociedad bancaria y me había animado. Pero aún me retenía. Pensaba que un día quizá Ernestina reconociera su egoísmo y nos diera el piso. También hablé de eso con el presidente, pero debía de ser un tipo muy religioso o quizá del Opus, porque me aconsejó que olvidara el piso y me arriesgara a pagar un interés módico por el crédito, ya que me lo concederían por mi historial sin mácula y teniendo en cuenta además, que una farmacia es negocio rentable. En fin, andaba pensando en todo esto, pero pocas veces lo conversaba con Nat, ya que pretendía darle una sorpresa. También debo añadir que algún dinero hacíamos y que poseíamos una cuenta con tres milloncetes, pero eso lo conservábamos de reserva por si ocurría una eventualidad y no pensaba gastarlos en montar la farmacia, pero sí que me servían de garantía para el préstamo además de mi natural crédito como director de sucursal. Digo yo que teniendo una vida cómoda, casi muelle, el instinto sexual se agudiza y yo me lo ahogaba con saña, pero estaba muy harto de vivir todos los días igual, de no tener un aliciente fuerte y apasionante que me empujara a disfrutar más y más. Fue eso y toda mi pasión contenida la que me indujo a conocer aquel mundo erótico que para mí era tabú. Todos los días leía el anuncio, o diré mejor, los anuncios. Una mañana lo comenté con David porque nos hallábamos los dos en el despacho y sobre el tablero de la mesa se hallaba el periódico El País abierto precisamente por la sección de dichos anuncios. David se echó a reír. —¿Viste qué movida? Yo asentí.

—Estas son chicas decentes. —¿Decentes? —Bueno, no he querido decir eso. No son de las que se apostan en las esquinas, vaya, ni las que buscan plan en una sala de fiestas o cafetería. Son de piso, de lujo, de las que cobran una fortuna por una movida sexual. —Ya. —Se instalan por su cuenta, hacen lo que uno quiere y más y te cobran una fortuna. Pero prescinden de proxenetas y cosas así, chulos ¿entiendes? Se lo ganan ellas todo. Suelen ser una o dos y más si te apetece. Explotan bien el asunto. Y mira los anuncios. Son de miel. —Igual es mentira —dije como al descuido y como si el asunto no me interesara. —¡Qué va! Son auténticas. Y lo que anuncian lo dan, te lo digo yo. —¿Has ido tú alguna vez? —Sí. —¿Cómo? ¿No eres feliz con Salomé y haces con ella lo que te acomoda u os acomoda a los dos? —Desde luego. Pero un día quise ser aún más hábil con mi esposa y decidí ir. No me quedaron ganas porque pagué la tira y me di cuenta de que prefiero hacer todo eso con mi esposa. No sé qué más cosas dijo del asunto y después se fue. Yo me quedé solo. Rumiando mi idea. ¿Por qué no? Quizá lo que pretendiera con aquellas chicas me sirviera después para hacer más feliz a Nat. Claro que yo bien sabía que eso era una disculpa que me daba a mí mismo, pues

con Nat no serviría de nada salirse de lo natural rutinario... Pero la idea se hacía cada día más obsesiva...

X

Cuando en la noche llegaba a casa, los críos ya se hallaban en la cama. Yo solía llevar una contabilidad de unos grandes almacenes y acudía después al despacho a las cinco y retornaba a casa a las diez. No lo hacía por necesidad económica, sino por compromiso al dueño que era amigo mío y además, aquel dinero, pues me la pagaba muy bien, me servía para aumentar mis ahorros. Nat solía esperarme con la mesa puesta y cenábamos juntos. Conversábamos sobre mil cosas. Que si los críos esto y aquello, que si teníamos tanto ahorrado, que si la farmacia, que si Ernestina debía dejarnos el piso. De nosotros dos poco o más bien nada. En aquellas noches yo hubiera dado algo por atrapar a Nat en mis brazos, desnudarla, tirarla sobre el canapé del salón y hacer allí mismo el amor o en el suelo, sobre la alfombra... Muchas veces cuando retornaba y la veía tan fresca, tan joven, tan femenina y tan linda me entraba una excitación incontrolable, pero yo soy tipo de voluntad y conseguía controlarme. Lo más que hacía era besarla en la boca. Tiene Nat una boca preciosa. Unos labios rojos y húmedos, unos dientes limpios y nítidos. Unos senos que por tocarlos daría media vida. Pero lo más que hacía era sobarla contra mí como al descuido. Nat haciendo el amor es sosegada, tranquila, equilibrada. Y alterar ya eso me daría respingo. Igual piensa que pretendo hacer de ella un objeto del sexo. Y mis controles me constaban a veces sofocones insoportables. Así que la velada la entreteníamos jugando a las cartas y Nat muchas veces bostezaba y decía que se aburría.

¿Qué podía hacer yo para entretener a una mujer que deseaba tanto o más que el día que me casé con ella? —Salomé y David se van dejando a los dos críos internos en el colegio —me dijo un día. —¿Adonde se van? David ha tomado ayer el permiso. —Se van a Ibiza. —Vaya. —Dicen que prefieren cambiar de aires y disfrutar de una segunda luna de miel. ¡Como si no la tuvieran cada noche! Quise apreciar un cierto resquemor o envidia en el comentario de Nat, pero lo desechaba. No obstante le pregunté si ella deseaba hacer un viaje. —¿Con cuatro críos? Ni pensarlo. —Podías llevárselos a Ernestina. Me miró como si me fulminara. —De Ernestina no quiero saber nada. Bastante pascua nos está haciendo apropiándose del piso. La cosa quedó así y yo al día siguiente de tener lugar este comentario, decidí que el sábado iría al piso de una de aquellas jóvenes que se anunciaban como eróticas para una noche de locura. Hacía más de ocho días que no hacía el amor con Nat, pues habíamos pasado un susto garrafal cuando aquel mes se le retrasó la regla y pensamos ya en el quinto hijo. Claro que había píldoras y cosas anticonceptivas y se vendían incluso sin receta. Pero yo no podía imponer a Nat tales potingues y tampoco sabía hacer trampas hábiles.

Así que nuestro matrimonio se dispersaba por falta de movida. No podía soportar mi pasividad y quise tener una experiencia. Nat, nunca se enteraría y, sí, en cambio quizá sirviera para despertar mis habilidades y poco a poco ir metiendo a Nat un deseo nuevo, una savia distinta. Ya sabía que me iba a costar convencer a Nat, pero quizá sin decirle nada le gustara lo que hiciera y las cosas se fueran afianzando en otro sentido. Porque yo adoraba a mi mujer. Pero no la tenía como era mu gusto y mi ansiedad, así que después de reflexionar concienzudamente me arriesgué imponiendo, por supuesto mis condiciones. Yo creo que si Nat y yo nos hemos decidido a escribir esto, fue para ejemplo de muchos que viven como nosotros o para darnos a nosotros mismos una razón de nuestras mutuas relaciones. El caso no tiene mayor importancia, salvo la que queramos darle los dos y los dos nos queríamos demasiado para reaccionar de otra manera. Así que hecho el inciso continúo. Busqué la dirección y el número. Llamé por teléfono desde una cabina telefónica por temor a que se enteraran en el banco por medio de la centralita. Así que a la segunda llamada, me respondió una voz femenina y juvenil. —¿Qué desea? —Una velada —dije roncamente. —¿A qué hora? —A las seis. —Vente aquí y hablaremos. Aun dudé en ir. Tenía miedo.

Miedo de que me gustara y dejara de amar a mi mujer y me ocurriera como le ocurrió a la madre de David. Pero no. Yo adoraba a mis hijos y a mi esposa y si hacía aquello era por mi condición de marido reprimido. Había cuidado de que fuera una chica sola. Me bastaba, seguro. Y además quizá le dijera la verdad. ¿Por qué no? Claro que tales chicas que deciden su vida por esos derroteros no les interesa el amor y sólo son maestras del sexo. Lo dudé mucho aún, pero a las seis subí al coche y lo aparqué cerca del edificio donde vivía la chica. Un gran edificio, de apartamentos caros, lo que me hizo pensar que, como decía David, costaría una fortuna. Le pagaría si con ello salvaba mi matrimonio, si por medio de aquella joven hallaba el camino y encontraba la verdadera senda del matrimonio feliz. Tampoco estaba seguro de que fuera éste el mejor camino, pero... Estaba allí, pulsando el timbre. Y en seguida oí pasos y apareció en el umbral una joven rubia, de largos cabellos, mirada insinuante y senos prominentes. Muy coquetuela y muy joven, pero además estaba a medio vestir. Es decir, tenía dos trapos lujosos encima y se le veían los muslos y más arriba los senos le bailaban túrgidos y macizos al aire... —¿Eres el que llamó esta mañana? —Sí. —Pasa. Estás muy bien. ¿Cuánto tiempo necesitas?

—No lo sé. Pero sí sé que quiero estar contigo en tinieblas. —¿En tinieblas? —Prefiero no verte ni que digas una palabra. —Vaya, un maniático. —Un enamorado de su mujer y prefiero imaginar que eres ella. —Bueno, si pagas, lo que tú digas. —¿Cuánto? Me asustó el precio. Seis días haciendo contabilidad en los almacenes no me alcanzarían para pagarle, pero quizá merecería la pena. —Te contrato una semana —dije—, pero no puedes ver a nadie más durante esos días. Dame una llave y entraré y no te veré siquiera. Has de estar ya en el cuarto a oscuras. Y no des ni las buenas tardes. —Esa manía te costará el doble. —Lo paso. Se alzó de hombros. —Eso es cosa tuya —dijo. Y me invitó a cruzar el salón.

* * *

Debo confesar que fue una experiencia sorprendente.

Yo nunca pensé que al sexo se le pudiera sacar tanto partido. Pero aquella chica era una gatita ardiente y yo añoré una esposa así. No era posible que yo me enamorara de ella, ¡qué disparate! Si estaba allí era para hacerme a la idea de que tenía a Nat en brazos y nadie sabe lo que disfrutaba imaginándolo. No fui un día. Fui tres y pensaba continuar yendo toda la semana. Era un lapsus en mi vida. Jamás le había sido infiel a mi esposa y pensaba que tampoco entonces se lo estaba siendo porque cuando entraba en aquel apartamento y me iba al cuarto oscuro, me hallaba allí —eso pensaba yo— con Nat y hacía locuras con ella. Retornar a casa era lo peor. Y más sabiendo que Nat era otra persona. Pero es que yo luchaba conmigo mismo anhelando que aquella esposa mía, fuera la chiquita que había tenido en brazos durante horas. Naturalmente que no hacía el amor con Nat. Y una vez que lo hice la sorprendí demostrando habilidades que nunca habían sido mi fuerte. Nat me miraba. No decía nada. Se dejaba llevar, pero yo notaba su íntima sorpresa. Pero también era sorprendente para mí que Nat no se alterara ante una situación que yo sin darme cuenta planteaba. La de una posesión madura, recreada, distinta. Con pocas variantes, pero sí las suficientes, aunque estimaba que Nat no se daba cuenta o si se la daba callaba debido a su discreción.

No obstante, por el temor a un quinto embarazo, me abstenía por ganas que reprimiera de estar con ella. Es que además, después de conocer a aquella chica y sus monerías y habilidades sexuales, más amaba yo a mi mujer. Si tuviera valor le contaría lo ocurrido. Le diría que estábamos desperdiciando nuestra juventud y que si éramos marido y mujer teníamos todo el derecho del mundo a pasarlo bien, a entregarnos plenamente. Pero el recuerdo de Ernestina y del convento y de la forma que yo conocí a Nat, me retenía, me contraía. Pero yo no podía pasar sin ir a aquel apartamento que además me costaba una fortuna. Pero iba cada tarde y cuando terminó la semana contraté otra. Me estaba convirtiendo en un obeso sexual y ello me empequeñecía y hasta no me atrevía a mirar a mi mujer frente a frente. Empecé a huirle. Empecé a sentirme culpable. Pero a las seis en vez de irme a los almacenes iba por aquel apartamento. Se estaba acabando la segunda semana y me daba terror pensar en que necesitaba otra. Todo lo que había aprendido me parecía sospechoso, si bien con Nat no podía usarlo porque estaba derrengado y prescindía de Nat aquellos días y salvo en tres o cuatro ocasiones no la busqué en la intimidad. Me daba un miedo aterrador expansionarme y que Nat se diera cuenta de mi cambio y que fuera a sospechar lo que estaba haciendo. Por otra parte estaba lo del tan temido embarazo. No es que no pudiéramos mantener un quinto hijo, ¡qué dislate!, era que ya tenía el mayor ocho años y te daba pereza empezar de nuevo. Además, yo prefería ver a Nat tan linda, tan

personal, tan femenina y sin barriga y los achaques de los clásicos embarazos. Había cumplido. Y no me daba la gana de sacrificar de nuevo lo que más amaba. Porque por mucho que yo visitara a la tía aquella —no sabía su nombre ni me importaba, en la intimidad yo la llamaba Nat y ella estaba obligada a no responderme—, no por ello dejaba de amar desesperadamente a mi esposa. Así que pagaba para que aquella joven chica hiciera el papel de Nat y de ser así, realmente, yo sería el hombre completo y más feliz del mundo. En fin. La semana —segunda de mis elocubraciones sexuales— iba a tocar a su fin y estaba dispuesto a que no hubiese una tercera semana. Lo tenía muy decidido. Dejo para Nat lo siguiente. Es curioso sin duda. Y de ello se desprende el gran amor y la gran estimación y no digo nada de la comprensión que nos une. Pienso que el día que conocí a Nat, me tocó la lotería. Ella dice que le tocó a ella cuando me conoció a mí, pero yo entiendo que nos tocó a los dos. Dejo, pues, paso a los que Nat va a contarnos que no deja de ser original y absurdo al mismo tiempo. Pero hay que contarlo, y más si nos hemos decidido los dos que no quede nada en el tintero. Es la única forma de afianzar la verdadera dicha y el verdadero sólido sostén de uno en otro.

XI

No dije a nadie lo que me rumiaba en la cabeza. Pero sin duda me rumiaban muchas cosas. De conocer menos a José las cosas se quedarían así, pero yo conocía a mi marido como la palma de mi propia mano. Fue así que empecé a notar una expresión taciturna, un miedo extraño. No me miraba de frente y tardaba en retornar a casa en las noches. Aparte de eso una noche me asió contra sí viniendo a mi lecho. En la alcoba tenemos dos y en mitad de la noche jamás José pasó a mi cama, sin embargo, lo hizo por dos veces esta semana y se comportó de una forma extraña. Más expansivo, más habilidoso. Fui feliz, ¿negarlo? No, ¡qué disparate! Pero no era aquél mi José, me la habían cambiado. Para mejor, por supuesto, pero ardiente y apasionado y además distante el tiempo que estuvo conmigo. No cesaba de decir «Nat, Nat, Nat». Era como si comiera mi nombre. Sus besos en mi boca no estallaban. Eran profundos, pecadores casi, pero divinos. ¡José, José! ¿Por qué cambiaba así?

¿Y qué cosa le cambiaba? Después seguía un silencio extraño y al rato se iba solo, algo tambaleante, como lastimero. Ese no era mi José, de modo que decidí averiguar qué cosa estaba pasando. De ser yo más extravertida habría comentado el acto con mis amigas Raquel y Salomé. Pero no. Ellas hablaban mucho de sus placeres sexuales con el marido y de todas las maneras que hacían, pero yo nunca fui expansiva y además poco o nada tenía que decir. En mi matrimonio no existían emociones de tal calibre, por tanto, vergüenza sentía callándome, como contando la realidad. Y decidía irme por la carretera del medio silenciando mis íntimas decepciones. Y mis sospechas, dolorosas sospechas es la verdad, surgieron un día. Él me había dicho a la hora de almorzar que vendría tarde. Era jueves y ni siquiera jugaba ese día al tenis, aduciendo una doble labor en la contabilidad de los almacenes. Pero como Dios las hace y el diablo las denuncia, ya digo que surgió algo que me puso sobre aviso. La llamada del dueño de los almacenes preguntando por José. Yo no dejé mal a mi marido, pero sí que me di cuenta de que José no se hallaba donde decía. Jamás tuve motivos para sospechar de José y nada más lejos de mi mente que una infidelidad de él. Sin embargo... Yo soy una mujer real, consciente y no me muero pensando en demagogias, así

que decidí averiguar lo que hacía José en sus ausencias de los almacenes. En dos semanas había estado en mi lecho dos o tres veces y quise apreciar en él una diferencia notoria. Es más, no me entraba en la cabeza —aunque me gustase— que José hubiese aprendido solo a comportarse tan ardientemente e hiciera ciertas habilidades que nunca hasta entonces había hecho. Por tanto empecé a pensar que algo desusado estaba ocurriendo. Ya digo que en aquellos días me haría muy bien una confidente, pero no la tenía ni pensaba buscarla. Pero sí que hice algo a las siete del otro día. Primero a la hora de almorzar le pregunté si vendría a casa después de dejar el banco. Habitualmente él no iba al banco por las tardes y se quedaba en casa leyendo el periódico después de almorzar, y, como era verano, se iba a las cuatro a la piscina con los críos mientras yo ayudaba a la chica asistente a recoger. Después me iba a la piscina de la urbanización y al regresar a casa, él se vestía y salía hacia los almacenes. Bien, pues al día siguiente fui yo la que llamé a los almacenes sin decir quién era. Me respondieron que no le esperaban ya, que se había tomado quince días de vacaciones y que no empezaba a ir hasta el lunes. ¡Vale! ¿Me engañaba? ¿Y con quién? Me seguía queriendo, eso lo sabía yo perfectamente, pero fuera como fuera me estaba mintiendo y si me mentía es que lo que hacía no era normal.

¿Qué cosa? Decidí averiguarlo. De modo que esperé al día siguiente y le seguí. Sí, sí, le seguí. Salió de casa y yo detrás. Había pedido a Raquel y a Leo que cuidaran a mis cuatro lebreles en la piscina, pues tenía que ir al centro sin remedio a unos asuntos. Eran buenos amigos y tenían sus propios hijos aproximadamente de la edad de los míos, por tanto cuidar tres o cuidar nueve poco importaba. Yo estaba defendiendo mi felicidad y no iba a ser tan fácil que yo la cediera por un «quítame esas pajas».

* * *

Salí tras él y vi que subía a su coche y se iba a Madrid. A distancia le seguí en mi pequeño utilitario de cuatro plazas. No me remordía la conciencia y en cambio tenía todo el empeño del mundo en descubrir qué cosa hacía José entretanto yo pensaba que se hallaba en los almacenes. Estuve a punto de perderlo entre el tráfico más de tres veces, pero hábilmente volvía a situarme a tres coches del suyo. Y así vi cómo lo aparcaba en un lugar casi solitario en el mismo centro, pero con aparcamientos propios de unos elegantes apartamentos. Lo vi descender, cerrar e ir directamente a un portal.

No me anduve en dudas. No sabía aún lo que iba a hacer, pero evidentemente iba a hacer algo. Y me fui tras él, escurrida por los soportales y entré en el mismo portal. Me situé primero ante el ascensor que subía para saber a qué planta iba. Sexta. La lucecita roja estuvo encendida un rato hasta que se apagó lo que me hizo entender que se había quedado en el sexto. Me fui rápidamente a los buzones. Y busqué nombres, plantas y todo eso. Lo encontré en seguida. «Sexta planta-Kitty Palomares». ¿Una mujer? Cielos, José me era infiel. Tenía una amante. No me cabía en la cabeza. No podía caberme. Pero el caso concreto y llano estaba allí. Tuve valor para entrar en el ascensor y conducirlo hasta el sexto. Había tres puertas y en cada una de ellas un letrero. «Abogado laboralista. Jaime Sepúlveda». No era, claro. Busqué la siguiente «Inés Pineda. Modista». ¡Vale! Quedaba otra. Y claro, era la de Kitty Palomares.

Mi marido estaba detrás de aquella puerta. ¿Estaba enfermo José y aquella Kitty era médico? No, no podía consolarme así. Era absurdo. Giré. Debía reflexionar, hacer las cosas maduramente. Nada de precipitarse. Una cosa tenía clara. No perdería a José así como así y lucharía por retenerlo con uñas y dientes. Nunca pensé de mí misma que fuera tan valiente y decidida. Pero me fui de allí con el convencimiento de que haría algo mañana en la mañana. Visitar a la tal Kitty, ¿por qué no? Cerciorarme de quién era, qué buscaba allí mi marido. Nadie sabe con qué ánimo retorné a la piscina y la falsa risa que curvó mis labios ante las monerías de mis hijos en el agua. En verano, ya se sabe, oscurece muy tarde. Eran casi las diez cuando con el cerebro empapillado llegué a casa con los críos. Aún no sé cómo tuve ánimos para ducharlos, darles la cena y acostarlos. José, mi José de toda mi vida, mi único hombre y mi único amor, engañándome. No me cabía en la cabeza. José me amaba, me adoraba, me respetaba. Jamás habíamos tenido una disputa. Siempre estuvimos de acuerdo en todo. Eramos sosos en la cama, ya sé. No hacíamos las filigranas de Salomé y su esposo o de Raquel y su marido, pero nos amábamos y nos necesitábamos. No sé a qué hora sentí el llavín.

Pensé que lo lógico sería abalanzarse sobre él, escupirle a la cara mi desprecio y decirle todo lo que sentía. Pero no. Perdería el juicio si eso hiciera. Además, era lo bastante madura para reflexionar y saber antes de decir por qué lo decía. Así que tenía muy claro que al día siguiente en la mañana mientras él estaba en el banco yo visitaría a Kitty. ¿Por qué no? Me di cuenta de que estaba resuelta a saber y no por José. Por la chica. Si después de averiguar, comprobaba que José me era infiel por amor a otra mujer, le daría la oportunidad de la separación e incluso del divorcio, aunque yo no pensaba usar mi libertad para casarme de nuevo. Mi vida sin José no tenía objeto, de modo que tampoco amándole así tenía derecho a retenerlo contra su voluntad. José habló poco aquella noche y parecía lejano. Me asaltó el temor de que en efecto me hubiera dejado de amar, de que el hogar para él, junto con los cuatro críos, fuera una carga. Eso sí que estuvo a punto de delatarme, pero me doblegué. Se fue a la cama antes que yo. Dijo dos o tres cosas convencionales y se marchó, lo que me dio a mí margen para pensar y madurar mi plan. Esa noche, de madrugada, José pasó a mi lecho inesperadamente y me quiso. Sí, sí, me quiso como un loco. Me di cuenta de que algo le ocurría y aquel algo estaba relacionado con aquel

sexto piso, y el nombre de una mujer. Otra mujer que no era yo. Correspondí tímida a sus elocubraciones y me di cuenta de que José era distinto, me expansionaba. Era ardiente y habilidoso. Entendía que José me quería indicar algo con aquella forma de comportarse, pero no sabía qué... Fue una noche distinta o un amanecer deslumbrador, pero después se apagó, se redujo en sí mismo y se fue a su cama. Cosa rara, salió sin tomar el café, sin que yo despertara. Decididamente algo le ocurría a José y aquel algo estaba relacionado indudablemente con el piso y una mujer. Lo decidí mientras llevaba a los críos a la piscina. Los dejé con Raquel que llegaba casi cuando yo y le pedí que les atendiera, porque yo tenía que ir a Madrid y retornaría lo antes posible. Ya en el coche iba pensando asustada si no estaría metiendo la pata, si no sería la modista y no la otra a donde iba José. Pero fuera cual fuera de aquellas dos mujeres, yo llamaría primero a la de Kitty Palomares y le preguntaría por José.

XII

Cuando pulsé el timbre de aquella puerta no temblaba, o si temblaba era por dentro y tan dentro que no se apreciaba en mi exterior. Tardaron mucho en abrirse y cuando cedió la puerta me topé con una joven, rubia, casi desnuda que refunfuñaba soñolienta. —Vaya horas de llamar, ¿qué desea? Empujé la puerta y la cerré yo misma. La chica se despabiló. —¿Quién es usted? —me preguntó de mal talante—. Vaya forma de irrumpir en un hogar ajeno. —Busco a José Santiago. —¿José qué? —Santiago. —¿Son dos hombres —descarada— o un hombre con dos nombres? —Un hombre que la visita por las tardes —rotunda y fiera— desde hace días. —Pasa —me tuteó sin preámbulos—. ¿Eres de la competencia? —Soy la esposa de José. —¿José? Oh, no me digas que tú eres la pavita Nat. —¡Qué? —La mujer que no le permites hacer lo que le gusta. —¿Cómo? Con mi exclamación iba tras ella que, perezosa, se adentraba en un lujoso salón.

—No grites así —refunfuñó—. Y déjate de lanzar exclamaciones de asombro. Después que se fue ese tipo maniático me tomé una botella de champaña para desintoxicarme y pillé una curda. Me la estaba durmiendo cuando tú llegaste. Oye, siéntate si gustas. ¿Qué deseas de mí? —Mi marido la visita todos los días desde hace algún tiempo y quiero saber por qué. Me ama a mí y, sin embargo... —No levantes tanto la voz —se tapaba los oídos graciosamente—, me destrozas el tímpano. Vayamos con calma. Yo no sé cómo se llama el tipo maniático ni casi le vi la cara. Me llama Nat cuando está conmigo ahí —con el dedo mostraba una puerta entreabierta—. Y yo tengo el deber de callarme. —Explíquese mejor. —No hay nada que explicar. Paga una fortuna por entrar. Me pidió llave, se la di y yo no puedo aparecer a la luz. Es decir, entra, pasa al cuarto a oscuras, se desviste y me hace el amor de todas las maneras y me llama Nat. Yo tengo la obligación de callarme y no puedo pronunciar una sola palabra, lo que me hace pensar que él viene aquí a recrearse conmigo imaginando que su mujer soy yo — se alzó de hombros—. Los hay chiflados, pero como paga bien, pues a mandar. Yo estoy para eso, aunque ya me está cansando el maniático señor. Es guapísimo. Si es usted su mujer, y tampoco está nada mal, ¿por qué él busca esparcer su imaginación haciendo esas filigranas? —Quiere decirme que no le ha visto. —Oh, no. Sí que le vi —con indiferencia— el día que me contrató. Pero yo estoy hartándome por mucho que me pague a someterme a un solo tipo. Claro que esta noche será la última, a menos que me contrate para otra semana y nada me ha dicho sobre el particular. —Y usted supone que viene aquí para imaginarse que su esposa es usted. —Eso he querido entender. Creo que, además, algo me dijo el día que me contrató. Si es usted su esposa, le diré que su marido la ama como un loco y que no entiendo la postura de ciertas esposas reprimidas que sin querer, empujan a sus maridos a serles infieles. —Yo adoro a mi marido —le confesé sofocada— y estoy segura de su amor por

mí. —Pues no lo entiendo. ¿Qué hace usted para que su marido salga de casa a imaginársela en brazos de otra mujer? Lo pensé en aquel mismo momento. La chica era una prostituta de lujo, de acuerdo, pero era también un ser humano y a la legua se veía que su forma de ganar dinero era entregándose a los hombres sin poner en ello sentimiento alguno. Yo amaba a mi marido, tenía el sentimiento arraigado dentro y encima le obligaba con mi actitud represiva a buscarse expansiones fuera. —Déjeme —le dije de sopetón casi sin saber qué decía— pasar esta noche por usted. No me entendió y yo respiré profundamente. ¡Oh, Ernestina, si me vieses! Pero afortunadamente para mí y para ti no me veías. Tú habías entregado tu vida a Dios y se la dabas de tal manera que robabas para Él. Porque nos habías atrapado el piso. ¿No? Pues yo me había entregado a mi marido y quería ser para él como él me necesitara. Fuera tabúes. Además, ¿no odiaba yo tales tabúes? Yo que pensaba que José era un represivo, un tímido, un infeliz y resultaba que lo único que le ocurría a José es que no se atrevía a decirme que deseaba más en nuestra intimidad amorosa. ¡Ya! Pues iba a tenerlo.

Me costara lo que me costara. Porque, claro, aquella chica cobraría por el favor. Una mujer que vive del comercio de su cuerpo, nunca cede gratis. Le pagaría. Me miraba tan asombrada que yo repetí casi suplicante: —Adoro a mi marido. Me educaron en una antigua escuela monjil. Y no quiero perder a José. ¿Entiende? Tampoco he de tener en cuenta su infidelidad. Entiendo la postura de mi esposo y quiero recuperarlo. —Sigo sin entender nada de nada —se enfadó la chica como muy cansada de aguantarme. —Mire —le expliqué intentando equilibrarme—, yo le pago lo que me pida y usted esta tarde se marcha. Yo me quedo en su lugar con la luz apagada y en el sitio que usted suele esperar a mi esposo. —En la cama desnuda —dijo tajante. —Bueno —respingué—, pues así. —No pensará que soy santa o hermanita de la caridad. —Sé que es una mujer, al fin y al cabo, y tendrá sus sentimientos. —Comercializados. —Bueno, pues yo pago y usted cobra por marcharse esta noche. —¿Sabe cuánto le voy a cobrar? —Dígalo y lo tendrá. —No entiendo este mundo de locos. Pero allá usted —mencionó una cifra que me dejó temblando—. O eso o nada. —En el precio va incluido su silencio. Se echó a reír.

—A mí sus asuntos privados no me interesan. Yo vivo de esto y es el primer caso peregrino, así que me pasa, allá usted... Me levanté. —Vendré a las cinco. —Me trae el dinero o me quedo yo en lugar de usted. —Bueno. No tengo dinero en efectivo, pero le traeré una valiosa sortija y cuando todo se haya aclarado entre mi marido y yo, se la cambio por dinero. Frunció el ceño. —¿Tanto importa para usted el recuperar a su marido? —Todo en la vida. Sin él no concibo nada. —Pues no entiendo cómo no es más sincera con él y le dice que en la cama quiere más movida. —No sea grosera. —Es lo lamentable, que a la realidad, algunas gentes califican de grosería. Pero me es igual. Traiga la sortija a las cinco y media. —Gracias. —No entiendo mi blandura, pero, en fin, alguna vez hay que hacer algo por el prójimo para que san Pedro nos disculpe ciertos pecaditos cuando llegamos al otro mundo, si es que san Pedro nos espera allí, que lo dudo...

* * *

No sé cómo retorné al coche y cómo rodé hasta la urbanización.

El sol calentaba de modo sofocante y del pavimento parecía subir fuego desleído. Los cuatro críos con el de Raquel y los dos de Salomé chapoteaban en la piscina infantil entretanto Raquel y Salomé los vigilaban desde la de mayores. No sé aún cómo tuve valor para sonreír, para bañarme, para jugar con los críos y conversar con naturalidad con mis amigas. Pero lo cierto es que lo hice. Y que después de poner el ligero albornoz a los críos me los llevé a almorzar. Tampoco sé aún cómo pude comportarme con tanta naturalidad con mi marido cuando acudió a almorzar. Me afiancé más en su semblante taciturno, su morriña, en su silencio. Otra se comportaría airadamente. No se concibe que yo entendiera la postura de José, pero lo cierto es que me sentía culpable o más que él en aquel asunto. Iba a cortarlo todo y de una vez por todas. Dudar del amor de José sería como dudar de mí misma y de su infidelidad no me ofendía. Era humana y lógica y me daba cuenta evidente de que José me deseaba de otro modo y no se atrevía a decírmelo, lo que me obligaba a pensar que estábamos ambos sufriendo el mismo mal sin atrevernos a ser sinceros. El mundo caminaba por otros derroteros. Las parejas tenían un convencimiento distinto de la vida, la pareja y el sexo. Por tanto yo no podía ser distinta a la generalidad femenina y José diferente de cualquier otro hombre. Es más, para evitarme el embarazo rompí con todos los tabúes y me fui a la farmacia a pedir las píldoras anticonceptivas y dado que soy farmacéutica supe pedirlas de forma que no las pudieron negar y después leí la fórmula, y el método para usarlas.

Me inicié aquel mismo día y aquella misma tarde en ellas. ¿Pecaba? Bueno, más pecado sería llenarse de hijos y malcriarlos o abandonarlos. No aceptaba el aborto, eso no, ¡nunca!, pero la evitación sí, rotundamente. Ya después me haría un examen concienzudo y yo misma buscaría la fórmula más adecuada a mi estado fisiológico. Pero de momento, aquello me salvaría de un embarazo no deseado. Lo siento, Ernestina. Perdí la fe en ti hace mucho tiempo y no creo en nada de cuanto digáis y hasta dudo del amor que decís tener a Dios. Lo cristiano y humano era defender mi vida, mi matrimonio y mi marido. Así que allá iba yo dispuesta a descubrir la autenticidad de mi matrimonio y nadie me desviaría ya de mi camino a seguir. Estuve nerviosa, sí, pero José no se enteró. Se fue a la piscina con los críos y a las cuatro y media bajé yo y él se fue. Después, casi en seguida, pedí a Raquel que se quedara al cuidado de los niños y le pedí también que si tardaba, iba a tardar, se los llevara a su casa... No sabía cómo se iban a desarrollar las cosas. O muy poco conocía a José o me descubriría rápidamente. Pero yo prefería que no le hiciera hasta el final. No me voy a meter en rollos. José dirá lo que pasó. Yo sólo sé que, con la sortija, me fui a casa de aquella chica y se la entregué. Ella la miró, le dio vueltas entre los dedos y al fin la ocultó en el bolso.

—Se la devolveré cuando me dé el dinero. Me trataba de usted. Por lo visto había pensado que dentro de mi inmadurez había una dama digna que no estaba dispuesta a perder al marido. Me quedé sola y entré en el cuarto. Me desnudé y como Dios me trajo al mundo me metí en aquel lecho lujurioso. Porque lo era. Anchísimo y muelle y todo parecía tapizado de rojo. La invitación al placer y al sexo. Bueno, cada uno ganaba el dinero como podía. Yo no había ido allí a censurar a la chica, sino a recuperar algo que había perdido o estaba a punto de perder. José dirá lo demás. A mí me dejará dos cuartillas para dar remate. Nos hemos partido las cien cuartillas que nos propusimos llenar por la mitad. ¡Cuánto nos reímos cuando lo leemos! Pero eso ya lo diremos después. Ahora le cedo la pluma a José...

XIII

Este invento de Nat de escribir cuanto vivimos da sus frutos. Es interesante y además conveniente, y nos ofrece la oportunidad de partirnos de risa y de conocernos mejor cada día. Es tan privativo el asunto que lo leemos juntos y después Nat lo cierra con llave en su secreter. Me pregunto qué diría la monja si se enterara de toda esta movida, pero la monja, ¡valiente aprovechada de los bienes ajenos!, tiene suficiente con sacar dinero de nuestro piso. Piso que perdimos, naturalmente, porque ¿cómo vamos a demandar al convento y a nuestra propia hermana? Ella lo sabe muy bien, y por eso se lo ha apropiado. Pero lo del piso y la propia Ernestina es lo de menos para nosotros. Lo demás somos nosotros dos y nuestros cuatro hijos cada día más sanos y más hermosos. Buscando un método cronológico como me pide Nat, retornaré a aquel sábado, fin de mi prueba aventurada para mí. Porque una cosa tenía yo fija en la mente. Se acababa dicha prueba y la chica en cuestión me importaba un rábano, porque a quien yo adoraba y deseaba era a mi mujer. No dilataría más mi compromiso con la prostituta lujosa que dicho en verdad y de paso, se comportó debidamente, esto es, como yo le pedí. Ni una palabra y cuando oía el llavín en la cerradura corría al cuarto y yo me recreaba pensando que tenía a Nat elocubradora y preciosa en mis brazos. En fin, aquel sábado entré a las seis. Solía ser puntual. Lo soy siempre para todo y no me retrasaba ni el tráfico, porque para evitar retrasos me iba adelantado. Había pasado quince días de permiso en los almacenes. El lunes volvería a mis contabilidades, aunque estaba pensando en buscar un contable competente y dejar yo de servir a mi amigo. Con eso de tanto desempleo además, estaba abusando del pluriempleo y las compatibilidades tan en boga me lo prohibían. Por otra parte yo ganaba un sueldo más que espléndido y robar una ganancia a

otro me rompía las tripas. Así que el lunes pensaba abordar el asunto con mi amigo y me integraría más en mi hogar y hasta quién sabe si, con las experiencias adquiridas, un día despertaba las ocultas ansiedades de mi mujer y le iba quitando tabúes de la mente. Pero engañarla nunca más y encima pensaba que un día cualquiera le contaría mi movida sexual y me confesaría con ella. Volviendo a aquel día crucial de mi destino, entré en el lujoso apartamento me fui directo a la alcoba roja y dorada. Todo estaba oscuro y para evitar algún rayo de luz, cerré la puerta y, como hacía siempre, me desnudé entre tinieblas. Me olió raro. Me resultó familiar un cierto perfume, pero no le di importancia. Evocar a mi mujer, la evocaba sin perfume o con él, por eso me pasó inadvertido aquel detalle. Noté, eso sí, que la chica me recibía apasionada y tierna al mismo tiempo, lo cual no solía ocurrir. Que me perdone, pero no voy a meterme en detalles sexuales. Pienso que es de mal gusto contar intimidades. Sin embargo, como no quiero dejar mentes en blanco, diré tan sólo que fue la tarde más maravillosa de mi vida. Encontraba en la chica un eco profundo a mis elucubraciones y no me cansaba de tenerla en mis brazos. Es más, estaba pensando que me gustaba demasiado y eso me dolía. Hasta la fecha había ido allí buscando un consuelo imaginativo y aquella tarde evocar a mi mujer en la posesión, me era sumamente fácil, lo que no dejaba de ser doloroso al mismo tiempo, pues empezaba a temer que no pudiera romper aquel mismo día y dilatara una semana más aquella sesión. Fue encantador porque pese a lo físico que llevaba en sí, la chica se comportaba como si en toda ella se despertara un sentimiento hondo. Casi desgarrador.

Hasta sus labios se parecían a los de Nat. ¡Si estaría yo obcecado! Me gustaba estar allí y prolongué cuanto pude mi sesión amorosa. ¡Cuántas cosas hice! Las más delicadas, las más tiernas, las más aberrantes... Pero era mía y mi exaltada imaginación llevaba junto a Nat y tanta era mi obsesión que no cesaba de pronunciar su nombre, pero en medio del goce, la ternura y el placer, pensaba que aquel día se vendría abajo porque me vería obligado a verle la cara para decirle adiós, un adiós definitivo. Y eso me dolía. Me desgarraba las carnes. Fue, digo, la tarde prolongada más ardiente y loca de mi vida y la más bella, la más evocadora. Pensaba al mismo tiempo que prefería dejarla sin palabras o diciendo sólo adiós y depositando en la mesita de noche un puñado de billetes... Me había dado mucho aquella muchacha. Me había abierto los ojos. O me sinceraba con mi mujer o me sentía perdido. Era padre de cuatro hijos, sí, pero dada mi represión y la de Nat, nunca tenía suficiente, y aquel desahogo haciendo funcionar mi loca imaginación me llenaba aún más de nostalgia y melancolía. Yo adoraba a Nat y por tenerla así ardiente en mis brazos, como estaba teniendo aquella tarde a aquella muchacha, daría media vida. Me sentí pequeño, absorto. ¿A quién engañaba?

A mí mismo. Yo no tenía a aquella muchacha en brazos ni la hacía mía pensando en la joven misma. Yo iba allí a buscar con la imaginación a la mujer que amaba ya que le deseaba con todas las fuerzas de mi ser. Pero la realidad se imponía, y aquélla no era mi mujer. Era fuego vivo, locura desatada, y la ternura más viva del mundo...

* * *

Aquel olor traía a mi mente evocaciones familiares, de modo que hasta oliendo creía tener a Nat en mis brazos. Su piel suave, su boca jugosa, sus senos menudos. Eso, eso ¿no eran muy prominentes y macizos los senos de la chica? Aquel día eran distintos y me parecía estar sobando robadamente los de Nat. ¡Qué necio era! ¡A qué locura imaginativa me llevaba todo aquello! No, no quería verle la cara ni oír su voz. Sería destruir todo lo alcanzado. Pero es que en lo más profundo de mi ser no se había alcanzado nada. La realidad se imponía y mi timidez me impedía mostrarme ante mi esposa tal cual era yo. Sentía sus brazos rodearme el cuello, lo cual jamás tampoco había ocurrido. ¿Por qué? ¿Es que yo le gustaba a aquella muchacha?

¿Es que esperaba ella que yo al serle cómodo, iba a retenerme? No, no. No más engaños. Nat era mi esposa y yo la amaba y deseaba, y aquella muchacha había sido una aventura estúpida. Pero me costaba desprenderme. La mujer me retenía, se elocubraba en mis brazos, me buscaba la boca con fuego enloquecido y al mismo tiempo al besarme, emanaba una ternura familiar. ¿Qué era todo aquello? ¿Es que acaso yo a fuerza de imaginar había hecho tangible a mi mujer en el cuerpo de otra muchacha? Me asustó eso. Y quise destruir de una vez por todas mi egoísmo, mi espejismo. Había dejado de decir Nat, Nat, Nat. No era Nat y por mucho que yo quisiera imaginarla, jamás aquella muchacha, carne de pecado y de posesión sería mi dulce Nat, mi entrañable Nat, mi tierna Nat. Así que en un momento dado la desvié de mí y dije con ronco acento: —Es inútil. Ya todo es inútil. Hoy termino. No volveré más. Silencio. Si yo mismo había impuesto aquel silencio, ¿de qué me quejaba? —Amo a mi mujer y venir a imaginarla aquí contigo es un desatino. Entonces ocurrió algo grotesco, divertido, aterrador, ¿no?

Una mano invisible encendió la luz. Y la vi. Sí, sí. Estaba loco y aquella mujer que tenía al lado era mi esposa. —¡Nat! —grité. Creo que el grito resonó extraño en la alcoba cerrada. —Sí, José —dijo ella tiernamente—, sí. Y se cerró en mi cuerpo. —Nat..., no..., no... —Sí, sí, sí... —Pero... Me lo contó. Lloraba. Un llanto ahogado, profundo. Me lo contó todo. Cerrada contra mí me contó cómo había ido a parar allí aquel día, y el mal que le había hecho Ernestina educándola de modo tan represivo y cómo lamentaba de mí que no fuera como otros maridos, su amante y su amigo... ¡Cuántas cosas nos dijimos! Todas las que durante diez años nos habíamos callado. ¿Si nos fuimos? No, claro que no. Nos quedamos.

Y con luz, a sabiendas ya y conscientes los dos de quiénes éramos disculpándonos y perdonándonos, vivimos nuestra luna de miel. Nuestra noche de bodas. ¡Y qué noche! Fue allí en una casa ajena, en una alcoba sólo casi vislumbrada, que nos prometimos ambos escribir nuestras cosas, todas las que ocurrieron en diez años. —Así nos veremos tal cual somos —decía Nat deslumbradora. —Sí, sí, sí... ¿Cuándo dejamos aquel apartamento? Anochecía. Pensamos en nuestros cuatro hijos en poder de Raquel. ¿Qué diría? Dejamos la llave sobre una consola y escrito un papel por mí mismo: «Vendremos a cambiar la sortija un día de éstos...» Sólo eso. ¿No era suficiente? Quizá aquella muchacha nos considerara locos, pero es que en el fondo locos éramos por habernos descubierto después de diez años de matrimonio. Evidentemente fuimos tan sinceros que toda nuestra vida anterior estaba recopilada en lo ocurrido aquella noche. No nos conocimos nunca como entonces y sabíamos ya la dilatación placentera que daría nuestro matrimonio recién encontrado. Recuerdo casi vagamente que dejamos el utilitario de Nat aparcado allí y que nos fuimos a casa con el mío.

Eran las seis o más de la madrugada cuando entramos en nuestro hogar y vimos allí a Raquel y su marido y Salomé y el suyo. Se abalanzaron sobre nosotros. —¿Dónde habéis estado? No nos faltaba nada para llamar a la policía. Nos miramos. Nos lo dijimos todo con los ojos. ¡Y cuántas cosas íntimas quedaban ocultas para ambos! Dejo el resto para Nat. Me lo está pidiendo tirada materialmente sobre mí...

XIV

Quiero dar yo la última plumada... Me divierte la forma en que lo dice José y cómo disculpa su desliz... Bueno, hemos de pensar que no fue desliz, sino una forma como otra cualquiera de encontrarse a sí mismo y de paso a mí. Pero me pregunto yo, ¿qué ocurriría si yo fuera de otro modo, si no estuviera tan compenetrada con José? Nada sería igual. Ni nada se parecería. No vivimos paralelos, eso es evidente. Vivimos comunicados en el mismo afán y ya, bueno, desde hoy, no hay dudas ni medias palabras, ni pasatiempos frustrados... Somos la pareja unida. El uno sin el otro no significamos nada. José sabe lo que puedo dar de mí y yo sé, ¡ya!, lo que puede dar él de sí mismo. Hemos desperdiciado diez años de nuestra hermosa vida, si bien, los dos estamos de acuerdo en que poco a poco, entre represiones, frustraciones y deseos nos fuimos uniendo más. A la sazón sabemos tanto... Y lo vivimos que es lo mejor. Pero como pretendo llevar un sentido cronológico a la situación actual, diré que los dos matrimonios que nos esperaban no imaginaron jamás de dónde regresábamos aquella noche, mejor, diré, madrugada. Iban a dar parte a la policía... Gracioso, ¿no?

Mis hijos dormían ajenos al drama o al placentero descubrimiento matrimonial de sus padres como pareja, como seres humanos, como personas. Nos disculpamos y hasta José se permitió el lujo de presumir que veníamos de un motel de pasarlo bien, solos y unidos. Nos miraron maliciosos. Igual pensaban, y además es lo que pensaban, que disfrutábamos como locos de nuestra unión. Pues, no. Nos habíamos descubierto aquella tarde hasta el amanecer y retornábamos pletóricos, sabedores ya de cómo y de qué forma se iba a desarrollar nuestro futuro. Pero ellos no se enteraron y respirando aliviados por nuestra aparición, se fueron a sus casas. José y yo nos quedamos solos, con nuestros cuatro hijos, sí, pero solos para mayor entendimiento de los que comprendan nuestra situación. José, perdida ya su timidez y su represión, evocando lo vivido allí en casa de aquella prostituta lujosa y cara, me asió por la cintura y nos cerramos en nuestro cuarto. Perdimos el control. No vivíamos a borbotones, pero lo saboreábamos todo. —¿Y si quedas embarazada? —me preguntaba José ardiente y lastimero. Se lo conté. —Tunanta, tunanta... Su voz era un deseo incontrolado, sus besos un pecado delicioso, sus caricias un vicio encantador y turbador... —De modo que... —No habrá hijos, pero tampoco habrá cortapisas a nuestros deseos. —¿Por qué lo has tenido oculto?

—¿El qué? —Tu ansiedad. —Y si me llamabas insaciable... —Me gusta que lo seas... Lo era. Para qué negarlo. El amor tomaba otro cariz, otra dimensión. Pero era algo natural en los dos, porque los dos aflorábamos ser así. ¡Qué madrugada reveladora! Qué fatiga en la mañana, pero qué delicioso y enloquecedor todo. Nada más quedaba por vivir, pensábamos, pero nos quedaba. Nos estábamos descubriendo. Y de qué forma tan turbadora y emotiva nos descubríamos y cuánta pasión poníamos los dos en el descubrimiento... Recuerdo que al día siguiente era domingo y dejando a los críos con Raquel y Salomé nos fuimos a llevar el dinero a Kitty. Nos miró burlona. —¿Se han encontrado? —nos preguntó. Comprendí como nunca lo exentas de sentimientos que estaban esas mujeres que comerciaban con su cuerpo y qué pena me dio aceptarlo así, porque no sabrían nunca lo que suponía un sentimiento sincero y verdadero. —Nos hemos encontrado —le dijo José— gracias a ti. —Yo no hice más que cobrar. Y era cierto.

Nada de sentimentalismos. Nada de romanticismos. Era la mujer comercial, la mujer de negocios, que en vez de tener, pongo por ejemplo, una churrería, o una droguería, tenía su cuerpo. Claro que nos dio la sortija. Era el recuerdo que un día me regaló José procedente de su madre muerta. Y no queríamos perderlo. Encontrarnos nos costó mucho dinero porque ella no era barata en ningún sentido, pero merecía la pena. Éramos nosotros y nos entregábamos tal cual éramos sin demagogias o subterfugios y cuanto ganábamos los dos siendo como éramos. Después, ya en el coche de regreso le dije a José, pegándome con las dos manos a su brazo: —No presumas nunca ante tus amigos de lo nuestro. —¡Eres tonta! —Es que David y Leo cuentan... Me miró. En sus grandes ojos melados tan firmes leí una respuesta que amplió después con la boca. —Lo nuestro, nuestro es... por creer, ellos siempre han creído que vivíamos a tope nuestras pasiones. Cierto. Muy cierto. Pero lo más cierto es que las empezábamos a vivir entonces.

Y de qué forma vivíamos... ¿Hijos? No, no, lo más importante es que los dos estudiamos los anticonceptivos y los adaptamos a nuestro sistema. No había tabúes, ni represiones. Nos dábamos como éramos, y éramos al fin seres humanos, pareja, entrañables, apasionados, ardientes... Yo tenía veintiocho años. Diez desde que nos casamos. ¿Tiempo perdido? Según se mire. Era bastante pronto para empezar y empezábamos sobre cimientos sólidos y el respeto que nos merecíamos ambos... No queda mucho que decir, por eso queda a la imaginación de cada cual y es siempre bueno que la imaginación elabore por su cuenta. Aquel año, después de descubrirnos tanto y querernos más y demostrarlo uno al otro, José dejó las contabilidades y teníamos más horas para estar juntos. No nos ocultábamos nada y nuestra vida amorosa pasional era turbadora y liberada. Ni tabúes ni frustraciones y al final del verano nos fuimos de viaje dejando a los cuatro críos con una mujer de confianza que habíamos tomado a nuestro servicio... Vivimos de locura... Nos lo dijimos todo y saboreamos la posesión al máximo...

EPILOGO

Pongo punto final aquí, pero como me queda por decir lo que ocurrió un año después, lo digo... Pienso que tengo el deber de aclarar cuestiones. Primero desistimos ya de recuperar el piso. ¡Las monjas! Allá ellas y allá nosotros con nuestra prudencia. Ernestina nunca nos devolvió el piso y lo dimos por perdido. Pero José un día me asió de la mano y me llevó por la urbanización y me vi de súbito ante una farmacia. —¿Qué es esto? —Es la tuya. —Pero... Se reía. Como conocía ya yo la risa sarcástica o, diré mejor, tiernamente sarcástica de mi amante y deliciosamente vicioso marido. —Trabajaremos los dos aquí. Tú en las mañanas y yo contigo en las tardes. ¿Si me realicé? Cuando empezamos los dos a escribir esto, no tenía aún la farmacia. —¿De dónde has sacado el dinero? Él volvía a reír.

—Soy director de banco, por tanto, de un crédito... —¿Lo podremos pagar? —Ya veremos. Lo pagamos. No sé cuándo. ¡Hace tanto tiempo de eso! Hoy soy farmacéutica y esposa, mujer, amante de José. Una turbadora amante. ¡Cuántas cosas sabemos los dos de nosotros! Nadie sabe nada, pero nosotros solos sí. Los niños crecen y viven a su aire. Corren aires nuevos. Formamos una familia estupenda y los dos, tanto José como yo, nos preocupamos mucho de educar bien a nuestros hijos, pero en sentido democrático, libres, con las represiones propias de la democracia, actual, sin ataduras. Nosotros a veces ansiosos o aún algo represivos, pero menos, se piense lo que se piense. Al cerrar la farmacia nos quedamos en ella. Julia brega con los críos y nosotros, sin dejar de ser padres, somos amantes, hombre y mujer, pareja, marido y mujer... Y más que nada, esos dos seres humanos que se necesitaban. ¿Si volvimos a ver a la prostituta de lujo que inició a mi marido en la madurez sexual? No.

Eso queda para otros. Yo digo que todo se necesita. Hasta ese tipo de mujeres. En mi caso sí... Mis besos a José son más prolongados, más hábiles y no digo nada de los de José conmigo... Se diría que estamos creciendo juntos, que nos realizamos, que nos encontramos al máximo... A veces José amoroso, turbador, me dice. —Te deseo ahora... Y yo también a él. Es casi como una comunicación sexual, pasional y tierna, conjunta... No digo más. ¿No se sabe? Que deje cada cual su imaginación volar y acertará... José y yo la tenemos unificada... Y así lo sentimos todo...

FIN

Descubrimiento matrimonial Corín Tellado

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Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2017 ISBN: 978-84-9162-118-8 (epub)

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