Índice
Nota del autor
Segunda nota
I El viaje inolvidable
II Biografías (1)
III Santa Gertrudis
IV Biografías (2)
V Obsesiones queretanas
VI La polémica
VII La fatiga
VIII La rebelión fracasada
IX ¿Heredero o enterrador?
X El general más aguerrido
XI Memorias blanqueadas, memorias ennegrecidas
XII Los papeles perdidos
Las fuentes informativas
Acerca del autor
Créditos
Este libro está dedicado a mis viejos gurúes: Martín Reyes, Armando Bartra y Renato Ravelo, buenos cuates.
Pelean muy bien los ses; pero los nuestros matan bien. GENERAL IGNACIO ZARAGOZA (tras el combate de las cumbres de Acultzingo)
Nota del autor
Yo sí quiero a Mariano Escobedo. No estoy dispuesto a olvidarlo vuelto nombre de una avenida donde florecen las concesionarias de automóviles, las agencias de modelos y los comercios para clase media en penoso ascenso/ descenso. Me resulta entrañable, su apariencia de héroe despistado, general desgarbado y triste, niño crecido; colocado por la Historia en la vorágine de una guerra imperial a la que percibe a través de sus ojos miopes. Es un general que no lo parece. Me emociona la sobriedad de sus capotes azules y grises, sus botas sin lustrar, la ausencia de condecoraciones, su quepis que corona esa apariencia de zopilote deprimido; o ese sombrero de ala ancha hecho para resistir las lluvias torrenciales. Me fascina su terquedad en los imposibles durante la segunda racha de guerras de Independencia, y también me sorprende y me angustia la forma como fue atrapado y anulado en el laberinto del poder porfiriano, por más que las leyendas blancas traten de olvidarlo. Quizá por todo esto, en tiempos inciertos en los que se pretende una revisión de la Historia francamente aristocrática, no soy capaz de escribir una biografía ortodoxa. Como tampoco me siento animado, en nombre de estos amores, a colaborar en blanquear la leyenda del vencedor de Querétaro. No sé si esto explica un libro como este. Por si acaso no se explica, le suplico al lector que lea estas historias de Mariano Escobedo como una novela de la ficción y, por tanto, con todas las distancias y precauciones. México, DF, mayo-agosto de 1992
Segunda nota
Una primera versión de este libro se hizo bajo un contrato con la Secretaría de Educación Pública. Se trataba de la primera de una serie de biografías heterodoxas de héroes de la Historia de México. A pesar de la insistencia me negué a escribir otras hasta que esta fuera publicada. Finalmente la encargada del programa me informó que mi texto había sido censurado por órdenes superiores. El secretario de Educación se llamaba entonces Ernesto Zedillo. El manuscrito durmió cuatro años en un cajón, hasta que Angélica de Icaza me ayudó a rescatarlo. Febrero de 1997
I El viaje inolvidable
—¿Y dónde está el supremo gobierno, mi general? —En el Norte, en algún punto del Norte. En Monterrey, en Chihuahua… Por ahí, general Escobedo. —¿Y qué le digo al señor presidente? —Que sin apoyo no vamos a poder resistir en Oaxaca. Eso, o algo parecido contestó el general Porfirio Díaz, mandándote al fin del mundo porque le hacías sombra. Y tú, que eres un militar ducho en viajes peligrosos, que desde el inicio de la guerra contra los invasores ses y los traidores mochos, habías andando de un lado para otro dijiste: «El Norte», o algo así. Cuando no tenías palabras abundantes, lo tuyo era la parquedad. La campaña llegaba a su fin en Oaxaca, y Díaz tenía razón: sin auxilio estaba todo perdido. ¿Y ahora qué seguía? ¡Vaya hazaña! Encontrar a Juárez a como diera lugar, desterrado y derrotado, prófugo de la capital y perseguido, perdido en el otro confín del país. No dudaste. Si tu destino era peregrinar por México, y aunque no te gustara, así lo había sido desde el principio de la guerra, sería tu azar andar vagando a tiros mientras quedaran ses armados rondando por la patria. En septiembre de 1864, estrenándote como general brigadier, marchando en soledad del alma y sin escolta, montaste a caballo y, quemando al pobre animal, realizaste un agotador viaje desde Oaxaca hasta el Istmo de Tehuantepec, evadiendo tropas sueltas del traidor Uranga y patrullas de descubierta de los ses. Y allí, claro está, porque así es la suerte de cabrona, no encontraste modo de seguir caminando y sin desaliento buscaste la ruta de Chiapas donde te encontraste con las mismas. ¡Qué lejos estaba el Norte! Proseguiste jornadas reventando caballos, ocultándote en carretas repletas de pencas de plátanos, fingiéndote viajero, cambiando disparos en la noche con
postas de imperiales fantasmas. Al fin, un día sin saber cómo, lo habías logrado: te encontraste en Tabasco. Diste un suspiro grande y debes haberte persignado; liberal, pero no ateo. Un mes transcurrido y apenas tus esfuerzos habían sido suficientes para burlar el cerco imperial del Sur. En San Juan Bautista, Tabasco, no más que un poblado comercial y puerto de pescadores, cuando te disponías a viajar hacia Matamoros, cruzando el Golfo de México, conociste de la caída de Monterrey y se detuvo un instante el periplo. ¿Dónde estaban Juárez y el gobierno? Ahora, ¿cómo llegar al Norte?, seguramente pensarías mientras te espantabas los mosquitos. ¿Y acaso aún existía el Norte independiente? ¿Había algo al norte de ese calor y esas selvas húmedas? Robando el dinero del pasaje cambiaste tu destino y tomaste un vapor a Nueva York, oculto bajo una falsa personalidad y esperando no ser descubierto en los puertos del Golfo que estaban en manos de los ses y donde el barco haría escala. Mirando el mar pensaste que habías cruzado por muchos méxicos. En unos había guerra y la guerra contra los invasores lo era todo. En otros la guerra no había llegado, el patrón de una pulquería estaba tendido en una hamaca, y a los indios de las plantaciones no debería importarles demasiado si el prefecto era conservador, liberal, santanista o imperial. Pero más allá de las dudas, tú tenías que llegar al gobierno, transmitir el mensaje y seguir la guerra. Te fingiste mudo, te escondiste en las carboneras de los vapores, hiciste cómplices tuyos a marineros y pasajeros, comiste colas de pescado frito y mondaduras de papa. Y, un día, te encontraste entrando al majestuoso puerto de Nueva York y sin hablar ni una sola palabra de inglés. Por señas y preguntando, héroe del imposible cotidiano, peregrinaste buscando ruta por las calles de esa gran ciudad que equivalía entonces a una de las mejores de las tuyas. Gracias a unos paisanos hallados al azar conociste de la embajada mexicana, y caminando y mendigando pan y agua fuiste a dar a Washington, donde al fin habrías de recibir de nuestro embajador unas botas nuevas y noticias precisas de lo que estaba sucediendo en el norte de México. Las unas te hicieron sentir contento, las otras te habrían de desazonar. Reunido con Matías Romero, primero comiste bien, chilaquiles y huevos estofados, cosa que la vida ya te debía; luego analizaste las informaciones sobre la caída de la frontera, y decidiste, al parejo de nuestro embajador mexicano, que
poco o ningún sentido tenía ya tu comisión. Que en nada podía ayudar el gobierno al Ejército de Oriente, que incluso para estas alturas Oaxaca debería estar perdida. Que no tenías misión y que de la frontera tan solo quedaban Chihuahua y Sonora. Todo lo demás había caído en manos de los imperiales. Que casi no te quedaba patria. Y, que si bien Juárez resistía junto con el gobierno, sostenido por las caballerías de Negrete, no parecía dar para mucho. ¿Te rendiste entonces ante la evidencia de que resultaba imposible tu camino? ¿Te abandonaste a la pereza? ¿Te casaste con una gringa? Nanay. ¿Acaso tienen reposo la terquedad y la impaciencia? ¿No hace el terco de su destino, gloria? Como bien se sabía en aquellos días, el que tiene patria —aunque sea chica— tiene destino. Al borde de la locura, sin dinero, sin la certeza de hacia dónde dirigir tus esfuerzos, resolviste viajar a una región que conocías a la perfección, y que entonces se encontraba en manos de los ses, para levantarla en armas. Dicho y hecho. Escribiste una carta al gobierno republicano, que se encontraba en Chihuahua, informando que te moverías hacia los apacibles —y en manos de los ses— estados orientales de la frontera: Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, buscando «trabajar de cuantas maneras me fuera posible para levantar el espíritu público, y lavar con sangre la mancha que había caído sobre mis paisanos». Viajaste en tren hasta Nueva Orléans, en jornadas absurdas por su longitud, en convoyes que se detenían sin explicación, leyendo novelas románticas en vagones atestados de heridos y viudas; pasaste en medio de la guerra entre confederados y unionistas gringos, observando muy poco y aprendiendo menos por las premuras; de ahí a Brazos, luego a Brownsville cruzando las líneas confederadas. Al fin, en la ciudad de Davis, Texas, tomaste resuello y suspiraste, porque el 13 de enero de 1865 habías encontrado destino. El viaje te había consumido cuatro meses y varias semanas; le habías dado la vuelta a México, además de atravesar Norteamérica de norte a sur. ¡Siete veces habías cruzado líneas de batalla, propias y ajenas, sin que te capturaran! Tamaña odisea ha estado a punto de matarte, no de agotamiento, sino de impaciencia. Y sería pequeña la hazaña al lado de lo que te esperaba. Con un pie
en la frontera norteamericana, enviando mensajes a amigos y conocidos, comenzaste a formar un pequeño grupo. No has viajado tan lejos para gozar las mieles de la molicie y la inacción. Allí, en esta historia que ya peca de increíble, habrían de aparecer otros personajes singulares, el coronel Francisco Naranjo, con su cara de niño bigotudo, quien andaba buscando destino tras las recientes derrotas en Chihuahua, y al que tu presencia le ha de parecer como anunciación de los Reyes Magos, con todo y camello y elefante. Por último, el grupo se complementa con un personaje, el tercero, por demás igual de fantástico, el coronel Nicolás Gorostieta, quien prisionero, como tú lo habías sido en Puebla en el verano de 1863, había hecho un camino más largo que el tuyo para llegar a la frontera, de España había llegado a Estados Unidos mendigando su pasaje. ¡Y había realizado esta hazaña convaleciente de sus heridas de combate! Gorostieta, aunque débil por las lesiones recibidas en Puebla y por el tremendo viaje, estaba listo para empezar de nuevo. Tres tristes tercos tigres, tres oficiales jubilados por la vida, se hicieron su propio destino. ¿No es el destino decisión propia y no arbitraria suerte? «Bien», han de pensar ustedes mientras se manducan unas tunas con frijoles y tortilla y con un pie casi en suelo patrio. «Henos aquí». Tienen un ejército de tres hombres, dos coroneles y un general. Necios entre los obstinados, con tres revólveres para empezar, por cierto escasos de municiones. Comienzan sus correrías cruzando con una pequeña escolta la franja fronteriza del río Bravo del Este. El 26 de febrero han logrado reunir veintiséis hombres, restos de todos los ejércitos y de bastantes derrotas, mal armados, peor vestidos, aunque bien montados. Con ellos atacan Laredo, tomándola por la fuerza y arrasando con lo que se pueda, antes de salir huyendo. Dos semanas más tarde, el 7 de marzo de 1865, cruzan el río por segunda vez con once compatriotas más. Tú, Mariano Escobedo, te nombras capitán, Gorostieta y Naranjo sargentos, reduciéndose el rango. Muy poco ejército para un general y dos coroneles, bastan un capitán y dos sargentos. ¿Dónde se había visto esto?, en un país en que hasta los cabos se llaman capitanes y en el cual quien no es general es pavo real.
En todo el Nordeste no quedaba casi nada organizado en esos negros días, a no ser la pequeña fuerza de Pedro Antonio Méndez, el guerrillero fantasma de Tamaulipas, la que con trece hombres estaba inactiva porque su jefe se reponía de una herida. De manera que tu banda —honroso título para un grupo en esas condiciones— era la única fuerza activa de la República en armas por esos lares. Las mujeres eran más patriotas que los hombres. Insultaban a los blandos, escupían a los timoratos. Su tesón hizo que en Cuatro Ciénegas toda la población se pasara al lado de la chinaca, incluidas las autoridades oficiales del imperio, que solo lo eran de nombre. Te animabas. Nada era imposible. Juárez resistía. En río Grande, las mujeres ayudaron a fabricar parque y los hombres se ofrecieron como voluntarios. Para marzo ya se habían armado dos pequeños grupos al mando de Naranjo y Gorostieta, de poco más de cien hombres cada uno. A los cuatro días ya eran doscientos y atacaban Piedras Negras, defendida por seis cañones y cuatrocientos hombres de infantería. A pesar de la inferioridad numérica y de armamento estaban derrotando a los imperiales, ganaban terreno, obligaban a la retirada de los conservadores y entonces… ¡Zas! Se les acaba el parque a los chinacos a tu mando y tienen que abandonar el combate maldiciendo, después de haber estado dentro de la población. Tabachinski y Florentino López los persiguieron, cual perros rabiosos, desde Monterrey y Saltillo. Pero los guerrilleros habían desarrollado gran imaginación y tenían un notable dominio del terreno. Te les escabulles, fragmentas tu ropa, quedas con ocho hombres, envías en misión de guerrilla a las compañías de Gorostieta y Naranjo, y te dedicas a insurreccionar los pueblos de Coahuila. Comiendo tasajo y manzanas, ahorrando cada tiro antes de dispararlo, atacando a sable y bayoneta. Con miedo no a morir, sino a quedar a medias. Estás aprendiendo una nueva guerra. No la de la batalla del 5 de Mayo, no la del sitio de Puebla, no la de la campaña de Oaxaca, no la de los Ejércitos Regulares. Una guerra de partidas, de guerrilleros, de combates rápidos, de ires y venires. Una guerra que se libra no solo contra los traidores y los ses, sino también contra el tiempo.
Es la guerra de las tenacidades. Los historiadores sufrirán narrando estos tiempos inciertos que a ratos parecen inexplicables.
II Biografías (1)
Esto no es una biografía. En las biografías deben reseñarse cosas como que el biografiado nació en un lugar llamado Galeana, en el estado de Nuevo León, en el año 1826 y que por tanto en el momento del viaje al Norte contaba casi cuarenta años, que no era ningún jovencito. Habrá que decir que entonces estaba casado. Que escribía cartas en las que confesaba que cuando todo aquello terminara quería volver a ser ranchero. Y no se puede decir que una biografía nace de un instante, de una manía, de un accidente, de un retrato contemplado atentamente. Pareciera, como realmente sucede, que el autor se deja llevar por sus simpatías. ¿Y dónde queda la objetividad si la simpatía manda? Y desde luego, en las biografías no debe prestarse excesiva importancia a los rumores sobre la etapa juvenil del biografiado, a no ser que estos hablen de un carácter en formación. Por lo tanto sería de poco interés biográfico narrar que Mariano se había caracterizado en sus primeros años por su carácter turbulento, sus actitudes de campesino rico, derrochador y pendenciero, pero más loco que abusivo; hombre que se echaba al caballo por horas con tal de ir a una fiesta, que volvía de ella en tal estado que era el caballo y no el jinete el que guiaba. Que vivía una existencia irregular y arriesgada, en la que se alternaban el desenfreno y la apatía. No debería usar una biografía como fuente de una novela, y obtener de ella la información de que era el menor de cinco hermanos, que era jugador y aventurero, perseguidor de muchachas, arriero; «en todo el distrito de Galeana no había muchacho más arrestado, más caliente, más resuelto, más listo y más capaz de beber una copa de vino, de bailar un zapateado o de disparar media docena de tiros a una partida de indios salvajes», por lo tanto habría que excluir de aquí el texto de Salado Álvarez que forma parte de una obra de teatro de dudoso rigor, según las academias light. Pero ese Escobedo parece real y los otros no. Sin embargo, el personaje juvenil se transmuta. Uno es el joven parrandero
norteño, otro el soldado. El joven Escobedo fue uno y el militar otro. A los veinte años se volvió soldado en la guerra continua en la que vivió México desde la invasión gringa hasta la invasión sa. Y ese otro se transmutó. Personaje alto y desgarbado, de apariencia triste, orejón, con barba descuidada y ojos acuosos; muy sobrio en alimentos y bebidas, ausente de cansancios; que daba la lata a todo el mundo exigiendo que le anduvieran al paso, que no le perdieran la huella, cosa imposible de hacer pues se trataba de un hombre inagotable y dotado de una tremenda fortaleza física; hombre áspero, de tono severo, pero familiar. Y sobre todo, en las biografías no se pueden decir cosas como: «Ese tipo me cae bien».
III Santa Gertrudis
Un año después de la narrada historia del viaje imposible, andabas, infatigable Escobedo, dándole la lata a los ses en el norte de San Luis Potosí y en el sur de Coahuila. Juárez era tu retaguardia moral, encerrado en Paso del Norte, ya con un pedacito de país tan chico que en dos brincos se acababa, pisando casi la raya de la frontera con Estados Unidos. Díaz había caído en Oaxaca pero se les había fugado a los ses y andaba como todos ustedes, de guerrillero. Generales vueltos salteadores de caminos, poetas vueltos generales: Riva Palacio dirigiendo las chinacas michoacanas, Altamirano con las caballerías del Sur y tú, para no ser menos, hasta te habías reclutado a un coronel poeta y periodista, dos años más joven que tú, para tus filas, Juan de Dios Arias, gracias a él lo que sucedió en Santa Gertrudis habría de quedar en los libros. No era para olvidarlo. Estabas en el cuartel general de tu pequeña División del Norte, en Linares, cuando los rumores primero, los espías después y los correos capturados al enemigo al fin, te informaron que el enemigo que tenía sus plazas de armas en Matamoros y Monterrey, trataba de moverse en combinaciones, custodiando el primero un convoy de mercancías y el otro una conducta de caudales; y tú, sin darle enteramente crédito a estas noticias, dejaste de lado los planes para atacar Matehuala, y comenzaste a mover las piezas de un ajedrez lleno de remiendos: por ahí una columna de caballería que le amagara la espalda a Saltillo, para tenerlos quietos; por allá órdenes para cerrarle el paso a la columna de Monterrey… Y las noticias se iban precisando, porque los imperiales eran ciegos en tierra de mil ojos, porque no había ranchería donde la República no tuviera sus oídos y sus frijoles en la mesa cuando pasaba el propio y el correo. Y entonces supiste que salía un gran convoy de Matamoros, una conducta de caudales, custodiada por dos mil austriacos, norteamericanos confederados y traidores a las órdenes del general Olvera, y que una segunda columna convergería sobre esta, saliendo de Monterrey rumbo al Golfo, mandada por el teniente coronel De Tucé, con mil quinientos ses. Sabías mucho, mientras tus mensajeros reconcentraban a la División del Norte
desperdigada en pueblos y rancherías. Sabías que los ses que venían de Monterrey tenían la orden de que, en caso de ser atacados por fuerzas superiores, deberían hacerse fuertes y esperar a la segunda columna. Ordenaste entonces al general Jerónimo Treviño que les hiciera la vida imposible para demorarlos, atacando a las partidas que se desprendían del grupo buscando víveres, haciendo santiaguitos a las vanguardias, atacando rezagados, obstruyendo los caminos, envenenándoles el agua potable; todas esas cosas que se valen en tiempo de guerra. Mientras tanto, tú marchaste hacia Cerralbo y tu presencia hizo que los ses se acuclillaran a la espera de la otra columna. La mitad de la trampa ya estaba armada. Dejaste al general Ruperto Martínez hostigando a los ses, con seiscientos hombres de caballería, y organizaste lo aparentemente imposible. Tus infanterías marcharon ciento sesenta kilómetros en dos días y al fin, derrengados, con la lengua de fuera, porque marchar bajo el sol de Coahuila no era cosa de broma, arribaron a un rancho que tenía el premonitorio y desafortunado nombre de Derramaderos. Allí, el 14 de junio de 1866 hiciste una pausa para ver qué rumbo tomarían los austriacos, los belgas y los traidores de Olvera, para ir a Mier con sus doscientos carros. Y al fin emboscaste a tus tropas, pensando que había que tocar todos los amuletos, estudiar las cenizas de todas las hogueras y rezarle a todos los santos republicanos, porque no traías artillería. Venían imprudentes los traidores, pero uno de tus oficiales, por distracción, soberbia o calentura, salió a provocar a los imperiales y estropeó la emboscada. Rápidamente, los chaqueteros desplegaron su caballería y el adelantado imprudente retornó a las filas de tu columna sin poder reparar el daño. Caía la noche y los imperiales se detuvieron para dar el combate al día siguiente, porfiando en su fuerza y en su artillería. En la pausa te pusiste a cavilar, después de haber localizado al insensato y haberle dado tremenda regañiza. ¿Emboscada perdida?, ¿fuerzas niveladas?, ¿otra retirada más? Y mientras los imperiales reponían cansancios, tú pediste a los tuyos, molidos por tremendas jornadas de marcha, otro esfuerzo más; y comenzaron a la luz de la luna a replegarse unas leguas más atrás para montar un nuevo campamento y disponer una nueva emboscada. A oficial tras oficial exigiste sigilo, disciplina de todos a una y, sobre
todo, un pacto inquebrantable de silencio. Como mudos hasta la llegada de la orden. Los imperiales habían usado los carros de su caravana como parapeto, pero al no ver ante sí a ninguna fuerza en las primeras luces de aquel amanecer del 16 de junio de 1866, iniciaron su avance abriendo fuego de artillerías en abanico, buscando la respuesta artillera de los tuyos para situarlos. Sin desayunar, porque el estómago lleno es malo para la herida de machete, el tajo de espada, la punta de bayoneta, dejaste que el cañón enemigo batiera la nada. Y quietos, cuerpo a tierra, se quedaron esperando los tuyos: las cuatro columnas de infantería, dos de caballería y la reserva; los batallones Zaragoza e Hidalgo; los rifleros de Naranjo y los rifleros de China; la brigada Tamaulipas de Canales; la Legión del Norte y los carabineros de Lampazos; el piquete de los supremos poderes, los zapadores; los Libres de la Frontera y los tiradores del Bravo. Y ahí estaba el soldado Galíndez, cuyo rifle era prestado, y el cabo Ramírez de León que tenía once balas para todo el combate, el arriero originario de Parras, apellidado Rivera, que combatía por épocas y en otras se ganaba el pan; y el profesor de aritmética y geometría Temístocles Urbano, inventor de una máquina de coser de pedales y cuyo sable se había mellado en los primeros combates en las afueras de Monterrey; y el coronel Naranjo, que había dicho que nadie combate mejor que los fronterizos y que «los ses también corren como gamos si se les bate con denuedo». Y estabas tú, el general Mariano Escobedo, al mando del grueso de la tropa, las infanterías, con el coronel Sóstenes Rocha de segundo y el general Treviño al mando de las caballerías escondidas en un pequeño bosque. Los imperiales desplegaron columnas de ataque, cubriendo su frente una extensa línea de tiradores, y siguieron su avance sin molestias, sin saber en la que se estaban metiendo aunque eran quinientos más que tus republicanos. Y tú diciendo por lo bajito: «Quietos chinacos, quietos, aguanten el dedo en el gatillo, que no les sude la mano, quietos y sosiegos, cincuenta metros». Luego gritaste algo, y por más que la memoria busca en los recuerdos, se te olvida la palabra, y todas las líneas azules y grisáceas, en aquella como neblina del amanecer, se pusieron de pie y abrieron fuego al mismo tiempo, como de relojería mexicana, si es que eso existe, y tiraste con un revólver Colt al aire, como celebrando, y luego te apesadumbraste porque las balas no estaban para desperdiciarse, y poniéndote de pie, largo como eras, y sabiendo que aquí nomás daba tiempo a una descarga, comenzaste a caminar hacia los imperiales, para verlos de cerca.
Y se fueron los chinacos a la carga con las bayonetas por enfrente, gritando vivas a la República, a Juárez, a Nuevo León y Tamaulipas, a la madre de los de enfrente, a la Libertad. Y fue tan dura la carga que luego se enzarzaron los hombres en combates personales aquí y allá, y rodaba uno por el suelo mordiéndole el brazo a un belga, y otro mataba de nuevo a un muerto a machetazos. Y el impulso fue tan grande que el primer encontronazo los hizo replegarse hacia una eminencia en el terreno. Desesperado buscaste con la vista a un asistente para que le llevara la orden a Treviño de cargar por el flanco, pero el norteño te había adivinado, y ya venían los chinacos con las lanzas por enfrente flanqueándolos por la derecha. Y ordenaste entonces una carga en tres columnas que los acabó de desbaratar. Los traidores se abrieron antes, los austriacos aguantaron un poco más. Tan solo se había comido el tiempo hora y media, pensaste sorprendido; todo empezó a las seis y eran las siete y media de la mañana, testificaste para luego incorporarlo en tu parte. Había estado fiero el combate. Y mientras caminabas entre los heridos y los muertos, comenzaste el conteo. De los imperiales solo su comandante Olvera pudo ponerse a salvo con unos cien jinetes, los demás se habían quedado en el campo. Te dejaron trece piezas de artillería y mil fusiles. Te dejaron trescientos noventa y seis muertos entre belgas, austriacos, gringos y traidores. Te dejaron ciento sesenta y seis heridos y casi mil prisioneros. Y luego siguió el conteo de las bajas propias, el doloroso, porque aquí y allá había rostros que en el último año y medio habían compartido penas y desvelos; muchos a cuyas mujeres les habías prometido que volverían completos cuando triunfara la República. Y había ciento cincuenta y cinco chinacos muertos y más de cien heridos. Y en el silencio que siempre sigue al final de las batallas, mientras el sol comenzaba a calentar poco a poco, trataste que la emoción se hiciera extensa a todos, e improvisaste un discurso repleto de todos los lugares comunes que habías aprendido en aquellos años. Te faltaba la gracia de Riva Palacio, la sequedad brutal y emocionante de Zaragoza o la simpleza dramática de Negrete. Y estaba bien clarito que a pesar de tu apariencia de profesor de escuela arrojado a otros menesteres, lo tuyo no era la elocuencia de la palabra. Pero a la mesa de Santa Gertrudis le gustó.
Y no solo era la victoria militar más importante de los últimos años, sino que también para una chinaza llena de penurias, el botín valía triple de lo que realmente valía. Si bien decidiste devolver las mercancías a sus dueños, previo pago de derechos, porque la guerra es la guerra y es para todos, no nomás para algunos, hiciste la excepción de las mercancías y dineros de los traidores, que fueron decomisados. El dinero de las aduanas y las soldadas sirvió para pagar a la tropa, comprar armas y municiones, y hasta alcanzó para pagar los implementos de un hospital de sangre que era tan necesario, porque los heridos se morían o salvaban como en albures, sin poder hacer nada por ellos. Y además de poderle enviar cuarenta y cinco mil pesos a Juárez y al gobierno, todavía sobró para cuatro mil armas, entre ellas algunos fusiles Remington de repetición y hasta para mandar hacer en Monterrey diez mil uniformes de paño, que mucha falta hacían. Y los ecos de este baile iban a llegar más lejos, porque cortados de Monterrey, los soldados de Mejía en Matamoros se rindieron, y el propio Mejía tuvo que organizar una evacuación apresurada hacia Veracruz, y hasta se produjo una sublevación de imperiales en Parral, donde los soldados mataron a sus oficiales. Y lanzada la calumnia de los periódicos imperiales, que atribuía el combate a un intento de saqueo de bandoleros, que nada empañó la victoria, ni los rumores de que se había triunfado gracias a la presencia entre tus tropas de soldados norteamericanos. Porque los que allí habían estado lo seguirían contando toda su vida, y bien podían decir que entre los mil quinientos chinacos que derrotaron a los imperiales en Santa Gertrudis, nomás había tres gringos, y eran libres y voluntarios, o sea, que casi como mexicanos. Y si alguien lo dudaba, en la próxima batalla los nacionalizabas.
IV Biografías (2)
En la biografía de un caudillo militar deben describirse los hechos de armas previos. Una biografía seria no puede iniciarse diciendo: «el general Mariano Escobedo…». ¿Y a qué hora llegó a ser general? En 1847 era soldado, ¿no? Soldado raso combatiendo a la invasión gringa. Y seguía siendo soldado, o cuando mucho suboficial de guardias estatales o milicias locales, cuando perseguía comanches en Nuevo León. ¿Y qué rango tendría durante la Revolución de Ayutla, que destronó a Santa Ana, cuando tomó las armas por segunda vez? ¿Y qué sería en la guerra de Reforma? Teniente coronel, pues Santos Degollado habla de él en una parte donde cuenta que a fines de 1857 se cubrió de gloria corriendo entre las balas, y tantas hubo, que le mataron al caballo. Y luego Mejía lo hizo prisionero en un combate y no lo fusiló por casualidad. Pero curiosamente lo que me interesa y no he podido encontrar en ningún lado, no es esta trayectoria de combatiente en todas las guerras. De uno más entre los que salieron al combate en una sociedad que obligaba a su mejor gente a defenderla a cada rato. Lo que me interesa es el Escobedo ranchero, el que regresaba tras cada guerra durante unos meses a las labores agrícolas. ¿Dónde estaba el rancho? ¿En San Luis Potosí? ¿Qué cosechaba? ¿Quién lo cuidaba mientras en el flanco andaba echando tiros? ¿Cuándo nació su hijo Mariano? Y, por último, ninguna biografía seria del general Escobedo iniciaría con su viaje mágico de Oaxaca a la frontera en el año de 1865, sino que contaría a partir del momento en que comienza la intervención sa y esta avanza desde Veracruz, cuando Mariano Escobedo era coronel de los lanceros de San Luis Potosí. Cuando recibió la orden de Zaragoza de detenerlos en Acultzingo, de frenarles por primera vez el paso aquel 29 de abril de 1862. Y Acultzingo no fue mucho más que una escaramuza, puesto que Zaragoza ya había decidido enfrentar a los ses en Puebla, forzarlos al sitio u obligarlos a seguir camino hacia México para dejarlos atrapados entre dos ejércitos republicanos. Pero como decía Juárez, ansioso por tantas demoras y falacias diplomáticas, y angustiado e irritado de que el ejército extranjero siguiera con pie en México:
Por fin ha empezado a correr la sangre mexicana en defensa de la independencia y libertad nacionales. Ayer, a las dos de la tarde, emprendió la marcha el enemigo extranjero del pueblo de Acultzingo rumbo a Puebla. Nuestras tropas le disputaron el paso hasta las siete, hora en que se retiraron en buen orden a la cañada de Ixtapan. Ha llegado el momento de actuar con la rapidez del rayo.
Y ahí debería empezar la historia, en la escaramuza de las cumbres de Acultzingo, cuando los ses trepaban con guerrillas en las cuchillas de los flancos y dos gruesas columnas en el camino carretero. Y los ses tuvieron cerca de quinientas bajas, porque los mexicanos aprovecharon bien el terreno. Y el propio Zaragoza decía, comentando el combate, con esa dureza descarnada de sus partes que parecía contradecir la suavidad de su carácter: «pelean bien los ses, pero los nuestros matan bien»; y añadía hablando de Escobedo, aquel coronel de potosinos: «con otros cuatro como este, no llegaría un francés a México». El mismo Escobedo que después habría de tener la honra de intervenir en la Batalla del 5 de Mayo, como coronel de la brigada de San Luis. Nuevamente en Puebla, en 1863, fue hecho prisionero cuando se rindieron nuestras fuerzas. Conducido preso camino a Orizaba, Escobedo se contó entre los muchos oficiales mexicanos que se fugaron, desapareciéndose de los ses en una noche de fogatas; pero él rompió el récord en la carrera del retorno a nuestras filas, al presentarse en la ciudad de México tan solo cuarenta y ocho horas después de haberse robado unos caballos, que había usado por el camino, y burlando mil y un retenes y vigilancias de los imperiales. Cabalgando por la luna y resecado por los soles de la sierra de Puebla. No sería este un mal inicio para una biografía, pero pecaría de lo mismo que el que se usa. Total. Quizá lo que importa es decir que el carácter del singular personaje comenzaba a mostrarse en 1863, pero lamentablemente, desaparecido Zaragoza, los mandos de entonces no le hacían justicia.
Cuando las fuerzas de Garza se desbandaron, y en la ciudad de México todo fue huida, viajó rumbo a San Luis Potosí y de allí a Querétaro, para luego, en la desesperación de no encontrar con quién sumar esfuerzos para seguir haciendo la guerra, se unió a la tropa de Porfirio Díaz y actuó dentro del ejército que defendió Oaxaca, donde ya lucía los grados temporales de general de brigada. Como quien dice, desde 1846 hasta 1864 estuvo en todas, y todas lo encontraron; buscó en todas, y todas lo hallaron.
V Obsesiones queretanas
Hacia Querétaro vamos; ya junta a todos, destruye a Miramón en Zacatecas, donde Juárez se ha salvado de milagro días antes, y avanza. Búscalos, ve, vamos. Los ses se retiran y el Güero parcha su ejército con húngaros y belgas, y austriacos y traidores. Ahora es cuando. La marea de los rojos baja del Norte cantando Mamá Carlota y Los cangrejos. Ya se quedaron sin medio país, ellos que lo tenían todo. Y a Querétaro, ve, vamos. Que lleguen los chinacos michoacanos de Régules, y de la División de Occidente de Corona. Y contigo viene la División del Norte. Y esperas a los surianos que ya se han reunido con las fuerzas del Estado de México, y con los comando de Riva Palacio. Órale, vamos. Hay una cita para la última, derrotas y terquedades. Reúne a la horda del ejército chinaco, guerrilleros de mil, de muchas, de todas las derrotas, y llévala a Querétaro. Ciudadanos a caballo que se hicieron generales en la guerrilla y un general orejón que quiere, aunque ya se le olvidó, ser ranchero; que alguna vez te degradaste voluntariamente a capitán porque solo tenías veintiún hombres a tu mando y hoy tienes veintidós mil. Y tu viejo amigo el coronel Naranjo, alias Patadeperro y el general y antes comerciante Ramón Corona, ases de los norteños, con el coronel poeta Juan de Dios Arias, que te sirve como testigo y escribano cuando no tiene que conducir una carga de caballería, y el general Aureliano Rivera, que acababa de cumplir treinta y cinco años y ya murió tres veces, y el ex seminarista general Alatorre que sabe todo de cañones, excepto dónde conseguir las balas en este infierno de carencias, y el general Sóstenes Rocha, que es ingeniero, pinta mapas, ha conocido las cárceles del imperio y se peina el bigote con esmero, y a cuyo lado la gente muere envuelta en la bandera, y el español Nicolás Régules, el más triste de los republicanos, del que tantas cosas te separan y tantas te unen, y Jerónimo Treviño, que cruzó todo el país dos veces para estar aquí, y ahora piensa que es joven para morir a los treinta años y, por lo tanto, sus amigos lo sienten inmortal. No son gran cosa, te dices, no hay ningún genio de la estrategia. Ni napoleones, ni aníbales, ni césares, ni siquiera simonbolívares, ni a tristes curasmorelos llegan… En sus vidas militares han cosechado siempre más derrotas que triunfos. Generales apaleados centenares de veces, no tienen mayor virtud que la persistencia: contra los gringos en 1847, contra Santa Ana en 1855, contra los
mochos en 1858, contra los invasores desde 1861, en Acultzingo, Puebla dos veces, en Tehuacán y en Oaxaca, en Santa Gertrudis, y Matamoros, y Santa Isabel y Zacatecas. Pero estos son los tuyos, y la gente se quita el sombrero, y les tira flores y las soldaduras les besan el capote y se les canta el corrido del sombrero jarano, el corrido de los chinacos. Además, la batalla de Querétaro estaría incompleta sin ellos y sin ti, mocha, mutilada; todos quieren llegar para ver la definitiva, la última, la mejor de todas las batallas. ¿Querétaro? ¿Qué están haciendo allí los imperiales? ¿Por qué el emperador escoge Querétaro para dar la batalla definitiva? ¿Quieren un sitio, desgastarnos y luego contraatacar? ¿Quieren que no sea en la ciudad de México el enfrentamiento definitivo? ¿Quieren seguir hacia el Norte? ¿Para qué? ¿Guadalajara? ¿Guanajuato? Desde la hacienda de Alvarado, a la vista de Querétaro —paredes blancas donde el sol refleja el acueducto o una torre—, el 1º de marzo le escribes a Juárez:
Hoy he pasado revista en gran parada a todo el ejército, al frente del campo enemigo, que creyendo que íbamos a atacarlo ha estado todo el tiempo de la revista, que ha sido de cuatro a cinco horas, en la mayor alarma, y moviéndose constantemente para prepararse a la resistencia.
Y se te ha juntado la gente y las armas de mil calibres, los del nuevo Remington y los de la escopeta de la que nunca les ha salido un tiro derecho; los que no tienen balas forman legión y los que aprendieron ayer a ponerse firmes, y los que solo han sido chinacos de guerrilla y se aburren de estar viendo de lejos al enemigo. ¿Son esos? ¿A poco son esos? Los reflejos de esa torre, esa mancha de polvo cerca de San Gregorio. Y los gobernadores no te proporcionan el dinero pedido para el ejército. Zacatecas al fin dijo que había veintiún mil pesos de los cincuenta mil que se necesitan, pero no puedes distraer tropas del endeble cerco para ir a recogerlos. Y le escribes a Juárez que si no resuelve el problema del avituallamiento, no te consideras capaz de sostener sobre tus espaldas una carga
tan pesada. Y de la plaza se anuncia que salen, que no salen, que atacarán, que se retiran. Y aparecen al segundo día las avanzadillas de Riva, con otro poeta al mando, Altamirano. Y pasan dos días más y escribes a Juárez que el triunfo de nuestra causa se aproxima, que tan cerquita está la victoria que mucho va a doler si se escapa como agua entre los dedos; mudas el campamento a tres leguas. Y sigues mendigando dinero, y pasa otro día y otros. Necesitas el resto del dinero de Zacatecas, y lo que falta de Guanajuato y lo que no ha llegado de San Luis. Juárez te dice que ataques, pero esperas mientras siguen llegando las bandas de chinacos y niños y mujeres con comida, y carros y mirones, y no logras cercar la plaza. Y ya están aquí Aureliano Rivera y Carvajal. Te frotas las manos. Luego los historiadores dirán que el cerco empezó el 14 de marzo, pero tú llevas dos semanas reuniendo, pizcando a los ejércitos de la revolución que han tardado en llegar hasta aquí no semanas, ni días, sino seis años, cinco de ellos de derrotas continuas. Y los convoyes con pertrechos se hacen esperar y recorres el campo para ver las tropas remendadas de azul y gris, y con las cueras, y los calzones blancos de la caballería sureña, y los capotes verdes de Sonora. Y sientes, que quién sabe cómo, la moral sube y la de ellos, allá adentro, decae… El día 9 de marzo se tirotean las avanzadas y no acabas de entender qué buscan, qué se traen los imperiales con todo y el Güero emperador, porque se han encerrado a esperar su castigo. Y te molesta lo definitivo de todo, el jugarte a una carta esta guerra que siempre se jugó a muchas, sabiendo que las partidas se perderían, pero el juego no. Y comienzas a apretar a Juárez para que Porfirio deje de andar coqueteando con la idea de tomar la capital y te envíe refuerzos. Y el día 10 de marzo escribes en el parte «no ha ocurrido novedad», ¡pero cuánta novedad cuando no hay novedad!, porque se intercambiaron tiroteos por la salida de Celaya, y llegó un buhonero a tu campo que vende aceite de serpiente para que las balas no pasen, y el maíz ha subido de precio en todos los alrededores de San Juan del Río, a ocho pesos la fanega, y por andar afilando los sables con una enorme piedra, una chispa hizo arder la paja en una tienda de los chinacos de Aguascalientes y se armó tremenda quemazón… El 12 comienzas a desplegar el cerco. Ya no solo se trata de enfrentarlos, se trata de rodearlos, dejarlos sin salida, ahogarlos. Tapar los caminos a Celaya y San Miguel…
El 13 hay tiros. Los republicanos toman el cerro de San Gregorio. Y le escribes al presidente una carta muy lacónica donde felicitas a Antillón, que con doscientos tiradores tomó San Gregorio a punta de bayoneta, pero le escondes a Juárez que ha sido mucho más que una escaramuza, que fue una batalla y que la tropa se desmandó y llegó hasta las goteras de Querétaro, donde fue rechazada con pérdidas graves en el contraataque. Y pides de nuevo que Porfirio Díaz libere a los chinacos de Riva Palacio, que inútilmente bloquean el paso de Arroyo Zarco, para que se cierre el cerco de una maldita vez. Y van y vienen los correos de las afueras de Querétaro a San Luis Potosí, convirtiendo a Juárez de presidente en intendente del ejército en campaña. «Municiones: que las haga Balbontín. Riva Palacio: dile a Díaz que lo suelte, y que se venga a Querétaro.» Y Juárez está poseído de la misma fiebre y anota en los márgenes de los papeles lo que le pides, diciendo: «Hágase», «sea», «mándese». Voluntades de papeles en ríos de carencias. Y los rumores dicen que los imperiales quieren salir, y estamos a día 18 y solo han transcurrido tres semanas, y el cerco se esboza pero no se forma, y por el camino de Celaya pueden organizar la huida, y tratas de parchar: Treviño con los norteños en San Gregorio, Guadarrama con las caballerías en el Oriente, Corona con los jaliscienses al Occidente. Pero el cerco es bueno apretarlo y no lo es, porque si lo aprietas sin fuerza, los invitas a que lo rompan y huyan, y si les dejas salida porque no tienes con qué taparla, se esperan y sacas provecho de la desventaja, te dices, te consultas; mientras el Sur está abierto a los imperiales. ¿Y qué estarán pensando allá dentro? Y el 19 te indignas, porque no se puede estar en todo, mirando con un ojo a los imperiales para que no se te escurran, mirando con el otro a los abastecimientos, mirando con un tercero la disciplina de la más heterogénea que se ha reunido, y que a veces enloquece. Hay partidas de chinacos saqueando por Guanajuato y te enfureces y mandas pedir milicias a San Luis para combatir a los bandidos. Ante el caos de la organización en el ejército, usabas al presidente como tu cuartel maestre en San Luis Potosí. Y le escribías: «No tenemos un peso en la caja», y enloquecido pedías municiones de artillería de donde fuera. Se sabía que Méndez había dejado en Ciudad Victoria un acopio, desde ahí hay que traerlas. Te quejabas de los celos regionales de los caudillos militares. El gobernador de Guanajuato solo abastece a las tropas de su región, pero ¿cómo esperar que lleguen abastos desde la lejana Chihuahua? No solo hay problemas con la
artillería, las caballerías republicanas estaban mal armadas, mal instruidas. Las fuerzas se encontraban mermadas por las deserciones. Y de seiscientos guanajuatenses de la infantería de Rosado, solo quedaban doscientos setenta, porque los demás, por ser vecinos, su fueron a sus pueblos a echar novio, o un taco, a descansar, o murieron en las escaramuzas frente a San Gregorio. Era nuevo esto para la mayoría de los irregulares chinacos, acostumbrados a combatir en partidas y a su aire, sin estar sometidos a una disciplina de cerco, obligados a depender para el sustento y el avituallamiento de una intendencia que no funcionaba, teniendo que combatir lejos de sus tierras de origen y que tan bien conocían. Todo era el caos, pensabas desesperado, dándole vueltas a los mil problemas que caían sobre tu mesa de campaña. Había errores imperdonables con el forraje y el reparto de víveres; con las municiones y con las deserciones, con la disciplina del cerco y la llegada de nuevas tropas. ¿Cómo se improvisa esa ciudad en armas que cerca a la otra ciudad? ¿Cómo se levanta de la noche a la mañana en el orden una ciudad de veinticinco mil combatientes nominales, quizá veinte en realidad, con otros cinco mil de estorbo? Y no se te olvide lo de las tiendas y petates que andan escasos en días de lluvia, o de calor intenso… Y los imperiales reciben víveres por el Sur y agua; aunque sus desertores, que son menos que los tuyos, pero abundan, dicen que tienen problemas de parque y comida, que los jefes siempre discuten. Y por el agujero que has dejado, te avisan que se ha roto el cerco, que el odiado Márquez sale de Querétaro con las caballerías, y cuando ya es tarde, al fin tu medio, cierras el cerco por el Sur el 25 de marzo, y parece que han pasado años, días de veinte horas sin sueño, o más bien, con sueños entrecortados sobre el caballo en que el cerco de Querétaro, el anillo defectuoso, se deshace y por eso se van de allí las caballerías del imperio. Estás contento porque el enemigo se debilita, y preocupado porque Márquez, el asesino, el chacal, el matador de Tacubaya, anda rondando por ahí. Si Porfirio Díaz no lo encuentra y lo detiene, puede ser un dolor de cabeza; puede reunir más tropas y romper el cerco, puede atacar sus trenes de abastecimiento, puede darte un albazo. Esperar. No había de otra; mientras Guadarrama perseguía a Márquez y junto con Porfirio Díaz le salía al encuentro y lo hacía pedazos en San Lorenzo. Y ahí se habría de terminar la suerte del imperial.
La noche del 26 de abril la viviste general, entre los rumores y anuncios, correveidiles y señales falaces, de que el grueso de los imperiales por fin se había decidido e iban a tratar de romper la sinuosa y frágil línea del cerco que rodeaba Querétaro. El general Ramón Corona, el segundo comandante de las tropas republicanas, siguiendo tus indicaciones y tus temores, decidió quedarse a pasar la noche en el campamento de Riva Palacio, con los surianos, intuyendo que el o tan ansiado y temido se produciría en esa zona. Y esa noche se fue entera pensando, especulando de dónde podría venir el ataque, con qué tropas lo intentarían, ¿sería un combate en forma o solo el abrir brecha buscando la salida? Hasta que los argumentos se fueron haciendo más incoherentes y las frases se dilataban, dejando espacios de silencio. El sueño los prendió y se durmieron en unos bancos de la hacienda, rodeados de los oficiales del Estado Mayor. Fue un sueño angustiado y muy corto, porque a las cinco de la mañana los despertó el ladrar de los cañones. Miramón intentaba romper la trampa con diez mil hombres. Pero eso lo sabrías después. Ahora, los ojos aún abriéndose, lo único que parecía claro era que una columna se había desprendido de Querétaro para atacar sobre la extrema izquierda de la línea de Riva Palacio, cerca de la garita del camino a México, que estaba cubierta por los jinetes surianos del general Jiménez. A la luz de un sol tímido observaste cómo un ataque vertiginoso de los imperiales había fracasado en la línea de los guerrerenses, pero un poco más allá, se habían hecho con el Cimatario; las dos columnas de infantería y caballería que había lanzado Miramón estaban destrozando a los michoacanos de Régules, que se retiraban sin combatir, que huían despavoridos, arrastrando en su fuga a las tropas de Jalisco; sus paralelas habían sido flanqueadas; sus carros, sus piezas de artillería, sus municiones eran arrastradas hacia el interior de la ciudad. Contemplaste desde la altura privilegiada cómo Corona, con su escolta de veinticinco jinetes vestidos de cuero, se encontraba con el general Rivera, quien se replegaba en orden flanqueado por sus Dragones. La línea estaba destruida, el cerco estaba roto, el aire olía a tragedia. Pero las esquinas habían aguantado el golpe, tanto el flanco izquierdo, donde los surianos de Jiménez resistían y la caballería de Altamirano se lucía en pequeños contraataques, como los jaliscienses, que se recuperaban en una retirada ordenada, que mantenían la forma y no se descomponían de tan fea manera. Avanzaste hasta la primera línea
para que tus hombres aumentaran la presión y la brecha no se ensanchara y con el fin de que se cambiara la disposición de los cañones para flanquearlos. El aire estaba lleno de humo de incendio, nubecillas de pólvora, tierra alzada por las caballerías y los cañonazos. Hasta entonces no lanzaste el contraataque, movilizando a las caballerías de reserva, los batallones del general Rocha y los Cazadores de Galeana, mandados por el coronel Doria, que producían verdadero pavor a la infantería de los imperiales, porque estaban armados con Remington de repetición y disparaban desde el caballo mientras cargaban lentamente. El plan de Miramón tenía defectos, entre otros, no haber previsto la ruptura de las líneas, pecaba de pesimista; por eso sus hombres en lugar de consolidar la posición estaban saqueando los carros, robando la ropa de los heridos. Y ya se habían llevado a la plaza los cañones republicanos, cuando el impacto de la llegada de las reservas los desorganizó de arriba abajo. La caballería juarista recuperó los carros y rompió en dos las columnas de ataque. Maximiliano entonces envió a los Dragones de la emperatriz para volver a recuperar el botín de guerra, esencial en la plaza, sobre todo los alimentos. Entonces te diste cuenta. El ataque era para obtener comida. No querían abrir brecha, ni siquiera fugarse, solo volver a comer, tener respiro. Y entonces, por vez primera en cinco años, pensaste que la República había triunfado, que el sueño del desmoronamiento del imperio se hallaba a la vuelta de la esquina. Estaban perdidos. Así, los Dragones fueron a dar de bruces con los trescientos treinta regiomontanos de Galeana, tus paisanos, que tomando posición de tiradores, los descuadraron en minutos con los disparos de sus fusiles gringos de dieciséis tiros. Miramón lanzó entonces una segunda carga de infantería, ignorando que las reservas de Rocha ya estaban ascendiendo, a paso de carga, y por detrás, al cerro del Cimatario. Y tú querías estar en todos lados, porque adivinabas lo que iba a pasar, pero tenías que contener a las caballerías y la prioridad era sostener la línea e ir cerrando poco a poco la brecha. Y veías desde el cerro cómo iba saliendo. La masacre fue grande. Al poco, los imperiales comenzaron a retirarse perseguidos por la caballería y las reservas de Naranjo, que acababan de entrar
en combate y que estuvieron a punto de poner pie en Querétaro, si no hubiera sido por la artillería de los imperialistas, que Ramírez de Arellano manejaba con habilidad y que los paró en seco a poca distancia de la Casa Blanca. Y de repente solo quedaban ecos de disparos, cañonazos a lo lejos, ayes sordos de moribundos. Cruzaste el campo a caballo entre los vítores de los chinacos. Había sido una victoria, pero nuevamente el costo era muy alto, las tropas de Michoacán y Jalisco habían quedado prácticamente fuera de combate y las caballerías de la hacienda El Jacal habían perdido cuatrocientos treinta hombres. Las bajas eran muchas, pero los cuadros se reponían entre los del Estado de México y los potosinos, ahí al menos la moral era alta. No hay cómo ganar para que al herido le duela menos y el asustado pierda el espanto. Pero con todo y los vítores y los aplausos, no había engaño y la sonrisa se torcía en el rostro. El combate había mostrado la fragilidad del cerco. Seis horas de enfrentamientos, al borde de perderlo todo. Y pensando en esto, decías bien, mostrando tu preocupación al comentar con los generales republicanos las ideas que querías escribir a Juárez en el parte de la batalla:
No los estoy cercando, los estoy conteniendo, si Díaz no apoya, mal la tenemos. Nuestras filas están llenas de heridos y sin equipos médicos, abundan los desertores, hemos tenido muchos. Los gastos de parque no se reponen desde San Luis Potosí y Guanajuato…
Ibas perdiendo el color, las ojeras se te desbordaban, la voz enronquecía, los labios resecos se llenaban de pupas. Los de Guanajuato se desmandaban, pedían y solo se sometían a su gobernador, se convertían en gallinas. istrar un ejército y hacer la guerra al mismo tiempo era un caos, siempre dependiendo de los gobernadores, de sus buenos haberes, sus manías, sus rencillas, sus regionalismos estrechos, sus debilidades. Porfirio Díaz dirigía su campaña personal en las cercanías de la ciudad de México, poniendo siempre el énfasis en
Puebla primero, en la capital después, y por más que a través de Juárez presionabas para que se uniera al cerco y acabaran juntos de una vez con el imperio en Querétaro, se resistía. Terminaste enviándole una carta, que pecaba de amable, en la que le ofrecías la comandancia general del cerco de Querétaro. Si eso quería, la gloria, el mando, ahí estaba. Pero ni a esa respondió. Y las fuerzas republicanas en torno a Querétaro desesperaban por la prolongación del sitio. Se les venía encima la temporada de lluvias y con ella, la desnudez, la intemperie y el hambre, que se vislumbraban como una nueva peste que causaría estragos en el ejército. Después de todo, la victoria no estaba al alcance de la mano, todo podía perderse de nuevo. Volver a empezar. Empezó mayo y los choques diarios menudeaban. Un día Riva Palacio batió a cañonazos la columna imperialista de Rodríguez; al siguiente era el reaccionario Castillo atacando la línea de la Hacienda de Callejas; otro día era la caballería de Naranjo y los chinacos de Durango los que impedían la caída del frente en San Gregorio, quedando herido Jerónimo Treviño. Pero si para los atacantes el cerco era un infierno, dentro, en la ciudad del acueducto, poblada por fantasmas imperiales, les estaba yendo peor, según narraban los desertores que crecían día a día. Los sitiados se estaban comiendo a sus caballos y a sus mulas. Empezaba una epidemia de tifus, se robaba y se mataba a civiles por unos granos de maíz, las intrigas crecían entre los mandos; todo el mundo sentía la espalda descubierta. ¿Quién podía triunfar? A la corta, quién sabe, unos cuantos accidentes sumados podían hacer de una victoria una debacle, como tantas veces lo habías visto en estos últimos años. Y si la mala suerte caía del lado republicano, todo sería como recomenzar y recomenzar. Daban ganas de ganar, con tal de no empezar de nuevo. Y alguien te comentaba que un veracruzano estaba haciendo su agosto vendiendo carne de mula, cuando sin que venga al caso una idea terrible, un pensamiento envenenado te cruzó la cabeza. ¿Quién está cercando a quién? ¿Y si ellos son tus cercadores? Los que te imponen y te obligan a estar encerrado en estos llanos, desgastando un ejército que no sabe estarse quieto, que aprendió en marchas y contramarchas su destino, un ejército de merodeadores. Y le escribes una carta a Díaz pidiéndole municiones, porque las imperiales, el 4 de mayo, para estropearles las conmemoraciones de la Batalla de Puebla, les hicieron un
agujero otra vez en San Gregorio, aunque terminaron saliendo malparados. Y le dices a Díaz, ladino oaxaqueño, que sabes que si lo tuviera a su alcance podría mandarte más y mejores cosas, pero que estás consciente de que no puede, a ver si el escurridizo general aprende de honores… Y ya estás pensando en rapiñar con orden; legalidad y justicia el campo queretano para hacerte de maíz, carne y frijoles, cualquier cosa, pero no dejarlos irse de Querétaro. Porque te falta capacidad para pensar como ellos, no puedes ponerte en la cabeza del ilustre Miramón, que estudió con los prusianos, ni del siniestro Márquez que estuvo con el sultán de Tacubaya, ni del ilustre artillero Ramírez de Arrellano, y mucho menos de un emperador que debe haber estudiado la guerra con soldados de juguete, de plomo, y ses. Y como no puedes ser ellos, y el insomnio no te deja ser tú mismo, vagas como alma en pena por los campamentos, hablando con uno y con otro de recuas de mulas y pólvora inexistentes, tapando agujeros, enmendando errores. Y todavía León Guzmán te regaña a través del presidente Juárez, porque tus hombres compran fanegas de maíz a nueve pesos cuando él las puede conseguir a siete y cuarto. Y le escribes a Juárez que evitas los abusos hasta donde es posible, que las circunstancias exigían locuras y arbitrariedades, que hay por ahí perversos haciendo requisiciones en nombre del ejército. Y retornaba Guadarrama con cinco mil jinetes después de haber colaborado para batir a Márquez, y Díaz al fin te enviaba doscientas cajas de municiones que se distribuyeron inmediatamente, y todas las noches tibias de mayo llegaban hasta tu tienda bandas de desertores imperiales, tropa y algunos oficiales, solicitando antes que clemencia, alimentos. Y sabías por ellos y por las solicitudes que te enviaban soldados extranjeros pidiendo garantías, ofreciendo los puestos que defendían, que la hora de la verdad se estaba acercando. De repente un enviado del destino, el 14 de mayo cuando recorrías la línea de sitio, te dijo que un coronel imperial quería conversar contigo, y el coronel Cervantes te presentó al coronel López, jefe del Regimiento de la emperatriz, que había salido de la plaza en comisión secreta. Y se apartaron a un lado para hablar en reserva. López, ante tu sorpresa, traía la misión de canjear la plaza por la libertad del emperador. Maximiliano quería un salvoconducto hasta Veracruz o Tuxpan, y ofrecía rendir la plaza y el compromiso de no volver a pisar territorio mexicano. Y le contestaste, porque de esto mucho se había dicho en las últimas semanas de correspondencia con Juárez, que el gobierno republicano no aceptaría nada
menos ni más, que la rendición incondicional de la plaza, y que no podía ofrecer otro arreglo. López perdió la compostura y dijo que tú conocías bien las fuerzas que había dentro de Querétaro, la valía de los mandos y la capacidad que tenían de forzar el cerco y prolongar la guerra durante años. Y te calentó la respuesta y le dijiste que te encantaría que hicieran una salida, que estabas dispuesto a permitir que tus líneas se abrieran mientras los fusilabas por el flanco, para luego mandarles por atrás a los cinco mil jinetes de Guadarrama y luego a las caballerías de Díaz, convirtiendo su paso en un río de sangre imperial. López dudó, y tú no sabías si estabas tendiendo una trampa, haciendo una oferta o mostrándole cómo se desmoronaba un mundo. Y dijo entonces que el emperador había supuesto esta respuesta, que las columnas para forzar el sitio estaban paradas y que quería evitar este derramamiento de sangre, y que él, por encargo del emperador, iba a permitirles la entrada a la plaza a los republicanos por el panteón de la Cruz, donde sería jefe a partir de las tres de la mañana. Y le dijiste que con o sin resistencia, con o sin componenda, esa noche Querétaro sería republicana. Y mientras López regresaba a la ciudad sitiada, evaluaste el panteón de la Cruz que ya habías señalado en días anteriores como uno de los puntos vulnerables. ¿Sería una trampa? ¿Querrían invitarte a buscar ese punto mientras rompían el cerco por otro? Pero había que jugársela, y comisionaste a Vélez con dos batallones, el de los Supremos Poderes y el de Nuevo León, junto con varios de tus asistentes para que a la hora citada avanzaran hacia el panteón, mientras dabas a los mandos del cerco la orden de vigilancia y alarma, y a las tres de la mañana avanzaste con los designados hasta las primeras líneas. Y te despediste de Francisco Vélez diciéndole que si caía en sus manos el Güero lo tratara con consideración y que no se confiara, que era de temerse una traición. Y era un ir y venir de correos desde tu posición, donde se veían las luces nocturnas de Querétaro al alcance de la mano, como luciérnagas, «avisa a Naranjo que las caballerías estén brida en mano»; y allí nomás estirando la mano; «avisa a Guadarrama que les espante el sueño a sus jinetes»; allí está el final de la aventura; a Rocha para que estuviera alerta porque sería usado como fuerza de choque; allí nomás la victoria y mejor no creerla; al general Cervantes para que hiciera grande la brecha que habría de abrirse; porque no hay nada peor que las ilusiones vueltas indigestiones. Y eran las tres y las cuatro y no llegaban noticias. Avanzaste personalmente hacia el punto de ruptura, solo para confirmar
que estaba tomado por los tuyos. Y entonces fue el caos. Se encendían las luminarias, ardían las hogueras, se iluminaban las casas y, como fuego, se extendía el mensaje de que la República llegaba desplegada hacia la Alameda de Querétaro. Los mandos intermedios aprovechaban la confusión del enemigo y explotaban el desconcierto del Cimatorio sobre la Casa Blanca, donde todavía resistían los imperiales. Diste orden de contener el avance para evitar el saqueo, excepto a las brigadas de Vélez y Cervantes que entraban por la ciudad disparando y causando el pánico entre los imperiales dormidos. A las seis de la mañana recibías la espada de Maximiliano, entregándole en custodia al general Vicente Riva Palacio a aquel que habían llamado durante cuatro años el Emperador de los Mexicanos, un emperador en manos del poeta que se había burlado de la emperatriz, el autor de la Mamá Carlota. Mientras, lentamente tus tropas progresaban hacia el interior de la ciudad, capturando a Miramón, a Castillo y a Mejía. Y telegrafiaste a Juárez en San Luis Potosí diciéndole que el cerco se había roto y Querétaro había caído, y Maximiliano era preso de la República, respetando la petición de López, y del propio emperador, de ocultar su intervención en esos últimos sucesos. Al fin, todo es Querétaro, un momento de «gloria grande», inaprensible, desbordada de la carcacha del corazón; bruta ella, la gloria. Pero estás muy cansado para sentirla, y todavía hay cosas que hacer, y se resiste en las garitas, y ahora hay que enviarle refuerzos a Díaz para que tome la ciudad de México. ¿Y así era el final? ¿Así de insípido, después de tanto tiempo?
VI La polémica
Una biografía seria no puede tomar tan solo los puntos de vista, las versiones del biografiado y mandar al diablo las restantes. Cuidado, caballeros, existe eso que se llama objetividad histórica. Veinte años más tarde, el debate sobre lo que había sucedido la noche del 14 de mayo en las afueras de Querétaro se reabrió de una manera inesperada. La sociedad mexicana ya no era la misma, la paz porfiriana le había desgastado los colmillos al liberalismo. Dos años antes se había permitido que se celebrara un Tedeum en la iglesia de San Fernando por las almas de Maximiliano, Miramón y Mejía. Corrían tiempos de reconciliación entre el poder y los conservadores. ¿Quiénes conciliaban? ¿Era un país que se olvidaba del pasado y cerraba heridas o un dictador que sonreía a los nuevos amigos? El 8 de julio de 1887 un enfermo general Escobedo dirigía una carta al presidente Porfirio Díaz aclarando los sucesos que se habían mantenido en la sombra, y diciendo que el haber omitido en el parte de la toma de Querétaro el hecho de que el coronel López, como intermediario de Maximiliano, hubiera facilitado el a la plaza, se había debido a la promesa que había empeñado con este, quien a su vez le debía el silencio al emperador. Sin embargo, posteriores versiones atribuyeron al coronel López haber actuado a espaldas de Maximiliano y a Escobedo el ocultar que había comprado la traición con dinero. El general retirado, respondiendo a las acusaciones del libro de Víctor Darán y a los ecos de este en la prensa nacional, dirigió la mencionada carta a Díaz y en ella repasaba, a lo largo de más de cincuenta cuartillas, los sucesos de aquella noche y el posterior amanecer. Contaba que él no tenía muy claro en los primeros instantes si López a fin de cuentas había actuado por encargo del emperador o por el suyo propio, y que incluso en el inicio pensó en la posibilidad de que les estuvieran poniendo una trampa, pero que en una conversación sostenida con López el 24 de mayo, diez días después de los acontecimientos, el coronel imperial le reiteró la petición de
silencio y le mostró una nota de Max que decía:
Mi querido López: Os recomendamos guardar profundo silencio sobre la comisión que para el general Escobedo os encargamos, pues si se divulga quedará mancillado nuestro honor.
Según el propio Escobedo, Maximiliano le había confirmado esto en una conversación privada, estando detenido en Querétaro y a la espera del fusilamiento. Fuera cierta o falsa la nota, Escobedo se comprometió a este pacto de silencio, hasta ese momento, cuando la campaña conservadora lo acusaba de haber comprado el a la plaza, y lo tachaba de general mediocre, haciéndolo romper el pacto de silencio. Poco variaban estas informaciones la valoración de Escobedo como comandante de las tropas que sitiaron Querétaro. Había tomado la plaza y enterrado el ejército imperial con el menor costo de vidas; había conservado el sitio, evitado los dos intentos de ruptura, colaborado a la destrucción de las caballerías huidas y, en fin, ganado la batalla. Sin embargo, parece ser que hubo intentos por parte de la Secretaría de Guerra de enjuiciarlo por haber omitido estos elementos en el parte de guerra, aunque Díaz, poco afecto a las venganzas inútiles, y mucho a las útiles, prefirió dejar pasar el asunto. Ocho años después de este debate público, Porfirio Díaz, presidente por cuarta vez, permitió la exhumación del cadáver de Miramón y el retorno a México del viejo exiliado Leonardo Márquez. Una de cal, muchas de arena. El país se avergonzaba de su pasado republicano radical. Y años más tarde pareciera que las sombras colocadas sobre Escobedo por esta
polémica se reforzaron con las versiones minimizadas que los historiadores porfirianos dieron de la historia de la guerra contra el imperio, donde se loaba al presidente eterno y se opacaba al comandante de las tropas triunfadoras en Querétaro. El asunto se prolongó en las valoraciones del General Orejón norteño en libros posteriores. Conte Corti, maximilianero militante, dice de él en uno de los escasos párrafos que le dedica, que Escobedo conocía bien el país por haber sido arriero, pero que «en situaciones difíciles era tenido más bien como indeciso y débil, aunque de ningún modo por cruel»; y José C. Valadés, un historiador que por su minuciosidad me causa una profunda estima, en el caso de Escobedo cae en la trampa de las versiones conservadoras y dice: «La hoja de servicios de Escobedo era de más bajo nivel que la de Corona. Además, bien conocido estaba su negligencia y falta de espíritu de soldado». También atribuye su nombramiento como comandante de las tropas que cercaron Querétaro al amor de Juárez por la mediocridad de su subordinado. Es curiosa esta evaluación, porque la hoja de servicios de Escobedo no puede ser superada por ninguno de los grandes militares de la Reforma, casi todos ellos valiosos por su terquedad y su capacidad reorganizativa, más que por sus habilidades estratégicas. Pocos pueden poner sobre la mesa, a la hora de aquellos quince años del balance, la persecución de Cruz durante la Revolución de Ayutla, la victoria contra los comanches en San Antonio de los Alzanes, o los combates durante la guerra de Reforma contra Juan José de la Garza. Y qué decir del combate en las garitas de la ciudad de México, que a pesar de haber culminado en derrota, dio la pauta de que la terquedad liberal podía triunfar. Y luego Acultzingo y Puebla, y el segundo cerco de Puebla con los enfrentamientos contra Miramón en San Joaquín, que impidió el último resuello de los imperiales, lo que habría de consagrarlo como hombre de mando de pequeños ejércitos. Probablemente le faltara la gran visión de conjunto de Zaragoza, de Ignacio Mejía, la habilidad reconstructora de Riva Palacio así como la visión del enfrentamiento como un todo social —no en balde fundaba escuelas cuando aún sonaban los cañones en Toluca—, o hasta la buena capacidad para la utilización de la escasa artillería que tenía Régules. Sin duda carecía de la relación mística que unió a Santos Degollado y Leandro Valle con sus chinacos, pero sus haberes competían sobradamente con los de Corona y Porfirio Díaz entre los divisionarios que llegaron vivos y en activo al final de la guerra contra el
imperio. ¿Por qué entonces el rumor anti-escobedista?
VII La fatiga
Al acabar la guerra propusiste que el gobierno te pidiera cuentas de todas aquellas situaciones extraordinarias en que lo extraño de los tiempos que se pasaron y los deberes de combate te habían hecho vivir. Juárez hizo caso omiso de tus palabras. Tiempos extraordinarios habían sido para todos, y no se iban a poner ahora a revisar si aquellas requisiciones de maíz, o las multas a imperiales de Matamoros habían sido de legalidad extrema. Fuiste nombrado jefe de una de las cinco divisiones en las que quedó reorganizado el ejército, la del Norte, con base en San Luis Potosí, con cuatro mil hombres nominales, aunque tenías once mil. Los otros generales divisionarios eran Régules en Michoacán, Corona en el Noroeste, Díaz en el centro y Álvarez en el Sur. Había ahora que reducir el ejército a unas dimensiones aceptables para el erario público. Y ese era un gran problema. Existían noventa mil soldados, más irregulares, defensas sociales, guardias estatales… ¿Eras capaz de ver las dificultades para convertir aquella sociedad en armas en una sociedad civil? Prácticamente desde la Revolución de Ayutla, el país había estado en guerra, con tan solo leves intervalos de calma tensa. Y esta sociedad armada había creado sus reglas, sus estados de excepción. Reducir el tamaño del ejército, no solo era desarmar y agrupar, también era ofrecer trabajo, reintegrar, ajustar injusticias. Y por más que Juárez quisiera hacerlo de un golpe, la reducción tendría que ser lenta, o pondría sobre las armas a muchos que siempre lo habían estado. Y tú eras privilegiado; tu división sería reorganizada lentamente, se te tenía más confianza que a Porfirio. Curiosamente el porfirismo, como facción política, agrupaba en esos primeros días de restauración de la República a militares despachados y liberales radicales; a puros que los veían como un contrapeso del Juárez conocido, tan dado al control y a la sumisión, y del que habrían de alejarse muchos como Riva Palacio, Negrete y Rivera, u otros que ya se habían alejado como Prieto, González Ortega, Ramírez. Pero Porfirio no era tu hombre, no podía serlo. Y si tenías alguna duda, recordabas las propuestas que te hizo en los días posteriores a la toma de Querétaro, de desplazar a Juárez integrando un triunvirato militar.
Durante los tres años que siguieron al fin de la guerra, se sucedieron las revueltas militares. Levantamientos regionales, luchas de comunidades campesinas expoliadas, generales a disgusto que se pronunciaban al menor descuido, cantonalismos aquí y allá, imperiales dejados atrás por la Historia y convertidos en asaltantes de caminos, conflictos armados contra gobernadores… Más de una vez las órdenes superiores te hicieron subir al caballo y entrar nuevamente en campaña contra unos y otros. El 18 de mayo de 1870 solicitaste al presidente Juárez tu baja del ejército porque «a consecuencia de quince años de campaña continuada, he contraído una enfermedad que, crónica ya, me inhabilita para el servicio militar por no poder soportar la fatiga que trae consigo», y ofreciste, sin embargo, tu disposición de volver a las armas si la invasión extranjera se presentaba de nuevo. Juárez no te lo permitió, ofreciéndote en cambio, a lo más, una licencia temporal. Tú insistías, arguyendo la necesidad de retirarte al reposo y a quién sabe qué negocios privados en el mismo estado en que te habían afincado y al que te unían nexos militares permanentes. Terminaste de gobernador de San Luis Potosí, y no pocos de tus viejos conocidos criticaron que estuvieras construyendo un cacicazgo. Fuera por envidia, lucha de facciones, puesto que el liberalismo estaba dividido en varios grupos, o por razones oscuras, tu gobierno en San Luis estuvo perseguido por el desconcierto. Y cuando en el año de 1871 se levantó por aquellas regiones Pedro Martínez, como un adelantado del porfirismo, nuevamente presentaste tu renuncia, aquejado de nuevas enfermedades y hastíos, a lo que Juárez insistió que no te fueras, suplicándote que no abandonaras el cargo. Luego se alzó Treviño, y ya no veías nada claro. Juárez te regañaba amistosamente; cuando el levantamiento de la Ciudadela, te decía que cómo era posible que abandonaras la defensa de la legalidad, mientras te constaba la matanza que habían hecho los revoltosos. ¿Abandonarías a la República para dejarla en manos del caos? ¿Era neutralidad tu adhesión a Lerdo, tercero en discordia entre Juárez y los porfiristas? Ganaste les elecciones, nuevamente, en San Luis a fines de 1871, pero tomaste una licencia un mes más tarde. ¿Terminaste renunciando para no enfrentarte a tus viejos amigos? La muerte de Juárez debe haberte resultado, como a todos, sus amigos y sus enemigos, como un mazazo. ¿Qué podía seguir? ¿Se volvería al circular por palacio de presidentes de paso, figurantes de tercera, extras de la representación, que recorrerían los salones como alma en pena hasta que algún Santa Ana hiciera de la dictadura la respuesta que nadie quería? ¿Era la historia un círculo y vuelta a empezar?
¿Dónde estaban los liberales que habían hecho la Revolución de Ayutla, la Constitución de 1857, la guerra de Reforma, la guerra contra el imperio? ¿Dónde habían desaparecido? ¿Por qué se enfrentaban acremente entre sí? Sebastián Lerdo de Tejada asumió la presidencia
VIII La rebelión fracasada
Y al fin Porfirio, tras haber andado tras bambalinas, se lanzó a la verdadera guerra, y tú, que poco querías saber ya de guerrear, que ya no entendías tanta guerra sin motivos más allá de las ambiciones personales; que veías en Lerdo la personificación de la legalidad y la prolongación del juarismo, que te habías vuelto ciego y sordo ante sus defectos, o que los compartías y simplemente eras miembro de otra facción; derrotaste a los porfiristas, llamados tuxtepecanos, por el plan sin plan que alardeaban en Matamoros, y luego fuiste nombrado ministro de Guerra en agosto, para tratar de frenar una rebelión que se continuaba de otras rebeliones y en la que ya nadie sabía de qué lado estaba; solo que al final todos estaban contra el gobierno. A fines de noviembre de 1876 triunfó la revuelta. Y de nuevo a repetir historias de huidas hacia el Norte, aunque esta vez no se siguió la ruta de Juárez hacia Chihuahua, sino hacia Morelia, en el Occidente, donde Lerdo confiaba en Régules. Una penosa caravana con carretas y archivos y ochocientos Dragones de caballería a tu mando. Pero ahora tienes más de cincuenta años y estás cansado y desgastado por la enfermedad. Y abandonar Michoacán pensando que el mejor refugio se los daría Diego Álvarez en Guerrero, sin embargo, ya no hay tierra firme y el destino es ser apresado al cruzar un río y ser liberados solo para exiliarse abordando un barco hacia Panamá y de ahí cruzar el canal para viajar a Nueva York. Conoces esta ciudad, donde hace años llegaste buscando a un gobierno y ahora arribas con uno derrocado, vestido con un capote gris y quepis, sin insignias ni medallas; curiosamente, como habría de reseñar la prensa, sonriente. ¿Tiene alguna lógica el mundo del emigrado? ¿Sabes vivir en el mundo de la conspiración? ¿No presientes que las palabras flotan, no se amarran a los hombres? Que todo es un ir y venir contándonos mentiras unos a otros, escribiendo ilusiones a Rocha, a Cevallos, a Mejía en La Habana. Sonriendo a periodistas gringos que se preguntaban si Lerdo te lanzará como candidato presidencial de su facción a las elecciones que Díaz está amañando o si estás preparando una revuelta. Y vas de un lado a otro. A Galveston a promover reuniones entre viejos enemigos políticos —iglesistas y lerdistas—, para con ambos preparar la invasión armada, el retorno. ¿Pero vale la pena? ¿Otra
revuelta militar? ¿Una revuelta contra la revuelta? ¿Dónde quedó la legalidad republicana? Y tú sirves al último presidente legal de México y en abril de 1877, entrevistado por la prensa, sonrisa encantadora, amable —¿y a qué horas aprendiste a sonreír, adusto general?—, dices que las horas del usurpador Díaz están contadas y vuelves a moverte de un lado a otro. Reuniones en Texas, a la espera de un alzamiento en San Luis Potosí. Luego medio año moviéndote por la franja fronteriza poniendo nervioso a Porfirio y a sus espías. Hasta que te designan un espía particular, personal, solo para ti, un tal Pedro Marcilié. Y ahí van tú y tu sombra, de San Antonio a Davis, donde reclutas veinticinco oficiales, y de ahí a Corpus Christi, donde recoges cuatrocientos Remington, el fusil que tanto sirvió a los Cazadores de Galeana en los combates en torno a Querétaro; y Marcilié te llama Fisher en sus secretos mensajes. Y Fisher tiene miles de hombres comprometidos pero ninguno seguro. Y Porfirio, ladino, que todo lo ha estado observando desde lejos, en el año 77 pasa a la acción y detiene conspiradores por todos lados: Régules, Fuero… incluso a ti te cae la mala suerte en julio y los gringos te arrestan, hartos de que recorras Texas como un fantasma de amenazas no cumplidas. El comandante de Campo Davis manda a sus soldados por ti y te retienen acusado de violar la neutralidad, aunque un mes después el juez te deje libre. Y ya no tienes vuelta atrás, excepto el ridículo, y del ridículo es de lo único que no se regresa, como la muerte, pero en peor. El 28 de mayo de 1878, lanzas una proclama invitando al constitucionalismo, a volver a las libertades civiles. La fechas en Coahuila, aunque permaneces en San Antonio, Texas, durante un mes más, desesperando de esta rebelión sin retorno que parece no tener un buen destino. Y la proclama desencadena todo, y te ves obligado a pasar a la acción con un movimiento de saliva y papeles, que se desmorona cuando quieres concretarlo y cuyas relaciones en México se han desvanecido. Los norteamericanos quieren detenerte nuevamente y el 11 de junio de 1878 atraviesas la frontera, tras enviarle una segunda proclama a Porfirio Díaz, «cabecilla de los salteadores y los vagamundos», advirtiéndole que vas por sus huesos. No será, ni mucho menos, una marcha triunfal. El grueso de tus tropas es derrotado en el primer encuentro en un lugar de nombre ingrato, Puesto de Ladrones, y sus restos retroceden cruzando de nuevo el río rumbo a la seguridad de Texas. Te quedas vagando en territorio mexicano con dos ayudantes, pensando que después de dos años de avisos en falso, de rumores, poco honor hay en correr a la primera adversidad. Te refugias en la hacienda de Cuatro
Ciénegas, propiedad de Jesús Carranza, perseguido por el coronel Ponciano Cisneros. Cuando el 22 de junio detienen a Carranza como rehén, te entregas para no crearle mayores problemas a tu anfitrión. Un gesto generoso, como de costumbre, en una situación tan triste. No es la primera vez que pierdes, no es la primera vez que te hacen prisionero. Fue Mejía, y luego los ses en Puebla… Pero ahora, perder sin combatir… Una parte de la prensa te cubre de todo. Dicen que no eres más que un pirata ilegal. Que venías al mando de un grupo de filibusteros norteamericanos. Otra recuerda tu generosidad con los vencidos de Tuxtepec. Se debate si habrá pena de muerte, si la rebelión fallida te llevará al cadalso. Cuando te llevan a la ciudad de México tus viejos compañeros y subordinados, ahora pilares porfiristas, te dan el mejor de los tratos posibles. Treviño y Naranjo hacen menos humillante tu derrota, y quizás por eso, mucho más. Al fin, el 13 de septiembre vas a dar con tus huesos a la prisión de Santiago Tlatelolco. Y en esos días toda la revuelta se desinfla. Pareciera que, a la pérdida de su caudillo militar nadie más habría estado involucrado. No queda nadie. Nadie dijo «yo». Nadie había jamás compartido noches de conspiración entre humo de tabaco. El porfirismo no quería manufacturar un mártir. Por eso te habrían de permitir, poco después, que con tu palabra como garantía, te hicieras prisionero en tu propio domicilio por razones de salud, y luego el permiso se extendió para que pudieras dar paseos, de ocho de la mañana a ocho de la noche; después a cualquier hora y, por último, se te concedió la salida del país. Un año más tarde, se producen la conspiración de Veracruz y los asesinatos de Mier, que la prensa habría de conocer como el «mátenlos en caliente». En tu semi reclusión domiciliaria recibes un recado del presidente: «Si te implicas, ni los laureles de Querétaro te van a salvar la vida». El 28 de abril viajaste a Nueva York donde se encontraba Lerdo, probablemente a darle razones de la inexistencia del lerdismo, del fin de su esperanza, de la muerte civil de Fisher. Del fin de tus ilusiones, de la consolidación de Porfirio Díaz como presidente, del éxito de su llamado a la no reelección.
IX ¿Heredero o enterrador?
Te habían perdonado. Te dejaban en paz. Te miraban de reojo, como apestado a medias. Pero también permitían que te reincorporaras al ejército, aunque sin mando de tropa. Con la llegada de Manuel González a la Presidencia, el compadre del oaxaqueño, en aquel intervalo de cuatro años que Porfirio Díaz necesitó para consolidar su base permanente de poder, te perdonaron. ¿Pero querías su perdón? ¿Cómo saberlo? Los tuxtepecanos controlaban el país, crecían las vías férreas, las ciudades tenían mejores hospitales y por ahí andaba toda la obra que Riva Palacio hizo desde el Ministerio de Fomento. Existías de nuevo. ¿De verdad? Nada había pasado. Más tarde te incorporarían a la Suprema Corte de Justicia Militar. La nada. Lerdo lo vio mejor que tú:
Derrotado o fusilado, la planta marchita del lerdismo se hubiera vivificado con su sangre; pero cogido Escobedo sin combatir y perdonado sin dificultad, el lerdismo fenecía moralmente.
¿Y valía más Lerdo que González o Porfirio? ¿Cuál era la diferencia? ¿Civiles contra militares? El sistema te fue incorporando lentamente. En 1884 como diputado por Aguascalientes. En 1886 en el Congreso como diputado por Celaya. En 1888, cuando se va González, se menciona tu nombre entre los posibles candidatos presidenciales. Reelecto Díaz, con un noventa y ocho por ciento de los votos, habrías de ser una mera comparsa que recibiría un poco menos del uno por ciento.
En el año 89 muere Sebastián Lerdo de Tejada, el último hombre en quien creíste. Y desde luego, Porfirio Díaz te ordena la misión de recoger el cadáver como representante oficial. ¿Cómo negarse? ¿Y quién eres allí? ¿El último de los lerdistas, o el comisionado del hombre que lo despojó de la Presidencia? ¿El heredero de Lerdo o su enterrador? ¿Con quién estás? Y pensarás en ello una y otra vez mientras se producen manifestaciones populares al paso del féretro que custodias y que contiene los restos de tu amigo, el ministro de Juárez, el último presidente. ¿O no lo es?
X El general más aguerrido
Y a pesar de los pesares, y aunque el fierro se melle y el carrizo se quiebre de tanto doblarse, pese a lo que decía Melchor Ocampo, las memorias de Querétaro siguen vivas en el pueblo casi veinticinco años después. En 1890 habrías de ganar un concurso organizado por Filomeno Mata en el Diario del Hogar, gracias al voto popular, como «el general con más méritos y más aguerrido de México», y además, para mayor venganza inútil, te llevabas 2123 votos, lo que dejaba a Porfirio Díaz en segundo con menos de la mitad y a Negrete en tercer lugar. No te querían mal los mexicanos, en ese semiolvido en que la realidad porfiriana te iba dejando, en esa vitrina destinada al viejo general en que te habías y te habían metido. Incluso el hipercrítico Hijo del Ahuizote publicaba, cinco meses más tarde de tu triunfo como general más popular, una galería de olvidados en que te incluía diciendo:
No es un hombre de genio extraordinario pero es un militar honrado y serio que ha cumplido su santo ministerio sin pretender hacerse necesario.
Pero ser pieza decorativa del régimen, vivir de las eternas dietas de diputado, aunque tu presencia en la Cámara no tuviera más que un valor simbólico, y asistieras raramente a las sesiones, tenía un costo. Y lo fuiste pagando año con
año; en 1892, con el servil discurso proponiendo la reelección de Díaz. En 1895 como presidente del Congreso, con una loa al generalpresidente, explicando por qué el pueblo mexicano quería a Porfirio y cómo este representaba la paz. Y en el año 96 eras diputado de nuevo, ahora con tu hijo Mariano como suplente, curiosamente nunca representando a Nuevo León. Porque los diputados porfirianos nunca representaron a los estados donde tenían una base social, o a sus estados nativos. Y al final eras un general más, que participaba en la comisión para las fiestas del Centenario de la Independencia. ¿Había alguna sinceridad en tus últimos comportamientos? ¿De tanto repetirlo te lo habías creído? ¿Era la paz tan valiosa como para justificar la pérdida de la libertad? Tú, que habías combatido en tantas guerras, verdaderamente demasiadas desde 1846 a 1876, ¿creías que valía la pena el sacrificio?, ¿te parecía válido el tejemaneje de caciques, el intercambio de favores, los enriquecimientos a la sombra del Estado? O era cansancio, ese mismo cansancio que abatió a Ramírez y a Prieto, y a González Ortega y a Negrete y a Aureliano Rivera y a todos.
XI Memorias blanqueadas, memorias ennegrecidas
Las leyendas se ennegrecen, pero también se blanquean, y así pasarás a formar parte de la página 718 del Diccionario Porrúa de Historia, Biografía y Geografía de México, sin que se tomen en cuenta tus años porfirianos, y tu biografía terminará con las siguientes frases:
Trató de luchar contra el gobierno porfirista, pero fue hecho prisionero. Radicado en México fue designado diputado al Congreso General. Tenía ese cargo cuando murió.
Y blanqueado también pasarás a las fichas biográficas de la antología de escritos juaristas, donde tu final de complacencia porfiriana permanecerá ignorado, y veinte años de tu historia pública se desvanecerán en una elipsis. Lo mismo sucederá en el Diccionario Enciclopédico de México, porque resulta molesto que acabaras tan mal empezando tan bien, y esta historia acartonada, de Benito Juárez pastorcito, no permitía héroes estropeados, héroes condenados a la vitrina porfirista, como el que terminaste siendo. Y así, el 21 de mayo de 1902, a los setenta y seis años, habrías de morir en la ciudad de México, sin atreverte del todo a entrar en un siglo en que el caballo iría perdiendo potencia y sería el siglo de la motocicleta, del avión biplano, del submarino y del tanque, y de la ametralladora, y no la espada. Eso, o porque no querías acabar de ver aquello en que se había convertido la República resplandeciente de los tercos, los héroes, los abnegados, los liberales. En qué se había convertido la República: en ese monstruo de impudores, concesiones, patria vendida, prensa amordazada, esclavitud de indígenas, conservadurismo y mochería retornada.
Eso, porque quizás era el momento de morirse, sin saber, sin prever que las caballerías volverían, que incluso existiría una División del Norte como la tuya, y nuevos personajes, llamados ahora los Dorados, sustituirían a los chinacos de Nuevo León y Tamaulipas al enfrentarse al Ejército Regular. Y no querías ver lo que no habrías siquiera de intuir, quizá, porque tú no tendrías un lugar entre ellos. ¿Y cómo te vamos a querer?, si después de tanta terquedad y tanto pudor, te pasaste al enemigo, te dejaste derrotar y te volviste otro, hasta la barba perdió su aire áspero y se volvió una barba partida, asada, y el rostro hosco se tornó complaciente. Y ese último que eras, derrotado, ya no era el jugador mujeriego, arriero de caminos desconocidos de dieciocho años, ni el general agotado de las cuarenta y cinco, con veintiocho años de guerras y batallas. ¿Y cómo no vamos a quererte?, si todavía podemos ver al acueducto de Querétaro como tú lo viste, y todavía te vemos sobre el caballo blanco, griseando en el amanecer, con el que te plantaste ante Maximiliano cuando se te trabaron las palabras para pedirle la rendición y la espada. Pero te moriste mal, muerto de toda muerte, desaparecido; y esos últimos años de sumisiones y blandenguería ante el monstruo que Porfirio estaba construyendo resultan imperdonables, hasta para ti mismo. Y por eso nos entra la tristeza al pensarte, al ver cómo abandonaste este país que entendiste tan mal y por el que, sin embargo, combatiste con las armas tan bien.
XII Los papeles perdidos
La muerte de Mariano Escobedo suscitó escándalo impensable, que poca trascendencia habría de tener en los libros de Historia. El viejo general murió dejando como herencia sus archivos al historiador Iglesias Calderón. El hecho, aparentemente inocente, causó una cierta inquietud a Porfirio Díaz, quien repentinamente pensó que quizás en los archivos de Escobedo se encontraba la oferta, que le había hecho en 1867, de sustituir a Juárez por un triunvirato de generales triunfantes. Díaz comisionó a Bernardo Reyes, por cierto, el mismo que había pronunciado el discurso fúnebre de Escobedo, para que recogiera los documentos en «beneficio de la nación». El capitán Carlos Mariscal, asistente de Escobedo se negó a entregar los papeles, creando cierta tensión y estando a punto de pasarse de las palabras a los revólveres. La actitud de Mariscal fue respaldada por el general Escobar, el mismo que había apoyado al viejo general en el debate sobre la forma en que había caído Querétaro. Los dos militares fueron enviados a guarniciones en la zona más insalubre de las selvas quintanarroenses por el ministro de Guerra, como premio a su fidelidad. La situación dio lugar a un escándalo público que se ventiló incluso en la prensa y en el que llegó a intervenir hasta la Suprema Corte de Justicia. Finalmente, con el apoyo de los hijos de Escobedo, la Secretaría de Guerra se hizo con la documentación. Los papeles fueron expurgados. Solo una parte se conserva hoy en el Archivo General de la Nación
Las fuentes informativas
Frente al millar de biografías de Porfirio Díaz, escaso es el material sobre Escobedo: la de Isabel Cavazos Garza, muy difícil de conseguir, y el pequeño trabajo de López Gutiérrez; así como breves notas biográficas en las obras de Sosa, Irineo Paz y Enrique M. de los Ríos. Resultan muy útiles las páginas que le dedica Salado Álvarez en el tomo XIV de los Episodios nacionales, notablemente bien informadas. Curiosamente Escobedo tampoco es uno de los biografiados en obras como Los hombres de la Reforma de Moreno o en los breviarios de las 150 biografías de mexicanos ilustres, de García Rivas. En el Archivo General de la Nación se encuentra el purgado archivo de Escobedo, material del conflicto que se narra en páginas anteriores. Sin duda, fuente para la reconstrucción de la historia militar de Escobedo durante el imperio, es la monumental recopilación juarista de quince tomos de Jorge L. Tamayo, que recoge la excelente correspondencia del general republicano durante el sitio de Querétaro con Juárez y Porfirio Díaz. Muy interesantes, para complementar ese material, son la narración de Altamirano del combate del Cimaterio, que se encuentra en sus obras históricas, y la versión imperial en el texto de Ramírez de Arellano. México a través de los siglos, en el tomo V dedicado a la Reforma y escrito por José María Vigil, contiene una excelente información sobre el periodo de 1862 a 1865, repetida con algunas variaciones en La gran década nacional, de Galindo y Galindo. Es muy interesante el libro de Valadés, Maximiliano y Carlota, historia del Segundo Imperio, por ser uno de los pocos historiadores antiescobedistas del siglo XX. Usé en este texto fragmentos de mi novela La lejanía del tesoro, porque me gustaba el tono encontrado y porque presumía diferencias de lectores. Perdóneseme el acto de canibalismo. Para guiarse en el caótico mundo de la República Restaurada y el porfirismo, nada mejor que la obra monumental de Daniel Cosío Villegas, El México moderno. Resultan muy interesantes la biografía de Díaz, escrita por Carleton
Velas, las memorias del propio Porfirio, la biografía de Manuel González, escrita por Salvador Quevedo y Zubieta y los tres tomos de El porfirismo, de José C. Valadés.
Acerca del autor
PACO IGNACIO TAIBO II es narrador, periodista, historiador y fundador del género neopoliciaco en América Latina. Sus libros se publican en veintinueve países y una docena de lenguas. Ha ganado tres veces el Premio Dashiell Hammett, además del Premio Planeta en México, el Premio Bancarella en Italia y el Premio 813 en Francia, entre otros.
© 1997, Francisco Ignacio Taibo II
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Primera edición en la colección Textos: mayo de 1997 Primera edición en Obras de Paco Ignacio Taibo II: mayo de 1999 Primera edición en esta presentación: mayo de 2012 ISBN: 978-607-07-1156-5
Primera edición en formato epub: noviembre de 2012 ISBN: 978-607-07-1467-2
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