La Rama Verde 666l42

Índice Portada Sinopsis Portadilla Duración En la mañana inmensa En mitad del invierno Contrastes Entrar en el silencio Luna de cuándo y dónde Un huerto claro Estar entre las cosas Date prisa Talismán Vía Láctea Entre dos luces Algo que no es azar La Diosa Blanca Cartas de ultramar Tiempo inestable

El río Pequeña oda Final de un día En el secreto de la noche Cosa de nada El abrazo Sol de marzo en la hierba Viento del existir Verdecillo Hablo aquí del comienzo El balcón A unas moreras Mientras anochece El amor Al mirar lo vivido Impromptu La hora irrevocable Celebración y elegía La hermosa hoguera Nota Pared con sol

Fe Café Iruña La llama Un día de mayo Olor a junio Nostalgia del invierno Plegaria en un cumpleaños El acuerdo Niebla Hotel El hueco del instante El director de orquesta El miedo Era septiembre La abeja y la muerte Vísperas La súbita verdad Un petirrojo Plaza con estatua Itinerario al caer la tarde Apunte de Bogotá

Los extremos del tiempo Reencuentro Atisbos Dejo la puerta abierta La casa sosegada La rama verde Nota Créditos

SINOPSIS

Tras la publicación en 2018 de Las cosas como fueron, que reúne toda la poesía escrita por el autor desde 1974, prosigue Eloy Sánchez Rosillo su andadura con este nuevo libro, uno de los mejores y más hondos que el poeta haya escrito. En él están presentes algunos de los temas que siempre le han preocupado, aunque enfocados con mirada bien distinta desde la perspectiva de la edad. Al propio tiempo, la plenitud vital en la que el poeta se encuentra le depara nuevos y variados motivos para el asombro y la meditación.

Eloy Sánchez Rosillo

LA RAMA VERDE

Marginales 310

Nuevos textos sagrados Colección dirigida por Antoni Marí

DURACIÓN

Dentro de la leyenda del vivir, que el minucioso olvido desordena y desdice, el sueño aquel primero de la niñez no se ha desvanecido. Inconsistente, tan ligero y frágil como vilano o pluma de gorrión. Y sin embargo ahí sigue. Dónde, dónde. ¿Qué secretas cadencias lo traen, cuando es preciso, a mi presente? Hebra de luz apenas, hilo de agua. Nunca en la vida me ha desamparado.

EN LA MAÑANA INMENSA

Cuánto tiempo ha pasado ya, hijo mío, desde aquella mañana que dije en un poema en el que se nos ve a ti y a mí en la playa, bañándonos alegres, entre risas, en un mar tibio y quieto, bajo el sol estruendoso y un cielo azul sin mácula. Tenías entonces tú dos años, y se hallaba en su inicio apenas la aventura que ha sido el estar juntos tu vida entera y casi la mitad de la que he respirado.

Era feliz mirándote. Compartía tus juegos. Te abrazaba. Corríamos por la arena caliente de la dicha…

Hasta que a mi conciencia, no sé por qué, de pronto, vino el sentir del tiempo y levantó

entre tu ingenuidad y mi tristeza súbita la visión desolada de un futuro vertiginoso, en el que ya no estabas a mi lado: vagabas por el mundo y yo quizá había muerto.

Es verdad que el vivir todo lo muda. Y sucedieron cosas plácidas o revueltas, e incluso, en ocasiones, duras y amargas. Existir es eso: un azar incesante. Pero no llegó nunca el futuro que temía, ni ningún porvenir de un signo u otro, sino sólo el presente sin confines de este momento único. En sus anchos espacios, mucho logré aprender de personas y cosas, aunque de nadie tanto como de ti, pequeño maestro mío de alegría en los años límpidos de tu infancia (que no comparo nunca con ningún otro bien que haya tenido),

y aprendices los dos de desconciertos y de dolor profundo algunas veces cuando un día empezaste a crecer de improviso, tan deprisa y corriendo, en el enigma y la intemperie de la adolescencia.

Después, como en un sueño, poco a poco, pudimos alcanzar el júbilo más alto: aquel que obtiene nuestra mano pura si antes supo de heridas.

El amor no transcurre: ocurre. Su obstinado latir insiste oculto, a salvo para siempre en nuestro pecho.

Y ahí estamos tú y yo desde el principio, en el mar del verano, bajo el sol, dentro de este diamante que fulgura, de esta mañana inmensa que es la vida.

EN MITAD DEL INVIERNO

Mar y cielo revueltos. Desolados parajes. Pero a mí me ofrece la tristeza su alegría; el silencio, las más hondas palabras.

Lentamente recobro a quien yo soy, que estaba en mi interior casi perdido. Y cuando llega el día en el que debo volver por fin a la ciudad, se quedan arrumbadas en estas soledades no pocas cosas que al llegar aquí me lastraban el alma.

Sin embargo sucede que regreso con mucho, mucho más de lo que traje.

CONTRASTES

Estuve en un entierro. Y luego me volví en un viejo autobús destartalado a mi casa en la playa.

Único pasajero, regresé ensimismado. Dentro de mí tenía las imágenes tristes de la dura mañana de finales de enero: el ataúd entrando con trabajo —despacio, para siempre— en la pequeña tumba, la oscuridad del fondo, las ráfagas de lluvia que también penetraban en esa cerrazón, un padrenuestro dicho en voz queda bajo los paraguas, rápidas despedidas de los que allí estuvimos…

El autobús vacío daba tumbos, entre montes pelados,

por una enrevesada carretera de imponentes repechos y súbitos declives. Me dijo el conductor, por decir algo, que con el tiempo infame que está haciendo estos días a nadie se le ocurre ir a la playa. Me miraba confuso.

Bajamos unas cuestas que cerraban sus curvas hasta lo inverosímil, desde las que surgían repentinas visiones de un mar fosco aún lejano. Y en el lento descenso, de improviso, fuimos a dar en un valle recóndito. Un sol muy vivo entonces logró abrirse camino a través de las nubes y su luz descendió a los campos aquellos y les mostró a mis ojos unos almendros florecidos. Los vi con gratitud mientras pasábamos (y los llevo conmigo todavía).

No sé; la vida tiene de pronto estos contrastes que nos salvan, estas compensaciones.

ENTRAR EN EL SILENCIO

Entrar en el silencio, como quien se ha perdido en la vida y se ha olvidado de cuanto le importaba y era suyo. Y de pronto, en su frente, el leve toque apenas perceptible de una mano amorosa —casi un soplo de no sabemos dónde— lo rescata de hurtos y desamparos de los días: tanto dolor que silba por los huesos, igual que el viento aquel en las noches más solas de la infancia, tantas lágrimas turbias. Al fin, hoy, se despierta ya dentro de esta luz: es el silencio. Y mira, y oye, y sabe —resurgido de sí desde el origen— que todo está empezando.

LUNA DE CUÁNDO Y DÓNDE

¿Dónde ocurre esta luna, en qué momento, en qué noche del mundo? Han pasado años, siglos, desde que un día mis ojos la supieron y hoy cae su luz aquí por vez primera. Qué silencioso hallazgo de alegría, de intimidad secreta a cielo abierto. Es la misma de entonces, la que toqué de niño con mis manos y descendió a mi pecho y me hizo suyo; la que habrá de venir, la primigenia. La miro con el gozo del que todo lo ignora de la muerte, del que respira y canta. Han pasado años, siglos, y ahí fulgura, en qué centro sereno de mi asombro.

UN HUERTO CLARO

Da igual que sea enero y estés solo, que el viento silbe y haga tanto frío; poco importa también que llueva a cántaros. Tú estás a salvo en tu memoria. Mira el huerto aquel de tu niñez. Es mayo y te ampara este sol risueño y joven que desciende del cielo y que se posa confiado, curioso, complacido, en los naranjos y los limoneros. Y en tu propia cabeza, que arde pura, llena de bendición. Transcurre frágil, en su cristal eterno, la mañana. Tienes cinco o seis años a lo sumo. Dentro de tu pequeño corazón, o entre las ramas de esos grandes pinos, oyes cantar un pájaro —¿un jilguero?— del que tú ignoras todavía el nombre.

ESTAR ENTRE LAS COSAS

Aquí no necesito meditar, abismarme en honduras insondables para llegar al corazón de todo. Hay tanta soledad, tanta quietud, que el fondo está a la vista, en lo inmediato. Clarea la mañana. Miro y escucho, huelo, saboreo, palpo la realidad que se me ofrece como regazo y vínculo. Me extraño de ser yo y me aparto de mí y de mis zozobras. Ahora sé que las piedras de los ríos, de redondez tan dura y bien pulida, son muy tiernas por dentro; conozco que la nube es veleidosa, pero sin petulancia, y alguna vez, en sus fabulaciones, se convierte en un árbol arraigado.

Aquí sólo preciso atención e ilusión, abrazo, entrega, estar entre las cosas igual que se nos muestran ellas mismas en su sosiego y su conformidad. Este asentir unánime suena con el fervor de una cadencia, y más aún porque el silencio es algarabía de lo vivo y junto.

DATE PRISA

Te miro ir y venir por estos versos. Aún estoy en la cama. Son apenas las 8 y hace frío. Oigo cantar los gallos. Amanece. Date prisa, me dices; no tardes, date prisa. Pero yo todavía permanezco unos minutos bien arrebujado entre las tibias sábanas. Me levanto por fin y desayuno, adormilado y torpe, mientras se deshilacha en mis adentros algún sueño reciente. Después me lavas cara y manos rápida, me peinas con cuidado y me pones un poco de colonia. Veo tu rostro, madre, en el espejo.

(Tengo seis años, o algo más tal vez; mi padre ya ha salido de la casa, camino del trabajo.) Me dices, date prisa, y me sonríes. Yo también te sonrío en el cristal. Me pones el abrigo y nos vamos corriendo hacia el colegio. El niño confiado que aparece contigo en estas líneas te mira en el espejo para siempre y no sabe que un día morirás. Pero el que escribe ahora sí lo sabe. Y conoció ese día.

TALISMÁN

Han pasado los años y me veo, igual que tantas veces, en esta casa sola. No hay nadie por las playas. Ha ocurrido la vida y mi cuerpo envejece. Pero qué importa nada bajo el sol de febrero, tibia luz sutilísima que cala hasta las últimas entretelas del alma, talismán infalible. Sentado en la terraza, adormecido —serán las 4 de la tarde acaso—, sueño otra vez la vida y todo es hoy más hondo que nunca. Todo resurge y brota y de nuevo soy joven, dichoso, invulnerable. De pronto un gorrión llega y se posa encima de la mesa en la que hay un cuaderno, un bolígrafo, una copa de vino ya vacía.

Me observa, y lo contemplo inmóvil en mi asombro. Encuentra unas migajas; da algún salto, algún revoloteo; y pía ahora sólo en dos ocasiones, muy prudente. Me mira de soslayo desde ángulos diversos, ladeando la cabeza con movimientos vivos. Yo, sin pestañear y sin palabras, quisiera transmitirle que no sienta inquietud, que puede confiar en este hombre. Sigue, sigue ahí unos segundos, pequeño gorrión de la alegría, con tu pecho redondo de plumón bien mullido, con tus ojos tan negros.

VÍA LÁCTEA

Casi cualquier camino que se abra ante nuestro deseo de irnos lejos siempre parecerá prometedor y hermoso. Nunca lo había contado, pero quisiera hoy revelar un secreto. De chiquillo, en las noches del campo y en mitad del verano, me salía a la puerta de la casa un buen rato después de acabada la cena. Me echaba en una vieja hamaca que ponía la bóveda celeste ante mis ojos y encontraba enseguida la Vía Láctea. No era según mis cálculos un espacio excesivo el que me separaba de sus fulguraciones. Se hallaba a una distancia prudencial de mi ilusión y de mi fe de niño. No siendo pusilánime, alzarse poco a poco hasta aquella calzada prodigiosa

resultaba una empresa fascinante y posible. Había que apoyar firmemente los pasos primero en esta estrella y luego en otras y otras. Y llegabas por fin. Qué increíble aventura. Andaba con cuidado sobre piedras pulidas de plata y de cristal. Una niebla suave dibujaba y borraba figuraciones mágicas y abría o deshacía ante mi asombro perspectivas insólitas: montañas deslumbrantes de purísimo cuarzo y valles de zafiro, lagos de ópalo en calma, vericuetos y atajos de diamante. Corría un aire fresco y nada se escuchaba, sino algunos sonidos delicados, algún eco remoto. Me adentraba un buen trecho por aquellos parajes y al cabo descendía con tiento hasta el lugar del que había partido. La noche estaba oscura, aunque en mi ser llevaba toda la luz del cielo. El coro intermitente de los grillos encendía los campos de chispazos alegres,

hasta que pronto entraba yo en la casa y cerraba la puerta tras de mí.

ENTRE DOS LUCES

Caminar muy temprano, entre dos luces aún, en la mañana revuelta de febrero, por esta carretera ahora sin nadie. A mano izquierda, el mar, que es todavía parte de la noche y que apenas se ve, confuso y encubierto por la bruma, pero del que se oyen el bronco respirar y los estruendos de sus arduos quehaceres invernales. Y a la derecha, al margen de mis pasos, en su milagro íntimo, el verde juvenil y tembloroso del trébol con rocío.

ALGO QUE NO ES AZAR

Dejé mi casa y me adentré de lleno en la extensa mañana, en su luz nueva. Pudo no suceder, y sin embargo la vida decidió que ocurriría. Tú por tu lado, y por el mío yo —sin presagios ningunos, distraídos—, nos fuimos acercando hasta esa calle, una calle cualquiera. Y coincidimos en el instante aquel del universo. Qué extraño su existir, qué inescrutable: en su fugaz transcurso, nuestros ojos supieron encontrarse en un relámpago hecho de origen y de tiempo entero.

LA DIOSA BLANCA

Llegó la Diosa y lo encontró esperándola, pero no ante un altar, ni allí postrado; embebido en su luz, sueña palabras.

Mira con devoción hacia lo alto en la noche serena, eterna y mágica. Y la Luna le infunde el don del canto.

CARTAS DE ULTRAMAR

Pasaron a las Indias en los primeros tiempos coloniales y en su gran mayoría no regresaron nunca. Gentes de estado, oficio y condición muy varios, iguales en el sueño que tuvieron de mejorar sus vidas en las tierras remotas que España conquistó con la cruz y la espada. Partían con lo puesto casi todos y allí medraron muchos y muchos sucumbieron.

Leo esta tarde un libro que recoge las cartas de algunos de estos hombres a los seres queridos que habían dejado atrás. Cuánta emoción contienen.

Después de un largo día de trabajos —ya próxima la noche—, éste toma recado de escribir y moja ahora la pluma en la melancolía.

Se dirige a sus padres y les dice que siempre los recuerda, que de nada carece aquí, en su nueva vida; a Dios gracias, las cosas le ruedan bien al cabo, tras mil y un infortunios padecidos. Quizá, mientras redacta, dentro del corazón se le dibujan con portentosa nitidez las calles de su pueblo, el pozo aquel que estaba bajo la sombra grande del nogal, y los muros de su casa de niño, enjalbegados, en los que al sol de puesta tanto le complacía demorarse.

Pregunta otro en su carta por los hijos que allá, cuando él se fue, quedaron muy pequeños aún. Al poco de ausentarse, tuvo noticia epistolar terrible de que el mayor murió de unas fiebres tercianas. Era el que quien escribe más quería.

Son numerosos los que a sus mujeres les remiten misivas quejumbrosas, rogándoles que acudan a su lado, que desechen el miedo que tienen de embarcarse y se atrevan a hacer la travesía —con la prole también, según los casos—, para que al fin de nuevo puedan vivir unidos. Nada habrá de faltarles si llegaran: ni casa confortable y buen yantar, ni ropas aparentes o manos serviciales de las dóciles indias que en los repartimientos les fueran otorgadas.

Hay un tal Antón Sánchez, natural de Sevilla y asentado en El Cuzco, que le escribe a la esposa —1590— y empieza así su carta: «Mujer mía de mi vida…». El ser entero pone en lo que va escribiendo.

Todo el idioma tiembla en sus palabras.

TIEMPO INESTABLE

La tarde ha dado un vuelco repentino —se acaba ya febrero— y su transcurso plácido y azul de hace tan sólo un rato ahora no es más que invierno y viento y densas nubes grises, árboles agitados, lluvia a ráfagas y retazos de sol alegre y vivo que aquí y allá logran abrirse paso un momento en lo oscuro.

Ese todo de afuera, de tan cambiante y rápida hermosura y tan indiferente a mi mirar, pone en mi soledad, deja en mi pecho una emoción germinativa y honda y una pequeña dicha inabarcable.

EL RÍO

No es que me adentre yo cada mañana por la orilla del río en un lugar lleno de soledad, de sol y cielo y agua, de naranjales y de limoneros; es, más bien, que el lugar se adentra en mí, penetra en mis cuidados, los lava y los diluye. Me aleja este camino de quien soy, y acompaña el andar sin uno mismo.

PEQUEÑA ODA

Hormigas que avanzáis por mi terraza en precisas hileras y, ante mis propios ojos, os metéis en la casa sin permiso, como si sólo porque esté en el mundo fuera vuestra también. ¿Quién os dio la licencia de olisquear por todos mis dominios hasta que descubrís, para mi asombro, un atisbo de azúcar, un descuido de aceite? Hormigas diminutas y tenaces que, tácitas, mostráis a quien os mira cómo empuja lo vivo: nada ni nadie puede deteneros. En vuestro porfiado caminar con determinación que es obediencia, que es fe y es cumplimiento,

no os movéis en lo efímero, sino en los orbes de la eternidad.

FINAL DE UN DÍA

Hay días en que uno, sin remedio, ve cómo la tristeza va ganándolo. Cede la claridad, y cruzas ahora este jardín con no sé qué aflicciones. Aún hay restos de sol sobre la hierba, oro desparramado y para nadie que relegan tus ojos. Un mirlo canta y no escuchas sus silbos: ellos le infunden alma a este lugar, un trasfondo insondable. Por qué estás triste, dime. No es posible que a estas alturas de la edad no hayas aprendido a vivir, que todavía no comprendas nada. Todo está bien. Debieras darte cuenta. El universo es tuyo, pues respiras. Celebra este momento silencioso, el equilibrio frágil que sucede

mientras la luz se apaga tras los montes desdibujados de la lejanía. Caminas cabizbajo junto al mar, que va y viene con mucha mansedumbre, ajeno a tus extrañas entelequias. Has llegado a tu casa. Por el balcón empieza a entrar la noche. Y tú, en tu cuarto, ya eres sólo sombra.

EN EL SECRETO DE LA NOCHE

La ingravidez de un sueño tan hermoso y tan nítido, y el temor y la pena, dentro del propio sueño, de que en cualquier instante pudiera esta verdad desvanecerse. La ve acercarse, hasta que al fin coinciden en el lugar radiante que en la vida no encuentran. Ahora se abrazan. Hablan apasionados, atropelladamente, y se dicen mil cosas que el amor pone en sus bocas ávidas. Caminan entre risas, sin prevención ninguna, cogidos de la mano por las calles alegres de una ciudad que acaso pudiera ser de Italia. Sí, conoce esa iglesia, ese ancho río, alguna vez estuvo aquí de joven. Se diría que es marzo. Qué limpio y libre el aire. No te alejes; nos quedaremos para siempre juntos.

Y así transcurre un tiempo que no puede medirse. Pero luego sucede que empieza a amanecer de este lado del sueño. Se apagan las estrellas y hay una lividez que, poco a poco, cambia y se va elevando como un árbol de tronco grácil y purpúreas ramas. Está abierto el balcón del cuarto en el que duerme. La mañana progresa. Abre los ojos. Y la luz, ya crecida, lo arroja de repente a un comienzo de nada en el que todo será melancolía y mucho olvido.

COSA DE NADA

Entre la broza triste del invierno rompe la hierba nueva a borbotones; vuelve al rosal la rosa, y de repente se han encendido todos los geranios; tiene ya el árbol pájaros que trinan y una generación innumerable de hojas de un verde tierno tan reciente que aún es casi traslúcido.

Bien a la vista este prodigio ocurre. Y a la naturaleza le resulta tanta complejidad cosa de nada.

EL ABRAZO

No nos verán y acaso algunos digan, faltan desde hace mucho, se habrán muerto; tanto que se querían y que amaban la vida, pero al final se fueron. Tergiversan la muerte quienes así la empañan, e igualmente el amor, que es llave y cifra del existir y en todo se manifiesta y canta, hasta en las cosas mínimas. A través de la tierra y la oscura maraña de intrincadas raíces te miro y tú me miras. Mezclados con el fuego, con el agua y el barro que nos acogen y nos purifican, somos aire también, ensueño, abrazo que nunca se termina. Y qué intensa esta luz que respiramos, este fulgor que crece en la ceniza.

SOL DE MARZO EN LA HIERBA

Es un agua encendida que resbala despacio por los muros y fluye hasta colmar con su tibieza el suelo. Y ya anega el jardín. El gorrión acude y bebe de ella. Un mirlo canta, sin que sus silbos quiebren el cristal del silencio.

VIENTO DEL EXISTIR

Fue un momento crucial. Y yo lo supe como en un sueño extraño e inquietante, con temor y relámpago.

Me encontraba en el campo y me acogí a la sombra benigna de mi acacia, en el centro de agosto. Era un adolescente. Todo callaba, nada se movía. El rigor de la siesta atirantó el silencio tremendo de la hora, lo tensaba con fuerza hasta los límites.

Tan sólo las cigarras percutían con sus crepitaciones delirantes sobre esa intensidad que, de un momento a otro, pareciera que sin duda iba a acabar rompiéndose,

a rajarse en mil trozos esparcidos de un unánime incendio.

Desvencijado en una mecedora, apenas subsistía junto a la vieja acacia que me daba amparo exiguo, aunque providencial.

El campo estaba absorto, achaparrado bajo el sol terrible: un sol que vigilaba, como dueño y señor de ojo iracundo, sus extensos dominios.

Y un poco más allá de mi resguardo se recortaba sobre el suelo, nítida, la sombra del alero de la casa, con las alternas curvas de las tejas en exacta ringlera. Aquella imagen progresiva, tal vez fuera el origen de lo que entonces ocurrió.

No sé si acertaré a decirlo. En este instante lento de universal sopor que proscribía con hipnótica mano cualquier posible actividad, cualquier hilo delgado y frágil de la imaginación o de la idea, se abrió un hueco en el tiempo, que mezclaba escenas de mis años ya vividos con vislumbres acaso del futuro.

Sentí entonces el viento poderoso del existir, y casi no entendía; respiraba estupor y desconcierto: tuve el amor más puro y la pasión que mata, el alborozo que da consuelo o trae la perdición, el horror que desgarra y que redime. Vi montañas altísimas, y abismos.

Sin principio ni fin, aquel momento se abría y avanzaba o retornaba mostrándome visiones contrapuestas.

Y luego, de algún modo, volví en mí. Tengo setenta años y ha pasado la vida. El sol restalla aún en las alturas su látigo de fuego.

VERDECILLO

Salir a la terraza bien temprano y oírte cantar, tan vivo, en la luz nueva —que aún está a medio hacer—, da mucha confianza en este día, amigo verdecillo, y ganas de vivir (y de ser bueno).

HABLO AQUÍ DEL COMIENZO

Es ahora el momento de volver al principio, de hablar de aquel comienzo, porque si no ya cuándo. Aunque debo decir que cualquiera que lea como deben leerse los versos que a lo largo de tantos años hice advertirá enseguida que jamás traté en ellos de ninguna otra cosa. Si escribes un poema y no es de amor, más vale que no escribas o que rompas lo escrito. Lo que diré no es ni siquiera un recuerdo: presente puro y vivo, carne mía, parte esencial del ser que en mis adentros sabe quién fui, quién soy. Era septiembre, el día en que arrancaban en la universidad nuestros estudios. Nos reunieron allí para informarnos de compromisos y de obligaciones. Un profesor perfectamente serio

peroraba, incansable, de esto y de lo otro, de un tiempo decisivo en nuestras vidas. Yo, al entrar en el aula, te había visto. Vi tus ojos azules a lo lejos. Estabas en las filas primeras de la estancia alargada e inmensa. Aparecías y desaparecías de pronto entre la gente. No terminaba nunca, pero al fin terminó el sermón pedagógico del hombre cejijunto y todos nos salimos del recinto atestado a escape, a borbotones, para llegar al patio y a la calle. Y en medio del barullo te perdí. El hecho me inquietó. Menos mal que en la nueva jornada te encontré y la luz se hizo. Según iban pasando las horas, nos hablaban de griego o de latín, de geografía y de literatura, de historia universal o de historia de España. Deje a mí de historias. Si tú estabas allí, lo demás era poco.

El caso es que empezamos a charlar al final de una clase de sintaxis. Aquello fue lo único que ese día ocurrió en el universo. Te dije que era absurdo aprenderse los nombres de las frases, de las partes distintas en las que se dividen; lo que vale es saber hacerlas sin tropiezos, como el que bebe agua. Te expuse mis razones muy circunspecto y grave, y tú te sonreías porque sí. Contemplaba tus ojos, tu figura. El alma me temblaba, me temblaban las piernas. Y desde las sonrisas te alzaste hasta las risas, como si lo que oías tuviera mucha gracia. Y la tenía, sí, qué duda cabe. No mis oportunistas argumentos lingüísticos, sino la hermosa vida, la mañana con sol, con blancas nubes… Y las tardes y noches que irían sucediéndose, delicadas, salvajes,

impropias de estudiantes aplicados, pero siempre tan llenas del calor de tu cuerpo, de tu piel tan suave y tus dulces palabras. Tenías sólo dieciocho años. Eras alegre y rubia, de ojos garzos bellísimos. Yo era ya algo poeta por entonces. Leía a Garcilaso y a Machado, a Neruda, a Vallejo, al 27, y mucho a Juan Ramón. Pensando en ti, volvía fervoroso a los versos de amor que ellos habían escrito, y para mí decía: «Cuánta verdad contienen; quién pudiera».

EL BALCÓN

El cuarto en el que duermo da a levante. Cuando despierto, a veces, aún me rondan los restos de algún sueño no muy feliz, fantasmas de la noche, cavilaciones que me desvelaron en plena madrugada. Permanezco todavía en lo oscuro unos minutos, inquieto, preguntándome qué me traerán las horas venideras. Y al fin echo pie al suelo. Levanto la persiana decidido, ya bien entrado marzo, y el cuarto entero, repentinamente, se enciende de oro puro. Arde muy delicada un ascua hermosa que consume cualquier preocupación, mientras me desperezo en la alegría, dentro de tanta luz.

A UNAS MORERAS

Casi a diario salgo en mi ciudad a andar unos kilómetros. Y voy por un camino que discurre plácido bordeando los huertos, junto al río. Suele haber poca gente y mucho sol. Es un lugar del alma, no del mundo, y te encuentras en él contigo mismo. En el punto final de mi trayecto, y en un cercado lleno de naranjos, hay también dos moreras. En invierno se las ve despojadas, reducidas por la severa poda del otoño al tronco y a las ramas principales.

Cada año, cuando siento en mí que está a punto de asomar la primavera, me digo, Eloy, no te distraigas, míralas,

a ver si tienes suerte y las sorprendes el día en el que rompa en su fervor —a mediados de marzo— el brotar nuevo. Y no, no es tan sencillo, porque ocurre que siempre llegas tarde a tu deseo, y de improviso se nos manifiestan cubiertas de hojas grandes y lustrosas que el aire tibio mece con dulzura. Hay que estar bien atento. Uno no puede descuidarse con ellas.

Pero al fin —y ya por pundonor—, anduve este año muy alerta, y respiro con asombro el momento esperado. Ayer aún mostraban una extrema desnudez, si bien algunas yemas se veían aquí y allí en sus ramas. Y hoy, de pronto, han comenzado a abrirse. Nos ofrecen las dos moreras, en la adusta estampa de su madera sobria y desprovista,

flores de un verde tierno y blanquinoso, a manera de espigas diminutas, y unas pequeñas hojas relucientes en las que se remansa satisfecha la afable y ambarina luz de marzo. Inician ahora su quehacer. Y nada podrá impedir que crezca y se propague este arrebato de su intimidad.

Muchas gracias, amigas, perdone la intromisión, y permitid que observe por una vez —inmóvil, silencioso— cómo obráis el prodigio.

MIENTRAS ANOCHECE

Ocurre ahora el crepúsculo, y levanta la luz mágicamente en aquellos confines y en mis ojos sus inestables edificaciones. Repentinos palacios de cristal, a cuyos pies, impetuosos, fluyen anchos ríos purpúreos; catedrales que muestran torres de oro, claustros de amatista. Se mantienen en vilo apenas lo que dura un parpadeo. Y se van derrumbando silenciosos en los abismos ciegos de la noche.

EL AMOR

Pon tus ojos, tu oído, en lo que importa y atiéndelo despacio, con rendición dichosa,

hasta que su secreto brote en ti. ¿No ves? Avanza marzo y florece la rosa en el jardín.

Sin saberlo, es la vida: mírala cómo se abre a la luz, con cuánta entrega.

Haz tú otro tanto: unas palabras limpias —las necesarias sólo—; escúchalas. Y que se abra el poema.

AL MIRAR LO VIVIDO

La vida era un fulgor que mi cuerpo entendía y yo ignoraba. Durante muchos años la escuché de manera confusa y la intentaba pronunciar en vano, si bien ella, sin mí, lograba acaso a veces decirse en mis palabras. El amor lo era todo, y no lo supe, no lo supe del todo a cada instante. Algo mío muy puro lo intuía, pero yo me ofuscaba en otras cosas. Sucede así: el misterio no se abre sino al que ya lo habita. Cuánto dolor ahora al mirar lo vivido y contemplar al cabo la evidencia. Qué expectativa y cuánta confianza, al pensar que quizá no es tarde aún. Puede que nunca vuelva a ocurrir este sueño,

puede que esté empezando a germinar y que nunca termine. Por eso el desconsuelo de un sollozo mientras la noche cae. Por eso esta sonrisa que mis labios dibujan mientras asoma el alba.

IMPROMPTU

Hoy que termina marzo y que el sol de la tarde, ya vencido, se tiende extenuado sobre el mar y ahí, al tocar las aguas, se va apagando en un chisporroteo de ascuas pequeñas y de signos de oro, cómo no agradecer emocionado, antes de que la noche sobrevenga, que este instante del mundo —tan alegre, tan triste, tan intenso como todo lo hermoso— coincida en su existir con mi existir y lo sepan mis ojos.

LA HORA IRREVOCABLE

Que no llegue la noche y nos sorprenda con todo sin hacer o a medio hacer. No habrá mayor congoja que un corazón vacío en la hora atroz, en la hora irrevocable en la que debería estar colmado. ¿Qué explicación darás si alguien pregunta? Y más que nada, ¿qué podrás decirle a quien tú eres cuando llegue el trance de penetrar en lo desconocido? Qué suceso terrible. La verdad relumbró alrededor de tu entusiasmo, encontró su camino hasta tu pecho e hizo en él su morada. Conociste el hechizo de la luna; tuviste entre tus manos las manos de tu madre, su tibieza indecible; desde niño miraste con asombro la montaña o la hormiga,

los árboles, las nubes y los ríos. La realidad estaba ahí, frente a tus ojos, con su fascinación, y renunciaste a hacerte cargo de ella. Qué día espantoso el que ahora está acabando, el que va oscureciéndose. Es tarde ya, muy tarde, ya no hay tiempo. Te ha cogido la noche, se ha cerrado de pronto en torno a ti. Y al fin caes en su abismo y eres ceniza triste, en vez de relumbrar en la tiniebla como limpio diamante.

CELEBRACIÓN Y ELEGÍA

Ha comenzado abril. En la ciudad caminan las muchachas de manera distinta, insinuante, con más gracia que nunca. Y al pasar junto a mí, indiferentes —y tan ajenas—, me producen daños incomprensibles por contradictorios, pues a la vez que duelen me confortan.

«A la edad que ahora tienes, así es la vida, amigo», oigo dentro de mí, mientras paseo en la dorada transparencia de hoy con alborozo y con melancolía. Hay alguna aflicción en mi contento, y no poca alegría en mi tristeza.

LA HERMOSA HOGUERA

Hay que apartarse a veces del amor para, de lejos, verlo por entero.

Y cuando al fin llegamos al punto más remoto de la noche, miramos desde el hosco desabrigo hacia el lugar en que el amor ardía. El ojo duda, teme, y horada la tiniebla con trabajo.

Pero al cabo ve allí danzar de nuevo las llamas altas de una hermosa hoguera bajo el fulgor de las constelaciones. Dentro del corazón nos tiembla ahora el trazo limpio de una viva imagen.

Y emprendemos la vuelta sin error, conociendo del todo a cada paso

la magnitud de un sueño.

NOTA

Cruza una gaviota solitaria el cielo calmo y limpio de esta tarde, ya al filo de la noche. Vuela parsimoniosa, blanca y gris; en algunos momentos se torna casi negra.

Pero la última luz del sol poniente, tan intensa y tan viva en su extinguirse, le enciende ahora el plumaje y repentinamente la transforma en un ave de oro que se pierde a lo lejos.

Aquí abajo la noche va cerrándose, y yo me pierdo en mi melancolía.

PARED CON SOL

Muchas cosas ocurren cuando despunta abril. Esta pared con sol de mi terraza, en su avance seguro hacia la plenitud del mediodía. Una pared cualquiera, limpia y blanca, que hoy se convierte en gracia y en cobijo.

El sol la va ganando poco a poco, hasta que por entero la hace suya. Parece sólo un muro con una luz muy viva, pero ahí late algo más. Nunca se ha visto un oro como éste.

Todo lo acato y me concierne todo. Estoy hecho de mundo, de siempres y de nuncas. Y me digo en un instante lleno de tiempo inabarcable si será cierta acaso

tanta ebriedad serena de existir, o si morí algún día mientras soñaba alegre el sueño de la vida.

FE

La casa está dispuesta. Ven si quieres.

Aunque en la espera haya tanta inquietud, tanto desasosiego, qué dulce es esperarte.

Acaso en el anhelo de aguardar se cumpla el don más alto del encuentro.

Aquí me tienes, con el alma en vilo, por si mi fe te inclina a visitarme.

CAFÉ IRUÑA

Llegué a Pamplona anoche. Estuve esta mañana paseando unas horas por la ciudad. Y acabo de sentarme en la terraza del Café Iruña, ante una oportunísima cerveza. Es abril —24—, mediodía.

Lo más interesante y llamativo de la agradable y larga caminata (aparte de las gentes que encontré —muchachas resurgidas del invierno, pintorescos paisanos con grandes boinas étnicas— y las vetustas tiendas de colores alegres) fue ver en ciertas calles principales filas bien dibujadas y surtidas de castaños en plena floración. Habían alzado delicadamente, por entre el verde limpio de las hojas,

todos sus lampadarios encendidos de flores rosas, blancas.

Desde el viejo café tengo a la vista la Plaza del Castillo, en la que tantas cosas ocurrieron. Nada sucede hoy de relevancia en el recinto inmenso y recatado, si no es este silencio de matizados tonos que se escucha en el aire como sutil acorde.

Y el sol que nos alumbra, un sol amable y tierno, rozagante, que rima por color y suavidad con mi buena cerveza.

Uno y otra confortan alma y cuerpo, por más que alguna vértebra rebelde esté empeñada en recordarme ahora su exacta posición con arteros envites.

No podrá amilanarme. He apurado la copa, y sigo contemplando la plaza, la mañana, la luz grácil del día. Lo importante es vivir, aunque el vivir nos duela, estar vivos del todo mientras dure la vida.

LA LLAMA

Si yo te hubiera dicho; si tú hubieses oído…

Pero no pudo ser, no puede ser. Y tampoco es preciso evidenciar la llama, verla arder.

Alienta pura y su existir nos basta. Sólo en lo más secreto de tu pecho y el mío —a salvo en lo más hondo, sin palabras—, la sabemos los dos, dentro del alma: esa oquedad tan llena de nosotros donde vibra la vida, donde el silencio canta.

UN DÍA DE MAYO

¿Por qué no puede ser hoy la alegría, bajo un sol decidido que penetra y refuta cualquier oscuridad?

El cielo es un clamor de azul inmóvil, y hasta el mar se ha dormido en el ir y venir de sus cadencias leves.

Todo es eterno, como lo es la mirada que me acerca y me asoma al corazón del pájaro, de la piedra o la nube.

Pero en el centro mismo de un ancho paraíso iridiscente, yo pertenezco a la melancolía.

Y, empapado de sol hasta los huesos, me abrazo en estas horas

al ciego desamparo de la luz.

OLOR A JUNIO

Es un día de junio, y amanece. Hace un frescor que arropa, casi un frío que acaricia la piel. Transcurre lo que miro lento y rápido. El cielo, que era oscuro y con estrellas, tiene un color violáceo que se torna azafranado, púrpura. Y hay en todo un olor indefinible que me arrastra muy lejos. Yo no sé. Aroma que es visión y me devuelve, sólo por un instante, a ciertos días de mi adolescencia. Era junio también. Amanecía. Me despertaba, a veces, de tanta inmensidad: aquel amor primero. Abría la ventana de mi cuarto y contemplaba el alba. Respiré allí el olor que ahora respiro:

a luz y a ensoñación, a irrealidad real y a toda la alegría. Y albergaba mi fe la certidumbre de que un poco más tarde, cuando fuera creciendo la mañana, iría por la calle junto a ella. Aún oigo las palabras que me dice y le digo, aún escucho su risa, alcanzo a ver el brillo de sus ojos. Hablamos, caminamos, y nuestros pasos leves se desvanecen luego sin un porqué, se borran. Pero este olor de junio me ha entregado de nuevo aquella eternidad. Olía como hoy, como este amanecer que va entreabriéndose.

NOSTALGIA DEL INVIERNO

Ahora que ya el verano se aproxima, empiezo a echar de menos el invierno. Lejos de la ciudad, desde este cuarto mismo, hoy tomado hasta el último rincón por la luz poderosa del solsticio inminente, a veces contemplaba caer en días foscos la lluvia minuciosa en hileras sutiles, o el revuelto aguacero, la suspensión de todo en la luz del relámpago, las presurosas nubes hostigadas con muy malos modales por el viento. Leía o meditaba e intentaba escribir. Había un silencio grande. El frío y la humedad se aposentaron en mi casa, cansados de estar solos y no encontrar a nadie en su propia intemperie. No pudieron conmigo,

porque fueron llegando a mi cuaderno unos pocos poemas, y las manos me entraban en calor con sus palabras.

PLEGARIA EN UN CUMPLEAÑOS

Para el tiempo que aún reste, y para el cuándo que quizá le siga, quiero pedir, y sueño, que en los dominios de mi corazón ni la ortiga ni el cardo encuentren la aridez donde agarrarse; que el ánimo, las manos, las palabras no se me tiznen nunca gravemente, o por un tiempo largo, de miseria; que haya amor en mi pecho y que, al sentirlo, todo tiemble en mí como hoja verde que estremece el aire; que todavía logren mis oídos escuchar las canciones de la vida, y que mi propio canto —cobijo siempre para mí y consuelo— se avenga alguna vez a acompañarme; que después del crepúsculo,

ya en el silencio de una inmensa noche y de su soledad irremediable, consiga yo por fin desentrañar la oscuridad cerrada. Y que mis ojos miren con asombro cómo despunta luego, tierna y lenta, la luz del alba.

EL ACUERDO

Caminaba tranquilo por el muelle de un puerto, en un país lejano. La tarde había caído y se alzaba la luna. Se iba aquietando el mundo en la hora tibia, ya a primeros de junio.

Comencé a oír entonces un rumor que llegaba, un murmullo ligero y poderoso. No se trataba de algo que alguien dijo, de un hecho inusual que en un instante o en otro sucediera. No fue el moverse lento de las gentes, el ceder progresivo de tráfico y negocios, la sirena de un barco que zarpaba. Venía por el aire, desde el cielo, brotaba de las aguas y la tierra.

Sonó un acuerdo inmenso en cada cosa,

que cautivaba y que sobrecogía. Revelación y abismo, clave o precepto, absolución y música.

Se adentró por mi oído; lo escuchaba con la piel y los ojos y las manos en mi ser que asentía. Alcancé a comprender (o eso creí). Y bendije la vida.

NIEBLA

A través del vivir sopla muy fuerte el viento y aún más del otro lado de la muerte. ¿Dónde te encuentras, dónde están los días de aquel amor tan hondo? Ahora camino a tientas y te busco. Mis pasos te presienten en el sueño que es siempre el caminar, y daré al fin contigo una mañana de luz cernida en el fluir de todo. ¿Me intuyes tú también entre la niebla? Nada acabó, ni nadie se ha ido nunca. Sabrás cuando regreses que de nuevo da vueltas lentamente nuestro mundo. Cómo no respirar, cómo apagarse. Aquí estaré sin falta. Y nos tendremos siempre por vez primera, renacidos de esta ausencia insondable.

HOTEL

Una noche de agosto. La terraza de un hotel del verano, junto al mar, y gentes muy diversas que tomábamos copas ya después de la cena. Las luces de aquel sitio eran tenues y vagas. Había una luna inmensa y estrellas desvaídas. La luna iba serena por el cielo, pero también cabrilleaba inquieta en el agua azulada de una piscina grande. Un grupo musical interpretaba viejas canciones conocidas, rehechas y llevadas hacia el cante flamenco con novedosos ritmos. Trataban de desdichas amorosas, de algún amor feliz. El hombre que cantaba tenía una voz rota. Transmitía emoción; daba gusto escucharlo. Se alzaba al lado mismo del hotel

un edificio altísimo, de quizá veinte plantas. Y cuando levanté una vez los ojos para beber un sorbo de mi copa, vi que en el piso seis (puede que fuera el siete o fuera el cinco) se encontraba acodada en la baranda de un balcón espacioso una mujer de más de ochenta años que contemplaba atenta lo que abajo ocurría (la música llegaba hasta su casa e impregnaba de aromas penetrantes los contornos difusos de la noche). Y se arrancó de pronto a bailar con soltura, con sentimiento y gracia: movía las caderas y giraba las manos como una bailaora. La luna le había echado por los hombros, sobre el vestido negro, un mantón plateado que la transfiguraba. Tan garbosa y alegre, en el balcón a solas, pensaría que nadie estaba al tanto

de su contonearse y sus revueltas. Qué maravilla fue. La miré entusiasmado, conmovido, mientras duró la música. Y sin palabras, desde el corazón, le envié por el aire templado de la noche mis mejores deseos. Que Dios te guarde, amiga, y puedas siempre ser la muchacha que eres, la muchacha que fuiste. Que tengas mucha suerte, mucha suerte.

EL HUECO DEL INSTANTE

Parece algo normal que haya noches de luna, que me ocurra en el pecho tanta melancolía al cruzar una calle camino de mi casa y llegarme el olor de unos jazmines, que tenga yo —de pronto— más de setenta años y no sepa muy bien qué ha sido de la vida. Pero la coincidencia de hechos y circunstancias tan disímiles en el pequeño hueco del instante es para mí un enigma. Mejor no detenerse a meditar. Y seguir caminando.

EL DIRECTOR DE ORQUESTA

Sólo el verano sabe hacer que miles, miles de cigarras canten sin tregua a un tiempo, con unanimidad que manifiesta la plenitud de cuanto existe en torno.

También sólo el verano, bajando la batuta, logra hacerlas callar de golpe a todas, cuando llega el momento de recoger los bártulos deprisa y de irse con la música a otra parte.

EL MIEDO

Había entonces noches muy oscuras. Era en el campo, dentro de la infancia y de aquellos lentísimos veranos que aún transcurren y nunca se terminan. El campo solitario y sin confines, en el que destacaban, aisladas y remotas entre sí en la infinita vastedad del paisaje, las casas de labor, grandes y enjalbegadas.

Puedo decir que yo, durante el día, era un niño atrevido y que ante pocas cosas me solía arredrar. Pero en las noches la oscuridad del campo me asustaba, incluso si la luna relucía en lo alto y la alegre bullanga de los grillos me dispensaba su acompañamiento.

No obstante, en ocasiones, me retaba a mí mismo, y al cabo de prolijas disquisiciones a favor y en contra, y cuando ya dormían mi madre y mis hermanos, me obligaba a salir a la intemperie. Pensaba que jamás llegaría a ser hombre si no daba la vuelta despacio, bien despacio, y sin ninguna luz que me asistiera, al perímetro entero del caserón.

Bajaba la escalera del piso principal, decidido, y abría de un tirón impetuoso la puerta de la casa. A pesar de lo oscuro que estaba todo a esas temibles horas, irrumpía en la noche con pie firme y echaba a andar intrépido y altivo (me notaba en el pecho la exaltación, la fuerza y el gozo de atreverse que otorga a los osados la valentía). Caminaba así un trecho largo, y hasta me arriesgaba

a detener la marcha aquí y allá y a mirar hacia atrás desafiante.

Las sombras eran densas y de formas extrañas; se escuchaban sonidos y ruidos y no atinaba a discernir su origen; acaso un viento súbito sacudía a mi lado la copa de un almendro, y un gato, de repente, cruzaba las tinieblas cerca de mí.

Avanzaba, pese a ello, sereno, pero un algo impreciso, no sé, e inquietante me hacía perder la calma paulatinamente y acelerar el ritmo de las piernas.

Faltaba poco —ni un tercio siquiera de la distancia negra y trabajosa— para llegar de nuevo al punto de partida, y se me figuraba que el trayecto, según iba menguando, se alargaba.

Percibía, además, a partir de la última curva del recorrido inacabable, detrás de mí unos pasos cautelosos, un raro y contenido respirar, e imaginaba manos o garras espantosas que casi me rozaban la camisa y me destrozarían sin piedad por la espalda.

Mis nervios no aguantaban. Y por fin, como un loco, me ponía a correr despavorido y alcanzaba la puerta por la que antes saliera. La cerraba de golpe tras de mí y me zafaba —por menos de un segundo— de una muerte segura.

Con la piel erizada y temblor de rodillas, derrotado, contrito y sudoroso, escuchaba ya a salvo cómo todos los perros del caserío ladraban al unísono, pues sin duda olfateaban o veían al animal tremendo, a la persona horrible, al fantasma tal vez o lo que fuera,

que me venía pisando los talones y que por obra de mi buena estrella, y de puro milagro, no había conseguido darme alcance.

ERA SEPTIEMBRE

Si aquel amor no hubiera sucedido, cómo seguir viviendo.

Me dijo, no te vayas, quédate aquí conmigo, quédate. Qué desconsuelo había en su decir, qué palabras las suyas tan misteriosas y conmovedoras. Insistió muchas veces. Nada que a uno le llegue hasta el oído podrá calarle más en lo profundo.

La vida empuja, arrastra, no da tregua, y nos lleva y nos trae, nos da y nos quita. Todo, no obstante, suma. Cuanto ha existido configura el mundo.

Era septiembre entonces,

cuando la gente vuelve a las ciudades al final del verano. Yo tenía que irme y no me iba. Una muchacha me retuvo allí, junto al mar perezoso.

En el recuadro de la tarde última no hay sino esta presencia que me implora, sus ojos negros y su abatimiento en el momento de la despedida. Éramos sólo dos adolescentes. Cuánta verdad y cuánta intensidad. Me sujeta la mano y me repite con voz convulsa y con los labios trémulos, no te vayas así, quédate, espera.

Luego, al caer la noche, nos tuvimos por fin que separar. Después ya nunca hemos vuelto a encontrarnos.

Cómo seguir viviendo hasta este día

si no hubiera ocurrido aquel amor.

LA ABEJA Y LA MUERTE

Qué extraño es que venga y que se vaya. Me refiero a la vida. Irrumpe en el que eres cuando no sabes aún qué sea vivir, por más que el respirar mueva tu pecho. Y más tarde sucede —ahora quizás, antes de ayer, mañana— que llega a ti muy bien dispuesto el aire y da a tu alrededor vueltas sumisas. Busca su flor la abeja y en los vuelos que traza y en la constancia de su bordoneo pregona que el afán que la subyuga es trabajo gustoso. Y luego —qué misterio— llega un día en el que el sol se muestra contrariado y distante: mira entonces de refilón, oblicuo;

el aire se hace viento y da zancadas incoherentes; la tarde apenas dura. Cuánto silencio en todo. Bulle un desasosiego por tu piel, y más adentro, más adentro, acaso —sin que nadie lo sepa ni lo presientas tú—, en su llama de amor canta la muerte.

VÍSPERAS

Días llenos de gracia, melodiosos, los que habrán de venir en lo inmediato. No nos cansamos de pensarlos mucho, pues suponemos que traerán consigo cumplimiento de vida, dicha muy grande, aunque ignoremos cuánta.

Hermosos, sobre todo, por inciertos en su inmenso no ser, que va abreviándose.

Días piadosos, únicos —qué dulce esta ansiedad de la inminencia—, incluso si al mostrarse son al cabo mucho mejores que los imagino y fulgura su estela para siempre en la quietud de mi agradecimiento.

LA SÚBITA VERDAD

Estaba releyendo a Emily Dickinson, y me tomé un respiro al acabar el hermoso poema en el que afirma que es mejor que aparezca y nos alcance sesgada y despaciosa la verdad, pues si llega de frente y repentina podrá cegarnos su excesiva luz.

Cayó la noche en la hora apaciguada. Alcé la vista y miré hacia el cielo desde mi cuarto. En él la luna llena resplandecía y yo la vi de súbito —no poco a poco ni de forma oblicua— en el cristal de mi balcón centrada. Su belleza era inmensa, y su verdad llenaba el mundo irrefutablemente.

La magnitud del imprevisto hallazgo

no hizo daño a mi pecho ni a mis ojos. Viví con emoción el dulce encuentro. Y mansa y pura y misericordiosa, toda esa luz fue entrándose en mi ser.

UN PETIRROJO

En Cuenca vi una vez un petirrojo. Iba cruzando yo por el puente de hierro que hay sobre el río Huécar y llegué a la otra orilla, la que queda enfrente de la ciudad. (La tarde alcanzaba su fin muy paso a paso.) Había allí un arbusto en el que el sol vencido era oro viejo que se consumía en llamaradas verdes. De pronto, en lo más alto de aquella zarza ardiente no más alta que yo, y a distancia escasísima de donde me encontraba, se posó el petirrojo. Me detuve al instante para que no emprendiese —receloso de verme tan cercano— súbitamente el vuelo. Me dije: no te muevas, no te muevas,

quédate quieto en esta eternidad. Rompió a cantar entonces como si nadie hubiera o no temiese a la persona que lo contemplaba. De esto que digo hoy hace ya largo tiempo. Eran años difíciles y el azar vino a darme su repentina compasión. El pájaro me miró con fijeza, con sus pequeños ojos de azabache encendidos en los grandes fulgores del crepúsculo. Y miraba hasta el fondo de mi ser, como sabiendo mucho y queriendo decirme: no pienses nada ahora, vive la intensidad de este momento, mientras se apaga el día y todo es lo que es y según se dispuso. Que respire tu pecho la luz última. Escucha en paz mi canto.

PLAZA CON ESTATUA

Ruega porque el camino no te lleve de nuevo a aquel lugar en que fuiste dichoso junto a quien para ti encarnó en su persona —allí, tan lejos y tan de improviso— la maravilla inmensa de la vida.

Todo estará en su puesto si regresas —el hotel y la plaza con estatua de prócer, con árboles frondosos y con fuente, la terraza del bar junto a la iglesia—, y habrá acaso ese día una luz tan hermosa como entonces, un aire cálido. Pero en ti hará frío y crecerá en tu corazón la noche.

ITINERARIO AL CAER LA TARDE

Uno va muy deprisa por sus días. Confunde la maraña de los hechos con lo real, con la pureza indemne que debajo subsiste. Y, enredado en la desilusión, cuestiona o niega lo inalcanzable al ojo y al oído, lo que las manos ávidas ignoran. ¿En verdad tengo un alma?, te preguntas a veces mientras vas no sé adónde, mientras vagas por tu existencia una jornada y otra.

Pero en la tarde de hoy, cuando comienzan las sombras a caer y se acerca la noche, regresas a tu casa. Has entrado en tu cuarto. Exhalas un suspiro. Y la fatiga resulta casi dulce. Cuánto perdón, te dices, hay siempre en esta hora. Abres un libro, escuchas una música que emociona y consuela.

O mejor, simplemente permaneces en la inactividad de estar contigo. Reclinas la cabeza en el sillón, empiezas a ser tú, miras el techo.

Y pronto, en tu interior, sabes que no estás solo: brotan los pensamientos, van y vienen; tu pecho sube y baja al respirar; percibes el latir acompasado del corazón. Pero también comienzas a notar algo nuevo, diferente de la respiración y el pálpito, y que poco tiene que ver con el rumor pequeño de tus meditaciones. Comienza a aparecer un no sé qué que no es presencia o alguien y que te deshabita, aunque en tu ser se albergue. Buscas en tu conciencia, en cuanto eres y has sido, deambulas por secretos y largos corredores.

Y al cabo llegas, ignorando cómo, a una concavidad a la que accedes

por un ingreso misterioso, escaso. Miras con atención y nada adviertes: carencia de ornamentos y de objetos, penumbras despojadas en un ámbito de intimidad y soledad y olvido. No es espacio o contorno con su adentro y sus límites; se trata de un vacío en que resuena todo lo que en tu vida entera sucedió, y aun así sólo se oye un gran silencio, un silencio que arropa, que apacigua y redime.

Te abandonas allí, limpio de daños. Y comprendes sin más que has entrado en tu alma.

APUNTE DE BOGOTÁ

¿Qué haces, Eloy, en esta calle de otro mundo, llena de sol suave, bajo un cielo por el que se desplazan muy veloces grandes nubes blanquísimas? Es una calle pura, mañanera, destartalada y rota, con gente variopinta y comercios humildes, con puestos ambulantes de comida y de fruta. Aunque tu sitio es otro, y tan lejano, cómo la sientes tuya en este día, cuánto te pertenece para siempre. Te gana la emoción de haber llegado a ella por azar, de ir andando despacio por su trazado incierto y ser de pronto y porque sí dichoso. Hay una luz dorada y fresca que arde y no sabe dañar, avanza por los muros desconchados,

se filtra entre los árboles, y corre alegre y suelta por el suelo.

LOS EXTREMOS DEL TIEMPO

Miro este día desde mi silencio. Se huele mucho a sol, a polvo que levantan tus pies en los rastrojos, a soledad. ¿Cómo se puede oler la lejanía? Estás en un lugar iridiscente. Has dejado la casa y caminas sin rumbo, despacio, solo. Muchacho, ¿adónde vas, ya con tu hondo sentir y tus melancolías, con tus desolaciones? Se ha ensimismado el campo: los almendros en filas uniformes, las retamas, los cardos de cabeza purpúrea, un abejorro, un cuervo que atraviesa parsimonioso el cielo blanquecino. Se queda atrás la casa. ¿Adónde vas?

Avanzas indolente. Al fin te sientas en la tierra, bajo una enorme encina, y en la aspereza de su tronco oscuro acomodas la espalda. Entrecierras los ojos y piensas en tus cosas. Miras lo más distante, los confines. Tal vez me intuyes. Tú de un lado del tiempo, yo del otro. Y sabemos los dos muy poco de la vida.

REENCUENTRO

Hoy que vuelvo a la vida y piso con pie firme este camino que me conduce adónde, entre toda la gente que va y viene, por gracia del momento veo llegar a mi madre, qué mañana tan clara, hijo mío, por fin te he encontrado y te tengo, por qué nos separamos tan de repente, en qué lugar confuso te solté de mi mano y te marchaste, andabas muy deprisa y te dije o me dije, por qué creciste, niño, pero tú no me oías, porque ya estabas lejos, y pasaron los años y al cabo, un día cualquiera, ocurrió mucha sombra, qué cosas tan extrañas nos suceden de pronto, tal vez soñamos, hijo, ahora te escucho, madre, mira, mira,

todo está a nuestro alcance, todo se alza como ayer y mañana, igual que nunca y siempre, qué raro es existir, quizá habitamos dentro de un soñar perdurable, aunque en este reencuentro se diría que los dos respiramos un nacimiento nuevo, déjame que te abrace, madre, deja que camine contigo por tu vivir y el mío, y dime, si lo sabes, por favor, dímelo, cómo traes en los ojos, viniendo de la noche, toda la luz del mundo.

ATISBOS

Asómate al misterio que hay en todo como cuando eras niño y te abocabas al pozo aquel por su brocal de piedra. Se te llenaba de inquietud el ánimo y, a la vez, de una extraña sensación de alegría y aventura. Miras y en un principio nada ves, únicamente oyes: has dicho en voz muy alta tu propio nombre, gritas cualquier cosa, y se llena el abismo de ecos que se entrecruzan y se enredan, que descienden y suben temblorosos con una entonación desfigurada, similar y distinta a la voz tuya. Arrojas una piedra y cae chocando por el círculo ciego aquí y allá hasta llegar al agua

con fresca resonancia muy distante. Pero al final ocurre que tus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, descubren allí abajo brillos insospechados de la hondura, fascinantes reflejos cristalinos. Asómate al misterio, siéntelo, y sin preguntas, luego, guarda en tu corazón lo que entreveas.

DEJO LA PUERTA ABIERTA

Para vosotros, que vendréis al mundo cuando yo me haya ido, escribo este poema. No sé; tal vez un día, gracias a los azares que entreteje la vida a cada instante, os traerán vuestros pasos hasta él. Dejo su puerta abierta por si acaso y empiezo a imaginar como certeza lo que es tan sólo un sueño.

En mi poema puede verse el cuarto en el que escribo hoy. Entrad, entrad con toda confianza, a pesar de mi ausencia. Y aproximaos al balcón. Transcurre una tarde hermosísima de finales de agosto.

Después de tantos días implacables de luz arrasadora, el tiempo ha dado un giro inesperado. Son una bendición para los ojos estas horas distintas. Se diría que anda de retirada ya el verano. Da pena despedirlo (todo lo que se va nos duele al irse), pero el cambiar también es alegría.

Por momentos están amontonándose nubes negras y grises en el cielo y el viento las trajina y las sojuzga sin miramiento alguno. La tarde se oscurece más y más. Y al fin rompe a llover. Qué maravilla. Llueve con fuerza, a ráfagas violentas, y las fulguraciones enlazadas de incesantes relámpagos abren paso a los truenos, que tropiezan y ruedan allá arriba

con estruendo imponente.

Mirad y oled la lluvia, disfrutad de esta tarde en la que no podremos estar juntos. Sabed que la escribí con regocijo. Y que pensé en vosotros.

LA CASA SOSEGADA

En el hondo silencio de cada cosa y tuyo, y en esta soledad tan viva y plena, podrás oír acaso la música del mundo. Aguza bien tu oído. Escucha. Y sueña.

LA RAMA VERDE

Ay, árbol del vivir, árbol de la ilusión y de los desengaños, de las revelaciones. Cuando te agita el viento de la edad, las hojas secas caen. Pero en la rama aún verde de la infancia —la que está más arriba, la que en la luz se mueve— canta el jilguero.

NOTA

«Duración»: 21 de abril de 2015; «En la mañana inmensa»: 22 de febrero de 2015; «En mitad del invierno»: 18 de febrero de 2016; «Contrastes»: 28 de febrero de 2015; «Entrar en el silencio»: 19 de enero de 2015; «Luna de cuándo y dónde»: 14 de noviembre de 2016; «Un huerto claro»: 31 de enero de 2017; «Estar entre las cosas»: 24 de abril de 2019; «Date prisa»: 20 de abril de 2017; «Talismán»: 19 de febrero de 2019; «Vía Láctea», 15 de junio de 2019; «Entre dos luces»: 18 de febrero de 2017; «Algo que no es azar»: 25 de agosto de 2018; «La Diosa Blanca»: 11 de marzo de 2015; «Cartas de ultramar»: 10 de septiembre de 2015; «Tiempo inestable»: 18 de marzo de 2018; «El río»: 2 de junio de 2019; «Pequeña oda»: 4 de agosto de 2019; «Final de un día»: 2 de marzo de 2019; «En el secreto de la noche»: 23 de agosto de 2019; «Cosa de nada»: 10 de marzo de 2016; «El abrazo»: 2 de abril de 2019; «Sol de marzo en la hierba»: 13 de marzo de 2019; «Viento del existir»: 6 de marzo de 2019; «Verdecillo»: 12 de abril de 2015; «Hablo aquí del comienzo»: 18 de marzo de 2019; «El balcón»: 15 de marzo de 2019; «A unas moreras»: 20 de marzo de 2019; «Mientras anochece»: 10 de septiembre de 2017; «El amor»: 12 de marzo de 2017; «Al mirar lo vivido»: 16 de agosto de 2019; «Impromptu»: 31 de marzo de 2015; «La hora irrevocable»: 22 de agosto de 2017; «Celebración y elegía»: 5 de abril de 2019; «La hermosa hoguera»: 19 de enero de 2016; «Nota»: 6 de octubre de 2019; «Pared con sol»: 4 de abril de 2017; «Fe»: 17 de agosto de 2015; «Café Iruña»: 24 de abril de 2017; «La llama»: 6 de febrero de 2017; «Un día de mayo»: 6 de mayo de 2017; «Olor a junio»: 9 de junio de 2019; «Nostalgia del invierno»: 4 de junio de 2019; «Plegaria en un cumpleaños»: 24 de junio de 2018; «El acuerdo»: 12 de mayo de 2019; «Niebla»: 23 de noviembre de 2016; «Hotel»: 12 de marzo de 2019; «El hueco del instante»: 22 de junio de 2019; «El director de orquesta»: 28 de agosto de 2016; «El miedo»: 23 de febrero de 2017; «Era septiembre»: 29 de julio de 2016; «La abeja y la muerte»: 27 de noviembre de 2016; «Vísperas»: 29 de agosto de 2018; «La súbita verdad»: 7 de febrero de 2015; «Un petirrojo»: 24 de octubre de 2016; «Plaza con estatua»: 25 de febrero de 2017; «Itinerario al caer la tarde»: 9 de octubre de 2019; «Apunte de Bogotá»: 15 de abril de 2017; «Los extremos del tiempo»: 16 de abril de 2019; «Reencuentro»: 8 de mayo de 2016; «Atisbos»: 7 de septiembre de 2019; «Dejo la puerta abierta»: 29 de agosto de 2017; «La casa

sosegada»: 9 de septiembre de 2016; «La rama verde»: 24 de junio de 2015.

La rama verde Eloy Sánchez Rosillo

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)

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Ilustración de la portada: viñeta de Ramón Gaya (1937), especialmente cedida para esta edición. © Ramón Gaya, 2020

© Eloy Sánchez Rosillo, 2020

Todos los derechos reservados para Tusquets Editores, S.A. Av. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona (España) www.tusquetseditores.com

Primera edición en libro electrónico (epub): noviembre de 2020

ISBN: 978-84-9066-886-3 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com

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