Raimon Panikkar EL E S P ÍR IT U D E LA P O L IT IC A H o m o politicus
Raimon Panikkar (Barcelona, 1918), doctor en Filosofía, Ciencias y Teología, es autor de más de cuarenta libros escritos en diversos idiomas y numerosos artículos sobre filosofía, ciencia, reli giones comparadas e indoiogía publicados en to do el mundo. Es catedrático emérito de Filosofía Comparada de la Religión en la Universidad de California-Santa Bárbara. Actualmente reside en una zona rural del pre-Pirineo catalán, donde con tinúa desarrollando su obra, que se ha convertido en un fenómeno editorial. En Ediciones Penínsu la ha aparecido recientemente Iconos del misterio: La experiencia de Dios.
Fotografía de la cubierta: © Roger Velazquez
E l espíritu de la política
ATALAYA
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RAIMON PANIKKAR
espíritu de la política Homo politicus T R A D U C C IÓ N DE R O B E R T T O M Á S C A LV O
E D IC IO N E S P E N ÍN S U L A BAR CELON A
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Diseño de la cubierta: Enríe Jardí. Primera edición: marzo de 1999. © Raimon Panikkar, 1998. © por la traducción: Robert Tomás Calvo, 1999. © de esta edición: Ediciones Península s.a., Peu de la Creu 4, 08001-Barcelona. e- mail :
[email protected] internet : http://www.peninsulaedi.com Fotocompuesto en V. Igual s.l., Córsega 237, baixos, 08036-Barcelona. Impreso en Hurope s.l., Lima 3, 08030-Barcelona. depósito legal: b . 6.083-1999. isbn: 84-8307-191-6.
Tó
hoXitikóv
ávGpcímco Saíjicov
R A IM O N P A N IK K A R
Ni la huida del m undo ni el activismo m undano salvarán al hom bre ni al mundo. Es por la actividad m etapolítica por lo que el hom bre llega a su plenitud (es salvado), al participar de manera única en la edificación del Cuerpo cosm oteándrico de la realidad.
C O N T E N ID O
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N ota Prefacio: E l daimón de la política
*3 17
Reinventar la política I.
PUNTOS DE REFERENCIA
37 37
Prólogo 1 . Algunos aspectos de la sociedad contemporánea Vamos por mal cam ino El dilem a 2. La pretensión de universalidad Relativismo y relatividad Cultura y modos culturales La imposibilidad de las preguntas universales «Logos» y universalidad Religiones y universalidad 3. Tres deslizamientos culturales
43 43 44 47 51 52
El imperialismo lingüístico
55 55 58
El im perio tecnocrático
60
La tolerancia folklórica
II.
3S 3S 4'
LO POLÍTICO
2. L a historia de la palabra
63 63 69
La «polis» (griega)
70
El «imperium» (romano)
77
La escisión entre lo político y lo religioso
81
La cristiandad y el imperio
8.5
La restauración de la unidad: la cristiandad y su crisis
87
1. La absorción de la política por el estado
9
CONTENIDO
La extinción de la cristiandad, el nacimiento de los estados La ruptura en Occidente La justificación del estado ¿Estados soberanos o naciones autóctonas? 3.
Tres signos de nuestro horizonte contemporáneo
La revelación ecosófica La revolución monetaria La emancipación de la tecnología III.
EL DESCUBRIMIENTO DE LO METAPOLÍTICO
88 92 97 gg 106 106 108 112 115
Autoridad y poder
115
1 . A l a búsqueda de una alternativa No existe alternativa en el interior del Sistema No existe alternativa en el exterior del Sistema
122 126 127
2. L a interfecundación de las culturas La política forma parte integrante de la cultura No hay política culturalmente neutra ni política sin cultura: son indisociables El actual atolladero La solución por reacción El interludio La vía de la conciliación
132 136 137 138 139 141 144
3. E l reto de lo metapolítico La teología política La conciencia simbólica La secularidad sagrada Teoría y praxis La prioridad de la nación sobre el estado La confederación de los pueblos La integración de la persona
146 149 150 154 156 157 164 168
Epílogo Apéndice: Fundamentos de la democracia. Fuerza y debilidad Bibliografía índice de nombres
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173 181 209 215
NOTA
¿Qué es lo m etapolítico? Es el fundam ento antropológico de lo político. Esta obra estudia la relación trascendental entre la polí tica y lo que la sustenta y la funda: el sentid o de la vida. Esta relación es trascendental porque es constitutiva de la vida. En cual quier actividad hum ana yace, com o oculto, el misterio de la vida. Lo m etapolítico restaña el corte entre la actividad política y el resto de la vida hum ana. La realidad no es ni m onista ni dualis ta. Lo m etapolítico es el lugar de encuentro entre la actividad política del hom bre y su destino final (sea cual fuere el nom bre que se le dé); es el punto de intersección del hom bre en el todo. ¿Cóm o descubrir esta dimensión? ¿Y cóm o, tras haberla des cubierto, adoptar una actitud realista, es decir cóm o, en una sola visión, abarcar todos los aspectos de la realidad, incluida la cosa pública, e integrar esta última sin rechazarla? Se trata de descu brir, en el ser hum ano, un núcleo que lo vincule a lo político, a la polis, pero que la técnica política no agote. Todo hom bre for ja su propio destino— su salvación— en el cam po de lo p olítico cuando descubre el sentido m etapolítico de su actividad hum a na. A partir de un recorrido histórico desde la form ación de la polis griega hasta nuestros días, el presente estudio intenta poner de relieve la naturaleza de lo m etapolítico y describir esta di m ensión en el contexto de nuestra época.
PREFACIO
EL D AIM Ó N DE L A P O L ÍT IC A
í)0o<; ávOpcÓKco 6a íjacov HERACLEITOS, fr. 1
19.
La historia no es toda la realidad: existen dim ensiones de lo real e incluso del hom bre que escapan a la historia. Pero la historici dad es inseparable de lo real. Toda la realidad, com o afirm a el Veda (Atharva Veda X IX , 53-54), está som etida al im perio del tiempo, a m enos que la partamos en dos. Pero ¿quién podría rea lizar la escisión? A m enos que se decrete que lo eterno es irreal o que lo tem poral es ilusorio. ¿Y quién sería e lju e z im parcial capaz de decretarlo? De form a análoga, la p olítica no es todo el hom bre. Hay dim ensiones del ser hum ano que no p ertenecen a lo político, pero que le son inseparables. D en om in o m etapolítico a este punto de en cu en tro entre la dim ensión p olítica y el h om bre en su totalidad. La historia hum ana no se reduce a una sucesión de guerras. La actividad política no consiste exclusivam ente en un conjunto de maniobras para alcanzar el poder. Las guerras form an parte de la historia; las luchas p or el p oder tam bién form an parte de la política. Pero hay algo más, que no es un «plus», un factor aditi vo, ya que es un elem ento constitutivo de lo político. A q uí toca mos lo m etapolítico. En la actividad política, el hom bre tiene éxito y se realiza o fracasa y se siente frustrado; forja su propio destino al que no puede sustraerse. La política no es una especialidad de los polí ticos y m enos aún de los politólogos. Es el p atrim onio1 del hom bre, puesto que es la política lo que nutre la vida del hom bre en 1. En francés, apanage, del latín ad panem.
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EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
tanto que es inseparable de lo m etapolítico. La vida hum ana es una existencia política en la m edida en que, en el fo n d o de la política, está lo m etapolítico. Incluso el samnyásin (‘renunciante, asceta, m onje erran te’ ) más cósm ico es incapaz de sustraerse a ello. A lcanza su moksa (‘liberación ’ ) al liberarse de los demás. La existencia de los otros, de los que le recon ocen , sin que p or ello forzosam ente le hayan de conocer, es esencial para el samnyá sin. N o es ún icam en te el dharma (‘el orden cósm ico, la religión y sus prácticas’ ), sino tam bién el karma (‘la acción sagrada, el re sultado de las acciones en el orden cósm ico’ ) lo qu e sostiene al m undo. La actual situación m undial exige «la m ovilización de los ciu dadanos», nos dicen. Pero no se trata aquí de la tom a de una Bastilla llam ada «Tierra»; se trata de una tom a de co n cien cia llam ada «m etapolítica». N o se trata de un a lu ch a p o r el p o d er político; se trata más bien de una lucha— léase de una ascesis— para una conciencia plenaria del ser hum ano para la superación de la dicotom ía de lo individual y lo colectivo, e incluso la de lo hum ano y lo divino— sin abolir sin em bargo las distinciones. Las tensiones secular-sagrado, laico-clerical, creyente-no creyente, así com o las dialécticas amo-esclavo, m asculino-fem enino, no pue den ser negadas, pero deben integrarse en un todo, sin caer sin em bargo en una indiscrim inación am orfa. La realidad no es monista ni dualista. Las polaridades de lo real se m antienen gracias a su carácter trinitario. L o m etapolíti co designa el lugar de encuentro de la actividad política del hom bre y de su destino final (sea cual sea su n o m b re ); designa el punto de inserción del hom bre en el todo. El lem a de nuestro estudio nos habla del ethos. Literalm ente: «La ética para el hom bre [es su] espíritu». Daimón es lo que cons tituye la autén tica person alidad d el h om b re, lo que le da su característica más p rofunda y distintiva. Ethos es aq u í la natura leza incom un icable de cada persona, su carácter, su dignidad, su «eticidad». La ética no es la costum bre, la rutina, lo que los de más hacen o han hecho, sino lo que se es: lo que se es verdade 14
EL DAIMÓN DE LA POLÍTICA
ram ente, y no lo que se querría ser. Es p or esto p o r lo qu e este ethos sólo se manifiesta en o a través del daimón del hom bre, en el decurso de su vida, en su destino. El daimón, que en griego pue de ser fem enino o masculino, pero no neutro, es para el hom bre su espíritu y su alma, su dem onio y su ángel, su perdición y su salvación, lo que le m ueve o lo que le posee, el tesoro que en cuentra al nacer y la herencia que deja tras su muerte; lo que le proporciona felicidad (eí)8aipovía), y tam bién su opuesto, la in felicidad (KaicoSaijiOVÍa), donde el óaíjicov es el destino del ser hum ano al que no puede escapar, puesto que el hom bre es un po seso (Saijiováco significa ‘estar p oseído’ ). M ediante su daimón el hom bre ejerce su actividad entre sus semejantes, que encam ina sus pasos hacia el reino de los cielos o el de la tierra, hacia el m undo de las ideas o el de las máquinas, hacia el firm am ento de la belleza o al océano de las am biciones. Incluso si quiere huir «sólo con el Solo»,2 debe cam inar sobre la tierra de los hom bres, incluso si reniega de ella y llega hasta el extrem o de negar su existencia. El nirvana es la extinción de lo político del mismo m odo que el samsára es su dinamismo— y los sabios de la tradición budista mádhyamika nos dicen que la identidad nirvana-samsára está p or encim a del orden de lo mental; apuntan a lo metapolítico. Los que creen en Dios a m enudo lo llam an Providencia. Creen en un Dios político. Los que no creen en El intentan des cubrir el sentido del caos o de la evolución— fuera de lo cotidia no, es decir, en lo trascendente; tam bién están en el dom inio de lo m etapolítico. L a raíz de la palabra daimón sugiere la idea del destino; y el sentido original de la palabra TtoXig, ‘la ciudad’, su giere un lugar de refugio. En la política el hom bre busca su des tino. Encuentra en ella un refugio— y al mismo tiem po quiere protegerse de ella— el hom bre, ese ser que aspira ardientem en te a su libertad, a su liberación, a su salvación, y a la vez tiene mie do, com o si quisiera prohibirse alcanzarla. Así podría hacerse una traducción m odernizada de la frase de Heracleitos: el ethos, 2. «Solo cum Solo» (Plotinus).
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EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
com o actividad política del h om bre, sería su d em on io, sería dem oníaca. La p olítica p od ría interpretarse en ton ces com o el daimón griego, y tam bién com o el dem onio hebreo. P ero corruptio optimi pessima. La interp retación de lo político com o «la actividad destinada a conquistar el p o d e r y, una vez conquistado, ejercerlo»,3 y p or lo tanto la d egen eració n de un nom bre, que ni siquiera M achiavelli se había atrevido a utilizar, ha h ech o posible que pudiera hacerse un diagnóstico tan p e netrante com o el de Jacques Ellul, p or ejem plo, al denom inar a «la p olítica m odern a lu gar de lo dem oníaco». La p olítica m o derna, al pen etrar en todos los dom inios de la actividad h um a na, lo ha «dem onizado» todo, ha m ediatizado el pensam iento, ha creado un a realidad ilusoria, ha tram ado un Ersatz de salva ción, etc. Satán p u d o seducir a A d án y Eva al decirles que se rían com o Dioses p orque la divinización form a parte del desti no m ism o del hom bre. L a política ha podido presentarse com o la salvación del hom bre porque, efectivam ente, el h om bre debe alcanzar la salvación. N o basta con exorcizar la política. Tam bién hay que reen con trar su sentido original. N o seréis como Dioses, no p orqu e seáis los condenados de la tierra, sino p o r que estáis llam ados a com partir la naturaleza misma de Dios: p orqu e vosotros mismos seréis Dios. La p olítica p u ed e ser d e m oníaca, p ero el m ism o diablo es un ángel caído: L o m etapolítico ve el ángel en el diablo sin negar, p or otra parte, la realidad de la caída. Nuestra andadura no será teológica. N o quiere exorcizar sino com prender: N o será ni racionalista ni abstracta. Recientem ente se ha escrito que «... the m ore we think about thinking, the less we think about politics»4 (‘... cuanto más se piensa acerca del pensam iento m enos se piensa acerca de la po lítica’ ). En efecto, en la m edida en que el pensam iento del pen sam iento se reduce a una reflexividad abstracta y el pensam ien to interpretado com o cálculo puede desgajarse im punem ente de 3. Cf. Ellul, 1978, p. 101.
4. Cf. Barber, 1988, p. 3.
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EL DAIMÓN DE LA POLÍTICA
la realidad; ciertam ente, en un am biente idealista que ite la dicotom ía entre saber y hacer (teoría y praxis). No en una visión contem plativa de la realidad, donde el pen samiento del pensam iento no está vacío y donde no se piensa un pensam iento autónom o, sino donde se tiene una conciencia crí tica de la actividad política inteligente, es decir del hom bre que se cuestiona su actividad política en tanto que actividad surgida de su ser, enraizado él mismo en lo real. Lo m etapolítico no es un pensam iento acerca del pensamien to político, sino un pensam iento sobre la actividad política, en tanto que esta actividad, por el h echo mismo de ser hum ana, es ya consciente, y p or lo tanto abierta a la reflexión y a la crítica. Pero no vamos a detenernos en discusiones sobre el pensam ien to político. Quisiéram os p oner de relieve las raíces de esta activi dad hum ana que, hundidas en la tierra de la naturaleza hum ana, la hacen crecer y elevarse hasta el cielo. H e aquí el horizonte de lo m etapolítico: las páginas siguien tes reflejan algunos rayos de su aurora. Kodaikkanal. Natividad, 1990.
REINVENTAR L A P O LÍT IC A *
Q U É ES L A I N T E R C U L T U R A L ID A D
1. Lo intercultural, de lo que tanto se habla hoy, no es un turismo cultural, es decir, un darse cuenta de que los otros existen, que son interesantes y tienen algo que decirnos. D icho brevem ente y de m anera fenom enológica, el conocim iento del otro es muy im * Estas páginas se basan en una conferencia pronunciada en Cittá di Castello en septiembre de 1990.
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EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
portante para el conocim iento de uno mismo, pero no sirve para conocer al otro, por el simple h echo de que el otro n o se conoce com o otro sino com o sí mismo. Por lo tanto el conocim iento del otro es nuestro conocim iento del otro, se realiza en el conoci m iento de nuestro sí mismo, no es conocer aquel sí mismo que no se piensa a sí mismo com o otro. Com o ya señalábamos, hay todo un problem a m etodológico que nos obliga a afirmar que lo inter cultural no equivale a mi conciencia de las otras culturas, a la in tegración dentro de la cultura actualm ente predom inante de to das las riquezas que tienen otras culturas. No quiero hablar ahora en términos dem agógicos de la expoliación de las riquezas espiri tuales com o antes fue la expoliación de los materiales, pero creo que el mito de la expansión se ha insinuado incluso en los arque tipos más ocultos de la cultura occidental, que ha vivido siempre bajo el sím bolo del desarrollo. H ace quinientos años se produjo en Europa un gran desarrollo que se llamó «la Conquista». 2. No existe lo transcultural Desde el m om ento que hablo, hablo una lengua, transmito un conjunto de cosas que ya m e integran en una cultura, no im porta si se trata de una subcultura o de una cultura todavía bastante nueva: si no tuviéramos una cultura co mún, el lenguaje, la com unicación no serían posibles. Esta espe cie de matriz que perm ite la com unicación es la base fundam en tal de la cultura. L o intercultural no debería p or lo tanto ser mi estudio de otras culturas, mi conocim iento com o occidental de O riente, com o cristiano del hinduism o, com o capitalista liberal de la id eología socialista colectivista, sino, precisam ente, el cam bio de gafas. N o se trata de am pliar mi esfera de conocim ientos, de no lim itarm e al eurocentrism o y de pensar que tam bién fue ra haya cosas interesantes para saber, sino de cam biar las cate gorías mismas. D eberé usar «las categorías» del otro para ver la realidad y, fundam entalm ente, mi realidad. Se trata, p or consi guiente, de un cam bio de gafas pero no de perspectiva. No es únicam ente una am pliación geográfica o cultural, no es ver a los otros, sino es ver, o intentar ver, con los ojos de los otros, para po 18
EL DAIMÓN DE LA POLÍTICA
der tener con estas nuevas gafas una visión más com pleta y más convincente de la realidad. Nos encontram os frente a un con ju n to de problem as m etodológicos y filosóficos de prim era im portancia que no pueden olvidarse, pero sobre los que ahora no puedo detenerm e. Por ello me he perm itido introducir, en el m undo de los lla mados intelectuales, una nueva herm enéutica para los estudios interculturales. La palabra hermenéutica, que puede parecer un po co sofisticada, un p oco extraña, es bella porque proviene de la m itología. El dios Hermes, del que deriva herm enéutica, es el m ensajero de los Dioses, el que lleva los cotilleos de Palas A tenea a los otros Dioses y hace saber que Zeus no es tan bueno com o parece. N o sé si se p odrá decir que h erm en éutica signifique p e riodismo, de todos m odos los académ icos lo traducen p or inter pretación. Actualm ente se utilizan tres herm enéuticas, o mejor, hay dos y yo intento introducir una tercera. La prim era herm enéutica o interpretación es la que hacen los padres a los hijos, el maestro a los estudiantes, el que sabe un poco más al que sabe un poco m enos y que explica, por ejem plo, cóm o funciona un m otor a reacción. Explico, interpreto, reduz co la distancia entre un sujeto consciente y un objeto que hay que conocer. Es la herm enéutica que se podría llam ar morfológi ca. Extraigo del tesoro de conocim ientos de mi tradición un sis tema, una explicación y la proporciono a quien todavía no la sabe: explico, interpreto. La segunda h erm en éutica es aquella que en am bientes fi losóficos y teológicos m odernos, sobre todo después de Bultmanm, se podría denom inar, y ha sido llam ada algunas veces, herm enéutica diacrónica. En la herm enéutica m orfológica expli co la morfé, la esencia de las cosas, a quien no las conoce, pero que están allí; en la diacrónica el esfuerzo de interpretación con siste en lanzar un arco en el tiem po, establecer un puente y en tender que cuando, por ejem plo, el Pentateuco dice que Dios creó el m undo en seis días, aquellos seis días no son seis días del sistema solar actual de veinticuatro horas. En definitiva, explico 19
EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
p or qué hay un gran hiato tem poral que hay que llenar. Cuando se lee a Dante, se encuentran m uchas palabras que hoy tienen un sentido distinto y es necesario explicar que, cuando aquella palabra se em plea, se quería decir algo diferente de lo que noso tros entendem os cuando utilizamos la misma palabra para otra situación. La herm enéutica diacrónica se realiza cuando se debe superar una cesura cronológica, de kronos, ‘tem poral’ . Estas dos herm enéuticas no sirven para la interculturalidad. Sirven para una determ inada interculturalidad. U na herm enéuti ca diacrónica es suficiente para interpretar la Biblia en este m un do occidental, pero no basta para interpretar las Upanishad. Se necesita la herm enéutica que yo denom ino diatópica. N o son los tiempos los que son diferentes, sino los espacios. El topos, ‘el es p acio’, es diferente y estos espacios no tienen relación unos con otros, p or lo que, para interpretar, yo no puedo suponer ni mis categorías actuales ni una determ inada evolución de estas cate gorías. Estamos frente a una realidad com pletam ente diferente. N o ha habido una relación histórica suficientem ente fuerte para que yo pueda presum ir que, cuando realizo un determ inado ges to, los otros deban entender aquel significado determ inado. H e tenido una iniciación a la herm enéutica diatópica casi con riesgo de mi vida. U na vez en mi casa, en Varanasi, estuve a punto de ser atacado p or unos m onos, porque les había echado agua encim a. C on mi buena voluntad antropoide quería em anar buenas vibraciones y sonreía, buscando dem ostrar que no tenía malas intenciones. Pero los monos, al ver mis dientes, se enfure cían. Era casi una declaración de guerra; y cuanto más sonreía más se enfurecían: se trataba de otra herm enéutica. Actualm en te sucede lo mismo, y con riesgo de la vida, con m uchas culturas: nosotros presuponem os que todas tienen que desarrollarse o que todas aprecian el dinero; evidentem ente, sabemos que no a todas les gustan los espaguetis pero pensam os que todas desean nuestro bienestar, que com parten la cultura de las necesidades, y así sucesivamente. Pues bien, ¡esto es falso! La herm enéutica dia tópica requiere otras categorías. 20
EL DAIMÓN DE LA POLÍTICA
El presupuesto que querría enunciar al final de esta prim era parte, dedicada a explicar el m étodo sui generis de los estudios in terculturales, es la distinción, que me parece ju sta y fecunda, en tre invariantes humanas y universales culturales. N o quisiera conde nar a las culturas y a los hom bres al solipsismo: tú eres quien eres y te cierras, el otro está ahí, lo respetas y basta. Esto sería un ex tremo. El otro extrem o consistiría en hacer nuestro turismo cul tural o interpretar según nuestras categorías el m undo entero, com o si se pudiera entender todo el fenóm eno hum ano desde una única perspectiva; com o si desde el punto de vista cristiano yo lo pudiera com pren der todo, o desde el punto de vista mo derno del análisis sociológico pudiera com pren der la situación global del m undo. El presupuesto de que yo tengo una ventana que me abre a toda la realidad es verdad sólo si ito simultá neam ente la posibilidad de otras ventanas, que me abren a una realidad que, quizás, desde la segunda ventana se ve de un m odo distinto. Es el m étodo sui generis requerido por la herm enéutica diatópica. Por eso, para evitar el extrem o del solipsismo p or un lado, y el de la com prensión total, que significa fagocitosis y asi milación por parte de una sola cultura por otro, hago la distin ción entre invariantes humanas y universales culturales. Hay invariantes humanas-, todos los hom bres com en, todos los hombres ríen, todos tienen un cuerpo, bailan, tienen una cierta sociabilidad, hablan; pero no hay— esta es mi tesis— universales cul turales, es decir, no existe ningún valor cultural que rija de form a universal, y m ucho m enos a priori. En todo tiempo hay un cierto mito dom inante que perm ite algunos universales culturales, pero estos varían con el tiempo, con el desplazam iento de los mitos do minantes en un cierto periodo tem poral o espacial. En resumen: no hay universales culturales. El h echo de que todos los hom bres com an no quiere decir que com er tenga para los hom bres el mis mo sentido y que por lo tanto produzca los mismos resultados. Todos los hom bres tienen un cuerpo, pero el significado que atri buyen a tener un cuerpo es distinto. Por ejem plo, ¿dónde acaba mi cuerpo? Basta con ir a la India para darse cuenta de que hay
EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
m uchos cuerpos. Por lo tanto, no hay universales culturales, pero hay invariantes humanas. Las relaciones entre invariantes hum a nas y universales culturales es una relación trascendental en el sentido técnico de la palabra: yo no puedo hablar de una inva riante hum ana sin estar dentro de un universal cultural, pero a la vez puedo inferir de mi universal cultural la existencia de una in variante hum ana sin estar dentro de un universal cultural, pero al mismo tiem po puedo inferir de mi universal cultural la existencia de una invariante hum ana que tenga una realidad óntica pero no ontológica. La invariante hum ana es el m ito que yo constante m ente presupongo incluso para hablar de universales humanos, por lo tanto no puedo m anipular las invariantes hum anas por que, desde el m om ento en que hablo, estoy ya dentro de una cul tura. Por eso la frase «hay invariantes humanas» no pertenece al orden del logos sino al de mythos; únicam ente puede formularse en esta relación trascendental y la única form a de llegar a ello es a través de un universal cultural que procure tener un presupues to de otro tipo. La tarea de los estudios interculturales es la de buscar cons tantem ente puentes que perm itan el surgim iento de un cierto universal cultural, provisional, que sirva para un determ inado periodo o para una determ inada acción. Concluyo así esta pri m era parte de mi introducción, para no adentrarm e en temas dem asiado filosóficos.
H A C IA E L D E S C U B R IM IE N T O DE LO M E T A P O L ÍT IC O
La segunda parte de mi exposición, que denom ino lo metapolítico, se enlaza con la afirm ación recurrente de la inadecuación de nuestras categorías políticas. Yo doy un paso más y pienso que no sólo nuestras categorías políticas son inadecuadas, sino que, qui zás, la propia política sea inadecuada. De ahí mi térm ino metapolítico, que no me deten go a explicar. Mi afirm ación de que la po lítica, tal com o se entiende habitualm ente, ha fracasado, debe 22
EL DAIMÓN DE LA POLÍTICA
integrarse con la convicción de que tam bién la religión ha fraca sado. La situación del m undo actual no tiene futuro. Por eso yo sostengo que la ecología nos hace una revelación. La revelación no es sólo la del m onte Sinaí o la del desierto; la ecología nos desvela, nos revela, algo trascendente: por ejem plo, que no hay futuro si continuam os así. Quisiera ofrecer un ejem plo histórico y otro contem poráneo de este problem a de lo m etapolítico, es decir, del fracaso de la política y de la religión cuando se han constituido com o térm inos separados. El ejem plo histórico, que debo resum ir y sim plificar lo m á xim o posible, es el que ha provocado en O ccid en te la fractura entre religión y política. En el m undo occidental todos sabemos que para Aristóteles, Platón, Virgilio, Lucrecio, la plenitud del hom bre incluía com o plenitud total y personal la política. La po lítica pertenecía a la salvación. Sin polis no puede existir un ser hum ano verdaderam ente com o tal: sin política no hay salvación. N aturalm ente la polis tiene sus Dioses, sus templos; la política no es únicam ente el arte o la ciencia de gestionar el poder o de to mar algunas decisiones, es verdaderam ente el arte de vivir la ple nitud del ser hum ano, que no se satisface con cuatro chavos y un apartam ento de dos habitaciones donde vives muy bien con tu chica, sin que nadie te moleste. Es algo muy diferente. El zoonpolitikon de Aristóteles quiere decir que el hom bre no es hom bre sin política; por eso la política pertenece a la religión y la reli gión a la política y los Dioses son los Dioses de la ciudad. N o se concibe una polis sin sus propios Dioses. Y cuando se producen desplazamientos de población, se toman los Dioses o un pedazo de tierra y sobre ellos se funda la nueva ciudad. N o hay identidad hum ana sin identidad política. El ejem plo que desearía citar, muy brevem ente, es el de san Agustín. Agustín, que todavía vivía en la polis cuando A larico en tra en Roma en el 410, llora, está desesperado, y no porque Irak haya ocupado Kuwait, sino porque se derrum ba el futuro de la hum anidad en un sentido m ucho más profundo. El hom bre no puede salvarse sin la polis, pero el im perio rom ano se está hun
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diendo— la prueba es que estos bárbaros lo pueden destruir— y san Agustín se encuentra con un creciente núm ero de personas m igrantes espiritualm ente, que son erradicadas de la polis y por lo tanto no pueden salvarse. Para todo el proletariado cristiano, que constituye el 90 p or 100 de los cristianos— la palabra prole tariado naturalm ente es un anacronism o— y que no tiene la po sibilidad de desarrollar una vida plena participando en la polis, porque ya no hay polis cuando todo se hunde, la única m anera de decir «tú puedes ser realizado» consiste en afirmar: «Tu politeuma, tu plenitud política y hum ana, está en el cielo. Hay dos ciu dades». Para todos estos proletarios, por lo tanto, todavía hay una esperanza. Para ti no hay ninguna posibilidad de alcanzar la plenitud hum ana aquí, porque no eres ciudadano, p orque la ciu dadanía ya no existe, porque todo se hunde; habrá otra posibi lidad, tu ciudadanía está en el cielo, la civitas Dei se o p o n e o al m enos es distinta de la civitas hominum: y entra esta escisión que lu ego se ha m anifestado en todo O ccid en te. C u an d o se la ha qu erid o in terpretar en sentido contrario ha dado origen a cesaropapism os, a totalitarism os, ajo m ein ism os de todo tipo, que son rem edios peores que la enferm edad. Pienso que la secularidad p uede restablecer hoy de nuevo la unión entre estos dos grandes aspectos de la vida hum ana, que durante veinte siglos han andado esquizofrénicam ente cada uno por su cuenta. Está todo el problem a de la relación no dualista entre religión y polí tica sobre la que no quiero detenerm e, porque esto era sólo el preám bulo a la tercera parte de mi exposición. A band on o ahora el cam po de la historia, con toda la proble mática que he inten tado apenas esbozar de form a excesiva m ente sim plificada, para llegar al ejem plo actual que ilustra mi convicción de que nuestras categorías no sirven aunque sean re formadas. Esto se resum e en la palabra «desarrollo». Antes en la jerga oficial había países «subdesarrollados»; para hacerlo aún peor, desde el m om ento en que puedes estar subdesarrollado y contento de seguir siéndolo, te llam an país «en vías de desarro llo»; ni siquiera puedes perm anecer tranquilam ente subdesarro24
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liado, debes forzosam ente encam inarte en la vía del «desarro llo». Y esto se ha h echo con la m ejor de las intenciones p or ese gigante que se llam a N aciones U nidas en N ueva York, don de todos m archan contentos hacia el «desarrollo» y tienen una pe queña esperanza incluso para ti. Es exactam ente el mismo error cultural que se com ete en el m undo académ ico norteam ericano, sobre todo por influencia hebraica. Para dem ostrar que no so mos fanáticos, en A m érica ya no se escribe b.C., befare Crist, sino c.e. o b.c.e., es decir, common era. La era común: pero ¿com ún para quién? ¿Para los chinos, que tienen una num eración de los años totalm ente distinta? ¿Para los tamil, para los lapones? Q u e digan antes o después de Confucio, antes o después de N apoleón, an tes o después de Garibaldi, antes o después de la Egira, está bien y corresponde a la función que ejercía el nom bre de Cristo. Pero que se perm itan llam arla la era común, ¡esto es colonialism o, es imperialismo! Volvamos a nuestro ejem plo basado en la palabra «desarro llo». Todos sabemos que hay un desarrollo hará, un desarrollo soft, un desarrollo de tecnologías avanzadas, un desarrollo sostenible, un desarrollo controlable, pero siem pre se trata de «desa rrollo». H em os de preguntarnos cuáles son los presupuestos an tropológicos de la palabra «desarrollo». Q u é sucedería si, en vez de decir desarrollo, dijésemos «países en vía de despertar» o de «profundización». A h ora que soy el presidente internacional de Inodep, una de las grandes organizaciones no gubernam en tales que lleva el título de Instituí O ecum éniqu e D éveloppem ent des Peuples, he h echo la propuesta de conservar la sigla, pero de interpretarla com o Institut O ecum énique d ’Eveil des Peuples. El despertar: entonces estaremos todos en la misma aventura. Si querem os conservar el «desarrollo», aunque lo queram os hacer más hum ano, más gradual, perm anecem os dentro de la misma m entalidad, con todo lo que contiene la palabra «desarrollo», aunque sea de form a inconsciente o im plícita. Las palabras están vivas y tienen una carga de significado superior al peq ueño con tenido semántico del que somos conscientes. 25
EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
Yo critico la extrapolación del concepto de desarrollo a otras culturas. N o estoy en contra— y tam poco tengo ninguna autori dad para ello— del lenguaje que afirm a que un niño está bien de sarrollado; sólo me op on go a la universalización de esta catego ría, sin entrar a discutir los valores y las resonancias m uy positivas que tiene la palabra desarrollo. Tengo m iedo, p or otra parte, de que el «desarrollo» se transform e en un cáncer incluso en O cci dente. Cuando se pierde la homeóstasis, para hablar com o los co legas m édicos, em pieza aquella proliferación del desarrollo que el cáncer representa. Incluso el concepto positivo de desarrollo descansa en una perspectiva del tiem po muy particular. Estoy en contra de utilizar una palabra tan rica y polisémica, para hacer de ella un símbolo más o m enos universal que sirva para el gobierno m undial o para las demás culturas. H e hablado de despertar, de profundización, hubiera podido decir de crecim iento, que no es necesariamente' desarrollo, de otra m anera sería cáncer. U na palabra m ucho más cara a muchas religiones orientales podría ser «realización», «rea lizarse». Pero no quiero m odificar nuestro lenguaje, m e importa únicam ente subrayar que la realización, la profundización, tienen otras connotaciones.
PAZ Y P O L ÍT IC A
Paso ahora rápidam ente a mi tercera parte, que se articulará en nueve puntos, nueve sütras, sobre «Paz y política». i . Paz es participación humana en la armonía del ritmo de la realidad. Esta es una bella frase que se debería profundizar, quizás meditar, pero no podem os hacerlo ahora. Por eso, la distinción entre pax spiritualis, de los llamados monjes o gente espiritual y religiosa, y la pax civilis, del ámbito sociopolítico, es mortal. La relación entre es tos dos aspectos es una relación ontonóm ica, pero no quisiera de tenerm e demasiado en esta arm onía del cosmos y sobre nuestra 26
EL DAIMÓN DE LA POLÍTICA
participación en este ritmo que yo denom ino cosmoteándrico. La traducción en palabras políticas actuales podría consistir en decir que la paz es la capacidad de confrontación carente de enemistad. 2. Política es el artey la ciencia de gestionar la vida pública para hacer posible el bonum commune de los ciudadanos, por utilizar una ex presión que no me gusta m ucho, pero que ya se ha h ech o clási ca. El arte y la ciencia de gestionar la vida pública en vistas a la plenitud de la vida hum ana, podríam os decir de una form a aún más sencilla. El problem a reside aquí en los criterios y principios según los cuales se realiza este arte y esta ciencia. En los últimos m ilenios la mayor parte de la experiencia histórica ha sido reali zada con la convicción, la creencia, el m ito de que este principio último que rige la vida pública era el m onarca, en su sentido más amplio, es decir, que existe una realidad trascendente, alguien, persona o sistema, que gestiona el bien com ún. Hay toda una evolución de este mito que va, sin solución de continuidad, de la revolución am ericana a la sa, hasta las actuales formas de dem ocracia. La constitución am ericana em pieza con el nom bre de Dios, en la revolución sa eran solam ente unos pocos los que tenían en m ano las decisiones y el poder, en la dem ocracia la gestión la realiza el pueblo, el cual se disgrega en una serie de individuos. Se pierde el valor mítico de la palabra pueblo. La frac tura se produce con la sustitución de hecho de la demo-cracia por la tecno-cracia. Q uien m anda es la tecno-logía, no la demo-cracia. A n te todo p orque el demos no sabe nada de toda la com plejidad de la bioenergética, de la bioquímica, de la biología molecular, de la defensa del país, de las armas atómicas, de las leyes de la agricul tura y por lo tanto no puede tomar decisiones responsables, debe fiarse de alguien. Y este alguien, si es un político no es un científi co, si es un científico no es un politólogo, por lo cual, en definiti va, se ha de fiar de estas estructuras que tienen autonom ía propia: en esto reside la fuerza de la tecnocracia actual. Recuerdo que hace algunos años, durante una de aquellas crisis recurrentes que ponen en peligro el orden del m undo actual, Mitterrand, Kóhl, 27
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Reagan y el m andatario del K rem lin en el transcurso de quince días dijeron: «Querríam os hacer esto, pero no podem os». Son palabras reveladoras de un aspecto del inconsciente colectivo y no encuentro motivos para interpretarlo com o una comedia. ¿Có m o es posible que quieras tom ar una determ inación, incluso el p ueblo está de acuerdo contigo, y tú no puedes? La tecnocracia hace im posible la dem ocracia. 3. Hay un conflicto entre el bien común de una tribu (pueblo, nación, estado) y el de otra, incluso p or la pluralidad de culturas de que he hablado. El bien com ún de una no tiene p or qué ser el bien com ún de la otra. N o debem os caer en el idealism o y pensar que lo que va bien para nosotros va bien para todos. La auténtica po lítica em pieza con el reconocim iento del conflicto, de la tensión entre lo que va bien para m í y lo que va bien para el otro. Tam bién aquí debe haber una vía interm edia entre el homo homini lu pus y la fraternidad paradisíaca en la que todos nos amamos has ta que no haya para todo el m undo o, aunque lo haya, hasta que yo desee a tu mujer. Los griegos hacen una distinción frecuente m ente olvidada entre eris y polemos. Eris sería el ‘dinam ism o’ in cluso p olém ico , polemos ‘la g u e rra ’ . H eracleitos utiliza ambas palabras, pero realiza una distinción precisa. Quizás la palabra alem ana erregen, Erregung, que significa ‘excitación ’, estaría rela cionada etim ológicam ente con eris, que indica la tensión entre polaridad que se resuelve con la convivialidad de perm itir que todos vivan ontonóm icam ente independientes. Este equilibrio se rom pe precisam ente con la tecnocracia, porque esta no ofre ce la posibilidad de que, p or ejem plo, haya energía para todos. Se ha basado en lo que yo denom ino el cuarto m undo, el m un do artificioso, que no es el de los Dioses, ni el de los H om bres, ni el de la Naturaleza, para vivir en continua aceleración. Se infrin gen los ritmos cósmicos y a la vez no hay recursos para todos. Ya hay 300 m illones de automóviles sobre el planeta, pero 300 mi llones sobre 5.300 m illones de hom bres es todavía una propor ción aceptable. Im agínese qué sucedería con 5.300 m illones de
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automóviles o con 5.300 m illones de aviones privados: evidente m ente no hay lugar para todos. Esto me conduce a la form ulación de la ley casi trágica, que sim plem ente enuncio, de la incompatibi lidad entre el progreso económico macrosocial y el microsocial. Cualquier progreso tecnológico positivo en Cittá di Castello repercute ne gativamente en alguna otra parte del m undo. Basta recordar el hecho técnico que, para cultivar científicam ente una hectárea de arroz, se deben utilizar unidades de energía irrecuperables quin ce veces mayor que el núm ero total de calorías que nos propor cionará la hectárea de arroz si la cosecha es óptima. Adem ás, los que cultivan el arroz sin em plear esta infraestructura que em po brece la tierra quince veces más, no pueden vender su arroz por que no es com ercial en términos de mercado. Todas las subven ciones de la Com unidad Europea a la agricultura europea porque los campesinos quieren vivir m ejor— y tienen razón— son causa del ham bre que existe en otras partes del m undo. U na vez que los ritmos han sido rotos, ya no hay la posibilidad de resta blecer un equilibrio ju sto para todos. 4. Este conflicto no es solamente económico o depoder, también es cultural, religioso y cosmológico. U no de mis libros, que probablem ente per m anecerá inédito, se titula El conflicto de las kosmologías, y conti nuam ente debo rogar a los editores que escriban cosm ología con k y no con c. Cosm ología con c es la ciencia que explica cóm o fun ciona el m undo y nos ofrece una visión del m undo. Kosm ología con k no es una visión del m undo según el logos, no es com o yo veo el m undo, sino más bien com o el m undo me ve a mí, com o yo vivo el universo. Por lo tanto, si tomamos en serio la interculturalidad, no es que los indios, los aztecas, los mayas tengan otra concepción del m undo— de nuestro m undo, naturalmente, el que ha em pe zado con el big-bang y acabará no se sabe cóm o— ; viven incluso en otro mundo. No es una concepción diferente del universo, es un universo diferente. Si no se llega hasta este punto, creo que perm anecerem os todavía prisioneros de nuestras perspectivas monísticas o del criptokantismo que dom ina en toda la cultura 29
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m oderna y tecnocrática actual, y no sólo occidental; hay una «cosa en sí», es decir, el m undo, desconocido evidentem ente, del que cada uno tiene su visión. Esta concepción es falsa; hay m undos di versos, universos diferentes. Este conflicto de kosm ologías es la causa última de la crisis actual. C on una sola kosm ología, una sola concepción del universo, y por lo tanto del hom bre, no se puede hacer frente a los desafíos actuales, no porque mi concepción del hom bre (la esencia hom bre, una vez más la abstracción Platóni ca) sea falsa, sino porque la realidad, en sí misma, es todavía más real. Y por el h echo de ser real yo no la puedo captar. Si pudiera captarla debería situarme fuera de la realidad, pero esto sería una alucinación. Todo el discurso sobre la realidad, que im plica el su je to que la conoce, es un fenóm eno extraordinario, pero que tam bién tiene una repercusión política inmediata. Si no nos damos cuenta de este conflicto de kosmologías, por el que no hay ni si quiera una realidad hum ana que luego cada uno ve a su manera, no creo que podam os tomar en serio la interculturalidad. 5. La política no puede ser ni el único ni el supremo instrumento de paz. Cada política está circunscrita a un am biente y no tiene criterios universales. La idea misma de paz universal debería reducirse en este sentido. Las teorías de m ercado universal, gobierno mundial, dem ocracia para todos, banco m undial son un casus belli frente a todas las demás tradiciones. C uando m e op on go a un gobierno m undial no quiero ir con tra una arm onía universal o contra una form a de com unicación entre los hom bres. R econozco que la idea de gob iern o m undial es fantástica y com pren do que el que la sostiene no quiere ser el presidente suprem o de la hum anidad, sino que desea arm onía, paz, com prensión entre los pueblos y a lo m ejor querría suprim ir el estado soberano tanto com o yo tam bién lo deseo. La alterna tiva que intento ofrecer es la biorregión, es decir, las regiones na turales donde las ovejas, las plantas, los animales, las aguas y los hom bres form an un conjunto arm ónico. ¿Quién habla contra la destrucción de más de cien lenguas hum anas al año? Desapare 3»
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cen; sin em bargo cada lengua es un m odo de ver el m undo, es una riqueza de toda la humanidad, es un universo que desaparece. De bemos buscar juntos una vía m edia entre el solipsismo, que signi fica clausura, por un lado, y el gobierno mundial, que equivale a echar todo en el mismo saco, por el otro. Com o he escrito en La torre de Babel: Paz y pluralismo, no auspicio una torre de Babel, sino pequeñas cabañas donde los hom bres puedan com unicarse y eventualm ente llegar a una com unión. Esto podría em pezar a ser realizable, si en la aproxim ación a estos enorm es problem as no nos fijáramos únicam ente en el logos y sobre la racionalidad, que nos encam inan hacia un gobierno m undial racional, sino tam bién y al mismo tiem po al mythos, cuya aceptación nos libera de la necesidad de leyes y de gobierno m undial. Propongo un ejem plo para explicarm e mejor. U no de los mitos actualm ente prevalentes en toda la hum anidad es que la carne hum ana no se come; y sin em bargo dicen que es muy buena, contiene muchas proteínas y resolvería m uchos problem as, pero no es necesario un gobierno m undial para controlar que nadie com eta antropo fagia. Se trata ahora ya de un mito— en el sentido en que utilizo la palabra mito— y no es necesaria una policía mundial para vigilar que en las viviendas nadie se com a a nadie. U n com portam iento semejante no es fruto de un logos, sino de un mythos dom inante. Naturalm ente cada época tiene el suyo. H abría que llegar a un mito que perm itiera la respublica universalis sin im plicar gobier no, control y policía m undial. Esto requiere otro tipo de relacio nes entre las biorregiones. Los africanos dicen: si te pica una ser piente, al cabo de diez pasos encontrarás la hierba que es su antídoto. Y realm ente está, pero una vez que hem os destruido los diez pasos (porque se va en coche y no se anda) y todo el há bitat (por lo que las hierbas ya no están) entonces debes procu rar que te envíen rápidam ente de Zurich el antídoto necesario — si tienes dinero, por avión. Tendrem os que volver, o avanzar, hacia un orden en el que la hum anidad, ju n to con todas las bio rregiones, pueda vivir en paz sin necesidad de un gobierno m un dial, no sólo por los peligros de abuso que implica, sino tam bién 31
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porque teóricam ente se reproduciría todavía el problem a del control y de quién controla al controlador. Me doy cuenta de que todo lo que estoy diciendo es más bien revolucionario. 6. Ni la religión ni la cultura pueden ser el único o el supremo instru mento de paz, p or el mismo motivo p or el que no puede serlo la política, es decir, p or el problem a de la especialización y de la fragm entación. Debem os abandonar nuestro sueño de poder ver todo el m undo, de estar fuera de la realidad y poderla observar com o los astronautas observan la tierra. La realidad es m ucho más variopinta, bella y real de lo que pueda darnos una visión fotográfica o conceptual. 7. La paz esfruto de la armonía metapolítico-religiosa, que im plica la renuncia a cualquier soberanía, tanto política com o religiosa, a cualquier sistema m undial, sea conceptual, político o religioso. La arm onía no es un concepto, es un sím bolo. N o quiero hacer todas mis reflexiones sobre el sím bolo y su diferencia con el con cepto, p or un lado, y con el signo, p or otro. La arm onía es esta relación no dualística entre los diferentes factores, elem entos, com ponentes de un conjunto; pero en la arm onía— y este sería el problem a serio— no hay un hilo conductor, un m onarca, un principio suprem o, un m onoteísm o, un je fe . La arm onía dom i nada p or un principio quizás vaya bien para el principio y m e va bien en tanto que vivo en este m ito y lo acepto com o tal, pero en el m om ento en que m e rebelo contra este p rin cip io ya no hay arm onía posible. La arm onía es contraria a todo m onoteísm o en todos los sentidos, a toda reducción de la realidad, o incluso de las pequeñas realidades, a un principio suprem o. Es de otro tipo, que yo denom ino trinitario, cosm oteándrico, adváitico, que tie ne un solo presupuesto: la conciencia de que la realidad es tan envolvente que no se la p uede atrapar com o a un objeto. D icho con una form ulación más metafísica, la realidad no es transpa rente a sí misma; en térm inos de filosofía occidental, la reflexión 32
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total de H egel no es posible; en form a de reflexión teológica cris tiana, un Dios m onoteísta om nicognosciente conoce todo lo que es cognoscible, no lo conoce todo. C on oce todo lo cognoscible, por lo tanto será om nisciente, lo que es una tautología, a m enos que no se diga que todo lo que puede con ocer es la entera reali dad. Quizás la realidad no pueda conocerse en su totalidad— y yo creo que no se puede conocer— aunque se acepten plena m ente todas las exigencias de la razón, porque si la realidad es realidad no perm ite que m e separe de ella para verla o para vol ver a ella. El h echo de volver a ella es un segundo m om ento que ha perdido la prim era inocencia. N o quisiera, sin em bargo, alar garm e en cuestiones metafísicas. 8. El instrumento político para la paz es el diálogo— la guerra no es más que la ruptura del diálogo— pero el diálogo es un diálogo dialógico y no dialéctico, p or eso es siem pre provisional, siem pre perm anente y constitutivo de la realidad. Cuando se rom pe el diálogo, incluso entre amigos, entonces aparece el fastidio, si no la guerra. La realidad misma es polar. N o se trata por lo tanto de cultivar el sueño de una paz idílica donde todos tengam os los mismos pensam ientos, las mismas convicciones. El instrum ento político de esta paz es el diálogo, que es el arte y la ciencia de es tablecer constantem ente el diálogo dialógico com o constitutivo de la realidad misma. La realidad no es una cosa. U na dificultad enorm e se op on e a la realización de la di mensión dialógica de la política. Podem os form ularla brutal m ente así: ser tolerante con quien m e tolera es muy fácil; el pro blem a reside en ser tolerante con el intolerante. A brir el diálogo dialógico con quien se cierra al diálogo es m ucho más difícil. Es en este punto donde la fragm entación del ser hum ano y de la realidad a la que hem os llegado alcanza sus límites. Para decirlo com o Gandhi, es aquí donde si no soy un santo soy un mal político. Si yo, contra todas las leyes dialécticas, no dejo una puerta abierta al fanático, al intolerante, al extremista, no sólo ellos la han cerrado, sino que yo tam bién he aceptado la 33
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clausura. Y por lo tanto he pensado que él era el que dom inaba la relación. Si la relación es verdaderam ente una relación, no cesa ni siquiera cuando uno de los dos cierra. Sólo el poderoso p uede decir: si no quiere hablar conm igo, que se vaya. Yo he vis to realm ente la reacción de aquellos que no tienen voz: cóm o su fren , soportan la exp lotació n , p o rq u e sólo p u ed en sobrevivir si se dejan explotar. Y esto es trágico cuando se encuentra a los «condenados de la tierra». R ecuerdo que una vez nos encontra mos frente a un cam pesino y le explicábam os que no debía de jarse oprimir. Pero él estaba allí, y la única m anera de sobrevivir era aceptar la injusticia. Q u erer provocar una reacción, querer instaurar la justicia, son todas ellas formas teóricas de ir p or ahí predicando el «desarrollo». Estábamos verdaderam ente irrita dos al constatar la pasividad de este hom bre. N o nos dábamos cuenta de lo que decía en buen indi: «Yo debo vivir aquí». Lo nuestro eran únicam ente abstractas reivindicaciones de justicia. Si hago una dicotom ía entre política y religión (por religión no entiend o la confesión de una iglesia, sino el sentido de ultimidad, la dim ensión de profundidad, el sentido del misterio, la apertura, la trascendencia, la in m an en cia), y am puto la política de mi hum anidad, de esta creencia de que, a pesar de todo, el otro es digno al m enos de interés, y quizás de amor, y que es por tador de un aspecto de realidad que me parece m uy negativo pero que sin em bargo existe y debo aceptar, entonces no hay so lu ción . Por eso la relación entre religió n y p o lítica no es una relación dualística, com o si cada una procediese p or su cuenta: esto mata la religión y hace de la política únicam ente una farsa de los m edios en el interior de un cierto m ito dom inante; trasto ca com pletam ente la religión, haciendo de ella una ideología impuesta, con o sin poder, o som etida a la política. L a religión se transform a a la vez en el rein o de lo in tem poral, d el espíritu, de la fuga y em pieza la degeneración del factor religioso. Tom a cuerpo la institucionalización política de la religión, explotada con fines políticos, p or lo que el rem edio se torna p eo r que la en ferm edad: cesaropapism o, dom inaciones extrínsecas, etc. 34
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C reo que aquí la cultura cristiana, islámica e israelita, la de las tres grandes religiones abrahámicas, tiene que aprender enorm em ente de la experiencia profunda de otras religiones, en las que este problem a no se presenta en form a de cruzadas, de instituciones, de afirm aciones del tipo: «Puesto que hace dos mil años un Dios me ha prom etido un país, ahora tengo el derecho de ir a él», u otras muchas cosas que se ven en régim en de cris tiandad o en régim en de islam o de judaism o. Pero ni siquiera la separación de la religión y de la política es convincente, aunque haya sido la única m anera en la que O ccidente ha podido so brevivir; sin em bargo esto ya es otro argum ento distinto. Nos encaminam os hacia el tercer m ilenio, hacia una realidad en la que es indispensable una cierta globalidad. ¿Qué significa globalidad? Q uiere decir una repercusión de lo uno sobre lo otro, un apoyarse el uno en el otro, que es aquello que todas las tradiciones han visto, sin tener necesidad de una pantalla de tele visión que nos diga cóm o van las cosas. ¿Cuál es la idea del cuer po místico de Cristo, del dharmakaya, del sambogakaya, del cuerpo del dharma, del cuerpo de Buddha? La unión con toda la reali dad, y no sólo con el hom bre, no pasa exclusivamente a través del cerebro o a través de la razón, pertenece a otro órgano que creo desgraciadamente que se está atrofiando en algunas culturas. Se trata del tercer ojo, al que también alude la religión cristiana. H ugo de San Vittore habla del «tercer ojo» y no era un lama tibetano. A veces ignoramos la propia tradición occidental. En un ar tículo mío sobre «Religión o política: ¿Hay una solución al dilem a de Occidente?», explico que O ccidente oscila de un extrem o a otro: se va pasa de un Jom eini a una fragm entación total. El pro blem a está evidentem ente abierto. g. La paz requiere el reconocimiento del pluralismo, que no es plura lidad, sino respeto hacia el otro en cuanto a otro, el cual n o se considera a sí mismo com o otro sino com o sí, p or lo que no pue do entrar en la intim idad del otro sin resquebrajarla. N ecesita al mismo tiem po recon ocer que esta polaridad del yo-tú es consti 35
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tutiva de la propia realidad. El pluralism o político es quizás más fácil que el pluralism o religioso, entendien do la palabra religio so no en el sentido institucional, sino en el sentido de esta di m ensión de intim idad que parece que cada hom bre tiene. De ello se sigue que la convivialidad requiere una renuncia a cual quier universalidad en el orden del logos, de la conciencia y de los proyectos hum anos. C reo que vale la pena estudiar, enojarse, discutir sobre las consecuencias de estos nueve puntos.
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I.
P U N T O S DE REFERENCIA
PRÓLOGO
En vez de em pezar este discurso con una brom a, com o en el m undo anglosajón, puesto que nuestra andadura es intercultu ral, que em piece con una oración.5
La palabra oración expresa a la vez el sentido de lo precario y el movimiento que lleva espontáneam ente a la llamada, la petición de ayuda en situaciones que parecen no tener salida y que nos superan. La oración crea una atm ósfera que nos trasciende, que nos perm ite actuar con libertad, incluso con aquellos que no com parten las mismas ideas; im plica la tom a de con cien cia de nuestros límites, de nuestros errores e im perfecciones debidos a 5.
Este texto es la versión elaborada de mi presentación al coloquio sobre
el Encuentro de las Culturas Políticas que tuvo lugar en el Centro Intercultural Monchanin (Instituto Intercultural de Montreal), el 21 de agosto de 1983. Es tas páginas reflejan el estilo de una presentación oral a un auditorio no espe cializado e intercultural. Quisieran presentar, de forma simple, un buen nú mero de nuevas intuiciones que están elaboradas en algunos de mis escritos. Se esbozan algunas ideas que no se desarrollan. Estos problemas han sido tratados en mis estudios sobre la relación no dualista entre Religión y Política: Panikkar, 1978/1; 1982/17 y 18; y en varios artículos de Interculture. Mi preocupación latente en este ámbito se remonta a 1951; una primera aproximación se en cuentra en Panikkar, 1961/IV y Panikkar, 1963/VI. Para aligerar el texto se ha suprimido el coloquio que siguió a la presentación; sin embargo, la mayoría de las respuestas a las preguntas de los participantes se han integrado en el texto. Quisiera expresar aquí mi agradecimiento a N. Shántá y a muchos otros amigos que han contribuido a dar el acabado final.
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nuestra precaria situación. Nos sitúa en un plano de igualdad con los demás. Pidamos en prim er lugar la sabiduría y la inspiración. Pidamos tam bién saber escucharnos los unos a los otros, saber ex presarnos, poder sentirnos un punto ínfim o pero indispensable en el despliegue cósmico de toda la realidad, de sabernos a la vez insignificantes y únicos. Cada uno de nosotros es único en todo el universo. A l mismo tiem po, somos un grano im perceptible en este universo. El sal m o hebraico lo expresa con fuerza: «Ten piedad de mí, Señor, porque soy único y pobre» (Salmos XXV, i6 ) .b L a unicidad m e da una dignidad intransferible y tam bién una responsabilidad de la que no puedo escapar. La tom a de conciencia de mi pobreza, de ser un peq ueño punto en el uni verso m e da hum ildad, sentido com ún, y una perspectiva que hace im posible absolutizar nada y aún m enos mis propias ideas. En cierto sentido, esta conciencia de ser a la vez ún ico (lo que fund a mi dignidad), y pobre (lo que garantiza mi libertad), me incita a gritar m isericordia, pero tam bién m e perm ite sonreír en m edio de las catástrofes y en la alarm ante situación del m undo actual. Perm anezco en la alegría. Intentem os ahora, todos ju n tos, crear un espacio y un tiem po que sean reales, nuevos, prove chosos e incluso agradables. Es lo que se denom ina el tiem po y el espacio sagrados. Esta es mi oración y mi com ienzo.
1.
A L G U N O S A S P E C T O S DE LA SO C IE D A D C O N T E M P O R Á N E A
Vamos por mal camino U na confesión personal podría quizás situar el Sita mi Leven de este estudio y dar la clave de su interpretación al explicitar su6 6.
«Solitario y desgraciado», traduce la Biblia de Jerusalén («lonely and
opressed», NEB); mientras que la vulgata traduce como nosotros: «unicus etpauper». Los
l x x
tienen
j iO V o y e v T y ; K a i
niar/óc,, hijo único y mendigo (pobre).
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PUNTOS DE REFERENCIA
contexto. A unque em pecé mi vida intelectual p or las ciencias y las cuestiones políticas ligadas a la religión, mi vida personal ha evolucionado hacia problem as específicam ente religiosos y filo sóficos. Pero desde hace ya algunos años, me he dado cuenta de que las mayores esperanzas del hom bre, sus preguntas últimas — que tienden a calificarse de religiosas— están todas ellas im bri cadas en lo político: justicia, salud, paz, sufrimiento... Y me h e su m ergido en el estudio de las ciencias políticas y económ icas para intentar aclarar mis ideas y vivir con autenticidad mi propia reli giosidad. Esta búsqueda me ha llevado a lo m etapolítico. La palabra metapolítico, que existe en inglés (metapoütical) des de el siglo x v i, ha tenido, en general, tres acepciones. La prim e ra, calcada sobre el concepto de metafísica, se refiere al estudio de la naturaleza hum ana com o fundam en to de la actividad p o lítica. Tam bién ha sido denom inada «pro política». La segunda acepción se relaciona tam bién con la palabra «metafísica», pero en su sentido peyorativo. Se trataría entonces de una disciplina puram ente gratuita y deductiva sin fundam ento en la realidad em pírica. Tam bién se ha denom inado «hiperpolítica».7 La ter cera acepción sería la de una suerte de m etafísica social. Tam bién se la ha denom inado «para-política». Se trata, en todo caso, de un concepto utilizado con poca frecuencia, aunque reciente 7.
Cf. también la nueva acepción que le da el apasionante libro de Sloterdijk
( i 993) del que no puedo hacer aquí la crítica. El autor sostiene que, tras una pa-
leopolítica propia de los largos periodos milenarios de la prehistoria (menospre ciada con demasiada frecuencia), ha seguido la política propia de las sedicentes culturas superiores, para desembocar a la hiperpolítica de la era industrial. «Die Welt ist für sie [die Mitspieler des neuen industriezeitalterlichen Weltspiels] eine vemetzte Hyperkugel. Wer in die Hochleistungsklasse der Hyperkugel-Akteure eintritt...» (p. 52); ‘El mundo es para ellos [estos jugadores del nuevo juego de la era industrial] un hiperglobo interconectado. El que entre en la clase de alto ren dimiento de los actores de este hiperglobo...’ tiene necesidad de una hiperpolíti ca para comprender (o dominar) el mundo. Podríamos preguntamos si este hi perglobo no va a explotar dentro de poco y si no tendrá una duración mucho más corta que la de los miles de años de las comunidades prehistóricas y que los seis mil años de la política histórica. Puede dudarse de ello.
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m ente algunas publicaciones e incluso una revista (que acaba de desaparecer) llevan este nom bre. Intentaré explicar más adelan te el sentido que le doy. Por el m om ento, m e refiero a la situa ción de la hum anidad en el m undo actual: los estudios sobre el tem a de lo político son legión. Nos enfrentam os a una cuestión de gran importancia. Puede afirmarse que, cada vez más, se está tom ando conciencia de que se está yendo p or mal camino. N o puede vivirse indefinidam ente en una civilización basada en el desarrollo, ni siquiera en el creci m iento, puesto que, en una civilización basada en la expansión y la com petencia, si se frena el crecim iento, todo se derrum ba. No se trata únicam ente de la carrera de armamentos, sino de casi to das las carreras. La vida hum ana no es una com petición. El m un do va por mal cam ino y son m uchos los que lo constatan y se in quietan por ello. El diagnóstico nos revela un consenso creciente y alarmante. «Vivimos una época sin porvenir. La espera de lo que vendrá ya no es esperanza sino angustia», escribía, atorm entada por la injusticia hum ana, Sim one Weil en 1 934.8 Más divergentes son las opiniones relativas a la terapia que debería aplicarse. Mi form ulación p uede parecer algo brutal pero es necesario (léase urgente) expresarse con claridad sobre el tema. Durante demasiados años hem os vivido en la ilusión, al im aginarnos que, con un esfuerzo sostenido y con bu en a voluntad, podríam os llegar a resolver los problem as mundiales. Es necesario un com portam iento m oral, pero el moralism o ya no es suficiente. El in fierno está em pedrado de buenas intenciones, dice el proverbio. Hay que recon ocer ahora lo que de ilusorio tenía esta actitud. N o sólo constatamos que los «recursos» son limitados y que los países pobres necesariam ente se hacen cada vez más pobres. El mal es aún más profundo. Com o he intentado p o n er de relieve en otro lugar, se trata de la aceleración que rom pe los ritmos de la naturaleza y, p or lo tanto, tam bién los de la naturaleza hum a na.9 Se ha podido creer, im punem ente, que la aceleración era un 8. Cf. Weil, 1955, p. 58.
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9. Panikkar, 1964/1.
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bien— o p or lo menos, que era neutral— porque hace cuatro si glos, con el nacim iento de la ciencia m oderna, se consiguió reali zar una transferencia muy especial: se ha transferido la infinitud de Dios a la Naturaleza. U na naturaleza infinita no plantearía ningún problem a; el crecim iento podría ser indefinido. Pero el hom bre contem poráneo sabe, por propia experiencia, que la na turaleza que m anipula y maltrata no es infinita; ya se ha topado con sus límites. De lo que se sigue, y lo vuelvo a repetir, que va mos por mal camino. La solución no consiste en frenar esta ve locidad o en lanzar un program a de reformas, sino en cam biar de cam ino, de proyecto. Sólo una transform ación, una metanoia radical puede reconducirnos al cam ino correcto. N o pretendo pintar un panoram a som brío de la sociedad contem poránea. No creo que los hom bres de hoy sean peores que los de antes. M e in clino incluso a pensar que son mejores. Pero quisiera hablar de la situación global actual de la hum anidad y del sistema político dom inante. En este terreno, no hago otra cosa más que repetir lo que la mayoría de los expertos nos dicen acerca de la situación mundial. Subrayo que hay una diferencia fundam ental entre nuestra época y la mayor parte de las demás épocas históricas. Aquellas han conocido crisis, la nuestra está pasando por una au téntica mutación. He escrito en otra parte acerca del «fin de la historia».1" Para abordar nuestra situación con realismo, debe mos, a la vez, rem ontarnos a los orígenes de la cultura tecnocrática dom inante y recurrir a la sabiduría de otras tradiciones. Voy a limitarme a esbozar la prim era y sólo aludiré a la segun da, aunque mis reflexiones tengan una orientación intercultural. El dilema Estamos presos en un dilema. Por un lado, Este, Oeste, Norte, Sur, Pluralidad de las culturas. Visiones radicalmente divergentes. Si tuaciones com pletam ente diferentes. Por el otro, una situación ge-10 10. Cf. Panikkar, 1993/XXXIII, pp. 79-133. 41
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neral que nos lleva hacia una catástrofe hum ana y planetaria, de bida al creciente dom inio del com plejo tecnocrático m oderno. N o se entrevé la posibilidad de «cambiar de rumbo», de cambiar de dirección o incluso de frenar. Nos sentimos com o una gota de agua perdida en el océano. Es cierto que se especula sobre la ne cesidad de un cambio, pero todos esos discursos aparecen lejos de lo real e irrealizables. ¿Habría que plantearse el desmantelamiento de la civilización de origen occidental en su potencia económ i ca, militar, tecnológica? Pero ¿cómo llegar a entreverlo puesto que no podem os escapar a la influencia de esta civilización? Constata mos que las cosas van mal. Pero ¿no estamos todos en la raíz de este malestar, puesto que somos com o otros tantos engranajes de la gigantesca m áquina tecnológica y que todos debem os contri buir a su funcionam iento para sobrevivir e incluso vivir? Esto me recuerda el proverbio asiático: «El que cabalga un tigre no pue de desmontar»— porque el tigre le devoraría. El dilem a es claro: si se continúa por este cam ino se llegará al suicidio de la hum anidad y al terricidio com etido p or el hom bre. Si se elim ina el Sistema que constituye la trama de la vida de una gran parte de los hombres, se producirá una catástrofe parecida a la que padece el toxicóm ano cuando le falta la droga. El Sistema actual nos conduce a la m uerte y, sin él, también morimos. El com plejo tecnocrático m oderno se ha injertado en la vía de los hom bres de tal m anera que se ha convertido en algo indispensable, al m enos para aportar una solución a los problem as que ha creado. ¿Existe alguna alternativa? ¿Podemos, o querem os, vivir en otro m undo, en un m undo ajeno a la influencia de la tecnocracia? C om o ya he dicho en más de una ocasión, hay tres alterna tivas posibles para salir de este atolladero; reform a, deform ación (destrucción) o transformación (metamorfosis) del Sistema domi nante. Quisiera p oner de relieve que las dos primeras alternativas son ya inoperantes y presento lo m etapolítico com o la intuición que puede suscitar la necesaria conversión radical.
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PUNTOS DE REFERENCIA 2.
L A P R E T E N S IÓ N D E U N IV E R S A L ID A D
Para com prender m ejor lo que representa la pretensión de uni versalidad de una cultura cualquiera, es útil ante todo distinguir entre relativismo y relatividad, p or un lado, y, p or otro, entre cul tura y m odos culturales. Relativismo y relatividad El relativismo no conduce a ningún sido, porque desaparecen las diferencias entre tuyo-mío, bien-mal, gris-verde. Permanecemos en la incom unicación, en la imposibilidad de dialogar, nos quedamos sin criterios; no hay form a alguna de entenderse, ni siquiera de vivir juntos. Para no hablar de la contradicción interna del re lativismo: desde el m om ento en que abro la boca, contradigo mi relativismo. El relativismo, incluso no form ulado, implícito, no es indispensable para la tolerancia, la benevolencia, la apertura ni el pluralismo. A mi ju icio, el pluralismo nada tiene que ver con el re lativismo. Porque no se quiere ser relativista, se toma en serio que los que dicen A no dicen B, y que A no puede ser B, y no hay for ma de ponerlos de acuerdo; y esto porque tom o en serio vuestras ideas y las encuentro incompatibles con las mías. Ni unos ni otros quieren abandonar sus ideas. Tam poco hacem os un cóctel. El re lativismo que denuncio no debe confundirse con la relatividad. La relatividad, p or otra parte, es la expresión de la puesta en ju e g o de la interrelacionalidad de todas las cosas; nada hay que no esté en relación con alguna otra cosa; la realidad no es ni un bloque m onolítico sin relación ni una disem inación de mónadas sin relaciones mutuas; el ser, e incluso el Ser, es un verbo y p or lo tanto una actividad, un acto y, sin em bargo, relacional. Es cierto que hay relaciones que encadenan, y que hay que desem barazar se de toda dependencia que hiera nuestra libertad y m erm e así nuestra dignidad. Estas relaciones no son constitutivas de nues tra persona. Pero la realidad es precisam ente solidaridad consti tutiva. En el lenguaje corriente, absoluto se op on e a relativo, lo 43
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que no es correcto más que desde cierto punto de vista. Ab-solutus significa ‘no atado’ , ‘desligado’, y p or lo tanto libre y sin em bar go acabado, perfecto, com pleto, pero en ningún sitio se dice que la palabra signifique cerrado, sin relaciones. Todo lo que pienso, digo, pregunto y respondo, todo es relati vo a un contexto, a un m om ento dado en el espacio y en el tiempo, a un punto de referencia en el pasado y, sobre todo, a una relación existencial que ha suscitado mis pensamientos, mis preguntas y mis respuestas. Es por eso por lo que defiendo los dialectos. U n dialec to es siempre dialogal, siempre es hablado y no tiene siquiera ne cesidad de escribirse. H e aquí lo que constituye su grandeza. Lo que, hace algunos siglos, significaba justicia tiene ahora un sentido diferente; aunque vuestra noción de justicia y la mía sean diferen tes, ello no impedirá que nos entendamos. La relatividad afirma que todo lo que decís lo decís a otro, que este reacciona y que, juntos en este esfuerzo de com prensión mu tua, creamos el espacio en el que el acuerdo y el desacuerdo tie nen un sentido. Somos nosotros quienes, en la relación, creamos (tanto desde el punto de vista individual com o cultural y colecti vo) esta relatividad— lo que denom ino relatividad radical— que nos ofrece la posibilidad de afirmar, de negar, de tener nuestros criterios, de orientarnos en la vida, sin ser absolutistas ni fanáticos. La relatividad afirma sim plem ente que no hay objeto sin su je to y, p or lo tanto, que no existen ni la objetividad ni la subjeti vidad puras. Siem pre se está en relación. La Trinidad expresa la noción de relatividad en el seno mismo de lo divino. Mi form ula ción m etafísica es sim ple. Tom o la prim era frase de M onchanin y la elaboro trinitariamente: «Esse est coesse. Et coesse est esse ab (a Patte), esse in (in Filio) atque esse ad (ad Spiritum)». Cultura y modos culturales Hay que establecer la distinción entre cultura y m odos culturales, puesto que en toda cultura hay m odos culturales que representan la actualización concreta y una interpretación determ inada de 44
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esta misma cultura. Creo que una cultura que no itiera dife rentes modos específicos no podría llamarse cultura. Sería, por ejem plo, una ideología m onolítica considerar que los que no ha blan con acento de la capital o los que no repiten las consignas del partido están fuera de una determ inada cultura. Toda cultura es cultura en la m edida en que ite en su seno distintos m odos de interpretación. Puede distinguirse entre la cultura género y la cul tura especie o las subculturas que he denom inado modos cultura les. Los quebequeses que discuten entre sí representan la vitali dad del m undo cultural quebequés que perm ite que diferentes modos culturales se pongan a dialogar, se fecunden mutuam ente e incluso luchen entre ellos y se destruyan. Pertenece a la estructura misma de una cultura tener dife rentes interpretaciones que se viven según m odos de expresión diferentes. La cultura ofrece a los hom bres el m ito en el interior del cual pueden entenderse, pelearse y discutir en todos los sen tidos de la palabra. ¿Q ué es un mito? A firm ar que la fuen te prim ordial de toda cultura es el m ito significa que el m ito es este espacio, este h o rizonte hacia el cual el h om bre se orien ta para vivir su vida hum ana. Mi prim era descripción m o rfo ló gica del m ito em p ie za d icien d o que un m ito es aquello en lo que se cree sin creer que se cree en él. Es lo que «no hace falta decir». Lo que no hace falta decir, p orqu e el d ecir es el logos, ‘lo d ic h o ’ . L o que no se dice es el m ito. Es lo que no se dice p ero que perm ite que se diga que «no hace falta decir», incluso sin decir que no se dice; es el mito, es la cultura. Es ella quien perm ite la relación hum ana, la plenitud misma de la persona. Deja abierto el espa cio en el que todo lo que yo digo tiene un sentido, incluso para ser contradicho. Sea cual sea la ventana por la que se m ira el m undo es im posible tener una vista que abarque la totalidad; no existe una perspectiva global, una perspectiva de 360 grados. Esos discur sos actuales que nos hablan de una visión global y de universali dad expresan el síndrom e de una sed de unificación propia de 45
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la m entalidad colonialista, que ha sido h eredada p o r la tecno cracia. C uando tratamos de lo político, este síndrom e de universali zación debe ser som etido a una crítica muy profunda. Es cierto que no siem pre se quiere conquistar a los demás, no se busca una influencia siquiera económ ica, pero todavía se desea, y con m ucha frecuencia, no sólo convencer a los demás, sino tam bién adquirir un conocim iento que abarque la diversidad hum ana — evidentem ente, desde mi punto de vista, desde mi ventana monocultural. Todo se sostiene. Preveo la objeción que se m e va a hacer: «¿Hacia dónde va usted? ¿Hacia el caos? ¿Cada uno en su peq ueñ o valle? ¿Cuál es el criterio de la verdad? ¿Q uién tendrá el control? ¿Dónde está la verificación?». Aspiram os siem pre a tener un paradigm a para la totalidad de lo hum ano. Pero desearía sostener que nadie, individual o co lectivam ente, tiene la visión ni el control del conjunto de la ex periencia hum ana, e incluso m enos, de toda la realidad. Esto se encuentra en la base de mi defensa del pluralismo. Los antiguos podían confiar en Dios. Esto los fortalecía y les daba confianza. Podem os especular sobre este Dios, pero sin esta confianza y esta fe en la realidad, el hom bre se derrumba— em pezando por su p en sam iento, que por fuerza ha de descansar sobre algo. Para decirlo política y polémicamente: ¿cuál es el valor— inclu so lógico— de la autoproclam ación del pueblo com o soberano? ¿A quién se proclam a que se es superior a todo? ¿A sí mismo? Mi esfuerzo filosófico tiende a la descentralización del p en sam iento. Y mi tesis (no es este el lu gar para defen d erla) es que la verdad, p or su m ism a naturaleza, es pluralista; sin que p or ello se lleve hacia un relativism o o un subjetivism o absolu tos. Q u e la verdad sea pluralista no significa que sea plural, desde lu e g o .11 D esde el pun to de vista histórico, pienso qu e el id eal de un b u en nú m ero de religiones no tien de h acia la un i versalidad tal com o gen eralm en te se la co n cibe en el m undo n . Cf. Panikkar, 1984/24; 1991/32. 46
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m od erno, e incluso que sus visiones del m undo no están orien tadas en esta dirección. La imposibilidad de las preguntas universales Por lo que se refiere a las preguntas universales, recuerdo una notable frase de Agustín que describe, con una fórm ula lapida ria, el nacim iento del hom bre occidental. Frase con frecuencia mal traducida: Quaestio mihi factus sum. Presento tres versiones con matices diferentes: «He h echo de m í mismo una pregunta». «Me he convertido en una pregunta para m í mismo». «Me he preguntado a m í mismo». Ser uno mismo la pregunta, ser cons ciente, en esta reflexión crítica, de que el problem a no es el m undo, no es Dios, sino que yo mismo soy la pregunta; tomo conciencia de que planteo la pregunta sobre m í mismo. R ecor demos que es el mismo Agustín, trece siglos antes de Descartes, pero a partir de otro horizonte, quien form ula «si fallor ergo sum», ‘si me equivoco [sobre m í mismo] soy [a pesar de to d o ]’. Esta toma de conciencia corresponde, a mi juicio, al naci miento del hom bre occidental: es lo que constituye su grandeza y posiblem ente también su debilidad, puesto que la pregunta quizás no tenga respuesta y ni siquiera sea inocente. Ya implica un cierto individualismo, una concepción determ inada de la personalidad, un elitismo hum ano respecto del cosmos y de toda la realidad, ca racterísticas propias de Occidente. Esta pregunta representa qui zás, para este último, la pérdida de su inocencia; no puede vivir en este m undo sin estar a la defensiva: su identidad está amenazada por la duda y por lo demás, léase por la exterioridad. Hay razas, ci vilizaciones, tipos humanos para los cuales estas preguntas no se plantean, a pesar de su carácter fundam ental. Creo que habría que reconocer que el concepto de universalidad no es universal. Si afirmamos que hay preguntas que son universales y deci mos al mismo tiem po que no se trata de un axiom a a priori sino de una inducción a posteriori, «porque estamos todos aquí», en tonces me pregunto: nosotros estamos todos aquí, pero todos los 47
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demás no están aquí. Están los ju d íos, los pobres, los indiferentes ante todas esas problem áticas y tam bién «los h om bres de las cavernas»— porque «los hombres» no son únicam ente nuestros contem poráneos. A priori, se tiene la im presión, quizás el deseo, de que todo el m undo se plantea las mismas preguntas. Pero si, siguiendo a Kant, decís que no dais una respuesta a posteriori, puesto que las preguntas son universales, es debido a la constitu ción misma del ser hum ano, a la razón, os responderé inductiva m ente que mientras no estemos todos aquí, esta respuesta care ce de fundam ento; supone una determ inada visión del intelecto hum ano. Y esto m e lleva a preguntarm e si la universalidad existe en el orden de las preguntas, y a concluir que quizás, incluso en este orden, la universalidad no es posible porque n o sabemos qué preguntas se hacen todos los hom bres. Porque, si bien es cierto que somos todos hum anos y que todo hom bre, p or el h ech o de serlo, se pregunta o, más bien, pregunta, tam bién es verdad que las preguntas que se form ulan los hom bres no son las mismas para todos ellos. A lgunos se pre guntarán: ¿Quién soy, de dónde vengo, adonde voy? Otros: ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué la muerte? Otros: ¿Q ué es la reali dad? Cada pregunta depen de de un contexto particular que no es universal. A l mismo tiem po, toda pregunta rem ite ya a un conjunto de respuestas posibles para las que la pregunta tiene sentido, makes sense. Si me preguntáis: «¿Qué es Dios?», una pregunta que pare ce universal y a la que rehúso contestar, si exclam o «¡wuh!», me diréis: «Os he form ulado una pregunta concreta y fundam ental a la que no habéis respondido». Ya imaginabais el plano en el que debería situarme para responder a vuestra pregunta. La pre gunta condiciona la respuesta. Toda pregunta deja abierto un cierto núm ero de respuestas y tam bién les fija sus límites. N o hay pregunta neutra, y entre todas las preguntas reseñadas, no hay ninguna universal. Hay una frase de Martin H eidegger que este autor repite varias veces: «Die Leidenschaft des Wissens ist das Fragen» (‘La pasión del saber es la p regun ta’ ) y tam bién la co 48
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nocida: «Das Fragen ist die Fróm m igkeit des Denkens» (‘L a pre gunta es la devoción [piedad] del pensam iento’ ). Preguntar es un acto de piedad en el sentido más profundo de la palabra pietas. Es la devoción misma del pensam iento. U n pensam iento que sabe preguntar es un verdadero pensam iento. Y estoy de acuer do con ello. D onde no estoy de acuerdo es con el tipo de univer salización que dice que en todas partes se hacen las mismas pre guntas. N o creo que sea cierto, y el corolario que extraigo es que si en todas partes se hicieran las mismas preguntas y se percibie ra una diferencia enorm em ente grande en las respuestas, ello significaría que entre todas las tradiciones del m undo, las que no nos dan la respuesta que consideramos satisfactoria, serían falsas; este ha sido con frecuencia el caso en la historia de las religiones. D efiendo el pluralismo, no porque haya respuestas diferentes, sino porque las preguntas son m utuam ente inconm ensurables, porque todo hom bre no es un «respondedor» a preguntas da das, sino un «preguntador». N o existe un repertorio o una re serva de preguntas. El hom bre es un ser cuya autocom prensión pertenece a su misma naturaleza. Pueden analizarse, criticarse las diferentes respuestas a una pregunta dada. Algunas pueden ser falsas, incoherentes, más o m enos incom pletas, com plem en tarias, verdaderas, y así sucesivamente. Son diferentes pero no más o m enos equivalentes, puesto que el estatuto ontológico de las preguntas es diferente. Las preguntas surgen de un magma, de un m ito aceptado diría, que está existencialm ente dado y que es parcialm ente visible únicam ente a través de la respuesta, más o m enos im plícita, que se da a la pregun ta planteada. No tenem os el m ismo criterio para criticar las preguntas que sin cera y espontáneam ente se plantea el ser hum ano— a m enos que pensem os ten er el m o n op olio de la hum anidad o incluso el de la racionalidad. D efien do el pluralism o. N o olvidem os tam poco que con frecu en cia nos planteam os preguntas (que ya son preguntas en nuestra cultura) p orqu e entrevem os la gam a de respuestas posibles y querem os asegurarnos de la verdadera respuesta. 49
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D esconfío de la tendencia a unlversalizar. N o sólo a unlversa lizar las preguntas. D esconfío incluso de la universalidad de la preguntabilidad reflexiva del hom bre. Es cierto que en el seno de un cierto tipo de mito, de una cierta historia, hay preguntas que se plantean de una m anera universal; pero se presentan com o ta les únicam ente dentro de un horizonte determ inado. Es lo que denom ino el mito. D entro del mito de la tradición abrahám ica se plantea la pregunta, con la m áxim a seriedad: «¿Qué es Dios?». Sin em bargo, en el m undo buddhista, esta pregunta com o pre gunta no se plantea. M etodológicam ente resultaría p oco apro piado dar una respuesta a una pregunta que no se ha planteado. En todo ju icio , en toda afirm ación, hay una cierta pretensión de validez. Si digo: vosotros los cristianos, vosotros los hindúes, etc., pretendo la verdad y la validez; en caso contrario, la afirma ción no tendría sentido. Pero p retender la validez o la verdad no equivale a p retender la universalidad. Hay que distinguir. En cierto horizonte, desde donde veo la validez de la res puesta así com o la legitim idad de la pregunta, la respuesta es evi dentem ente universalizable. Pero detengám onos en la m etáfora de la palabra horizonte: «Todo el m undo tiene su horizonte», pero a m edida que cam bio, tam bién cam bia mi horizonte sin que m e dé cuenta directam ente de ello. En cierto sentido, el horizonte es el lugar de lo universalizable; en otro caso no sería un horizonte. El horizonte es invisible y es el que m e perm ite ver, si tuar mi visión. En un segundo m om ento, puedo experim entar que mi horizonte— que considero universal p orque no veo nin gun o más (es p or eso p or lo que se le llam a h orizon te)— no es universal. Desde la m ontaña tengo una visión del paisaje dife rente de la que tenía desde el llano. Mi horizonte ha cam biado con mi desplazam iento. En cada caso se pretende la validez y la verdad. En general, es el otro quien, de una form a más clara, me ayuda a darm e cuenta de que mi horizonte no es el único, y por consiguiente, no es universal. Estamos ya en lo intercultural. Desde el punto de vista de la historia de las culturas y de las cien cias de las religiones, p retender la verdad no significa pretender 5°
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la universalidad. Esta últim a p erten ece a una cierta forma men tís, ciertam ente poderosa, pero no universal. Incluso si existie ra un horizonte lógico, que no es un h orizon te privado (Kant id entifica este h orizon te [lógico] con la ló gica del h orizon te tal com o nosotros lo pensam os, es decir, el h orizon te form ado a partir de las condiciones necesarias a toda in telección posible según nuestra co n cep ció n ), no habría que co n fu n d ir este h ori zonte con la idea de h orizon te ló gico— el que perm ite pensar al hom bre. Nada nos garantiza que sea inm utable y dado de una vez por todas. Puede pretenderse la verdad. Puede pretenderse la validez. Puedo incluso tener la intención de convenceros de lo que estoy persuadido. Pero esto no basta para em prender una cruzada. Hay algo más: incluso aceptando que mi discurso pretende la universalidad (universalidad hipotética) m e refiero en este caso a un orden del discurso que dura desde hace seis mil años. Pero m e guardaré m ucho de aplicar esta universalidad— a la que mi esquem a tiende en mayor o m enor m edida— a toda la realidad. La realidad supera infinitam ente mi com prensión, incluso la más alta com prensión, la de un espíritu com o qu ería Laplace, la de un intelecto divino, el de la reflexión absoluta de H egel, el de la noesis noeseós de Aristóteles, el de todas las concepciones m o noteístas del Ser Suprem o. «Logos» y universalidad La idea de universalidad puede convertirse en una ideología en el sentido peyorativo de la palabra: es la totalización de una ex periencia parcial. Es verdad que, cuando el hom bre se reduce al logos, incluso en el sentido más profundo de la palabra, no pue de prescindir de esta universalidad. Para hablar en lenguaje cris tiano, tam bién está el Espíritu. Este no debe ni reducirse ni aña dirse al logos: se confía en él sin criterio. Quisiera insistir en la defensa de esta irreductibilidad del ser a la inteligibilidad; sos tengo que en la vida hum ana no se puede reducir todo a un es 51
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quem a inteligible— pero no inteligible para mí, pobre mortal, sino en sí. La convivialidad hum ana no se funda en la razón pura y ni siquiera es el resultado de un plan racional perfecto. Todos hem os experim entado el h ech o de que la más pura alegría hu m ana e incluso la más espiritual no es fruto solam ente del inte lecto. Me op on go al dom inio del logos en algunas culturas— y no es únicam ente característica propia de la cultura occidental; el do m inio del logos se encuentra en otros lugares. A l atreverm e a ha cer una especie de m orfología de las culturas, diría que las cul turas que tienden a identificar el ser hum ano con el logos (y no hablo del racionalism o) tienden a la universalización: si la esen cia del hom bre es su racionalidad, y si la razón es una, toda ver dad racional debe ser universal. Existen, sin em bargo, otras cul turas para las que el logos no agota la esencia del hom bre; no experim entan la necesidad de universalizar. En el plano pura m ente epistem ológico, diría lo siguiente: todo conocim iento se pretende verdadero; pretende que lo que se con oce es lo que se afirma. Sin em bargo, para universalizar una verdad hay que con siderarla com o puram ente objetiva, es decir, com o una verdad in d epen diente de nuestra subjetividad; la hem os d e desvincular de nosotros com o sujetos del conocim iento. Es p o r ello por lo que esta pura objetividad sería la relación respecto a una subjeti vidad absoluta, a un conocim iento divino. Si se objeta que 2+2=4 es lo mismo aquí que en todas partes, y que p or lo tanto es una verdad universal, p uede contestarse muy fácilm ente que 2+2=4 es una tautología absoluta y que, p or lo tanto, no afirm a nada so bre ninguna realidad. Dos vacas y dos amistades no suman cua tro— a m enos que la abstracción sea total y que vaca y amistad no tengan ningún sentido. Religiones y universalidad El cristianismo, el buddhism o, el islam especialm ente, serían las tres religiones que de form a más clara pretenden la universali 52
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dad. El hinduism o no tiene esta pretensión, ni tam poco, que yo sepa, la mayoría de las religiones africanas. Pero lo que hay de com ún a todas las religiones es la confianza en la realidad. Hay que record ar que el buddhism o tam bién presenta una tendencia al proselitism o, se esfuerza en ganar adeptos, p ero a d iferencia del islam y del cristianism o— dich o sea de form a es quem ática— no co n den a las otras religiones d icien d o que p o see la única verdad— aunque con frecu en cia cree que deten ta la verdad suprem a. Además, puede hacerse proselitismo sin caer en el absolutis mo. Puede quererse com partir un bien, ayudar al prójimo, inten tar convencer de que aquello en que se cree es verdad. Para todo ello no hace falta creerse en la posesión de la verdad absoluta. La creencia monoteísta tiende a considerar las cosas desde un punto de vista absoluto, aunque siempre se dé este desajuste entre el co nocim iento absoluto de Dios y mi participación en este conoci miento. No hay que olvidar que la mayor parte de los abusos en el ámbito religioso se han com etido en nom bre de esta fe. Tom em os el ejem plo del hinduism o. Presenta dos aspectos fundam entales que no están en esta línea. La noción de svadharma, del dharma personalizado (no indi vidualizado), adaptado a cada ser hum ano, es una noción que no perm ite ningún tipo de universalización. Ello conduce a la concepción tradicional de las castas que sería aberrante si no se apoyara en el svadharma. Hay aquí un rechazo a una determ i nada form a de universalización; lo que es bueno para vosotros, vuestro dharma personal, es tan incom patible con el m ío, que yo, Arjuna, debo combatiros hasta la m uerte. Pero por vuestra parte tam bién debéis seguir vuestro svadharma... Evidentem ente me refiero al Bhagavad Gita. O tro elem ento importante en el hinduismo es su concepción existencial. ¿Por qué en el hinduismo tradicional nunca se ha in tentado convertir, por qué no se ite que otros se conviertan a este dharma:? Si el hinduismo es la vía de salvación por excelencia, ¿no sería deseable que los demás, los mlecchas (no arios, bárbaros, 53
EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
extranjeros) abracen el sanátana dharma? N o pueden convertirse en m odo alguno al hinduismo (no hablo del neo-hinduismo, que respeto, porque la religión puede evolucionar). En el hinduismo tradicional no hay sitio para la conversión en el sentido en que se entiende en las religiones abrahámicas. Por el único cam ino de las ideas no podem os convertirnos en lo que no somos. Ciertam ente se puede estar convencido, pero ¿acaso no es el hom bre m ucho más que sus convicciones? Por lo tanto, es imposible universalizar. Podem os instruir a los demás en el orden mental, podem os con vencerlos del valor de las ideas hindúes, pero no pueden conver tirse. Su sitio está en otra parte. Es un sitio secundario, pero no es intercambiable. N o existe un sentido de universalidad, de que hay algo conveniente para todo el m undo. ¿No se dice en O ccidente, con iración, que cierto gurú no ha querido convertir a sus dis cípulos al hinduismo, sino ayudarles a ser mejores cristianos? La religión china, por p on er un ejem plo sim plificado, no se quiere universal; se considera superior. Los chinos han sido los prim eros en llam ar «bárbaros» a los demás. Tocam os aquí otro conjunto de problem as. El últim o paradigm a de esta form a de pensar que da priori dad absoluta a la unidad sería el m onism o o el m onoteísm o filo sófico, en los que, en últim a instancia, hay una sola realidad que se com pren de a sí misma, que es inteligibilidad absoluta porque es simple U nidad. ¡He aquí la unidad! A l defen d er el pluralism o p on go en duda la necesidad de la inteligibilidad total de la reali dad, incluso en sí misma. Hay que estar dispuestos a prescindir del m onoteísm o, es decir, la creencia en un Ser Absoluto, total m ente autointeligible. Por lo que respecta a la religión cristiana, la Trinidad no es m onoteísm o, sin ser p or ello politeísm o, ni evidentem ente triteísmo. La teología cristiana del futuro deberá ser una reflexión sobre la Trinidad y despojarse de su interpretación monoteísta; lo que significa recon ocer que la realidad no es inteligible en ella misma ni de form a exhaustiva. Por lo tanto: no H egel, ni Aristó teles, ni Tomás de A quino, no m onoteísm o. 54
PUNTOS DE REFERENCIA
H ablar de unidad es hablar de una cosa fundam ental: la constitución últim a de la realidad. Frente a la afirm ación de que la unidad es la ten dencia a la unificación, yo diría que p uede vivirse p erm an en tem en te en una u n ificación provisional, p or ejem plo, en el sentido de: «No sé nada de ello, Alá lo sabe». Cier tam ente esto es consolador. Por lo tanto no estoy diciendo que si soy m onoteísta debo ser necesariam ente fanático; en efecto, en este caso no soy yo quien conoce todas las cosas, aunque crea que hay un Dios que las conoce. Pero si nuestra aproxim ación es realm ente pluricultural, tam bién debem os p on er estas conside raciones últimas sobre la mesa de discusiones. Esta actitud es pe ligrosa y revolucionaria porque toca a lo más profundo de lo que ha fundado toda una civilización.
3.
T R E S D E S L IZ A M IE N T O S C U L T U R A L E S
C on el fin de ilustrar de m anera precisa esta pretensión de uni versalidad que acabamos de ver, y tam bién, para abordar m ejor el siguiente capítulo, analizarem os tres deslizam ientos culturales presentes en nuestra sociedad contem poránea: la tolerancia fol klórica, el im perialismo lingüístico y el im perio tecnocrático. La toleranciafolklórica En ocasiones se intenta cam uflar la gravedad de la situación me diante la puesta en prim er plano de la actual apertura a las de más culturas y su contribución a una m ejora del Sistema. Hay una com placencia en citar la tolerancia cultural de la civilización m oderna. Sin em bargo, el llam ado capitalismo liberal, el más alto representante de la m entalidad m oderna, nos concede li bertades individuales; tolera una cierta pluralidad cultural a con dición de que se respete su m ito de base: las reglas del ám bito socio-político-económ ico de su ideología. Mientras esta ideología siga siendo un mito, es decir, que no sea cuestionada, y sea creída, 55
EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
el ciudadano puede hallar su propia realización. Pero la realidad hum ana no es uniform e ni m onocultural. ¿Cuál es entonces la relación entre el orden político m oder no, que se deriva de una sola cultura, y la pluralidad de las cul turas de las que se habla con simpatía pero que, con demasiada frecuencia, se reducen al folklore? A m enudo se utilizan esas pa labras rim bom bantes de tolerancia, pluralism o y sociedad multi cultural. Pero habitualm ente, y ya es un progreso notable, se en tiende por ello el h ech o de dejar que la gente tenga la libertad de hablar en sus propias lenguas en su casa, de vestirse con su ropa tradicional, de bailar sus bailes, de seguir las costum bres fa miliares, con la condición, evidentem ente, de que respeten las reglas del ju e g o de lo que se denom ina, en singular, la civili zación. Se les da toda la libertad mientras no sean un estorbo para el orden establecido, que lo respeten y lo acaten sin protestar. Se coloca lo político sobre lo cultural, y ciertam ente sobre lo religioso. El orden público p roporciona un m arco bien defin ido en el seno del cual pueden tener lugar todas las actividades culturales y desarrollarse las subculturas. Incluso las religiones están some tidas a lo político. En la República India, p or ejem plo, la expre sión «Estado secular» no significa «Estado laico» en el sentido que tiene en español; designa un orden político respetuoso con todas las religiones del subcontinente, p or encim a de lo religio so y com o condición indispensable para el orden y la paz. En teo ría, es el «Estado secular» quien garantiza la libertad religiosa de los hindúes, de los m usulm anes, de los cristianos, de los adeptos de otras religiones, aunque la práctica dem uestra co n frecuencia que lo religioso dom ina y condiciona lo político. Quizás tal y co m o m uchas mujeres indias p onen estrictas condiciones de posi bilidad a partir de las cuales los varones de la fam ilia podrán to m ar sus decisiones... A pesar de que la Constitución de la República declara a la In dia «Estado secular», desde hace más de cuarenta años los distur bios de origen religioso entre hindúes, musulmanes, sijs no han cesado de proliferar. Decir que la mayoría hindú debe respetar a 56
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las minorías religiosas no tranquiliza a estas últimas, y ciertamente no a una «minoría» de más de cien millones de musulmanes. Las características sociológicas de las minorías no pueden percibirse a esta escala. U n estado secular no puede satisfacer más que a aque llos para los que la secularidad política se convierte, com o en O c cidente, en la nueva religión. Hay que encontrar una nueva fór mula si se quiere evitar que una religión sea dominada por otra. En pocas palabras, se p uede ser libre con la condición, evi dentem ente, de que se pague en dinero y m ejor aún en dólares. Y el precio que hay que pagar es un trapicheo que, en el fondo, mata estas culturas. El interés que se pone en ellas es a m enudo superficial porque, de hecho, sólo pueden sobrevivir en un es tado de servidum bre cultural. Reconozco que, en cierto m odo, respiramos más a nuestras anchas a m edida que nos liberamos del corsé de algunas de nuestras fórm ulas m onolíticas. Tam bién ha de itirse que la institucionalización de lo religioso está en la base de m uchos im portantes malestares del pasado y del pre sente. Pero ¿es suficiente m antener lo político separado de lo reli gioso? ¿Podemos contentarnos con con ceder a las culturas loca les una autonom ía limitada, mientras no pongan en duda «el orden universal» que se nos propone o impone? Lo político, es decir, el Sistema seguido p or los estados m o dernos, sería la piedra angular que sostiene el edificio de la vida humana. Por ejem plo, se presupone que el actual sistema m o netario, sea a título individual o colectivo, es un sistema universal. Se consideran las econom ías del don y de la reciprocidad com o estadios «primitivos», «subdesarrollados». De este m odo se de fiende una econom ía de m ercado «libre» que justifica lo que Dom inique Tem ple ha llam ado «el econom icidio» .1213Así mismo, se considera la institución del estado-nación com o un tabú que no p uede violarse.1' T odo ello está hoy día bien estudiado. 12. Cf. Temple, 1988, pp. 1048. 13. Cf. Nandy, 1988, pp. 2-19, para un examen desde esta perspectiva de la actual situación de la India.
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Quisiera ahora presentar otro ejem plo bien conocido aun que con frecuencia olvidado. El imperialismo lingüístico U n h echo bastará para ilustrar lo que quiero decir. Cada año de saparecen más de un centenar de lenguas, y algunas de ellas no dejan ningún rastro. Es verdad que, en teoría, los hom bres pue den hablar las más de cinco mil lenguas que todavía existen; sin em bargo, nos señalan que sería im posible entenderse si debiéra mos saberlas todas. Tam bién sabemos que la mayoría de las len guas son ignoradas en las relaciones políticas e internacionales. Las Naciones Unidas han adoptado cinco lenguas oficiales. In cluso si su utilización contribuye al entendim iento m utuo, im po nen un límite y lo que no se consigue con cinco lenguas tam poco se conseguirá con una lingua universalis. Lo que desearía poner en duda es la difundida creencia de que sería bueno que todo el m undo pudiera com unicar con todo el m undo y que el ideal se ría el de los constructores de la infortunada torre de Babel. Quisiera p oner de relieve que uno de los aspectos más limita dores del m onom orfism o cultural es el imperialismo de las len guas. La distinción entre lengua y dialecto pone a este últim o en peligro de desaparecer puesto que proviene de una situación de dom inio. El florentino se convirtió en italiano gracias a un poder económ ico que lo sostuvo; gracias a los cuidados de la Academ ia sa el parisién se convirtió en francés; fue la marina real quien convirtió en lengua inglesa lo que no era más que un dia lecto, dicho sea de form a muy sumaria para p oner de relieve el principal aspecto de este fenóm eno. Tengo un profundo respeto y estoy lleno de iración por Dante, la ciudad de París y Sha kespeare, pero era necesaria una potencia más asertiva, un poder político, para que estos dialectos se convirtieran en las lenguas que conocem os. ¿Quién conoce la poesía del catalán Maragall o del georgiano Tabidzé? Poesía que, sin em bargo, no tiene un m é rito m enor que el reconocido por la literatura llam ada universal. 58
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El caso de Nebrija, en el siglo x v i, el prim er gram ático euro peo, es paradigmático. Creó la gramática del castellano para uni ficar los diferentes dialectos de esta lengua y ponerla al servicio del naciente im perio español. U n código ju ríd ico exige una len gua uniform e. Pero ¿para qué esta unificación? Es necesaria para fortalecer un estado. Pero esto precisamente es lo que debe ser puesto en cuestión: ¿Acaso un gran estado o un gran m ercado son necesarios para la realización de la vida humana? Para la infor m ación es necesario disponer de signos reconocidos; para la co m unicación hace falta una lengua común; y para la com unión, un lenguaje com partido y en parte creado por los que lo hablan. To das las palabras sabrosas, las que transmiten algo más que una in form ación neutra, pertenecen a un dialecto. Surgen de una capa com ún, de un mismo suelo. N o hay palabra sin terruño. Todas las palabras reales (no me refiero a los términos técnicos) tienen un va lor, un sabor y una fuerza en el m edio concreto donde han sido foijadas, en el diálogo, y por consiguiente bajo formas dialectales. Hay que distinguir entre palabras y términos. Las palabras son símbolos que un grupo lingüístico ha encontrado; son la cristali zación de una experiencia comunitaria. Son polisémicos y ambi valentes. Los términos son signos, son expedientes que designan objetos de experiencia sensible o de mensurabilidad conceptual o experimental. Son unívocos y arbitrarios.'4 Incluso la casta de los académicos, una de las grandes castas de Occidente, habla su pro pia jerga. La lengua española o inglesa no se entiende totalmente por parte de los hispanoparlantes o los anglófonos. El americano de Harvard puede muy bien no ser entendido en South London y ni siquiera en South Boston. ¡Hay que estar iniciado para enten der! La tragedia de las lenguas africanas, incluso bajo gobiernos francófonos o anglófonos, es bien conocida. Los auténticos indí genas no cuentan. No olvidemos que sólo un 10 por 100 de la po blación mundial habla bien inglés, es decir, maneja esta lengua hasta el punto de utilizarla en una actividad creativa. Sin em bar 14.
C f.
Panikkar, 1980/3.
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go, es bien conocida la opinión extensam ente difundida según la cual los que no manejan una de las lenguas mayores son unos sub desarrollados. Existe un imperialismo lingüístico latente, más o menos aceptado tácitamente por una mayoría, y que hay que de senmascarar. Podría citar aquí la sorda lucha entre el inglés y el indi en algunos estados de la unión india, donde incluso los que defienden la «lengua nacional» envían a sus hijos a las escuelas English M édium para asegurar el «futuro» de su familia. El caso del lenguaje es igualm ente instructivo en la m edida que repre senta el paradigm a de la situación actual: el anonim ato. La dom i nación del inglés no es la de Inglaterra, ni tan sólo la de Estados Unidos. La India publica más libros en inglés que Australia y N ue va Zelanda juntas e incluso más que el Canadá. El español no es España, e incluso el francés tiene sus defensores, escritores y p oe tas en África. El Sistema no tiene cara. N o representa ni a O cci dente ni a la raza blanca. La metástasis es total. N o se trata de com batir a un país, a una lengua o a un im pe rio. La ideología está difusa p or todas partes. El m undo tiene un ejército de treinta m illones de hom bres, podría incluso decirse que están tallados por el mismo patrón. Y el ejército de los políti cos, léase los burócratas de la política, es aún mayor. C om o se ha constatado desde los años treinta, estamos sometidos al im perio de la burocracia, que todo lo controla: el estado, los sindicatos, la industria, el capitalismo, el cam po científico. Pero todas estas for mas de burocracia están hoy bajo la férula de la tecnocracia. Es el tecnocentrism o. ¿Cóm o hablar entonces de pluralismo? El imperio tecnocrático H oy el im perio es la tecnocracia.15 A las ideas de un Dios, de una Iglesia, de un Im perio, las han sucedido las de una Civilización y, en nuestros días, la de un M ercado único, lo que denom ino el complejo científico-tecnocrático. Com o ya he subrayado, es el sucesor 15 . C f . P a n ik k a r, 1 9 9 1 / 3 2 , p p . 1 1 1 - 1 2 7 . 60
PUNTOS DE REFERENCIA
inm ediato del im perio en su m anera de pretender a la universali dad. C on un corolario más sutil y peligroso: a la conquista políti ca (época de las colonias) le ha sucedido la conquista económ ica que dom ina aún nuestra época. Pero al síndrom e de la conquista universal se le añade el del pensam iento (es la propaganda tota litaria). H abría que desenmascarar la violencia intelectual disi mulada en la propaganda m oderna. Desconfío m ucho de todo proyecto de universalización que pretende conquistar m ediante el pensam iento lo que en otro tiempo se quería conquistar p or las armas y, todavía hoy, se quiere conquistar m ediante la econom ía. En otro lugar he hablado de la violencia de la razón y de la razón dialéctica m oderna com o un arma. Tam bién hay que desarmar la razón.Ib Permítaseme que todavía añada algo: desde el punto de vista de la tecnocracia no es tan trágico si una gran parte de los trabaja dores pierde su trabajo. El Sistema es lo bastante rico com o para subvenir a sus necesidades o para ayudarles m ediante el Estado del Bienestar, el Welfare State; pero para los trabajadores es algo serio. Ya no experim entan la satisfacción que proporciona el tra bajo, ni la de recibir el salario debido. Van a rem olque del Estado. O tro aspecto, igualmente serio, es que, al haber convertido la ac tividad hum ana creativa y fecunda en trabajo asalariado, meca nizado y con frecuencia embrutecedor, se ha hecho de ellos unos «marginados», unos parados de un nuevo tipo. No se m ueren de hambre sino de aburrimiento. Lo perverso es esta concepción del trabajo reducido a la eficacia tecnocrática. Hay que distinguir en tre trabajo y obra. El prim ero es alienante, la segunda es creativa. El Sistema no puede prescindir de la actividad de todos los parados, puede incluso alimentarlos porque explota la tierra y p or eso mismo hipoteca el futuro. Al subvenir a las necesidades de los parados se acelera, por así decirlo, el fin del m undo. Es la perversión de los ritmos naturales.
16 . C f . P a n ikka r, 1 9 9 0 / X X I X ; 1 9 8 8 / 1 6 .
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En resumen: en la situación actual, lo político parece h aber ad quirido una prim acía sobre todas las cosas, siendo el estado su sím bolo más visible. Esta p rim acía se id en tifica co n el dom i nio de una ideología política determ inada: la del com plejo tecnocrático, ideología nefasta para las demás culturas que tienen una co n cep ción diferen te de la realidad y, p or lo tanto, de la realidad política. A u nqu e haya que com batir la prim acía parti cular de la política sobre la vida contem poránea, hay que reco no cer que el ser hum ano es esencialm ente homo politicus; sin em bargo, lo político no p uede reducirse a su aspecto económ ico o incluso a su carácter sociológico, en el sentido actual de la pala bra. H enos aquí en el corazón de nuestro tema.
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II.
L O P O L ÍT IC O
Las consideraciones precedentes, aunque sucintas y diversas, nos han parecido oportunas para centrar nuestra problem ática y mos trar el trasfondo de lo que sigue.17
1.
L A A B S O R C IÓ N DE LA P O L ÍT IC A P O R E L E S T A D O
La política puede ser definida com o «el conjunto de los princi pios, símbolos, medios y actos m ediante los cuales el hom bre as pira al bien com ún de la polis».18 Conviene insistir en esta defini ción comprensiva, porque con dem asiada frecuencia se lim ita la política a lo que se refiere al gobierno del Estado. El ám bito de la política es m ucho más vasto. Lo político sería la dim ensión hum ana que perm ite que la ac tividad política del hom bre sea un acto plenam ente hum ano, una actividad hum ana. O bien, sería el cam po conceptual de la actividad política del hom bre. La política es una praxis que rem ite a una teoría. Esta teoría en una praxis es la ciencia política. N ótese que la distinción en tre lo político y la política sigue siendo todavía, en el lenguaje co rriente, bastante vaga. Pero antes de profundizar en estas nociones hay que refle xionar sobre la situación contem poránea. U na aproxim ación intercultural nos perm itirá poner de re17. En efecto, todos estos problemas han aparecido en el coloquio que tuvo lugar en Montreal.
18. Cf. Panikkar, 1978/1, p. 74.
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lieve que la noción corriente de lo político, al limitarse a la pro blem ática planteada por el estado m oderno, se coloca en un ca llejón sin salida. C ada nación tiene una cultura propia. L a cultura abarca un conjunto estrecham ente ligado: lengua, com ida, vestido, cos tum bres, religiones, arte, estilo de vida, biorregión: en síntesis, es un m ito unificador. Cada cultura encarna una co n cep ción ún ica del m undo y de la vida— evidentem ente con divergencias más o m enos im portantes. Cada una representa un a especie del gén ero hum ano. Y a su vez, cada nación posee un a especifici dad cultural; es una especie, una especie cultural del gén ero hum ano, del gén ero cultura. Por el contrario, el estado m oder no no es un género. Se presenta com o una especie única. Su es p ecificidad reside en su individualidad. El co n cep to m oderno de estado es m onocultural. N o p u ed en negarse ni sus orígenes occidentales ni su estructura fo ija d a a partir de las ideas de la Ilustración. H oy día, hem os llegado a una uniform idad im presionante: una tecnocracia única, una inistración con procedim ientos idénticos en todas las ramas de la burocracia pública, una orga nización llam ada «racional», léase «moderna». El estado, p or su misma naturaleza, no p uede ser pluricultural. D ebe apoyarse en una estructura que debe ser uniform e en todas partes; es lo que denom ino el com plejo tecnocrático. Todas las torres de control de los aeropuertos del m undo deben dar y recibir las órdenes en un código lingüístico único. La econom ía de los estados m oder nos no p uede ser pluralista ni intercultural p orque el m ercado m onetario lo prohíbe. Los estados todavía acuñan su m oneda p or inercia histórica. Por el contrario, las naciones pueden conservar sus lenguas y sus visiones del universo. Cada nación es un m icrocosm os, form a un todo no aislado, puesto que está relacionada con las demás naciones sin otras reglas, en este ámbito, más que las establecidas en ocasión del encuentro pacífico o guerrero. La constelación política del m undo actual nos ofrece un 64
LO POLÍTICO
ejem plo chocante: Europa está form ada p or estados que reúnen cierto núm ero de naciones (sin estado) sometidas a estos estados o en rebelión contra ellos; pero estos últimos, por su lado, inten tan confederarse en una U nión europea dirigida, simultánea m ente, por el pragmatism o económ ico y com o respuesta a un destino histórico. Los recientes acontecim ientos en la antigua URSS y en Yugoslavia nos muestran en toda su crudeza la fuerza de las naciones con relación al estado. Asia está saturada de gru pos lingüísticos, culturales y religiosos que tam bién deberíam os llam ar naciones, que están reunidas en estados más o m enos es tables y de creación artificial. La India es un ejem plo de ello. Sin entrar en todas las com plejidades asiáticas del Bangladesh o del Punjab, tomem os el ejem plo más sencillo de Cataluña. Este país aspira a una autonom ía real, e incluso a una mayor indepen den cia. Está en su derecho. Es el derecho de los pueblos. Pero— y aquí reside la paradoja— al convertirse en estados, los pueblos sa crifican su independencia com o naciones. D eben m odernizarse a partir de un m odelo único, y así se llega al colonialism o m o derno. Las naciones se convierten en víctimas de sus propios es tados. Cuando G andhi rechazó la form ación de un ejército insti tucionalizado y estable, rechazó sim ultáneam ente la existencia de un ejército indio. Sin em bargo, la India, en tanto que estado, no puede prescindir de un ejército. Africa está form ada p or tri bus que se han querido reunir en estados, llamados, no sin ironía, «independientes». Las naciones (en este caso las tribus) pierden su identidad y su independencia al convertirse en estados. Trans form ación con frecuencia trágica. Estas consideraciones teóricas se derivan directam ente del orden de la praxis. Me parece im portante destacar la idea de individualismo la tente en la noción m oderna de estado. El actual estado soberano co rresponde al individuo al que ha quedado reducido el ser humano. El estado es el individuo colectivo. Los estados son individuos co lectivos soberanos. N o hace falta m ucha im aginación para darse cuenta de que esto no se corresponde con la realidad. Se repre senta una com edia y a m enudo una farsa siniestra. Se entiende el
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EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
poder de veto de los cinco estados en las Naciones Unidas; los he chos lo han m ostrado am pliam ente.19 N o sin ironía, el lenguaje nos habla todavía de estados sobe ranos, es decir, superani, ‘superiores’, los más elevados, p or enci ma de cualquier otro poder. Se com prende la razón de ser del m onarca, el m iem bro más elevado de la com unidad, porque la representa y porque la autoridad que detenta proviene de Dios. U n estado soberano es sinónim o de un estado m onárquico. Así se com prende que los gram áticos m odernos nos inviten a escri bir estado con mayúscula: el Estado soberano y suprem o, p or en cim a de todo, dom inándolo todo. ¿Cuál p uede ser la relación en tre soberanos si no quieren, de form a voluntaria, renunciar a su soberanía? Y no lo harán si no obtienen alguna ventaja. Pero si renuncian a su soberanía ya no dom inan com o soberanos. Esta mos aquí en pleno pragmatism o. L a instancia más alta ya no es el soberano sino la Realpolitik que sabe hacer concesiones que se anularán cuando se dem uestre que no tienen ventajas para el es tado más im portante, el cual podrá perm itirse el lujo de perse guir su propio interés en tanto que absolutam ente suprem o. Ya estamos en el bellum omnium contra omnes, ‘la guerra de todos con tra todos’ . Estamos muy lejos de Escipión: Sine summa iustitia rem publicam geri nullo modo posse— com o nos lo recuerda C icerón— , ‘Sin la mayor justicia no pueden regirse en m odo alguno los asun tos públicos’. Mientras que el estado es un individuo colectivo, la idea de na ción corresponde a la noción tradicional de persona. Las naciones son personas, es decir, que representan relaciones interdependientes. U na nación única sería una contradicción com o lo sería la no ción de una sola persona. Nos encontram os aquí ante uno de los síndrom es del pensam iento m oderno: la obsesión p or la cuantificación. Sin em bargo, ni la persona ni la nación son cuantificables. Ni el singular ni el plural tienen sentido. L a persona no es 19.
Se trata aquí de la invasión de Panamá por parte de Estados Unidos en
diciembre de 1989, durante la presidencia de George Bush.
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LO POLÍTICO
ni una ni múltiple: es un nudo en una red de relaciones. N o hay nudo sin relaciones ni relaciones sin nudo. Lo mismo sucede con la nación en tanto que persona colectiva. N inguna nación puede ser soberana (pues la noción de soberanía no le es aplica ble). Cada nación es única, no tiene sustituto. Su dignidad resi de en la unicidad de sus relaciones con todos. Estamos aquí en el régim en del pluralismo. Mientras que un estado (com o indivi duo) no está constituido p or sus relaciones con los demás, sino p or lo que es individus, ‘indivisible’, ‘no participable’ : es sobera no. Estamos frente a dos esquemas diferentes. Me perm ito subrayar aquí la im portancia de las ideas. El na cim iento de la conciencia del individuo y de la del estado no ca rece de relación. El esfuerzo de los marxistas para subsum ir al individuo en la colectividad no es más convincente que el indivi dualismo «liberal». La dim ensión del hom bre pertenece a la an tropología que abarca la dim ensión política com o constitutiva del hom bre.20 A pesar del principio de acción subsidiaria, reco m endado incluso por Pío X I,21 que afirma que el estado debe únicam ente proveer a las necesidades de los ciudadanos y or ganizar lo que las demás com unidades no son capaces de hacer (com o por ejem plo asegurar la defensa nacional), hoy en día el Estado se convierte cada vez más «mánager» de la ciencia, la in dustria e incluso de la cultura (incluido el tiem p o),22 invirtiendo así el orden natural de las cosas. La razón es muy sencilla y tam bién tiene relación con nuestro problem a: la monetización de la cultura. El carácter principal de la m odernidad es el precio m o netario adscrito a toda actividad hum ana. En nuestros días, la mayor parte de las actividades artísticas, científicas, industriales y otras no se podrían realizar sin dinero; el estado se ha converti
20. Cf. Panikkar, 1991/XXXI, pp. 41-86; 1985/8. 21. Cf. Quadragessimo anno, 1931, párrafo 79. 22. Cf. el interesante estudio de Gross, 1985, que muestra cómo el estado moderno domina a los individuos mediante la imposición sutil de su propia cronología.
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do en depositario y único garante del dinero, aunque esto sea puesto en cuestión por los bancos y las empresas m ultinaciona les. Y, com o consecuencia, son estos últimos quienes, a su vez, se convertirán en los grandes «patrones» de la cultura, de las artes y de la investigación científica. Es útil señalar aquí que el estado clásico del pasado siglo com prendía cinco ministerios: guerra, asuntos exteriores e interiores, justicia y hacienda. El estado con tem poráneo interviene en la agricultura, la energía, los trans portes, los deportes, la inform ación, el turismo, el m edio am biente, la cultura, la salud, e incluso en el ám bito intelectual; en V en ezuela hay un m inisterio de la inteligencia. Por inercia del espíritu todavía se les llam a «ministerios». D ebería llamárseles «magisterios». La consecuencia de este control del estado sobre la mayor parte de las actividades de la vida hum ana es doble. Por un lado, el estado dirige casi todo m ediante la canalización de las aporta ciones m onetarias provenientes de diferentes fuentes. La econo m ía m onopoliza prácticam ente todo. La otra consecuencia es la injerencia del estado en el ám bito cultural, y si una u otra activi dad de índole cultural escapa a su control, se considera am ena zado en su organización m onolítica. Esta situación, que alcanza su paroxism o en los estados totalitarios, da lugar a m uchas tra gedias; p or otra parte, en los regím enes llam ados liberales no se puede, p or ejem plo, practicar una m edicina alternativa porque los hospitales accesibles a las personas corrientes están regidos p or el estado; ni siquiera construir una casa com o a uno le gus taría, fundar una sociedad sin la aprobación, p or el estado, de los planos, las constituciones... En la Europa medieval, hasta el siglo x v i, era im pensable que la vita socialis de las corporaciones o in cluso la conversatio civilis de las instituciones pudieran ser anim a das e incluso aún m enos controladas p or el estado. Pero hay que llevar el análisis más lejos. M ediante la reduc ción del cam po de la política al estado— las relaciones entre los estados son las que son— la política se reduce exclusivam ente al conjunto de los m edios para conquistar o m antener el poder, y 68
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Cari Schm itt tiene razón: se ha reducido a la dialéctica amigoenem igo. La política se convierte entonces en la m anera com o el animal hum ano resuelve sus asuntos con los demás grupos, de ahí la consecuencia lógica expresada p or la famosa frase de Clausewitz según la cual la guerra no es más que la continuación de la política por otros m edios (más violentos y decisivos). L lega mos así al darwinismo social con «the survival o f the fittest». La política sería reducida a la astucia de la jungla. Pero quisiera abordar la cuestión partiendo de un análisis de la situación actual, la cual nace en la cultura occidental. Vamos a recurrir a la historia.
2.
LA H IS T O R IA DE LA PA L A B R A
Voy a intentar una proeza histórica en el em peño de presentar la situación actual. Sería m ucho más sencillo dar un curso sobre la historia rom ana o la de los mogoles, hablar de Ashoka o presen tar la política de Akbar, que resumir, en pocas páginas, cincuenta siglos de historia. Confiem os en la fuerza simbólica de los nom bres e intentemos, al rem ontarnos al origen de la palabra, pro yectar alguna claridad sobre el objeto de nuestro estudio. Por la lengua ya estamos en una vía que los hom bres han re corrido m ucho antes que nosotros. Las palabras son testimonios de la experiencia hum ana y nos revelan lo que nuestros antepa sados han pensado, sentido y descubierto. Esta palabra que uti lizamos, «política», ha sufrido, en el transcurso de su historia, di versas m utaciones.23 Empezamos en Grecia. Quizás hubiéram os tenido que em pe zar por M esopotam ia o Egipto, pero para perm anecer en el con texto cultural de nuestra lengua, vamos a limitarnos a la sem án 23. Cf. el notable artículo de Volker Sellin, 1978. Cf. también los artículos Staat y Politik del RGG 1957-1965 para resúmenes del status quaestionisy los ar tículos sobre Politik de Ritter, 1989, y también Morgan, 1990, etc.
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tica y a seguir el hilo conductor de la palabra «política». Ú nica m ente haré una alusión a dos palabras sánscritas: pur, ‘ciudad’, y puram, ‘villa fortificada’, ‘ciudadela’, en el sentido de ‘fortaleza’, ‘ciu d ad ’. La «polis» (griega) C om o es sabido, f) TtoXiTiKT] es una palabra griega que, ya desde antes de Platón y Aristóteles, había adquirido autonom ía con res pecto a la palabra base 7tóX,l(;, ‘ciudad’. Nótese que polis siem pre quiere decir ‘ciudad’ y a veces ‘estado’, pero sólo de form a indi recta. El verbo 7toA,í£co ya en H om ero {litada, VII, 453; X X , 2 17) significa ‘construir los m uros de la ciudad’ siguiendo la etim olo gía de polis. Dem os un vistazo sobre lo que era la ciudad griega clásica.24 La polis, ‘la ciudad’, estaba considerada com o un m icrocosm os, un p eq ueñ o m undo en el que la persona hum ana se encam ina ba hacia su realización al convertirse en (otro) m icrocosm os. El hom bre y la ciudad sim bolizaban el cosmos, toda la realidad. N o olvidem os que el m icrocosm os que era la ciudad (interm ediario entre el cosmos personal y el m acrocosm os) tenía tam bién sus Dioses y sus espíritus. Res publica magna et verepublica quae di atque homines continetur, dice Séneca {De otio, IV, 1) (‘La auténtica re pública y auténticam ente pública [es] la que a la vez encierra los Dioses y los hom bres’ ). El hom bre es ciudadano. Los que no lo son (los esclavos) no llegan a la plenitud hum ana. En una pala bra, la ciudad no es únicam ente un h echo sociológico; tam bién es una realidad teológica y form a parte integrante de una cos m ología. N o olvidem os que nos hallam os en la antigüedad, don-
24.
En esta exposición debo limitarme a los datos generales. Para una vi
sión más profunda, cf. Toynbee, 1934. También las obras indispensables y ya clásicas de Jaeger, 1945; y de Voegelin, 1957, cuyo título es precisamente The
World ofthe Polis. También las obras de Mommsen y de Fustel de Coulanges de berían citarse aquí, pero debemos limitarnos a extraer lo esencial.
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de el D D T de la «razón científica» no había aún elim inado un buen núm ero de seres vivos del universo. Los ciudadanos del cosmos, según el budism o p or ejem plo, son seis: los Dioses (deva), los semidioses (asura), los hom bres, los animales, los es píritus sedientos (pretá) y los condenados. Los hom bres no son más que una parte de los habitantes del cosmos; y, cosa im por tante, no los hay salvados. El nirvana está fuera de todo, es la tras cendencia pura. Es por eso por lo que los que están «salvados» lo son de la existencia y del ser. Ya no son. Pero volvamos a nuestro asunto. A u nqu e hubo precedentes, la polis fue la gran revolución del m undo m editerráneo. Y pienso que la visión que con anterioridad dio lugar a esta revolución po dría ser, en nuestra época, una fuente de inspiración para una nueva aproxim ación a lo político. La gran revolución griega (posterior a las civilizaciones de M esopotam ia y a los grandes im perios de Asiria y Persia), que se sitúa tras la civilización egip cia, no consistió en querer establecer (otro) im perio, digam os más dem ocrático, sino concebir la vida hum ana com o un ju e g o político y no com o un destino im perial— a pesar de la tentación del poder a la que, más tarde, Rom a sucumbiría. La concepción griega se basa en una nueva antropología, en una visión antrópica y no sólo cósmica del hom bre. Se recon oce a las otras ciuda des el derecho a existir, lo que va m ucho más allá de aceptar el he cho de tolerarlas. Se acepta la otra ciudad porque se acepta el hom bre, y el hom bre es polis. Es oportuno citar aquí la conocida frase de Aristóteles según la cual un hom bre que vive fuera de la polis es un animal o un semidiós. Los im perios precedentes acep taban los demás im perios sólo porque existían de hecho. H acía falta conquistarlos porque, en principio, sólo puede h aber un solo pod er suprem o, un solo soberano. En la idea de im perio, más cósmica que antropológica, el individuo no representa más que una simple función en el destino imperial. En cam bio la ciu dad es antropom órfica. Por lo tanto podía haber una confedera ción de ciudades. Tengo una sospecha, en este punto, que se refiere a esta dis7i
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ciplina descuidada que es la G eografía de las R eligiones.25 G recia es casi un archipiélago. La influencia del m ar es de un orden com pletam ente distinto al de la tierra. Los barcos son más frági les que los puentes, y las corrientes marítimas más azarosas que las grandes rutas terrestres. El lenguaje del agua no es el de la tierra. L a u n ió n de los p ueblos m arítim os se apoya más sobre la autonom ía de los grupos hum anos que en la de las poblacio nes terrestres. Cada isla es una unidad natural. La idea de una confederación le es más natural que la del im perio. Las relacio nes que la m antienen son más sutiles que las que m antienen la cohesión de un im perio terrestre. La cultura se convierte en algo decisivo: un mito com partido. Entre las ciudades hubo un prin cipio de TtoXÁxeupa, ‘conciudadanidad’ ; pero esta d em ocracia de las ciudades, a falta de un mito unificador suficientem ente di fundido, nunca se desarrolló a fondo. H ubo m uchos tanteos. Me abstengo de hacer una digresión sobre esta politeuma que cita in cluso Pablo (Fil., III, 20) y que podría, repito, ofrecer un para digm a estim ulante para nuestra época. Pero volverem os a ello al hablar de la ai))i7toXlT8la. Intentem os todavía captar la significa ción de la palabra. He politiké quería decir q 7toX,lTlKT] xé^vq, que no debe tra ducirse com o la técnica del político, sino más bien com o el arte de la convivialidad o buena «convivencia», es decir, el arte de go bernar y el de vivir en com ún en la polis, la ciudad, de vivir com o ciudadano. Los dos van juntos. Se trata tanto de saber vivir com o de saber gobernar. De la misma m anera que existe un proceso hu m ano de alfabetización, léase el arte de saber leer y escribir, hay tam bién un proceso de «politización» para actualizar el poten cial hum ano. M uchas poblaciones pueden estar m uy alfabetiza das y no tener más que un sentido muy débil de lo político. La lectura del periódico no es hom ologa de la actividad del ágora. La sedicente dem ocracia de los Estados U nidos de A m érica del N orte, p or ejem plo, no interesa más que a la mitad de la pobla 25. Cf. Hoheisel, 1988, para un breve resumen de esta disciplina.
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ción adulta. La otra mitad sólo desea que se le respete su libertad individual. En térm inos rigurosos, puede decirse que estos indi viduos encuentran lo político fuera de la política. Pero todavía estamos en Grecia. Desde muy pronto se experim enta la necesidad de reflexio nar sobre esta xsxvq, ‘el arte’ , la 7tpcti;i(;, de lo político, aunque Aristóteles dijera que el TÉXoq, ‘el fin ’ de lo político, era la praxis y no la yvcoCTiQ, ‘el conocim iento’. Esta reflexión era una ciencia: f] 7toA,lTUCq, £7tl0>Tqpq, la ciencia que hoy denom inaríam os cien cia política. El griego distinguía q 7toX,mKq de xa 7roA,lxucá y del
ó TtoXixiKÓg. Hépolitike (a veces utilizada com o expresión eufem ística para designar la concubina o la am ante— ¿no se dice aún en castella no una m ujer pública?) es la form a sustantivada de q 7toXlTlKq TÉXvq, y de TtoAxxiKq éTtlcrcqjxq, es decir, el arte de gobernar, de com portarse en la vida pública, y la ciencia de este arte. Ta politiká es el ámbito de lo público, el de los asuntos de la com unidad. Lo opuesto es la oucovopía, el ámbito de los asuntos familiares, de lo privado. Los dos grandes espacios que favorecían la pleni tud de la vida hum ana eran la oixoc; (‘la casa’) y la polis (‘la ciu d ad ’ ). El tem plo no era el tercer espacio puesto que form aba parte a la vez de la vida privada de la casa y de la vida pública de la ciudad. La expresión ta politiká tam bién era a veces lo opuesto a la paaiXucq, es decir, de la pacnAiKq xéxvq, o el arte de gober nar propio de los reyes. Ho politikós es el hom bre público, el statesman, el ciudadano. Literalm ente, TtoArcucq yápa, es el «espacio político», el ágora, el ager publicas. La política era, pues, el arte y la ciencia de regir los asuntos pú blicos y también el de saber vivir en la esfera de lo público— siendo el hom bre por naturaleza, un animal político según la conocida frase de Aristóteles: ó dvGpcoTtog (púcrsi TioAmicóv Cov. G obernar es una actividad humana, pero ¿con qué objetivo? Platón, que había reflexionado sobre ello, ya decía que era para la realización de la justicia, la SiKCtlOCTÚvq. Esta justicia, dice Pla 73
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tón, requiere CTOtppOCTÚVT), ‘la serenidad’, la arm onía entre gober nantes y gobernados (Prot. 323a). U na palabra que se acercaría quizás sería la palabra alemana Besonnenheit, o bien la palabra sáns crita samatá (sámánya): ecuanim idad (armonía, equilibrio) o qui zás el catalán seny. La sófrosyne no es una técnica, un m edio para gobernar o para practicar la justicia. La sófrosyne es una condición de la política, que se convierte a la vez en causa y efecto en un círculo vital. La palabra es casi intraducibie. Los latinos la habían traducido com o prudentia— que casi ya no podem os traducir por ‘p rudencia’ (que casi se ha convertido en sinónim o de astucia)— quiere decir, en su esencia, salud del espíritu. La palabra nos ha bla de una inteligencia, (ppf]V, que no es esquizo-frénica, sino sofrónica. HáoQ (acog) significa ‘sano’, que se encuentra bien, salvo, intacto, bien conservado. OpÓvqCTlc; sería entonces la facultad de pensar, de sentir, de vivir, de ser en el buen sentido. Para realizar esta sófrosyne, ‘arm onía’, los ciudadanos y los gobernantes deben ser virtuosos. ApETT}, ‘virtud’ , es una noción fundam ental de lo político. Desde Platón, la antigüedad ha recon ocido que la virtud política p or excelencia es la sófrosyne ju n to con la justicia, la dikaiosyne. Esta sófrosyne es la actitud fundam ental del hom bre. En el fondo, es el saber ser hom bre, y com o el hom bre se realiza solam ente en la polis, es la virtud política básica. T odo se sostiene. La política no es una especialidad que pueda aislarse de la vida. Tenem os aquí, com o p or otra parte en todo pensam iento clá sico, una correlación entre el hom bre, la ciudad y el cosmos. Los tres estados de la sociedad (militar, com ercial e intelectual) co rresponden a las tres fuerzas o facultades del alma: TÓ 0l)|ioei8é<;, TÓ iX,OXpfi)iaTOV, y TÓ (piA,O}ia0é<;, ‘el valor’, ‘el am or a las cosas’ y ‘el am or al conocim iento’. Son las facultades que corresponden a las tres virtudes de la ávSpeía, ‘la fuerza’, la ctcopocjúvq, ‘la se renidad’, y la CTOípía, ‘la sabiduría’. Son tam bién las tres fuerzas que m antienen el universo. Tenem os aquí una estructura com ún a diferentes culturas. La del lokasamgraha del Bhagavad Gita, el m antenim iento de la cohesión del universo, la función propia del 74
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dharma; la de la Biblia, la religión com o alianza, berit, el pacto o testamento que m antiene el cosmos y en particular el pueblo (de Israel)— aunque la alianza de Yahveh con N oé lo sea tam bién con todos los seres vivientes, con toda la tierra, com o nos refiere el Génesis IX— ; o tam bién el CTDvéxetv, ‘el m antener ju n to s’, del es toicismo y de la patrística com o la fuerza de cohesión que m an tiene al universo (sea el anima mundi, sean los justos, los buenos cristianos según la Didaché, o los verdaderos ju d íos según Israel). Tam bién puede pensarse en la noción de em perador en China y en otras partes, y en tantos otros ejemplos. Insisto en este aspecto porque una interpretación fragm en taria y superficial deform a con frecuencia el sentido de lo políti co, considerado com o un arte individual o una ciencia más o m e nos subjetiva para regir el poder. En resum en, lo político, en su esencia misma, no es el arte o la ciencia de gob ern ar bien una polis determ inada, sino el arte y la ciencia que (re)integra al hom bre en la arm onía activa del universo. H ablo de actividad, puesto que no hay que desconocer la naturaleza especial del ser hum ano. En los otros animales, no hay nada político en el sentido de un arte o una ciencia com o en los hombres. El hom bre tiene el poder— y el deber— de llevar el cosmos a su perfección. Es la correlación microcosmos-macrocos mos lo que funda el ámbito de lo político. Estamos lejos de Machiavelli. La eOSaipovía (‘la felicidad’ ) es el criterio que nos perm ite darnos cuenta si nos encam inam os o no por la vía de la dikaiosyné, ‘la ju sticia’ . Si no soy feliz, ello quiere decir que en al gún lugar la justicia ha sido herida. Me perm ito recordar lo que nos dicen el Dhammapada (I, 16) y el Evangelio (Mateo XXV, 29): solam ente el hom bre ju sto es feliz en este m undo y en el otro. En una palabra, si el hom bre es no sólo cuerpo y alma sino también tribu, la sabiduría griega considera la polis com o esta uni dad social. La realización del hom bre en la polis pertenece p or lo tanto a su salvación: Extra civitatem nulla salus. Sería interesante poder rastrear el origen de la frase célebre de san Cipriano Extra Ib
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ecclesiam nulla salus (‘Fuera de la Iglesia no hay salvación’ ) y es tudiar si su repercusión no se debe al h echo de que es la form u lación eclesiástica de la que acabo de fo ijar com o expresión de la noción griega clásica de lo político. ‘Fuera de la ciudad no hay salvación’ . La expulsión de la ciudad era el castigo más envilece dor para el ciudadano; el derrum bam iento del hom bre. He aquí el orden político p or excelencia en la tradición grie ga. Para Aristóteles, la perfección del hom bre consiste en reali zar el áyaGóv, ‘el b ie n ’. Bien inseparable del KaAóv. N o hay be lleza sin bondad, ni bondad sin belleza, dicen los griegos. Las palabras KaX,óc;, Káya6ó<;, ‘lo bello y lo b u e n o ’ expresan el ideal del ciudadano. Según Aristóteles, el orden político pertenece a la 7tpá^lc; y no a las otras dos grandes actividades humanas: la TtOÍrjCTK; y la Becopía: la praxis encuentra su fin en sí misma; fin y m edios van a la par. El fruto de la praxis es recogido p or el mismo que lo reali za. La poiésis, ‘la técnica’ , por el contrario, tiene su léA-Oc;, su ‘m eta’, fuera del agente y apunta a la perfección del objeto que se «hace». En fin, la theoria es la perfección misma del intelecto que capta las cosas com o son (los latinos la han traducido por contemplatió). Pero es m ediante la praxis que se realiza lo que se denom ina el 8Ú £nv, ‘la buena vida’ , que quiere decir tam bién ‘la vida bella y feliz’ . Pero no se puede alcanzar esta buena vida más que en la ciudad: es TÓ TtoXiTlKÓV áyaBóv, ‘el bien p o lítico ’. La ciudad no es un lugar neutro donde el hom bre se mueve; per tenece a la naturaleza misma del hom bre, es su espacio propio. N o hay hom bre sin espacio; y el espacio hum ano, a la vez corpo ral y cósm ico, es un espacio urbano, político; es la polis. El hom bre es (también) polis, com o hem os traducido. Fustel de Coulanges nos recuerda, en su obra básica, La ciudad antigua, la distinción fundam ental entre villa y ciudad.26 Mientras 26.
Traducimos ville por villa, a pesar de su uso restringido en castellano,
cuando— como en este caso— el contexto lo requiere, para diferenciarlo de la ciudad (cité). (N. deltr.)
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que esta era la «asociación religiosa y política de las familias y de las tribus», aquella era el «lugar de reunión, el dom icilio, y sobre todo el santuario de esta asociación».27 En ambos casos, estamos muy lejos de las aglom eraciones urbanas m odernas donde todo está en función de las ruedas de los automóviles y no de los pea tones; y donde por este mismo h echo la experiencia del hábitat com o parte integrante de la naturaleza hum ana se ha vuelto im posible. Cierto es que, al lado de lo político, siem pre está lo pri vado y lo místico. L o privado, la esfera de la intim idad, la de la casa, no pertenece al orden de lo político, aunque al tratar las tradiciones africanas, estas categorías griegas deberían ser supe radas.28 Es significativo que «La crisis del m odelo occidental de esta do» sea el subtítulo de las actas de un coloquio reciente sobre «Lo público y lo privado».29 Tam bién decíam os que hay lo místico. Los místicos de todas las épocas han hablado de una trascendencia o de una inma nencia que les perm itiría alcanzar una p erfección siem pre cre ciente; pero el punto de referencia era la ciudad. La fuga mundi era, en el sentido riguroso de los términos, una fuga civitatis. En O ccidente, la fuga está ligada sobre todo a la crisis de la ciudad. En resumen: para la G recia clásica la p erfección hum ana, y por lo tanto la salvación, es una perfección política porque hom bre quiere decir animal político. El «imperium» (romano) El optim ism o de la G recia clásica, a saber, que la p erfecció n hu mana se adquiere en la ciudad, se difum ina ante el p od er ro mano. Hay que recordar la presencia del mito antropológico, por así decirlo, que predom inaba en G recia en la época clásica. Los 27. Cf. Fustel de Coulanges, 1864, pp. 148-151 y 229. 1983.
29. Cf. Mathieu, 1979.
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28. Interculture,
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Dioses no son el Ser Suprem o, el C reador del cielo y de la tierra, ni siquiera Zeus es el Dios Suprem o en el sentido m onoteísta. Los Dioses eran com o los prim eros ciudadanos de la ciudad, y la ciudad confería a un griego su personalidad. Para este, declarar su identidad no consistía únicam ente en llamarse hijo (o hija, es posa...) de alguien, sino tam bién ciudadano de tal ciudad, h echo que incluía ya a los Dioses. Su pertenencia a la polis hacía de él un hom bre libre, es decir, un hom bre com pleto. El bien de la po lis estaba intrínsecam ente ligado a su salvación. Rom a lo conver tirá en apoteosis de la ciudadanía al punto que el m odelo para el orbis, ‘el m u n d o’ , se convierte en la urbs, ‘la ciudad’ . Hay un cier to parecido entre el ideal rom ano de universalidad, de un reino divino («reino de Saturno»), o de una «edad de oro», com o la cantaba V irgilio en su cuarta Égloga y el libro VI de la Eneida res pectivam ente, y el reino de los cielos de los cristianos. Pero estas ciudades, que representaban una «com unión en tre los Dioses y los hombres», com o se com placían en repetir los estoicos, han luchado entre sí. Los rom anos se aprovecharon de ello. El ideal se derrum bó antes incluso de consolidarse. ¿Era una utopía? Es bu en o recordar que en el transcurso de los prim eros si glos, el im perio rom ano form aba una confederación de ciuda des autónom as. Poco a poco, éstas se convirtieron cada vez más en los instrum entos de la inistración centralizada en Roma. Las naciones-ciudades desaparecen. En Rom a se p roduce una vuelta atrás y una novedad. M ediante esta vuelta atrás se retom a el o con los antiguos mitos del im perio. Rom a com pren dió el irrealism o de los grandes im perios del pasado y tam bién la debilid ad de la dispersión griega. De ah í la novedad: la urbs; la urbs y su ciudadano, el civis romanus, y no las urbes, ni las ciu dades, ni los ciudadanos libres de otros centros de civilización. C on ced er la ciudadanía (romana) a los habitantes de otras ciu dades llegará m ucho más tarde. La urbs ya no es la polis, es la ciudad-im perio. En otro tiem po habían existido ciudades im pe riales, residencias de los grandes em peradores, pero Rom a no 78
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quiere ese fasto que ha arruinado los im perios del pasado y que más tarde la destruirá a su vez. La idea de Rom a era diferente a la de A thenai o de Esparta. Roma era una ciudad, pero tenía am bición de convertirse en un imperio: Roma imperialis. Com o ciudad, se aprovecha del res plandor griego; com o im perio hereda la gloria de los imperios. Este im perio está ligado a un orden, a una civilización: ordo, potestas, urbsy orbis. La palabra clave es imperium, ‘o rd e n ’, ‘m an do’; representa el p od er istrativo p or excelencia de los reyes, cónsules, pretores, generales, y más tarde, el de los em peradores. El imperium, no es el imperator, léase el auTOKpáxcop, es el poder (para gobernar, declarar la guerra, em prender la batalla y con denar a m uerte según las leyes). Es el sím bolo del orden en prác ticam ente todas sus acepciones. Por una ironía del destino, la Roma quadrata (‘cuadrada’ ) se convirtió en orbis (‘redon d a’ ), con la pretensión de abarcar todo el orbis terrarum (‘globo terrestre’ ). Todavía hoy, el papa da su bendición urbi et orbe, porque la urbs cree haber sido escogida para convertirse en el centro de la orbis. Se nos dice que el centro del catolicismo está en Roma, aunque el Concilio Vaticano II, al subrayar la im portancia de la Iglesia local, nos sugiere considerar com o centro el altar, es decir, la com unidad, esté donde esté, en torno a Cristo. C on el Im perio Rom ano la idea de universalidad adopta en O ccidente una nueva form a. N o vamos a hablar de los Imperios chinos, ni de los Imperios indios. A lgunos de estos im perios fue ron, en cierto grado, universales, pero no se han querido universalizables. Es en prim er lugar en el orden de lo geográfico y en el orden de lo histórico que las ideas rom anas tom an cuerpo. A l ha cerse cristiano, el Im perio rom ano se creerá ya universalizable. Fue la obra de un gran m ovim iento nacido en G recia y que al canzó su apogeo en Roma. La stoa, en efecto, desem peña un papel principal, el de puen te entre G recia y Roma. Lo que se denom ina el estoicismo anti guo (siglo n i a.C.) es plenam ente griego, el «nuevo estoicismo» 79
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(hasta el siglo m d.C.) es básicam ente rom ano. Incluso se le de nom ina estoicismo im perial. La stoa nos ofrece a la vez un ele m ento de interiorización y un elem ento de universalización. Para el estoicismo, la perfección hum ana no se alcanza en la polis, ‘la ciudad’, sino en la Ji8yaAjÓ7toX,K;, ‘la gran ciudad’ de la hu m anidad. Es significativo que se haya conservado la nom enclatu ra. La polis es siem pre el centro de referencia. Y bien entendido, megalópolis no quiere decir la m onstruosidad de las grandes aglo m eraciones «urbanas» de hoy día, sino ‘la fam ilia h um ana’ . Los Dioses están presentes en esta megalópolis com o lo estaban en la polis. El m undo se ha convertido en la casa com ún de los hom bres y de los Dioses: mundus quasi communis deorum atque hominum domus, dice C icerón.
En resumen: la aventura política del hom bre form a parte inte grante de su destino, de su religión. Para Platón, dikaiosyne, ‘la ju sticia’, es la base de la vida pública (del estado y de la sociedad) y del alm a (la vida) del hom bre. Para Aristóteles, esta justicia es KpaxÍCTTa tcóv ápETCOV, ‘la prim era de todas las virtudes’, de ella d epen d en todas las demás así com o su aplicación en la sociedad. Para los griegos, desde Solón, la justicia no es ciertam ente una invención hum ana— sin que p or ello haga falta identificarla con la AÍKri, la Diosa. Es en esta situación en la que el ciudadano— en el sentido etim ológico de la palabra— que el hom bre alcanza su plenitud. Los Dioses son a la vez los de la ciudad y los de la patria. R eligión y Política no pueden— no deben— separarse. Algunos, y especialm ente los monjes y los ascetas, defenderán una p erfec ción acósmica: la famosa uyf) póvov TtpÓQ póvov, ‘huida del sólo con el S olo’ de Plotinos, pero en general, la p erfección hu m ana tiene siem pre una dim ensión política. La gran ruptura so ciológica tiene lugar, paradójicam ente, con el triunfo del cristia nismo y más explícitam ente con san Agustín, com o verem os más adelante.
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La escisión entre lo político y lo religioso Siguiendo la historia de la palabra dikaiosyné, ‘j u sticia’ (Kittel le ha dedicado una cincuentena de páginas),3" puede presenciarse este cam bio tangible. Palabra clave de toda la tradición occiden tal, ha sufrido una dicotom ía fatal en la historia del cristianismo. En efecto, en un clim a cristiano, la palabra dikaiosyné significa a la vez ‘j u sticia’ y ‘j u stificación ’. En inglés la dicotom ía está toda vía más acentuada: «Justice and righteousness». Citemos un ejemplo contem poráneo de esta escisión: la gran tensión entre los teólogos latinoamericanos de la liberación y las autoridades eclesiásticas romanas podría sintetizarse en lo siguien te: el Vaticano dice a los sacerdotes: «Predicad y tened presente la justificación», y estos responden que es inseparable de la justicia. «Superad lo político (que sería la justicia) y sumergios en lo reli gioso (que sería la justificación)», se les dice, y las comunidades de base responden que les es imposible realizar esta dicotomía. Esta sería tanto más sorprendente cuanto que el mismo Cristo había di cho a su primo, Juan Bautista, que según la interpretación común representa la Ley antigua: «Es así com o nos conviene realizar toda justicia», 7tA£póxrai Tcdaav 5iKaioaúr|V (Mateo III, 15)— y no se pararla en dos (como en el juicio de Salomón) entre justicia social y justificación religiosa. Pero volvamos a los orígenes. El cristianismo ha nacido y se ha desarrollado en el interior de pequeños grupos im potentes form ados por gentes que vivían en una sociedad donde se padecía el desencanto político descri to tan vivamente por el estoicismo. Esta sociedad, sentida com o injusta, se desarrollaba al m argen de las grandes elucubraciones de Platón y Aristóteles, Catón y Cicerón, sobre la arete (‘la vir tud ’ ), la sofrosyne (‘la serenidad’ ), la eudaimonía (‘la fe licid a d ’ ). Si la plenitud de la vida hum ana está ligada a lo político, y alcanza ba su culm inación en la ciudad, y si el sistema político es injusto 3 0 30. Cf. Kittel, 1933.
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y no perm ite esta realización, entonces nos encontram os en un callejón sin salida. N o hay salida, estamos perdidos. L a convivialidad hum ana no ofrece ninguna posibilidad de realización por que está fu n d ad a en un p o d e r injusto que la utiliza para sus fines, m ediante la explotación, la injusticia, la esclavitud, la alie nación. En tal situación, el h om bre no tiene n in gu n a esperan za de salvación. Si la justicia social es necesaria para que el hom bre cum pla su destino y no hay salvación en la ciudad, ¿en qué puede depositar su esperanza? ¿Cóm o podem os realizarnos? ¿Có m o podrá el hom bre alcanzar su plenitud? ¿Cuál p uede ser el des tino de los esclavos? ¿No hay una salvación de otro orden? ¿Una salvación para los esclavos, para todos aquellos som etidos a una autoridad injusta e inhum ana? Esta fue la exp erien cia de san Pablo. A l vivir en una sociedad que se sabe inhum ana, no puede salvarse la dignidad de la persona más que evadiéndose de una form a u otra de esta sociedad. Quid hoc ad aetemitatem? (‘¿Qué es esto en com paración con la eternidad?’ ), «¿De qué le sirve al hom bre ganar el m undo entero si se pierde o se arruina a sí mis mo?»— com o dice san Lucas (IX, 25). Hay que salvar la dignidad hum ana. El cristianismo fue durante m ucho tiem po, y no sin ra zón, y quizás lo es todavía, la religión de los esclavos, de los des heredados, de los explotados, de los pobres. D ebe poderse al canzar la eudaimonía, ‘la felicid ad ’, y llegar a la salvación en una sociedad justa, incluso si no se tiene éxito en este m undo. Tanto el ideal griego com o el rom ano p u ed en p arecer des de alguna perspectiva m agníficos. Existe un sano optim ism o. El hom bre está sum ergido en su naturaleza terrestre. P ero tam bién está el lado negativo. En la antigüedad clásica, la borrachera de la victoria o del éxito, la tristeza de la derrota y del fracaso dejan traslucir una cierta nostalgia. Pero aún hay más. Hay tam bién la suerte de los que no son ciudadanos (m etecos, esclavos y la ma yoría de las m ujeres). Representan el 90 p or 100 de la pobla ción. La situación creada por el m odelo elitista no es justa. N o olvidem os que existe toda una teología patrística crítica del statu quo im perial. La Iglesia de los m ártires ten ía que d e 82
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fend er evidentem ente la aÜTE^oucría, es decir, ‘el d e re ch o ’ , el poder de autogobernarse. L a autoridad viene de Dios, com o de cía san Pablo, y no del em perador. Nuestra ciudad, decían los prim eros cristianos, no es de aquí abajo. En esta tierra, somos to dos unos exiliados, unos peregrinos. Desde el punto de vista po lítico, las primeras generaciones cristianas eran anárquicas. El orden político, léase el dom inio im perial, es una consecuencia directa del pecado, decían los Padres. La sociedad salvadora es la Iglesia, esa tribu donde el hom bre alcanza su salvación. Pero esta iglesia es subterránea, es la de las catacumbas. Para el em pera dor, el cristiano no era un buen ciudadano. Los mártires no eran unos fanáticos que rechazaban rendir honores al em perador; y la autoridad im perial no era tan tiránica y cruel que condenara al suplicio a ciudadanos honestos. El conflicto era m ucho más profundo y trágico. Su rechazo era un acto de subversión: no re conocían al im perio su pretensión de arrogarse un d erecho so bre la vida de los hombres. Se trataba desde un lado y otro de la salvación del hom bre (en la ciudad o fuera de ella: intra aut extra civitatem— pero ¿civitas aut ecclesid?). La EKK:A/r)CTÍa se convertía en enem iga mortal de la urbs. U na visión tal introdujo una dicoto m ía mortal: se salva el individuo pero se mata la persona. N o se trata de la huida al desierto o al monasterio. Los que se retiran a esos lugares tienen todavía en el fondo un papel social.31 El m o naquisino, com o el estoicismo, son movimientos aristocráticos, en el mejor sentido de la palabra. La crítica m onacal tiene todavía un papel que desem peñar porque está ligada al contexto mayoritario que le da un sentido. Los monjes son unos testigos no violentos de la infidelidad de los cristianos, y su papel consiste precisamente en lograr suscitar esta mala conciencia entre los que han pactado con mammona. La lucha entre lo religioso y lo político se revela insostenible cuando, tras Constantino, y sobre todo Teodosio, el cristianismo triunfa y se convierte él mismo en religión de estado. Paradójica31. Cf. Panikkar, 1982/XXVIII.
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m ente, y por fidelidad a la tradición de los tres prim eros siglos, el cristianismo debe establecer— y es un mal m enor— una esci sión entre lo político y lo religioso. Y Agustín (345-430) desem peña aquí un papel de la mayor im portancia.32 Adem ás, la parousia tan esperada no llega. Se trata de la separación entre dos reinos, dos terrenos, y que, por esto mismo, socava la vitalidad de cada un o de ellos. La actividad en el orden de lo político se convierte entonces en puro m edio; el cristiano, en tanto que cristiano, p uede prescin dir de ella; y lo ha h echo durante tres siglos. Puede dejarse la po lítica, es decir, la actividad en el ám bito de lo político, en manos de los técnicos porque ahí no está la verdadera vida. Esto no per tenece a «lo único necesario» y, para la eternidad, no tiene más que un valor muy escaso. Adem ás, se p uede estar tranquilo, puesto que desde Constantino la política está «en buenas ma nos», en manos cristianas. N o existe una política cristiana, se nos dirá; hay una política de los cristianos. La tensión m edieval entre el sacerdocius y el imperium ya se anuncia y nos encontram os al borde del abismo que separará al clero de los laicos. Se nos repe tirá que tener un papel activo en el ámbito de lo político corres ponde a los laicos. Esta m entalidad no ha desaparecido completa m ente hoy día. Lo político, com o tal, está teóricam ente excluido de la Iglesia; la m oral política se reduce a buenas intenciones, y los m edios para ponerlas en práctica se dejan en manos de los in dividuos. En algunos libros de m oral, la p reocupación se centra sobre todo en la m oral individual. El aborto sería uno de los pe cados más graves, mientras que se le concede una im portancia m enor a la carrera de armamentos, a la explotación económ ica y a otros males destructores de la sociedad contem poránea, com o por ejem plo la guerra. Existe toda una casuística sobre la guerra (guerrajusta, guerra de agresión, etc.), pero no sobre el divorcio, el aborto o la eutanasia. Se ha establecido una escisión entre lo político y lo religioso: 32. Cf. el notable artículo de Pagels sobre este tema. 84
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la convivialidad hum ana es un sostén y un beneficio, pero se cundario y accidental porque (el orden de) la ciudad ha perdido sus Dioses, y la verdadera eudaimonía es la otra felicidad, la beatitudo, la perfección del hom bre en la dikaiosyné, entendida aquí com o la justificación divina. Es otra beatitud, ¡y muy superior! San Agustín da de ello una form ulación decisiva que llegará hasta nuestros días. Se sabe que el obispo de H ippona derram a lágrimas de dolor cuando recibe la noticia, en 410, de la caída de Rom a y de su toma por las hordas de Alarico. El sueño constantiniano de la cristiandad no podrá realizarse: hay pues dos 7tÓX,l<;, la civitasDei (‘la ciudad de D ios’ ) hacia la cual se dirigen los cris tianos, y la civitas hominum (‘la ciudad de los h om bres’ ) concebi da según una visión más o m enos m aniquea. O ccidente acaba de nacer. Nótese, sin em bargo, que la salvación se produce siempre en unas civitas (celestis). La cristiandad y el impeño De ahora en adelante, el lugar de la salvación no será la ciudad sino la Iglesia. Representa el lugar de la peregrinación hacia la ci vitas Dei. En tanto que esta «congregación» vive de un ideal pu ram ente escatológico y perm anece subterránea, los cam pos es tán separados; pero ¿qué sucederá cuando el arca de la salvación se convierta en la sociedad civil? Al im perio rom ano sucede el de la cristiandad: Sacrum Imperium Romanum. La idea de im perio es el orden de lo eterno en raizado en lo tem poral. El Impeñum se convierte de nuevo en cós mico y celeste. A quí se manifiesta la tensión entre el pontificado y el im perio, lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo político. Hay una jerarquía, pero todo se sostiene todavía. Este im pe rio tiene dos poderes pero una sola fuerza: la autoridad viene de Dios. Lo tem poral está subordinado a lo eterno. Conviene dis tinguir estos dos poderes pero no separarlos, porque la dim en sión política constituye una parte in h eren te a la vida hum ana, y el hom bre no puede alcanzar su plenitud más que integrando
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esta dim ensión. Pero el orden de lo político, que es el de la cris tiandad, el orden del im perio en el auténtico sentido de imperium (que no d eb e confundirse con lo que p osteriorm en te se denom inará im perialism o), quiere, a su vez, dar al hom bre una unidad plena. N o se p uede ser plenam ente hum ano hasta tanto no se es m iem bro de la com unidad p erfecta representada p or el im perio. Pertenecer a la cristiandad significa ser súbdito del im perio, estar im plicado en la construcción del Reino de Dios en la tierra. El m isterio d e la E n carn ación se interp reta a q u í com o la necesidad profunda de ser encarnado en el orden de lo polí tico para tener una existencia cristiana y p or lo tanto plenam en te hum ana. R ecordem os que hasta el siglo pasado, la Rom a cató lica defendía el d erecho divino de los Estados Pontificios. Hasta el C oncilio Vaticano II, la Iglesia se definía com o societas perfecta, com o ‘sociedad p erfecta’, y el m odelo para cualquier otra socie dad. Se encuentra una idea similar en la concep ción del Estado de Israel. Es un estado querido p or Dios— o p or la H istoria (divi nizada) , la Heilgeschichte. Este im perio se m antiene por una fuerza de cohesión (y aquí quisiera h acer d ecir a las palabras todo lo que tienen que d e cim os): representada p or un lado por la potestas, y p or otro por la auctoritas. Poder y autoridad. La auctoritas es recon ocida p or el don de la fe; la potestas porque viene dada p or la fuerza.33 Es la cruz y la espada. Frecuentem ente se ha caricaturizado de m ane ra desmesurada. Ciertam ente, ha habido abusos considerables, p ero para llegar a com pren der este m om ento histórico hay que ir más allá de las sim plificaciones sumarias, los abusos o las dege neraciones. En la Edad Media, se solía citar el texto bíblico: Una manu suafaciebat opus, et altera tenebat gladium (‘C on una m ano se trabajaba y con la otra se em puñaba un arm a’ ) (en IV, 17 [ 1 1 ] ) , com o sím bolo de los dos poderes, el espiritual y el tem poral. La relación espada y cruz, en su simbolismo inicial, debía contribuir a la cicatrización del corte realizado p or Agustín en el cristianis 33. Cf. el epígrafe «Autoridad y poder» en el capítulo III.
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mo: dos m undos, dos ciudades, dos lealtades, dos órdenes. Cier tamente, el pensam iento agustiniano debe abordarse con mati ces y en su totalidad. N o puede subestimarse la im portancia de una de sus frases lapidarias: Deus Christus Patria est quo imus, Homo Christus via est qua ismus. ‘El Cristo-Dios es la Patria adonde va mos, el Cristo-Hombre es la vía por donde vam os’. El Cristo-Dios es la civitasDei; el Cristo-Hombre, la civitas hominum. N o hay que dividir a Cristo; es uno. Pero la tradición posterior no ha sabido evitar la dicotom ía. La restauración de la unidad: la cristiandad y su crisis Cuatro siglos después de Agustín, la N ochebuen a del año 800, Carlom agno es coronado em perador p or el papa, y el sueño del im perio rom ano resurgió de nuevo con fuerza— pero no sin am bigüedad. Esta vez es cristiano. Sólo un buen ciudadano del SacrumRomanum Imperium Germanicum tendrá a la salvación. Extra ecclesiam nulla salus, y esta Iglesia es una sociedad visible, perfectam ente establecida sobre la tierra. Es el régim en que con posterioridad se denom inará el orden político de la «tesis» dis tinguiéndolo del régim en (liberal) de la «hipótesis». Se com p ren d e el m alestar del siglo x m y más tarde el de Luther. Santo Tomás (12 2 5 -12 74 ), representante de un espíritu nuevo, encuentra una fórm ula de reconciliación que m uchos consideraron genial. Hay un orden jerárqu ico entre beata civium vita (‘la vida dichosa de los ciudadanos’ ) , form ulada por C icerón, y la vita caelestis (‘la vida celeste’ ) de la visio beatifica. A l traducir la arete aristotélica por la virtus ciceroniana, Tomás de Aquino nos dice: Non est ergo ultimus finís multitudinis congregatae vivere secundum virtutem, sedper virtuosam vitam pervenire adfruitionem divinam (‘El fin últim o de la com unidad no es vivir según la virtud, sino, m ediante una vida virtuosa alcanzar el goce divino’ ). Lo político no es lo religioso; sin em bargo los dos están estrecham ente uni dos: por el uno se llega al otro. N o sólo la Iglesia, sino tam bién la sociedad hum ana es una societas perfecta. U na buena parte de los 87
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teólogos de épocas posteriores han sostenido la autonom ía del regimen politicum frente a la potestas civilis de los papas. Esta pola ridad, que Tomás intenta mantener, ha perdido fuerza tras la época nominalista, y ha sido abolida desde la Ilustración. En prim er lugar, la reform a luterana proclam a la separación radical: sola fides. Etica, econom ía y política eran, hasta la Edad M edia, un a sola cien cia (scientia). Form aban tres ramas en el seno de un mismo recorrido hum ano que tenía un solo objeto: el bienestar del hom bre (que im plica la justicia, la ética, la eco nom ía y la p olítica). A h ora hay separación. El ser hum ano se ha individualizado; su vida se desarrolla y se despliega fuera de la ac tividad política. Es dem asiado arriesgado d epen der de los de más. L uther realiza una distinción muy clara y total entre justicia y justificación. La justificación es la justificación p or la gracia, la que conduce al cielo y al goce de la felicidad eterna. La justicia rem ite a otro orden. La extinción de la cristiandad, el nacimiento de los estados Podríam os hacer una breve alusión a los hechos que m arcaron la extinción de la cristiandad. Era el lunes de Pascua, el 1 7 de abril de 1536. El últim o em perador de la cristiandad, Carlos V (res ponsable, en 1527, del fam oso Sacco di Rom a), se dispone en el gran salón dei paramenti del Vaticano a presidir la celebración pascual. Se le com unica que Francisco I (el prim er rebelde, el que se atrevió a com batir por un estado independiente) ha ini ciado la guerra contra el im perio. Este últim o se m antiene gra cias a la aceptación de la autoridad del em perador. Todavía se cree en ello. ¡Es un mito! El em perador com unica la noticia al pa pa, y el papa Pablo III, que no es alem án, pero que ya hace Realpolitik (y que tam bién había sellado un pacto secreto con el rey de Francia), responde ma che si puo faref (‘pero ¿qué puede ha cerse?’ ). Carlos cree en el im perio, el papa ya no cree en él. La celebración eucarística no tendrá lugar, este año no se celebrará el lunes de Pascua. El im perio se hunde. Ya no tiene autoridad. 88
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N o se cree ya en él. ¿De qué sirve m antener una cohesión única m ente con el p od er (potestas)? La situación es com pleja, rica en contradicciones y diacronías. Es el inicio de los estados. Al nacer aceptan, en teoría, el ideal de la cristiandad y en la práctica se rebelan contra ella. Francia, la «prim ogénita de la Iglesia», en la misma m edida que Italia, capi tal religiosa de la cristiandad, son conocidas, desde hace siglos, com o altos lugares de ferm entación de ideas nuevas. Por un lado se acepta el ideal de la cristiandad. Pero para Francia, el atracti vo del poder y una indepen den cia más concreta son tentaciones demasiado fuertes para poderse resistir: convertirse ella misma en im perio abandonando la cristiandad im perial. Italia, dividida en varias naciones, no puede perm itirse un sueño semejante. Por otro lado, el espíritu del Renacim iento es dem asiado poderoso para no resistirse a la teocracia cristiana. Se había abusado de masiado del poder en nom bre de Cristo. Las cruzadas han deja do un desencanto general y profundo, han puesto al descubierto la debilidad espiritual y material de la cristiandad; la Inquisición siembra el terror; el papado está corrupto. Es la lucha entre Dios y el César. El ideal de la cristiandad está trastornado. L uther se considera tan cristiano com o el papa L eón X, si no más, pero sueña con una nueva cristiandad que tenga un espíritu más lige ro, que perm ita un espacio de libertad para la conciencia indivi dual. Francisco I se dice tan cristiano com o Carlos V, pero quie re dirigir los asuntos de sus pueblos a su m anera y sin injerencias extranjeras. En pocas palabras, grupos hum anos muy diversos as piran a cierta autonom ía. El poder divino repartido entre el pon tífice y el em perador se subdivide al extenderse a otras institu ciones. Es la época en que los príncipes aspiran a una realeza de gén ero im perial, a la vez que recon ocen la soberanía divina y la de Cristo. Tanto los reyes com o los obispos continúan siendo consagrados. Se asiste al nacim iento de lo que podríam os deno m inar las naciones reales, lo que hoy día denom inam os las na ciones-estado. Todos estos estados tienen todavía una cohesión supranacional por el h echo de que se recon oce de iure lo que de
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fado em pieza a hundirse: la cristiandad. Ésta, siguiendo su pro pia «estrategia», se bate en retirada hasta 1870, aunque desde la abdicación de Carlos V en 1556 la cristiandad política práctica m ente ha desaparecido. U n siglo más tarde, un pensador espa ñol del barroco, Francisco de Q uevedo (1580-1645) escribe un libro fam oso, Política de Dios y gobierno de Cristo, que p odría consi derarse com o el epítom e de lo político en régim en de cristian dad. La cristiandad continúa siendo un mito aunque éste se secu lariza y cam bia de nom bre. Este mito se transformará lentam ente en «Europa», más tarde en «Occidente», después en «Civilización» (occidental, p or supuesto), y ahora en «Tecnocracia» e incluso en «Democracia». La historia del m undo m oderno es todavía la continuación de una historia europ ea y cristiana. Los estados, tal com o se han constituido, eran todavía herederos de la idea de cristiandad más o m enos secularizada: form aban un todo del que cada uno era una parte interdependiente; en este todo, instancia superior, re sidía la verdadera soberanía. El mito unificador todavía no había desaparecido. Cada nación ha querido convertirse en un estado m ediante un proceso de individuación correspondiente al espí ritu del tiem po. Pero al principio los estados se presentaban com o si fueran m iem bros en el seno de una fam ilia. Todas las naciones-estado estaban unidas por la búsqueda de un ideal co m ún que abarcaba religión, cultura, civilización, conquista. Jun tos, se parte a la conquista. Ciertam ente, unos y otros luchan entre sí: portugueses, españoles, holandeses, pero se persigue una pre cisa m eta com ún: conquistar el m undo, civilizarlo, convertirlo, unificarlo. Se comparte un ideal supranacional. La noción de so
beranía es inherente a la idea de im perio, o de cristiandad, y no a la de nación. El im perio es soberano, es suprem o p orque tiene una sanción divina. A l principio del siglo x v u , teóricam ente, es todavía el papa quien concede a las naciones el derech o de con quistar y que ju zg a sobre el reparto del m undo. La idea de sobe ranía absoluta era extraña al concepto de nación. Posteriorm ente, todo ello se disgrega y aparece la idea de 90
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estado-nación, sinónim o de nación soberana que gozaba de una soberanía total. Surge el concepto de estado, se convierte en ab soluto, sostenido no ya p or los residuos de un ideal y de una fe, sino sim plem ente p or una ideología. Es interesante notar que la palabra natío, ‘n ación ’, no quiere decir todavía, en pleno Renacim iento, España, Austria, A lem a nia; las verdaderas nationes eran grupos universitarios, reunían a los que hablaban la misma lengua, los que pertenecían a la mis m a etnia. Cuando se estudiaba en Bolonia, se encontraban las nationes de los que hablaban en piamontés, en florentino, en cas tellano, en catalán. La natío es la tribu: los que la form an son los naturales del lugar; es una etnia: sus habitantes tienen una len gua y una cultura comunes; es heredera de la polis. La palabra na tío, ‘nacim iento’, proviene del verbo nascor, ‘n acer’ . La nación es la hija nacida de una madre. Ha sido engendrada por la región. N o es un concepto político en el sentido estricto de la palabra ac tual, sino más bien en el sentido animista. El terruño, esta parte de la tierra donde he visto la luz, mi valle, el grupo hum ano que habla mi dialecto y al que respondo inm ediatam ente no sólo por mi pensam iento, sino tam bién con mi corazón; es mi nación. La nación es telúrica, prehistórica. La vieja Europa tiene todavía naciones a escala hum ana. A n dorra, para citar un solo caso, es una nación, es un país: pueblo, montañas, lengua, costumbres, una biorregión. H ablando con propiedad, no es un estado. Hasta hace muy poco, el gobierno estaba form ado por los ancianos de los Siete Valles; eran ellos los que form aban el consejo de la nación. Esta última, tan pequeña, y debiendo hacer frente a los dos gigantes vecinos, Francia y Es paña, les había confiado la representación de su soberanía. El presidente de la república sa, y el obispo de la Seu d ’Urgell, en Cataluña, son, ex officio, los je fes supremos de Andorra, los copríncipes de la nación. Hay una policía (no olvidemos su etimología: de polis, naturalm ente) pero no un ejército. L a vida cotidiana estaba regida por el Consejo de los Siete Valles, pero hoy día A n d orra tiene una constitución m oderna y «democrá9i
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tica»,34 com o ló gica co n tin u ació n del im pacto d el com p lejo eco n óm ico-tecn ológico. La in d ep en d en cia de A n d o rra está am enazada y ya em pieza a estar cercen ad a p orq u e la n ación se ha convertid o en un m ercado que se dice «libre», d o n d e sobre todo españoles y ses com pran los productos de una civili zación de consum o sin pagar los impuestos de sus países respec tivos. Esto nos m uestra que la solución política nueva que busca mos no p uede ignorar el factor económ ico p ropio de la tecnocracia. H oy (1993) A ndorra se ha convertido en un estado. U na nación no se form a súbitam ente, sean cuales sean, por otro lado, los acontecim ientos históricos; hace falta un largo pe ríodo de crecim iento antes de que haya alcanzado su propia per sonalidad. La ruptura en Occidente Por un lado, tenem os a L uther (1483-1540), que representa una posición extrema: el Serm ón de la M ontaña no es un consejo (de p erfección) sino un m andam iento para todo cristiano. Sin em bargo, com o dirá Bismark m ucho más tarde, n o se p uede gober nar un estado con el Serm ón de la Montaña. Por otro lado, tene mos a M achiavelli (14 6 9 -15 2 7 ), que representa la ruptura con la tradición helénica y el com prom iso tomista. Su con cep ción es tan radicalm ente diferente que ni siquiera se atreve a utilizar la palabra «política» para expresar lo que quiere decir: la técnica para conservar y adquirir el poder, el arte de dirigir un estado m ediante el em pleo del poder, la astucia, incluso, para vencer a los enem igos internos y externos por cualquier m edio suscepti ble de tener éxito. El fin justifica los medios. En algún lugar dice explícitam ente: «Per altri m odi si ha di cercare gloria in una cittá corrotta, che in una che ancora vive politicam ente» (‘En una ciu dad corrupta debem os buscar la gloria [el engrandecim iento] de un m odo diferente al de una ciudad que vive de acuerdo con 34. Cf. Grau et alia, 1992.
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lo p olítico’ ). La política es todavía ese conjunto arm onioso que hem os descrito. Pero los extrem os se tocan. Según Luther, que radicaliza a Agustín, la naturaleza hum ana es corrupta. Por lo tanto... en el orden de la naturaleza todo está perm itido. Todo orden político es fruto del pecado original, toda cittá é corrotta (toda ‘ciudad es corrupta’ ). Alcanzar el cielo, com o dirá Descartes, no tiene nada que ver con la filosofía— ni con la política. La ciencia, se dice en la misma época, no tiene ninguna relación con la teología. Se asiste a la fragm entación del saber. Llegam os a H obbes (15881679). Más atrevido, llegará incluso a decir: «Se puede ser un buen ciudadano sin ser por ello un hom bre virtuoso». Estamos lejos de los griegos para los que la vida en sociedad, la política exigía la plenitud de las virtudes. Incluso hoy, m uchos creen que se puede ser un buen profesor sin ser virtuoso. U n título y una cierta com petencia profesional bastarían. Se han distinguido los campos, y a esto se le ha llam ado «especialización». L a vida pri vada del arquitecto no tendría ninguna relación con su actividad profesional. La dicotom ía no se da ya solamente entre el cielo y la tierra, sino entre el individuo y el estado— este último com o símbolo de la sociedad «civilizada»— lo público y lo privado. La moral no tie ne que intervenir en esta otra actividad que es la conquista del po der. La moral es el mos traditur a patribus, ‘la costumbre heredada de los antiguos’, o mejor aún, com o dirá Cicerón, mos est hominum, ‘la costumbre pertenece a los hom bres’. Se vincula al pasado. La nueva actividad, que más tarde se llamará política, se dirige hacia el futuro, la novedad. Ha de desprenderse del peso del pasado y de las viejas costumbres. Estamos lejos de la frase de Heracleitos ci tada al principio de este estudio. Este recordatorio nos perm ite poner de relieve las diferencias fundam entales entre el contexto hum ano de la antigüedad y el de nuestra época. Es bien conocida la frase de Machiavelli: «¡Fíjate tu meta y ve directamente hacia ella! Libérate de toda preocupación, ley, constricción moral, que no tienen nada que ver con lo que quieres». Asistimos a la consu 93
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m ación de la ruptura: en la época clásica se consideraba que el fin último del hom bre consistía en alcanzar su plenitud en el seno de la vida comunitaria. Tanto el cristianismo com o el judaism o pue den aceptar esta visión dándole una interpretación escatológica diferente de la de G recia y Roma. El judaism o habría podido pro porcionar un ejem plo quizás todavía más poderoso que el de Gre cia. N o hay aquí dicotom ía entre lo político y lo religioso, no hay separación entre la historia y la escatología, ninguna proyección en otro m undo del destino del pueblo elegido. El judaism o de la diáspora ha podido vivir esta tensión escatológica durante mile nios, sostenido por la esperanza en la Promesa. En tanto que la ciudad terrestre, el im perio no perm ite la plenitud humana, la tensión sigue siendo creadora. Se vive de esperanza, se está en epektasis,35 Pero cuando, sea la tierra prometida, sea la cristiandad, se realizan en la tierra, aparecen las dificultades. Los cristianos de esta época han vivido en la ambivalencia, la esperanza y el escándalo. El ideal soñado de la cristiandad es el del Reino de Dios en la tierra. Pero el fracaso de la cristiandad es indiscutible. Se ha conseguido crear una cierta civilización; sin em bargo, el Renacim iento, con toda justicia, subraya el abismo entre la cristiandad, tal com o se presenta, y el Evangelio. Cierta m ente, Agustín, y L uther tras él, nos ofrecen la solución dualista: es en la ciudad de Dios, en la com unión escatológica de los san tos, en una vida eterna que esta vida de aquí abajo se realizará en plenitud. Pero se ite, sin em bargo, una cierta relación de causalidad y una jerarq u ía entre las «dos vidas». Es m ediante la rectitud del com portam iento en la ciudad de los hom bres, en lo político, que se m erece la vida eterna. Pero se ve en este impulso que lleva a la justicia (por el Reino) un don gratuito, una gracia. La salvación es fruto de sola gratia. La cristiandad se ha alejado del Evangelio, el orden de las obras ya no cuenta. Pero este or den va a conquistar su propia independencia, convertirse en au tónom o, desprendiéndose del peso de la m oral y de la religión: 35. Gregorios de Nyssa.
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la religión por un lado, la política por otro. El orden de la gracia es el de la naturaleza. La ruptura se ha consum ado. En sus inicios, no se osaba llam ar «política» a este orden in dependiente. Era el orden del poder, el de los m edios para llegar a una m eta determ inada, una tecnología para conquistar el po der; es en el siglo x v m cuando la palabra política abarcará a la vez las nociones de Aristóteles y de Tomás (incluyendo las de Agustín y Luther) y las de M achiavelli y H obbes (incluyendo la Realpolitik y la razón de estado que se derivan de ellas). En este hecho de volver a una palabra muy vieja dándole un sentido nuevo, veo un reto fascinante que trasciende en m ucho el problem a concreto que nos concierne. Es la fuerza de las palabras, son las fuerzas oscuras o inconscientes de la historia, es el peso de los arquetipos humanos que hacen triunfar y sobrevivir algunas palabras antes que otras. El hom bre, no sin razón ni sin peligro, tiende siempre hacia la unidad. N o sin razón: la actuación del hom bre en la sociedad, en nuestro caso, bien que con motivaciones y en direcciones diversas, es una actividad de orden unitario que se co rresponde con lo que, tradicionalmente, se llamaba la esfera de la polis, es decir, de lo político. No sin peligro: entre la actividad en busca del bien común, de la felicidad, y la dirigida hacia la con quista del poder hay un enorm e hiato. ¿Debería llamarse ética o moral la primera actividad, y política la segunda? ¿O, por el con trario, política la noción clásica, y técnica de gobierno la segunda? ¿O bien debería establecerse un compromiso y respetar lo político tradicional, pero reservando la política para lo que en alemán se denom ina Machtkunst (‘el arte del poder’)? Se trata aquí de una de cisión muy importante que precisamente pertenece al ámbito de la «política» de las palabras. En el lenguaje corriente, la política es el arte de gestionar y de conquistar el poder. Pero no me gustaría de masiado reducir el uso de la palabra a su sentido moderno. U n ejem plo podría ilum inarnos. Durante m ilenios, la pala bra ciencia quería decir asimilación intelectual, espiritual de una realidad e incluso identificación con ella; ciencia era scientia, gnósis,jñána, conocimiento (‘nacer ju n to co n ’ ); tenía un poder salvífi95
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co; era la com unión con el universo espiritual, inteligible o divi no. Hoy, el uso corriente de la palabra está tom ado de las llama das disciplinas científicas en el sentido de la m edida y la predic ción de los fenóm enos. ¿Debe abandonarse el sentido prim ero (y prim ario) de «ciencia» para reducirlo al sentido m oderno? H e aquí la política de las palabras. La d efin ició n de in spiración m aquiavélica de M ax W eber se ha h echo popular: «Das Streben nach M achtanteil oder nach Beinflussung der M achtverteilung» (‘El esfuerzo para participar en el p od er o el esfuerzo que persigue influir en el reparto de este p o d e r’ ). ¿Debem os aceptar sin más el uso de la palabra «político» en el sentido m aquiavélico, incluso si en El príncipe M achiavelli no utiliza la palabra política para hablar de su arte? H abla de lo stato, incluso si es verdad que en otro sitio habla del vivere político. A u nqu e la política aparezca con dem asiada frecuencia bajo el aspecto de técnica de los m edios (para ejercer el p od er o bien para gobernar) no se la p uede separar de su aspecto ético, com o lo p ru eba la m ayoría de los m anifiestos y program as de los par tidos políticos; estos últimos rinden siem pre tributo a la ética en sus enunciados de carácter m oral y con frecuencia incluso m o ralizantes. La intención puede estar teñida de hipocresía, pero la hipocresía nos revela un estrato profundo de la realidad. Presen tarse a las elecciones para dirigir la cosa pública im plica querer dirigirla bien. Diría por lo tanto que hay una am bivalencia, pero no am bigüedad. Lo político p ertenece a la esfera de lo público; pero lo público, tanto com o lo privado, pertenecen a lo hum ano. A m enudo se olvida que la política no sólo es el arte de gobernar, sino, correlativamente, el de vivir bajo un gobierno, y tam bién en la ciudad, léase participar en la cosa pública. H enos en el corazón de la situación m oderna: la p olítica red u cid a a la actividad centrada en el estado: se p od ría citar a H egel diciendo que la vida del ciudadano (que p ertenece al d o m inio de lo político) y la vida política (la política m oderna) son diferentes y que hace falta una m ediación. Esta sería la repre 96
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sentación de los grupos y las clases sociales en el estado. El esta do regiría la vida política pero sin injerencias en la vida social. El estado es, para él, la actualización de la «Wirklichkeit der sittlichen Idee» (‘realidad de la idea de ética’ ). Tras H egel, y en su estela, se llega al triunfo «filosófico» de Marx. D igo filosófico p orque los marxistas y los no marxistas parecen aceptar esta form a de presentar la problem ática. Marx contem pla la revolución com o algo que perm ite el paso de lo po lítico al estado, y por ello, que lo político se convierta en asunto de estado. Siendo el estado para él «die Gesellschaft in Aktion» (‘la sociedad en actividad’ ), la contrarrevolución aceptará sus reglas del ju e g o , la pertenencia de lo político, tradicionalm ente, a la sociedad (para Marx, la sociedad burguesa). En adelante, el estado será el único detentador de lo político. El estado no es la sociedad orgánica (o para Marx, la burguesía «degenerada») sino la suma de los individuos sin ninguna distinción de grupo, clase social, religión, jerarquía, etc. El sufragio universal es el sím bolo y la realización de la individualización del hom bre. La «revolución» no hará ninguna distinción entre los diferentes ele mentos políticos de la sociedad. Lo que im porta es alcanzar el m áxim o de bienestar para un núm ero m áxim o de individuos. La m ediación de H egel está superada (aufgehoben) . A h ora todo se reduce al estado y a los individuos. La sociedad debe ser sin cla ses, sin privilegios, sin jerarquías, sin política. Esta últim a es asun to exclusivo del estado. De ahí la legitim ación del estado por la suma de las voluntades de los individuos. ¡Qué deslizam iento de la política al estatalismo! De nuevo encontram os la ironía de las palabras: el status (donde estatuto, rango social, situación fami liar, título oficial...) está ahora absorbido por el status (el estado) que se denom ina estado político. La justificación del estado Ya lo hem os dicho, pero subrayémoslo: el antiguo régim en se ha bía hecho insoportable. El nacim iento de los estados no se debe 97
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únicam ente a una prevaricación, sino tam bién a una decadencia del ideal anterior y a una desaparición del m ito de la com unidad hum ana y en particular cristiana. Se entiende la fam osa zwei Reiche Lehre de L uther ( Opera omnia, II, 4 b ), para quien la iustitia civilis no tiene ninguna relación con la iustitia coram Deo: la ‘j usti cia civil’, que ahora dom ina en la cristiandad, no es siquiera una preparación para la ‘j ustificación ante D ios’. Las teocracias de todo tipo han abusado de la respuesta del O ráculo de Delfos. A la pregunta de cóm o se podía ser agradable a Dios, el O ráculo nos dijo, tal com o lo refiere X enofontes (Memor, IV, 3): «seguir las leyes del estado». U n estado que se inter preta com o un absoluto. La teoría m edieval de las dos espadas (los poderes religioso y político) es ahora insostenible, ya que el brazo secular que posee el p od er debería estar som etido al pa pado, quien p or su lado se arroga la autoridad. L o político no puede estar subordinado a lo religioso, y este últim o está ya im pregnado de política. N o tenem os intención de entretenernos en subrayar los abu sos de los poderes absolutos, de las m onarquías y los regím enes feudales. Los antiguos ya sabían que summum ius summa iniuria (‘el mayor derecho [puede caer en] el colm o de la injusticia’ [Cicerón, Off., I, 33]). E videntem ente no se trata de restaurar el status quo ante. U n extrem o no ju stifica al otro. O p o n e r a la h etero n o m ía del im p erio la auton om ía del estado no es una respuesta; esta se en cu en tra en la ontonomía de los pueblos. N uestra defensa de la trascen dencia no se identifica con la teoría d e una iglesia institucional sobre la que lo p olítico no ten dría n in gu n a ju ris d icció n .36 En efecto, el estado representaba la descentralización, una escala más hum ana con relación al im perio, y sobre todo un es pacio de libertad para las situaciones particulares. N o olvidemos que todos los estados m odernos en su origen se querían cristia36. Cf. Rommen, 1969, p. 717.
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nos y pensaban p oder ser más auténticam ente cristianos sepa rándose de la cristiandad (m onolítica). ¿Estados soberanos o naciones autóctonas ? El estado m oderno reemplaza al imperio del pasado pero con una diferencia fundam ental e incluso una contradicción interna: so beranía compartida, léase m ultiplicidad de soberanías. El im pe rio era soberano, es decir, supremo, porque había recibido una san ción divina. Los imperios siempre han reivindicado la soberanía absoluta en la tierra, precisamente a causa de una creencia bien establecida en que detentaban su poder del cielo. Los esfuerzos de los em peradores rom anos para justificar esta suprem acía son bien conocidos. En el fondo, es un tributo pagado a la dignidad hum ana. Si todos somos en cierto sentido iguales, y hay un po der que reclama ser das Hóschte (‘el más alto’ ), com o dice Kant, esta supremacía, esta soberanía debe provenir de arriba; en caso contrario su ejercicio sería una afrenta a los demás hombres. ¿Por qué razón, en efecto, alguien (el monarca) o un grupo (imperial) pretendería no sólo ser superior (por la fuerza, la riqueza...) sino absolutamente el más alto, el mejor, el único sin igual?37 Los már tires, com o ya hem os dicho, habían com prendido bien la dim en sión religioso-política de su desafío al imperio. La cristiandad re clamará para sí, más tarde, esta soberanía que los mártires habían cuestionado. Esta última proviene de la autoridad suprem a de Dios representada en la tierra por el poder del soberano pontífice. Las debilidades humanas, los abusos escandalosos y el proceso histórico de una nueva toma de conciencia han arruinado esta concepción. H ablando filosóficam ente, es la crisis de la m edia ción. Los estados m odernos, al rebelarse contra la cristiandad, no le reconocen ninguna instancia de poder superior, sino que se consideran ellos mismos soberanos y entienden conservar la au37.
Como modelo perfecto del género puede verse «La vida del Inca su
premo», Baudin, 1955, pp. 77-92.
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toridad que tenía la cristiandad, se arrogan la legitim idad del po der, lo que les perm itirá rechazarla para los movimientos «sepa ratistas» de las naciones en el seno de estos estados. El «derecho» de los estados m odernos a infligir la pena de m uerte es todavía un theologumenon heredado de la cristiandad. En el m undo entero se constata que el estado está en crisis.38 En una atmósfera dem ocrática, es natural que a m edida que los p ueblos tom an co n cien cia de ellos mismos exijan disfrutar de una in d epen d en cia mayor. El caso de las naciones africanas es típico; la situación en la India es irreversible. En el Punjab, y a causa de diferentes factores, unos del ám bito de la identidad re ligiosa que se afirma en el seno de una hegem onía hindú, otros derivados de una prosperidad conquistada por una labor tenaz, la tendencia general es hacia una autonom ía mayor, y para algunos, hacia un Khalistan totalm ente independiente. Otros estados, que habrán adquirido una conciencia política clara, reclam arán una mayor independencia. El fenóm eno es parecido en Europa oriental y occidental. Nos enfrentam os a una enorm e dificultad: los estados, dada su estructura actual, consideran las aspiraciones a la independencia com o una herida al país, un atentado a su in tegridad, y con frecuencia una traición a la «patria». Estas reivin dicaciones tienen un efecto traumático. De ahí la urgencia de dis tinguir entre estado y nación y encontrar formas de (JUJiTtoXlTeía, de convivialidad adecuadas. Surge aquí una contradicción que no se presentaba en relación con los imperios. Cada estado, al afir mar su soberanía, declara, im plícitamente, una guerra oculta a to dos los demás estados. Estamos de nuevo en el bellum omnium con tra omnes (‘la guerra de todos contra todos’). Se form an bloques de aliados. En principio, el im perio es único. Es único porque es soberano y no se pueden tolerar dos poderes absolutos, del mis m o m odo que dos Dioses monoteístas no pueden coexistir. De hecho, ningún im perio acepta a un igual de buena gana. La soberanía excluye la igualdad. Delenda est Carthago! (‘ ¡Cartago 38. Cf. por ejemplo Parekh, 1990, pp. 247-262.
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debe ser destruida!’ ), Deutschland über alies! (‘ ¡.Alemania p or en cim a de to d o !’ ). Los im perios m odernos de las llam adas superpowers no se toleraban más que a regañadientes, pues cada im pe rio tenía intencionadam ente la voluntad de representar el orden mundial. La disuasión nuclear se convertía en una necesidad. U na pluralidad de imperios es, teóricam ente, una contradicción. Si una pequeña Nicaragua se considera un peligro ideológico (puesto que no hay ninguna amenaza territorial o económ ica) para el im perio norteam ericano, hay que elim inar este peligro. El reciente derrum be del im perio com unista occidental respondía a una necesidad histórica. Dos im perios no pueden coexistir. La cuestión consiste en saber si incluso la existencia de un im perio es necesaria. Estados Unidos, una vez elim inado su rival im pe rial, debe proclamar, por la lógica interna de la ideología, un Nuevo O rden Mundial. La vieja idea de im perio surge con toda su fuerza. Los estados, nacidos del desm em bram iento de un im perio, y en particular del im perio cristiano, se han constituido cada uno de ellos en unidades autónom as form ando una plura lidad con caracteres muy distintivos. La idea m oderna de estado es un theologumenon, mal les pese a los estados laicos contem po ráneos. Sin em bargo, com o no pueden haber varias soberanías universales, se ite la soberanía territorial que perm ite que cada estado rija sus propios asuntos sin injerencia extranjera. Las fronteras, se nos dice todavía hoy, son intocables y sagradas. Se escinde la com unidad humana. Las relaciones que se aceptan son únicam ente las de una cierta dem ocracia de los estados don de cada uno, reconocido com o individuo, se com prom ete— úni cam ente para servir sus propios intereses— a m antener una coe xistencia pacífica con los demás. Cada individuo es un voto. Esto puede dar resultados positivos cuando los individuos son igua les, al m enos en potencia, y cuando se actúa bajo un m ito co m ún, com o en otros tiem pos el de la cristiandad. Pero ninguna dem ocracia p uede existir entre estados soberanos que no son iguales. ¿Por qué «razón de estado» los Estados U nidos, por ejem plo, debería sacrificar y tolerar G ranada o Panam á si estos
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regím enes no funcionan de acuerdo con sus intereses? ¿Por qué lo harían si son lo suficientem ente poderosos com o para «deses tabilizar» estos gobiernos sin tem er engorrosas consecuencias para sí mismos? De este m odo hem os llegado a la política de los bloques y a las amenazas mutuas y a la disuasión nuclear. Se movilizarán do cenas de estados para participar en una expedición de castigo contra la transgresión de las fronteras si ello parece atentar con tra el «orden mundial» según la visión— o para servir los intere ses— del im perio que se cree el responsable. Se m inim izarán las atrocidades si se perpetran en el seno de un estado soberano o si no zarandean el status quo del «orden m undial». ¡M achiavelli ha vencido! La guerra del G olfo, la indiferencia hacia los kur dos, los sahelianos y tantos otros, los acontecim ientos en curso en la antigua URSS, la ex Yugoslavia y otros m uchos países, nos ofrecen otros tantos ejem plos chocantes y sangrientos de esta si tuación. Los estados contem poráneos quieren em anciparse de la tu tela de E uropa com o los estados europeos, de los que son la co pia, lo habían h ech o de la tutela de la cristiandad. Sin em bargo, y durante algunos siglos, el m ito de la cristiandad ha sobrevivido a su realidad política. Es significativo que los grandes tratados de paz hasta el siglo x v m em piecen con in nomine sanctae et indivisae trinitatis. El congreso de V iena de 18 14 efectúa la transferencia del m ito de la cristiandad al m ito de Europa. ¡Son los arquetipos poderosos de la historia los que hacen que se denom ine «Santa Alianza» a esta reunión de Realpolitik ciertam ente no santa! En nuestros días, el m ito de Europa (todavía santa) se ha derrum bado. H a recibido el prim er golpe mortal durante la prim era guerra m undial, y el golpe de gracia durante la segunda. El mito de O ccidente, llam ado a veces civilización occidental (con vesti gios de cristiandad), y transform ado a continuación en m ito de la civilización tecnocrática, ha sido el sucesor de la cristiandad, com o esta fue la continuación, aunque m odificada, del m ito más antiguo del im perio. U n m ito no m uere fácilm ente. En nuestra 102
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época, los m odelos de la política m undial ya no son Europa y O c cidente, sino el com plejo tecnocrático. Es el nuevo im perio, la nueva cristiandad. Los estados son com o otros tantos individuos de este orden «internacional». N o es consecuencia del azar que los Estados U nidos, leaders de este im perio, p ertenezcan al es tado m undial más «avanzado» desde el punto de vista tecnológi co. La guerra económ ica, todavía latente, entre los estados no tardará m ucho en estallar, y nuevos bloques económ icos y de in fluencias vendrán a perturbar y am enazar la visión im perial del «nuevo orden mundial». ¡Puede hablarse de la tenaz persisten cia del mito! Esta contradicción, inherente al estado soberano, se hace tanto más visible cuanto que la ideología del estado se ex tiende por toda la tierra. Se explican con demasiada facilidad las crisis y las desgarraduras actuales de Africa o Asia por el «primi tivismo» de estos pueblos y su «no preparación» dem ocrática, com o frecuentem ente lo entienden las elites occidentalizadas de estos mismos continentes. ¿No se les sigue llam ando todavía «pau ses en vías de desarrollo»? ¿No convendría más bien descubrir tam bién la debilidad inherente al estado y su carácter extraño a la psicología y a la historia de los pueblos? Y es la Europa con tem poránea la que, de nuevo, hoy en día, busca de m anera exteriorm ente pragm ática y ob edien te a un dinam ism o de la histo ria superar la ideología del estado y por consiguiente del estado soberano. Me refiero, evidentem ente, a la nueva Europa que se está forjando, que se encuentra actualm ente frente al dilem a de convertirse en un nuevo estado gigantesco, siguiendo la inercia histórica de los imperios, o fo ijar una nueva concepción de la re lación (¿federalista?) de los pueblos y naciones europeos. ¿Y a todo esto qué pasa con los pueblos? ¿Qué sucede con las naciones? Hay que subrayar que el fenóm eno que marca la mi tad del siglo x x no es el de la independencia de las naciones, sino el de la proliferación de los estados llam ados indepen dien tes siempre a condición de que estén dispuestos a vivir, o m ejor trabajar, para reem bolsar sus deudas. A m edida que se descubre la nación en el sentido más autén 103
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tico de la palabra, nos liberam os de la necesidad del estado, nos apoyamos en la distinción entre poder y autoridad; y tenem os aquí el inicio de un nuevo paradigm a para abordar nuestro pro blema. C om o ya he sugerido, el concepto de nación no im plica el de soberanía. Hay una nación porque hay naciones. Y hay na ciones porque hay identidades humanas, culturas, etnias, perso nalidades colectivas diferentes. Las naciones p ueden encontrar un m ito unificador que no esté fundado en la fuerza ni en el po der. Es un buen signo la constatación de que estas ideas em pie zan, en nuestra época, a tom ar form a y a ser estudiadas. Se trata de sustituir el sueño, lleno de contradicciones y se millas de guerra de los estados soberanos, p or el m ito de las na ciones autóctonas. El m undo está buscando alternativas. N o se van a encontrar partiendo del individualismo de estado ni re nunciando a regañadientes a la soberanía por m iedo y egoísm o. En Europa, Africa y Asia, nos enfrentam os con situaciones di ferentes. U na tribu o una determ inada confederación de tribus constituye una unidad, un grupo, una conciencia vehiculada por una lengua, por ciertas costumbres, ciertos ritos, tabúes, tótems y otros. Es todo este conjunto lo que proporciona una determ inada unidad flexible. Las naciones tienen fronteras mal definidas. En algunos países, com o los de Am érica del Norte y del Sur, el con cepto de nación es m ucho más vago. Está bien dar definiciones te óricas: una lengua, un territorio, un derecho consuetudinario... Hay libros enteros que nos describen lo que es una nación. Ya he h ech o alusión a mi librito39 en el que he intentado de finir la nación com o algo que está siem pre integrado en un con ju n to hum ano más vasto. Diría, apoyándom e en la sabiduría cris talizada en las propias palabras, que, com o su nom bre indica, una nación es ante todo un h echo natural. Los «nativos» form an una nación. En general se le llam a un pueblo. Form a la etnia, TÓ S0VCX;, gens, raza, clan (de gignere, ‘engendrar’ ). C uando un pue blo adquiere una conciencia cultural y p or lo tanto política, se 39. Cf. Panikkar, 1961/IV.
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tiene una nación. U na nación es un pueblo organizado. Cada na ción constituye sociedades más o m enos generales y duraderas para fines determ inados. Hoy en día se denom ina estado a la or ganización política de las naciones. Sin em bargo, en la época m oderna, los estados, debido al h echo de que han surgido del desm em bram iento del im perio— y el im perio se consideraba so berano— se han querido tam bién soberanos. Pero una soberanía m últiple, al ser contradictoria en sí misma, pone a los estados en situación latente de guerra perm anente. N o puede haber más que una potestas suprema. Mi proyecto político consistiría en con siderar naciones-pueblos en vez de naciones-estado. Entre la ideología monista del im perio y el atomismo de los es tados, existe la realidad de las naciones, las tribus, los pueblos, las etnias. Sus relaciones internas se parecen más a las de un organis mo que a las de los individuos de una organización. El dharmakáya buddhista (el cuerpo de la ley) y el cuerpo místico cristiano, así com o el organismo biológico o el hologram a m oderno, podrían proporcionar analogías: cada miem bro es único y completo; re presenta el todo y, al mismo tiempo, está unido ontonóm icam ente al organismo entero. La relación que m antiene los unidos escapa a la objetivación: es la vida. N o se puede prescindir de la trascendencia. Debe de haber algo por encim a o fuera de la nación, pero no del orden de la po lítica, puesto que entonces tendríam os un nuevo im perio, una nueva cristiandad. Lo que necesitam os es un nuevo m ito y no una nueva form a del antiguo. Es aquí donde aparece lo metapolítico. Vislum bro algunos signos en nuestro horizonte. Quisiera todavía subrayar que la crisis actual se debe a que no tenem os ningún proyecto hum ano de envergadura; no tenem os todavía un mito unificador. La civilización, la cultura, el im perio, la tecnocracia, incluso el m ercado han proporcionado a algunas naciones un cierto mito unificador; pero en la práctica, este mito no puede abarcar todo el planeta, sino únicam ente la elite tecnocra tizada.
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T R E S S IG N O S D E N U E S T R O H O R I Z O N T E C O N T E M P O R Á N E O
A nteriorm ente la política estaba concentrada, en un prim er m o m ento, en la polis y más tarde en el estado. A ctualm ente la situa ción ha cam biado m ucho, porque los verdaderos retos políticos se dilucidan a escala m undial y con una om nipresencia de la di m ensión económ ica. Pensar y actuar solam ente en los ámbitos de la polis y del estado no p uede ayudarnos dem asiado a superar la actual crisis de nuestra civilización ni tam poco a indicarnos ca m inos alternativos. Pero ello no significa que haya que abando nar la polis y la región com o lugares privilegiados de la acción po lítica, sino estar atentos a la situación actual para averiguar las tendencias. El siglo x x ha sido testigo de tres grandes conm ociones a es cala mundial: — La crisis ecológica. — La m onetización de la econom ía. — El im perio tecnocrático. Intentem os ofrecer, en cada uno de estos tres ámbitos, las condiciones de su superación, que, a mi ju icio , deben agruparse en torno a los tres principios siguientes: — La revelación ecosófica. — La desm onetización de la econom ía. — La em ancipación de la tecnología. La revelación ecosófica N o m e parece necesario volver aquí sobre los detalles y ejem plos de la grave situación en la que se encuentra en nuestra época la supervivencia del planeta, situación provocada p o r el actual sis tem a económ ico y productivo. Este lleva en su seno una lógica de destrucción de la naturaleza p or una explotación desmesura da y una creciente contam inación de la Tierra. Esta situación extrem a reclam a, evidentem ente, soluciones 106
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inmediatas para paliarlas y encauzar los graves problem as de des trucción ecológica a los que estamos confrontados de m anera dra mática. Pero esto aparece com o totalmente insuficiente, puesto que hem os de llegar hasta las raíces kosm ológicas (sic) del pro blema. Sin cam biar la visión del m undo que nos viene dada por la cosm ología científica m oderna no llegarem os a superar la cri sis. Nos hace falta una nueva conciencia ecológica, a la que me he perm itido denom inar ecosofía.4<) H e forjado la palabra ecosofía para designar un nuevo nivel de la creciente conciencia ecológica. La ecología, en tanto que logos del oikos, nos hace todavía pensar en una «explotación», más racional sin duda de los «recursos» de la tierra, pero no nos sugiere la m utación necesaria, el cam bio de m entalidad indis pensable para la supervivencia de la hum anidad. Se conoce, des de 1935, la palabra inglesa ecosystem que querría subrayar la ar m onía del «sistema ecológico». Todo esto representa ciertam ente grandes pasos en la buena dirección; pero el vocabulario mismo que habla de explotación, recursos, necesidades, desarrollo, etc., sugiere que la cosm ología subyacente perm anece inalterada. De la misma form a que se com prende hoy que el hom bre es (también) cuerpo y no sólo tie ne un cuerpo, hay que volver a la antigua sabiduría, la que nos dice que el hom bre es tierra y no sólo que habita sobre la tierra. Esto está en arm onía con nuestra intuición anterior, el hom bre no habita sólo en una ciudad sino que es polis. El hom bre es tie rra, pero la tierra somos tam bién nosotros. La ecosofía cum ple una función reveladora. Nos revela que la tierra— com o nosotros mismos— es limitada, finita; y que te nem os con ella relaciones estrechas, relaciones constitutivas y por lo tanto recíprocas. Es una nueva— y antigua— sabiduría. Por lo que se refiere a nuestra cuestión, la ecosofía nos revela que las fronteras de los estados son artificiales y no naturales; que la con tam inación no reconoce pasaportes, que el ozono de la atmósfe- 4 0 40. Cf. Panikkar, 1993/XXXIV.
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ra no se som ete a la soberanía de un solo estado; que las nubes son mensajeras de am or— com o lo saben los poetas desde Kalidasa— pero tam bién de lluvia ácida. En una palabra, nos revela que la sedicente soberanía, incluso territorial, es una ficción. Nos m anifiesta la interdependencia del m undo. El estado sobe rano se derrum ba. Las restricciones aduaneras se hacen inútiles. D ebe concebirse un nuevo m odelo. La ecosofía nos descubre aún algo más; nos revela que la re gión, la XCOpa, el espacio, la biorregión com o hoy se la redescu bre, y que el suelo donde los hom bres habitan form an un todo cosm oteándrico. La chora, en efecto, es la cosm o-región, el cam po, en tanto que país y distinto de la ciudad. La chora no es un es pacio vacío (inocupado) que estaría K8VÓV, ni tam poco un lugar cualquiera que estaría TÓTCOQ, sino el em plazam iento vital de una cosa y más especialm ente de una persona (uno está en su lugar, ocupa su posición). Politiké chora es el agerpublicas, allí donde el hom bre forja su destino en polaridad arm ónica con su vida pri vada (en el oikos). Los «lugares santos», los de los am erindios, los israelitas, los musulm anes y de tantos otros, no lo son p or capri cho, y p or lo tanto, no pueden cambiarse, com o se ha querido hacer p or ejem plo, con respecto a los indígenas de Paupasia y de otros lugares. La ecosofía significa algo más. Se trata de un genitivo subjeti vo que nos revela que la tierra misma es sabia, que tiene una sa biduría y que el ser hum ano es precisam ente el portador, el ór gano, de esta sabiduría— cuando, evidentem ente, no socava sus propias raíces terrestres y se da cuenta de que la sabiduría es un don, y no una construcción artificial; el H om bre es el m ediador entre C ielo y Tierra com o nos lo dicen tantas tradiciones. Lo metapolítico tiene tam bién un papel cósmico. La revolución monetaria La fuerza más im portante del m undo m oderno, la que dom ina y condiciona la política, es sin duda la econom ía; ha dejado de ser 108
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un nomos, orden y ley del oikos, de la casa hum ana, para conver tirse, hoy día, en el im perio m onetario, la divinización de la dio sa Juno, uno de cuyos epítetos es moneta, ‘m o n ed a’ ; la econom ía m oderna es una mammonología, cuando no es una mammonolatría.4' La econom ía siem pre h aju g a d o un papel indispensable en la vida de los pueblos, pero no era la única fuerza motriz de la civi lización. Estaba subordinada a otros factores más ideológicos e incluso espirituales. Los españoles se han enriquecido durante la conquista de Am érica, pero España se em pobreció y pronto per dió su imperio: la planificación económ ica, ju n to con el raciona lismo soberano de los tiempos modernos, no existían en esa época. Sean cuales fueran los juicios, el h echo es que la tendencia de los m ercados al expansionism o ha perdido su homeóstasis debi do a la influencia de la tecnocracia sobre el com ercio hum ano. Este hecho, ju n to con las cuestiones ecológicas, acaba con todas las fronteras del planeta. La zona am azónica tiene repercusiones ecológicas mundiales, pero el beneficio económ ico de la Am a zonia es difícilm ente controlable en un m ercado puram ente económ ico. ¿Haría falta tom ar m edidas para evitar que la India tenga seiscientos m illones de autom óviles, puesto que ésta sería la cantidad que le correspon dería si tuviera que situarse en pie de igualdad con Estados Unidos? ¿Hay que esperar que los in dios no puedan tener el poder económ ico necesario para com prarlos? Considerado desde el punto de vista ecológico, la con tam inación producida por un coche es quince veces más grande 4 1 41.
No puedo resisdrme a la tentación de mencionar este curiosum: «Mo
neta Christi homo est», dice san Agustín siguiendo a Tertuliano y comentando el célebre pasaje de Mateo xx, 21. Sermo 90, 10 (PL 38, 566). Pero el contexto nos proporciona otra homilía: «Caesaris imago in nummo est, Dei imago in te est» (‘La imagen de César está en la moneda, la imagen de Dios está en ti’ ),
Sermo 113, A, 8. Está claro que antes de Constantino los cristianos daban una in terpretación casi dualista del texto evangélico: dan a César lo que le es debido. Cuando el cristianismo se ha convertido en religión oficial, César mismo per tenece a Dios, está, él también, sometido a Dios.
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que la producida p or un niño. Es tam bién m enos costoso traer un niño al m undo que construir un coche. H ace al m enos un cuarto de siglo que propongo la desm onetización de la cultura.42 L o que aquí se quiere subrayar es más simple. El im perio eco nóm ico, tanto com o la cuestión ecológica, es transnacional. Los estados singulares ya no controlan la dinám ica interna de la m o neda— a la que todavía se denom ina, p or anacronism o, dinero.43 Los bancos escapan al control de los estados. Todavía estamos m al inform ados con relación a las m ultinacionales, pero lo sufi ciente com o para darse cuenta de que representan fuerzas superestatales. El estado soberano se convierte así en un anacronism o. Si no m e equivoco, el título «mundial» se concede hoy día a un banco y a las com peticiones deportivas— al m argen de algunos congresos «científicos». Es evidente que el m undo occidental contem porán eo (y por occidental no entiendo una simple categoría geográfica) está im pregnado de una ideología paneconóm ica. Esta ideología ha conseguido im pregnarlo todo e insinuarse p or doquier. El tiem po es oro, el trabajo y el prestigio tam bién. El arte tiene tanta ne cesidad de dinero com o la ciencia, la educación, la com ida. La «pobreza religiosa» tam bién necesita dinero e incluso un factor antieconóm ico com o el Evangelio cristiano tiene necesidad de dinero. El prim er paso hacia una econom ía intercultural sería recon ocer esta ideología paneconóm ica y em pezar un proceso de desm onetización global: de los valores, de la cultura en gene ral e incluso de la econom ía. De la misma form a que algunas personas aceptan que hacen falta zonas desmilitarizadas, debería empezarse a desm onetizar los valores. C on ozco un ejem plo de cultura desmonetizada: Nagalandia. Entre los Nagas, la com ida (el arroz) no es monetarizable ni asunto de mercado: no se puede com prar ni vender de nin
42. Panikkar 1975/4; 19 8 2 /17 7 18. 43. En algunos idiomas como el francés o el español hablado en Latinoaméri ca pervive el anacronismo de llamar al dinero «plata» {argenten francés). (N. del tr.)
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guna forma, puesto que se distribuye sim plem ente entre los ho gares m ediante un sistema muy sofisticado. El resultado es que no hay angustia, puesto que hay arroz para todos. Lo mismo sucede con las casas. Ni se com pran ni se venden. N o existe especulación del suelo (real estáte). M ercadear en este ámbito sería una activi dad delictiva punible. Las casas no son negociables, lo mismo que los cuerpos humanos— al ser la casa una prolongación del cuerpo humano. Sin em bargo ahora, desde la introducción de la cultura m oderna, se em pieza a com prar y vender casas, al m enos fuera de los poblados. En todas partes y en todos los niveles he realizado averiguaciones y me han asegurado que no existían enferm eda des mentales, com o la depresión, la paranoia, la esquizofrenia, etc. Incluso sí se da otro tipo de enferm edades com o la cirrosis, quizás debida a un exceso de bebidas alcohólicas. N o tenemos que pagar para respirar, pero en Nagalandia tam poco hay que pa gar para com er o para alojarse. Es posible vivir sin este fardo ni esta angustia. Pero no únicam ente en esta parte de la India. En muchas zo nas rurales en Europa sería un insulto pagar por el tiem po dado, excepto donde la industria o la máquina nos hacen conscientes del carácter rentable o vendible del tiempo. Pagar con dinero un favor recibido equivale a un insulto. Incluso en inglés se realiza ban distinciones fundam entales entre honoraria, stipends, emoluments, fees, gratuities, recompenses y salaries. El socialismo occidental quiere que los pobres tengan cuida dos médicos, asistencia ju ríd ica o alim ento suficiente, pero no puede o no se atreve a superar el fardo económ ico que represen ta pagar a los médicos, abogados o productores de alimentos, al precio de m ercado del capitalismo. Nuestra cuestión es m ucho más radical. N o se trata de un nuevo arreglo de la sociedad. La cuestión es la de una nueva civilización, de una cultura desm one tizada. N o se trata de un sueño utópico, puesto que no propongo la supresión total de la econom ía de m ercado o del dinero, sino solamente colocar la mayor parte de los valores hum anos fuera del alcance directo del poder del dinero.
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La emancipación de la tecnología Ya vimos en el prim er capítulo cóm o estamos actualm ente su m ergidos en lo que yo denom ino el im perio tecnocrático. Este no conoce fronteras estatales y está difundido un p oco p or todas partes alrededor del m undo. Pero además de geográfica, su con quista es tam bién la del espíritu. N o podem os hacer abstracción de esta realidad pero podem os superarla, puesto que nos con duce hacia la catástrofe, ecológica, cultural y espiritual. N o se trata de adoptar una actitud de confrontación violenta o dialéctica con la tecnología, lo que p or otra parte estaría con denado al fracaso (los tecnócratas son los más poderosos y en ge neral los más inteligentes), sino de una verdadera em ancipación del dom inio de la civilización tecnológica sobre la vida hum ana. Esta form a de em ancipación no puede ignorar el status quo de un m undo fuertem ente «tecnologizado» en su cuerpo y en su alma. N o puede llevarse a cabo más que a través de la decons trucción del sistema tecnocrático, y no p or su destrucción. Esta deconstrucción no puede efectuarse m ediante obstácu los artificiales opuestos al im pulso tecnológico. Por otra parte, ninguna form a de dictadura conseguiría rom per este impulso, le haría falta tener un p od er superior al p oder tecnológico. El re m edio sería p eor que la enferm edad. Tam poco la deconstrucción puede realizarse m ediante for mas de ascetismo negativo. Faltaría la motivación. N o se trata aquí de dar m archa atrás al curso de la historia o de m enospre ciar las adquisiciones positivas de la hum anidad. M enos aún es cuestión de im pedir la eclosión de la creativi dad hum ana o de reprim ir la alegría de vivir y dism inuir la cali dad de vida. Por el contrario, se trata del verdadero despliegue del hom bre y de su contribución única a la auténtica aventura cosm oteándrica del universo. Esta em ancipación no puede realizarse más que a partir de una conversión— metanoia— seria del m undo tecnologizado, en 112
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el curso de una m editación profunda sobre el malestar actual de la hum anidad. Los encuentros, hoy día inevitables, del m undo tecnológico con las sabidurías de las diversas tradiciones religio sas y culturales podrían estar en el origen de un diálogo culturastecnología. Este diálogo no será dialogal más que si hay una con fianza m utua entre los diversos movimientos que avanzan hacia la liberación del hom bre. Estos encuentros no deben intentar re solver problem as tecnológicos sino estudiar las cuestiones fun damentales de la vida hum ana. El clima es hoy favorable. El com plejo de inferioridad de diver sas culturas está desapareciendo, al menos en parte, así com o el complejo de superioridad de la civilización occidental (aunque no sea privativo de los Occidentales). La guerra— puesta en práctica directa de la tecnología— ha causado, durante el siglo actual, más de cien millones de víctimas; se sabe que esta misma tecnología ha provocado indirectamente un núm ero incalculable de otras vícti mas al crear desequilibrios demográficos, alimentarios y otros. La amenaza constante de una guerra atómica, de una destrucción del planeta, incluso al margen de toda guerra, a pesar del fin de la Guerra fría, planea todavía sobre nuestras cabezas. Estos hechos re levantes, estos temores justificados, han sensibilizado una parte de la humanidad frente a la situación actual. Nos planteamos enton ces la pregunta que los hombres se formulan desde los Upanishad: la del ser y del no ser; pregunta que, en nuestros días, es inevitable, no sólo desde un punto de vista individual sino colectivo. N o deseo que se crea que defiendo antiguas kosm ologías (síc) periclitadas. H ago mi crítica del m undo tecnológico y qui siera decir que el hom bre se ahoga. Cuando propongo la em an cipación de la tecnología, p ropongo la salida del cosmos tecno lógico, la liberación de la cosm ología de un m undo histórico y gobernado por las leyes de la m ecánica, propongo am pliar el ho rizonte hum ano. N o p ropongo el retorno a un m undo antiguo tan feroz o tan rígido com o el actual, no p ropongo la alienación, la huida, la búsqueda de un refugio en un m undo im aginario donde se explicarían cuentos de hadas. El nuevo universo debe
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todavía surgir. Es p or ello p or lo que m e concentro en la crítica del m undo tecnológico. Quisiera ser aquí poeta antes que filóso fo, bien que los dos vayan juntos. Es a los poetas de nuestra épo ca a quienes corresponde describir la cosmotheandrica commedia. U na de las tareas urgentes que hay que realizar es la de en contrar, para nuestra época, nuevas estructuras hum anas y no deshum anizantes. De ahí la im portancia de los tanteos y de las pruebas en el orden de la práctica.44 44.
En Panikkar, 1988/45, se pueden encontrar proposiciones prácticas
con vistas a esta emancipación de la tecnología, elaboradas en cuatro grupos: concienciación, distinción entre trabajo y obra, revalorización del artesanado y nueva sabiduría.
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III.
EL DESCU BRIM IEN TO DE L O M ET A PO LÍT ICO
Abordar en profundidad, com o nos lo proponem os, el ám bito de lo m etapolítico, nos obliga a abordar tam bién los grandes problem as que le están vinculados. Estos deben no sólo ser abor dados con hum ildad y prudencia, sino que no pueden evitarse. Prever un rem iendo, una reform a, exigir más honestidad por parte de los parlam entarios, denunciar la carrera de arm am en tos, es ya el signo de la toma de conciencia de que un cam bio es necesario, pero esto sigue siendo superficial y no llega al m eollo de la cuestión; se trata de algo más profundo y más turbador. Po dría predicar una dem ocracia más honesta y justificarm e al pro bar que tengo las manos limpias, pero cuando penetro hasta el centro de mi vida, me doy cuenta de que mis ideas no pueden surgir de m í más que si estoy preparado para una metanoia, una conversión, una transform ación radical que conduce a una ar m onía entre lo que digo y lo que soy, y donde mis palabras son la expresión auténtica de lo que pienso— en el sentido de pensar y no sólo en el de calcular o explicar. Autoridad y poder Ya hem os h echo alusión a la distinción entre auctoritas y potestas al decir que el im perio o la cristiandad se basan en principio so bre la autoridad, es decir, sobre la fe que los hom bres testimo nian hacia esta idea de im perio o de cristiandad. Es el m ito que se acepta. Pero tam bién está la gran tentación por parte del im perio de apoyarse sobre la fuerza, sobre el poder. El descubri rá
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m iento de lo m etapolítico está unido a la convicción de que el p od er y la autoridad son básicam ente inseparables. Por lo tanto habrá que explicitar en m ayor m edida esta distinción. Es im por tante, puesto que representa la superación de la dicotom ía m or tal entre cuerpo y alma, lo material y lo espiritual, lo hum ano y lo divino. La vida de la sociedad no puede ser m antenida p or la fuerza. Sobre esta superación se basa el principio de la autode term inación de los pueblos. La fuerza por sí sola (el poder) no puede, a la larga, m antener la cohesión de los pueblos. El «con trato social» debe ser voluntario. D efiendo de nuevo la via media, la vía no dualista entre m o nismo y dualismo. Debem os distinguir entre autoridad y poder. Su no distinción nos haría caer en formas de fideísm o supersti cioso, antiguo y tam bién m oderno; pero su separación conduci ría a la destrucción de los más débiles, es decir, a un m onism o de nuevo tipo, precedido por luchas feroces para afirm ar una su prem acía. La autoridad es un principio de cohesión diferente del poder. Iré incluso más lejos al avanzar una hipótesis para la cual haría fal ta rem ontarnos al sexto m ilenio antes de la era cristiana, en la época del nacim iento del patriarcado. Com o hipótesis de trabajo, pienso que el origen de las guerras se rem onta a esta época. Las guerras no son ciertam ente un fenóm eno natural. Los animales no hacen la guerra. La guerra es un fenóm eno cultural, pero no se encuentra en todas las culturas. Hay que averiguar cuáles son las formas de cultura que predisponen a la guerra. Para quedarnos en el contexto occidental, m e gustaría citar la d efin ición que C icerón da de la filosofía: cultura animi (‘la cultura del espíritu’ ). C on seguridad que no es este tipo de cul tura el que p odría incitar a la guerra. C onsiderando el estado de la situación actual deberíam os preguntarnos si, en el curso del tiem po, no se ha producido un deterioro en el seno de la cultu ra que nos ha co n ducido a ella, o incluso si esta civilización no descansa en una con cep ción equivocada. El estudio del paso de la cultura a la civilización, es decir, de la vida agrícola a la vida 116
EL DESCUBRIMIENTO DE LO METAPOLÍTICO
urbana, y aun la del «paso» del p reneolítico al patriarcado, po drían quizás servirnos de eslabones para dirigir nuestra investi gación. La ciudad necesita, para m antenerse, de un poder «político» más estrecho que el de una cultura del hom bre y de la naturale za basado en la tribu. Pero cuando este poder pierde su autori dad, la ciudad debe entonces apoyarse sobre la fuerza sola. Pien so que existe una cierta relación entre padre y poder p or un lado, y m adre y autoridad p or otro; p ero este tem a necesitaría un estudio profundo y matizado. La aglom eración urbana no es autosuficiente; debe hacer raz zias de vez en cuando al m enos para subvenir a sus necesidades, a su alim entación; hay que hacer todo tipo de provisiones; e in cluso hacer provisión de aire fresco, de paisajes campestres... m e diante éxodos regulares de fin de sem ana fuera de las grandes urbes.45 La ciudad debe ser protegida m ediante muros (o m e diante dinero). En inglés town está em parentado etim ológica m ente con fence (‘cerca’, ‘recin to’ ). La especialización es necesa ria para la vida hum ana, pero es causa de una escisión que puede ser destructiva. La villa está, com o ya hem os dicho, constituida por una agru pación de casas. El vicus, ‘el barrio de la villa’ es un conjunto de vicini, ‘vecinos’, del mismo m odo que la ciudad es una confede ración de ciudadanos; las dos palabras significan que el indivi duo no es autosuficiente y que el hom bre no alcanza su plenitud en un grupo cerrado. El equilibrio puede rom perse en los dos sentidos, el de la proliferación: la ciudad crece de form a anár quica, com o un cáncer, se convierte en megalópolis (incluso si se la denom ina aldea global); el de una clausura: la villa se repliega 45.
Nótese este hecho significativo: mientras que al comienzo del siglo la
población urbana representaba el 14 por 100 de la población total (es decir, 1.619 millones en 1900), al final de este siglo alcanzará el 50 por 100 (sobre un total de alrededor de 6.260 millones en el año 2000). En 1989, ya repre sentaba el 45 por 100.
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sobre sí misma, se aísla, y pretende ser sinónim o de lo hum ano — com o lo delata la palabra «civilizado». ¡Hay que am pliar nues tros horizontes! L a diferencia entre p od er y autoridad viene expresada por las mismas palabras. «Poder» quiere decir capacidad de hacer algo. El p od er reside en mí, soy más poderoso que otro si puedo h acer más cosas que él, si ten go más fuerza o capacidades; soy el sujeto del poder. Tengo un poder. El p od er es el «nosotros»: el individuo, el grupo, el estado... en relación al «vosotros» sobre quienes ejercem os nuestro poder. Por el contrario, la palabra autoridad viene de auctus, augeo (‘lo que hace crecer’ ); la autoridad m e es dada, conferida, reco nocida. Siendo sim plem ente lo que soy, los demás recon ocen en m í algo que hace que mi persona, mis acciones, mis palabras ten gan para ellos un valor especial. La edad, el valor espiritual, la sa biduría, el m érito, el saber o la riqueza, son otros tantos factores que fundan una autoridad. Pero siem pre es conferida p or los de más. Se está revestido de autoridad por los demás, inspira respe to, confianza; es lo que perm ite, al que se le ha recon ocido, acon sejar con la autoridad del m ando. El prestigio, por ejem plo (su etim ología al m argen: prae-stringeré), se deriva de la autoridad. «Prestigio», en alem án Ansehensmacht, sería una traducción ina decuada de la palabra «autoridad». La autoridad no es una Machí en el sentido de poder— aunque el alem án haga una matización entre mógen en el sentido de vermógen (de ah í Machí) y kónnen (‘p o d e r’ ). La palabra griega é^oixjía, utilizada con fre cuencia en los evangelios, quiere decir ‘autoridad’ y tam bién ‘p o d e r’, ‘facultad’, y tam bién ‘libertad’, ‘d e re ch o ’ , así com o ‘es p len d o r’ , ‘b rillo’ . Su origen es bastante peculiar: com puesto por la preposición (que significa frecuentem ente el resultado de una acción) y del verbo ser (el que tiene ser, sustancia, propie dad). Exousia significaría literalm ente tener que sacar sus pro pios recursos en el sentido material y espiritual de la expresión. Hay que hacer una triple distinción entre la capacidad intrínse ca al sujeto, la habilidad que surge de su ser, un poder extrínseco,
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proveniente de factores del orden del tener y no del ser (la m o neda es el ejem plo más «poderoso», más m oderno), y la autori dad, que el sujeto m erece y que le ha sido conferida p or otro. El otro capta, en aquel en quien recon oce la autoridad, la existen cia de una fuerza capaz de ayudarle a crecer. La autoridad viene de Dios, dicen muchas religiones, porque es El quien hace que todo crezca— evidentem ente desde dentro. Se ordena un sacer dote, se corona un rey, se confiere el título de doctor a un sabio. Se les reviste de autoridad. Pero todos estos investidos de autori dad pueden perderla si no se muestran dignos de ella. Pueden retener cierto poder, pero no disfrutan, de cara a los demás, de la misma autoridad. El hom bre de ciencia ejerce su autoridad en su propio dom inio, mientras que el tecnócrata no tiene más que el poder. La gran tentación, en todos los ámbitos, religioso, cien tífico, político, familiar, es abusar de la autoridad p or el poder acum ulado, o concentrarse en el poder, com o lo hace la ciencia m oderna desde Francis Bacon. La institucionalización del p oder político confiere la autori dad, pero ésta no depen de totalm ente de la institucionalización. La autoridad exige tam bién cierto derecho. U n estado de hecho puede tener cierto poder. Sólo un estado de derecho tiene auto ridad, pero no pueden separarse totalm ente p od er y autoridad. Todo poder, por el h echo de serlo, es visible, y esta apariencia vi sible trae consigo, en los demás, un cierto reconocim iento, y por lo tanto, exige autoridad. Y, viceversa, toda autoridad está basada en cierto pod er recon ocido por los demás. Sería interesante es tudiar, com o si fuera una ecuación quím ica, el equilibrio entre pod er y autoridad y las oscilaciones de un lado u otro según las clases sociales, los regím enes civil o militar p or ejem plo. Inglate rra todavía goza de cierta autoridad en la India, que no se co rresponde con su poder. Por su lado, Estados U nidos tiene más poder que autoridad. Convendría aquí m encionar la distinción ju ríd ica realizada por los romanos, sobre todo en tiempos de la república, entre auctoritas y potestas. Esta última era el poder ejecutivo, era una
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fuerza real y legal de coerción. La potestas era un poder coercitivo; residía en la magistratura; los magistrados, sobre todo los cónsu les, ejercían la potestas. Mientras que la autoridad residía a la vez en el pueblo y en el Senado. El pueblo era el legislador, el Sena do el órgano que ratificaba, aconsejaba y daba fuerza de ley, y por lo tanto autoridad, a las resoluciones del pueblo o de los magis trados. La historia nos dirá, y no sin ironía, que los senadores ro manos tenían autoridad mientras eran ricos ( \exousial). Más tar de, la pérdida de su riqueza los hizo más vulnerables. El sistema político dem ocrático actual reconoce que la autori dad reside en el pueblo. El pueblo la delega a los que le parecen capaces de ejercerla. Por el hecho de que se les confiere autori dad, se les entrega las riendas del poder. La dificultad consiste, hoy día, en hacer que este proceso sea reversible una vez que se ha descubierto que el p oder escapa ya a la autoridad del pueblo, puesto que ha sido transmitido a un sistema tecnocrático que se ha liberado de toda dependencia, tanto con respecto a las masas com o a los políticos. El voto es un acto de confianza en los pro gramas (y en los h om b res), y no un ju ic io (sobre los asuntos y los m edios). U n ciudadano corriente ignora las com plicaciones de la «maquinaria» de un estado tecnocrático. Incluso los políticos, en general, están p oco informados: ¡es dem asiado vasto, dem a siado com plicado, dem asiado difícil! La cuestión política, en lo concreto, reside precisamente en la dialéctica autoridad-poder. La dem ocracia es el arte de gestionar el poder por parte de la autoridad. Si la práctica de este arte no consigue alcanzar su fin, es la degeneración de lo político en fuer za bruta. Veo un peligro de este orden, no sólo en el poder atómi co actual, sino también en la tecnocracia moderna. U n simple sol dado podría todavía discutir acerca de la estrategia de N apoleón con un cierto conocim iento de causa; no puede hacerlo acerca de la de Schwarzkopf; no hay m anera de conocer los entresijos tec nológicos. U n ciudadano suizo puede todavía tomar parte en las decisiones relativas al gobierno de su cantón; pero si ello se da en el ámbito del Banco Mundial, se le priva de toda participación ac 120
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tiva; en efecto, le harían falta años de especialización para iniciar se en su funcionam iento. El burócrata es inaccesible al diálogo; la burocracia tecnocrática tiene una autonom ía propia que incluso los iniciados no logran siempre conocer suficientemente. No se puede prescindir de la autoridad, pero vivimos hoy en día bajo el reinado de la tecnocracia: la autoridad reside en las máquinas. Un excursus en las ciencias religiosas puede sernos aquí de utilidad. Desde R. H. Codrington, Van der Leeuven y otros se oye decir que la prim era experiencia de lo Divino es la del poder: Die Machí ist das religióse Urphanomen (‘El poder es el fenóm eno reli gioso prim ordial’ ): Mana, orenda, arunkulta, Dios... es el todopo deroso, y la tradición judeocristianoislám ica no hará más que re forzar esta idea (a pesar de las paradojas de Jesús en el Evangelio que parece decir lo contrario). A partir de aquí se cae en la in distinción entre autoridad y poder. En Dios, coinciden. Cuando el estado es considerado com o representante de la Divinidad conserva (para aquellos que creen) autoridad y poder. Cuando el estado se desacraliza debe apoyarse más sobre el poder. Es de sobras conocido que, a diferencia de un Dios inm utable, el pue blo (que sustituye a la Divinidad) es m anipulable— y tanto más m anipulable cuanto que se deja enredar en el ju e g o de la dem o cracia. Pero ¿puede concebirse una política sin poder? ¿No habría tam bién una falta de lenguaje que ha forzado la significación de la palabra poder, al atribuirle realidades tan dis tintas com o fuerza, coerción, dinamismo, dom inación, autori dad, gloria, capacidad, potencia, facultad, irradiación, atracción, resistencia, persuasión, dignidad, garbo, energía... com o otras tantas formas de ejercer una influencia sobre los demás? Para simplificar: el poder es la fuerza del logos, de la raciona lidad, el peso de los hechos que la razón nos ha h echo recon ocer com o tales. La autoridad es la fuerza del mythos, de lo que se acepta, de lo que se cree, el peso del ideal que se nos presenta com o tal. La sabiduría consiste en saber armonizarlos. La políti ca participa de esta sabiduría.
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1.
A L A B Ú S Q U E D A DE U N A A L T E R N A T IV A
A q u í se plantea la im portante y difícil cuestión de saber si existe una alternativa posible a la situación actual. Hay cierto consenso hoy en día sobre un punto; se expresa en el lenguaje corriente d iciendo que el Sistema no funciona. Puede entenderse p or Siste m a el com plejo tecnocrático y sus variantes en los m undos ca pitalista, ex socialista y los satélites no alineados que preconizan una econom ía y unos regím enes mixtos. Este Sistema deriva de una cosm ología subyacente que sostiene la estructura política del m undo actual tal com o es representado p or ejem plo p or la id eología socioeconóm ica dom inante del concierto de los esta dos. N o me refiero directam ente a ideologías políticas sino a la estructura política, o a su infraestructura si se prefiere: al mito del estado m oderno com o el núcleo de lo político. N o m e cansaría de insistir en que debem os situarnos en una ju sta perspectiva para abordar la experiencia occidental de estos cinco últimos siglos. El intento europeo ha m arcado con su sello la escena m undial. N o olvidem os que Europa, hace un siglo, do m inaba políticam ente la mayor parte del m undo. Se habla del Im perio rom ano, de la Cristiandad medieval, del R enacim iento pagano, o del Siglo de las Luces; nuestra épo ca es el p eríod o económ ico y econom icista p or excelencia o, más bien, la era financiera de la hum anidad. El peligro que amenaza: una bancarrota total. N o hace ninguna falta citar aquí las autori dades y las organizaciones más diversas que nos aseguran que si la civilización actual no cam bia radicalm ente, el m undo no so brevivirá más de cincuenta años.46
46. La bibliografía es inmensa. Ya no son los «verdes», los de izquierdas, los filósofos o los poetas quienes dicen lo mismo. La unanimidad es casi total y la ciencia es la primera en decimos que no podemos jugar a Mefistófeles. Cf., a tí tulo informativo, revistas como Cultural Survival (Cambridge, Mass.); Papeles para la Paz (Madrid); Sanctuary Magazyne (Bombay)...
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Dicho esto, las opiniones divergen sobre el tema de la alterna tiva posible. Un grupo de opiniones quisiera reformas más o menos rigurosas y drásticas: el Sistema no funciona, pero se podría con seguir que funcionara: tecnología adecuada, política aduanera, derechos humanos, legislación ecológica, etc. Es la única vía abierta a las Naciones Unidas y a los organismos oficiales. U n se gu n d o grupo, más reducido, piensa que es im perativo reco n o cer la no viabilidad del Sistema y buscar una alternativa: las ideas del M ahátm á G andhi p odrían ser un ejem plo de ello. La fuer za del prim er grupo corresponde a la debilidad del segundo. Los opositores al Sistema parten de ideologías muy diferentes, desde los denom inados «terroristas», quienes, por razones diversas, ac túan con mayor o m enor violencia para derribar el Sistema y susti tuirlo por un régim en diferente, hasta los «verdes», pacifistas y otros, que, a su manera, oponen una resistencia al sistema. La fuerza de los «reformistas» reside en el hecho de que no se puede hacer tabula rasa de la historia, ni de la situación actual. N o se pue de empezar desde cero. Se debe partir desde el lugar en que se está. El atractivo que experim enta el segundo grupo por una alter nativa corresponde a la dificultad del prim ero para lanzarse a re formas reales. Hasta aquí, toda reforma de envergadura se ha mos trado ineficaz y no ha hecho más que prolongar la agonía de un Sistema inviable a largo plazo. Estamos en un callejón sin salida. Hace unos cincuenta años, tras el choque de la segunda guerra mundial, se creyó que la descolonización, la democracia y el com plejo socio-económico-tecnocrático (el plan Marshall por ejem plo) favorecerían cierto bienestar para toda la humanidad. Hoy en día, se percibe psicológica, cultural, históricamente, así com o des de el punto de vista ecológico, económ ico y tecnológico, que el ac tual Sistema no ofrece soluciones más que al 30 por 100 de la hu manidad.47 Se ha extrapolado la famosa frase: «Lo que es bueno
47.
Si, en fecha tan reciente como la de marzo de 1992, se ha podido escri
bir con realismo: «La voz de los pobres se hará oír cada vez más en un mundo donde, muy pronto, los privilegiados serán setecientos millones y los desfavoreci-
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para la General Motors es bueno para Estados Unidos». Y de ahí: «Lo que es bueno para Estados Unidos ofrece un m odelo que de ben imitar los demás países». Pero, para no citar más que un solo hecho: los países pobres son cada vez más pobres y los países ricos son cada vez más ricos, no por una voluntad determ inada de que sea así, sino porque el fenóm eno es inherente al sistemad8 La situación es crítica. Si uno se com prom ete con el sistema, incluso para reform arlo, se convierte en un «colaborador», hace más difícil la realización de la transformación radical necesaria. Por otra parte, ningún sistema toleraría que se quisiera derribar. Se puede, por ejem plo, intentar encontrar formas más humanas de ayudar al desarrollo del llam ado tercer m undo, pero se procu rará que la ayuda se sitúe en las estructuras propias de los países que suministran ayuda. Adem ás, si la ayuda no es rentable para el prim er o segundo m undos estos no podrán com prom eterse en esta em presa de «beneficencia». Considerada desde el punto de vista del tercer m undo, la ayuda conduce necesariam ente a una mayor dependencia por parte del país ayudado. Pero si no se co labora con el sistema, uno se aísla, se convierte en un drop out, un parásito, o quizás un purista estéril. N o se tiene siquiera la fuerza del ejem plo, puesto que el testimonio no es reconocido. El m on je puede abandonar el m undo mientras el m undo no le abando ne. Si este últim o le abandona, su testimonio desaparece, su sole48. Por dar sólo un ejemplo: se oye decir que «el Brasil de los años noven ta está prosperando». Por el contrario, los brasileños se encuentran en una si tuación peor que nunca. Y no hablemos de las atrocidades cometidas en Ama zonia, ni las que afectan a los aborígenes. Me limito a señalar la indiferencia del mundo «desarrollado» respecto a los doce millones de niños que vegetan, van trampeando, trafican, juegan, sufren, mueren y son matados por la policía y otros «agentes de seguridad» en los barrios altos de las ciudades del país. dos más de siete mil millones...», Ramonet, 1992, p. 1; el pavoroso comentario que hay que hacer: esta minoría no parece que quiera ceder sus prerrogativas y privilegios y está dispuesta a la «solución final». Se defiende con vigor el control de la natalidad sin querer, sin embargo, controlar el crecimiento tecnocrático (cinco millones de nuevos coches vendidos solamente en Alemania en 1991).
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dad se convierte en aislamiento. Evidentemente, esto no quiere decir que se deba actuar para «deslumbrar» a los demás en vistas de los resultados. Esto quiere decir que la simplicidad de la palo ma no es incom patible con la prudencia de la serpiente. Se debe estar a la vez en el Sistema sin pertenecer al Sistema, «en el m un do», pero no «del mundo», en polaridad con él, intentando transformarlo, persuadirlo o convencerlo (a pesar de la ambiva lencia de estas palabras). Es necesaria una reconciliación univer sal y no un encogim iento unilateral. Se habla m ucho hoy en día de alternativa. Estoy de acuerdo en utilizar la palabra, pero dándole un sentido preciso. Está claro que no se trata de una alternancia sucesiva. La palabra, tal com o se usa de manera corriente en nuestros días, significando la sustitución de un sistema de vida o proyecto de civilización por otro, es un an glicismo. No importa. Puede haber una alternancia de partidos políticos en el gobierno. Es por eso por lo que se llaman partidos, porque no pretenden ser el todo. Pero ¿es realista concebir una al ternativa radical a la estructura política contemporánea? La alternativa debe ser, por de pronto, una utopía en su senti do literal: no tiene TÓ7to<;, ‘lugar’, puesto que el lugar no es ni el del sistema ni uno de fuera de él. Me interesa subrayar que la alterna tiva que se busca no consistiría en una alternancia de los rusos o los chinos con los americanos y viceversa. La búsqueda de una alter nativa debe ser, ante todo, una empresa del espíritu, puesto que es únicamente el espíritu el que puede superar una situación de he cho; podría decirse que es el órgano de la trascendencia. ¿Hay una alternativa? ¿Cóm o podríam os saberlo si de h echo no existe? Y aquí el discurso sobre la trascendencia no está so breañadido. Lo que sabemos es que su búsqueda es un imperativo categórico. Diría más bien que hay que buscar diversas posibili dades de alternativa. N o hay alternativa, sino que hay alternati vas, y todas provisionales, puesto que así es la condición hum a na.49 Quisiera subrayar todavía algunos puntos importantes. 4Q. Panikkar, 1984/10.
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No existe alternativa en el interior del sistema Esta tautología expresa bien la situación real. T odo sistema per m ite e incluso desea reformas, pero no está dispuesto a ser eli m inado p or otro. Es únicam ente m ediante la violencia que un im perio sucede a otro. La im posibilidad de una alternativa interna representa más la pirueta lógica que consiste en decir que la alternativa al Siste m a no pertenece a este últim o. La im posibilidad viene del h echo de que el presente Sistema, fundado en la elim inación total de la trascendencia, hace im posible toda alternativa. Para él, esta se presentaría com o un suicidio. En el Sistema m oderno, los indivi duos pued en creer en Dios, en los Dioses, ser religioso y llevar una vida piadosa, pero el Sistema, que p uede respetar o no las creencias religiosas de los individuos, no tiene necesidad de lo Sagrado, prescinde de él; lo divino es para él una hipótesis superflua. El mito del Sistema es científico y tecnocrático; no niega lo «sobrenatural», pero exige su propia autonom ía en lo «natu ral». Esta misma distinción entre lo natural y lo sobrenatural le es útil puesto que evita que lo religioso se in corpore al sistema: se tolera la existencia de los ángeles, siem pre que no interfieran en el funcionam iento de la gran m aquinaria industrial ni la del estado. Si deben actuar en el m undo deberán ob ed ecer al se gundo principio de la term odinám ica. En otras palabras: el Sistema no puede saltar p o r encim a de su sombra, no p uede tolerar una transm utación incom patible con su propia estructura y para la que no está preparada. N o hay ningún punto de Arquím edes— en la trascendencia— que le per mita com pletar una verdadera transform ación. U na m onarquía absoluta p uede aceptar que el m andato del cielo le sea retirado y abdicar de su p od er para dar paso a un cam bio radical, a una m utación. U n sistema racional, com o la tecnocracia científica, puede corregir sus propios defectos, incluso m odificar sus m éto dos y itir reformas, pero no puede elim inar la racionalidad 126
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sobre la que se funda. A l carecer de punto trascendente, el Siste ma no puede aceptar una alternativa.5" No existe alternativa en el exterior del Sistema En la situación actual ni siquiera existe alternativa fuera del Sis tema. Y ello por dos razones: la prim era deriva de la situación de facto del m undo m oderno. El Sistema científico-tecnocrático contem poráneo, de origen occidental, pero que dom ina la esce na política y cultural de un m undo dividido en estados y partido en algunos bloques de influencia, ha invadido el planeta de tal m odo que ningún lugar geográfico o histórico puede ofrecer al ternancia. Los im perios históricos se han ido sucediendo. Eran alternancias com o cuando en el siglo x v n , por ejem plo, las po tencias holandesa, británica y sa fueron las sucesoras del im perio español. Pero cuando el im perio am ericano elim ina al im perio soviético, no hay alternativa porque la estructura del Sis tema sigue siendo la misma. El Sistema trasciende los regím enes políticos de los estados. N o hay sucesor visible del Sistema cien tífico-tecnocrático m oderno. Tras la desintegración del im perio soviético, esto es aún más evidente. El sistema tecnocrático m o derno no tiene com petidor. Todavía no se ve nada que pueda reem plazarlo. Es aquí donde reside la novedad y quizás la posibi lidad de mutación de nuestra época. Hay una toma de concien cia, apenas nacida, pero en continuo crecim iento, de que el Sis tem a actual, com ún a todos los bloques del m undo, está agotado. Y ello no sólo por falta de recursos materiales, sino tam bién por que el espíritu que anim aba la actitud hum ana básica propia de esta form a de vida se ha apagado. El m ito se ha hundido. 5 0 50. No es únicamente el caso del gobierno argelino (1991) que no aceptó los resultados de la mayoría que había votado contra el status quo\ es también el de Estados Unidos al ignorar el voto del Tribunal de Justicia de La Haya que condenaba la agresión armada contra el pueblo de Nicaragua y el de Israel al rechazar la decisión prácticamente unánime de las Naciones Unidas sobre la cuestión palestina.
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H oy en día, p o r ejem plo, todo el m undo p u ed e saber que antes de quinientos años, sin contar con guerras, y debido úni cam ente a errores de las m áquinas y de los hom bres, la proba bilidad de una catástrofe atóm ica de prim era m agnitud es indu dable. La mayoría de expertos hablan de m enos de trescientos años. Y por catástrofe de prim era m agnitud hay que entender la destrucción de varios m illones de personas, un verdadero in vierno atóm ico y la desaparición de la vida a escala continental. Por lo tanto, y desde este mismo punto de vista, se ve fácilm ente que los rem iendos, las reform as superficiales prolongan la ago nía y no aportan ninguna solución. Por lo que respecta a los recursos energéticos, los datos son igualm ente alarmantes: petróleo, bosques, carbón son limitados, y la energía atóm ica— sin contar las incertidum bres y los ries gos— exige, para controlarla y producirla, un gasto de energía que no es rentable para el planeta. Nos encontram os frente a contrastes desgarradores: para cultivar una hectárea de arroz con los m edios tecnológicos m odernos hay que em plear quince veces más energía (o calorías) que la que se obten dría de la co secha de arroz. La aceleración de la tecnología no perm ite el re ciclaje propio de los ciclos naturales. Desde el punto de vista económ ico, considerem os la deuda presupuestaria del país más poderoso y rico de la tierra. Su cuan tía es superior a lo que los ciudadanos de Estados U nidos pueden ganar en tres años. Por lo tanto, crecim iento o m uerte. Pero en un sistema cerrado, el crecim iento de un lado im plica el em po brecim iento del otro. La respuesta fácil a este dilema, que dentro de cien años la hum anidad ya habrá encontrado procedim ientos más seguros, no se sostiene ante los hechos. Adem ás, traiciona un Ersatz de creencia cristiana: la transferencia de la esperanza en una salvación personal y mundial, en una pseudo-confianza inge nua y alienante en un futuro horizontal; y sobre todo, se deriva de la m entalidad que nos ha co n d u cid o a la situación actual— y que se debería poder superar. Es la mentalidad del progreso, la que lleva a no resolver los problem as, es decir, a no disolverlos, sino a 128
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empujarlos hacia delante. En vez de provocar su disolución se busca un antídoto, un neutralizante, un adversario más fuerte en un avance, en un progreso, y nunca en una vuelta atrás, en una reflexión saludable, preguntándose si no habría que pararse, cambiar de dirección, arrepentirse. A los abusos de la caballería se opuso la artillería, a la amenaza de las bombas llamadas «con vencionales» se opusieron las atómicas, al terrorismo la policía, a los microbios otras sustancias para destruirlos. En esta prim era razón más «objetiva» se encuentra ya conte nida, im plícitam ente, la segunda razón más «subjetiva» que a continuación se presenta. El problem a más grave no radica en la necesidad de cam bio exterior del m undo y de las formas exte riores de estilo de vida. La cuestión más profunda es que se trata de una estructura del pensam iento, de una actitud prim aria ante la realidad, de una atrofia que im pide otras experiencias en el seno de esta misma realidad. U na buena parte de la realidad, la más influida por la m odernidad, tiene apenas un lenguaje para expresar lo que algunos, con un punto de lucidez, quisieran po der com unicar tím idam ente. Es bien sabido que la esencia de la tecnología (esencialm ente diferente de la techne, tengo m ucho interés en resaltarlo) no reside en las máquinas sino en una acti tud básica ante lo real. El problem a propio de la tecnocracia no es un problem a tecnológico (no puede ser resuelto por una tec nología m ejor o más nueva); es un problem a hum ano-antropo lógico, léase religioso. Es aquí donde se sitúa el reto de lo metapolítico. ¿Podemos concebir una alternativa si no somos capaces de formularla? Vuelvo aquí a mi convicción de que en el m undo ac tual sólo los místicos sobrevivirán. Sin una com prensión de esta tercera dim ensión de la realidad con la que el místico nos pone en o y que sostiene las dim ensiones de lo sensible y de lo inteligible, lo real no sería más que una pura abstracción— sensi ble o inteligible.51 51. C f Panikkar, 19 77/17.
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Quisiera subrayar únicam ente lo siguiente: nuestros esfuer zos puram ente m entales no nos sirven de gran cosa cuando em prendem os la búsqueda de una alternativa de esta naturaleza. De ahí la im portancia fundam ental de la contribución de los ar tistas y de la de las diferentes culturas.52 Sin la participación acti va de unos y otros ninguna alternativa es pensable ni realizable. Sin más elaboración entendem os que el Sistema está condenado al fracaso. N o hay otro Bolívar, «libertador» ni «liberador». Pero volvamos a nuestro tema: la solución no se encuentra en el exterior del Sistema. Ya hem os dicho que tam poco se encuen tra en el interior de este mismo Sistema; sin em bargo éste es in dispensable y no podríam os prescindir de él. N o se puede hacer com o si no existiera, despreciarlo, condenarlo sin más y actuar com o si la tecnocracia, las m ultinacionales y las N aciones Unidas no existieran. Hay que tenerlo en cuenta y ser consciente del po der que posee el Sistema. Para em pezar hay una razón estratégica que los teóricos tien den a olvidar. U n ejem plo nos ayudará a mostrarla. En la India, m ilitantes socialistas, marxistas, algunos social workers, incitan de buena gana a los aborígenes, los dalits (oprim idos) y otros campesinos, reducidos a la esclavitud p or los grandes terrate nientes y explotados p or los usureros, a la protesta e incluso a la revuelta. En principio, la ley está del lado de los pobres, pero no ofrece ninguna protección. Es la policía la que protege, pero, en 52. La siguiente reflexión de Mircea Eliade en su Diaño es aquí muy opor tuna: «¿Por qué los “sabios”— antropólogos, historiadores de las religiones— no pueden mirar los “objetos” de su estudio con la misma pasión y paciencia con la que los artistas miran la Naturaleza (más precisamente “los objetos natura les” que quieren pintar)? Cuántas cosas conseguiría un sabio ver en una insti tución, una creencia, una costumbre, una idea religiosa— si las observara con la atención concentrada, con la simpatía disciplinada, con la “apertura” espiritual de la que hacen gala los artistas. ¿Qué antropólogo ha mirado “los objetos” de su estudio con el fervor, la concentración y la inteligencia de un Van Gogh o de un Cézanne, ante el campo, los bosques o los campos de trigo? ¿Cómo com prender digo si no se tiene ni tan siquiera la paciencia de contemplarlo con aten ción?». Cf. Eliade, 1973 y 1981, p. 470.
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este contexto, protege sobre todo los intereses de los ricos y los poderosos. Los militantes han denunciado la injusticia, pero si los campesinos quieren sobrevivir, deben vivir día a día con esta injusticia sin ser capaces de com batirla con m edios eficaces. N o tienen alternativa. Los militantes luchan por ellos y con ellos, pero son una m inoría perseguida por la policía. Las soluciones, digam os puritanas, no sirven de m ucho. ¡Hay que vivir con el Siste ma! La situación contem poránea es p eor que la de los tiempos pasados porque no se vislumbra ninguna alternativa; por otra parte, es más favorable a una acción m enos violenta porque no hay ningún enem igo concreto que combatir; no es localizable. N o tenem os que com batir a un tirano, elim inar un m onstruo, lu char contra otro im perio sucesor. Es por ello p or lo que la críti ca debe ser inteligente. Nos concierne a todos, nos atraviesa, p o dríam os decir. Hay que vivir con el Sistema por tres motivos: en prim er lu gar, porque existe; una segunda razón más seria es porque no es totalm ente falso o m alo y no podem os erigirnos en ju eces per fectos, poseedores de la verdad. Pero hay todavía un motivo más profundo: porque el Sistema tam bién somos nosotros. Todos no sotros, sin excepción, y la mayoría de los hom bres form am os par te del Sistema; tanto los oprim idos com o los opresores, los que desearían ser neutrales o los que no votan, los vegetarianos y los que, en la India, sólo se visten con khádhi (‘tejido a m an o’ ). N o habría que hacer del Sistema un chivo expiatorio. Pienso en to dos nosotros; hablo del Sistema que supera los problem as de or den m oral en situaciones precisas. H ablo de esta form a porque el otro, el racista, el comunista, el liberal, el tecnócrata e incluso las máquinas y las m egam áquinas no nos son ni extrañas ni indi ferentes, no son mónadas cerradas, hom bres o máquinas con los que no tenemos ninguna relación. Existe una solidaridad cósmi ca y universal tanto para el bien com o para el mal. En pocas pa labras, la alternativa no se encuentra en una contratecnología o un Antisistema. Las alternativas deben poder entrar en relación
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con el Sistem a p orqu e la m ayoría de ellas han salido de él y es te las tolera en m ayor o m en o r m edida. L a actitud debe ser la de un mahátmá, dar muestras de m agnanim idad, considerar la cuestión en todos sus aspectos e in terdependencias y no la que se deriva de una oposición dialéctica. Hay que ten der a trans form ar la situación a la vez que se la asimila, y conservando el sentido crítico y el espíritu contestatario. En una palabra, el Sis tem a no es sólo un dato objetivo, un estado de cosas; es a la vez un h ech o subjetivo, un estado de vida— y de pensam iento. En tonces ¿por qué utilizar todavía la palabra alternativa, si no se ve nin gun a posibilidad de derribar el Sistema y de sustituirlo p or otro? Contestaré que se p uede todavía utilizar esta palabra por que posee una sabrosa am bivalencia. La alternativa, en efecto, no dice alindo alius (‘otra cosa’ u ‘o tro ’ ); la palabra no dice alienus (‘que p erten ece a o tro ’ , al extranjero). Tam poco dice alterutero alterutrum (‘el uno o el o tro ’ , en sentido exclusivo). Dice alter (‘el uno y el o tro ’ ) y lo utilizam os aquí en sentido inclusivo: uno y otro. La realidad misma es alternativa, léase polaridad re lacionad y no solam ente alternancia dialéctica. T odo está im pli cado, y nuestro p roblem a se refiere a las cuestiones más funda m entales de la existencia y de la vida. La realidad es polar, o más bien trinitaria. Esto nos co n duce directam ente a nuestro segun do punto.
2.
LA IN T E R F E C U N D A C IÓ N D E LA S C U L T U R A S
Decíam os que la alternativa que buscamos no p uede ser la ad versaria, la enem iga del Sistema, sino su com plem ento, su pola ridad, su desafío; lo que presupone su transform ación, en grie go, su m etam orfosis radical, o, en vocabulario más cristiano, su conversión, su redención (aunque utilizo esta palabra con reti cencia— la redención cristiana no es más que una torpe palabra para la transfiguración, la theosis). La alternativa consiste, ante todo, en recon ocer al otro el d erecho a existir— este otro, que el 132
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Sistema tiende a ignorar, pero que los «otros» no deben imitar (ignorando al Sistema). Necesitamos los unos de los otros, no com o estados en principio soberanos cuya tolerancia hacia los demás limita (con cortesía o por la fuerza) la suprem acía, sino porque somos todos solidarios. Esse est coesse, ‘Ser es estar ju n to s’. Para expresarlo en nuestro lenguaje: lo que necesitam os es la interfecundación de las culturas. Para que tenga lugar, debem os sa ber escuchar lo que las demás culturas no dom inantes en el m undo actual tienen que decirnos cuando se confrontan al pro blem a político y cuál es su opinión sobre la situación actual. De bem os conocer sus propuestas y estudiarlas. N o se trata de refor mas m enores, sino de posibilidades de solución radicalm ente diferentes. Este diálogo puede conducir a la fecundación mutua. Pero la interfecundación exige algo más que un conocim iento superficial de las demás culturas. U na crítica, incluso radical, de la cultura dom inante, no basta; no se trata de contentarse con buscar cuáles fueron, en el pasado, los defectos de una o las vir tudes de las demás: hay que encontrar algo nuevo. Hay que invi tar a estas culturas a que se expresen, a decir lo que todavía no han podido decir porque no ha habido ocasión y la problem áti ca actual no se había h echo presente. Para que la interfecunda ción se realice hace falta (si puedo perm itirm e continuar con la metáfora en el sentido más elemental) amarse los unos a los otros, conocerse; hace falta (y de nuevo pido excusas) evitar todo pre servativo a fin de poder, quizás, hacer posible el nacim iento de un ser nuevo. Los preservativos son numerosos: el orgullo, el m ie do, el desconocim iento m utuo, los privilegios, los desprecios, y tantos otros. ¿Qué buscamos? ¿Cuál es la m eta de la vida política? La convivialidad, la vida feliz, la plenitud del ser hum ano. La p olí tica no consiste en una sim ple búsqueda de m edios (com o fre cuentem ente se nos quiere hacer c re e r), sino en la búsqueda o incluso el descubrim iento de fines que nos hacen encontrar los m edios pertinentes para realizarlos. Pensar que la política se li mita a la búsqueda o a la puesta en práctica de los m edios es ya i33
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contem plar su instrum entalización en el in terior de un sistema aceptado. En una aglom eración urbana com o G reater Los A n geles, d o n d e el 70 p o r 100 de la superficie construida está ocu pada p or carreteras, el m edio más eficaz para una circulación sin obstáculos es que unos vayan p or la derecha, los otros p or la izquierda, que haya sem áforos en los cruces y autopistas de cin co carriles. Pero nadie se p regun ta si las carreteras son— o no— auténticas vías de com un icación, si hay que construir ciudades en fu n ció n de los coches, las ruedas o los peatones. ¿Es una ver dadera ciudad la que, en lu gar de ser un centro com unitario que favorece las relaciones, el intercam bio, la vecindad, la fe licidad hum ana, se presenta com o una fortaleza del indivi dualism o? H abría que em pezar estudiando la relación entre la cultura y la política. Los verdaderos problem as políticos no con sisten en preguntarse a qué partido hay que votar, sino descubrir, en el transcurso de los intercam bios, si los partidos políticos p ro p o n en soluciones, si el voto individual co n d u ce al cam ino de la ju sticia, si la dem ocracia es un absoluto, y otras conside raciones. Se trata ante todo de descubrir cuáles son los fines y no de lanzarse en una discusión que verse ún icam en te sobre los m edios. H e utilizado con frecuencia las palabras em ancipación de la tecnología, transform ación del Sistema. La dificultad reside en la m anera de hacerlo. Sólo puedo decir esto: es a través de la in terfecundación de las culturas que escaparem os al dilem a. Hay que superar la inercia cultural y recon ocer que para resolver los problem as hum anos, hoy en día, ninguna cultura, religión, ideo logía, tradición es autosuficiente. C uando la barca de pesca se hunde, se acude a los demás pescadores para salvar a los hom bres y la barca. El diálogo, la colaboración, la confianza mutua, son imperativos de la hum anidad contem poránea. U nicam ente en una atm ósfera de este tipo pueden entrever se en profundidad soluciones a los problem as planteados por la situación actual. Para volver a nuestra reflexión sobre lo político, lo que la polis era en Grecia, la tribu lo es para Africa. Si en la pri *34
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m era la cultura era decisiva, en la segunda la naturaleza es do minante. Pero la cultura griega estaba fundada en la etnia, y la naturaleza africana no está divorciada de un universo hum ano. ¿No podría entonces la sabiduría tribal contribuir a profundizar en la noción de lo político? Bien entendido que, cuando digo «naturaleza», en este contexto, me refiero a la naturaleza huma na del africano y no a la «naturaleza» abstracta de las discusiones etnológicas sobre naturaleza y cultura. Quisiera dar todavía un ejem plo delicado y muy com plejo, al estar las em ociones exacerbadas y los abusos aberrantes; pero la experiencia de más de cuarenta años debería proporcionarnos cierta serenidad para abordarlo. Me refiero aquí al sistema de cas tas de la India. Desde la Independencia, y tras la Constitución, las castas fueron abolidas; no se las recon oce. Sin em bargo, en la república India, siguen siendo p robablem ente la fuerza social más poderosa. No hay que confundir este sistema con los parias,53 quienes, aunque se les d en o m in e— quizás con cierto paternalism o— harijan (‘pueblo de D ios’ ), prefieren el nom bre de dalit (literalm ente ‘q u eb ra d o ’ , ‘r o to ’ , ‘aplastado’ ); a fin de cuentas, otra casta, n u m éricam en te sup erior a ciertas «altas» castas. Me atrevería incluso a d ecir que la civilización india ha participado tradicionalm ente en un triple esquem a que sería el equivalente homeomórftco de la «polis»: el pueblo, la casta, el raja (el soberano lo cal, sea cual fuere su título). N o propongo aquí ningún m odelo para transformar el Sistema, no defiendo en m odo alguno la ac tual rigidez o los abusos del «castismo». Sim plem ente señalo que la sustitución de la vida política india por un sistema capitalista de las elites occidentales o por un socialismo de clases no es la inter fecundación que contem plo com o vía de solución. N o olvidemos que también hay genocidios culturales. Quisiera dar aquí algunos puntos de referencia sobre la rela ción entre la cultura y la política para llegar finalm ente a lo metapolítico. 53. En su acepción de ‘persona fuera de las castas’.
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La políticaforma parte integrante de la cultura Ya hem os dicho que la política es la m anera de gestionar la cosa pública, es decir, el arte y la ciencia, la praxis y la teoría de lo po lítico. Tam bién hem os descrito la cultura com o el m ito englo bante o unificador de un pueblo en un m om ento dado del tiem po y el espacio. C ultura y política están imbricadas. T oda cultura tiene su propia política. Una cultura sin política esfolklore. Q u erer un pluriculturalism o en una unidad política cerrada es reduccionism o cultural. En térm inos más filosóficos: el continente transforma y condiciona el contenido. Pensar que pueda ofrecerse un continen te neutro que perm ita que se desarrollen contenidos diferentes es, com o m ínim o, ingenuo. La relación continente-contenido no es un a relación neutra, hay un a in flu en cia recíp roca. Partien do de esta reciprocidad, puede desenm ascararse el totalitarismo latente del Sistema político actual que pretende, com o lo hem os subrayado, ser tolerante hacia las demás culturas mientras acep ten las reglas del ju e g o de esta cultura política englobante que les ofrece «la hospitalidad». Por otro lado, la cultura m oderna tiene una política determi nada. Se la puede m encionar citando las palabras grandilocuentes con las que nos apabulla y que la califican: individualismo, dem o cracia, m ercado mundial, desarrollo, Naciones Unidas, tecnociencias (ordenadores, satélites, redes de inform ación)... La cultura no es algo caído del cielo, ni la política una activi dad hum ana que opera en el vacío. La política es el arte según el cual una cultura se form a a sí misma; la cultura es la form a que adopta una sociedad a partir de una política determ inada— aun que cultura y política estén tam bién condicionadas p or otros ele mentos. Tras estas consideraciones podem os form ular el corola rio de nuestra preceden te afirmación.
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No hay política culturalmente neutra ni política sin cultura: son indisociables N o sólo toda política pertenece a una cultura y p or lo tanto le es inseparable, sino que toda política, al p resu pon er una cultura, es la expresión de esta última, y por este h echo le da form a. Es a partir de las premisas de una cultura dada que se toman decisio nes políticas, pero estas, una vez tomadas, pueden cam biar el as pecto de la cultura. Es en virtud de una cultura basada sobre la necesidad de certeza cartesiana, y de donde se deriva la necesi dad de seguridad política, que se tom an «libremente» decisiones sobre las armas nucleares, y esta política, a su vez, da form a a toda una cultura determ inada. En consecuencia, no existe una política de puros medios. La política no sólo es una técnica para favorecer la vida comunitaria. E incluso si únicam ente fuera una técnica, no sería neutra, puesto que persigue una m eta determ i nada en el horizonte de una cultura dada. Además, la actividad política no puede reducirse a la simple elección de medios para el bien com ún, sino que participa a la vez de la búsqueda y del análisis crítico de este mismo bien co m ún del que también asume la responsabilidad. La consecuencia de esto es grave: querer instaurar un sistema político m undial sin uniform idad cultural no tiene sentido. Y qu erer im poner un m odelo cultural único representa la elim inación de todas las de más culturas, un auténtico genocidio cultural. Evidentemente, los mass media al servicio de una política determ inada no quieren, en principio, im poner nada. Se limitan a hacer propaganda. Pero la propaganda es el arte de convencernos de que lo que es bu eno para el órgano propagandístico lo es igualm ente para todo el m undo. La libertad de propaganda es una decisión política que se deriva de una cultura muy precisa y determ i nada. ¿Puede hacerse propaganda de cierto nazismo, de la an tropofagia, del odio, de la revuelta violenta contra el estado, en favor de la deserción militar, de la violación de los niños, de la 137
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esclavitud...? H e aquí la fuerza de la cultura com o m ito englo bante. El p eligro más grave hoy es— siguiendo el ejem plo de la Ilus tración europ ea y de sus pretensiones— dar el m o n op olio a la razón, m o n op olio que im plicaría un falso dilem a: o la razón (pura, dialéctica, instrum ental, com unicativa, histórica, científi ca, tecnológica...) o el irracionalism o (fanatism o, sentim entalis m o, superstición, fundam entalism o...), olvidando que esta mis m a razón está situada culturalm ente. El actual atolladero D icho lo anterior, nos encontram os en un atolladero. Tenem os un sistema político dom inante que se quiere universal, y que, en cierto sentido, ha conseguido penetrar en la vida política de gran parte del m undo, pero al mismo tiem po, dado su gran éxito y de bido tam bién a la sabiduría inherente a la naturaleza hum ana, quisiera preservar el pluralism o cultural. P ero no hay pluralismo cultural sin pluralismo político. Si las diversas culturas son puestas en la obligación de adoptar una form a única de política, se re duce, com o ya lo hem os constatado, la cultura al folklore. Cada cultura engendra las form as políticas que le son connaturales. U na cultura sin su propia política es una cultura truncada. La p o lítica se deriva directam ente de lo cultural. ¿Habría entonces que derribar el sistema político actual para salvar las demás culturas? ¿O hay que condenar a las culturas a una lenta extinción, y redu cirlas así a flores artificiales que sirvan para decorar la gran civili zación tecnocrática? Estamos acorralados en un callejón sin salida. ¿Cóm o salir de él? Es inútil engañarse con vanas esperanzas: o una política úni ca, y entonces consagram os el m onom orfism o cultural, o el plu ralismo cultural con sistemas políticos diferentes. N o creo que sea necesario extenderse más sobre la realidad de este atolladero, dada su evidencia. Los intentos de im plantar el sistema occidental en África y en Asia y sus sonoros fracasos ya 138
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deberían habernos abierto los ojos. Pueden explicarse las causas de una dictadura aquí y de una ham bruna en otra parte. Hay que preguntarse más bien si una situación es endém ica y si em peora año a año. ¿Continuarem os esforzándonos ciegam ente en la bús queda de soluciones antes de haber percibido la naturaleza y la gravedad de los problemas? Insisto en la gravedad de la cuestión. El pensam iento evolu cionista— y me refiero al pensam iento y no a un simple evolucio nismo de las especies— nos conduce a un m onom orfism o cultu ral de gran estilo, incluso cósmico, a la m anera de Teilhard de Chardin. En su conjunto, la hum anidad cam inaría en la misma dirección. Ciertam ente, hay m eandros y espacios de libertades «culturales», pero tanto el punto om ega com o la estrella polar (o la de los Reyes Magos) serían visibles en el horizonte para todo el m undo. Esta m anera de pensar, predom inante en O ccidente, es el fruto de la interpretación tem poral de una escatología cristia na desacralizada. Se confunde la eternidad con el futuro y se imagina el destino, tanto del hom bre com o el de la tierra, en una escatología física y tem poral. En pocas palabras, el atolladero, en el seno de la cultura dom inante, es insuperable. Si se cree que es la única cosm ología verdadera, entonces no hay que ilusionarse con la interfecundación cultural. ¡El Big Bang lo dom inaría todo! Pero quizás sólo representa una cosm ología tan relativa com o las demás.54 La solución por reacción Denom ino solución por reacción la que consiste en procedim ien tos que reaccionan frente a la cultura dom inante por una con frontación en los mismos términos que esta y con categorías pare cidas, aunque antagónicas. Se cae así en la órbita de la cultura que se pretende sustituir. Contem plar el derrocam iento de este Siste 54.
Hace años que trabajo en la redacción de mi texto sobre The Conflict of
Kosmologies.
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m a político y su reem plazam iento por otro, porque conduce a una explotación masiva, ha favorecido una raza, y es la causa de tantos males, no es prácticamente factible ni teóricam ente convincente. Los signos ecológicos pueden atemorizarnos, socavar nuestra con fianza en el Sistema y prepararnos así para considerar la gravedad del problema; pero, en general, la ecología pertenece a una form a de pensam iento técnico-científico. Es a partir de esta advertencia, de esta toma de conciencia, que hemos hablado de ecosofía. Seña lemos dos obstáculos de diferente orden a las soluciones por reac ción. El prim ero se inscribe en el ámbito de la prudencia. Derribar el Sistema no es prácticamente factible. Recordem os a David y G o liat. David ha vencido una sola vez; en general es Goliat el que ven ce. Si se contem pla la guerra con un vecino más poderoso, hay que reflexionar m ucho antes de em prenderla, puesto que una con frontación de este tipo no conducirá posiblem ente a la victoria. U na segunda razón, m ucho más importante, que no se deriva únicam ente de la estrategia política en el m ejor sentido de la pala bra, es que si incluso se consiguiera vencer, ¿qué se habría ganado? ¿Reemplazar el blanco por el negro, el rico por el pobre, los unos por los otros? ¿Para continuar la lucha de la misma manera? Per m aneceríamos en el mismo Sistema, el cual no puede subsistir más que por el dom inio de los unos por los otros. N ingún sistema polí tico, en el curso de la historia del m undo, ha sido tan poderoso y tan desarrollado com o el actual. Q uerer corregir sus abusos es fru to de una intención muy loable, pero la naturaleza hum ana es la que es, por lo que es casi seguro que sin un salto cualitativo que proyecte fuera del Sistema no se irá muy lejos en la reform a pre vista. Dicho de una manera más sarcástica: si la iglesia católica debe ser una monarquía, es preferible que el papa resida en Roma más que en Berlín o Moscú; si los ricos deben dom inar la tierra, es pre ferible ser dom inado por los liberales de hoy que por los nuevos ri cos de mañana. La cuestión no es cambiar de guardián sino de Sis tema. Esta solución negativa por reacción presenta un peligro real: el de no superar la forma mentís de los que se rechaza y combate. El anticapitalismo reaccionario se convierte en un capitalismo de es 140
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tado; la antitecnología puede convertirse en otra supertecnología; la lucha por la paz puede fácilmente transformarse en combativa; ya sabemos que con demasiada frecuencia el anticolonialismo se ha convertido en una nueva form a de explotación (colonialista). Muchas revoluciones no han llegado, bajo otra forma, más que a repetir los modelos que combatían, y así sucesivamente. La solución por reacción, bajo una form a muy sutil, depen de del status quo. Nos convertim os en lo que odiamos. Para destruir al adversario, estamos obligados a utilizar sus armas; y al utilizar sus propios medios caem os en la estructura del sistema que com batimos. En pocas palabras, lo que denom ino solución p or reac ción es la confrontación y la lucha con las mismas armas que las del adversario. Si nos elevamos a un plano superior, no hacem os más que perpetuar la ley del karma. El interludio ¿Debemos preconizar el apartheid voluntario? ¿La fuga mundi? ¿La dispersión en subculturas minúsculas? ¿Recogerse en algún sitio, constituir aquí y allá islotes no contam inados? Si se aban dona el m undo o si se form an pequeños grupos, com unidades diseminadas, al principio puede ser positivo e incluso constituir una de las condiciones previas para una verdadera solución. Pero alejarse, separarse de los demás, retirarse y form ar peque ños núcleos puros no es una alternativa estable. La historia de la hum anidad ha conocido muchas com unidades: m aniqueos, fraticelli, cátaros, montañistas, jansenistas, puritanos y todo tipo de sociedades secretas. El m undo no podía tolerarlos y consideraba a estos «parásitos» peligrosos para la estabilidad del régim en. Y sin embargo, este m undo tiene también sus propias sectas y herejías. El primer mundo, puesto que es más estable y poderoso, puede permitirse el lujo de tolerarlas com o la mejor m anera de ha cerlas ineficaces. Mientras seáis unos pocos drop out, flower children un poco molestos pero que no representan ningún peligro para el orden público, se os deja en total libertad para instalaros en las 14 1
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montañas de California, vivir allí com o os plazca e incluso fundar un partido verde. Pero cuando em pecéis a tomar partido, a ser de masiado fuertes, un poco peligrosos, y que vuestra conducta, vues tras actividades y reivindicaciones aparezcan com o un peligro de sacudir siquiera un poco el Sistema, este ya no os tolerará más. Todo depende de hasta qué punto constituyáis para él una ame naza real. Este Sistema necesita una autodefensa para continuar existiendo. El aparthdd podría ser una pausa, un m om ento de res piro, de reflexión, de consolidación de algunas posiciones. N o quisiera en m odo alguno dar la im presión de condenar todos los m ovim ientos no conform istas y minoritarios; todo lo contrario. Las herejías tienen una función salutífera e indispen sable para la vitalidad de una tradición; esta p uede evaluarse de acuerdo con la generosidad con la que tolera los disidentes. Es tos pequeños núcleos tienen, sobre la mayoría, una influencia más im portante de lo que se cree habitualm ente. Sin estas expe riencias m arginales nos ahogaríam os. Varios indicios m e llevan a pensar que sin la «revolución» del 68 y de lo que ahora llamamos new age, la perestroika rusa quizás no se habría puesto en m archa tan rápidam ente y de la misma form a.55 A v e ce s hay que aislarse para sobrevivir. Los m onjes de los pri m eros siglos huían al desierto tanto para salvar el m undo cuanto para salvarse a sí mismos— y esto sin rastro de egoísm o. Mi advertencia es una recom endación para estar vigilante, es decir, que el éxito de las pequeñas industrias, p or ejem plo, no eche a perder los designios de la gran industria. Esta se desarrolla gracias a las pequeñas industrias pero dejándoles una autonom ía lim itada que les perm ite desem peñar el papel más im portante. H e hablado en otro lugar de la oposición que existe entre lo mi55.
Cf. Guillain, 1989. Su artículo, publicado en Le Monde, el 6 de junio de
1968 terminaba así «En todo esto, China está finalmente más cerca de nosotros de lo que parece, a menos que no seamos nosotros más chinos de lo que creía mos. En todo caso, esta revolución cultural proletaria de Pekín, que con tanta frecuencia nos parecía un enigma, acabó por aparecer a la luz de los aconteci mientos de Francia, mucho más inteligible».
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crosociológico y lo m acrosociológico. En el sistema actual lo que conviene al orden de lo m icro aparece com o destructivo en el or den de lo macro. Hay que intentar salir del dilem a y encontrar otro m edio que no sea la victoria o la retirada incondicional. Los vencidos siem pre vuelven. ¡No hace falta creer en los espíritus o en una justicia divina para saberlo! Pero el aislamiento no sólo es prácticam ente difícil, sino im posible; a la larga, ahoga tam bién a los que han escogido vivir apartados. H e aquí un ejem plo político. Se puede im aginar Buthanm com o un paraíso tradicional. N o hay dictadura, no hay co munismo, no hay dicotom ía entre política y religión, una vida al ritm o de la naturaleza, no la acelerada y nerviosa de la m oder nidad, no hay sociedad de consum o, tam poco aglom eraciones — son aproxim adam ente un m illón. Pero la población em pieza a estar tentada p or la m anzana de la m odernidad. Esta no se pre senta a sus ojos bajo rasgos negativos, sino en lo que tiene de po sitivo y atractivo: libertad individual, higiene, espíritu crítico, co m odidad, tolerancia hacia el otro, etc. ¿Hacia qué lado volverse? ¿Hacia una dictadura que preservará el orden, o bien dejar que el espíritu occidental invada el país, em pezando por el turismo? La prim era solución hace desaparecer las ventajas del antiguo ré gim en. La segunda, una vez se han abierto las puertas, con la com prensible velocidad vertiginosa, conducirá a una destruc ción a gran escala. ¿Qué hacer una vez que se ha perdido la ino cencia? N o se puede volver a encontrar ni salvaguardarla por la fuerza. Yavé tenía efectivam ente ángeles con una espada de fue go a la puerta del paraíso para prevenir la tentación de querer entrar de nuevo (Génesis III, 24). La solución no consiste en vol ver atrás, ni tan sólo en reform ar lo que se ha visto que era noci vo, sino en ir adelante, saltar al vacío, abrirse a la transform ación posible.56 En una ocasión se m e citó una frase del cardenal Danié56.
El tono de este párrafo, de hace casi diez años, se muestra en 1991 por
desgracia muy realista. Por lo que respecta a Buthanm, su paz, en estos últimos años, se ha visto perturbada por cuestiones étnicas y socioeconómicas.
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lou (probablem ente antes de serlo) según la cual las órdenes y congregaciones rom anas nacen por obra y gracia del Espíritu Santo, y continúan existiendo p or puro m aterialism o histórico. En definitiva, todas las reform as son provisionales. La vía de la conciliación Quisiera p ro po n er otra aproxim ación a la cuestión. A cepto que pueda parecer un p oco ingenua o idealista; pero tras seis mil años de experiencias negativas, ¿por qué no intentar tom ar la vía difícil que la hum anidad presintió varias veces? ¿No dice acaso el Dhammapada (I, 5) que según la ley eterna las enem istades nun ca son aplacadas por la enemistad? ¿Hará falta recordar aquí el Tao-te-King? ¿El Evangelio? La palabra conciliación sugiere la asociación, la unión, la asam blea reunida en consejo para una obra com ún. Es una pala bra latina aunque p rocede en parte del griego KaX,8C0. Q uiere de cir ‘llam ar’; y cum-calare ‘llam ar conjuntam ente’ (a la reunión) — m uchas veces ‘llam ar por su n o m bre’, ‘invitar personalm ente’. En sánscrito antiguo, uno de los nom bres del gallo es usha-kala, ‘el que llam a al alba’, que la invita a levantarse en el horizonte. Es de esta llam ada de la que quisiera hablar. Primus sum qui Deurn laudat, nos dicen los gallos de los cam panarios de las iglesias cris tianas de buena parte de Europa. Es tam bién una llam ada a un concilium, a una reconciliación. La conciliación evoca la palabra éiCKA,r|CTÍa, ‘co n gregación ’, asamblea llam ada para vivir, adorar, discutir e incluso luchar por el Reino de los cielos, p or una causa, quizás todavía no bien de finida, pero considerada de una im portancia vital p or sus miem bros. C icerón la utiliza ya en el sentido más am plio de communis generis hominum conciliatio, ‘la relación (la religatio, la religión) co m ún al género h u m an o’ {De officis, I, 149). El esfuerzo com ún que p roponem os no co n d u cirá necesa riam ente a una sim ple reform a o a un com prom iso; tam poco a una alternativa, puesto que no existe. Hay que concertarse to ! 44
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dos ju n to s sobre los m edios para intentar encontrar una solu ción hum ana a los problem as de los hom bres y no sólo a los de un grupo, de una cultura, de una religión o de una tradición, incluso p or estos m edios hay que com batir al Sistema o a los sis temas. N o elim ino ni el sentido de lo trágico, ni la existencia del mal, ni tan sólo la guerrilla contra el Sistema, pero no considero absoluto ningún valor y no pierdo de vista lo que llam aré aquí lo m etapolítico. N o se trata de un com prom iso o de una actitud ecléctica que rehúsa ver las incom patibilidades fundam entales. Se trata más bien de lo que denom ino diálogo dialogal que deja abiertas las puertas de la com unicación, incluso si se tienen puntos de vista divergentes.57 La em presa no es fácil. Con frecuencia hay una ne gativa al diálogo, un no tolerar a los que se acusa de intolerancia, no se abandona fácilm ente el p oder ni las convicciones; se está dispuesto a ir hasta cierto punto y a hacer concesiones, pero no hasta el punto de perder su propia identidad o traicionar sus cre encias. Ya estamos tocando lo m etapolítico. N o se trata de abandonar toda aproxim ación crítica y m ante nerse en una actitud hipócrita de «puro» fuera del Sistema. Lo que está e n ju e g o es todo un proceso (que vacilo en llam ar espi ritual pero no encuentro otra palabra) de em ancipación del Sis tema: perm anecer en él pero sin p ertenecer a él, com o ya he su gerido al citar el Evangelio. La palabra cristiana que corresponde a esta actitud de conci liación es la de redención, de transformación; es la actitud de disponibilidad a tomar para sí el peso de la acción y de la res ponsabilidad para m ejorar la situación desde el interior y desde el exterior. Es en esta línea de conciliación que, con discreción, y desde hace tiem po, hago un llam am iento para un segundo C on cilio de Jersualén y no para un Vaticano III. Pero volvamos a las conclusiones de nuestra exposición. 57.
Cf. Panikkar,
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1986/2.
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3.
E L R E T O DE LO M E T A P O L ÍT IC O
Podem os avanzar en la profundización de estas reflexiones, que nos han conducido hasta el um bral de lo m etapolítico, intentan do presentar un esbozo. Sin em bargo, es difícil expresar esto en térm inos de los parám etros dualistas corrientes de la civilización m oderna. Rem itim os a los num erosos estudios sobre la política y lo político y a las discusiones actuales sobre la naturaleza misma de la «ciencia política» (o de las ciencias políticas). Pero nuestro problem a supera el nivel de las ciencias políticas puesto que, aun que no critique directam ente las teorías de lo político, está bus cando el punto de intersección de lo político y de lo que consti tuye el ser hum ano. ¿Qué es lo m etapolítico? Es el fundam ento antropológico de lo político, la relación trascendental entre la política y lo que la sostiene y la funda: el sentido de la vida. Esta relación trascendental es constitutiva de la vida; es trascendental en el orden del ser. En cualquier actividad hum ana, yace com o escondido el misterio de la vida. L o m etapolítico restablece la unión intrínseca entre la actividad política y el ser hum ano. C om o ya hem os dicho, es el punto de intersección del animalpoliticum en el todo. La tom a de conciencia de lo m etapolítico perm ite evitar, por un lado, las lim itaciones del refugio en el más allá, en la interio ridad, en sí mismo o en el acosmismo, y, por otro lado, la disper sión en la acción individual, o en una actividad exclusivam ente política que haría abstracción del resto del hom bre y de la reali dad: una especialización. El Bhagavad Gita (III, 29) y los Analectes de C on fu cio (II, 12) nos advierten contra la especialización. L o m etapolítico es la presencia en lo político mismo de algo que lo supera sin por ello negarlo. Es lo que perm ite que sistemas po líticos opuestos no rom pan sus relaciones mutuas, continúen oponiéndose, e incluso luchen, pero sin matarse, p or así decirlo, sin absolutizar su propio sistema de una form a tan totalitaria que no haya sitio posible para n in gún tipo de pluralism o. L o meta146
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político es lo que perm ite al hom bre sobrevivir políticam ente en un sistema político que considera injusto y agobiante. L o metapolítico no puede actualizarse ni por la separación ni por la hui da; es más bien com o la levadura gracias a la cual toda la pasta ferm enta y se transforma. Es com o la dim ensión tácita de lo po lítico, su profundidad. ¿Cóm o descubrir esta dim ensión, y al haberla descubierto, cóm o adoptar una actitud realista, es decir, cóm o en una sola vi sión abarcar todos los aspectos de la vida hum ana, incluida la cosa pública, y trascender esta últim a sin rechazarla? N o se trata de una nueva estrategia del p oder o de una ciencia esotérica; se trata de descubrir, en el ser hum ano, un núcleo que nos liga a lo político, a la polis, pero que la técnica política no agota, aunque la naturaleza misma del hom bre sea (también) política. La natu raleza hum ana no es en parte política y en parte individualista, com o tam poco es p or un lado abierta a la trascendencia y por otro intram undana; está a la vez en una relación no dualista, con lo político y el resto de la realidad. El hom bre es una unidad, aunqué debem os recon ocer que tienevarias dim ensiones. L o metapolítico sería lo que liga intrínsecam ente la actividad política al ser del hom bre, o m ejor aún, al ser mismo del hom bre en tanto que actualizándose p or y en la actividad política. Esta dim ensión es com o el alma profunda de la actividad social del hom bre, el elem ento que trasciende su intim idad individualista sin alienar lo. U na buena parte de las com unidades de base de A m érica La tina podrían proporcionarnos un ejem plo de lo m etapolítico. Es en la celebración eucarística donde encuentran tanto la motiva ción com o los medios de dirigir su vida com unitaria— y muy a m enudo para liberarse de los yugos de la historia o de los regí m enes socioeconóm icos que los aplastan. Se da un com prom iso con lo tem poral con una conciencia que lo trasciende. Pienso que la mística de un C h e Guevara o de un Cam ilo Torres se sitúa en esta línea, aunque puedan discutirse su praxis y sus teorías. Está claro que introducir una palabra y la noción que la sostie ne no equivale a encontrar una solución. Ante todo hay que mos ! 47
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trar la realidad de lo que esta palabra revela, léase su contenido de verdad y por lo tanto de fuerza transformadora. Decir que lo metapolítico representa la dim ensión de trascendencia de lo político no debería interpretarse com o un discurso que haría de lo políti co algo tributario de lo religioso. La trascendencia en cuestión es la de lo político mismo en relación a la política (y todas las políti cas) , es el descubrim iento de que lo político supera infinitamente la política (para imitar la frase pascaliana sobre el h om b re). M etapolítico no es sinónim o de transpolítico o de superpolítico. Lo metapolítico es el humanum que sostiene lo político, lo que hace que lo político sea una actividad fundam entalm ente hum ana (y no sólo del hom bre, para retomar una distinción propia de la es colástica) . La experiencia de lo metapolítico conduce a la plenitud de la vida humana, a su arm onía con el cosmos y sobre todo con los hombres; es la experiencia de la unidad de la vida, no sólo sin las dicotomías (los dvandva de la cultura sánscrita) de la vida perso nal, sino de la vida de los hombres— por lo tanto en la ciudad— y de la vida sin más— por lo tanto, en el cosmos, sin excluir la Vida. L a observación de G andhi, de que no era un santo (sádhu, svámi, samnyási, ‘religioso’, ‘hom bre espiritual’) que hacía políti ca, sino un político que aspiraba a convertirse en santo, podría ser una expresión de lo anterior. La recom endación del Evange lio de buscar el R eino de Dios y su Justicia sería tam bién otra for m ulación de lo mismo. Esta frase no habla de cerrarse en un ais lam iento intimista, sino de lanzarse en la praxis de la Justicia en un Reino que es SUTÓg entre nosotros, y no sólo en o en medio de nosotros. (Lucas XVII, 2 1). Lo m etapolítico es una relación no dualista entre la interioridad y la exterioridad. La verdadera espiritualidad no está desencarnada, d ebe encarnarse, léase hum anizarse. P ero evidentem ente, esta m etáfora p erten ece al cristianism o. P ero el cristianism o no nos dice que el V erb o se haya convertido en Jesús, sino que el A ó y o <; se ha h ech o carne (aáp^ )— Cristo mismo m uestra el cam ino al ser p lenam ente Ver bo encarnado. La espiritualidad del bodhisattva (‘el sab io’ ) de la tradición budista del maháyána, del que renuncia a salir del 148
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samsára (el m undo de lo tem poral) para com prom eterse a libe rar a todos los seres del sufrim iento y ayudarles a lograr su salva ción y que, de esta form a, participa en la actividad de la vida hu mana, constituye otro ejem plo de ello. Esto no debe entenderse com o una apología de la indistinción monista que querría «san tificar» toda política o defender cualquier teocracia. Se trata de la dim ensión de lo m etapolítico y no de una política religiosa. La teología política La teología cristiana siem pre ha estado solicitada simultánea m ente por los dualismos de los Agustines, Luthers y Barths, de un lado, y los monismos medievales, los restauracionism os pos rom ánticos y m odernos del otro; p or las teocracias de un lado y los liberalismos de otro. Desde las revoluciones inglesa (164 2), am ericana (1 7 7 5 ), sa (178 9 ), la época napoleónica y sus conquistas (180 4-1815), la Santa Alianza (1 8 1 5 ), los aconteci mientos de 1870, las dos guerras mundiales, y más recientem en te, la caída de los partidos marxistas en Rusia y Europa del Este (todavía vivos sobre todo en Asia), toda una corriente de pensa m iento cristiano se ha com prom etido, sin m ucho éxito, en la búsqueda de una vía m edia entre la autonom ía y la heteronom ía de lo político respecto a la teología. N o harem os aquí su historia. Más recientem ente, los nom bres de Eric Peterson, W. Pannenberg, K. Rahner, J. M oltmann, J. B. Metz y m uchos otros, son otras tantas indicaciones del esfuerzo realizado para reintegrar lo político en la teología. Estos esfuerzos teológicos se reflejan igualm ente en la obra filosófica de autores com o E. Bloch, J. Habermas, W. Benjamín y m uchos otros. Tam bién hay que subrayar que esta dirección de pensam iento ha sido preparada p or la re flexión juedocristiana anterior sobre la teología de la historia. Son capítulos importantes del pensam iento occidental. En lo que nos concierne, retengamos únicam ente esto: la teo ría de lo m etapolítico no se sitúa m etodológicam ente en la línea temática cristiana, aunque podría inscribirse en la tercera época i 49
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(la de después de la cristiandad y el cristianismo) que he deno m inado cristianía.58 Nuestra aproxim ación es intercultural, y puesto que el problem a, hoy en día, no se plantea solam ente en el interior de los antiguos países de la cristiandad o del cristia nismo, m e interesa subrayar que una aproxim ación que se apo yara exclusivam ente en la tradición cristiana, tal com o ha sido interpretada hasta el presente, no sería m etodológicam ente ade cuada. Hay que co n ocer los presupuestos de otras culturas y re ligiones, e integrarlas. Explicitar todo eso nos llevaría lejos de nuestro tema. Añadam os solam ente que la reflexión m etapolítica se inscribe en una problem ática parecida a la que se trata en diversos trabajos de la teología política contem poránea. Si no hacem os explícitam ente teología cristiana nuestras re flexiones no se sitúan tam poco en un terreno neutral. N o se pue de pensar (ni hacer filosofía o teología) en un «No m an’s land»; lo intercultural se transforma en inculturado a partir del m o m ento en que se expresa, sea cual sea la lengua utilizada. Nues tras reflexiones pueden expresarse tanto en un lenguaje cristia no, com o en un lenguaje budista o más secular; tienen por objeto ampliar, a la vez que la profundizan, una experiencia hum ana que se en riqu ece hoy con las aportaciones culturales m últiples y que deberían poder dar a la situación hum ana contem poránea una vitalidad renovada. El hom bre está todavía incóm odo, situa do com o está, en esta encrucijada, para no decir este torbellino, de nuestro m undo m oderno tardío que persigue su identidad, sin saber exactam ente d ón de se encuentra. Intentem os todavía en tresacar algunas líneas de fuerza de lo m etapolítico. La conciencia simbólica Para descubrir la realidad de lo m etapolítico hace falta una conciencia que supere una simple visión de la realidad llamada política sin por ello perder de vista lo político y sin com prom e58. Cf. Panikkar, 1987/13.
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terse en cualquier otro orden acósm ico o apolítico. D udo en ha blar de conciencia religiosa; la expresión está demasiado cargada de sentido y no sería quizás la más adecuada. Me gustaría utilizar otra expresión: la conciencia simbólica (symbolical awareness). Se tra ta de una experiencia del carácter simbólico de la realidad que descubre en cada cosa una dim ensión interior, diferente de los datos sensibles e intelectuales, pero encarnada en ellos. El símbo lo no es un signo, ni tam poco la pura apariencia de la cosa; nos revela nuestra conexión intrínseca con la cosa. El símbolo es la cosa en tanto que se revela y se abre a nosotros, y al hacer esto, nos incluye en ella misma. El símbolo no es la «cosa en sí», sino la cosa en nosotros, que ha superado la escisión epistem ológica suje to/objeto. Lo que el símbolo simboliza es lo simbolizado en el símbolo mismo y no algo diferente. No hay herm enéutica posible del símbolo. Lo que utilizaríamos para interpretar el «símbolo» se ría, para nosotros, el símbolo auténtico. Entiendo por «conciencia simbólica» la interpretación de la experiencia hum ana a la luz de esta conciencia simbólica. Com o he analizado en otra parte, lo que se denom ina experiencia es un com plejo form ado por cuatro elementos: a) la experiencia pura o o inm ediato con lo real; b) la m em oria de esta experiencia; c) su interpretación (que se deriva de la cultura en el seno de la cual se hace esta interpretación; d) la integración de este triple com plejo en el conjunto de nuestra vida y de la cultura a la que pertenecem os.59 E ntien d o p o r exp erien cia sim bólica la co n cien cia sim bóli ca de la realidad abierta a nuestra experiencia. Aváyicri axfjvai! (‘Hay que detenerse [en algún sitio]’ ). Esta conciencia simbóli ca ya no puede desdoblarse en una conciencia de la conciencia, dado que esta segunda conciencia no sería diferente de la pri 5 9 . Cf. P a n ikka r, 1 9 7 0 / 6 .
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m era, puesto que la conciencia sim bólica ya ha superado la po laridad sujeto/objeto, la única que perm ite la reflexión com o un segundo retorno del sujeto sobre sí mismo en tanto que sujeto cognosciente. Sea com o sea, lo m etapolítico representa la toma de concien cia de un «elemento» que no se agota en la política ni en lo po lítico, sino que les es inseparable. Se trata de una experiencia no dualista de la realidad; de una visión que abarca la «cosa» en su conjunto, sin separarla ni de su origen ni del hom bre, pero a la vez diferenciada; una visión en la que los diferentes elem entos de la realidad no son capas separadas, sino dim ensiones que se im brican m utuam ente. El descubrim iento de lo m etapolítico en lo político perm ite una supervivencia y una transform ación radi cal del orden político sin abolirlo. L o m etapolítico equilibra y com pleta nuestros prim eros análisis sobre la alternativa. H em os dicho que esta no p uede encontrarse en el interior del Sistema. Pero tam poco existe fuera de él. Lo m etapolítico trasciende el Sistema de form a inm anente. De la misma form a que el hom bre no se agota en su cuerpo, sino que no hay hom bre sin cuerpo (cuerpo y hom bre son inseparables); así lo hum ano no se agota en lo político ni esto últim o en la(s) políticas(s). Este es el lugar de la conciencia simbólica. La con ciencia sim bólica nos descubre en todo orden político, no la existencia de otra ciudad— para hablar com o Agustín— , sino en la ciudad hu m ana un alma invisible a lo que acostum bram os a llam ar lo polí tico. El orden de la ciudad puede ser más o m enos p erfecto, pero los ciudadanos, en tanto que ciudadanos, no son, p or así decirlo, totalm ente dependientes del régim en invisible del orden cívico. El hom bre puede encontrar un sentido a la vida incluso en un orden injusto, precisam ente luchando contra este. A l recorrer la bibliografía cristiana m oderna sobre la política uno se qued a sorprendido p or el brusco giro tom ado tras la pri m era y sobre todo la segunda guerra mundial. Y quizás se entien de la reacción opuesta de los integrismos de todo tipo. En efecto esta literatura se ha vuelto hacia el m undo y ha
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aceptado la m odernidad, convirtiéndose así prácticam ente en atea. Recordem os las condenas de las encíclicas de L eón XIII y de G regorio VII contra la dem ocracia, la libertad de conciencia, la independencia del Estado respecto a la Iglesia, etc. Los papas no se pronunciaban contra los «incrédulos» de la época, sino que se preocupaban de sus fieles que parecían haberse dejado «pervertir» por el «americanismo». Visto desde su propia pers pectiva, esto es muy claro. El Dios de la política no existe. Subsis te un cierto moralismo, y en algunas obras la referencia a Cristo es com o un m odelo a seguir, pero la política parece ser perfecta m ente autónom a, independiente de la existencia o de la no exis tencia de Dios. M uchos pueden estre cives qui non erunt christiani mesmes (‘el excom ulgado no deja de ser un ciudadano’ ), escribía ya, hacia 1560, M ichel de l’H ospital.bo La intuición de lo m etapolítico daría la razón a los «moder nos» y explicaría tam bién la angustia fundada de los tradicionalistas. «Dios ha dejado el m undo a las disputas de los hombres», dice la Biblia latina (Eccle. III, 11) y por lo tanto, una teoría po lítica no tiene necesidad de introducir un factor extraño al ám bito político. El Dios de la historia, y p or lo tanto de lo político, el Dios de las Cruzadas y tam bién de Auschwitz y de H iroshim a ya no es creíble. L o m etapolítico suscribe otra filosofía de la his toria. El m onoteísm o no le es necesario para descubrir esta di m ensión oculta de infinidad y de libertad en cada acto hum ano y por lo tanto en la actividad política. L o m etapolítico no niega lo Divino, pero tam poco hace de Dios un deus ex machina o una «Providencia» que bendice siem pre a los victoriosos. N o quiero extenderm e sobre la im portancia de la conciencia simbólica. Basta con subrayar aquí dos aspectos: la conciencia simbólica no está en contradicción, léase incom patibilidad, con el conocim iento racional; no es irracional. La segunda: una conciencia sim bólica está presente incluso donde la conciencia 6 0 60.
Michel de l’Hospital, 1561, ed. Pierre Joseph Spiridon, ig68, vol. I,
p. 449.
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racional no p uede operar/actuar. Esto perm ite no sólo un grado m ayor de tolerancia, sino tam bién salir de los atolladeros ideoló gicos y de la absolutización de las opciones o de las opiniones pu ram ente políticas. Esto explica tam bién el quid pro quo de la si tuación política actual, para no hablar de las tragedias políticas de nuestro m undo, debidas, .con frecuencia, a un desconoci m iento de las raíces m etapolíticas en el seno de la actividad pu ram ente política. La guerrilla, el maquis y con frecuencia el lla m ado terrorism o son m ovim ientos que pueden ser entendidos al nivel m etapolítico. Los problem as del Kurdistán o del Khalistan, de Irlanda del N orte, de H onduras, de Eritrea, y de Israel, para no citar más que algunos ejem plos bien diferentes y de conti nentes diversos, serían ejem plos de ello. Tam bién podríam os hablar de los diferentes arquetipos del ámbito político. Mientras que para un ejército m ercenario, profe sional o no, se trata de ganar una batalla, para un pueblo que de fiende su libertad o su identidad, se trata de defender lo que hay de más sagrado en la realidad. U na com un idad de base latin o am ericana o grupos de resistencia kurda, sikh, afgana, palesti na, p o r ejem plo, p u ed en en con trar un sentido a la vida en su com prom iso p olítico p orqu e están sostenidos p o r lo m etapolí tico. En su com prom iso de lu ch a política, d efien d en el sentido total de sus vidas. M ientras que las fuerzas m ilitares, policiacas o burocráticas están ahí para p roteger y m antener el status quo político. Es la razón p or la cual las fuerzas de represión o de con quista han de ser «motivadas» m ediante la n arració n de atro cidades (reales, im aginarias o provocadas) com etidas p o r el en em igo. L o m etap o lítico está a la vez en lo sagrado y en lo se cular. E nu nciem os todavía algunos rasgos de la p ro blem ática general. La secularidad sagrada La progresiva secularización de la cultura produjo la separación, en dos planos distintos, de lo político y de lo religioso. H em os de *54
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reencontrar de nuevo el papel indisociable de cada uno en lo que denom ino la secularidad sagrada. Se im pone una distinción entre el proceso histórico de secu larización (com o lo ha vivido la Europa del siglo x i x ) , la ideolo gía del secularismo, que niega toda trascendencia, y la experiencia de la secularidad que sostiene que las estructuras espacio-tempo rales de la realidad material (el saeculum) no son ilusorias o no definitivas. Al defender una secularidad sagrada, no contem plam os una sacralización de lo político en una especie de césaro-papismo o de teocracia. La sacralización del estado es uno de los mayores sacrilegios que se hayan com etido en el orden de lo político. Pero por tem or a caer en el extrem o de la heteronomía de las teo cracias, tiranías y dictaduras, no hay que convertirse en víctimas de la autonomía disem inadora de los estados soberanos o del in dividualismo de instituciones atomizadas. La secularidad sagrada nos descubre la ontonomía de la realidad en la visión no dualista de las cosas. En el orden de lo político hay algo más de lo que llamamos político; lo político mismo rem ite a lo m etapolítico. Hay que in tentar abolir las separaciones realizadas por algunas culturas sin por ello caer en la indistinción, y recon ocer que la felicidad hu mana, que depende tam bién del orden social, tiene todavía otras variables independientes. Unos dicen: lo político abarca el orden social y el orden hum ano; hace falta a cualquier precio estable cer en la tierra el Reino de la Justicia, aunque para hacerlo deba eliminarse a los adversarios. Otros dicen: después de todo, lo po lítico es secundario; la auténtica vida hum ana se despliega en otro plano, lo im portante está en la inm anencia intimista (que puede revestir las formas más o m enos sarcásticas de abstencio nismo) o en la trascendencia ultraterrestre o sobrenatural (que puede tomar la form a del indiferentism o hacia la condición hu mana) . Ambas posiciones me parecen falsas. Es aquí donde sitúo la visión no dualista de la realidad. Es lo secular mismo, lo políti co, lo que es sagrado. Ciertam ente, lo sagrado se opone a lo pro
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fano, pero no a lo secular, a los asuntos del siglo. En una palabra, desde el m om ento en que la actividad política pertenece a la na turaleza misma del hom bre y, p or lo tanto, el ser hum ano no p uede realizarse plenam ente sin actualizar su dim ensión políti ca, la salvación del hom bre, p or lo tanto la religión, no puede desinteresarse de lo político. Es la misma secularidad la que es sagrada.bl T odo esto está bien, pero ¿cómo realizarlo? Teoría y praxis Hay que evitar una doble trampa, que sim plifico denom inándo la la tram pa marxista y la tram pa liberal. El pensam iento marxista dirá: «Transformemos las estructuras, derribem os el Sistema, hagam os la revolución, y el resto vendrá solo. La prioridad se si túa en la praxis; mientras no se actúa, se es un despreciable bur gués». Esto es, hasta cierto punto, correcto. Sin las rebeliones, pro testas y revoluciones todavía estaríamos siendo víctimas de los peores y más brutales excesos. Es gracias a las revoluciones que el m undo se ha liberado de injusticias espantosas. Pero un simple cam bio de estructuras no podría producir al mismo ritm o que el de las concepciones básicas de la realidad, y m ientras estas no se m odifiquen el cam bio sigue siendo bastante superficial. La tram pa liberal consiste en creer que cam biando las ideas se transform a todo lo demás y que pueden tenerse ideas justas indepen dientem ente de la situación en que uno se encuentre. El predicador dirá al laico: «Tenga usted una con ciencia clara, cam bie su form a de pensar, cam biem os las ideas». Esto es tam bién, hasta cierto punto, exacto. Sin una nueva toma de con ciencia no se produce ningún cambio; puesto que no nos atrevem os a cam biar el resto, al cam biar las ideas se cam bian las ideas, y nada 6 1 61.
Paralelamente a este estudio, he elaborado otro titulado Sacred Secula-
rity, lo que me permite no extenderme más sobre este tema.
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más. Y todo sigue siendo com o antes. Se recordará a Mateo (XXIII, 3): «Dicen pero no hacen». La misma idea se encuentra en el Dhammapada (IV, 8), «estériles son los discursos de los que no los ponen en práctica». Si el único cam bio de las estructuras es todavía superficial y no alcanza al corazón del problem a y el cam bio de ideas, por otra parte, no es suficiente y no co n d u ce a nin gun a transfor m ación, ¿dónde estamos? Tenem os aquí una relación que no es estrictam ente dialéctica; no se pueden cam biar las ideas más que a m edida que se cam bia la práctica y a la inversa. N o se p uede se parar la teoría de la praxis. En esta relación ambas están impli cadas la una en la otra y no cam biarán más que en la m edida en que yo mismo haya cam biado mi form a de ser, mi experiencia y todo lo que está en el orden de la acción; y viceversa, mi orden de acción no cambiará mientras mis ideas no hayan verdadera m ente cam biado. N o es un círculo vicioso, sino un círculo vital. Toda teoría surge de una praxis y toda praxis deriva de la teoría. Hablar de una sin la otra es una simple abstracción (de lo re al). De nuevo estamos ante una relación no dualista. Para acabar, voy a señalar algunos hechos políticos entre los más sobresalientes de nuestra época. La prioridad de la nación sobre el Estado Toda verdadera nación es más o m enos consciente de su dim en sión metapolítica. Es esta dim ensión que hace de la nación algo más que una asociación con un fin particular. El fin de la nación es la vida misma. Es p or eso p or lo que la nación, com o la perso na, no es un m edio para alcanzar una meta cualquiera. Ya he dado un ejem plo de orden antropológico: mi felicidad está liga da a la felicidad de los demás; el orden de mi casa tam bién de pende del de la casa vecina; mi aldea, mi pueblo necesita rela ciones armónicas y pacíficas con el m undo, con la naturaleza, con los que habitan al otro lado del río o de la frontera. Y sin em bargo, puedo ser feliz sin, por un lado, replegarm e de m anera 157
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egoísta sobre m í mismo, ni p or otro lado, ahogarm e en el océa no de la hum anidad— o del cosmos. En la m edida en que soy fe liz, ayudo a que los demás lo sean. Existe por lo tanto una rela ción trascendental entre yo (mi felicidad) y la totalidad (la salvación universal). En el orden histórico las naciones siem pre han sido concre ciones particulares del ideal universal del humanum. L a naciónestado (si exam inam os la historia de O ccidente) ha surgido en el interior de un im perio, de un commonwealth, de una cristiandad, es decir, de un proyecto hum ano más vasto que la nación. U n im perio universal tendría la potestas suprema, la soberanía. La na ción es esencialm ente relación. T ien e una relación sui generis con la tierra, con el cielo y con las demás naciones. Es la tom a de conciencia de lo m etapolítico lo que nos perm ite descubrir que somos una nación, precisam ente, porque esta relativiza las di m ensiones horizontales y verticales de nuestra existencia. Com o ya h e explicado, lo m etapolítico es ese punto de intersección del otro en m í por el cual m e doy cuenta de que el desarrollo de mi nación, la realización de su plenitud está en función del bienes tar, de la paz y de la arm onía de las demás naciones, y tam bién, al mismo tiem po, en función de una realización más íntim a y personal en (o por) un «misterio» que nos trasciende. L o m etapolítico se revela a nosotros en la tom a de conciencia de que lo político no es autosuficiente, ni siquiera suficiente para resolver los problem as políticos que plantea al hom bre. Por ejem plo, la ecología hoy en día (por m ínim a que sea) em pieza a dar a las naciones una visión que las trasciende. H ay un senti m iento de responsabilidad hacia un conjunto más vasto y tam bién más profundo. La conciencia ecosófica no sólo nos sensibi liza frente al agotam iento de los recursos energéticos; nos hace sentir que vivir en arm onía con las flores, el bosque y los anim a les pertenece a la belleza y a la realización de la vida hum ana en cuanto tal. L o m etapolítico nos abre a una dim ensión espiritual. Por ejem plo, hablábam os de la conciencia de nación com o identi i5 8
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dad hum ana y que supera las necesidades de dinero y de tantas cosas artificiales. Cuando los pueblos se agitan o se desplazan no es siempre en busca de ventajas materiales. Piénsese en los tu multos lingüísticos en la India, o en las peregrinaciones a través del m undo, y en las guerrillas en casi todos los continentes. Hay un ideal, algo profundo y sincero que justifica que pierda inclu so mi salud y mi fortuna y muchas otras cosas, sin saber si esto me dará prestigio o algo positivo desde el punto de vista pragm ático. En la actividad política hay algo que se refiere a lo hum ano en tanto que hum ano. ¡Había ingleses que seguían a G andhi y blan cos que seguían a Martin Luther King! Si se nos ha seguido hasta aquí se reconocerá, contrariam en te a la corriente actual, una diferencia fundam ental y una seme jan za funcional entre lo que a partir del siglo x v i se llam ará es tado y lo que era la polis griega. La semejanza funcional consiste en una cierta pretensión de querer abarcar al hom bre por entero. En la polis com o en el es tado, el hom bre cum ple su función social, que form a parte de su naturaleza humana. Las dos tienden a abarcar el conjunto, no sólo de lo político, sino tam bién de todo lo que concierne al hom bre y lo conduce hacia su com pleta realización. La polis, así com o el estado, son instituciones en el sentido pleno de la pala bra, y no sólo asociaciones o agrupaciones. La diferencia entre las asociaciones y las instituciones reside aquí en que las prim e ras son voluntarias y las segundas están tan enraizadas en la na turaleza hum ana que son supraindividuales, es decir, que están por encim a de las voluntades individuales. Son un factor de co hesión hum ana, y dejan a sus m iem bros la independencia de su voluntad individual— la teoría del contrato social es contradicto ria o inoperante (hace falta un contrato para el acuerdo que esta blece el contrato social...). La diferencia fundam ental es triple. La prim era diferencia consiste en el h echo de que la polis está abierta a lo trascenden te, tiene sus Dioses y sus oráculos, sus espacios de libertad— es la función social de la trascendencia. Se podría form ular de un
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m odo que proviene del urbanismo: el tem plo, o más bien los tem plos, form an parte de la ciudad griega; es decir que los Dio ses tam bién son ciudadanos. El Dios no es lo trascendente a se cas. Su divinidad reside en su presencia.62 Los Dioses están pre sentes en la ciudad. El oráculo no es una simple superstición. Pero todo esto es im pensable en el estado contem poráneo, y las teocracias m onoteístas que quisieran im poner un culto único a una población h eterogénea serían una aberración. U n estado contem poráneo se encuentra incóm odo en relación a lo sagrado a la vez que tolera los cultos tradicionales.63 Lo sagrado no se in tegra fácilm ente en una sociedad m oderna— incluso un simple rezo antes de un quick lunch se convierte en algo bastante artifi cial y sobreañadido. La segunda diferencia reside en el h echo de que la polis es una institución a escala hum ana, mientras que el estado puede actuar más fácilm ente a una escala más vasta. U na frase atribuida a Pericles afirm a que una dem ocracia sólo es posible donde el CTTpaxriyóc; sabe de m em oria el nom bre de todos los ciudadanos. El estado tiene un estatuto diferente. Para él, las relaciones per sonales, aunque sean indirectas, no son necesarias. Es bien co nocida la ley, atribuida a Marx, aunque de inspiración hegeliana, según la cual un aum ento en el orden de la cantidad produce un cam bio cualitativo. El estado es más que una aglom eración de personas en un centro urbano; es más bien una red de relaciones «objetivas», controladas p or un poder, para resolver posibles conflictos internos, para p roteger la vida de sus m iem bros y para 62. Cf. Otto, 1984. 63. Me acuerdo del estado de confusión creado en Nueva Delhi (por lo que se refiere a la vida económica y burocrática) y de la irritación de los em pleados responsables (por cierto musulmanes) antes de que se declarara el fin del ayuno del Ramadán. En efecto, es facultad del pueblo, a través del imam, ver la nueva luna (anunciadora del fin del ayuno) y no al observatorio meteoroló gico de la ciudad. Si se anunciara la fecha de Id ulFitr según este último, haría seguir a los musulmanes de otros estados, del Andhra Pradesh o de Kerala por ejemplo, las «leyes» de la luna de Delhi.
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intentar m antener un cierto nivel de vida. Se oye decir con fre cuencia que un estado sin poder sería una contradicción en sus términos. El estado es el poder que una sociedad se da a sí misma o del cual se cree investida. Es entonces cuando el estado constituye a la nación más que la nación constituye al estado. El estado no está ligado al espacio, mientras que la polis no está situada en un espacio neutro (newtoniano o einsteiniano) sino en un espacio hum ano y terrestre, cercano a lo que actualm ente se denom ina biorregión. Los miem bros de un estado son seres desarraigados (o liberados) de su espacio hum ano. Hay que ser posgalileano para entender que un ser hum ano pueda ser identificado por un pasaporte. El espacio ya no es una categoría hum ana, se ha con vertido en un concepto físico m oderno.'14 Por el contrario, los miem bros de la polis son inseparables de sus relaciones concretas con la tierra que es la suya— su terruño. La tercera diferencia se refiere a las instituciones. La ciudad com prende un conjunto de instituciones ontonóm icas que no están necesariam ente centralizadas. Pensamos aquí en los cla nes, las familias, y las castas. La ciudad es un organism o hum ano. Cada m iem bro tiene su ontonomía. El estado debe necesariam en te estar centralizado, debe poder, si no ejercer un control estre cho, al m enos estar inform ado sobre todos los acontecim ientos. Es el estado quien redistribuye los productos de las tribus, goza de una potestas suprema. La polis es un pueblo que se organiza, el estado es un pueblo institucionalizado. La polis está form ada por un conjunto de instituciones cuya cohesión está asegurada por un h echo que se percibe com o natural. Subsiste gracias a un mito. El estado es una institución de instituciones cuya cohesión está ase gurada por una organización. Subsiste gracias a un poder. Se podría decir que el poder es la superestructura del estado, mientras que la autoridad es la infraestructura de la nación. Sin em bargo, en lo que nos concierne, una pista de acción tanto 64. Cf. P an ikkar, 1 9 9 1 / 2 1 .
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com o de investigación, sería la de em pezar a restablecer la sepa ración entre nación y estado. Si se desarrollara la identidad na cional y la autoridad de la nación sin la ayuda del estado-poder se conseguiría separar la nación del estado y estaríamos en el buen cam ino para salir pacíficam ente de la situación actual. En efecto, hem os dicho que la nación funciona com o una persona, y com o ella posee una identidad cultural que hace posible la rea lización de sus habitantes; no ahoga lo m etapolítico. Por el con trario, el estado m oderno es un individuo en el concierto de los estados llam ados independientes, y com o tal ha de seguir las re glas del ju e g o , sin dejar otro espacio libre más que el del indivi duo en la esfera de lo privado. Tom em os el ejem plo de Cataluña, nación en el seno del es tado español. Goza de una cierta identidad cultural y lingüística y tradiciones propias; su autonom ía actual le perm ite tener una personalidad ju rídica, incluso en el plano internacional, sin los inconvenientes propios de un estado. N o es una am enaza para sus vecinos; y tiene posibilidades que las naciones-estado no po seen. La prudencia política consistiría en convencer al estado es pañol de que Cataluña no tiene la intención de constituir otro estado— siendo su deseo tener la m áxim a autonom ía posible en el estado español— y de que un acuerdo sería muy provechoso para los dos países. Tam bién se podría citar el caso de Q u ebec y tantos otros m u chos más trágicos com o los de Palestina, Kashmir, Kurdistán. Los acontecim ientos recientes en la ex Checoslovaquia, la ex Yugos lavia, ejem plos históricos en Europa, y el desm em bram iento del im perio soviético nos p onen de nuevo, y de form a urgente, fren te a una triple necesidad: separar la nación del estado, repensar la com posición de los estados m ultinacionales, y superar el con cepto de estado com o base de la existencia política de la hum a nidad. D ebem os recon ocer que hay conciencias nacionales que no pertenecen a los estados. Las guerras civiles que, en nuetros días, destrozan a num erosos países-estados nacen de la reivindi cación de las naciones de la independencia. Estos acontecim ien 162
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tos nos hacen asistir a la inercia a la vez de la historia y de la ra zón humana; en efecto ¿no sería oportuno llegar a acuerdos en tre estados y encontrar una form a de convivialidad política? Esto podría llevarnos muy lejos. Se em pieza a itir que pueden existir naciones sin ejércitos; naciones que renuncian a tener todos los poderes para su propia defensa porque han des cubierto que hoy la defensa militar es un anacronism o; pueblos que no dom inan por com pleto los presupuestos del estado por que todos los gastos no depen den del tesoro de este último. La conciencia nacional es una categoría que no pertenece a la eco nom ía ni exclusivam ente a lo militar. N o se subrayará bastante la im portancia de la lengua. Toda nación necesita autoridad, no necesita todos los «poderes». Si se diversifican las naciones com o etnias se llega a las tribus. N o p ropongo ningún plan político concreto. Sólo puedo afirmar que los párrafos anteriores han sido escritos, en su sus tancia, una decena de años antes de la caída de la U nión Soviéti ca. Es evidente que la situación de U crania no es la misma que la de Palestina o Cachem ira. Q uisiera subrayar que necesitam os transform aciones fundam entales en el esquem a político y que sólo una reflexión profunda a partir de lo m etapolítico puede conducirnos a una paz que no sea la victoria del más fuerte ni la espera desgarradora de la venganza para los vencidos. Tenem os otros ejem plos im presionantes, incluso sangrientos, de esta ex trapolación: la idea de la vieja Europa aplicada a las nacionesestado de Africa o de Asia. Se les ha dado (o impuesto) un m ode lo sin raíces locales. U na gran parte de los problem as múltiples, com plejos e insolubles de la República India, por ejem plo, pro vienen de su pretensión de querer ser una nación-estado, o más bien un estado m ultinacional. Por otra parte, tenem os la form ación directa de los estados de Am érica que, con anterioridad, no eran naciones. Pero apar te de algunas excepciones, la mayoría de estados de este conti nente han desarrollado diferentes conciencias nacionales: un ve nezolano no es un chileno, ni un quebequés un habitante de 163
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M aní toba. Estados U nidos, cuyo nom bre es ya revelador, no pue de ser todavía considerado com o una nación, pero ya California y Nueva Inglaterra, p or ejem plo, em piezan a desarrollar su pro pia conciencia nacional. H abría que reivindicar los derechos de las naciones a su iden tidad sin necesidad para ello de convertirse en estados, y con vencer p oco a p oco a los estados de que la evolución es positiva. Ello no es im posible. La situación de la hum anidad y los proble mas ecológicos nos preparan para itir la posibilidad realista de cambios radicales en la concep ción misma de la res publica. N o p uede hacerse otra cosa más que constatar la enorm e cantidad de problem as que se plantean en el m undo actual. L o metapolítico nos señala aquí un error m etodológico de las grandes reu niones llamadas internacionales, aunque se trate, de hecho, de conferencias entre estados. En el transcurso de estas conferen cias oficiales para el com ercio, la industria, las aduanas, e inclu so la educación y otras, los participantes no pueden cuestionar el status quo ni las reglas del ju e g o . Están en el Sistema. A h ora bien, el problem a de fond o no p uede ni siquiera ser m encionado. Y si alguien osara criticar políticam ente la ideología dom inante, pa recería, al menos, que el tono de la crítica tiene un carácter m o ralizante o «filosófico». Nos aconsejarán que escribamos un libro, pero no que hagam os un discurso político. Las O rganizaciones N o Gubernam entales (O N G ) se encuentran en circunstancias parecidas, puesto que deben dialogar con las agencias de los go biernos. Me perm ito insistir: lo m etapolítico no p ertenece al ám bito de la m oral ni de la m etafísica sino de un discurso político enraizado en la naturaleza del hom bre, anim al m etafísico, m oral y político. La confederación de los pueblos Q uisiera m encionar la idea griega del CTi)ji7toX,ÍT6U|aa, que po dría quizás traducirse por ‘civilización h um an a’ , o sim plem ente p or lo que los italianos denom inan civiltá (opuesto a barbarie, 164
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inhum anidad, falta de civismo). N o se trata únicam ente de bue nas maneras, de civismo y de cortesía. Quizás tam bién podría mos traducir la palabra p or ‘hum anidad’ . O tra palabra, urbanitá, expresa la relación entre la ciudad, convertida en urbs, y los va lores hum anos. N o se trata de ser ciudadano del m undo. N o se ría natural. Se es ciudadano de una ciudad, p ero esta ciudad form a parte del m undo. La aujiTtoXlxe ía griega era una co n federación de ciudades, una especie de unión federal porque todos los ciudadanos gozaban en ella de los mismos derechos cí vicos. La TtoVlxeupa (m encionada una sola vez en el N uevo Tes tam ento en un texto al que ya se ha aludido [Fil., III, 20]), se re fiere a la verdadera patria de los cristianos: los cielos. Se trate del cielo o de la tierra, el sentido es el mismo. U n texto antiguo habla de los antepasados com o unos TtoXxxeúexai jiexá xcov 08(ov, conciudadanos de Dios. O también, son los ángeles quienes con ducen a los justos a una conciudadanidad divina: 7ipÓ<; xqv 08Íav TtoArreíav.'’5 Este d erecho de ciudad representa la p lenitu d de la vida. La palabra KOapo7toXíxr|g, ‘cosm opolita’, es típica. Filón ha bla de Adán com o del único cosm opolita porque para él solo, el KÓajiog era OÍkoc; koú tüóXk;, ‘casa y ciudad’. Recordem os que la distinción griega entre lo privado y lo público estaba representa da p or la casa y la ciudad, com o ya hem os visto. En otro lugar, Fi lón habla del kóctjioí; vor|XÓ<;, del m undo inteligible, com o de la verdadera pr|xpÓ7toA,ig, m etrópolis del sabio. Mi sugerencia aquí es la de una invitación al estudio de la sa biduría antigua para im aginar una nueva form a de convivialidad hum ana. La sympoliteuma no consistiría en unos estados unidos donde todos deben estar unánim em ente de acuerdo a causa de su dependencia mutua, sino en una confederación de naciones en la que la identidad nacional de cada una no debería confor marse a un m odelo único, sino podría desarrollarse según su ge nio propio. 65. Cf. Bauer, sub hac voce, 1952. 165
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Esta confederación de pueblos o de naciones incluye la biorregión en el sentido ya explicado. Es una confederación, es decir, un foedus, un ‘p acto’ , un ‘j u ram e n to ’ . Esta palabra está em pa rentada con fides, ‘fe ’, ‘confianza’. La confederación descansa so bre la confianza mutua. Es una alianza en el sentido de testa m ento y no en el sentido original de sincretism o, o pacto de los cretenses, para defenderse de los extranjeros. Se habla, con énfasis, de la fam ilia hum ana, y con frecuencia, se la interpreta com o un m onom orfism o político. L a civilización hum ana rem ite a lo m etapolítico y no a un orden político uni versal. Las consecuencias de esta tom a de con ciencia nos llevan a un estilo de vida com pletam ente nuevo, que debería em pujar nos, entre otras cosas, a cuestionar el funcionam iento actual del sistema de las N aciones Unidas. C iertam ente p uede sacarse un gran provecho de las N acio nes Unidas. Representan un logro auténtico para la hum anidad contem poránea. Existen m uchas posibilidades latentes aún no desarrolladas. Pero no olvidem os que las N aciones Unidas son herederas de la Sociedad de Naciones. Am bas organizaciones nacieron tras respectivas victorias. La victoria jam ás conduce a la paz, nos conduce a la victoria. Hay, pues, ya en el origen, cierta tendencia a la unilateralidad. Los ausentes no son únicam ente los vencidos; los ausentes son más bien los que no han partici pado en el proyecto, son las naciones y pueblos que no hablan el lenguaje europeo. El proyecto de la O N U es m onocultural, es la soberanía, la independencia; no hay criterios transnacionales para ju zg a r actuaciones de una nación en el interior de su terri torio. N o hay ninguna posibilidad de recon ocer lo que sería transnacional y, aún m enos, supranacional. Solam ente hay que aceptar el m ito dem ocrático expresado en la Carta de las N acio nes U nidas— por cierto muy bella. Cada estado es un individuo, y p or lo tanto cada individuo es el igual de los demás. Es la visión cuantitativa de la existencia. Pero cada nación, com o ya he di cho, tiene una cualidad diferente a la de todas las demás. Tengo aún interés en subrayar que la noción de nación, a di 166
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ferencia de la de estado, es básicam ente cualitativa. Es esta cali dad la que hace a la nación. Cada nación es única y no cuantificable. Subrayar este aspecto de prim era im portancia equivale a poner de relieve el carácter «moderno» de la con cepción misma de Naciones Unidas— lo que no quiere decir que esta noción sea falsa y m enos aún nociva, sino que descansa en una visión unila teral y m onocultural. En la base de la existencia de las Naciones Unidas hay, cierta m ente, un deseo de unidad, de entendim iento mutuo. N aciones Unidas: pero, ¿unidas por qué vínculo? ¿Cuál es el factor de la unidad? ¿Sería sólo un interés común? Pero el interés com ún no es el lazo de unión porque los intereses de estas naciones no son com unes. Puede haber un interés m utuo en no destruirse, pero el interés de Francia, por ejem plo, sería que la isla de C órcega dejara de «soñar» con sus propios intereses. Indudablem ente existe un pod er en las N aciones Unidas; un lazo que les m antie ne todavía unidas, y que en cierto m odo es supranacional. Las Naciones Unidas form an parte de la situación m onocultural a la que ya he h echo referencia. Si se quisiera interpretar su razón de ser, podrían contribuir a esta nueva toma de conciencia que em erge tím idam ente en el m undo actual: la superación tanto del estado com o de la soberanía absoluta. Podría realizar algunas sugerencias respecto al tema de las Naciones Unidas, em pezando por el traslado de su sede. Pro pongo un lugar, y lo pienso con optim ism o, que podría tener un cierto consenso sobre su elección: Malta. En la isla de Malta se hablan cuatro lenguas: el maltés, el árabe, el italiano y el inglés. Es una pequeña isla, su tradición tiene más de cinco mil años, su situación es suficientem ente central. N o es Nueva Caledonia. La isla está en el centro del viejo m undo; todos los países árabes la recon ocen com o de los suyos, y todos los países europeos esta rían satisfechos de esta elección; no está lejos de Rusia y presen ta otras ventajas. Es un ejem plo de colaboración posible con el orden actual, al transformarlo. N o hay que ser puritano. En segundo lugar, me gustaría que las N aciones Unidas pu
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dieran hacer justicia a su nom bre y que, de una organización de estados, pudieran transformarse en una organización de nacionespueblos. Pero haría falta profundizar aún más en la noción in tercultural de nación-pueblo. H em os visto que el estado es una organización totalitaria— y por ello se quiere soberano— m ien tras que la nación es un organism o que surge del pueblo, aun que no es reductible a este último. Las propuestas que hago aquí deberían ser seguidas y profun dizadas, pero ¿no podría pensarse en la plenitud de las naciones que gozarían de toda la autoridad nacional y prescindirían del p od er de los estados? La gran dificultad con la que nos enfrenta mos, no se insistirá bastante sobre ello, es el dom inio de la tecno cracia sobre los h om bres de las gen eracion es actuales; la tec nocracia no es ni neutra ni universal, sino que está esencialm ente ligada a una sola cultura— de ahí mi crítica al tecnocentrismobb La integración de la persona A l haber citado, a título de ejem plos, los estados y las naciones, no debem os olvidarnos de m encionar, al m enos, el sujeto últim o de lo m etapolítico: la persona hum ana. Evidentem ente, se trata de este nudo de relaciones constitutivas que form a la persona y no del individuo. Lo m etapolítico da un sentido a la vida de la persona. Pero la vida hum ana no p uede contentarse únicam ente con la actividad social o política; ni tam poco con la espera de otro m undo para alcanzar su plentiud. El hom bre, hem os dicho, es un ser político, lo político es necesario para su realización, pero lo político no representa más que un o de los aspectos del ser hum ano. A q uí la dificultad principal no es de naturaleza teológica, es decir, la cuestión del más allá, sino de naturaleza antropológica, y especialm ente histórica. El hom bre es un ser histórico y la histo ria no es dem asiado benévola con sus víctimas. ¿Cóm o puede la 66. Cf. Panikkar, 1987/21.
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persona hum ana realizarse en la historia? Para terminar, quisiera tom ar partido p or los vencidos y ser la voz de los desheredados. El hom bre es un ser histórico, pero no es sólo histórico; es más que eso. N o puede tenerse una conciencia puram ente his tórica, y por lo tanto política, de la existencia sin caer en la de sesperación o evadirse por el cam ino del cinismo o de la superfi cialidad. Veo en esto una de las razones de la crisis del prim er m undo. Para escapar a la desesperación, debida al sentido de la im potencia para tener un m undo más justo, se cae, a falta de una fe más profunda, en la indiferencia política o la banalidad. Pero para la mayoría de los hom bres, la tentación habitual es la deses peración. Para más de la mitad de la hum anidad, la vida exclusi vam ente tem poral no tiene sentido o, más bien, es un absurdo o un escándalo. Basta con haber vivido, no sólo en Asia, en Africa y en Am érica Latina, sino tam bién en los ghettos del O ccidente rico para darse cuenta de ello. Durante cierto tiem po, el que no ve ninguna salida a su situación personal se ha m antenido p or la esperanza en un futuro, si no para él, al m enos para sus hijos o sus nietos. Hoy esta espera se ha revelado vana y alienante. ¡Godot no vendrá! En estas situaciones, la espera de un futuro mejor, ni siquiera en una escatología para más tarde, por lo tanto histórica, no salva al hom bre que vive su unicidad com o un fracaso, al ser esta su úni ca dignidad. Hay que atravesar la corteza de la historia y de lo tem poral. El hom bre no puede vivir sin esperanza, pero la esperanza no es en el futuro sino en lo invisible, de lo que, en el tiempo, lo trasciende, sin por ello negarlo. Es la experiencia de la tempitemidad, léase la experiencia de que un año de vida, un encuentro, un hijo, un amor, una flor o un beso valen más que el resto de la exis tencia. Se descubre, se presiente en la realidad cotidiana una di mensión interior, algo que la transforma. Es aquí, donde se inserta lo metapolítico: en la encrucijada entre lo histórico y lo transhis tórico, lo individual y lo personal, el orden de la ciudad y la di mensión de intimidad, entre lo que los antiguos denom inaban la polis y el oikos, lo público y lo privado. 169
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A la m adre de un hijo que el ham bre le arrebató, a los muti lados de guerras locas, a los refugiados de todas partes (decenas de m illones), a los oprim idos y explotados (cientos de m illones), a toda esta hum anidad que intenta, p or tenacidad o p or inercia, sim plem ente sobrevivir unos años o unos meses más, la realidad de lo m etapolítico no pretenderá hacerles creer en un m undo m ejor (que sus hijos no verán) ni en otro m undo (donde po drían perpetrarse las mismas injusticias). En su d o lor y su deses peración, estos hom bres descubren los instantes fugaces de un placer, de un am or o de una sed satisfecha p or el vaso de agua ofrecido p or una m ano compasiva. Es aquí donde se desliza un rayo de luz que les hace resplandecer con una alegría indecible y les da una libertad soberana. L a luz de esos ojos brillantes es invisble e incom prensible para los que esperan siem pre algo más porque no han alcanzado el fon d o de su vida. Y eso nos hace aún pensar que esta antigua beatitud, que se atrevía a llam ar biena venturados a los pobres, tiene todavía un sentido profundo y oculto para los que son ricos— incluso en tiem po lineal. Para es tas m ultitudes de pobres y desheredados todo se derrum ba y, sin em bargo, hay todavía una sonrisa, una esperanza misteriosa, la alegría de haber vivido algunos instantes fugaces, incluso si en seguida todo se apaga. L o m etapolítico nos abre a esta dim ensión profundam ente hum ana. Es el lugar de lo hum ano donde todo el proyecto polí tico adquiere su alma, un alma que es inm anente a lo político aunque le sea tam bién transcendente. La verdadera inm anencia es siem pre el lugar de la experiencia de la transcendencia. Lo m etapolítico no huye hacia la pura transcendencia. N o hay que entenderlo com o con dem asiada frecuencia se ha interpretado la religión: com o el conjunto de los m edios necesarios para al canzar el otro m undo. L o m etapolítico no niega la transcenden cia sino que despierta nuestra conciencia al hacernos ver que para ser plenam ente hom bres no debem os ahogarnos en la acti vidad política ni escaparnos hacia el más allá. Es protestando, re belándose, transform ando, fracasando, e incluso m uriendo para 170
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m ejorar nuestra situación y la de nuestros semejantes, los opri midos de la tierra, que alcanzarem os la plenitud.
¿Cóm o expresarlo todavía? Lo m etapolítico es el espacio de li bertad en el determ inism o actual de lo político gobernado por las leyes de la necesidad, aunque estas puedan enm arcarse en el probabilism o com o las de la física. Lo m etapolítico es el traspa sar las apariencias y el descubrim iento de la rara «perla» escon dida en la situación política concreta en la que nos encontram os. Casi la mitad de la población de A m érica Latina vive en la más abyecta pobreza y el futuro se presenta todavía peor... ¿Qué po dem os decirles? ¿Qué puede esperarse, qué puede hacerse por ellos? ¿Dónde han ido a parar los «parias de la tierra»? Quizás ten gamos alguna solución que ofrecer a sus nietos. Pero a ellos, cuya vida es única, ¿qué tenem os para ofrecerles? A ellos, acerca de los que decim os tan fácilm ente que la dignidad hum ana es in violable en sí misma y no com o m edio de llegar a la otra vida o com o tránsito hacia otras vidas. ¿Cuál es, pues, su destino? ¿Qué podem os proponerles en el plano político, en el de su vida co n creta, histórica y fugaz, cuál es nuestra respuesta a sus sufri m ientos más que a sus preguntas p orque no tienen ni tan sólo la capacidad de form ularlas? ¿Qué podem os, qué debem os d e cirles? ¡He aquí el infierno! ¿Qué deben, o m ejor todavía, qué pue den esperar estas gentes? C on nuestras utopías, sistemas, pro puestas no llegarem os a tiem po de salvar su vida hum ana bajo to dos sus aspectos. ¿Vamos a proponerles la revolución cuando sabemos que serán sus primeras víctimas, o que no tendrán la fuerza de hacerla? ¿El opio de una resignación (religiosa) que les paralizará aún más? ¿Vamos a interesarnos únicam ente por los supervivientes? ¿Querem os solam ente tener en cuenta a los vencedores? ¿No llegarem os así a un human engineering en com paración con el cual los sueños de un H itler parecerían ju ego s de niños? A los que el Sistema aniquila— y son m illones cada
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año— no sería preferible decirles que están condenados a ser consolados con palabras, planes, ideas, program as para... nada. ¿Para el futuro? H ablar aquí del futuro es una especie de obsce nidad. ¿Cuál p uede ser el futuro para ellos? ¡Para ellos y no para nosotros! Quizás puedan tener esperanza, pero no esperar. Ya no confían en los que les predicaban la resignación y la paciencia. H an descubierto que estos predicadores «decían pero no hacían», com o dice el Evangelio (Mateo XXIII, 3). H an per dido la confianza en los movimientos políticos y no esperan nada más de ellos. Su decepción es grande... En una palabra, ni el más allá ni el futuro les ofrecen un rayo de esperanza. Su único teso ro es el presente, la vida «miserable» que es la suya. Estos deshe redados pueden dar sentido a su vida por dolorosa, m iserable y turbadora que sea. Si la flor de Kurinji de las m ontañas del Tamil Nadu, que únicam ente florece un día cada doce años, tiene un sentido para la totalidad del cosmos, aunque este le parezca ser indiferente, la unicidad de una conciencia hum ana tiene tam bién un sentido incluso bajo el peso de lo trágico. Y es en esta vida donde se inserta la dim ensión de lo m etapolítico para ayu dar a descubrir el sentido pasajero, pobre, pero alegre, m isterio so y lleno de esperanza de la existencia desnuda. Este descubrim iento libera para com prom eterse en la acción política sin tem or de ser engañado por el éxito o el fracaso (com o lo dice el Gita [cf. III, 4; 19: IV, 14; e tc .]). La salvación del hom bre se hace en la historia, pero no es histórica. La experiencia de lo m etapolítico no hace alcanzar las pro fundidades del ser hum ano sin por ello alienarnos de la reali dad. Si no tem iera el peso de las palabras diría que lo m etapolí tico es el terreno de la mística, tanto es así que con frecuencia la mística florece en tiem pos de crisis. Sin em bargo, no es menos cierto que la contem plación mística más profunda no ignora lo m etapolítico (excepto quizás en casos excepcionales o se le al canza p or vía de em in en cia). V ía mística no significa huida del m undo, sino una integración de lo creado con riesgo de trans form arlo. 172
E P ÍL O G O
Ya ha pasado un periodo de cuatro años desde el sem inario de M ontreal. Tras haber revisado y corregido mi exposición quisie ra todavía añadir algunas páginas. Al rem ontar el curso de la historia a partir de la revolución sa, seguida de la revolución rusa, del periodo entre las dos guerras mundiales para llegar a los últimos treinta años, se trate del m undo literario o del artístico, se desprende una nota profética colectiva: la posm odernidad, que denom ino la m odernidad tardía, precipita su propia ruina y arrastra a la hum anidad tras de sí. Intelectuales y artistas han captado el kairós de la posm odem idad. Nos hacen ser conscientes de la gravedad de la situación hu mana actual. Nos relevan la agudeza de las injusticias, fealdades, castigos o venganzas, revoluciones o catástrofes por venir. Nos hablan del final de una civilización, de su total hundim iento, sin dejar entrever ningún resurgim iento y significando el fin de la historia. El consenso es tanto más chocante cuanto que atraviesa las líneas de división entre derecha e izquierda, liberalism o y marxismo, O riente y O ccidente. La opinión general califica este estado de cosas m ediante la palabra, de sentido am biguo, «cri sis». Sin em bargo, y aunque los acontecim ientos dan la razón a los filósofos, sociólogos, artistas y econom istas (el m undo va de mal en p e o r), un buen núm ero de políticos no parece tom ar es tos signos en serio. El hom bre de la calle, p or otras razones, no parece muy im presionado por el creciente núm ero de análisis, amenazas o profecías de los que pueden perm itirse el «lujo» de pensar. Pero no podría ser de otra manera; la mayoría de los ciu 173
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dadanos están atrapados por el engranaje de una actividad «dia ria» abrum adora, bom bardeados con inform aciones, propagan da, preocupados p or la violencia de los acontecim ientos locales, nacionales o internacionales. A partir de los hechos p uede de ducirse que la inercia de la historia es más pesada que la de la materia. Los hom bres, com prom etidos en la «lucha diaria» re prochan a los intelectuales y los artistas de no ser trabajadores, sin darse cuenta de que el m undo está em pujado hacia la tecnologización creciente, una hom ogen eización a ultranza y un pro greso unilateral ineluctable. A parentem ente, el fatalismo no es patrim onio de O riente. Los hom bres de acción y tecnócratas, en granajes del Sistema, no cesan de repetir— sin la m enor preocu pación p or la opinión de los demás— que el m undo sigue la mar cha de los ordenadores. A pesar de la inercia de las masas y del optim ism o com prado de los agentes ejecutores de la sociedad de consum o, los testi m onios sobre la seriedad de la situación hum ana están demasia do cargados de sentido, dem asiado estridentes para que se les aparte bajo el pretexto de que el pesim ism o es desvitalizador, que las señales de alarm a son imaginarias y se derivan de una ac titud conservadora que tiene nostalgia de una época «pasada» que nunca ha existido: laudatores temporis acti! Ciertam ente, el pesimismo puede ser tan paralizador com o el optim ism o. Los dos son posiciones subjetivas que hay que neu tralizar p or su propia tom a de conciencia. H em os de superar el pesim ism o unilateral tanto com o el optim ism o a priori basado en la victoria de los buenos en la historia, el progreso, y el paraí so terrestre. El hom bre no es sólo historia. U na gran parte de las tradiciones de la hum anidad, las que O cciden te considera pri mitivas, subdesarrolladas o idealistas, llevadas a la renuncia y negadoras de los valores hum anos, no creen que la dignidad del hom bre resida en su historicidad individual. Las consignas «we shall overeóme», o «venceremos», así com o los gritos de guerra de la caballería «Dios lo quiere», «Gott mit uns», han sufrido de masiadas derrotas, y se han com etido demasiadas atrocidades en 174
EPÍLOGO
su nom bre para repetirlas. La m otivación del actuar hum ano no puede reducirse a la esperanza de la victoria (sin tener que citar el Bhagavad Gita) en un futuro horizontal para nuestros descen dientes, ni siquiera a la esperanza escatológica en la prolonga ción de la historia. Com o hem os dicho, la esperanza no pertene ce al futuro sino a lo invisible. Nos revela la dim ensión invisible de la realidad. Esta dim ensión no está oculta en un «después» (de esta vida) o en su «más allá», sino que le es transcendental m ente inm anente aunque sea inconm ensurable con la dim en sión histórica espacio-temporal. Es por ello por lo que la eterni dad, inseparable de la tem poralidad, no le es reducible; y es por ello por lo que hay en el hom bre algo irreductible a lo político, que no está en función de lo político aunque le sea inseparable y no com pletam ente independiente. Quisiera recordar brevem ente lo que intento com unicar en este epílogo: el carácter místico de lo m etapolítico, com o la ex periencia de una realidad tem poral, social, histórica y por lo tan to política, y a la vez transtem poral, personal, religiosa, p o r lo tanto que transciende lo político. Todo ello se ha dicho en el tex to. Aquí, quisiera subrayar el aspecto existencial de lo m etapolí tico, su desafío a nuestra form a de pensar y a nuestros estilos de vida. Hasta aquí no somos muy sensibles a este desafío porque para darse cuenta de que existe hay que estar dentro— del mis mo m odo que la ética no tiene sentido más que para quien vive en un (su) ethos. Paradójicam ente, para ser conscientes del fin de la historia, hay que vivir sum ergido en la historia pero no en la ba nalidad del «periodismo», que está en los antípodas de lo autén tico «vivido» día a día. Lo «cotidiano», en su profundidad y su heroísm o, es lo opuesto al «periodismo» que, a través de los mass media, entretiene los espíritus m ediante el desarrollo de noticias múltiples e inconexas. En la misma página del periódico o en las noticias televisadas, un anuncio más o menos inm oral seguido de noticias que se suceden paralizan la reflexión, la capacidad de reac cionar, de actuar y crean una cierta confusión en los espíritus. U n cierto «periodismo» de los así denom inados diarios es el opio
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del pensam iento, de la acción y de la vida. La avalancha de in form aciones y contrainform aciones (com o la de los anuncios) tiene un efecto desvitalizador, asfixiante y opresor, que quita toda libertad. Nuestro m undo m oderno, aunque desacralizado, perm anece fiel a las oraciones de la m añana y la n o ch e— ¡pero estas, en gran parte, consisten en leer los periódicos o ver la te levisión! Evidentem ente no se trata de volver a posiciones antiguas y superadas, ni de suscitar una especie de nostalgia de los tiempos pasados— ni siquiera de suprim ir las inform aciones cotidianas. Tam poco se trata de restaurar una cierta metafísica o incluso una mística del pasado. Pero tam poco se trata de entusiasmarse por el progreso y caer en la misma tram pa pero en sentido contrario. Ni progreso ni regresión, ni evolución ni involución. La vida hu mana real no está en el pasado ni en el futuro aunque sean rea les y constitutivos de la realidad. Ya hem os hablado de la dim ensión oculta pero real de la ac tividad política, de su aspecto religioso se podría decir. Quisiera ahora expresarm e de una m anera quizás más directa. C on toda probabilidad, estas páginas serán leídas por lecto res que, en su mayoría, pueden perm itirse el lujo de especular sobre un tem a com o este, porque pueden perm itirse el lujo de esperar y pueden incluso «tolerar» mis opiniones más o m enos convincentes. Para ellos, se trata de una cuestión de orden inte lectual, verdaderam ente interesante, incluso im portante, pero no vital. Pero no es así para la mayoría de nuestros contem porá neos, de todos los que no son mis lectores; no p ueden esperar, porque ellos o sus hijos serán quizás diezm ados por la desnutri ción o la enferm edad precoz este m ismo año. N o gozan de nin guna libertad para expresarse, ni con m ucha frecuencia para pensar, puesto que sus cerebros están condicionados desde hace generaciones por condiciones de vida infrahumanas que se perpe túan; se les niega la misma vida humana. Ciertam ente, hay trampas p or todas partes, tanto en el por venir com o en la interioridad, en el sueño de la historia com o en 17 6
EPÍLOGO
el espejismo de un presente vacío, en la huida com o en la estabi lidad. La vida es una aventura y com porta todos estos riesgos. Lo m etapolítico, dim ensión oculta, puede hacernos más conscien tes de todos estos aspectos de la realidad que reúne, y por m edio de esta toma de conciencia liberarnos para la acción que brota de una plenitud de vida, la que puede denom inarse acción con templativa. Tavertet. Pascua de 1987.
La vida quiere ser vivida. La palabra pertenece a la vida humana; es la energía de la vida, dice la tradición budista tibetana del dzogchen, siguiendo un m odelo casi universal de considerar al ser hu m ano com o un conjunto de pensam ientos, palabras y obras (cuerpo, intelecto, palabra). Durante los últimos años, he con fiado a la palabra los pensamientos que, finalmente, están consig nados en estas páginas. La escritura es un sucedáneo de la pa labra; es un m edio de purificar las palabras, de situarlas en un contexto más amplio. Y el tiem po es otro gran p urificados En el curso de estos años, la situación m undial me ha convencido cada vez más de que la dim ensión m etafísica de la existencia, que pue de denom inarse monástica, mística o vertical e incluso religiosa, no puede ser elim inada de la vida hum ana ni considerada com o un com plem ento accidental y extrínseco de la vida política del hom bre. Es tiem po de curar la herida de la separación dualista sin caer en la indiscrim inación monista. A la autonom ía de las naciones, a la de la persona, ha sucedido la heteronom ía de los im perios y de las instituciones religiosas. Estamos ahora invita dos a descubrir la vía m edia de la ontonomía. L o m etapolítico se presenta com o la arm onía no dualista entre religión y política— las cuales se han convertido con dem asiada frecuencia, en dos especializaciones institucionalizadas que se han encontrado en el origen de tantas guerras de la hum anidad hasta nuestros días. El hom bre procura su salvación, el ser hum ano se realiza no al i
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desinteresarse de su cuerpo y de la polis, al abandonarlos o inclu so despreciándolos, sino integrando todos los fragm entos de su ser y, de una form a m icrocósm ica, contribuyendo a la reintegra ción m acrocósm ica de la realidad. Quisiera rendir tributo al tes tim onio de un gran núm ero de hom bres políticos del pasado y de nuestra época, quienes, a pesar de lo que podría denom inarse debilidades de ju ven tu d o tentaciones de poder, han consagrado su vida a la «cosa pública», la polis, la política, com o ideal a per seguir, la form a de contribución al bien de la hum anidad y a la realización de su ser. Todas estas personas no son egoístas, super ficiales o «incrédulos». Han intentado encontrar la salvación, más o m enos inconsciente, quizás, en lo m etapolítico. H an sentido que los asuntos de la ciudad no se referían a cuestiones de m e dios o de contribución a un bienestar material de los ciudada nos; han tenido el sentim iento profundo de la plenitud de su vida dedicada a lo que en térm inos cristianos se llam a «el reino de los cielos»— a realizar aquí en la tierra. Evidentem ente, con frecuencia, es tras su retirada de la vida pública que se han dado cuenta realm ente del sentido p rofundo— y con frecuencia de las ocasiones perdidas— de lo m etapolítico. N o se trata sólo de re cordar los nom bres de César, M arco Aurelio, Ashoka, N apoleón, C hurchill, H am m arskjóld o M oro. Su núm ero es inm enso. Su vida estuvo dedicada a la política no sólo p or sed de p od er y ve leidad de prestigio; estaban tam bién im pulsados p or una sed de justicia y una voluntad de realización. La pasión de lo político está m antenida no sólo por un egoísm o rudim entario y latente, sino tam bién p or un impulso, más o m enos consciente, hacia lo m etapolítico donde reside la salvación del hom bre. Lo mismo sucede en el ám bito de los espirituales, el de los hom bres con templativos, de las personas consagradas a la llam ada vida reli giosa; ¿acaso no se han sentido empujadas a lo que se denom ina vida activa, a interesarse p or los asuntos de este m u ndo, a rea lizar en lo con creto su agape, karuná (‘com p asión ’ ), dharma, su ideal sea cual sea? Los grandes contem plativos siem pre han sido activos, directam ente o gracias a la influencia sobre los ksatriya 178
EPÍLOGO
(‘los príncipes’ ), los papas y los políticos; han m anifestado un in terés por la res publica que les com prom etía. N o hace falta nom brar aquí a Buddha, Sócrates, Jesús, los grandes Bodhisattva, los Sufí, los Bernardo de Claraval, Rámánouja, Ignacio de Loyola, Ibn Arabi. H abría que nom brar tam bién a intelectuales com o Sankara, Santideva, H em acandra (el m onje ja in a que escribió su Yogasastra para el rey del que se convirtió en m inistro), Buena ventura, Kant y Marx; y sobre todo, los innom brables seres anó nimos que creen en el dharmakáya (el cuerpo de la Ley buddhista), en el nirmanakáya (el cuerpo manifestado a Buddha), en el cuerpo místico de Cristo o en la solidaridad universal y que han vivido com o los sabios ju d íos que se sienten corresponsables del destino del universo. H e aquí cóm o de dos m undos tan diferentes se da una apro xim ación a lo m etapolítico. El «político» hace de su política un ideal para su vida, y p or lo tanto un ideal religioso. El «religio so» hace de su consagración a lo Divino, bajo no im porta qué nom bre, un ideal para lo religioso, y p or lo tanto, para la sal vación del m undo, el lokasamgraha. Qui facis atraque unurn (‘T ú que haces de dos u n o ’ ), dice la liturgia cristiana preparatoria del N acim iento del Hombre-Dios; uno que es sin dualism o ekam evádvitiyam com o dice el U panishad y lo sugiere el Tao-te-King así com o casi todas las tradiciones. ¿No es este el sím bolo de la Encarnación? La distancia entre lo Divino y lo H um ano se ha re ducid o no a cero (m onism o) ni a una yuxtaposición artificial (dualism o) sino a la plenitud del Ser o a la vacuidad de la sünyatá en la arm onía dinám ica de la realidad cosm oteándrica. «Los constructores pasarán, pero la ciudad será edificada». Kodaikkanal. Natividad, 1990.
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APÉNDICE
FU N D AM EN TO S DE L A DEM OCRACIA. FUERZA Y DEBILIDAD
Perm itidm e que hable puesto en pie porque no querría hablar ex cathedra, ya que gozo de mi privilegio de no ser infalible. En prim er lugar haré un com entario general y tras una b re ve in troducción intentaré desarrollar los tres puntos de mi p o nencia: 1 . Fuerza de la dem ocracia. 2. D ebilidad de la dem ocracia. 3. Límites de la dem ocracia.
1.
FU ER ZA DE LA D E M O C R A C IA
El mito de la democracia Creo que hoy en día, sobre todo los privilegiados, com o la mayo ría de nosotros (que pertenecem os a la quinta parte de la pobla ción m undial más rica: noventa y cinco por ciento más rica que la cuarta parte de la población más pobre), y aún más los que culti vamos el intelecto, hem os de asumir nuestra responsabilidad y no dejarnos llevar por la inercia de la m ente ni por el peso de la historia. H em os de ser conscientes de que los m om entos actua les clam an por una m utación com o quizás no haya habido otra desde los últimos seis mil años. La experiencia hum ana, que co m enzó con lo que denom inam os historia, está llegando a su fin. Y si verdaderam ente querem os vivir plenam ente la vida hum ana 181
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y la vida en general, hem os de intentar abrazar este p eriodo tan enorm e de tiem po para asimilarlo, hacer una diagnosis del m o m ento presente y transformarlo. Las con feren cias anteriores, en cierto m odo, ya han especi ficad o y ejem plificado de una form a bien clara la fu erza y la d e bilidad de la dem ocracia. P or lo que se refiere a la fuerza h e mos visto cóm o España ha salido adelante tras una exp erien cia de dictadura, o com o en A rgelia la dem ocracia, a pesar de todo, es la ún ica fuerza que tiene futuro. La debilidad de la d em o cracia se ha m anifestado siem pre que, para sobrevivir, ha teni do que capitular ante fuerzas no dem ocráticas, o recurrir a la dem agogia. El tem a es intrigante: Límites de la democracia. Em pieza con un problem a sem ántico. ¿Quién tiene autoridad para decir que la DDR, la república ya desaparecida de la Alem ania del Este, no te nía el d erecho a llamarse deutsche demokratische Republik? ¿Quién p ued e darse a sí mismo la autoridad de decir que «no era dem o crática» si los otros no lo aceptaban? ¿No estamos ya saliendo del espíritu dem ocrático? Los lím ites de la dem ocracia— y esta será mi tesis de fon d o— son coincidentes con el m ito que la funda. Entendem os por «mito» aquel horizonte de inteligibilidad, aquello que creem os de tal m anera que ni siquiera somos conscientes de que lo cree mos: «es evidente», «cela va de soi», «is taken for granted», y no se discute. La historia nos enseña que los mitos están vivos m ien tras la gente los encuentra evidentes, es decir, mientras cree en ellos. Pero a m edida que pasa el tiem po los convertim os en pro blemas y los contestamos, en el sentido etim ológico todavía vivo en francés y en italiano. La dem ocracia se está convirtiendo en un m ito, pero m uchos em piezan ya a preguntarse p or sus límites. A q u í tam bién estamos viviendo un cam bio radical del horizonte de la experiencia hum ana. Estoy h aciendo notar que la fuerza de la dem ocracia es su mito, una vez que he dicho que el m ito es m ito cuando los hom bres creen en él.
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FUNDAMENTOS DE LA DEMOCRACIA
El occidentalocentrismo La palabra dem ocracia tuvo tres siglos escasos de existencia en Grecia, y muy m arginales, del 500 al 200 a.C. Después desapa rece prácticam ente del panoram a del m undo occidental para volver a surgir m ucho más tarde, a raíz de pequeños esfuerzos, hasta que se consagró a partir de la Revolución sa, al m e nos en lo que los ingleses llam an el continente. La palabra de m ocracia en las islas británicas, p or ejem plo, tenía un sentido bastante peyorativo hasta el final del siglo pasado. H ace doscien tos años Kant escribía en Zum ewigen Frieden (‘La paz p erp etu a’ , t7 9 5 ) que la dem ocracia es el cam ino hacia el despotism o. El m onoculturalism o que todavía nos caracteriza ha h ech o que se estudiasen p oco en estas latitudes otras form as de política (en el sentido clásico de la palabra) en otras civilizaciones; que caiga mos con frecuencia en el falso dilem a de «dem ocracia o dicta dura». La aureola positiva que adquirió la palabra después de la Re volución sa la ha convertido en un mito, y esto explica que hoy casi todo el m undo quiera ser dem ócrata. Desde entonces, hay m uchos escritos donde, desde obispos hasta intelectuales, nos dicen que la m ejor m anera de ser hum ano, de ser cristiano, es ser demócrata. Poco después de la Revolución sa, en 179 1, Claude Fauchet, que había resucitado la fórm ula «tout pour le peuple, tout par le peuple, tout au peuple» y que ve la dem ocracia com o una institución divina, no teme afirmar que Jesús m urió «pour la dém ocratie de l ’univers». En el mismo año, Lam ourette, obispo de Rhóne-et-Loire utiliza la expresión «démocratie chrétienne». Durante la Navidad de 1797, el futuro papa Pío VII, todavía obis po de Imola, exhorta a sus fieles a ser buenos cristianos— y añade que entonces «también vosotros seréis los mejores demócratas». Más adelante, en 1814, Górres habla del demokratisches Prinzip. Con este optimismo O ccidente exporta sus valores. 183
EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
El occidentalocentrism o se justificaba con la creencia de que O ccid en te era portador de valores universales. Kant da com o cri terio fundador de la ética que sus principios puedan convertirse en normas universales— con plena coherencia con su plantea m iento. A l m enos desde los últimos cinco siglos, el m onoculturalismo ha dom inado el m undo occidental. N o olvidem os que, al com ienzo de la Prim era G uerra M undial, más del ochenta por ciento de la superficie de la tierra está bajo la tutela, la influen cia o la colonia de los países europeos. Después se ha producido esta especie de éparpillement que nos lleva a pensar que, ya que hay ciento ochenta y un Estados en las N aciones U nidas— si no m e equivoco— ya nos hem os independizado de este m ito occi dental que antes decía «un Dios, una civilización, una cultura», y que ahora cree en «una dem ocracia, una banca, un m ercado mundial»— y que nos quiere hacer creer en el «mundialismo». L o que hoy día se denom ina el m undo, visto sobre el mapa geográfico y político, es fundam entalm ente el resultado de una visión occidental que tiene la pretensión de ser universal. Las N aciones Unidas, la educación y las ciencias m odernas, la cos m ología actual, son todas creaciones extraordinarias de una sola cultura, pero las creem os extrapolables a otras culturas. A hora bien, a no ser que reduzcam os las culturas a folklore, las otras culturas tienen una visión del m undo, de la verdad, de la cultura misma y de la convivencia hum ana que no tiene p or qué ser igual (y con frecuencia es bien diferente) de la cultura hoy día predo m inante. Pero actualm ente, de cara al próxim o m ilenio, el monoculturalism o parece p erder su vigencia. N ace la duda de que si una cosa es buena para m í quizás no hace falta que sea buena para todo el m undo. Por ejem plo, si para m í es bu en o tener co che, entonces todo el m undo debería tenerlo. Pero si cada uno de los individuos del planeta tuviera coche, en veinte años no se p odría respirar. O si todos los individuos del planeta gastasen el papel con la misma «generosidad» con la que se utiliza en los Es tados U nidos, incluyendo el reciclaje, en dos años no quedaría ningún árbol sobre el planeta, ni siquiera en Andorra. Estamos 184
FUNDAMENTOS DE LA DEMOCRACIA
hablando de una civilización que desde que acabó la Segunda Guerra M undial, en 1945, cuenta con mil quinientos m uertos por actos de guerra cada día— y parece que ahora la cantidad au m enta— ; una civilización que ha llevado la diferencia entre ricos y pobres a valores más grandes que en el m om ento del feudalis m o más feroz, porque el señor feudal más rico debería tener cin co castillos, cuarenta abrigos y alguna cosa más, pero no podía tener máquinas de mil caballos o unos beneficios m onetarios en su cuenta sin ninguna relación con las cosas. U na civilización que ha destrozado de la m anera más cínica, en este siglo, más de cien m illones de personas— y m uchas veces en defensa de la de mocracia. N o quisiera continuar únicam ente con los aspectos negativos. Ya que hablaba de la responsabilidad de las ideas vale la pena reflexionar sobre el paso de la obsesión cartesiana por la certeza a la obsesión política por la seguridad. Nuestro m undo está tan histérico por la seguridad que cree necesitar treinta mi llones de soldados sobre el planeta, sin contar la policía y otros cuerpos de seguridad. Y de h echo se ha h echo público después de la guerra fría que, desde la explosión de la prim era bom ba atómica, ha tenido lugar un ensayo atóm ico cada nueve días. Hay que preguntarse de quién y de qué tenem os m iedo. Y avan zo que ejército y dem ocracia son incom patibles. Este es el telón de fond o sobre el que querría decir algo de la dem ocracia. Considero im portante esta introducción porque la llam ada dem ocracia actual, si no es la única causa directa de este estado de cosas, sí que participa en él indirectam ente y es co rresponsable. Excurso histórico N o es aquí el m om ento de explicar la vitalidad y la fecundidad de las visiones del m undo griego, m ucho antes de Platón y Aris tóteles. N o me excuso de las palabras griegas, porque uno de los peligros de la dem ocracia actual es la pérdida de m em oria— y hoy día en O ccidente soplan vientos que silban que la educación
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clásica no sirve para nada. Por el h echo de que G recia era un conjunto de ciudades y no un im perio, los griegos estaban tan in teresados p or la supervivencia individual com o p or la conviven cia hum ana. C reían en el m ito del orden cósmico. La realidad es com o es; y este «es» es aquello que nos da el criterio de la reali dad y se convierte en norm a. El desorden sólo tiene sentido en contraposición al orden previo. En el origen está el orden cós m ico, y esto vale de una m anera u otra para todas las civilizacio nes— el rita de la civilización védica, la moira de la civilización he lénica. Parece, en todo caso, que los hom bres tienen el p oder de tergiversar este orden cósmico; y entonces surge la noción de dharma en la India y nomos en Grecia. Es significativo que el tao chino no parezca sufrir esta evolución— quizás p orque siem pre va acom pañado de li (‘p rin cip io’ ). El nomos, a diferencia del or den cósm ico, se p uede transgredir. Se pasa de una visión cosmocéntrica a una antropocéntrica. Nomos no quiere decir prim or dialmente ‘ley’ sino ‘costum bre’, éthos, ‘derecho’; Wolhlordnung. así lo traducen los helenistas alemanes. El p ueblo griego cree en las tres hijas del tiempo: la eunomía, la dikey la eiréine (‘la buena ord en ació n ’ , ‘la ju sticia ’ y ‘la p az’ ). Q u iero recalcar, muy parentéticam ente, la intuición cualitativa del tiem po y cóm o la tem poralidad im pregna las tres hijas del tiem po. La eunomía es un m ito cultural de toda la G recia antigua. Pa rece que la eunomía sea el fruto de los hom bres buenos: «justicia es lo que hace el justo», dice Aristóteles y de aquí surge la ju sti cia. Nosotros todavía hablam os de «tiempos tranquilos de orden y ju sticia y de paz». Las tres herm anas van juntas. Eunomía tiene el mismo prefijo eu que evangelio, euforia, etc.: es el nomos bueno, constructivo, el orden que supera al de sorden. Sus contrarios son la anomía, la ilegalidad, la falta de or den, de norm a, y la dysnomía, la disfunción, la tergiversación o al teración (siempre parcial) del orden. A q u í entra e n ju e g o otra gran palabra, más propia de Espar ta que de Atenas: isonomía, igualdad de derechos. El prefijo iso lo 186
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encontram os en isótopo, isósceles, etc. La isonomía no se refería a cóm o se gobierna sino a quién gobierna. C uando esta palabra em pezó a coger carta de ciudadanía, la gran revolución consistió en que los gobernantes tenían que ir alternándose, pero no m e diante la propaganda política sino en función de una especie de lotería ya que todos se creían poseedores de aquella virtud en la que no puede haber especialistas: la «virtud política», la ars politica. Para conocer la m edicina, la agricultura y la arquitectura — tres ejem plos que se plantean en aquel tiem po— se necesitan conocim ientos especiales y especializados. Para conocer la cosa pública, la política, no hace falta ningún conocim iento especial. Es cosa de todos y a todos pertenece. Todos estamos implicados. Hasta el punto que Pericles dice que la dem ocracia sólo es posi ble donde el gobernante conoce el nom bre de cada uno de los gobernados. ¿Quién gobierna? Será uno de tantos, a suertes. Después, evi dentem ente, le tocará rendir cuentas de cóm o ha gobernado cuando a otro le llegue el turno. C on esto se crea una especie de homeóstasis entre lo público y lo privado. Se perfila el ideal: que todo gobernado tenga la misma oportunidad de participar en el gobierno. Si eunomía quiere decir el ‘buen g o b iern o’ (de la clase noble que de h echo gobierna), la isonomía quiere decir la ‘igual dad de todos’ ante el nomos, del orden que regula todas las cosas y en especial la sociedad. N o quiere decir igualdad ante una ley escrita o de una constitución sino ante el orden cósmico. Esta isonomía cristalizará en la politeia, que más tarde se lla mará constitución (que los latinos todavía denom inan politia). Se consideró que hacía falta una constitución, una politeia que cristalizara la experiencia de los antepasados. La politeia es el arte de vivir bien e n la polis, algo m ucho más com plejo que lo que hoy día decim os de una constitución escrita. U n pueblo com o Ingla terra aún no la tiene— y no quieren tenerla, con cierta razón. Se denom inaba inistración o econom ía de la ciudad muy dife rente de lo que ya apuntaba, tam bién entonces, la stasióteia o do m inio de los partidos. 187
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N o podem os extendernos. La principal ocupación de aque llos «hombres libres» consistía en el ejercicio de la palabra, com o actualización de su hum anidad y ejercicio del poder. N o lo ol videmos: el arma de la dem ocracia es la palabra. Lo saben bien tanto las dictaduras com o las dem agogias. Y, haciendo un salto a nuestro tiem po, la crisis de la dem ocracia es paralela al debilita m iento de la fuerza de la palabra. En un libro m ío h e h echo una correlación entre el declive de la retórica y el aum ento de las guerras. N o sin motivo la casa de la palabra— el parlam ento— es instrum ento esencial de la dem ocracia. Todavía surgieron otras tres nociones fundam entales: la isogoria, el d erecho a hablar de todos los ciudadanos; la isocratia, el reparto equitativo de todos los poderes; y después, con la Repú blica de Platón, la noocratia. El piensa— es la debilidad de los in telectuales— que sólo los filósofos, los intelectuales de aquellos tiempos, tienen la m ente suficientem ente am plia y grande para p od er gobernar. Es el gobierno de los filósofos— que ahora po dem os traducir p or el gobierno de los expertos, para no decir de los tecnócratas. Es entonces cuando em pieza a aparecer la palabra dem ocra cia, que en el siglo n a.C. prácticam ente desaparece. Demos sig nifica principalm ente ‘territorio’ («endémico», «epidem ia»), no ‘p u eb lo ’ . Pueblo es laós— de donde p rocede liturgia. Demos tam bién quiere decir ‘los habitantes del territorio’ , p ero este signi ficado se adquiere más tarde. La fuerza de la dem ocracia es la fuerza del territorio. La dem ocracia se consolidó cuando el pue blo ateniense (de veinte a treinta mil habitantes en dos mil seis cientos kilóm etros cuadrados, una extensión com o la de Luxem burgo) descubrió que «la unión hace la fuerza». Para ello hacía falta que todos participasen en el poder. En los siglos v y iv a.C. había en Grecia unos doscientos cincuenta «Estados» (polisy etnia) independientes— además de algunos «bárbaros» (los tracios). Hay una raíz oculta de im perialism o en la dem ocracia ateniense. Desde entonces, una de las fuerzas de la dem ocracia ha sido que si el demos, si nuestro territorio está unido, tendrá más fuerza. 188
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Para estar unidos hay que consultar a todos los ciudadanos y que todo el m undo pueda dar su opinión. D igo los ciudadanos, no los habitantes. Para p on er un ejem plo más reciente, la «gran de m ocracia británica» se basaba en que escasam ente cuarenta mi llones de isleños dispusieran del destino de quinientos m illones de personas de «color». A lgo parecido, aunque en m enores pro porciones, pasaba en G recia, excluyendo a mujeres, ancianos y extranjeros. Por esta razón la dem ocracia ha surgido, paradójicam ente, ante un enem igo com ún. C uando la dem ocracia se instituciona liza, cada Estado dem ocrático se declara soberano. En conse cuencia no quiere que nadie se injiera en sus tareas ni que los de más participen de los derechos de ciudadanía de aquel demos, de aquel territorio. Las palabras tienen una cierta vida propia y encarnan, me gustaría pod er decir «empalabran», las intuiciones más profun das del hom bre. H aré una alusión a la m encionada trilogía: eunomía, isonomía, demokratia. La eunomía supone un cierto consentim iento en que hay un orden ju sto y bueno, un nomos, rita, dharma, tao, toráh, una ley; en última instancia una trascendencia, un Dios o com o se llame, que está por encim a nuestro y a la cual (o al cual) los hom bres tenem os si seguimos o reconocem os este mismo orden. El problem a estará en su interpretación y su representación. La realeza, la m onarquía, el cielo, la teocracia o la institución reli giosa lo representan y lo garantizan. Las cosas se aguantan m ien tras se acepta este nomos p or parte de todos, hasta que la trascen dencia, que se manifiesta en las instituciones, es un m ito— en el sentido indicado. Pero los abusos se m ultiplican y el m ito se vuelve problem áti co. Entonces se pide que para llegar a esta eunomía haya una igualdad de todos, puesto que todos en cierto m odo represen tan y participan de este orden. Esta es la isonomía. A q u í ha habi do una transferencia tan im portante com o muchas veces incons ciente. El mito se desplaza de la trascendencia a la inmanencia. 189
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Si todos somos iguales y todos tenem os la posibilidad de de cidir cuáles son los cam inos que conducen a la realización per sonal y colectiva del orden del universo, esto quiere decir que este orden ya no viene dado del cielo sino que somos nosotros los que tenem os el derecho y la obligación de gestionarlo, diri girlo e incluso foijarlo. En una palabra, el pueblo es el soberano. Recalquem os la palabra: superianus (superanus) de superior, ‘más alto’, ‘la últim a instancia’, el super, upa, en sánscrito. Pero entonces, el tercer paso se im pone. Es el paso de la nor m a al poder. Ya no es el p od er (del nomos) sobre el p ueblo sino el p od er del pueblo. «El p od er se ha dem ocratizado» es una frase griega. N o es que el p ueblo reconozca el nomos-, el p ueblo se da la norm a, la ley, a sí mismo. Esta es, en muy pocas palabras, la historia del origen de la de m ocracia. La dem ocracia representa un paso adelante cuando estipula, en prim er lugar, que todo pueblo, p or p eq ueñ o que sea, participe en la vida pública y, en segundo lugar, que el go bernante tenga que dar razón al gobern ado de aquello que quie re hacer y que hace. Estos son dos pilares esenciales de la dem o cracia: la participación y la transparencia.
2.
D E B IL ID A D D E LA D E M O C R A C IA
De entrada hago constar que mi reflexión no se centra sobre los fallos de h echo de aquellos regím enes o sistemas que se deno m inan dem ocráticos. N o hago la crítica a ningún país, aunque si tuviera que manifestar mi sospecha diría que las llamadas dem o cracias actuales son una farsa oligocrática. Quizás tanto el ideal dem ocrático com o el ideal com unista son dos utopías. Pero este no es mi tema. Repito que no hago una crítica de la praxis, de los errores que hayan podido com eter las «democracias», de la co rrupción que haya podido haber. Tam poco trato de dar leccio nes de ética diciendo que la dem ocracia funciona mal porque los hom bres son malos. Ni creo que los hom bres hayan sido 190
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siem pre malos ni que todos los errores dem ocráticos que se han com etido sean debidos al h echo de que los hom bres eran co rruptos y querían el p od er p or el poder, etc. Mi crítica de la dem ocracia no es la crítica a la co rru p ció n y a las hipocresías dem ocráticas. De hecho, hay que observar que la crítica que se hace de los errores y de las corrupciones de la dem ocracia es una crítica que tiene lugar en virtud de los parámetros que la misma dem ocracia nos da. Gracias a los criterios dem ocráticos puedo criticar la dem ocracia, y puedo decir que el orden militar no es dem ocrático o que el sistema dem ocrático actual— las Naciones Unidas o la Realpolitik de m uchos gobiernos, bancos e iglesias— no es dem ocrático. N o es este mi papel. Q u ien esté libre de p e cado que tire la prim era piedra. Esto p erten ece a la debilidad hum ana, entre otras cosas, no a la debilidad de la dem o cra cia— aunque nos podríam os p regun tar p or la proclividad a la corru pción en un sistema dem ocrático. Tam bién hay que distinguir con precisión entre dem ocracia com o técnica de gobierno y com o ideología que la sostiene. Su relación es estrecha, pero no son lo mismo. Com o técnica de go bierno la dem ocracia pone en práctica el voto popular, la trans parencia del gobierno, la flexibilidad en el cam bio de gobernan tes, y en general la participación del pueblo en la cosa pública. Todo esto puede funcionar más o m enos bien mientras la gente acepte las bases ideológicas de la dem ocracia. Y son estas las que criticaremos en lo que sigue— añadiendo, sin em bargo, que la crítica se dirige a la desm itificación del mito y no a las téc nicas aludidas. La dem ocracia parte del supuesto de que los otros no son no sotros. La dem ocracia requiere un grupo más o m enos coheren te y centrado en sí mismo. Pero cuando se sostiene que los otros no son nosotros surgen los problem as más graves del principio dem ocrático. La frase de W inston Churchill es bien conocida: «Es el mal menor». Posiblem ente en el m om ento histórico en que Churchill pronunció esta frase (m om ento histórico en el que todavía nos encontram os) no había alternativa m ejor a la dem o
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cracia. Si no recu erd o mal escribió: «It has b een said that dem ocracy is the worst form o f governm ent except all those other form s that have been tried from time to time». N o estaría de acuerdo con el cinism o de C h urch ill porque con la teoría del mal m enor se han com etido las mayores barba ridades. Pero ha de quedar bien claro que la crítica a la dem o cracia no significa aceptar el falso dilem a ya aludido. M uchas ve ces la crítica de la dem ocracia se hace con un cierto com plejo de culpa, com o si se tuviera m iedo de ser acusado de totalitario. Es evidente que en este caso sería p eor el rem edio que la enferm e dad. Este no es el dilema. De hecho, aceptar el dilem a ya expre sa una cierta m entalidad totalitaria: «Quien no está conm igo está contra mí». Este puede ser el motivo por el que en los Estados democráti cos m odernos se toleren prácticas antidemocráticas com o los «ser vicios secretos» a pesar de que se justifiquen con el argum ento de la «seguridad nacional». N o olvidemos que la obsesión por la se guridad ha abierto la puerta a una gran mayoría de dictaduras, que también se justifican com o mal menor. A quí se manifiesta el pesimismo del theologumenon desacralizado del «pecado original», sin em bargo, sin el optimismo cristiano de la redención. Seguidam ente resum iré algunas críticas a la dem ocracia; an tes, sin em bargo, hem os de hacer otra observación general. La palabra dem ocracia ha m onopolizado una serie de valores que no le son específicos. Esto sucede con todas las palabras que se convierten en símbolos de un mito. Por ejem plo, con la palabra ciencia. Todo lo que es serio y cierto se denom ina hoy científi co— todo lo que es bueno, ahora en España, se dice que es euro peo. La igualdad de la dignidad hum ana, el valor d el diálogo, del respeto p or la persona, la tolerancia, no son el m onop olio ex clusivo de la dem ocracia. Por ejem plo, el fam oso dictum que to dos los abogados conocen: quod ómnibus tangit ab ómnibus tractetur (‘lo que toca a todos ha de ser tratado y decidido p o r todos’ ) se p ronun ció en m om entos de im perio, y precisam ente no dem o crático. 192
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¿Qué es, pues, lo específico de la democracia? ¿Cuáles son sus límites, nos preguntábamos? Enum eraré algunas de estas debili dades. Círculo cerrado de gobernados y gobernantes U n prim er problem a fundam ental pertenece a la ideología misma del sistema dem ocrático (llamo ideología al sistema de ideas que da consistencia en este caso a la dem ocracia). Algunos pensadores griegos ya se preguntaron si no había una especie de círculo vicio so que puede llevar más adelante a la corrupción intrínseca de la dem ocracia, en el h echo de que los gobernantes sean los mismos que los gobernados. Todo lo hem os h echo en casa: gobernados y gobernantes cenando juntos. Por eso tantas veces las dem ocra cias se han alzado excluyendo a los demás. Si gobernados y go bernantes nos vamos poniendo de acuerdo porque nos vamos al ternando, se genera un círculo vicioso. Yo te dejo hacer ahora lo que tú quieres porque después tú me lo dejarás hacer a mí. Recordem os el h echo turbador que se dio en la Rom a con sular cuando los patricios, ricos terratenientes detentaban el po der, estos eran insobornables y que la situación cam bió cuando se eligió gente sin fortuna personal... D icho de una m anera más filosófica. C uando no hay un algo trascendente que es recon oci do por gobernados y gobernantes el peligro m encionado es ma nifiesto. Pensemos en el caso de la gran industria que financia los partidos que a su vez favorecerán aquellas determ inadas m ul tinacionales. N o es cuestión de añorar teocracias y monarquías absolutas, ni de m inim izar los abusos del factor llam ado religioso; pero sin el elem ento divino, no puede haber paz ni justicia entre los hom bres. Si mi opinión vale tanto com o la tuya y no hay instancia su perior, recurrirem os a la violencia de la fuerza y si esta depende de las armas o de la mayoría intentarem os por todos los medios conquistar el poder. Si homo homini lupus y no hay ningún elefan te al que todos respeten, los lobos se devorarán unos a otros apei 93
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ñas se produzca un conflicto cualquiera. N o se trata de que un lo bo salte a lom os del elefante e im p onga sus leyes. Esto es la teo cracia en sentido peyorativo. Si dem ocracia representativa es pro blemática, la teocracia representativa es monstruosa... lo que no quiere decir que no pueda haber un orden sagrado; pero este or den no es de representantes sino de símbolos. A h ora bien, el reconocim iento de una instancia superior no puede ser impuesto. H a de ser descubierta y reconocida. Este es el pod er del mito. La dem ocracia de fracciones, es decir de «par tidos», sólo funciona donde reconocen el «todo» p or encim a de las partes (los partidos), se llam en patria, bien com ún, Dios, paz o lo que sea. Entonces los partidos sólo discuten sobre los medios para conseguir un fin. Este fin es el mito— en el que todos creen. El problem a surge cuando este fin se hace estrecho y parcial en la conciencia de algunos. El bien de mi pueblo puede entrar en conflicto con el bien de otra nación. Es el p eligro de los na cionalismos. Y si ahora el planeta nos resulta peq ueño quizás lle ga el m om ento de volver a descubrir el sol... valga la metáfora. De un sol naturalm ente que brilla para todos los hom bres («jus tos y pecadores») y para toda la tierra. Antropología idealista O tra falacia es la que ya hem os insinuado antes y que consiste en decir que la dem ocracia es teóricam ente lo m ejor del m undo, pero aún no la hem os probado. La falacia es la misma que se hizo con el com unism o y que todavía se hace con el cristianismo. Su verosim ilitud tiene raíces muy profundas en O ccidente: es la verosim ilitud platónica. La idea, dem ocrática, com unista, cristia na..., p uede ser perfecta, pero la idea no es la realidad. Y tanto la dem ocracia com o el com unism o com o el cristianismo preten den ser una realidad. N o es excusa hablar de la dignidad del cris tianismo y de la indignidad de los cristianos. «Por sus frutos los conoceréis». ¿Cóm o p uede conocerse el cristianismo desde fue ra si no es por el com portam iento de los cristianos? De la misma !94
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m anera, ¿cómo puede conocerse el funcionam iento de las de mocracias si no es m irando cóm o las dem ocracias funcionan? D ecir que «la dem ocracia es quím icam ente pura; son los hom bres los que la estropean» no es una excusa. ¿Qué tiene, pues, la dem ocracia que cuando se quiere p on er en práctica falla?— sin entrar en el problem a espinoso y capital de la relación entre la idea y la cosa. Se nos dirá que la dem ocracia ha fallado tanto com o el co munismo, por ejem plo. Aparte de que a escala m undial se po dría dudar de esta afirm ación y de que las com paraciones siem pre son odiosas, la cuestión no se resuelve encontrando un caso peor; «mal de m uchos consuelo de tontos». La crítica a la dem o cracia, precisam ente porque creem os que nos abre un buen ca m ino, no puede contentarse con ser un mal menor. Hay que pro fundizar más. El hom bre no es un lobo ni un angelito. «Sed quis custodiet ipsos custodes?», ya había preguntado Juvenal en sus Sátiras (VI, 347). El individualismo Este es un factor muy im portante y am biguo que constituye la fuerza y la debilidad de la dem ocracia. Mientras dure el m ito del individualismo la dem ocracia será fuerte. Si este mito se resque braja la dem ocracia de debilitará. L a prueba histórica de lo que estoy d icien do la tenem os en el hecho de que la dem ocracia priva en aquellos países donde el sentido de la individualidad está más desarrollado. Q uien conoz ca Am érica central y del Sur, Asia y sobre todo África notará una cierta «extranjerización» de la dem ocracia. La gente no se la cree. Sería un gran error contraponer individualism o a colectivis m o com o se hacía generalm ente en tiempos de la guerra fría. Las guerras no dejan la serenidad al espíritu ni tan siquiera para pensar. Y este falso dilem a tiene m ucho que ver con la caída del com unism o y la trágica situación actual de los antiguos pueblos soviéticos. 195
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La alternativa al individualism o no es la colectividad sino la persona— que en ella misma es un nudo de relaciones que van desde los vínculos sanguíneos, de clan, casta, pueblo, lengua, etc., hasta los límites mismos del universo. El h ech o de los abu sos y las exageraciones no justifica el extrem o opuesto. En la In dia, p or ejem plo, se distingue entre casta y casteísmo, com unidad y comunalismo. A partir de ahora nuestras reflexiones se im plican la una en la otra. Primacía de la cantidad Todo es coherente. Si el hom bre es un individuo sus relaciones con los demás com o con la tierra y con la divinidad están basadas en lazos externos y accidentales de sustancia a sustancia. En una palabra, haciendo saltos muy largos, ello significa la prim acía de la cantidad por encim a de la calidad. Si la dem ocracia ha de fun cionar p or núm eros, p or mayorías y minorías quiere decir que la cosa pública se ve y se ju zg a desde el punto de vista cuantitativo. N o es p or nada que este sea uno de los dogm as fundam entales de la ciencia m oderna. La cantidad se nos presenta com o el pará m etro más im portante de la realidad y son los algoritm os alge braicos del funcionam iento de las cosas los que nos dan las leyes que sigue la naturaleza— desde la naturaleza hum ana hasta la na turaleza de los electrones o de lo que sea. La prim acía de la can tidad im plica que ganar en núm ero es la cosa más im portante y aquello que hará que la dem ocracia pueda funcionar. En la India, que se precia de ser la dem ocracia más grande del m undo, se sue le decir— no sin sorna— que no es una persona un voto sino una rupia un voto, o m ejor dicho, mil rupias un voto, ya que ni tan si quiera puedes votar. N o hablo de posibles excesos, hablo de la te oría misma, es decir, de la cuantificación com o criterio funda m ental de la vida hum ana y de la vida pública. Dice un texto hebreo: «No te pongas de parte de la mayoría para hacer el mal. C uando seas testimonio en un proceso no te decantes por la ma yoría, si esta falsea el derecho» (Exodo XXIII, 2). 196
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La euforia tecnológica m oderna ha creído que podría sosla yar la dificultad con m edios artificiales y con la llam ada dem o cracia representativa donde ya no es el pueblo quien decide ni quien gobierna sino sus representantes. Me pregunto cuántos pueblos quieren la guerra y seguir fabricando armas, por ejem plo, pero los expertos que los representan dicen que la econo m ía y la seguridad nacional exigen estos sacrificios. Lo reserva mos para el punto siguiente. D eberíam os superar la tentación m oderna de perm anecer en el análisis individualista. En la realidad todo está conectado con todo, y no podem os aislar el análisis de la dem ocracia des conectándola del resto que le da soporte. La dem ocracia es un sistema coherente con su mito. Este predom inio de lo cuantitativo, a partir del cam bio radical que supone en la calidad de las cosas cuando sobrepasa un cierto umbral, presupone también que el pueblo es una suma de indi viduos y que el todo es la suma de individuos que lo com ponen. Esto lleva a la creencia de que el bien com ún es la suma de los bie nes particulares, es decir, que la suma de las partes da la totalidad (cosa que después de G ódel no funciona ni en matemática, ex cepto para algoritmos puram ente algebraicos). La realidad no es nunca el fruto de la suma de las partes: la suma de mis dedos, de mi m ano y de mis otros no me dará la vida ni la salud de mi cuerpo. U na de las más patéticas expresiones modernas, en la que marxistas y liberales coinciden, son las palabras hacia el fi nal de la segunda parte del Manifiesto comunista ( 1 848) de M arx y Engels que querían crear una «asociación (humana) donde el de sarrollo libre de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos». Y la paradoja quiso que para llegar a este bello ideal hu bieran de pasar por «la dictadura del proletariado». En prim er lugar, hay que preguntarse si existe este bien co mún en que todos convergem os. H abría que investigarlo para obtener una respuesta. En segundo lugar, ¿es verdaderam ente este bien com ún la suma de los bienes com unes particulares de los individuos? Quizás tam poco. *97
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Y aquí entra la indebida extrapolación cuantitativa a la que nos referíam os. En una serie num érica pasar de n a n+m presu p on e la h om ogen eidad de los algoritm os. Pasar de la organiza ción de una polis de treinta m il habitantes a un Estado de trein ta m illones, no se ha de regir necesariam ente p o r las mismas leyes. Ya hem os citado la frase de Pericles; hem os dich o que la ars política en una dem ocracia no puede ser una especialidad de expertos. La cosa pública p ertenece a todo el público, la p reo cupación y ocupación p or el bien com ún han de ser com unes. Esto no es posible fuera de la escala hum ana. En una palabra, los principios de la dem ocracia clásica no rigen para una dem o cracia m oderna. El debilitamiento de la calidad N o nos referim os a lo que ya vieron Platón y A ristóteles, que la p ru d en cia y el co n ocim ien to no suelen estar en las masas sino a lo que ya vieron tam bién los atenienses y que, m u ch o más adelante, ha aparecido cu an do se ha h ablado de dem ocracia representativa. Es el h ech o de que la p ro liferación de los nú m eros en un m om ento determ in ado im plica un cam bio cuali tativo, com o ya lo form u ló M arx. N o es lo m ism o una d em o cracia de sesenta mil andorranos que un a d em ocracia de doscientos treinta y dos m illones o de ochocien tas m il perso nas. En efecto, la dem ocracia req u iere lo que h e d en o m in ad o y elaborad o de una m anera más filosófica: el d iálogo dialogal y no el d iálogo dialéctico im personal. Y el diálogo dialogal en ú l tim a instancia se traduce en d iálogo duologal. Si n o p u ed o res ponder, si no p u ed o m irar a los ojos del otro, si n o p u ed o d e cir «deténte un m om ento y explícate», si no p u ed o d ecir «esto no lo acabo de entender», si no p u ed o entrar en d u ó lo go , no hay d iálogo posible. Demos, com o hem os dicho, quiere decir ‘p u e b lo ’ en un terri torio y no masa. En un p ueblo cada uno tiene un nom bre y nom bre propio, no un núm ero. Y si es esencial para la dem ocracia el igS
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voto, este, com o la palabra dice (de vovere, ‘p rom eter’ ), se ha de hablar (a alguien que escuche), no contar. El alem án habla de Abstimmen, ‘discernir voces’, de Stimme, ‘voz’. El cáncer cuantitativo lleva al com plejo de inferioridad que se apodera del individuo masa, un núm ero insignificante en un conjunto que él no puede abarcar. Se pierde la conciencia de ser único y por lo tanto incom parable. Paradójicam ente el indivi dualism o lleva a la pérdida de la personalidad. N o es de extrañar el absentismo político de los pueblos y la sustitución del pathos político por la concentración sobre el trabajo. «Ganarse la vida» en otras tradiciones quiere decir m erecerla y gozarla. En esta cul tura quiere decir trabajar para ganar dinero. La tecnocracia Digámoslo claramente: la democracia es incompatible con la tec nocracia. Ya hemos insinuado que la m odernidad en su ingenui dad ha creído que se podía servir de la máquina de segundo grado porque esta era fruto del ingenio del hombre. Paradójicamente, el hom bre fáustico ha olvidado que su poder es tan real que su crea ción participante de esta realidad se le escapa de las manos, com o una cierta teología, ingenua también, nos dirá que la om nipoten cia divina se encalla ante la libertad humana. Análogamente, la robotización m oderna escapa también al control del mismo hom bre que la ha «creado». Digo esto para explicar el m encionado optim ism o ingenuo de que la tecnocracia nos perm ite aquella com unicación y co m unión humanas que son el requisito de la dem ocracia. Y creo que es este el punto más grave de la crítica y la causa de la crisis de la dem ocracia moderna. Actualm ente, la dem ocracia ha sido sustituida de h ech o p or la tecnocracia. D igo tecnocra cia, que es la aplicación de la tecnología, y no técnica, que es arte, esto es, la capacidad de hacer las cosas para nuestro bienes tar, placer y confort. N o olvidem os que la palabra «técnica» está em parentada con «tejido» y naturalm ente con el arte manual, !99
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con el sentido del tacto e incluso allí donde ponem os la testa, sin especular ahora sobre las raíces indoeuropeas tekt, de donde sale ‘dar form a’ y ‘parir’. Pues bien, la tecnocracia es el poder de la m áquina de segun do grado que im plica el dom inio de la estructura, y que exige para funcionar una visión m ecánica y m ecanizada de la realidad. Por m áquina de segundo grado entiendo aquellos mecanismos construidos con fuentes artificiales de energía obtenidas m edian te la violencia a los ritmos cósmicos— com o he intentado expli carlo en otros lugares. Si no se siguen sus leyes será el caos, de la misma form a que si quiero detenerm e en mitad del vuelo me será un poco difícil. H em os de obedecer las leyes de la tecnocracia, es decir, acatar el poder de la tecnología. U no de los dinamismos que nos explicó Riccardo Petrella el otro día era precisamente esta fuerza casi irresistible de los valores tecnológicos que nos di cen cóm o hem os de funcionar para que las cosas vayan bien. U n ejem plo de una m áquina de segundo grado es la megalópolis mo derna. Por lo tanto, el individuo, fundam ento de la dem ocracia, está supeditado a conocim ientos especializados, es decir, parciales y que no tocan a todo el hom bre. Por otra parte, este individuo, si es sincero, ha de itir que de lo que se le pregun ta sobre la energía atómica, la econom ía, los plásticos, la quím ica del car bón o de tantas cosas, sabe bien poca cosa. ¿Cóm o podem os, pues, dar nuestro voto responsable sobre temas que requieren años y años de estudio, y que son de una com plejidad extraordi naria? ¿Cóm o podem os form arnos ni aunque sea un ju ic io so m ero y dar nuestro voto? En una palabra, la tecnocracia ha susti tuido a la dem ocracia. ¿Cóm o podem os tener un orden dem ocrático sólido cons truido sobre estas bases? H em os perdido m uchas veces la expe riencia de la relación hum ana en profundidad. Quizás esto se aprenda desde el punto de vista intercultural. Y este es mi últim o punto.
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La monoculturalidad Se habla m ucho hoy día de interculturalidad, pero en el fond o uno se suele referir únicam ente a la transdiciplinariedad a fin de enriquecer la cultura dom inante con aportaciones foráneas — cosa com prensible y legítim a p or otra parte. N o puedo expul sar un mal pensam iento— y com o tal lo confieso. Es la sospecha de que esta cultura occidental tan poderosa que durante cinco siglos ha explotado al resto del m undo en todos los órdenes, ahora al verse en situación precaria, quiere continuar aprove chándose de las sabidurías de otras civilizaciones en ben eficio p ropio— que después se dirá, naturalm ente, en ben eficio de toda la hum anidad. Se com prende perfectam ente el deseo loable de una «de m ocracia mundial» com o el de una «ética global» porque con esta globalización se quiere p on er un p oco de orden en la si tuación actual, pero todavía no se ha superado el síndrom e de la universalización— según, naturalm ente, nuestros parám etros. Los límites de la dem ocracia no pueden extenderse más allá de los límites de aquella cultura que la ha originado. Repito que las culturas no son folklore. Esto no quiere decir que no sea posible una fecundación m u tua entre culturas— y sobre esto todavía harem os unas conside raciones finales.
3.
LOS LÍM ITES DE LA D EM O CR ACIA
El tránsito del plural al singular m e perm ite decir que una vez hem os tocado el lím ite hem os descubierto el fundam ento y su relatividad. En el lím ite se toca fon d o y al mismo tiem po se des cubre que el fond o no nos pertenece. El lím ite está en las raíces, pero estas se enraizan en el m agm a hum ano que no es propie dad privada de ningún individuo ni de ninguna cultura. U n 201
EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
am igo m ío (C. D. Lummis) norteam ericano, p ero profesor en Tokio, ha publicado este año un libro, RadicalDemocracy que aca ba con una glosa a la m itología de Perséfone (la Proserpina lati na) , en contraposición a la leyenda de Sísifo para darnos la es peranza de que a pesar de la degeneración de la dem ocracia cuando esta se institucionaliza ella misma vuelve del Hades para nuevas primaveras después que Dem éter, la diosa del grano y m adre de Perséfone, convenciera a Zeus para que obligara a Ha des, el dios del m undo subterráneo, a liberar a su hija de la cual se había enam orado perdidam ente— pero com o la hija transgre dió la condición de no com er en el reino de los m uertos, le obli garon a quedarse tres meses con Hades. Es en invierno cuando el grano no crece... cuando la dem ocracia parece muerta... De mos algunos consejos de cam pesino para superar el invierno. La isocracia «Todos somos iguales» es un dogm a débil porque n o somos igua les. Esta es la falacia capital del denom inado liberalism o— sobre todo de m ercado. La isonomía lo califica diciendo que somos iguales ante la ley. Pero la ley es abstracta y no p uede ser concre ta. Si cada uno tiene su ley, com o sugiere el paradójico San Pablo (Rom II, 14), no hay ley. Y digo, entre paréntesis, paradójico, porque en esto iguala a los cristianos, los gentiles, en oposición a los ju d ío s (Rom III, 20; IV, 14; y im). D ejando esto de lado, la libertad sólo p uede existir entre iguales, y los hom bres son dife rentes. H em os de encontrar, p or consiguiente, un sistema político, de gestión de la polis, que tom e en cuenta estas diferencias y que no quiera reducirlo todo a una igualdad abstracta ante la ley. La ley, por otra parte, es necesaria. Cito una frase lapidaria de Lacordaire de 1838: «Entre le fort et le faible, c ’est la liberté qui opprim e et la loi qui libére». Pensem os que la que dice ser la de m ocracia más grande del m undo, la India, tiene más de cien mi llones de niños en trabajos forzados, o sea, que p or cada español 202
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hay tres niños indios que hacen posible la com petitividad del Es tado de Delhi en el m ercado m undial. Y de estos cien m illones, a pesar de las resoluciones del tribunal suprem o del país y de otras protestas, hay entre quince y veintinueve m illones en verdadera esclavitud (de doce a dieciséis horas de trabajo, castigos corpo rales, etc.) por deudas de sus padres que a veces se reducían a dos mil pesetas— pero el interés es del 1 20 por 100 al mes. ¿Son estos los que defienden la privatización y el denom inado m erca do libre? L eed las ciento setenta y nueve páginas del Human Rights Watch de Nueva York (la situación em peora año tras año, com o dem uestran las estadísticas de los beneficios exorbitantes de las com pañías que se benefician de este trabajo [Frontline, del 24 de enero de 19 9 7]). De esto no se habla dem asiado, y natu ralm ente los niños no protestan públicam ente, ni tienen sindi catos. Esta consideración no es m arginal a una reflexión sobre la dem ocracia. Los países llamados dem ócratas son causa indirecta de esta situación y si el demos no somos nosotros solos, todos so mos corresponsables de los doscientos cincuenta m illones de ni ños en el m undo, según datos de la U n icef (1996), sin m encio nar los trece m illones de niños m enores de cinco años que m ueren anualm ente p or desnutrición. N o cito lo que dice el Evangelio sobre M am ona (Mt. VI, 24; e tc.), me limito a recordar a Aristóteles que dice que el p eor ene m igo de la dem ocracia es la desigualdad económ ica entre los hombres. Si hay ricos y pobres— viene a decirnos Aristóteles en el siglo iii a C.— no puede haber dem ocracia. El maestro de A le ja n d ro considera un obstáculo más grande la diferencia econó m ica que la diferencia entre estamentos, clases o etnias. Valdría la pena com entar todo el pasaje, Pol. III, 7 (12 79 a 24-1280 a 7) donde Aristóteles se inclina por una arm onía entre oligarquía (porque los ricos son pocos) y dem ocracia (donde los pobres son m ayoría), pero ni una ni otra aisladam ente se interesan vi talm ente por el bien com ún. Esto me lleva a resucitar las palabras que H erodoto cita al menos una vez (V, 92 a, 1): «Igual reparto de poder». Esto signi 203
EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
fica volver a la m edida hum ana y no tecnocrática, de m anera que sea el pueblo quien gobierne y no el gobierno. ¿Es hoy día posi ble? Este es el gran desafío. El cultivo de la isocracia implica el ejercicio de la «virtud políti ca» que, según los antiguos, no puede ser delegada. Este es el gran problem a actual: el paso de lo dialéctico a lo duologal y dialogal. Hay que darse cuenta de que las especializaciones son necesarias en problemas especializados; es decir, secundarios de la vida hu mana, pero que el sentido de la vida es vivirla y no precisamente dom inar a los demás. Esto se enseña p oco en las escuelas— a pesar de su nom bre, que significa ‘ocio’, otium, no negotium. Esta arm onía o igualdad de poder no puede entonces de pen der de la clase social, de los conocim ientos especializados, del dinero o del núm ero sino de la dignidad intrínseca de la persona hum ana. Y esta no viene conferida por un voto ni p or otro, sino que nos viene conferida a todos en virtud de nuestra hum anidad (humanness, Menschlichkeit). A l indispensable factor trascendente al que nos hem os referido. Pluralismo Estamos diciendo que la igualdad es un concepto abstracto. La igualdad supone ya la hom ogen eidad de las cosas iguales. U na pera es igual a una pera en tanto que concepto, y así sucede con el concepto hom bre. Pero el hom bre no es un con cep to y cada hom bre es único y p or lo tanto irreductible a cualquier igualdad en su personalidad propia. Ya Aristóteles critica la dem ocracia porque cree «que aquellos que son iguales en un aspecto son igua les en todos los aspectos, y que porque los hombres son igualm en te libres pretenden que son absolutamente iguales» (Pol. V, i, 1301 a 29-31). La últim a línea de la últim a carta de Platón (863 e 5), que es la despedida al am igo, le dice: «¡Ysé tú mismo!». Esta autenticidad (de autos y em parentado con el sánscrito asus, ‘vida’ ) sería uno de los fundam entos del pluralismo. El plu ralismo no quiere decir la m era tolerancia del otro porque toda 204
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vía no es demasiado fuerte; significa la aceptación de nuestra con tingencia, el reconocim iento de que ni yo ni nosotros tenem os criterios absolutos para ju zgar al m undo y a los demás. El plura lismo significa que hay sistemas de pensam iento y culturas que son incompatibles entre ellas o, utilizando una m etáfora geom é trica, inconm ensurables (com o lo son el radio y la circunferencia, o la hipotenusa y el cateto, pero «a pesar de ello» coexisten y se coim plican). La convivialidad es algo m ucho más profundo que la conllevancia. Es por todo esto por lo que nuestra época pide un cam bio ra dical, si hem os de evitar la catástrofe del género hum ano. Las culturas coexisten pero no se entienden unas a otras, lo que se traduce por la superación del dom inio de la esencia sobre la existencia, por la superación del m onopolio de la racionalidad sobre el ser, sin caer en la irracionalidad. N o quiero recordar aquí que se ha traducido mal e interpretado p eor la frase aristo télica del hom bre com o «animal racional». Todo esto se ve claro si invitamos a las otras culturas a las m e sas redondas del diálogo que hoy es im perativo si no querem os destruirnos a nosotros mismos. Todo esto me ha llevado a hablar desde hace ya tiem po de la democracia de las culturas sin la cual no puede haber libertad entre los pueblos. Pero he de acabar. La cultura de la paz D ecía al com ienzo que el desafío de la época m oderna es pasar de una cultura de la guerra (que eufem ísticam ente se traduce por «ser los mejores», «competitividad», etc.) a una cultura de la paz. Y paz no quiere decir ausencia de guerra, es una nueva cul tura, un nuevo cultivo del espíritu hum ano y de la vida hum ana que no está basado en la com petitividad ni en la guerra. La cul tura de la paz es la cultura de la diversidad, de la que filosófica m ente se podría hablar bajo el nom bre de pluralismo. La cultura de la paz no se basa en el poder sino en la autoridad. Hay una diferencia esencial entre poder y autoridad. Poder es el 205
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que yo tengo, porque tengo más dinero, más ciencia m oderna (si nónim o de control) o porque soy más fuerte. La autoridad me la dan los demás o, com o todavía se dice en régim en dem ocrático, se confiere. Yo reconozco tu autoridad porque, com o dice la sabidu ría de la misma palabra, tú me haces crecer (ab augendó) . La cultu ra de la paz se fundam enta en la autoridad, no en el poder. Por lo tanto, los m edios no pueden ser ni el dinero, ni los co nocim ientos especializados, ni el p od er sobre el otro, sino la au toridad. La autoridad, a diferencia del p od er que puede ser pro piedad privada, y p or lo tanto individual, es relacional, es decir, personal. La autoridad supone un nosotros constitutivo del ser hu m ano. El cam bio radical a que m e refería al inicio supone una m utación antropológica. La cultura de la paz supone el cultivo de la palabra. Ramón Llull nos dice que la naturaleza ha provisto a todos los seres con m edios de defensa y ataque. U nos tienen la piel fuerte, otros los dientes potentes, otros las uñas para defenderse y para vivir, de acuerdo con la ley de la naturaleza. C uando el hom bre coge las armas cae al nivel de las bestias: las armas sustituyen a sus uñas o a sus dientes, con los que no hace dem asiado daño. ¿Cuál es el instrum ento, el m edio que la naturaleza ha dado al hom bre para que defienda sus derechos?— se pregunta el sabio m allorquín. Es la lengua, se nos dice, con la que el hom bre habla, la retórica de los antiguos, el arte de saber hablar, de presentar las cosas en este diálogo duologal donde la dinám ica de la palabra se va desarro llando para llegar al consenso. L o podríam os denom inar logokratia: el cultivo de la palabra, aquella palabra que rom pe el silen cio, que crea hablando, que no repite lo que se ha dicho en la escuela, la televisión o que está escrito en los diccionarios. Todas las lenguas vivas son dialectos que se han h echo en el habla de los padres con los hijos y de los amigos entre sí. C on el tiem po se van creando nuevas form as de hablar. Quisiera acabar acentuando una idea y p ro po n ien d o un sím bolo que podría ayudar al crecim iento del nuevo m ito de la cul tura de la paz. 206
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La historia de estos últimos seis mil años de experiencia hu m ana se podría resumir— en una sim plificación que necesita muchas matizaciones— en el descubrim iento del m onoteísm o. Este m onoteísm o, que es la creencia en la existencia de un cen tro absoluto, m odelo de todo orden. En él tenem os la clave para entender las cosas. Y naturalm ente quien tiene la llave tiene el poder. Este m onoteísm o se ha concretado en sistemas m onolíti cos (m onarquía, m onism o, verdad absoluta, sistemas únicos de validez general, etc.) que han favorecido la pretensión de globalidad y de absoluto. El gran desafío m oderno es rom per estos sis temas m onolíticos y pasar de la m elodía a la sinfonía, del m ono teísmo a la trinidad, del m onism o al no dualismo. En este m undo nuestro de raíces helénicas, el sím bolo que nos podría servir sería el paso de la arena al ágora. A rena es una palabra de origen etrusco que sugiere lucha, com petición, victo ria. La arena es la arena para los gladiadores. El ágora es el espa cio donde se habla, se reúne, se discute, donde el enem igo— si se quiere utilizar esta palabra— es presentado: se le habla, se le acepta y se ve quién de los dos, de los tres o de los que sean, tie ne razón. El ágora tiene que ver con la asamblea y con la iglesia. Hay que volver a ofrecer estos espacios donde los hom bres pue dan hablar sin miedos. El habla no son sólo transacciones que puedan hacerse con Internet; es este don que el hom bre tiene que le perm ite vivir una vida plena. Dej e que acabe con una anécdota que com o todas las anécdotas no dice nada y lo dice todo. El prim o de un estudian te mío, en los años en que K ennedy había creado aquello de la fuerza de la paz para enviar ayuda al denom inado Tercer M un do, fue a realizar una tarea docente a un pueblecito de Africa. Pero no quería enseñar a los niños nada de lo que sabía porque lo consideraba un acto de colonialism o. Lo único que aceptó fue dar clases de gimnasia. U n día llegó ante los niños con una caja de caramelos, y no sé qué más. Todos los niños esperaban a este jo ven alto, bueno, grande (los africanos tienen el com plejo de no ser blancos). Y el jo ven am ericano les dijo: «Mirad aquel árbol 207
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de allí, a cien o doscientos metros, yo diré uno, dos y tres y os po néis a correr. El que gane tendrá los prem ios merecidos». Los sie te u ocho niños que había en el p ueblo ya estaban nerviosos. Dijo «uno, dos y tres», y todos los niños se dieron la m ano y co rrieron juntos: querían com partir el prem io. Su felicidad estaba en la felicidad de todos. Quizás estos niños dan motivos para unos nuevos fundam entos de la vida dem ocrática. Gracias.
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214
INDICE DE N OM BRES
Adán, 16, 165
Churchill, Winston, 178, 191, 192
Agustín, san, 23, 24, 47, 80, 84-87,
Cicerón, 66,80,81,87,93,98,116, x44
93-95- 109> H9. 152
Cipriano, san, 75
Akbar, 6g
Claraval, Bernardo de, 179
Alarico, 23, 85
Clausewitz, K. Von, 69
Alejandro Magno, 203
Codrington, R. H., 121
Arabi, Ibn, 179
Confucio, 25, 146
Aristóteles, 23, 51, 54, 70, 71, 73, 76,
Constantino, 83, 84, 109
80, 81, 95, 185, 186, 198, 203, 204 Arquímedes, 126
Daniélou, 143-144
Ashoka, 69, 178
Dante Alighieri, 58 Deméter, 202
Bacon, Francis, 119
Descartes, René, 47, 93
Barber, B., 16 Barth, Karl, 149
Eliade, Mircea, 130
Baudin, I., 99
Ellul,Jacques, 16
Bauer, Bruno, 165
Engels, Friedrich, 197
Benjamín, W., 149
Eva, 16
Bismark, Otto von, 92 Bloch, E., 149
Fauchet, Claude, 183
Bolívar, Simón, 130
Filón, 165 Francisco I, 89 Fustel de Coulanges, 70, 76, 77
Buddha, 35, 179 Buenaventura, 179 Bultmann, 19 Bush, George, 66
Gandhi, Mohandas Karamchand, 33,
Carlomagno, 87
Garibaldi, Giuseppe, 25
Carlos V, 88-90
Gódel, 197
Catón, 81
Corres, 183
César, Julio, 178
Grau, M. C., 92
Cézanne, Paul, 130
Gregorio VII, 153
65, 123, 148, 159
2 17
ÍNDICE DE NOMBRES Gross, D., 67
Maragall, Joan, 58
Guevara, Ernesto (Che), 147
Marco Aurelio, 178
Guillain, R., 142
Marx, Karl, 97, 160, 179, 197, 198 Mateo, san, 109, 157, 172
Habermas,J., 149
Mathieu, V., 77
Hades, 202
Mefistófeles, 122
Hammarskjóld, 178
Metz, J. B., 149
Hegel, 33, 54, 96, 97
Mitterrand, Frangois, 27
Heidegger, Martin, 48
Moltmann,J., 149
Hemacandra, 179
Mommsen, Th., 70
Heracleitos, 13, 15, 93
Monchanin, 44
Hermes, 19
Morgan, M. L., 69
Herodoto, 203
Moro, Tomás, 178
Hitler, Adolf, 171 Nandy, A., 57
Hobbes, Thomas, 93, 95 Hohesiel, K., 72
Napoleón, 25, 120, 178
Homero, 70
Nebrija, Elio Antonio de, 59
Hospital, Michel de 1’, 153
Noé, 75
Hugo de San Vittore, 35 Otto, W. F., 160 Jaeger, W., 70 Jomeini, Ruhollah, 35
Pablo III, 88
Juan Bautista, san, 81
Pablo, san, 72, 82, 83, 202
Juvenal, 195
Pagels, E., 84 Palas Atenea, 19
Kant, Emmanuel, 48, 51,99, 179, 183,
Pannenberg, W., 149 Parekh, B., 100
184 Kennedy, John Fitzgerald, 207
Pericles, 187, 198
King, Martin Luther, 159
Perséfone, 202 Peterson, Eric, 149 Petrella, Riccardo, 200
Kittel, 81 Kóhl, Helmut, 27
Pío VII, 183 Platón, 23, 70, 73, 74, 80, 81, 185,
León X, 8g
188, 198, 204
León XIII, 153
Plotinus, 15, 80
Loyola, Ignacio de, 179 Lucas, san, 82
Quevedo, Francisco de, 90
Lucrecio, 23 Luther, 87-89, 92-95, 98, 149
Rahner, K., 149 Machiavelli, 16, 75, 92, 93, 95-96, 102
Rámánouja, 179 Ramonet, I., 124
218
ÍNDICE DE NOMBRES Reagan, Ronald, 28
Teodosio, 83
Ritter, J., 69
Tertuliano, Quinto Septimio Florente, 109
Rommen, H., 98
Theilard de Chardin, 139 Sankara, 179
Tomás de Aquino, 54, 87, 88, 95
Santideva, 179
Torres, Camilo, 147
Schmitt, Cari, 69 Schwarzkopf, H. Norman, 120
Van der Leeuven, 121
Sellin, Volker, 69
Van Gogh, Vincent, 130
Séneca, Marco Anneo, 70
Virgilio, Publio, 23, 78
Shakespeare, William, 58 Shántá, N., 37
Voegelin, E., 70
Sísifo, 202
Weber, Max, 96
Sloterdijk, 39
Weil, Simone, 40
Sócrates, 179 Solón, 80
Xenofontes, 98
Spiridon, Pierre Joseph, 153 Yahveh, 75 Tabidzé, 58 Temple, Dominique, 57
Zeus, 19, 202
2 ig
íñigo Gurruchaga EL MODELO IRLANDÉS
Raimon Panikkar ICONOS DEL MISTERIO
Miguel García-Posada LA QUENCIA
Ian Tattersall HACIA EL SER HUMANO
Luis Mauri y Lluís Uría LA GOTA MALAYA
André Comte-Sponville y Luc F LA SABIDURÍA DE LOS M ODERNOS
Andrés Trapiello EL AZUL RELATIVO
José Enrique Ruiz-Doménec EL DESPERTAR DE I-AS MUJERES
Raimon Panikkar EL ESPÍRITU DE LA POLÍTICA
Caroline Hanken LAS AMANTES DEL REY
«¿Qué es lo metapolítico? Es el fundamento antropo lógico de lo político». Así, Raimon Panikkar analiza y desarrolla en este volumen la relación entre la políti ca y lo que la sostiene y la funda: el sentido de la vida. Lo metapolítico es el lugar de encuentro entre la acti vidad política del hombre y su destino final, el punto .
..
V
de intersección del hombre y el todo. (¿b¿ «¿Cómo descubrir esta dimensión y, tras haberla descubierto, cómo reunir en una sola visión todos los aspectos de la realidad, incluida la cosa pública, e integrar esta última sin rechazarla?». Según Raimon Panikkar, se trata de descubrir, en el ser humano, un núcleo que lo une a lo político, a la polis, pero que la técnica no agota. Por ello, el presente estudio intenta compren der, siguiendo el camino histórico que va desde la for mación de la polis griega hasta nuestros días, la natu raleza del espíritu de la política y describir esta dimensión en el contexto de nuestra época.