El adulador
Comedia en tres actos y en prosa representada por primera vez en Mantua la primavera de 1750 de CARLO GOLDONI Traducción y notas de Margarita García
Introducción a El Adulador Por Ginette Herry. Traducción de Jean Croizat-Viallet.
El Adulador es la cuarta de las dieciséis comedias que Goldoni escribió en 1750, cumpliendo con el compromiso que tomó después del Carnaval con el público veneciano del Teatro Sant Angelo del que era entonces autor titular, de ofrecer una comedia nueva cada semana desde el primer lunes de octubre hasta el martes de carnaval de la tempo rada siguiente. La obra es ensayada por la Compañía Medebach, primero en Mantua durante la primavera y luego en Milán en verano, con escaso éxito en ambos casos. Es creada en el Teatro Sant Angelo en otoño, alcanzando un éxito más que mediano como lo reconoce el propio autor en la Advertencia al lector que acompaña la primera edición de la obra bajo su responsabilidad, en Florencia, primavera de 1753. Curiosa obra es este Adula dor, cuyo fracaso teatral perdura en Italia y en toda Europa más allá de la época de Goldoni, exceptuando los países de habla alemana. En efecto, la obra se representa en Viena en 1753, en Leipzig en 1764, en Berlín en 1771... A lo largo del siglo dieciocho se publican varias ediciones en alemán (1768, 1774, 1775). Menos apegados a las reglas clásicas contra las cuales, por otra parte, no tardan en rebelarse, los alemanes se sienten más proclives a abordar, incluso en las comedias, lo que podríamos llamar hoy en día los problemas de sociedad y, valga la expresión, los problemas políticos. En Dresde, bajo el reinado de Augus
to III, la representación de la comedia le vale al responsable de la compañía que se atrevió a montarla serios problemas, porque se identificaba al personaje de Don Sigismundo, el adulador, con el conde Brühl, entonces valido y ministro del príncipe. Se dice también que la lectura del Adulador incitó a Lessing a escribir su Emilia Galotti. ¿Será, pues, El Adulador una obra política y por lo tanto anómala y transgresora? Sin duda. Al final del acto II el mismo don Sigismondo define la estrategia a la que se ve abocado y la práctica de la adulación a la que «se aficionó», como «una política ingeniada por el diablo»: la palabra política no es, como veremos, pura metáfora. Quizás hay que buscar la razón principal del fracaso duradero de esta obra cara a la crítica en su carácter tendencioso. Es tan «mala», escribe Giuseppe Ortolani en el prefacio de la edición Mondadori de 1939 (Tutte le Opere di Carlo Goldoni, vol. III p. 1161), que no merece «un largo discurso». Ortolani no reconoce en ella a su Goldoni y subraya con cierto alivio que ha desaparecido «para siempre de los teatros». Sin embargo en 1909, en la «noticia histórica» del Adulador para la edición municipal de las Opere Complete (vol. IV), Ernesto Masi afirmaba: Nunca ni en ninguna otra obra Goldoni se atrevió a criticar tan abiertamente los gobiernos y los gobernadores; nunca descargó contra la nobleza sarcasmos tan amargos. Y la rebeldía de la «familia humilde» de los criados que, cada cual con su dialecto, representan cinco provincias diferentes de Italia, entraña un significado profundo para un autor que buscaba y encontraba en el pueblo llano las energías sanas y la bondad que no encontraba en las altas esferas.
Se sabe que Goldoni había leído a Maquiavelo y que en su temprana edad se había recreado con la lectura de La
Mandragora. El Adulador se inscribe directamente en la perspectiva del Príncipe como se ve en los capítulos XXII: «De los secretarios que están al lado de los Príncipes», y XXIII: «De qué manera se debe recelar de los aduladores». Siguiendo esta inspiración Goldoni encamina su reflexión hacia los escollos del poder y las consecuencias de la desigualdad en las sociedades vertebradas por los privilegios de la sangre y reforzadas por los de la riqueza.
De origen humilde y pobre, Don Sigismundo ha conse guido al cabo de tres años encaramarse por sus propias fuerzas en el puesto de secretario con funciones de ministro de Don Sancio, el Gobernador de Gaeta. (Gaeta es una pequeña ciudad del reino de Nápoles a unos setenta kilómetros al nordeste de la capital.) Este villano sin recursos tiene prohibidos el manejo oficial del dinero y el ejercicio directo del poder, a pesar de su formación y de sus indiscutibles aptitudes. Su mérito personal inutilizado se rebela contra esta situación. Socialmente limitado, asqueado también por los abusos cotidianos de los que tienen el poder, Don Sigismundo busca clandestinamente satisfacer su codicia y su pasión por el poder: en la sombra y «bajo la conducta de la preciada adulación», avasalló la voluntad de sus amos, valiéndose de sus debilidades o de sus caprichos. Mediante esta «astuta política», sustrae fraudulamente los ingresos de las propiedades personales de su amo en el campo, roba a los criados del palacio, pervierte las relaciones familiares (relaciones marido-mujer, madre-hija) y también los amores clandestinos del gobernador y de su esposa, acabando por controlar los otros sectores de la gobernación (justicia, hacienda, comercio, producción industrial).
Desde la vida privada más íntima del individuo hasta la vida pública más oficial del gobernador, todos los aspectos de la vida de la alta esfera se ven al desnudo en El
Adulador, con todo lujo de detalles acerca de las reacciones
que los abusos provocan tanto entre los de esta alta esfera como entre los que dependen de ella en la ciudad y en el palacio. Para plasmar este contenido Goldoni elige la comedia. El problema es que según el sistema de los géneros que impera entonces, la comedia no debe representar los problemas de los poderosos: es asunto propio de la tragedia, con tal que los engrandezca a la par que los aleje en el tiempo, en el espacio o mediante la fábula. Por otro lado y desde Menandro, la comedia debe limitarse a plasmar en la vida cotidiana las relaciones familiares y las que mantiene con el vecindario de una clase que no es ni alta ni humilde y que se ve afectada por el comportamiento anómalo de uno de sus que no se adapta de forma espontánea a los usos ni a los deseos de sus prójimos. Además, la comedia debe necesariamente tener un final feliz; el grupo social reconquista su armonía sin excesivos desgastes, reincorporándose el elemento pertur bador tras el reconocimiento de su falta o al contrario quedándose arrinconado si resulta ser incorregible. Tampoco la comedia tiene que ocuparse de los problemas de la clase humilde, a no ser que la presente de modo incidental y a lo burlón. Siendo pues la corte de Gaeta una especie de analogon casi completo de toda la sociedad, se ve cuál ha sido el propósito del Adulador y cómo se sale escandalosamente de los límites asignados a la comedia en esta época. No es de extrañar por lo tanto que su final no sea «feliz». Bien es verdad que la obra es «moral»: las fechorías del adulador son repudiadas públicamente, él mismo está castigado, su poder oculto se desvanece y los entuertos que ha provocado son subsanados. Con todo, esta obra resulta muy sombría. En la versión creada en la primavera de 1750 y publicada en la primavera de 1753 (por Medebach en la casa editorial
de Bettinelli en Venecia, y poco tiempo después por el mismo Goldoni, con muy pocos retoques, con el editor Paperini de Florencia), el adulador Don Sigismondo muere envenenado por algunos criados a los que había despedido quedándose con dos meses de sueldo. Sale a escena justo cuando se han revelado sus exacciones y las confiesa públicamente antes de morir, para desengañar a su amo y animarle a cambiar de vida. En la versión de 1762 para la gran edición Pasquali que Goldoni inicia antes de irse a Francia, el final del adulador no es tan negro: es detenido fuera del escenario y entregado a la justicia de la capital: su caída ya no es debida a la venganza de los criados. Es obra de Donna Elvira (joven esposa de un noble de la ciudad) a la que Don Sigismundo pretendía seducir, siendo esta aventura la tercera de sus «debilidades». En la primera versión el gobernador renuncia a su cargo porque se ha convencido de que es totalmente incapaz de ejercerlo, Donna Elvira consigue salvar a su marido al que quiere tanto y el joven Conde Ercole enamorado de la «llaneza» de Isabella, la hija del gobernador, se casa con ella y la lleva a Roma. El telón cae sobre una corte vacía, en una ciudad inmovilizada que espera intranquila la llegada de un nuevo gobernador y muestra una familia reducida a una pareja amargada, sola y envejecida que no se soporta.. Si el final de la obra en su segunda versión resulta también sombrío, lo es de forma más insidiosa. Se atenúa apenas el carácter transgresor de la obra: Se ha perdido el desarrollo sorprendente que el autor había dado al personaje de Arlequín en la primera versión.
Goldoni repite a menudo que «quizás no trató bien a los Arlequines en sus obras» (véase en particular el Post scriptum de la carta del autor fechada a 28 de abril de 1753 que abre el primer volumen de la edición Paperini). Explica que no conseguía reformarlos por la afición casi orgánica de los actores encargados de estos papeles por las
prácticas escleróticas de la commedia dell’arte. En marzo de 1750, un nuevo actor ingresa en la compañía para desempeñar el papel de Arlequín. Parece que su llegada dio otro vuelo a la imaginación de Goldoni, quien se puso de inmediato a escribir un papel para el gracioso del gobernador de Gaeta, cuyo nombre es Arlequín. Esta escritura no es costumbre de Goldoni ya que suele dejar el papel del máscara a la improvisación antes de retocar la obra para la edición. Arlequín es el único personaje perspicaz de la corte. Mantiene en ambas versiones una relación discreta con la criada Colombina, que es también el único ejemplo de relación benévola en la comedia. El gracioso tiene una relación tan vital y singular con lo que le rodea que es capaz de captar y exponer a los que quieren entender, lo que tendría que mantenerse secreto o lo que interesa mantener así. En la primera versión, tenía además a una pareja ideal, Doña Muerte, a la que visitaba con regularidad acabando por ser su mensajero, lo cual remata, si se quiere, la dimensión shakespeariana de la comedia. Pero en 1762 Goldoni concibe para su adulador un final distinto, y mutila al personaje de Arlequín. La razón de' estos cambios estriba quizás en la necesaria adaptación al contexto editorial que pide más prestigio; al respeto de las reglas que se ven sublimadas en los libros y a la opinión acerca de la articulación de lo cómico y de lo útil frente al público. En las Memorias (II, 8) sin embargo Goldoni parece olvidar las transformaciones que hizo en el tercer acto y a las que había dedicado amplias explicaciones en la Adver tencia al lector de la Edición de 1762 (Véase la traducción que encabeza el texto de la comedia). En el «extracto» que propone, atribuye la caída de Don Sigismondo a la sola codicia. «Esta última pasión es la que le pierde»: Tiene la bajeza de mermar los sueldos de la servidumbre del gobernador, para incrementar sus ganadas. Los criados
se dirigen al Secretario para que les indemnicen. Los acoge muy bien, los halaga, los regala; pero no sacan nada. Luego estos infelices se reunen, reconocen al culpable de su desgracia, claman venganza; se habla de un escopetazo, de una puñalada; el Cocinero se encarga de envenenarlo, y lleva su proyecto a cabo...(...) Me .molestaba recurrir al veneno para el Desenlace de la obra; pero no había manera de hacer de otra forma; el villano merecía un castigo, el Gobernador le protegía: la Corte de Nápoles no lo conocía lo bastante; ingenié una muerte que había merecido.
O sea «un desenlace natural y contundente», según las palabras de Goldoni que vienen a continuación. Extraña fórmula para calificar un envenenamiento. No parece sino que Goldoni ya anciano se rebela todavía contra el rigor de las reglas, incluidas las que él mismo definió, y contra la reducción de sentido que el público hacía de la adulación asimilándola con la lisonja. Veremos que el autor no escapa a veces a esta reducción. De momento, su rebeldía sorda se hace en nombre de la lógica de la obra en su misma escritura y en nombre del carácter excepcionalmente pernicioso de la adulación. En El teatro cómico, compuesto en Milán durante el verano de 1750, o sea poco tiempo después del Adulador, Goldoni define en boca de Orazio, el jefe de la compañía, el papel que hay que reservar a los «malos» en la comedia reformada: Cuando quieren introducir a un personaje malo en una comedia, lo presentan sesgado y nunca de frente; lo cual viene a significar que no saldrá a escena más que por momentos y en oposición al personaje virtuoso, con el propósito de exaltar la virtud y rebajar el vicio (II, 3).
Ahora bien en El Adulador, se ve a Don Sigismondo de I rente y nunca sesgado. Ningún personaje virtuoso es su
antagonista único y triunfante. Donna Elvira se opone a él, pero por muy intransigente que sea su virtud, no deja de presentarse como una joven desarmada a la que las calumnias y presiones amorosas del seductor, envalentonadas por la ceguera de sus amos, llevan al borde de la catástrofe. El viejo Brighella le resiste en nombre de todos los criados; su honradez le impide aceptar las compromisiones, pero se ve reducido a la impotencia a causa de la habilidad del ministro ladrón y del poder que ejerce sobre sus dueños. Si no fuera por los oficiales de la aduana, cuyos testimonios solicita Donna Elvira en última instancia, si no fuera también por el arsénico del cocinero, la joven y el viejo criado se verían condenados a esperar del «cielo que ponga fin a los tejemanejes del adulador (II, 22) y deje «vislumbrar por fin la verdad» (III, 4).
A pesar de las ambigüedades que encubren a veces el motivo principal de su obra, Goldoni tiene un concepto muy claro de lo que es la adulación. Lo hace patente con su propio lenguaje en la Advertencia al lector de 1762: la adulación es el más pernicioso de los vicios en la medida en que es el que provoca más daños en la sociedad entera, y en la vida política de la ciudad. Si el que alaba, alaba a cualquier persona por cualquier motivo; si el adulón, adula a tontas y locas, sin tino; si el halagador, halaga para gustar y para que le paguen con reconocimiento; el adulador sólo campea en las altas esferas; no halaga sino a los grandes o a los que ostentan el poder; y los halaga con el propósito de transformarlos en instrumentos para satis facer sus propias ambiciones que le estaban prohibidas por varias razones. Fomenta en ellos la ilusión de que siguen reinando. Por esta razón el adulador se encuentra en la encrucijada de la ética y de la política. Primero el adulador «borra en las almas el sonrojo de la vergüenza que retiene a veces al que se encamina por la senda del vicio y «disfraza los
vicios con atuendos tan vistosos que el que los practica no los reconoce como tales». En eso se ve su cinismo. Pero el adulador es además «pérfido». Pervierte la fede (la fe o la fidelidad), y la relación de lealtad entre hombres iguales o las relaciones entre un superior y un inferior, que son la base ideológica de la aristocracia desde por lo menos el medioevo. Una sociedad en la que no están repartidos los poderes, sino que recaen en manos de unos pocos, engendra la soledad precaria de los «príncipes» y la presencia obstinada de unos «aduladores diabólicos». Estos consiguen acaparar el poder y lo utilizan en la sombra para su provecho personal. Aíslan a los príncipes, —el diablo, como lo indica la etimología es el que divide—, separándoles de los grupos a los que pertenecen, que representan y gobiernan. Los encierran en las gratificaciones de un narcisismo descarriado del que el adulador supo convertirse en único e imprescindible proveedor... A la relación trans parente y recíproca de la fede sucede el «no confío mas que en vos» pronunciado por el amo, y el «lo manipulo todo a mi antojo» susurrado por el ministro embaucador.
En las sociedades feudales y los gobiernos monárquicos o despóticos, la ética y la política van juntas, tanto en los hechos, en la esencia de la relación ideal de la fede, como en las palabras. Lo sabía perfectamente Maquiavelo, quien comparaba los estragos de la adulación con los de la «peste», y no cejaba en su deseo de señalar a los príncipes las trampas de las palabras y la apariencia engañosa de las cosas. Añadía también, tanto para los príncipes como para los ministros que la caída de los poderosos tiene dos causas principales: el arruinar y despojar a sus sujetos o robarles sus mujeres: las dos fechorías que justamente provocan la caída de Don Sigismundo.
De hecho, tanto en la Advertencia al lector de 1762 como en la comedia, Goldoni se empeña en enfrentar «las palabras de la tribu», designando así el arrinconamiento de
la política concebida como un objeto único en el mundo de la ética buena o mala. Pero como sus coetáneos, no tiene a su disposición más lenguaje que el de la tribu para hacerlo: tiene que utilizarlo para salvar las censuras tácitas o declaradas de su clase social, las reglas impuestas a su arte por los doctos o las del mercado del teatro y del libro de la época. Tiene pues que moderar su propia expresión cuando quiere arremeter contra lo que le inspira «el pérfido adulador.»
El modelo canónico de la comedia en la Europa de los años 1750, sigue siendo la comedia de carácter a la sa cuyo modelo es Moliere. El autor francés supo reunir en sus «caracteres» la doble dimensión individual y relacional que conllevan los vicios morales y sociales. Mediante el «sesgo» moral del carácter, Goldoni se arriesga con su Adulador a pisar el suelo movedizo del drama político, subvertiendo desde el interior los modelos vigentes en su tiempo. Escribe la obra justo después del Mentiroso, escrito y llevado a escena en Mantua. Esta obra según dice se inspira en la de Corneille al que sigue de cerca, renunciando a «la tentación de crear otro Mentiroso» a su manera. Pero «el tema de un mentiroso que era menos vicioso que cómico me sugirió otro más malvado y más peligroso: me refiero al Halagador, añade en las Memorias (II, 8)».
Con esta traducción del título, Goldoni reinserta en el registro moral de la comedia lo que la adulación encierra de transgresor. Si «en una época en la que buscaba por todas partes temas para sus comedias» (Memorias, II, 8), Corneille le proporciona la idea de estudiar la mentira social primero en el campo de expansión privado con el joven Lelio, el mentiroso veneciano que aprendió en Nápoles, donde se educó el arte de «ingeniosas invenciones», luego en el campo de expansión política con Don Sigis mondo, el adulador del gobernador de Gaeta en el Reino
de Nápoles; sin embargo es gracias a Molire que Goldoni, «queriendo infundir horror a los vicios busca enfocar su obra en el ámbito de la comedia y encuentra «los medios de alegrar la obra con episodios cómicos y brillantes (Memorias, II, 8). Por otra parte El Adulador en las ediciones Bettinelli, Paperini y Pasquali se sitúa, siempre por voluntad expresa de Goldoni, al lado de su Moliere (escrito y representado por primera vez en Turín durante el verano de 1751). La escena en la que Arlequín viste elementos del disfraz de cada uno de sus compañeros no deja de recordarnos la escena de Maitre Jacques en L’Avare. La escena en la que Don Sigismondo examina de demasiado cerca el traje y el tocado de Donna Elvira evoca el momento en el que Tartuffe «toquetea» el traje de Elmire. De una forma más fantasmática la Elvira de Don Juan asoma en la joven Donna Elvira por debajo de sus movimientos repentinos de pánico, su dignidad y su llamada a la venganza cuando está delante de Don Sigismondo. En la segunda versión de la comedia podría ser incluso como un recuerdo del Comendador.
Cuando la crítica se interesó en la obra más allá de las censuras definitivas, fue para hacer hincapié en estos ecos o para investigar si Goldoni pudo inspirarse para escribir una comedia tan mezclada en El Halagador de JeanBaptiste Rousseau (1696) o El Malvado de Gresset (1747), ambos citados por Goldoni en sus Memorias (11,8.) Con sidero que los retos de la obra, y el valor de los mismos «disparates» se sitúan a otro nivel. Primero en la osadía innegable aunque forzosamente limitada de Goldoni. Toda la temporada de las dieciséis comedias constituye una empresa atrevida y polifacética: en cada una de las obras de este año de locos, explora Goldoni un terreno nuevo o una manera nueva. Aquí, lo repito, se trata de política, —de una política alejada del Reino de Nápoles y a la
pequeña escala del gobierno de una provincia—, y de su enquistamiento en la ética individual. Los errores que se le suelen censurar, como la construc ción «éclatée» de la obra, la coexistencia de lo serio y de lo ridículo, de lo patético y de lo cómico, son a mi parecer no sólo pruebas de la dificultad que hay en plasmar la política en una comedia, sino indicios de su modernidad. En El Adulador, como en la mayoría de las comedias de Goldoni que se alejan del modelo aristotélico o se rebelan contra los estrechos preceptos que la tradición deriva de la Poética, el texto se presenta con su aspecto fragmentario y preposicional: ¿qué son por ejemplo la «llaneza» de Isabella, la «envidia» de Donna Luigia, la «complacencia» del Conde? ¿Qué son la «pereza» y la «debilidad» de Don Sancio? ¿Qué significado cobran los encantos de Donna Aspasia frente a su codicia? ¿En qué consiste este «honor» al que Donna Aspasia sacrificaría incluso el amor? Y ¿cómo se interpreta la complejidad latente de la adulación de Don Sigismondo como la del mundillo de Gaeta, si los especta dores no dejan de lamentar la muerte del adulador? ¿Qué simpatía secreta une en particular al poeta y su protagonista ? ¿qué es lo que conjura en sí mismo el poeta Goldoni cuando intenta expulsarlo?, ¿cómo se entiende su deseo insaciable de injuriarlo (véase la Advertencia al lector de 1762)? Lo que dice el texto, lo que asoma por fragmen tos no son expresión sino indicio: todo nos remite a un continente sumergido que habría que postular, construir, proponer al público de hoy en todo caso, ya que los de ayer no supieron oirlo. Dicho esto sin que tengamos la pretensión de ser más listos que ellos o que el texto. Maquiavelo, aquel otro hombre de condición humilde que dedica su Príncipe en 1513 al «Magnífico Lorenzo de Medici», como «prenda de su humilde rendimiento» y con la esperanza de que este príncipe sabrá acabar con la
suerte indigna que le deparó «la fortuna adversa» utilizando sus dotes, se atrevía a escribir en su carta dedicatoria: Como los que dibujan paisajes se colocan en lo bajo de la llanura para captar la naturaleza de los montes y otros lugares elevados, mientras que para conocer la de las llanuras se colocan en lo alto de los montes, de la misma manera, para conocer la naturaleza del pueblo, hace falta ser príncipe y para conocer la de los príncipes, hace falta ser del pueblo.
También Goldoni en su dilatada y venturosa mocedad captó desde abajo la índole de muchos de los juegos del poder en las altas esferas. Desde que en 1748 abandonara Pisa renunciando a su oficio de abogado para ir a Venecia, es un servidor: sirve a los dueños del Teatro Sant Angelo, al impresario y jefe de compañía Medebach, los actores y sus privilegios intocables, al público, sus modas, sus cabalas provocadas por los doctos o los teatros de la competencia... A partir de 1750, sirve además a un editor. Su vida pasada y las condiciones de esta servidumbre polifacética le han enseñado mucho acerca de las relaciones con los poderosos, por muy pequeño o limitado que fuera su poder. Como Brighella, ha aprendido en todo caso que la adulación es la única manera de ser «bien visto» (1,9), y que «hoy en día, la sinceridad no hace la fortuna» (II, 2). Después de 1750 y a pesar de los éxitos de temporada de las dieciséis comedias, las obligaciones ligadas a los poderes de los que depende se hacen más fuertes y, al concluir el Carnaval de 1752, Goldoni decide firmar un contrato secreto con el noble Antonio Vendramin, dueño del renombrado Teatro San Luca. Según este contrato, Goldoni se compromete a trabajar nada más terminado el contrato con Medebach (febrero de 1753) durante diez años para su teatro.
Pero Goldoni, según lo relata en la carta dedicatoria que acompaña El Adulador a partir de la Edición Paperini de 1753, «siente mucha dificultad en separarse» de la compañía del Teatro Sant Angelo así como de la servetta Maddalena Marliani, actriz muy dotada que se había convertido en su actriz «de predilección». Vendramin deja a Medebach el tiempo y la oportunidad de retener a Goldoni mediante un contrato un poco más ventajoso, si cabe, para el autor. Incluso consiente en rescindir el contrato firmado por Goldoni si Medebach se decidiera de una vez.
Pero éste, por avaricia y quizás con ánimo de venganza, deja partir a su autor, pretendiendo además continuar solo y en su propio beneficio la edición de las comedias que escribió Goldoni para él durante sus cinco años de servicio. Fue en 1750 que Medebach consintió que Goldoni em prendiera la publicación de sus obras con el editor veneciano Bettinelli, sacando cuatro comedias al año, todas en un tomo. En febrero del 1753, habían salido doce comedias, dos más habían sido corregidas de la mano de Goldoni para preparar el cuarto volumen, quedando por lo tanto treinta y seis por corregir y publicar. Al traer al editor las dos comedias que faltaban para el cuarto volumen, Goldoni se entera de que éste no puede aceptar nada de él y que Medebach se encargará de remitirle los textos que están en su posesión y dar a algún autor la responsabilidad de corregirlos y añadir las partes que estaban inicialmente reservadas a la improvisación. Goldoni se siente víctima de un despojo financiero y moral de su obra que afecta también, su propia dignidad de autor, ya que empiezan a publicar bajo su firma textos contrahechos de forma a veces caricaturesca. Vuelve ense guida a Florencia, llega a un acuerdo con el editor Paperini y lanza una suscripción para costear una contra edición de toda su obra, en total cincuenta comedias en
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diez volúmenes. Los tres primeros tomos salen en la primavera del 1753 y se introducen clandestinamente en Venecia, lo que provoca un pleito. Goldoni publica El Adulador en el segundo volumen de la edición Paperini, pero Bettinelli se le adelantó sacando a estampa el volumen IV que contiene esta obra, y que se edita incluso antes que el primer tomo de la edición florentina. No es de extrañar pues que la Advertencia al lector que precede la comedia en la edición goldoniana de 1753 (que es comple tamente diferente a la de 1762), esté llena de este asunto y refleje la amargura indignada del autor. En ella no defiende mucho su comedia, pero la prueba del interés que le muestra es que a pesar de su fracaso la retoca con cuidado en 1762 y que escribe para ella la nueva Advertencia al lector, con la carta dedicatoria que la acompaña desde 1753. Para su propia edición ha decidido dedicar cada una de sus comedias a un protector, a una persona culta o a un amigo. Dedica El Adulador a Antonio Vendramin, su nuevo patrón. No es una casualidad. Por una parte tiene la oportunidad de explicar públicamente su cambio de patrón sin dar pie a que le acusen de mentir. Por otra parte, haciendo de Vendramin una especie de anti Don Sancio y presentándose a sí mismo como un anti Don Sigismondo, intenta definir y poner en práctica en la escritura de su carta otra relación de servidumbre, otro lenguaje para vivir y decir el compromiso contractual a largo plazo que tiene con su patrón: por una parte el poeta cómico de oficio, y por otra el propietario de un teatro. Goldoni busca pues una especie de transparencia mutua, una nueva fede, un intercambio benévolo.
Tarea dificultuosa porque las palabras son las palabras, los códigos son los códigos y las jerarquías, las jerarquías. Nada puede fomentar en 1753 un diálogo de hombre a hombre entre un Goldoni y un Vendramin. 33
Nada, excepto dos instancias que sirven de mediadoras y a las que Goldoni que vive en este año 1753 un choque muy fuerte, recurre como por instinto y con un empeño poco usual en él. La primera instancia es el postulado de la existencia en cada hombre de una divinidad que le recuerda que es mortal y asemeja su condición a la de todo hombre, dentro de una relación de igualdad. O dicho de otra forma, la existencia de la Providencia que ampara a los humildes e inspira a los grandes una actitud benévola con ellos. Pero su mayor beneficio consiste en que el hombre puede aceptar lo intolerable y darle un sentido, de forma que las injusticias se conviertan en un «favor» programada por El que lo «ve» todo. La segunda instancia es la existencia real del público en su generalidad y con sus exigencias propias de Venecia. El autor está al servicio del propietario del teatro, pero el teatro está al servicio del público que es el soberano de ambos. Dentro de esta perspectiva, los intereses de Vendramin no pueden menos que coincidir con los de Goldoni. Aunque sus propósitos son distintos, el noble propietario, al contrario de Medebach que no buscaba sino ganancias a corto plazo, comparte con Goldoni la preocupación por el prestigio de su teatro y por lo tanto, la excelencia de lo que se interpreta y la elaboración de un repertorio de calidad. En este empeño compartido la posición del autor remunerado sigue siendo precaria porque al menor fracaso se le puede imputar la responsabilidad de esta pérdida de prestigio y dinero. De hecho, Goldoni no tardará en experimentarlo cuando sco Vendramin suceda a su hermano en la dirección del teatro y se comporte con él poco menos que como Medebach.
De momento, Goldoni tiende un puente a su patrón dedicándole El Adulador, como «primera prenda de su
humilde rendimiento», y al mismo tiempo como deseo de una confiada colaboración: bajo el dosel protector del Cielo, para provecho del público, de un teatro y del Teatro. Goldoni llega incluso a ofrecer a su amo su propia vida: como el personaje de Brighella que vivió tanto tiempo en el oficio, está convencido de que no puede ser sino un servidor leal a la poesía dramática hasta la muerte.
A su excelencia el señor Antonio
Vendramin, noble
Patricio Veneciano1
Entre los beneficios que reconozco a la Providencia, singularísimo es aquél por el cual se me concedió escribir a V.E. Caballero benignísimo, lleno de méritos y de virtudes, que a la grandeza de la sangre acompaña ira blemente las más bellas dotes del alma. V.E., Dueño de un antiguo, espacioso, acreditado Teatro, y de una compañía de valiosos Cómicos, me ha elegido a mí como Compositor de cosas nuevas; me ha honrado con tal cargo durante casi diez años, confiando en que pueda yo (en estos tiempos nuestros, en los cuales se ha vuelto el Pueblo sobremanera difícil de satisfacer) sostener el honor de Vuestros Escenarios y el de Vuestros Actores. Un no sé qué tenéis, Excelentísimo Señor, de afable y de gentil, que obliga a cualquiera a amaros, y hace desear a todo el mundo serviros: eso me ha convencido para ser cosa Vuestra, mucho más que esa pensión anual, que Vos me habéis asignado generosamente, puesto que juzgo yo 1 Para la traducción de la comedia y textos adjuntos se ha seguido la edición ORTOLANI, ed. Mondadori, 1963. Las notas correspondientes a números arábigos se refieren al texto. Las correspondientes a números romanos se refieren a las variantes de la Edición Betinelli de 1753 y van colocadas al final de la obra.
no haber placer mayor en quien sirve, que el de tener un Dueño amable. Y por más que conociera el gran bien que por Vos se me ofrecía, tuve el coraje de renunciar a ello para hacer un sacrificio a la amistad, a la conveniencia, y a mi propia predilección.
Vuestra Excelencia me ha dado las más eficaces pruebas de benignidad y de amor cuando, penando yo al separarme de esa Compañía Cómica, por la que cinco años había sudado, supo compartir conmigo mis honestísimas conve niencias, y dio ocasión a otros de vincularse a mí; y entonces, con los brazos abiertos, me acogió, cuando tal vez, por el largo cansancio, podría haberme despedido razonablemente. Quiso el destino que gozara yo de tal suerte, y quiero creer que Dios, el cual veía la sinceridad de mis intenciones, ha querido premiarlas, concediéndome un bien que yo me creía digno de recusar. Haga Dios igual, que sepa yo corresponder a mi deber, a Vuestras Gracias y la expecta ción del Mundo. Esta, confieso la verdad, me impone un cierto respeto. De un hombre que en cinco años ha dado al Público tan larga serie de Representaciones Cómicas, algunos esperarán mucho más, y otros creerán que no se puede esperar nada bueno: los primeros, fundados en la razón de que el arte se mejora con el uso; los segundos, sobre el fundamento de que el intelecto más fácilmente puede volverse estéril cuanto más rápidamente se ha fatigado. Puede ser lo uno y lo otro; ni yo mismo sabría decidir tal cuestión, la cual sabrá resolver luego el porvenir. Si quisiera fiarme de un cierto espíritu que me anima, de un cierto fuego que me impulsa a digerir una multitud de ideas nuevas, que se agolpan en mi mente, esperaría dar la razón a aquéllos que confían ventajosamente en mí. Empero nada aborrezco más que una presunción temeraria. Com prendo bien cuán difícil es complacer al Público, sujeto también a cansarse y a pretender la novedad de las obras
y de los Autores. Preveo, por desgracia, las adversidades de los émulos, las persecuciones de los descontentos pero me propongo ser sordo a cualquier voz injuriosa de los apasionados enemigos, bastándome que V.E. reconozca en mí el ardiente deseo que tengo de servirle, y de correspon der, en cuanto me sea posible, a las infinitas gracias que V.E. se digna otorgarme. Como primera muestra de mi humildísima servidumbre, ofrezco y dedico a la E.V. esta Comedia, que tiene por título el ADULADOR, pero lo que le ofrezco y dedico con mayor ánimo es a mí mismo. Quiera el Señor que cuanto a mi talento le sea concedido producir, todo en pro de vos sea producido, y moriré bastante glorioso si termino mis días, como espero, al servicio de V.E., entregándome con profundo reconoci miento. Vuestro Humildís, Devotís y Obligadís. Siervo Carlo Goldoni
El autor a quien lee No hay entre los hombres ninguno más pernicioso para la sociedad que el pérfido adulador; puesto que destruye en los ánimos ese rubor que algunas veces es freno de las culpas, y colorea los vicios de tal manera que ya no son advertidos por quien los cultiva, y se desespera de su enmienda. Aborrezco de tal modo a los aduladores que no me saciaría de injuriarlos, por cuanto escribiera en descrédito de su arte maligna, escandalosa e inhumana. Me he desahogado un poco contra ellos en la presente Comedia, y no la habría terminado tan pronto, si no hubiera sido obligado por las leyes del tiempo a sobrepasar la medida. Me había transportado mi irritación a causa de éstos a hacer envenenar al Adulador, y a presentarlo moribundo ante el Pueblo para confesar sus tretas, mandándolo a terminar de vivir en el escenario, acompañado de las injurias y de las maldiciones de los espectadores. He conocido con el tiempo que el trágico fin del hombre indigno no dejaba de entristecer a los más sensibles a la humanidad, y que el horror de la muerte, aunque debida para un impío, hacía marcharse melancólicos a los especta dores, por lo que he cambiado su destino, mandándolo tras las rejas en poder de la Justicia, de lo que se prevé, si no se ve, su castigo, con menos horror del Pueblo, y con más alegre fin de la Comedia. Sé que algunos han dicho que Don Segismundo no era un Adulador, sino un Ministro infiel, un hombre desho nesto, un usurpador. El es todo lo que dicen, pero valiéndose, para llegar a sus fines, de la adulación, yo lo encuentro un vivísimo adulador. Nadie adula por el simple placer de adular. No lo haría si no aspirase a beneficiarse del arte indigna, y es preciso que se vean los tristes efectos
de quien les cree. No he elegido un adulador del bello sexo, contento con cautivar solamente la gracia de alguna vana belleza; sería demasiado ligero el carácter para impre sionar en los escenarios. Ni tampoco me he contentado con un Adulador gracioso, ávido de amistades y de protectores. Los vicios medianos no imprimen todo ese odio que se quiere despertar contra la bellaquería, y es necesario teñir de colores fuertes al Protagonista, para que resalte. Este es un Adulador descarado; está al lado de un Amo simple y distraído; está inmerso en el piélago de las insidias, de los engaños, de las razones. Odiadlo, amigos, que bien lo merece, y Dios os guarde de las pésimas artes de esta gente, que son la ira del Cielo y el oprobio de los hombres.
Personajes Don SANCIO, Gobernador de Gaeta. Doña LUIGIA, su consorte. Doña ISABELLA, hija de ambos. Don SIGISMONDO, secretario, adulador. Doña ELVIRA, mujer de don Filiberto, que no se ve. Doña ASPASIA, mujer de don Ormundo, ausente. El conde HERCULES, romano, huésped del Gobernador. PANTALON de BISOGNOSI, mercader veneciano. BRIGHELLA, decano de la servidumbre2 del Gobernador. ARLECCHINO, bufón del Gobernador. COLOMBINA, camarera de la Gobernadora. Un COCINERO genovés. Un PALAFRENERO boloñés. Un PALAFRENERO florentino, todos hablan Un PALAFRENERO veneciano. Un PAJE. Un ADUANEROI EL ALGUACIL. El Decorado representa una sala noble, con varias puertas, en el palacio del Gobernador.
2 Es decir el jefe de todos los domésticos.
Primer Acto Escena primera DON SANCIO sentado, DON SIGISMONDO de pie. DON SIGISMONDO.- Excelencia, he redactado el des pacho para la Corte. ¿Queréis oírlo?3
DON SANCIO.- ¿Es largo ese despacho? DON SIGISMONDO.- Me he limitado en todo lo que he podido. Aquí lo tiene, dos cartas de un pliego.
DON SANCIO.- Por ahora tengo pocas intenciones de oírlo. DON SIGISMONDO.- Compadezco infinitamente a Vues tra Excelencia: un caballero nacido entre riquezas, criado entre mimos, lleno de magníficas ideas, soporta mal las incomodidades. (Todo eso quiere decir que es un zángano.) (Para sí.)
DON SANCIO.- Escribid al Secretario de Estado, que me duele la cabeza; y excuse con un cumplido de no escribir de mi puño y letra. DON SIGISMONDO.- A mí me importa el honor de Vuestra Excelencia cuanto mi propia vida. Si me hace el honor de remitirse a mi insuficiencia en formar despachos, me complace que de lo poco que sé, usted extraiga provecho.
3 Don Sigismondo se dirige siempre a Don Sancio de usted y éste le responde de vos.
DON SANCIO.- Si os ordeno los despachos, no es porque no tenga facilidad para dictarlos, sino para liberarme de esta carga. Por lo demás sé mi oficio, y la Corte hace aprecio de mis cartas. DON SIGISMONDO.- (Apenas sabe escribir.) (Para sí.) Sí, Excelencia: sé cuánto se exalta en la Corte, y por todo el mundo, el estilo bellísimo, terso y conciso de vuestros folios. Yo, desde que tengo el honor de serviros en calidad de secretario, confieso que he aprendido lo que antes no estaba en mi conocimiento.
DON SANCIO.- Deje oír el despacho. DON SIGISMONDO.- Obedezco. (Lee.) Sacra Real Majestad:
Desde que la clemencia de Vuestra Majestad me ha destinado al gobierno de esta Ciudad, ha aumentado siempre en mí el celo ardientísimo de secundar las magnánimas ideas de mi adorado Soberano, escu chando las preces de sus fidelísimos súbditos. Desean éstos instituir una Feria en esta Ciudad, para hacerla dos veces al año, y han proyectado ya el lugar espacioso y cómodo para los puestos y para los almacenes, haciendo constar que de ello resultará un provecho considerable para la Ciudad, y un útil grandioso para las regias finanzas. Me han presentado la Memoria adjunta, que yo fielmente transmito al trono de Vuestra Majestad, de cuya clemencia se espera favorable respuesta, para consolar a estos pueblos atentos a mejorar la condición de su país, y aumentar el patrimonio real...
DON SANCIO.- Deteneos un instante. Yo de este asunto no estoy informado. DON SIGISMONDO.- Este es el asunto por el cual, días atrás, vinieron los Diputados de la ciudad para informar a Vuestra Excelencia, y Usted, que en cosas más graves y serias empleaba su tiempo, me mandó a mí oírlos, y recoger sus instancias. DON SANCIO.- Me parece que vinieron una mañana, en la que con mi repostero estaba dibujando un postre. DON SIGISMONDO.- ¡Gran delicadeza tiene Vuestra Excelencia en el dibujo! En verdad quedan todos maravillados.
DON SANCIO.- En todas las comidas que doy, siempre ven un postre nuevo. Las piezas son las mismas, pero disponiéndolas cada vez de manera distinta, forman una cosa nueva. DON SIGISMONDO.- ¡Ingenios grandes, talentos felices!
DON SANCIO.- Decidme, ¿cuánto hace que no veis a doña Aspasia? DON SIGISMONDO.- Ayer por la tarde fui a la tertulia de su casa.
DON SANCIO.- ¿Os ha dicho algo de mí?
I )ON SIGISMONDO.- ¡Pobrecilla! No hacía más que suspirar. DON SANCIO.- ¿Suspirar? ¿Por qué?
DON SIGISMONDO.- Vuestra Excelencia se lo puede imaginar.
DON SANCIO.- ¿Suspiraba tal vez por mí? DON SIGISMONDO.- ¿Y quién es la mujer que, después de tratar una vez con Vuestra Excelencia, no se dé a suspirar? DON SANCIO.- Me aduláis. DON SIGISMONDO.- Perdonad, aborrezco la adulación como el pecado más horrible del mundo. El marido de doña Aspasia está todavía en la Corte, para implorar de S.M. venir con su compañía al cuartel de invierno de Gaeta.
DON SANCIO.- ¿Cómo lo sabéis? DON SIGISMONDO.- Aquí está la carta del Secretario de Estado.
DON SANCIO.- Yo no la he leído. ¿Qué dice? DON SIGISMONDO.- El le da parte a Vuestra Excelen cia, y como se sabe en la Corte que don Ormundo, el marido de doña Aspasia, tenía una enemistad cruel con el duque Anselmo, pide información de si han reconciliado, y si se puede temer que el regreso de don Ormundo a la patria produzca nuevos escándalos.
DON SANCIO.- Me parece que estas dos familias se han reconciliado hace tiempo. DON SIGISMONDO.- No hay nada más cierto.
DON SANCIO.- Entonces don Ormundo vendrá a Gaeta. DON SIGISMONDO.- ¿Quiere Usted que venga? DON SANCIO.- Si he de decir la verdad, no lo deseo mucho.
DON SIGISMONDO.- Pues bien, válgase de su autoridad. Responda al Secretario de Estado que la calma de esta ciudad exige que don Ormundo se mantenga alejado. Con dos líneas de información contraria a la memoria de don Ormundo, eso está hecho. DON SANCIO.- Hacedlas, y yo las suscribiré. DON SIGISMONDO.- Será obedecido. (Me interesa tenerle ocupado en los amores de doña Aspasia, para manejarlo a mi modo.) (Para sí.) DON SANCIO.- Decidme, ¿y vos cómo os encontráis con doña Elvira? DON SIGISMONDO.- Algún momento que me sobra, lo empleo gustosamente en la honesta conversación con esa honradísima dama.
DON SANCIO.- Me dicen que su marido es muy celoso.
DON SIGISMONDO.- Alabo infinitamente a don Fili berto. Es un caballero honrado, y todo ensombrece la delicadeza de su decoro. DON SANCIO.- Pero me parece que él no siente gran placer en que vos sirváis a su mujer.
DON SIGISMONDO.- ¡Oh!, perdone Vuestra Excelencia Somos amiguísimos. Hasta querría rogar a Vuestra Excelencia una gracia en favor de mi querido amigo.
DON SANCIO.- Decid pues, por vos haré todo. DON SIGISMONDO.- El asunto contenido en este despacho es de sumo interés para la ciudad de Gaeta. Se requiere en Nápoles una persona que actúe e informe con viveza; por eso desearía que Vuestra Excelencia apoyase en tal cargo a don Filiberto, y le ordenase que se dirigiese inmediata mente a la Corte, y que allí permaneciese hasta la consumación del asunto. DON SANCIO.- Bien, extended el decreto, que yo lo suscribiré.
DON SIGISMONDO.- Vuestra Excelencia es siempre fácil, es siempre clemente, cuando se trata de beneficiar.
DON SANCIO.- Decidme sinceramente, ¿es todo amistad lo que os empuja a alejar de Gaeta a don Filiberto, o es un poco la esperanza de mejorar vuestra suerte con doña Elvira?
DON SIGISMONDO.- ¡Oh, señor!, mis miras no son de tal carácter. DON SANCIO.- Hablemos claro. Tampoco yo vería con agrado el regreso de don Ormundo.
DON SIGISMONDO.- Vuestra Excelencia no es capaz de preferir el propio placer al bien público. DON SANCIO.- Pero la lejanía de don Ormundo me conviene. DON SIGISMONDO.- Que le convenga a Usted es un accidente que no decide, pero ayuda muchísimo a la calma de la ciudad, que con su ausencia se pone al socaire de los disturbios que produciría su presencia.
DON SANCIO.- Querido don Sigismondo, me consoláis. Con algún remordimiento me disponía a procurar el alejamiento de don Ormundo; pero ya que vos me aseguráis que hacerlo es un acto de equidad y de justicia, pongo en calma mi ánimo, y descanso sobre vuestro consejo.
DON SIGISMONDO.- Cuánta docilidad, cuánta claridad de espíritu, que aprende todo con facilidad, y discierne a primera vista la verdad, el bien, la razón, la justicia. DON SANCIO.- ¿Podré hablar con doña Aspasia? DON SIGISMONDO.- La haremos venir a la Corte. Invítela a comer. DON SANCIO.- ¿Y mi mujer qué dirá? DON SIGISMONDO.- Ella no está dominada por el espíritu de los celos, sino por el de la ambición. DON SANCIO.- Su pasión es la envidia. DON SIGISMONDO.- Un marido sabio como Vuestra Excelencia sabrá corregirla. DON SANCIO.- No me cuido de la locura de una mujer.
DON SIGISMONDO.- Hace muy bien. Piense cada uno en sí mismo. DON SANCIO.- Aunque alguna vez me hace sentir rabia. DON SIGISMONDO.- Al final es el marido el que manda.
DON SANCIO.- Pero para disfrutar de un poco de tranquilidad, disimulo y dejo pasar. DON SIGISMONDO.- ¡Oh, qué buen natural! ¡Oh, qué buen temperamento! Dejar pasar. Envidio una virtud tan buena. DON SANCIO.- Lo que me más me pesa es mi hija Isabella. Ella va teniendo edad, y me convendría colocarla. DON SIGISMONDO.- Cierto. Las hijas solteras no están bien en la Corte. Ya que el Conde Hércules la desea, puede librarse de ella. DON SANCIO.- Pero yo no querría molestarme en darle la dote.
DON SIGISMONDO.- ¡Estaría bueno, que Vuestra Ex celencia tuviera que molestarse por una hija! Piense en disfrutar del mundo, que para la hija no faltará tiempo. DON SANCIO.- Pero, querido secretario, ella es muy simple, no querría que me pusiera en peligro. DON SIGISMONDO.- ¡Oh, si es así, a casarla!
DON SANCIO.- La casaría con gusto, pero no me encuentro en condiciones de desembolsar de mis efectos la dote.
DON SIGISMONDO.- Por amor de Dios, no moleste a su casa. ¿En qué apuro se encuentra? Gobernador de una ciudad, lleno de crédito, habituado a rela cionarse.
DON SANCIO.- Ahí viene mi mujer. No la soporto. DON SIGISMONDO.- La verdad, es bastante odiosilla.
DON SANCIO.- Quiero irme. DON SIGISMONDO.- Váyase; líbrese de un fastidio. DON SANCIO.- Pero no, quiero tratarla con desenvol tura.
DON SIGISMONDO.- ¡Bonísimo! Felices los que saben disimular. Yo no sería capaz. Mi defecto es ése: lo que tengo en el corazón, lo tengo en la boca. DON SANCIO.- Alguna vez hay que fingir. Vos no sabéis vivir. DON SIGISMONDO.- Es la pura verdad, no sé vivir. Vuestra Excelencia sabe mucho más que yo.
Escena segunda
DOÑA LUIGIA y dichosII DOÑA LUIGIA.- Señor marido, señor Gobernador, por lo que veo, hemos venido a Gaeta para que se burlen de nosotros.
DON SANCIO.- ¿Por qué decís eso?4
4 Don Sancio y Doña Luigia se tratan de vos.
DOÑA LUIGIA.- Por esta ciudad pasan frecuentemente nobles napolitanos con el tiro de seis5, y vos me hacéis ir con el tiro de cuatroIII. DON SANCIO.- Los que tienen el tiro de seis son príncipes y duques. DOÑA LUIGIA.- El gobernador debe ser más que ellos.
DON SANCIO.- Yo no me quiero arruinar por cumplidos. DOÑA LUIGIA.- Mande a casa. Aquí sin el tiro de seis no se puede estar.
DON SANCIO.- Secretario, dad vuestra opinión. DOÑA LUIGIA.- Sí, decid vos, que sois un hombre de mundo6.
DON SIGISMONDO.- Perdone, de estas cosas no en tiendo. (No ceda, diga que no.) (Bajo a don Sancio.) DON SANCIO.- Jesús, se acabó la conversación. Vamos, doña Luigia. Dejad que el secretario vaya a terminar sus ocupaciones. DOÑA LUIGIA.- Quiero que él responda por mí a esta carta de apremio, (da una carta abierta al secretario.)
DON SANCIO.- Responderá luego; dejadle marchar. DOÑA LUIGIA.- La quiero ahora. (Alterada.)
5 Las carrozas de los nobles iban tiradas por tres parejas de caballos. 6 Doña Luigia se dirige a Don Sigismondo utilizando el vos y éste le responde empleando el usted.
DON SANCIO.- Si seguís diciendo la palabra quiero, os devolveré a Ñapóles para vuestro disgusto. (Parte.)
Escena tercera DOÑA LUIGIA y DON SIGISMONDO DONA LUIGIA.- ¿Qué pensáis, secretario, de la indiscre ción de mi marido?
DON SIGISMONDO.- La verdad, sentí helárseme la sangre.
DOÑA LUIGIA.- ¿Las demás van con el tiro de seis, y voy yo a ir con el tiro de cuatro?
DON SIGISMONDO.- Sería una monstruosidad. DONA LUIGIA.- ¿Una dama de mi condición?
DON SIGISMONDO.- Una de las primeras familias de Italia. DOÑA LUIGIA.- ¿Una Gobernadora?
DON SIGISMONDO.- Ha de comparecer con mucha más pompa que las demás. DOÑA LUIGIA.- Quiero el tiro de seis como sea. DON SIGISMONDO.- Es justo: lo tendrá.
DOÑA LUIGIA.- Decidme, ¿con sesenta doblones7 en contraremos dos caballos para añadir a los cuatro de mi carroza? 7En el original, doppie; la doppia equivalía primero a dos escudos de oro; luego fue moneda muy corriente y el escudo pasó a llamarse «media doppia».
DON SIGISMONDO.- Los encontraremos.
DONA LUIGIA.- ¿Me haríais vos el favor de procurár melos? No me fío de nadie más que de vos. DON SIGISMONDO.- Gracias, Vuestra Excelencia, por la confianza que tiene en mí. Le serviré con toda atención.
DONA LUIGIA.- Para seros sincera, vino el otro día el cajero de la Comunidad; ha traído sesenta doblones; mi marido no estaba, los he cogido y me quiero servir de ellos. DON SIGISMONDO.- Hace muy bien. Por fin los emplea en el propio honor, y en honor de la casa. DONA LUIGIA.- Menos mal que vos, que sois un hombre sabio, me lo aprobáis.
DON SIGISMONDO.- Lo apruebo, es más que cierto; pero por amor de Dios, no diga nada al amo, porque si sospecha de mí que estoy de vuestra parte, no tendré ya libertad para serviros. DOÑA LUIGIA.- Decís bien, no lo sabrá. Aquí están los sesenta doblones, os ruego que traigáis pronto esos dos caballos.
DON SIGISMONDO.- Será servida inmediatamente. Pero haga el favor, respóndame, ¿cómo va el asunto del Conde con doña Isabella? DOÑA LUIGIA.- Mirad qué locura se le ha metido en la cabeza al querido Conde. Encontrándose de paso en Gaeta, y tratándolo mi marido por una reco-
mendación de Nápoles, se ha enamorado perdida mente de mí. Viendo que yo soy casada, viendo que de mi honestidad no puede esperar cosa alguna, él ha resuelto querer por esposa a mi hija Isabella.
DON SIGISMONDO.- Señal de que él ama en Vuestra Excelencia la nobleza de sangre, la virtud, la bondad, cosas todas que Usted habrá transmitido a su hija. DONA LUIGIA.- Pero, ¿os parece que pueda tener yo una hija casadera?
DON SIGISMONDO.- Eso es lo que me ha hecho maravillarme, cuando he oído hablar de este matri monio. ¿Cómo es que, decía para mí mismo, mi ama puede tener una hija casadera?
DONA LUIGIA.- Es verdad que yo me casé a los once años y medio, pero no hace más de diez años que tengo marido. DON SIGISMONDO.- (Y su hija tiene dieciocho.) (Para sí.)
DONA LUIGIA.- Será un matrimonio del todo ridículo. DON SIGISMONDO.- Yo apuesto a que entre Vuestra Excelencia y la doña Isabella no distinguirán quién es la esposa.
DOÑA LUIGIA.- Todos dicen que somos hermanas. DON SIGISMONDO.- Y yo, sea dicho con todos los respetos, si fuera un caballero y tuviera que elegir entre las dos, me quedaría más gustosamente con la madre.
DOÑA LUIGIA.- ¡Oh, qué secretario tan querido! Isabella no tiene juicio, y además, cuando oye hablar de matrimonio, se le olvida todo. DON SIGISMONDO.- ¿A su edad? DOÑA LUIGIA.- Ahora nacen con la maldad en el cuerpo.
DON SIGISMONDO.- Pero no es ninguna maravilla, si se ha casado tan niña también la madre.
DOÑA LUIGIA.- Don Sigismondo, ¿sois vos amigo del conde Hércules? DON SIGISMONDO.- Sí, señora, él me ha hecho confi dencias. DOÑA LUIGIA.- ¿Es rico?
DON SIGISMONDO.- Muchísimo.
DOÑA LUIGIA.- Me parece que también es desenvuelto y gracioso. DON SIGISMONDO.- Es romano, y tiene todo lo brillante de ese país.
DOÑA LUIGIA.- Lástima que se eche a perder con esa tonta de Isabella. DON SIGISMONDO.- Pero si Vuestra Excelencia es tan rigurosa y severa que no quiere tener ninguna condescendencia con él, pienso que lo hará por una especie de desesperación.
DOÑA LUIGIA.- Escuchad, os hago una confidencia que no le haría a otra persona en este mundo. El Conde es una persona que yo estimo y venero infinitamente; soy mujer honrada; pero todo lo que puede esperarse de una mujer noble y honestísima, quizá lo obtenga él de mí.
DON SIGISMONDO.- Perdone mi ignorancia; soy ajeno a esta bellísima forma de condescendencia. Un caballero que ama, no sé qué puede esperar de una mujer honestísima. DOÑA LUIGIA.- No me importa que vos lo sepáis. El Conde y yo nos entendemos perfectamente.
DON SIGISMONDO.- Dice bien; estos arcanos no son accesibles a la gente baja.
DOÑA LUIGIA.- Me basta que vos, don Sigismondo, encontréis el modo de hacérselo saber sutilmente. DON SIGISMONDO.- Lo haré con todo, el empeño, con toda la cautela.
DOÑA LUIGIA.- No tengáis mal concepto de mí, porque os aseguro que mis sentimientos son hones tísimos.
DON SIGISMONDO.- De eso estoy más que seguro. Usted ama honestísimamente al señor Conde. DOÑA LUIGIA.- No; no es el amor lo que me induce a poseer el corazón del Conde, pero mi decoro no me permite ver que la preferida es una hija. Alguien puede creerIV que ella está en edad de hacer a la madre retirarse del mundo, y cediendo yov dema
siado pronto a ésta mi puesto, me traicionaría a mí misma, pisando la más bella flor de mi edad. Don Sigismondo, me habéis entendido. (Parte.)
DON SIGISMONDO.- ¡Bonito carácter es éste! Envi diosa hasta de su propia hija. Las madres aman a sus hijos, mientras que éstos no causen daños a su ambición; y el placer que sienten al ver a los hijos de sus hijos se les amarga por ese feo nom bre de abuela. Pero déjese a la Gobernadora con sus viruelas, y pensemos en nosotros. Estoy en una carrera que me promete fortuna, escoltado por la dulcísima adulación. Este es el mejor narcó tico para adormecer a los espíritus vigilantes. Me he hecho con esta ingeniosa política dueño y señor del corazón del Gobernador, secundando su hol gazanería, y del de su mujer, adulando su envi diosa ambición. Estas empresas van a buen puerto: no me queda, para ser feliz, más que superar la obstinada adversidad de doña Elvira, la cual, demasiado enamorada de su marido, no sopor ta mi adoración. Pero la separaré de su lado, la reduciré a la necesidad de tener necesidad de mí, y obtendré tal vez de la artificiosa simulación lo que no puedo esperar del amor, de la servi dumbre y del dinero mismo, el cual suele ser ante todo la llave maestra para abrir todas las puertas. (Parte.)
Escena cuarta
DOÑA ISABELLA y COLOMBINA con un espejito en la mano
COLOMBINA.- En verdad, niña, que esta cofia os sienta muy bien8.
DOÑA ISABELLA.- ¿Es cierto? ¿Estoy bien? COLOMBINA.- Muy bien, no podríais estar mejor. Yo, en cuestión de cofias, tengo una mano tan buena que doy con el aire de todas las caras. DOÑA ISABELLA.- Quiero verme un momento.
COLOMBINA.- Tomad el espejo, miraos. DOÑA ISABELLA.- Uy, estoy muy bien. Ten, Colombi na, un besito.
COLOMBINA.- Cuando os caséis, os haré una todavía más bonita. DOÑA ISABELLA.- ¿Yo casada?
COLOMBINA.- Cierto que os casaréis. DOÑA ISABELLA.- ¿Cuándo?
COLOMBINA.- Pronto. DOÑA ISABELLA.- ¿Mañana?
COLOMBINA.- ¡Uy!, mañana es demasiado pronto.
DOÑA ISABELLA.- ¿Pasado mañana?
8 Colombina se dirige a Isabella utilizando el vos mientras que ésta la tutea.
COLOMBINA.- ¿Qué creéis? ¿Que casarse es como comer una sopa?
DOÑA ISABELLA.- ¡Eh!, yo sé lo que quiere decir casarse. COLOMBINA.- ¿Sí? ¿Qué quiere decir? DOÑA ISABELLA.- Quiere decir tomar marido.
COLOMBINA.- ¡Bien!, qué graciosa.
DOÑA ISABELLA.- Sé también alguna otra cosa, pero no te la quiero decir. COLOMBINA.- Vos sabéis más que yo. DOÑA ISABELLA.- ¡Y cómo! Sé... Pero escucha, no se lo digas a nadie.
COLOMBINA.- No, no, no hablaré. DOÑA ISABELLA.- Sé que los matrimonios se hacen también entre hombre y mujer.
COLOMBINA.- ¿También? DOÑA ISABELLA.- Aunque yo con un hombre sentiría vergüenza.
COLOMBINA.- Y sin embargo, está el conde Hércules, que está muerto de amor por vos. DOÑA ISABELLA.- ¿Por mí?
COLOMBINA.- Sí, por vos.
DOÑA ISABELLA.- ¡Pobrecillo! COLOMBINA.- ¿Os gusta? DOÑA ISABELLA.- Es muy simpático.
COLOMBINA.- ¿Lo tomaríais por marido?
DOÑA ISABELLA.- ¿Un hombre? Me temo que no.
COLOMBINA.- ¡Pobrecilla, qué simple sois! DOÑA ISABELLA.- ¿Simple yo? La simple ha sido mi madre.
COLOMBINA.- ¿Por qué? DOÑA ISABELLA.- Porque ha elegido un amante, y he oído decir muchas veces que por causa suya está medio muerta.
COLOMBINA.- ¿Quién os lo ha dicho? DOÑA ISABELLA.- La nodriza.
COLOMBINA.- Ahí viene vuestra señora madre.
DOÑA ISABELLA.- Silencio, que no nos oiga nadie hablar de estas cosas.
Escena quinta DOÑA LUIGIA y dichas DOÑA LUIGIA.- ¿Qué se hace aquí?
DONA ISABELLA.- Mire, señora madre, qué bien estoy con esta cofia9.
DOÑA LUIGIA.- ¿Quién os la ha hecho? DOÑA ISABELLA.- Colombina. COLOMBINA.- Sí, señora, la he hecho yo; ¿no está bien?
DONA LUIGIA.- Para ella es demasiado grande. Déjame ver, me la quiero probar. COLOMBINA.- ¿Tengo que quitársela de la cabeza a la niña? DOÑA LUIGIA.- ¡Vaya problema! Sí, señora. DOÑA ISABELLA.- No, querida madre.
DOÑA LUIGIA.- Sí, querida hija. Deprisa, quiero verla. COLOMBINA.- Vamos, hay que obedecer.
DOÑA ISABELLA.- ¡Qué rabia me da! DOÑA LUIGIA.- Vamos, niña, ¿os hacéis de rogar? DOÑA ISABELLA.- (La rompería en mil pedazos.) (Para sí.)
COLOMBINA.- Deje hacer a mí. (Quita la cofia a Isabella.) Aquí tiene, Excelencia. (De todo se enca pricha, tiene envidia de todo.) (Para sí.)
9 Isabella utiliza el usted para tratar a su madre que le responde en esta escena con el vos.
DOÑA ISABELLA.- (Cuando me haya casado, no me quitará la cofia.) (Para sí.)
DOÑA LUIGIA.- (Observa la cofia que tiene en la mano.) DOÑA ISABELLA.- Señora madre, mi cofia.
DOÑA LUIGIA.- Colombina, dame una cofia de noche. COLOMBINA.- Como guste. (Va a buscarla a la habita ción.)
DOÑA ISABELLA.- (Si no fuera mi madre, se la quitaría de las manos.) (Para sí.) COLOMBINA.- Aquí está. (Da la cofia de noche a doña Luigia.)
DOÑA LUIGIA.- Tened, poneos ésta. (Se la da a Isabella.) DOÑA ISABELLA.- ¿Una cofia de noche? DONA LUIGIA.- Esta es bonita y buena para vos. DOÑA ISABELLA.- ¿Para mí? Gracias. (La tira, y se va.)
Escena sexta DOÑA LUIGIA y COLOMBINA
DOÑA LUIGIA.- Impertinente, descaradota. Pronto, tráe mela aquí. COLOMBINA.- Querida señora ama, hay que disculparla; ¡le gustaba tanto esa cofia! ¡Le sentaba tan bien! ¡Pobrecilla! Le ha causado un dolor tan grande.
DOÑA LUIGIA.- Quiero que se me obedezca. COLOMBINA.- No lo volverá a hacer.
DOÑA LUIGIA.- ¿La has hecho tú, esta cofia? COLOMBINA.- Sí, Excelencia. ¿Qué le parece? ¿No está bien hecha?
DOÑA LUIGIA.- Me parece anticuada. COLOMBINA.- En verdad es la última moda. DOÑA LUIGIA.- Estas alas no me gustan.
COLOMBINA.- Pero se llevan. DOÑA LUIGIA.- ¡Uf, qué cofia tan fea! No me gusta.
COLOMBINA.- Si no le gustaba, se la podía haber dejado a esa pobre muchacha. DOÑA LUIGIA.- Tú no sirves para nada.
COLOMBINA.- Paciencia. (Me da una rabia, que la mataría.) (Para sí.) DOÑA LUIGIA.- Ten esta cofia.
COLOMBINA.- La tengo. DOÑA LUIGIA.- ¿Dónde has encontrado esas flores?
COLOMBINA.- Me las han dado.
DONA LUIGIA.- ¿Quién te las ha dado?
COLOMBINA.- El bufón. DOÑA LUIGIA.- ¿Arlequín te las ha dado? ¡Fresca! ¿Así que tienes amante?
COLOMBINA.- Yo no tengo amante. Me ha dedicado esta fineza, porque alguna vez cojo los puntos a su ropa de bufón. DOÑA LUIGIA.- Dame esas flores; las quiero yo. COLOMBINA.- No son flores dignas de vos. (También tiene envidia de estas flores.) (Para sí.) DOÑA LUIGIA.- ¡Todas las flores para la niña!
COLOMBINA.- (No la aguantaría, si no me diese dos doblones al mes.) (Para sí.) DONA LUIGIA.- ¿Y el Conde, dónde se encuentra?
COLOMBINA.- Yo lo he visto en el salón, bebiendo chocolate con el señor. DOÑA LUIGIA.- Vete a ver dónde está y, si está solo, dile que quiero hablar con él.
COLOMBINA.- Como mande. (¡Pobres flores mías! Quie re todo para ella, todo para ella.) (Para sí y se va.) DOÑA LUIGIA.- ¡Uf! Estas flores huelen mal. No las quiero. (Las tira.)
Escena séptima
ARLECCHINO y dicha ARLECCHINO.- (Entra sin decir palabraVI, y va derecho a donde están las flores: las mira con atención y suspira.)
DOÑA LUIGIA.- ¿Quién te ha enseñado modales? ¿Entras y no te quitas el sombrero? ARLECCHINO.- (Sin hablar recoge las flores, las observa y suspira.)
DOÑA LUIGIA.- ¿Te disgusta ver pisoteadas las flores que has dado a tu favorita? ARLECCHINO.- (Suspirando y llorando vuelve a tirar las flores al suelo, con una exclamación.)
DOÑA LUIGIA.- ¿Es posible que las flores te hagan llorar y suspirar? ARLECCHINO.- No lloro por esas flores, no suspiro por ellas.
DOÑA LUIGIA.- ¿Entonces a qué vienen esos sollozos? ARLECCHINO.- Lloro por vos, suspiro por causa vues tra.
DOÑA LUIGIA.- ¿Por mí? Explícate, ¿por qué razón? ARLECCHINO.- Esa pobre rosa esta mañana era bella, fresca y olorosa; ahora está marchita, pelada, pisada.
Lloro porque un día lo mismo será también de vuestra señoría. (Se va.) DONA LUIGIA.- Bribón temerario. Eh, ¿quién está ahí?
Escena octava BRIGHELLA y dicha
BRIGHELLA.- Excelencia, ¿qué manda? DONA LUIGIA.- Deprisa, ordena que arresten al bufón y que le den unos bastonazos.
BRIGHELLA.- ¿Por qué razón, Excelencia? DONA LUIGIA.- Porque me ha faltado al respeto.
BRIGHELLA.- Perdone, ¿no sabe Usted que es un bufón? ¿No sabe que los bufones pierden el respeto también a quien les da de comer? El amo le protege, y no se le puede pegar. DONA LUIGIA.- Mi marido está loco, mantener a ese bribón.
BRIGHELLA.- No es el único. Hay otros que pagan a la gente aposta por oírse despellejar. DONA LUIGIA.- ¿Y tengo yo que soportarlo?
BRIGHELLA.- Ahí vuelve. DOÑA LUIGIA.- ¿Todavía se atreve a ponerse delante de mí?
Escena novena
ARLECCHINO con una fusta, y dichos ARLECCHINO.- (Hace una reverencia a la Gobernadora, luego muestra la fusta a Brighella, sin hablar.)
BRIGHELLA.- ¿Qué tengo que hacer con esta fusta? ARLECCHINO.- Darme unos azotes. DONA LUIGIA.- Sabe su merecido, este bribón.
BRIGHELLA.- ¿Daros unos azotes? ¿Por qué?
ARLECCHINO.- Porque he dicho una valentonada. He comparado al ama con una rosa marchita y pelada. El parangón no va bien. Las rosas, incluso marchitas huelen bien; las mujeres, incluso frescas despiden mal olor. (Parte.) DOÑA LUIGIA.- Ay, no lo aguanto más.
BRIGHELLA.- No se enfade. Usted sabe que es un bufón. DOÑA LUIGIA.- Este quiere ser la ruina de nuestra familia. BRIGHELLA.- Eh, Excelencia, no quiere ser él la ruina de esta Corte, sino otro.
DOÑA LUIGIA.- ¿Y quién es, pues?
BRIGHELLA.- Si no tuviera miedo de arruinarme, lo diría de buena gana.
DOÑA LUIGIA.- Habla, y no temas.
BRIGHELLA.- Soy siervo antiguo de esta casa; y suceda lo que suceda, no puedo callar, y no debo callar. Por mis amos estoy dispuesto a sacrificar hasta la sangre. La persona que quiere la ruina de esta familia es el señor don Sigismondo. DONA LUIGIA.- ¡Cómo! ¿Un hombre de su suerte? ¿Un hombre que hace tanto por nosotros? ¿Tan humilde, tan respetuoso, tan interesado por nuestro bien?
BRIGHELLA.- Es un adulador, un hombre falso; sé lo que me digo. DOÑA LUIGIA.- Vete, eres una mala lengua.
BRIGHELLA.- Con el tiempo y la paja maduran los nísperos. Puede ser que un día se acuerde de estas palabras mías. DOÑA LUIGIA.- ¿Sabes qué tiene de malo don Sigis mondo? Que es un hombre ahorrador. Sugiere alguna vez buenas reglas, y los demás siervos no lo podéis ver.
BRIGHELLA.- El sugiere la economía para los demás, para engordar él solo. Hace dos meses que se nos debe el salario, y la comida, y se me dice que este señor ahorrador ha recibido la orden de pagarnos.
DONA LUIGIA.- Jesús, ya basta. De otro siervo no habría soportado tanto.
BRIGHELLA.- Hace treinta años que sirvo en esta casa, y me acuerdo de cuando el amo se casó con Vuestra Excelencia hace veinte años...
DOÑA LUIGIA.- ¿Hace veinte años? Pedazo de asno, ¿dónde tienes la cabeza?
BRIGHELLA.- ¿Entonces cuánto hará, Excelencia? DOÑA LUIGIA.- Once años, como mucho.
BRIGHELLA.- ¡Si la ilustrísima señora Isabella tiene dieciocho! DOÑA LUIGIA.- Sois una bestia: no es verdad.
BRIGHELLA.- ¡Se la ha entregado mi mujer!
DOÑA LUIGIA.- Vamos, ya basta. BRIGHELLA.- Perdone... (Así es: quien quiere tener suerte, adule. Si también me supiera burlar de ella, sería su querido Polichinela.) (Para sí, se va.) DOÑA LUIGIA.- Estos siervos antiguos de casa quieren saber siempre más que los amos.
Escena décima COLOMBINA y dicha COLOMBINA.- Excelencia, enseguida vendrá el señor Conde.
DOÑA LUIGIA.- Muy bien. COLOMBINA.- (¡Mis flores! ¡Oh, pobres flores mías!) (Viéndolas en el suelo.)
DOÑA LUIGIA.- Trae dos sillas. COLOMBINA.- Sierva vuestra. (Al poner la última silla, se agacha para cogerlas.)
DOÑA LUIGIA.- Déjalas ahí. COLOMBINA.- (Con la pata de la silla las pisa rabiosa mente.)
DOÑA LUIGIA.- ¿Qué haces? COLOMBINA.- Esta silla no quiere estar derecha. (Como arriba.)
DOÑA LUIGIA.- ¡Eh, rabiosilla, je!
COLOMBINA.- (Así se conviertan en tantos demonios, que le salten por el guardainfante.) (Para sí, se va.) DOÑA LUIGIA.- No sé si don Sigismondo habrá hablado ya con el Conde acerca de mi conversación. Basta, me comportaré de otra manera con él, y si tiene empacho en declararse por mí, le daré ánimos. Ahí viene.
Escena undécima EL CONDE HERCULES y dicha CONDE HERCULES.- Hago humildísima reverencia a la señora Gobernadora. DOÑA LUIGIA.- Sierva vuestra, señor Conde.
CONDE HERCULES.- ¿Habéis descansado bien, señora, la pasada noche? DOÑA LUIGIA.- Un poco inquieta.
CONDE HERCULES.- ¿Qué quiere decir eso? ¿Tenéis algo que os perturba? DOÑA LUIGIA.- De tres meses acá no encuentro ya la acostumbrada paz.
CONDE HERCULES.- Tres meses hace, precisamente, que soy huésped de vuestra casa. No querría que el origen de vuestra inquietud estuviera en mí. DOÑA LUIGIA.- Sentaos, Conde. CONDE HERCULES.- Obedezco.
DOÑA LUIGIA.- (Querría que él me entendiera, sin hablar.) (Para sí.) CONDE HERCULES.- Doña Luigia, ¿qué respuesta me dais entorno a la doña Isabella?
DOÑA LUIGIA.- ¿Habéis hablado vos con don Sigis mondo?
CONDE HERCULES.- Desde ayer no lo he visto. DOÑA LUIGIA.- Me urge.
CONDE HERCULES.- ¿Tenía que decirme alguna cosa de parte vuestra? DOÑA LUIGIA.- Precisamente.
CONDE HERCULES.- ¿Qué falta hace hablar con intér prete? Señora, si tenéis que decirme alguna cosa de importancia, decídmela vos misma. DONA LUIGIA.- Os dirá el secretario lo que yo no soy capaz...
CONDE HERCULES.- ¿Existe alguna dificultad? DONA LUIGIA.- Si esos sentimientos que he encontrado en vos son sinceros, todo marchará según vuestro deseo.
CONDE HERCULES.- Tan verdadero es que yo hablo sinceramente, que ya he preparado el anillo. DONA LUIGIA.- ¿Para dárselo a quién?
CONDE HERCULES.- A doña Isabella.
DOÑA LUIGIA.- ¿A doña Isabella?
CONDE HERCULES.- O sea, a mi esposa. DOÑA LUIGIA.- ¿A vuestra esposa?
CONDE HERCULES.- Señora, vos me habláis en un tono que no entiendo. DONA LUIGIA.- Será magnífico, ese anillo.
CONDE HERCULES.- Aquí está. Lo he traído de Roma. Hay diamantes mayores, pero tal vez no los haya más perfectos. DOÑA LUIGIA.- Permitid.
CONDE HERCULES.- Observad. (Le da el anillo.)
DOÑA LUIGIA.- Verdaderamente es muy bello. (Se lo pone en el dedo.) Se acomoda a mi dedo perfecta mente.
CONDE HERCULES.- Imagino que estará igual de bien en el dedo de doña Isabella. DONA LUIGIA.- Isabella es todavía demasiado niña.
CONDE HERCULES.- Es verdad, es niña; pero está en la edad justísima de tomar marido. DOÑA LUIGIA.- Creedme, todavía es demasiado pronto. ¿Qué podéis esperar de una chiquilla que no sabe distinguir el bien del mal?
CONDE HERCULES.- Espero que ella desee el bien sin conocer el mal. DOÑA LUIGIA.- Conde, ¿amáis verdaderamente a Isabe lla? CONDE HERCULES.- La amo con toda mi alma.
DOÑA LUIGIA.- Hable sinceramente, ¿por qué la amáis? CONDE HERCULES.- Porque es graciosa, porque es bella, porque es sabia, porque es vuestra hija.
DOÑA LUIGIA.- ¿La amáis porque es mi hija?
CONDE HERCULES.- Así es; vos la habéis adornado con todas esas prendas, con todas esas virtudes que la hacen amable.
DOÑA LUIGIA.- (No me engañé; primero se ha enamo rado de la madre, y luego de la hija.) (Para sí.)
CONDE HERCULES.- Ella ha bebido en vos la nobleza de esa sangre... DOÑA LUIGIA.- La sangre pocas veces enamora. Decid me, ¿os parece que se asemeje Isabella a mí? CONDE HERCULES.- Muchísimo. Es vuestro retrato.
DONA LUIGIA.- Quien aprecia el retrato, sabrá estimar el original. CONDE HERCULES.- Paréceme, señora, haberos dado todo el tiempo pruebas de mi respetoVI.
Escena duodécima
DON SIGISMONDO y dichos DON SIGISMONDO.- Excelencia, ¿puedo entrar? (Desde dentro.) DOÑA LUIGIA.- Sí, pasad, pasad. DON SIGISMONDO.- Con permiso de Vuestra Exce lencia. (Sale.) DOÑA LUIGIA.- ¿Por qué no entráis ya? DON SIGISMONDO.- Sé mi deber.
DOÑA LUIGIA.- Para vos no hay portería.
DON SIGISMONDO.- Gracias a la bondad de Vuestra Excelencia. CONDE HERCULES.- Reverencio al señor secretario.
DON SIGISMONDO.- Servidor humildísimo de V. S. Ilustrísima. CONDE HERCULES.- ¿Está bien? DON SIGISMONDO.- A las órdenes de V.S. Ilustrísima.
DOÑA LUIGIA.- ¿Queréis alguna cosa? (A Sigismondo.) DON SIGISMONDO.- Está servida la respuesta a la carta que me ha honrado mandarme. DOÑA LUIGIA.- (Decidme: ¿habéis dicho algo al Conde?) (Bajo a Sigismondo.)
DON SIGISMONDO.- (En verdad, no he tenido ocasión de serviros.) (Bajo a Luigia.) DOÑA LUIGIA.- (Decidle algo ahora; entre tanto, leeré esta carta.) (Bajo) Conde, permitidme que lea este folio, que debo suscribir.
CONDE HERCULES.- Como gustéis. DOÑA LUIGIA.- (Obrad como os convenga. Dadle ánimos, para que se declare por mí, pero no aventuréis mi decoro y mi honestidad.) (Bajo a Sigismondo.)
DON SIGISMONDO.- (Sé cómo debo comportarme.) (Bajo.)
DOÑA LUIGIA.- (¿Veis este anillo? Me lo ha dado el Conde.) (Como arriba.)
DON SIGISMONDO.- (Vuestra Excelencia merecería todas las joyas del mundo, puesto que es la joya más preciosa de nuestro siglo.) (Bajo.) DOÑA LUIGIA.- (Vamos, no os burléis de mí.) (Lee la carta en voz baja.)
DON SIGISMONDO.- (Señor Conde, en tanto que la señora lee ese folio, ¿me permitís que os diga dos palabritas?) (Bajo al Conde.)
CONDE HERCULES.- (Con gusto, ya estoy con vos.)
DON SIGISMONDO.- (Dígame, si tiene a bien; pero perdone si me atrevo demasiado...) CONDE HERCULES.- (Hablad libremente.)
DON SIGISMONDO.- (¿Ama Usted verdaderamente a doña Isabella?) < 'ONDE HERCULES.- (La amo como a mí mismo.) DON SIGISMONDO.- (¿La ama por pura inclinación, o por una especie de compromiso?)
CONDE HERCULES.- (La amo porque me gusta, porque me parece amable, y nada me alienta a hacerlo, sino el deseo de tenerla por esposa.) DON SIGISMONDO.- (Bien halagada se siente doña Luigia de que Vuestra Señoría Ilustrísima...) (Ríe.) CONDE HERCULES.- (¿Cómo?)
DON SIGISMONDO.- (Esté... enamorado de ella.) CONDE HERCULES.- (¡Oh, esto sí que es bueno! ¿Os parece a vos que sería yo capaz de tal debilidad?) DON SIGISMONDO.- (Sé muy bien qué grande es la prudencia de Vuestra Señoría Ilustrísima.)
CONDE HERCULES.- (¿Que querría yo traicionar la hospitalidad? ¿Insidiar el honor de don Sancio, mi querido amigo?)
DON SIGISMONDO.- (Un caballero honrado no piensa tan vilmente.) CONDE HERCULES.- (Y luego, ¿que podría preferir a la madre?)
DON SIGISMONDO.- (El señor Conde no es de ese mal gusto.) CONDE HERCULES.- (¿Vos qué me aconsejáis que haga?) DON SIGISMONDO.- (Daré a V.S. Ilustrísima el consejo más universal. Cuando se compra, comprar joven.)
CONDE HERCULES.- (También yo soy de la misma opinión.)
DON SIGISMONDO.- (¿Pero le ha dado el anillo a doña Luigia.)
CONDE HERCULES.- (¿Dado? No es verdad. Ahora me lo devolverá.)
DON SIGISMONDO.- (No lo haga.)
CONDE HERCULES.- (¿Por qué he de perderlo?) DON SIGISMONDO.- (¿No sabe lo que dice el prover bio?)
CONDE HERCULES.- (¿Qué dice?) DON SIGISMONDO.- (Quien quiere bien a la hija, cuide a la madre.)
CONDE HERCULES.- (Es un cuidado que cuesta dema siado.) DON SIGISMONDO.- (La política así lo quiere.)
CONDE HERCULES.- (No querría con esta política perder a Isabella.)
DON SIGISMONDO.- (Fíese de mí.)
CONDE HERCULES.- (Sé que sois un caballero.) DON SIGISMONDO.- (Soy el hombre más sincero de este mundo.) CONDE HERCULES.- (Pero quiero salir pronto.)
DON SIGISMONDO.- (No se preocupe. Déjese servir.) (Se acerca a doña Luigia.)
CONDE HERCULES.- (¿Doña Luigia tiene esas locuras en la cabeza? Ahora entiendo los enigmas de sus graciosos discursos.) (Para sí.)
DOÑA LUIGIA.- (¿Va todo bien?) (A don Sigismondo.) DON SIGISMONDO.- (Muy bien.) (A doña Luigia.)
DOÑA LUIGIA.- (¿Se ha declarado?) DON SIGISMONDO.- (Abiertamente.)
DOÑA LUIGIA.- (¿Por mí?)
DON SIGISMONDO.- (¿Por Vuestra Excelencia.) DOÑA LUIGIA.- (¿Puedo hablar libremente?)
DON SIGISMONDO.- (Todavía no.) DOÑA LUIGIA.- (¿Por qué?)
DON SIGISMONDO.- (Tiene sus reparos. Hablaremos con calma.) Señor Conde, mi ama no está nada disgustada por las declaraciones que me ha hecho. DOÑA LUIGIA.- No, Conde, al contrario, estaré más tranquila, ahora que os habéis explicado. CONDE HERCULES.- Yo creía que me había explicado a la primera.
DOÑA LUIGIA.- Y sin embargo yo no os había enten dido.
CONDE HERCULES.- O que no me habíais querido entender.
DOÑA LUIGIA.- También puede ser, pillín, también puede ser.
DON SIGISMONDO.- Dos ingenios tan sublimes deben de entenderse fácilmente.
DOÑA LUIGIA.- Mirad, don Sigismondo, qué anillo tan bonito me ha regalado el Conde. CONDE HERCULES.- Ese estaba destinado... DON SIGISMONDO.- Estaba destinado a doña Luigia, y no debía pasar a otras manos que a las suyas.
CONDE HERCULES.- Aunque...
DON SIGISMONDO.- Aunque, casi... Basta, yo sé lo que digo. DOÑA LUIGIA.- Lo sé yo también;
CONDE HERCULES.- También yo entiendo.
DON SIGISMONDO.- Eso, nos entendemos todos. Escena decimotercera
BRIGHELLA y dichos BRIGHELLA.- Excelencia, está aquí doña Elvira, que desea saludaros.
DOÑA LUIGIA.- ¿No hay ningún caballero con ella? (A Brighella.)
BRIGHELLA.- Sí, Excelencia. Está el señor... DOÑA LUIGIA.- Eso es. Todas tienen un caballero que las sirve, y yo no lo tengo. Conde, os toca a vos.
BRIGHELLA.- Escuche, Excelencia: con doña Elvira no hay nadie, ¿comprende? Está don Filiberto, su esposo.
DOÑA LUIGIA.- ¿Veis? Los maridos de las demás van con sus mujeres; mi marido conmigo no viene nunca; parece que no me pudiera ver. DON SIGISMONDO.- (Ahora, por envidia, se acuerda también de su marido.) (Para sí.) BRIGHELLA.- Don Filiberto se ha ido, y doña Elvira se ha quedado sola, y desea audiencia de Vuestra Excelencia.
DOÑA LUIGIA.- Dile que pase.
BRIGHELLA.- Muy bien. (La servidumbre de doña Elvira dirá que yo tengo poca educación.) (Para sí, se va.)
CONDE HERCULES.- Señora, con vuestra licencia, os ahorro la molestia.
DOÑA LUIGIA.- ¿Por qué queréis honrarme con vuestras gracias? CONDE HERCULES.- El señor Gobernador me espera.
DONA LUIGIA.- No sé si la atención que tenéis para él, la tendréis para mí.
CONDE HERCULES.- Sé la estima que os debo a cada uno. Hasta que tenga el honor de volver a veros. (En actitud de marcharse.)
DONA LUIGIA.- Conde, la habitación de mi marido es por aquí. Por allí se va a la habitación de Isabella. CONDE HERCULES.- Ahí llega la dama. No iré ni por aquí ni por allí, (se va por la puerta del medio.)
Escena decimocuarta
DOÑA LUIGIA y DON SIGISMONDO
DOÑA LUIGIA.- El Conde me ama de verdad, no quiere darme celos. DON SIGISMONDO.- Con permiso. (Quiere irse.) DOÑA LUIGIA.- ¿Por qué os vais?
DON SIGISMONDO.- Mi deber lo requiere. DOÑA LUIGIA.- Creo que no os disgustará ver a doña Elvira. Quedaos.
DON SIGISMONDO.- Me quedaré por obedeceros, no por otra cosa. DOÑA LUIGIA.- Sí, sí, nos entendemos.
Escena decimoquinta DOÑA ELVIRA y dichos
DOÑA ELVIRA.- Sierva humildísima. DOÑA LUIGIA.- Doña Elvira, os reverencio.
DON SIGISMONDO.- Servidor atentísimo de la señora doña Elvira. DOÑA ELVIRA.- Sierva suya. (A éste no lo puedo ver.) (Para sí.) DOÑA LUIGIA.- Sentaos.
DOÑA ELVIRA.- Por obedeceros. (Se sientan.) DOÑA LUIGIA.- Don Sigismondo, sentaos.
DON SIGISMONDO.- Obligadísimo a las gracias de Vuestra Excelencia. (Se sienta al lado de doña Elvira.) DOÑA LUIGIA.- Doña Elvira, ¿dónde habéis comprado esa tela tan bonita? (Observando el vestido de doña Elvira.) DOÑA ELVIRA.- En Nápoles, señora mía.
DOÑA LUIGIA.- ¡Oh, cuánto me gusta esta tela! DON SIGISMONDO.- (A ella le gusta el vestido, y a mí la persona.) (Para sí.) DOÑA LUIGIA.- ¿Cuánto os ha costado?
DOÑA ELVIRA.- Creo que me ha costado seis ducados el brazo. DOÑA LUIGIA.- ¿Qué se podría hacer para conseguir un envío? DOÑA ELVIRA.- Se puede escribir a Nápoles. Si mandáis, os serviré.
DOÑA LUIGIA.- Secretario, observadlo, ¿os gusta este tejido?
DON SIGISMONDO.- Me gusta infinitamente. (Obser vando a doña Elvira la cara, más que el vestido.)
DOÑA LUIGIA.- ¿Os parece que a ese precio se puede adquirir?
DON SIGISMONDO.- No hay oro que pueda pagar su belleza. (Como arriba.) DONA LUIGIA.- ¿Tenéis buen gusto?
DON SIGISMONDO.- Ya tuviera tanta suerte como tengo buen gusto. DONA ELVIRA.- (Este se hace el apasionado por mí, y yo le aborrezco.) (Para sí.)
DON SIGISMONDO.- Permita, por favor, que eche otro vistazo a esta obra. (A doña Elvira, como arriba.) DONA ELVIRA.- Me parece que ya la habéis visto bastanteVIII. Señora Gobernadora, he venido a mo lestaros para suplicaros una gracia. DONA LUIGIA.- En lo que pueda, os serviré. ¿Quién os ha compuesto tan bien el peinado?
DOÑA ELVIRA.- Mi camarero. DOÑA LUIGIA.- ¿De dónde es? DOÑA ELVIRA.- Es francés. DOÑA LUIGIA.- Trabaja de maravilla. ¿Me haríais el favor de mandármelo? DOÑA ELVIRA.- Seréis servidaIX. DOÑA LUIGIA.- Secretario, observad ese tupé; ¿podría estar mejor hecho?
DON SIGISMONDO.- Es algo delicioso.
DOÑA ELVIRA.- (Ya estoy harta.) (Para sí, se vuelve un poco.)
DON SIGISMONDO.- Señora, permítame.
DOÑA ELVIRA.- Estas son observaciones de mujeres. DON SIGISMONDO.- ¡Oh, señora, lo que yo veo es cosa más para un hombre que para una mujer. DOÑA ELVIRA.- ¿Cómo es eso?
DON SIGISMONDO.- Quiero decir que ese tupé no es obra de mujer, sino de un peluquero francés. (A su debido tiempo discurriremos mejor.) (Para sí.) DOÑA ELVIRA.- Señora, la gracia que vengo a rogaros es ésta. En Ñapóles he dado una comisión para que me provean de una partida de encajes a la última moda, que medirá cerca de veinte brazos. Se le entregó el paquete a un cochero; los esbirros lo han encontrado y me lo han retenido. Suplico a vuestra bondad que interceda por mí ante el señor Gober nador, para que pueda recuperar mis encajes. DONA LUIGIA.- ¿Son bonitos esos encajes? DOÑA ELVIRA.- Deben de ser de los más bonitos. Cuestan cuatro cequíes10 la vara.
DOÑA LUIGIA.- ¡Caramba! ¿Cuatro cequíes? DOÑA ELVIRA.- Así me han mandado la cuenta. Ochen ta cequíes, sin los portes.
10 Ducados de oro de Venecia.
DONA LUIGIA.- ¿Ochenta cequíes en una partida de encajes? DOÑA ELVIRA.- Los había encargado para mi boda, y me los han enviado ahora. ¿Puedo esperar este favor? DOÑA LUIGIA.- (Si son bonitos, si van a la moda, los quiero para mí como sea.) (Para sí.) Pensaba en la manera más fácil de recuperarlos. Secretario, ¿qué os parece? ¿Nos los devolverán fácilmente? DON SIGISMONDO.- Hay algunas dificultades. Sobre las aduanas, el señor Gobernador no tiene toda la autoridad, puesto que los financieros pagan un tanto a la Cámara, y los contrabandos son cosa de ellos.
DOÑA LUIGIA.- En cuanto a esto, cuando mi marido manda, le han de obedecer. DON SIGISMONDO.- Vuestra Excelencia dice muy bien. (Con una reverencia.) DOÑA LUIGIA.- Para facilitarlo diré que estos encajes son míos, que los he mandado traer yo. ¡Estaría bueno que no pudiera encargar libremente todo lo que quiera, sin depender de los aduaneros! ¿Qué os parece, secretario?
DON SIGISMONDO.- Vuestra Excelencia no puede hablar mejor. (Injusticias a todas luces.) (Para sí.) DOÑA LUIGIA.- (No veo la hora de ver esos encajes.) (Para sí.) Espere, doña Elvira, voy enseguida por mi marido, para que dé la orden de devolución.
DOÑA ELVIRA.- Me disgusta vuestra molestia. ¿Podemos esperar que don Sancio nos conceda la gracia?
DOÑA LUIGIA.- ¡Oh!, mi marido hace lo que digo yo. DOÑA ELVIRA.- ¿También en los asuntos del gobierno?
DOÑA LUIGIA.- En todo. Gracias a Dios, tengo un marido que no tiene valor para decirme que no. El manda en apariencia, y yo mando en sustancia. (Se va.)
Escena decimosexta DOÑA ELVIRA y DON SIGISMONDO
DOÑA ELVIRA.- ¡Qué dama tan buena es la señora Gobernadora! DON SIGISMONDO.- No es distinto el gran corazón de su esposo11, tanto el uno como la otra sienten estima por vuestra nobilísima casa, y un amor especial por vuestro digno esposo. DOÑA ELVIRA.- Mi marido no merece nada, y no ha hecho nada por el señor Gobernador que pueda halagarme de su generosa parcialidad.
DON SIGISMONDO.- Y sin embargo, sin que él lo sepa, ha hecho a don Filiberto un beneficio, una gracia tal que dará a los demás motivo de envidia.
DONA ELVIRA.- ¿Qué es lo que ha hecho él por mi marido?
11 Don Sigismondo pasa a utilizar el vos para dirigirse a doña Elvira.
DON SIGISMONDO.- ¿Sabéis vos que ahora se trata de suplicar a Su Majestad el permiso para las dos Ferias?
DONA ELVIRA.- Lo sé muy bien. DON SIGISMONDO.- La memoria está redactada, el despacho está formado. Se requiere en la Corte una persona que actúe, y el amo ha elegido a don Filiberto para un cargo tan digno y tan decoroso.
DONA ELVIRA.- Señor secretario, ¿no habéis mediado vos en este asunto en favor de mi marido, para que él se vaya a la Corte? DON SIGISMONDO.- Como lo amo y lo venero infini tamente, no he faltado de hacer pesar los buenos informes ante mi amo. DOÑA ELVIRA.- Ya me doy cuenta. Pero espero que mi marido se lo agradezca a don Sancio, y sea dispensado.
Escena decimoséptima
DOÑA LUIGIA y dichos DOÑA LUIGIA.- La gracia está concedida. Aquí está la orden para recuperar los encajes.
DOÑA ELVIRA.- En verdad me reconforta. ¿Cuándo los recibiremos? DOÑA LUIGIA.- Ahora mismo mandaré al mayordomo de casa con esta orden, y se los darán.
DOÑA ELVIRA.- ¡Qué agradecida os estoy! DONA LUIGIA.- (No veo la hora de verlos.) (Para sí.)
DOÑA ELVIRA.- ¿Habrá algún gasto? Correré con todos ellos. DOÑA LUIGIA.- No tenéis que pagar una sola moneda.
DON SIGISMONDO.- Puede ser que los aduaneros quieran el impuesto.
DOÑA LUIGIA.- ¡Qué impuesto! Cuando yo mando, no se habla más. DON SIGISMONDO.- Vuestra Excelencia dice muy bien. DOÑA ELVIRA.- ¿Pero cuándo tendremos los encajes? DOÑA LUIGIA.- Esperad. ¿Quién está ahí? ¿Dónde están éstos? ¿No hay nadie?
DON SIGISMONDO.- ¿Ordena? La serviré yo.
DOÑA LUIGIA.- Isabella, Colombina, ¿dónde demonios están? (Llama.) DON SIGISMONDO.- (Escuche. No querría que doña Isabella y Colombina... Basta, hablo con los debidos respetos.) (Aparte, a doña Luigia.) DOÑA LUIGIA.- (¿Estarán con el Conde?) (A don Sigis mondo.)
DON SIGISMONDO.- (¿Quién sabe? Podría ser.)
DOÑA LUIGIA.- (Voy a ver.) DON SIGISMONDO.- (Sí, Excelencia, vaya, y asegúrese.) DOÑA LUIGIA.- (¡Si fuese verdad!)
DON SIGISMONDO.- (Vaya enseguida, y con cautela.) DOÑA LUIGIA.- Doña Elvira, espere, que ahora vuelvo.
DOÑA ELVIRA.- Os serviré, si eso os contenta. DONA LUIGIA.- Entreteneos. Voy a un sitio a donde me conviene ir sola. DONA ELVIRA.- Señora, queréis dejarme aquí... DOÑA LUIGIA.- Don Sigismondo os hará compañía. DOÑA ELVIRA.- Pero yo, señora... DOÑA LUIGIA.- Vengo enseguida. (Se va.)
Escena decimoctava
DOÑA ELVIRA y DON SIGISMONDO DON SIGISMONDO.- ¿Qué quiere decir, doña Elvira? ¿Tiene tanto miedo de quedarse a solas conmigo?12
12 Don Sigismondo vuelve al usted sólo en esta réplica. Hasta el fin de la obra utilizará con doña Elvira siempre el vos.
DOÑA ELVIRA.- Yo no tengo ningún miedo, pero las conveniencias lo requieren... DON SIGISMONDO.- Soy un hombre honrado. DOÑA ELVIRA.- Por tal os tengo.
DON SIGISMONDO.- Soy irador de vuestros méri tos.
DOÑA ELVIRA.- No tengo mérito alguno que exija de vos estima ni iración. DON SIGISMONDO.- Y soy... (Con ternura.)
DOÑA ELVIRA.- Don Sigismondo, ya basta.
DON SIGISMONDO.- Permitidme que diga una sola cosa, y luego se terminó. Y soy una adorador de vuestra belleza. DOÑA ELVIRA.- Si antes me habéis adulado, ahora me habéis ofendido.
DON SIGISMONDO.- La adoración de un corazón amante no ofenden nunca a la persona amada. Vos no podéis impedir que yo os ame. En vuestro arbitrio sólo está corresponderme.
DOÑA ELVIRA.- Eso no lo esperéis jamás. DON SIGISMONDO.- Tampoco podéis impedir que yo lo espere.
DOÑA ELVIRA.- Sí, os lo puedo impedir. Un mujer honrada hace desesperar a quien sea de obtener lo que sea si perjudica a su decoro.
DON SIGISMONDO.- Calmaos. No espero que vos me améis, pero quiero imaginar otra cosa. DOÑA ELVIRA.- ¿Qué?
DON SIGISMONDO.- Que vos olvidaréis todos estos prejuicios; que os haréis con el tiempo menos arisca, y un poco más complaciente.
DOÑA ELVIRA.- Quien imagina eso, piensa temeraria mente de mí. (Alterada.)
DON SIGISMONDO.- ¿Veis que comenzáis a encenderos? Al fuego del desdén sucede muchas veces el del amor. DOÑA ELVIRA.- Don Sigismondo, tened más respeto por las damas honradas.
DON SIGISMONDO.- Me parece que os respeto, cuando os venero, os estimo y os amo tiernamente. DOÑA ELVIRA.- Hace algún tiempo que me venís importunando, y yo no se lo he hecho saber a don Filiberto, para no causar vuestra ruina: cuidaos de no provocarme más. DON SIGISMONDO.- Yo siempre he oído decir que se odian los enemigos, no los que se aman.
DOÑA ELVIRA.- Quien me ama como vos es mi enemigo.
DON SIGISMONDO.- ¿Pero sabéis vos cómo os amo yo? DOÑA ELVIRA.- Ya me lo imagino.
DON SIGISMONDO.- Si os figuráis mi amor deshonesto, sois más maliciosa que yo. Os amo honestísima mente, con el amor más inocente, el más platónico que puede darse.
DOÑA ELVIRA.- Como aduláis a todos, os adularéis también a vos mismo.
DON SIGISMONDO.- Juro por mi honor que digo la verdad. DOÑA ELVIRA.- No ama su propio honor quien insidia el de otros.
DON SIGISMONDO.- Juro por esta bellísima mano... DOÑA ELVIRA.- ¡Temerario! No os soporto más. O cambiáis de estilo conmigo, o haré que os arrepintáis de vuestro deseo. Soy dama, soy mujer y soy honrada. Tres títulos que exigen respeto de vos. Tres condiciones que os harán temblar. (Se va.)
DON SIGISMONDO.- Tres razones que no me asustan en absolutox.
Acto Segundo Escena primera DON SIGISMONDO solo DON SIGISMONDO.- ¿Entonces, doña Elvira ha obte nido del Gobernador que su marido no se vaya? ¿Y don Filiberto se quedará en Gaeta por culpa de su mujer, y esta mujer soberbia me desprecia por culpa del marido? Mientras estén unidos no podré esperar nada. Si no puedo alejar a don Filiberto por los beneficios lo alejaré por la fuerza. Si esta vez el Gobernador se ha dejado vencer por las súplicas de una mujer, y yo no he sido capaz de atajar el desorden con mis consejos, arte no me faltará para maquinar y obligar al propio Gobernador a no escuchar por segunda vez a esta mi adorada enemiga. Escena segunda
BRIGHELLA y dicho BRIGHELLA.- Señor secretario, a sus pies13.
DON SIGISMONDO.- ¡Oh! ¡Gentilísimo Decano mío! Querido Brighella amadísimo, ¿queréis alguna cosa? ¿Puedo hacer algo por vos? Decid, hablad, querido caballero, hombre verdaderamente bondadoso.
BRIGHELLA.- (¡Eh, lagarto, te conozco!) Quería rogarle una gracia.
13 En esta escena, en el original, Brighella mezcla su dialecto con expresiones italianas.
DON SIGISMONDO.- Soy todo vuestro, mi querido señor Brighella. Escuchad, entre todos los sirvientes, vos sois el más hábil y el más fiel. BRIGHELLA.- De habilidad no me jacto, pero en materia de fidelidad, no me gana nadie. Soy hombre llano y sincero, y no sé adular.
DON SIGISMONDO.- ¡Oh, qué bueno! ¡Oh, qué cosa tan hermosa, la claridad, la sencillez de corazón!
BRIGHELLA.- Pero hoy en día, el que es sincero no tiene suerte.
DON SIGISMONDO.- Vamos, querido, vamos, decid qué queréis, porque tengo alguna cosilla que hacer.
BRIGHELLA.- Si le molesto, váyase.
DON SIGISMONDO.- No, alma mía, no, no me moles táis. Por vos me entretengo gustosamente. (No puedo soportarlo.) (para sí.) BRIGHELLA.- Yo, como jefe de la familia humilde de esta Corte, le suplico en nombre de todos los sirvientes que recuerde al amo que desde hace dos meses no se cobra ni el salario ni el dinero para la comida, y que ya no sabemos qué hacer. |)ON SIGISMONDO.- ¡Pobrecillos! Tenéis razón. Haced una cosa, id al mayordomo de casa. BRIGHELLA.- He ido, y ha dicho que él no tiene el dinero, y que Usted ha recibido la orden y los dineros para pagar. 101
DON SIGISMONDO.- (¿Cómo diablos lo ha sabido?) (Para sí.) Yo no tengo nada. Pero para vos, si tenéis necesidad, os lo daré de lo mío. Por mi querido señor Brighella lo haré todo. ¿Queréis fumar? (Saca la caja.)
BRIGHELLA.- Como mande. Recibiré sus gracias. Bueno, excelente. (Cogiendo tabaco.) DON SIGISMONDO.- ¿Os gusta?
BRIGHELLA.- Lo bueno gusta a todo el mundo.
DON SIGISMONDO.- ¿Tenéis tabaquera? BRIGHELLA.- Un cajetín de madera. DON SIGISMONDO.- ¡Uf, un hombre como vos taba quera de madera! Tomad ésta. BRIGHELLA.- Le doy las gracias.
DON SIGISMONDO.- Eh, tomad.
BRIGHELLA.- Perdone, no la toco. DON SIGISMONDO.- Si no queréis, no insisto. Os la daba de corazón. BRIGHELLA.- (No hay que aceptar regalos si uno no desea verse obligado a hacer cosas que no se deben hacer.)
DON SIGISMONDO.- Decidme, querido amigo, ¿cuánto se os debe a vos de salario y de alimentos?
BRIGHELLA.- Lo que se me debe está unido a lo que se les debe también los otros. Aquí tenéis la nota. Somos ocho personas; en dos meses, son en total doscientos ducados.
DON SIGISMONDO.- Pero yo, porque os quiero de verdad, quiero haceros una proposición como ver dadero amigo. Tomad lo que os pertenece, y no os preocupéis por los demás.
BRIGHELLA.- ¿Qué quiere que les diga a mis camaradas? DON SIGISMONDO.- No hay por qué decirles que habéis recibido el dinero. La cosa quedará en secreto entre vos y yo. Luego, este otro mes les daremos a todos alguna cosa. BRIGHELLA.- Yo, perdóneme...
DON SIGISMONDO.- Sí, querido, vamos, aceptad la ofertaXI.
BRIGHELLA.- ¿Pero por qué no quiere pagar a todos? DON SIGISMONDO.- A vos, que sois hombre sabio y honesto, os confiaré la verdad. El amo ahora no tiene dinero; pero callad, que no se sepa. Me importa el honor de mi amo. BRIGHELLA.- El honor de mi amo me importa a mí también, y siento que él quede tan mal ante la servidumbre, que la servidumbre habla por todo, y la gente se ríe. Pero ya que me da tantas confianzas, permítame decirle una cosa en libertad, aquí que nadie nos oye.
DON SIGISMONDO.- Decid puesXII. BRIGHELLA.- Todos saben que V.S. ha recibido dinero para pagar, y se murmura mucho.
DON SIGISMONDO.- Amigo, no es verdad.
BRIGHELLA.- Lo sé todo. DON SIGISMONDO.- Jesús, os aconsejo que toméis vuestro dinero y os estéis quieto.
BRIGHELLA.- No puedo. No quiero ser discriminado de los otros. Somos todos camaradas: o todos o ninguno. DON SIGISMONDO.- ¿Ah, sí? No lo recibiréis tampoco vos. BRIGHELLA.- ¿Qué justicia es ésta? ¿No habremos de cobrar nuestro dinero? Recurriré al amo.
DON SIGISMONDO.- Sí, querido, recurrid. Decidle vuestras razones; a mí no me molesta. (Lo acaricia.) BRIGHELLA.- Yo no necesito tantos cuidados; necesito los dineros para mí y para mis compañeros.
DON SIGISMONDO.- ¡Bendito seáis! Hacéis bien en preocuparos por todos. iro vuestra honradez.
BRIGHELLA.- ¿Cuándo se nos pagará? DON SIGISMONDO.- Recurrid al amo. BRIGHELLA.- ¿Me da la libertad de recurrir?
DON SIGISMONDO.- Sí, querido Brighella, recurrid. Os presentaré yo. BRIGHELLA.- (Necesito que no haya recibido el dinero.) (Para sí.)
DON SIGISMONDO.- ¿Cuándo queréis venir? BRIGHELLA.- Si me lo aconseja, iré esta tarde.
DON SIGISMONDO.- Sí, esta tarde, os acompañaré.
BRIGHELLA.- Basta; si os hubiera ofendido, os pido perdón. DON SIGISMONDO.- Querido amigo, nada de eso. Os compadezco. Comprendo vuestro celo; os alabo infinitamente. BRIGHELLA.- Permítame... (Le quiere besar la mano.)
DON SIGISMONDO.- ¡Oh!, no quiero de ningún modo. Vamos, un acto de buena amistad. (Lo abraza.) BRIGHELLA.- Me encomiendo a su protección.
DON SIGISMONDO.- Disponed de mí. BRIGHELLA.- Le hago humildísima reverencia. DON SIGISMONDO.- Adiós, querido, adiós.
BRIGHELLA.- (Esta tarde descubriré la verdad.) (Para sí, se va.) DON SIGISMONDO.- Me las pagarás, bribón; antes de esta noche verás lo que te esperaXIII.
Escena tercera EL PAJE y dichos
PAJE.- Señor, está el señor Pantalón de Bisognosi, que querría una audiencia del amo. Usted me ha dicho que no deje pasar a nadie sin avisarle antes, por lo que he venido a decírselo para obedecerle. DON SIGISMONDO.- Querido pajecillo, habéis obrado bien. Tened, compraos alguna golosina. (Le da una moneda.)
PAJE.- Obligadísimo a sus gracias. DON SIGISMONDO.- Mandadle pasar aquí conmigo. PAJE.- Enseguida os sirvo. (Yo soy un paje de buen corazón; sirvo gustoso a los que me regalan.) (Para sí, se va.) DON SIGISMONDO.- Si este rico mercader necesita algo, ha de depender de mí.
Escena cuarta
PANTALON y dichos
PANTALON.- Servidor obligadísimo, señor secretario14.
14 En el original, Pantalón se expresa en veneciano. Pantalón y don Sigismondo emplean primero el usted recíprocamente, pero desde la segunda réplica, don Sigismondo pasa al vos en tanto que Pantalón continúa usando el usted.
DON SIGISMONDO.- ¡Oh!, amabilísimo señor Pantalón, honor de los comerciantes, decoro de esta ciudad, ¿en qué puedo servirle? PANTALON.- Le ruego que me haga la gracia de permitirme tener audiencia de Su Excelencia.
DON SIGISMONDO.- Hoy, querido, no da audiencia; pero si os hace falta alguna cosa, mandad; os serviré yo.
PANTALON.- Necesitaría presentarle esta memoria.
DON SIGISMONDO.- ¡Oh!, gustoso, enseguida. Entre gádmelo a mí, se lo doy inmediatamente.
PANTALON.- Pero me gustaría decirle alguna cosa de palabra. DON SIGISMONDO.- ¡Cuánto siento no poder conso laros! Hoy no se puede hablar con él, es día de correo. PANTALON.- Me apremia que esta tarde salen las cartas, y me urgía escribir alguna cosa a este propósito a mis corresponsales.
DON SIGISMONDO.- Decidme, ¿de qué se trata? PANTALON.- Le diré. Usted sabe que yo he introducido en esta ciudad la fábrica de terciopelos, y sabe cuánta utilidad ha traído a este país. Ahora un capataz se ha vuelto contra mí, respaldado por dos comerciantes, y pretende erigir otra fábrica. Yo, que tengo el mérito de haber sido el primero, pido el privilegio de la exclusiva contra cualquier otro:
prometiendo aumentar los obreros, si es necesario, en beneficio de la ciudad.
DON SIGISMONDO.- La instancia no puede ser más justa. No dudéis de que seréis consolado. De a mí la memoria. PANTALON.- Aquí está, me encomiendo a su protección.
DON SIGISMONDO.- ¿Son de verdad tan buenos estos terciopelos vuestros? PANTALON.- Salen perfectos.
DON SIGISMONDO.- No los he considerado nunca exactamente. Haced una cosa, mande una pieza de lo mejor, para que se lo pueda enseñar al señor Gobernador, para animarle a concederos la gracia. PANTALON.- (He entendido, me quiere robar una pieza de terciopelo.) (Para sí.) Será servido. Ahora mismo la mandaré, pero se lo ruego.
DON SIGISMONDO.- No os preocupéis, deje hacer a mí.
PANTALON.- Voy enseguida al comercio, y la mando. (Tanto da: lo que se ha de hacer, hacerlo pronto.) (Para sí.)
DON SIGISMONDO.- Eh, decid: ¿cómo se llama ese capataz que se quiere rebelar? PANTALON.- Menico15 Tarocchi.
15 Menico es el equivalente a Doménico (Domingo) en dialecto.
DON SIGISMONDO.- No hace falta más.
PANTALON.- Le suplico... DON SIGISMONDO.- Seréis servido. Mandad enseguida el terciopelo.
PANTALON.- Enseguida. (Para hacerme el servicio, ne cesita esta carta de recomendación.) (Para sí, se va.) DON SIGISMONDO.- Mandaré llamar a este Menico Tarocchi, y si sus proposiciones son ventajosas, no le abandonaré. Hay que escuchar a todos, hacer el bien a todos, aumentar, cuando se pueda, el patri monio real, y también a la vez el propio y honesto provecho.
Escena quinta El PAJE y dicho PAJE.- Otra persona quiere audiencia del amo.
DON SIGISMONDO.- ¿Y quién es? PAJE.- La señora doña Aspasia.
DON SIGISMONDO.- (Esta viene a perturbar mis asun tos. Si el amo la recibe, queda como encantado y ya no me escucha.) (Para sí.) Haced una cosa, pajecillo, decidle que S.E. está algo ocupado, y que espere. PAJE .- Será servido.
DON SIGISMONDO.- Vamos, id.
PAJE.- ¿No me da nada? DON SIGISMONDO.- ¿Cada vez tengo que regalaros? PAJE.- Si por la embajada de un hombre viejo me ha dado dos carlines16, por la embajada de una bella joven debería darme un cequí17.
DON SIGISMONDO.- Bien, pajecillo, bien, sois gracioso, tenéis salero. Llegaréis, llegaréis. PAJE.- A llevar embajadas y a recibir regalos se aprende rápido. (Se va.) DON SIGISMONDO.- Antes de que pase doña Aspasia, quiero discurrir con el amo, y hacerle notar tres o cuatro cosas que me importan infinitamente; luego, quiero ver yo a doña Aspasia antes que él, para advertirla de algunas cosas. Ella es de mi carácter, y entre nosotros nos entendemos fácilmente. (Va ca mino del Gobernador, y lo encuentra). Escena sexta
DON SANCIO y dicho DON SANCIO.- ¿Dónde vais?
DON SIGISMONDO.- Venía a ver a Vuestra Excelencia DON SANCIO.- He invitado a comer a doña Aspasia.
16 Moneda del Reino de Sicilia; diez carlines eran un ducado, o sea, aproximadamente media libra. 17 Un cequí equivalía a doce libras.
DON SIGISMONDO.- Ella vendrá enseguida; así ha mandado responder. Entre tanto, si Vuestra Exce lencia permite, querría proponerle algunas cosas útiles para su familia y necesarias para el gobierno. DON SANCIO.- Decid, pero brevemente: me gusta el estilo lacónico. DON SIGISMONDO.- Bienaventurados los que tienen el intelecto pronto como Vuestra Excelencia Usted entiende enseguida, y con dos palabras se hace entender. DON SANCIO.- Dos palabras de las mías valen por cien de las de otros.
DON SIGISMONDO.- Es ciertísimo. Apuesto yo a que tres cosas esenciales, que ahora le propondré, Vuestra Excelencia las responde, resuelve y dispone en tres palabras. DON SANCIO.- Yo no hablo superfluamente. DON SIGISMONDO.- Es necesario reformar la servi dumbre. Todos gente viciosa y de poco espíritu.
DON SANCIO.- Despedidlos.
DON SIGISMONDO.- Especialmente Brighella es un hombre ya demasiado viejo, inútil y bueno para nada. DON SANCIO.- Haced que se vaya. DON SIGISMONDO.- Vendrá a recurrir a Vuestra Excelencia, dirá que es antiguo en la casa, que ha servido muchos años.
DON SANCIO.- No le escucharé. DON SIGISMONDO.- Ya ve que con tres palabras ha zanjado un asunto. Ahora propondré otro. Pantalón de Bisognosi querría un privilegio para trabajar él solo los terciopelos. DON SANCIO.- Si es justo, dádselo. DON SIGISMONDO.- Hay otro que promete fundar otra fábrica en beneficio de los pobres obreros. DON SANCIO.- Si es justo, itidlo. DON SIGISMONDO.- Si Vuestra Excelencia me da el arbitrio, procuraré examinar la materia, e informaré a la Corte para que se haga justicia. DON SANCIO.- Haced vos.
DON SIGISMONDO.- Bonísimo. Estas son cosas fáciles; pero ahora debo exponerle a Vuestra Excelencia una cosa de mayor trascendencia.
DON SANCIO.- Todas las cosas son iguales para mí. DON SIGISMONDO.- ¡Buena mente! ¡Buena mente! El señor don Filiberto no quiere ir a la Corte. DON SANCIO.- Déjelo estar. DON SIGISMONDO.- Pero yo he descubierto por qué. DON SANCIO.- Porque la mujer nueva lo quiere junto a ella.
DON SIGISMONDO.- Excelencia, no es por eso. Hace contrabando. Introduce mercancías extranjeras en esta ciudad; negocia en perjuicio de la Cámara y de los financieros, y con la protección que goza del ama, se presta a mil fraudes, a mil cosas ilícitas y escandalosas. DON SANCIO.- Creo que eso puede ser cierto. También hace poco ha venido mi mujer a rogarme para que se le devolvieran a doña Elvira veinte brazos de encaje, que los esbirros le habían sustraído por orden de los financieros. DON SIGISMONDO.- Yo, Excelencia, hablo siempre con la verdad en los labios. Pero los encajes son lo de menos. El tabaco, la sal, el aguardiente son cosas que arruinan las finanzas. DON SANCIO.- En estas empresas tengo yo también mi derecho. Este me defrauda.
DON SIGISMONDO.- Es un impostor público y habi tual.
DON SANCIO.- Don Sigismondo, ¿qué debemos hacer? DON SIGISMONDO.- Castigarle. DON SANCIO.- ¿Sin procesarle? DON SIGISMONDO.- Formaremos el proceso, pero hay que asegurarse de la persona. DON SANCIO.- Haced vos.
DON SIGISMONDO.- ¿Me da la facultad de proceder y ordenar?
DON SANCIO.- Sí, haced vos. DON SIGISMONDO.- Me parece que oigo gente, per mítame ir a ver quién es. DON SANCIO.- Sí, haced lo que os agrade. DON SIGISMONDO.- (Ahora es el momento de entre tenerle con doña Aspasia, para no dejarle tiempo de pensar en las órdenes dadas.) (Para sí, se va.) DON SANCIO.- ¡Qué hombre tan transparente y sincero es este don Sigismondo! Anda todo desvivido por mí y por lo que yo estimo, sin interés, sin pedirme nunca nada.
Escena séptima
DOÑA ASPASIA y dicho DON SANCIO.- Bienvenida, señora doña Aspasia.
DOÑA ASPASIA.- Señor don Sancio, he venido a recibir vuestras gracias.
DON SANCIO.- Os hacéis de rogar cuando uno quiere veros. Sentaos. DOÑA ASPASIA.- Y vos no soléis ya venir a visitarme, como hacíais en otro tiempo. (Se sientan.)
DON SANCIO.- Hoy habéis venido a verme vos; otro día iré yo a veros. DOÑA ASPASIA.- (No me importa un higo.) (Para sí.)
DON SANCIO.- ¿Habéis visto a mi mujer?
DONA ASPASIA.- Le he mandado hacer la embajada, y me ha mandado responder que estaba ocupada y que entre tanto viniera yo a veros, que luego vendría ella a encontrarse con nosotros. DON SANCIO.- ¡Oh!, Doña Luigia tiene luego un grandísimo corazón. DOÑA ASPASIA.- Ella es una mujer que sabe de mundo.
DON SANCIO.- Decidme, ¿habéis tenido carta de vuestro marido? DOÑA ASPASIA.- Sí, señor, esta mañana he recibido una carta suya.
DON SANCIO.- ¿Qué os escribe? DOÑA ASPASIA.- A decir verdad, se me ha olvidado abrirla.
DON SANCIO.- Por lo que oigo, os importa mucho vuestro marido. DOÑA ASPASIA.- Es militar; hoy aquí, mañana allá. Estoy tan acostumbrada a estar sin él, que no me acuerdo siquiera de que lo tengo.
DON SANCIO.- Quería venir a Gaeta para cuartel de invierno. DOÑA ASPASIA.- Lo sé, me lo han dicho.
DON SANCIO.- ¿Qué os parece? ¿Le dejamos o no le dejamos venir? DOÑA ASPASIA.- Que haga lo que quiera; por mí, es lo mismo.
DON SANCIO.- Me toca a mí dejarle venir o hacer que siga en Nápoles. DOÑA ASPASIA.- Escuchad: si ha de venir con dinero, bien; si no, puede quedarse donde está.
DON SANCIO.- ¿Necesitáis algo? ¿Os hace falta alguna cosa? DOÑA ASPASIA.- Yo soy de las que se callan, y hace lo que puede para no incomodar a los amigos. Por lo demás, vos sabéis... Basta, no digo más.
DON SANCIO.- Si os hace falta, mandadXIV.
DOÑA ASPASIA.- Os lo agradezco. La estima que tengo por vos no es interesada. Si aprecio vuestra conversación, es porque sois verdaderamente adora ble. DON SANCIO.- Vos me consoláis, querida doña Aspasia. DOÑA ASPASIA.- Vengo únicamente a rogaros vuestra protección en un asunto de la máxima urgencia.
DON SANCIO.- Mandad, disponed de mí. DOÑA ASPASIA.- Sabed, señor, que hace dos años que no se paga el alquiler de casa. El dueño de ésta ha hecho todos los actos de justicia contra mí, y si no pago antes de mañana, estoy sujeta a una afrenta.
DON SANCIO.- ¿Cuánto cuesta el alquiler? DOÑA ASPASIA.- Cien doblones.
DON SANCIO.- (El golpe es un poco duro.) (Para sí.) ¿Y qué pensáis hacer? DOÑA ASPASIA.- Vos podríais tranquilizar al patrón.
DON SANCIO.- Sí, sí, hablaré con él. Le haré esperar. DOÑA ASPASIA.- Pero luego se dirá que vos hacéis injusticias por mi causa.
DON SANCIO.- Lo haré con buenas maneras. DOÑA ASPASIA.- No, no, para salvar vuestro decoro y mi reputación, mandaré vender todo lo que pueda, para pagar la deuda.
DON SANCIO.- Eso no os conviene. DOÑA ASPASIA.- ¿Qué queréis que haga?
DON SANCIO.- Esperad... mejor...
DOÑA ASPASIA.- Mejor no quiero perder tiempo. Me voy inmediatamente a llamar a un judíoxv. DON SANCIO.- Esperad. Se le podría dar la mitad. DOÑA ASPASIA.- Eso tampoco. He dado mi palabra de honor de pagar todo. DON SANCIO.- Mandémosle llamar; ya veremos.
DOÑA ASPASIA.- Os digo que no quiero perder mi reputación. DON SANCIO.- ¿Entonces? DOÑA ASPASIA.- Entonces me pondré la soga al cuello y venderé.
DON SANCIO.- Esperad. Eh, ¿quién está ahí?
Escena octava
ARLECCHINO con su vestido debajo, luego con una librea en un brazo, un jubón de paisano en el otro brazo, encima un delantal de cocina, una peluca despeinada, una fusta en la mano y botas en los pies; y dichos.
ARLECCHINO.- ¿Qué manda?
DON SANCIO.- ¡Oh, bufón! No te buscaba a ti. ¿Qué clase de vestido es ése que llevas? ARLECCHINO.- Un vestido a propósito del tiempo que corre. Este es el vestido del camarero; ésta es la librea del palafrenero; ésta es la peluca del mayor domo de casa; éste es el delantal del cocinero; ésta es la vara del cochero; y éstas son las botas del cabalgador.
DON SANCIO.- ¿Por qué llevas todas esas cosas contigo?
ARLECCHINO.- Porque el queridísimo señor secretario ha despedido a toda esta gente; no quedará otro sirviente más que yo, y me preparo para hacer de todo.
DON SANCIO.- ¿Qué decís? ¿No tiene gracia eso? DOÑA ASPASIA.- Sí, tiene gracia, pero el tiempo pasa y mi acreedor no duerme.
DON SANCIO.- A propósito. Escucha, Arlecchino... ARLECCHINO.- Espere, señor amo, que me falta lo mejor. (Quiere irse.)
DON SANCIO.- Oye, ven aquí.
ARLECCHINO.- Voy enseguida. (Se va.) DON SANCIO.- Quería mandar a preguntar al secretario, por interés vuestro.
DONA ASPASIA.- ¿Es verdad que habéis despedido a vuestra servidumbre? DON SANCIO.- Sí, don Sigismondo la quiere cambiarXVI.
Entena novena ARLECCHINO y dichos
ARLECCHINO.- Estoy aquí con lo que faltaba.
DON SANCIO.- Algún otro despropósito. ¿Qué tienes? ARLECCHINO.- ¿Las conoce? (Le enseña un par de gafas.)
DON SANCIO.- Eso son unas gafas. ARLECCHINO.- ¿Conoce esto? (Le enseña un lazo.)
DON SANCIO.- ¡Qué loco! Eso es un lazo. ARLECCHINO.- Esto para vos. Esto para el verdugo.
DON SANCIO.- Explicaos. ¿Qué queréis decir? ARLECCHINO.- Esto para vos, para que aprendáis a conocer mejor a vuestro secretario. Esto para el verdugo, para que le pueda colgar. DOÑA ASPASIA.- (Ríe.)
ARLECCHINO.- ¿Reís? Tengo una cosa también para vos. (A doña Aspasia). DOÑA ASPASIA.- Y para mí, ¿qué tienes? ARLECCHINO.- Un pequeño obsequio muy a propósito. (Saca una manzana.) Aquí está.
DOÑA ASPASIA.- Esto es una manzana.
ARLECCHINO.- «La mujer es como el fruto del manza no, Bello por fuera y por dentro está el gusano». DOÑA ASPASIA.- ¡Temerario!
DON SANCIO.- Disculpadle. Es el bufón. DOÑA ASPASIA.- Sus bufonadas no son a propósito para mi caso.
DON SANCIO.- Ve a buscar al secretario y dile que venga aquí. ARLECCHINO.- ¿Cómo manda que vaya? ¿Como cama rero, como palafrenero, como cocinero, como ca rrocero o como mayordomo de casa?
DON SANCIO.- Ve como quieras, pero date prisa.
ARLECCHINO.- Si voy como camarero, me pondré espada al cinto, peluca espolvoreada y la camisa con manguitos del amo. Si voy como palafrenero, antes de hacer la embajada, hablaré mal de mis amos con la servidumbre. Si voy como cocinero, me llevaré la jarra conmigo; si voy como cochero, daré empujones y golpes a discreción; y si voy como mayordomo, iré con un séquito de todos esos comerciantes que merodean para robar. Pero si tuviera que ir como secretario, iría con un molinillo en la mano. DON SANCIO.- ¿Por qué con un molinillo?
ARLECCHINO.- Porque vuestro secretario se sirve de vos, igual que de un molinillo de niños. (Se va.)
Escena décima DON SANCIO y DOÑA ASPASIA
DON SANCIO.- Todos la han tomado con el pobre secretario. DOÑA ASPASIA.- ¡Ay, paciencia! (Hace ver que llora.)
DON SANCIO.- ¿Qué tenéis?
DOÑA ASPASIA.- Cuando pienso en mis desgracias, me dan ganas de llorar. DON SANCIO.- (¡Pobre mujer, me da pena!) (Para sí.) DOÑA ASPASIA.- Hay que pagar.
DON SANCIO.- Vamos, pagaré.
DOÑA ASPASIA.- Cien doblones no son dinero. DON SANCIO.- Paciencia, pagaré yo.
DOÑA ASPASIA.- Pero si se supiera que los dais vos, ¡pobre de mí! Seré el hazmerreír de la ciudad. DON SANCIO.- No se sabrá, porque el dinero os lo daré a vos.
DOÑA ASPASIA.- ¡Oh, cielo santo! Me hacéis respirar. DON SANCIO.- Vamos a comer, y luego se hará todo.
DOÑA ASPASIA.- Vos termináis la comida casi por la noche. Querría comer con un poco de calma. Querido don Sancio, disculpe si os doy esta molestia. DON SANCIO.- Eh, ¿quién está ahí?
Escena undécima
DOÑA LUIGIA y dichos
DOÑA LUIGIA.- Llamad cuanto queráis, nadie respon derá. DON SANCIO.- ¿Por qué?
DOÑA LUIGIA.- Toda la casa está en un grito, los sirvientes están desesperados. Don Sigismondo los ha despedido, y ellos se conjuran contra él, y lo quieren matar.
DON SANCIO.- ¡Bribones, los haré colgar a todos! ¿No está siquiera el paje? DOÑA LUIGIA.- El paje está atemorizado, se ha ido corriendo a mi habitación y no quiere salir. DON SANCIO.- ¿Don Sigismondo dónde está? DONA LUIGIA.- No está en casa.
DON SANCIO.- ¿Y el Conde? DOÑA LUIGIA.- El Conde, el Conde, el querido señor Conde...
DON SANCIO.- ¿Qué sucede? DONA LUIGIA.- Dudo si no cortejará a Isabella.
DON SANCIO.- Sí, él me la ha pedido como esposa. DOÑA LUIGIA.- Es demasiado joven, no está todavía en edad de casarse.
DON SANCIO.- ¡Oh, bien! ¿Tiene dieciocho años, y no está en edad de casarse?
DOÑA LUIGIA.- ¿Cómo, dieciocho años?
DON SANCIO.- Sí, señora. ¿Cuántos años hace que sois mi mujer? DOÑA LUIGIA.- Disculpe, doña Aspasia, no he cumplido con mi deber, porque tenía la cabeza aturdida con esos pobres sirvientes, no por falta de aprecio.
DOÑA ASPASIA.- Sé cuán grande es vuestra bondad. DOÑA LUIGIA.- Creedme que quiero vuestro bien.
DOÑA ASPASIA.- Disculpe si he venido a incomo daros. Don Sancio lo ha querido así. DOÑA LUIGIA.- Habéis hecho muy bien, es más, os ruego que vengáis a menudo. Mi marido sale poco de casa; me gusta tener un poco de compañía. DON SANCIO.- Mi mujer es poco caritativa.
DOÑA ASPASIA.- Mientras sea yo, sabéis quién soy, pero guardaos de ciertas amigas... DOÑA LUIGIA.- ¿Cómo es eso? DOÑA ASPASIA.- No es por hablar mal; pero esa doña Elvira... Basta, ya me entiende.
DOÑA LUIGIA.- ¿Hay alguna novedad? DOÑA ASPASIA.- Toda la ciudad murmura. Su marido hace contrabandos a todo gas, y se dice que vos le protegéis. (Tengo que ayudar a don Sigismondo, si él me va a ayudar a mí.) (Para sí.)
DON SANCIO.- Sí, señor, y vos habéis venido a tentarme para la entrega de los encajes. DOÑA LUIGIA.- Yo no creía que lo hiciera por profe sión.
DON SANCIO.- Don Filiberto habrá terminado de hacer contrabandos.
DOÑA ASPASIA.- ¿Por qué?
DON SANCIO.- Bien sé yo el porqué. DOÑA LUIGIA.- Amiga, ¡qué pasador tan bonito lleváis en la cabeza! DOÑA ASPASIA.- Es una bagatela que cuesta poco.
DOÑA LUIGIA.- Está tan bien prendido, que hace una impresión preciosa. Deje verlo un poco.
DOÑA ASPASIA.- Con gusto. Aquí está. DON SANCIO.- El vuestro, que no os gusta, que nunca habéis querido llevar, es mil veces mejor que éste. (A doña Luigia.) DOÑA LUIGIA.- ¡Ah, no sabéis lo que decís! Este es magnífico; me muero de ganas de tener uno igual. DOÑA ASPASIA.- Si mandáis, sois dueña.
DOÑA LUIGIA.- ¿Cuánto os ha costado? DOÑA ASPASIA.- ¿Qué importa eso? Quedáoslo.
DOÑA LUIGIA.- No, no, ¿cuánto os ha costado? Así, por curiosidad. DOÑA ASPASIA.- Solamente tres cequíes.
DOÑA LUIGIA.- Dadle tres cequíes. (Se lo pone en la cabeza, hablando a don Sancio.)
DOÑA ASPASIA.- No quiero de ningún modo.
DON SANCIO.- Ahora le ajustaré yo las cuentas. (Se va.) DONA LUIGIA.- ¿Y ese andrie18, quién os lo ha hecho? DOÑA ASPASIA.- El sastre romano.
DOÑA LUIGIA.- ¡Qué color tan bonito! ¡Qué adornos tan bonitos!XVI1 ¡Cuánto me gusta! Quiero yo también uno.
Escena duodécima
DON SANCIO con un pasador y dichas DON SANCIO.- Aquí está. Este es el pasador, no le gusta a mi mujer. Ella ha recibido ése de doña Aspasia, y que doña Aspasia se quede con éste. DOÑA LUIGIA.- Deje ver. (Se lo quita de las manos a don Sancio.) No, señor; lo quiero yo. Dadle tres cequíes. DON SANCIO.- (Qué envidiosa es!) (Para sí.)
DOÑA ASPASIA.- (Y yo perderé el pasador. Pero si me da los cien doblones, no me importa.) (Para sí.)
18 El «Andriene» —en veneciano «andriè»— era una bata larga, impuesta como moda en 1704 por la actriz Therèse Dancourt, con ocasión de su interpretación de la Andrienne de M. Barón, inspirada libremente en la Andria de Terencio, de donde proviene el nombre. Fue introducida en Italia por la nueva Duquesa de Módena Carlotta Anglae de Orleans en 1720.
DON SANCIO.- Doña Aspasia, os daré los tres cequíes. DOÑA LUIGIA.- Dádselos enseguida.
DON SANCIO.- Venid; si queréis, os los doy ahora. DOÑA LUIGIA.- Pronto, doña Aspasia, antes de que se arrepienta. DOÑA ASPASIA.- (No me importan los tres cequíes, sino los cien doblones.) (Para sí.) ¿Vos no venís, doña Luigia? (Se levanta.)
DOÑA LUIGIA.- Id, que os sigo. DON SANCIO.- Os lo ruego. (Le da el brazo.)
DONA ASPASIA.- (¡Qué hombre tan empachoso! Me hace sentir vómitos.) (Para sí.) DON SANCIO.- Hoy me siento contento del todo. DOÑA ASPASIA.- (Si me da los cien doblones, me voy ahora mismo.) (Para sí, se va con don Sancio.)
DOÑA LUIGIA.- Eh, Colombina; Colombina, digo, ¿dónde estás?
Escena decimotercera DOÑA ISABELLA y dicha
DOÑA ISABELLA.- Colombina no está, señora.
DOÑA LUIGIA.- ¿Y adonde ha ido?
DOÑA ISABELLA.- No lo sé. Ha bajado. DOÑA LUIGIA.- Se habrá ido ella también a chismorrear con los sirvientes. DOÑA ISABELLA.- Sierva suya. (En actitud de marcharse.) DOÑA LUIGIA.- Paraos. (Isabella se para.) Tened este pasador; ponedlo en la mesita y volved aquí. DOÑA ISABELLA.- Sí señora. ¡Oh, qué bien me sentaría! (Se lo pone sobre el tupé.)
DOÑA LUIGIA.- Vamos. DOÑA ISABELLA.- Déjeme probarlo. DOÑA LUIGIA.- No, señora. DOÑA ISABELLA.- Se lo ruego.
DOÑA LUIGIA.- Vamos, impertinente. DONA ISABELLA.- (Se va, temblando.) DOÑA LUIGIA.- ¡Qué ambición la suya! Si la dejase hacer, me quitaría el brazo. DOÑA ISABELLA.- (Vuelve.)
DOÑA LUIGIA.- Venid aquí. (Doña Isabella se acerca.) Quite este guante.
DOÑA ISABELLA.- (Quiere que haga de camarera.) (Para sí.)
DOÑA LUIGIA.- Vamos, deprisa.
DOÑA ISABELLA.- Pero no sé hacerlo. DONA LUIGIA.- ¡Uf, descaradota!XVIII
Escena decimocuarta EL CONDE HERCULES y dichas
CONDE HERCULES.- Perdonad, señora, si me atrevo a pasar. No hay una rata en el recibidor. Todos los sirvientes están sobre ascuas. DOÑA LUIGIA.- Tampoco está mi camarera. Vamos, tira. (A doña Isabella.)
CONDE HERCULES.- Señora, si mandáis, lo haré yo. DOÑA LUIGIA.- Obligada, lo ha de hacer Isabella. ¡Ignorantona!, ni siquiera vales para quitar un guante. Pronto, este otro. CONDE HERCULES.- (A ésta no la soporto.) (Para sí.)
DOÑA LUIGIA.- ¿Hace falta tanto, inútil, tonta?
CONDE HERCULES.- (Y además la maltrata.) (Para sí.)
DOÑA ISABELLA.- Están muy justos. DOÑA LUIGIA.- ¿Están muy justos? Hay que tener juicio. Pero tú no lo tienes, y nunca lo tendrás19.
19 A partir de aquí y hasta el fin de la obra, cuando doña Luigia se dirige a su hija, la tutea.
CONDE HERCULES.- (Se me acaba la paciencia.) (Para sí.)
DONA LUIGIA.- (Parece compadecerla el señor Conde.) (Para sí.) Toma, llévate estos guantes, y tráeme el espejo. DOÑA ISABELLA.- (¡Oh, paciencia, paciencia!) (Para sí, se va.)
Escena decimoquinta
DOÑA LUIGIA y el CONDE HERCULES, luego DOÑA ISABELLA vuelve con el espejo. CONDE HERCULES.- Pero, querida doña Luigia, dis culpad si me entrometo demasiado, no me parece caridad tratar así a una hija. DOÑA LUIGIA.- Vos no sabéis cómo se educa a los hijos. Esta es una cosa que me toca hacer a mí. CONDE HERCULES.- Yo, por otro lado, sé que las personas civilizadas no tratan así a sus hijas.
DOÑA LUIGIA.- ¿Qué queréis decir, señor Conde, que os agitáis tanto? ¿Estáis tal vez enamorado de ella?
CONDE HERCULES.- ¿Cuántas veces he de decirlo? ¿No sabéis que la deseo por esposa? DOÑA LUIGIA.- Esto hasta ahora lo he creído un pretexto.
CONDE HERCULES.- No, señora, desengañaos. Por vos siento toda la estima, toda la veneración; por doña Isabella siento todo el afecto.
DONA LUIGIA.- Muy bien. Me complace saberlo. (Des deñosa).
DOÑA ISABELLA.- Aquí está el espejo. DOÑA LUIGIA.- Déjame ver. (Se lo da con despecho.) CONDE HERCULES.- (Ahora le digo alguna barbaridad.) (Para sí.) DONA LUIGIA.- Ve a traerme la navajilla.
DOÑA ISABELLA.- (¡Oh, ya estoy harta!) (Para sí.)
DOÑA LUIGIA.- Vamos, torpe, date prisa.
DOÑA ISABELLA.- (Me hace avergonzarme porque está el señor Conde.) (Para sí, se va.)
CONDE HERCULES.- Señora, después de declarar que quiero a vuestra hija, los sufrimientos que le causáis son ofensas que me hacéis a mí. DOÑA LUIGIA.- ¡Gracioso, el señor Conde! (Doña Isabella regresa.)
DOÑA ISABELLA.- Aquí está la navajilla. (Se la da a doña Luigia; ella la deja caer y da una bofetada a Isabella, la cual, cubriéndose la cara con el delantal, se va sollozando).
CONDE HERCULES.- ¿A mí esta afrenta? DOÑA LUIGIA.- ¿Vos qué tenéis que ver?
CONDE HERCULES.- Tengo que ver porque va a ser mi esposa.
DONA LUIGIA.- Antes de que Isabella sea vuestra esposa, la quiero destrozar con mis manos. (Se va.)
Escena decimosexta
EL CONDE HERCULES, luego DON SIGISMONDO CONDE HERCULES.- Eso es lo que hace la maldita envidia. Querría ser la única cortejada, la única servida, y le disgusta que la juventud de su hija le usurpe los iradores. Pero, juro por el cielo, Isabella será mi mujer a despecho suyo. Don Sancio me la ha prometido, y si no mantiene su palabra, tendrá que rendirme cuentas. DON SIGISMONDO.- Señor Conde, ¿qué le ocurre, que me parece turbado?
CONDE HERCULES.- Doña Luigia me ha hecho una afrenta, y quiero resarcirme. DON SIGISMONDO.- ¿A un caballero de su rango una afrenta? ¡Hembra sin cerebro! ¿Qué le ha hecho, ilustrísimo señor, qué mal le ha hecho? CONDE HERCULES.- Ha dado una bofetada a su hija, en presencia mía.
DON SIGISMONDO.- ¿A la que va a ser la esposa de V.S. Ilustrísima?
CONDE HERCULES.- ¿Qué os parece, eh? ¿Se puede hacer algo peor? DON SIGISMONDO.- ¡Mujeres! ¡Mujeres! ¿Y ella se atreve así, con esta desfachatez?
CONDE HERCULES.- Pensaré el modo de vengarme. DON SIGISMONDO.- El modo es fácil. Tomar a la hija en secreto, llevársela lejos, casarse con ella, y repo nerse de la insolencia. (Así hago ahorrarse la dote al amo.) (Para sí). CONDE HERCULES.- El consejo no me disgusta. Que rido amigo, ¿cómo podríamos hacerlo?
DON SIGISMONDO.- Déjeme hacer a mí: déjese servir de mí.XIX CONDE HERCULES.- Me fío de vos. DON SIGISMONDO.- Verá los efectos.
CONDE HERCULES.- (Este es un buen secretario. Hace un poco de todo.) (Para sí, se va.) DON SIGISMONDO.- Es necesario ponerse de acuerdo con la camarera. ¿Colombina? (A la puerta.)
Escena decimoséptima DOÑA ISABELLA en la puerta, y dicho
DOÑA ISABELLA.- Colombina no está.
DON SIGISMONDO.- ¡Oh, doña Isabella, unas palabras! DOÑA ISABELLA.- No, no, que si viene mi madre, ¡pobre de mí! DON SIGISMONDO.- Pronto, pronto, me doy prisa. El señor Conde os hace reverencias.
DOÑA ISABELLA.- Gracias. DON SIGISMONDO.- El querría hablar con vos.
DOÑA ISABELLA.- ¿Cuándo? DON SIGISMONDO.- Esta noche: vendré yo a buscaros, y vendréis conmigo; pero silencio, que la señora madre no lo sepa. DOÑA ISABELLA.- ¡Oh!, ella me da miedo. DON SIGISMONDO.- ¿Cómo miedo? El señor padre está conforme, y si está conforme el padre...
Escena decimoctava
DOÑA LUIGIA aparte, vista por DON SIGISMONDO, pero no por DOÑA ISABELLA DON SIGISMONDO.- Este no es lugar para vos. Mar chaos a vuestra habitación, obedeced a la señora madre, y no habléis nunca más de casaros. DOÑA ISABELLA.- (El secretario se ha vuelto loco.) (Para sí, se va.)
DOÑA LUIGIA.- ¡Qué! ¿Es que ha dicho ésa que quiere marido?
DON SIGISMONDO.- ¡Oh, señora! ¿Vos aquí? Nada, nada, no ha dicho nada. DOÑA LUIGIA.- ¿Pero por qué la habéis reprendido?
DON SIGISMONDO.- La verdad, yo bromeaba, yo no he dicho nada. DONA LUIGIA.- Vos sois todo un caballero. La queréis encubrir, pero yo sé que es una frescuela.
DON SIGISMONDO.- ¡Pobre chiquilla! Alguna vez debe ser perdonada. DONA LUIGIA.- Soporto todo, menos que hable de tomar marido.
DON SIGISMONDO.- ¿Me dais autoridad, señora, para hacerle una corrección como padre? DOÑA LUIGIA.- Sí, con mucho gusto.
DON SIGISMONDO.- Basta entonces, seréis complacida. DONA LUIGIA.- El Conde me las pagará.
DON SIGISMONDO.- ¿Qué es lo que le ha hecho, señora? DOÑA LUIGIA.- Se ha declarado por Isabella.
DON SIGISMONDO.- ¡Cómo! ¿Así me falta a la palabra? ¿Después de las promesas que me ha hecho para vos? Me rendirá cuentas. DOÑA LUIGIA.- Mortificad a ese incivilizado.
DON SIGISMONDO.- Deje a mí, quedaréis contenta.
Escena decimonovena DOÑA ELVIRA y dichos
DOÑA ELVIRA.- Con permiso: ¿se puede? (Desde dentro.) DOÑA LUIGIA.- ¿Quién está ahí? ¿No hay nadie?
DOÑA ELVIRA.- Disculpe, no hay nadie. (Sale.) DOÑA LUIGIA.- Si venís por los encajes... DOÑA ELVIRA.- Oh, señora mía, no vengo por los encajes, vengo por mi pobre marido, y daría por él no sólo los veinte brazos de encaje, sino todo lo que tengo en este mundo. DOÑA LUIGIA.- ¿Le ha sucedido algo?
DOÑA ELVIRA.- Está en la cárcel, y no sé por qué.
DON SIGISMONDO.- ¡Oh, cielos! ¿Qué oigo? ¿Vuestro marido en la cárcel?
DOÑA ELVIRA.- Don Sigismondo, ¿fingís no saberlo? DON SIGISMONDO.- Yo no sé nada. Estoy abrumado por tan terrible novedad.
DOÑA ELVIRA.- ¿Quién ha dado la orden de encarcela miento? DON SIGISMONDO.- Yo no sé nada. DOÑA ELVIRA.- Iré al señor Gobernador; él sabrá decirme la causa de tal insulto.
DON SIGISMONDO.- Iré yo, señora, iré yo por vos. DOÑA ELVIRA.- No, no os molestéis. Doña Luigia, por caridad, os suplico, os conjuro con lágrimas en los ojos, suplicad a vuestro esposo que al menos pueda hablar con él.
DOÑA LUIGIA.- Con gusto lo haré.
DON SIGISMONDO.- Señora, Su Excelencia está ocu pado. DOÑA LUIGIA.- Ocupado o no, cuando yo quiero, no hay impedimentos.
DON SIGISMONDO.- ¡Gran corazón magnánimo y generoso el de mi ama! Vaya, vaya, hable por doña Elvira. (Que no podrá hacer nada sin mí.) (Para sí.) DOÑA LUIGIA.- (Mirad, cómo una piel delicada es blanca y roja; y yo, cuando tengo alguna pasión, enseguida palidezco. Siento envidia de estos tempe ramentos tan buenos.) (Para sí.) Ahora voy, y os sirvo. (Se va.)
Escena vigésima DOÑA ELVIRA y DON SIGISMONDO
DON SIGISMONDO.- Querida doña Elvira, ¿cómo ha tenido origen la desgracia de don Filiberto? DOÑA ELVIRA.- Dudo que vos no lo sepáis mucho mejor que yo.
DON SIGISMONDO.- ¿Yo? Os engañáis. Si lo hubiese sabido antes, la habría impedido: si lo supiese ahora, me empeñaría en su libertad.
DONA ELVIRA.- Aquí nadie nos oye. Vuestro amor y mis repulsas han causado la ruina a don Filiberto.
DON SIGISMONDO.- El amor nunca puede destruir a un amigo. Si lo hubieran hecho vuestras repulsas, la causa de su mal seríais vos, y no yo.
DONA ELVIRA.- Entonces os declaráis autor de su cautiverio. DON SIGISMONDO.- Vos no me entendéis. No digo eso, ni puedo decirlo. DOÑA ELVIRA.- Mi marido no ha cometido delito alguno. DON SIGISMONDO.- ¿Estáis segura de eso?
DOÑA ELVIRA.- Estoy segurísima. DON SIGISMONDO.- Si es inocente, será más fácil obtener su libertad.
DOÑA ELVIRA.- Eso espero. DON SIGISMONDO.- Pero también los inocentes nece sitan que alguien se implique por ellos.
DOÑA ELVIRA.- Yo no recurro a otro sino al que me ha de hacer justicia.
DON SIGISMONDO.- Yo tengo cierto ascendente sobre S.E.
DOÑA ELVIRA.- Por desgracia lo sé. DON SIGISMONDO.- Hablaré yo, si así lo queréis, en favor de don Filiberto.
DOÑA ELVIRA.- Hacedlo, si el honor os sugiere que lo hagáis. DON SIGISMONDO.- Pero si yo hago esto por vos, ¿vos haréis algo por mí? DONA ELVIRA.- Nada, nada. Manteneos fuera de mi vista. No os necesito. DON SIGISMONDO.- Ahí está el amo, os consolará.
DONA ELVIRA.- Eso espero. Escena vigesimoprimera DON SANCIO y dichos
DON SANCIO.- ¿Qué queréis de mí? DOÑA ELVIRA.- ¡Ay, señor! El pobre don Filiberto está encarcelado por orden vuestra. ¿Qué mal ha hecho él? ¿Por qué lo tratáis tan cruelmente? ¿Esta mañana lo acogisteis como amigo, y pocas horas después lo hacéis arrestar por los esbirros, lo hacéis llevar a prisión? Decidme al menos por qué.
DON SANCIO.- Porque es un contrabandista que roba a los comerciantes y perjudica a la Casa Real.
DOÑA ELVIRA.- ¿Cuándo ha hecho mi marido semejan tes fechorías?
DON SANCIO.- ¿Cuándo? ¿No os acordáis de los encajes? DOÑA ELVIRA.- Una cosa para uso nuestro no tiene mayor importancia. DON SANCIO.- ¿Y la sal, y el tabaco y el aguardiente?
DOÑA ELVIRA.- Eso son calumnias. Mi marido es un caballero que vive de lo suyo, y no se mueve por tales abusos. DON SANCIO.- Si son calumnias, será disculpado.
DOÑA ELVIRA.- ¿Y mientras tanto, deberá seguir en la cárcel? DON SIGISMONDO.- Las leyes hablan claro.
DON SANCIO.- Oh, bien, obrad pues a tenor de las leyes, haced lo que creáis justo, que yo os doy plenas facultades, y aprobaré lo que hayáis resuelto. ¿Estáis contenta con eso? (A Elvira.) DOÑA ELVIRA.- Ah, no, señor, no estoy contenta.
DON SANCIO.- Pues si no estáis contenta, no sé qué hacer. Eh. (Llama.) A la mesa. (Se va.) Escena vigesimosegunda DOÑA ELVIRA y DON SIGISMONDO
DOÑA ELVIRA.- ¿Así me escucha? ¿Así me deja? DON SIGISMONDO.- Os deja en mis manos. Os deja en las manos de un amigo vuestro. ¿Qué más queréis?
DOÑA ELVIRA.- Vamos, si sois mi amigo, si sois amigo de mi marido, ahora es el momento de usar con nosotros los efectos de vuestra amistad.
DON SIGISMONDO.- Mi amistad ha sido siempre solícita, constante y leal, pero desafortunada. Tengo la costumbre de no ser amigo más que de los amigos. DOÑA ELVIRA.- Don Filiberto no ha sido nunca enemigo vuestro.
DON SIGISMONDO.- Y vos, doña Elvira, confesad la verdad, ¿cómo os sentís respecto a mí? DOÑA ELVIRA.- Ahora no se trata de mí, se trata de mi marido.
DON SIGISMONDO.- ¿Pero quién es la que ruega por él? DOÑA ELVIRA.- Una mujer afligida, una mujer honrada.
DON SIGISMONDO.- Esta mujer honrada, que me ruega, ¿es mi amiga o mi enemiga?
DOÑA ELVIRA.- Don Sigismondo, el señor Gobernador os ha impuesto que hagáis justicia. DON SIGISMONDO.- ¿Pedís gracia o pedís justicia?
DOÑA ELVIRA.- Pido justicia.
DON SIGISMONDO.- Bien, se hará. DOÑA ELVIRA.- ¿Cuándo saldrá de la cárcel mi marido?
DON SIGISMONDO.- Para hacer justicia, hay que examinar la causa. DONA ELVIRA.- ¿Y entre tanto deberá seguir en la cárcel?
DON SIGISMONDO.- Las leyes lo prescriben. DONA ELVIRA.- Vamos, tened piedad, valeos del arbitrio que se os ha concedido, haced que lo liberen. Si es reo, pagará con los hechos, pagará con su propia vida. DON SIGISMONDO.- Lo que me pedís ahora no es justicia, sino gracia.
DOÑA ELVIRA.- Entonces os lo pido como gracia. DON SIGISMONDO.- Las gracias no se conceden a los enemigos. DOÑA ELVIRA.- Yo no soy enemiga vuestra.
DON SIGISMONDO.- Alabado sea el cielo, que habéis dicho una vez que no sois mi enemiga. DOÑA ELVIRA.- No me atormentéis más, por caridad.
DON SIGISMONDO.- Pues si sois amiga mía, antes de la noche os mando a casa a vuestro marido. DOÑA ELVIRA.- ¡Bendito seáis! Me devolvéis de la muerte a la vida.
DON SIGISMONDO.- ¿Pero cómo me aseguraré de vuestra amistad?
DONA LUIGIA.- ¿Qué duda podéis tener?
DON SIGISMONDO.- Mis pasados infortunios me han enseñado a dudar de todo. DOÑA ELVIRA.- ¿Qué podéis temer vos de una mujer?
DON SIGISMONDO.- Nada sino ser sonoramente bur lado.
DOÑA ELVIRA.- Mi caso no requiere bromas.
DON SIGISMONDO.- Mi caso requiere compasión. DOÑA ELVIRA.- ¡Oh, cielos! No puedo más. Don Sigismondo, me tratáis demasiado bárbaramente.
DON SIGISMONDO.- Una de mis palabras puede con solaros a vos, y una de las vuestras puede consolarme a mí.
DOÑA ELVIRA.- Vamos, os entiendo. El amor, la pasión, el dolor me han obligado ciegamente a esperar de vos gracia, justicia, discreción, honestidad. Sois un alma indigna, sois un pérfido adulador, y como creo obra vuestra el encarcelamiento de don Filiberto, así espero en vano verlo por medio de vos devuelto a la luz. Sé a qué precio me venderíais vuestra buena amistad, pero sabed que más que a mi marido, más que la vida misma, amo mi honor, el honor que vos no conocéis, ese honor que vos ultrajáis; pero creo vivamente en la bondad del cielo, creo que la inocencia será conocida, que mis lágrimas serán enjugadas, y que vos seréis justamente castigado.xx (Se va.)
DON SIGISMONDO.- Servidor humildísimo de la señora honrada. Préciese de sus bellas virtudes, pero entre tanto su marido seguirá a la sombra. Ahora me ha irritado más que nunca, y se arrepentirá de los insultos que me ha descargado a la cara. No me he alterado un cabello por sus impertinencias, porque quien amenaza, difícilmente se venga. Mi desdén es un fuego, que siempre arde bajo las cenizas de la indiferencia, pero estalla a su debido tiempo; y tanto más arruina cuanto menos es previsto. Política que me confieso a mí mismo haber sido inventada por el diablo; pero me ha ayudado hasta ahora. Le he tomado el gusto, y no me siento en disposición de abandonarla. (Se va.)
Acto Tercero Escena primera
BRIGHELLA20, un COCINERO GENOVES21, un PA LAFRENERO BOLOÑES22, un PALAFRENERO FLO RENTINO23, un PALAFRENERO VENECIANO24. Los tres palafreneros sin librea.
BRIGHELLA.- Aquí, hermanos, aquí. Retirémonos a esta habitación, mientras los amos se entretienen en la mesa. Discurramos entre nosotros y consolémonos juntos en medio de nuestras desgracias. ¿Qué dire mos de ese perro, de ese asesino del secretario? Nos ha robado el salario de dos meses, y porque yo he ido en nombre de todos a pedirle nuestra sangre, nos ha puesto en desgracia del amo y nos ha echado a todos. Hace veinte años que sirvo en esta casa, y no ha habido una sola vez en que mi amo se haya quejado de mí, ¿y ahora, por causa de este adulador, de este hombre falso y malvado, me toca irme? Si hubiera querido secundar sus iniquidades y
20 Brighella emplea un dialecto vulgar, como los otros criados que hablan en esta escena; se significa así su condición humilde. 21 En el original, el cocinero habla en dialecto genovés. Representa el tipo genovés cicatero y tacaño. 22 Habla en el propio dialecto. Los boloñeses tienen fama de ser amantes del buen comer. 23 Refleja el habla florentina. Los florentinos preparan guisos sencillos, y suelen aprovechar las sobras de otras comidas. 24 Habla en dialecto véneto. Los venecianos son emprendedores y grandes comerciantes.Todos estos sirvientes al hablar la lengua de sus regiones, son inmediatamente reconocibles. Goldoni les da ademas expresiones, rasgos costrumbristas o comportamientos considerados como típicos en el juego de las diferencias que constituían entonces Italia. Estos sirvientes utilizan todos el vos entre ellos.
echarle una mano para robar, él me ofrecía, además de mi salario, también regalos, pero yo soy un caballero, soy un servidor honrado; quiero a mis camaradas, y no he querido traicionaros, para hacer mi propio bien. Me quitaré la librea, como vosotros, renunciaré a ella con lágrimas en los ojos, pero quedará honrada, como la he llevado, con la gloria de haber sido siempre un fiel servidor, un buen amigo, un hombre sincero y desinteresado. PALAFRENERO BOLONES.- Soy hombre sin esperan zas. No sé adonde ir. Esta noche espero a que salga fuera de aquí, y le doy un garrotazo en toda la espalda, y luego me voy a Bolonia.
BRIGHELLA.- No, querido amigo, no lo hagáis. El cielo proveerá. Si lo matáis, en vez de remediar vuestras desgracias, seréis más perturbado que nunca, y si él os pilla, ay de vos. PALAFRENERO BOLOÑÉS.- Quien me roba el pan me roba la vida, y quien me roba la vida, si puedo, se la robo yo a él.XXI PALAFRENERO FLORENTINO.- Olvidaos, dejadlo: el picaro se descubrirá poco a poco. Sin hacernos notar, esperémosle en el paredón. BRIGHELLA.- Bravo, florentino. Salvar la panza por los higos.
PALAFRENERO FLORENTINO.- También yo me sa bría contener; pero pienso en mis hijos, y no quiero que la Justicia me robe los cuatro cuartos25 que se me deben. En el original, crazie, monedas toscanas. 25
PALAFRENERO BOLONES.- Yo ahora no tengo ni una moneda26, porque yo soy Lombardo, y a los Lombardos nos gusta comer bien; y vosotros, los Florentinos, hacéis un banquete cuando coméis un par de huevos fritos27.
PALAFRENERO FLORENTINO.- Sois nauseabundo.
BRIGHELLA.- Vamos, hermanos, no peleéis entre voso tros. Pensemos en el modo de remediarlo. COCINERO GENOVES.- ¡Eh, juro por los dedos de mi mano...!28 Quiero guisar para las fiestas a este señor secretario. Soy genovés, oh, y con eso basta. BRIGHELLA.- ¿Qué pensáis hacer, señor cocinero?
COCINERO GENOVES.- Nada, envenenarlo nada más. BRIGHELLA.- ¿Sólo envenenarlo? ¡Qué bagatela!
COCINERO GENOVES.- Si yo fuera un hombre de peleas, le daría una cuchillada con la navaja de mango blanco; pero sabéis que no puedo ver un í gota de sangre; con un poco de veneno le mando ,d otro mundo. BRIGHELLA.- ¿Y luego?
26 En el original, bagaron, moneda genovesa de poco valor, que equivalía a la mitad de una crazie. 27 En cursiva en el original: dicho cotidiano que debía aparecer como referencia burlesca respecto a los florentinos. 28 Expresión típica genovesa.
COCINERO GENOVES.- Y luego me voy a Génova. Con cuatro monedas29 me embarco y me voy. PALAFRENERO VENECIANO.- ¡Vamos, qué remedio! Dejemos estas cosas. Donde una puerta se cierra, otra se abre. Los amos no se casan con los criados, ni los criados se casan con los amos. Quien es hombre de habilidades encuentra dónde servir en cualquier parte.
COCINERO GENOVES.- ¡Oh, qué diablos, señor vene ciano! Déjese sacar los ojos y no diga nada. PALAFRENERO VENECIANO.- Querido compadre, los Venecianos tenemos espíritu y tenemos coraje como puede tener cualquiera. ¿Pero sabéis cuándo? Cuando nos provocan a la cara. Por la espalda no sabemos vengarnos, puñaladas mudas no se dan. BRIGHELLA.- Bravo, bien dicho. Así es que, entonces, hijos, ¿qué vamos a hacer?
PALAFRENERO BOLOÑÉS.- Por mí ya lo he dicho. Esta noche le espero y, si sale, toma. (Hace como si disparara el arcabuz.) A vuestra salud. (Se va.) BRIGHELLA.- Habrá que ver cómo se puede impedir este desorden. No quiero que este pobre hombre, cegado por la cólera, se precipite.
PALAFRENERO FLORENTINO.- Voy a recoger mis bártulos y me voy a casa de mi Menichina30 con
En Goldoni, parpaggioe, monedas equivalentes a dos sueldos y dos 29 dineros la pieza. 30 Es decir mi Dominguita.
mis niños. Si no encuentro dónde servir, me arreglaré como mejor pueda. Haré de aguador. (Se va.) BRIGHELLA.- Este es un hombre con juicio.XXI Un oficio u otro, con tal de que se viva, todo le conviene.
COCINERO GENOVES.- Buenos días, su señoría. BRIGHELLA.- ¿Dónde vais, señor cocinero?
COCINERO GENOVES.- Voy a la cocina a recoger mis cosas para irme. BRIGHELLA.- No creo que tengáis intención de hacer con el secretario lo que habéis dicho.
COCINERO GENOVES.- No, no tengáis miedo; por mí, le perdono. (Lo quisiera hacer morir, si no creyese que me pondrían a asar dentro del hor no.)XXIII. (Se va.) BRIGHELLA.- En cambio, es verdad; con todo el mal que me ha hecho, yo no tendría valor para amenazar su vida.
PALAFRENERO VENECIANO.- Porque sois un caba llero, porque sois de buen corazón también vos, como soy yo también.
BRIGHELLA.- Ahí viene el amo.
PALAFRENERO VENECIANO.- Que no nos vea jun tos. BRIGHELLA.- Marchaos, y deje hablar a mí.
PALAFRENERO VENECIANO.- Juega limpio; de mí, recuerda que somos casi compatriotas. «Lucha por la patria y traidor el que huye». (Se va.) Escena segunda BRIGHELLA, luego DON SANCIO
BRIGHELLA.- ¡Animo, adelante! Hace veinte años que le sirvo; espero que no me despida con viento fresco. DON SANCIO.- ¿Qué haces tú aquí? BRIGHELLA.- Ah, Excelencia, estoy aquí a sus pies para pedirle por caridad...
DON SANCIO.- Lo que hace don Sigismondo está bien hecho. No quiero más impertinencias. BRIGHELLA.- Como Usted mande; me iré, no le suplico que me deje quedarme, sino solamente que me escuche por caridad.
DON SANCIO.- Vamos, deprisa, ¿qué quieres? BRIGHELLA.- Hace veinte años que estoy al servicio...
DON SANCIO.- Aunque fueran treinta, ya no sirves, ya no haces nada por mí. BRIGHELLA.- ¿Quién se lo ha dicho, Excelencia, que ya no sirvo?
DON SANCIO.- A ti no tengo que rendirte esas cuentas. Quedas despedido, vete.
BRIGHELLA.- Me iré, cálmese, me iré. Pero ya que tengo que irme, le ruego por caridad que me pague el salario que se me debe.
DON SANCIO.- ¿Cómo? ¿Se te debe salario? ¿Desde cuándo? BRIGHELLA.- Desde hace dos meses, Excelencia; pero no solamente a mí, sino a toda la servidumbre. ¿Y tenemos que irnos, sin lo que hemos ganado con nuestro sudor?
DON SANCIO.- No puedo creerlo. Yo he dado el dinero, y a vosotros os tendrían que haber pagado. BRIGHELLA.- Le juro como hombre de honor que no se nos ha pagado. En veinte años que os he servido, ¿puede decir que le haya dicho nunca una mentira?, ¿que le haya robado nunca nada?
DON SANCIO.- ¿Pero qué es esto? El dinero se lo he dado al secretario.
BRIGHELLA.- Hace dos meses que no vemos un cuarto, y porque he ido yo en nombre de todos al señor secretario, él nos ha perseguido, nos ha despedido, nos ha echado. DON SANCIO.- Ahí viene. Veré lo que dice. BRIGHELLA.- Estoy aquí para sostener a la cara...
DON SANCIO.- Vete a la sala y espera, que te llamaré.
BRIGHELLA.- Excelencia, si él habla le...
DON SANCIO.- Vete.
BRIGHELLA.- (He entendido. No hacemos nada.) (Para sí, se va.)
Escena tercera DON SANCIO y DON SIGISMONDO
DON SIGISMONDO.- (Brighella ha hablado con el Gobernador.) (Para sí.) DON SANCIO.- Don Sigismondo, venid aquí. DON SIGISMONDO.- Aquí estoy a las órdenes de Vuestra Excelencia. (Le besa la levita.) DON SANCIO.- Aduce Brighella que los sirvientes no han recibido el salario de dos meses. DON SIGISMONDO.- Es cierto. Hace dos meses que no se lo doy.
DON SANCIO.- ¿Pero por qué? DON SIGISMONDO.- Veréis, Excelencia, sé que no les hace falta. Quién roba en las compras, quién roba en la cocina, quién roba en la despensa, quién se mete en contrabandos, quién hace cosas peores. Todos tienen dinero, y cuanto tienen gastan, y hacen padecer a sus familias. Por eso yo les retengo a veces el salario, para dárselo a sus mujeres, o para hacer que lo empleen en alguna cosa de provecho. Ahora que están despedidos, se verá lo que les falta, y se saldaráXXIV.
DON SANCIO.- Hacéis mal; se lamentan de que no se les da el salario.
DON SIGISMONDO.- Basta con que lo quieran, que yo se lo doy inmediatamente: cada vez que me lo piden, no les hago esperar ni un momento. DON SANCIO.- Dicen que lo han pedido y se lo habéis negado. DON SIGISMONDO.- ¡Oh, cielos! ¿Quién dice eso? DON SANCIO.- Lo acaba de decir Brighella. DON SIGISMONDO.- Concédame Vuestra Excelencia una gracia: llame a Brighella. DON SANCIO.- ¿Queréis que le haga venir para enfren tarse con vos? No es vuestra costumbre.
DON SIGISMONDO.- Tenga la bondad de mandarle venir sólo para una cosa.
DON SANCIO.- Lo haré, si eso os agrada. Eh, Brighe llaXXV.
Escena cuarta BRIGHELLA y dichos
BRIGHELLA.- Estoy aquí para recibir órdenes de Vuestra Excelencia. DON SIGISMONDO.- Mi querido señor Polichinela, vos que sois el hombre más llano y más sincero de este mundo, decidle una cosa, sinceramente, a nues tro amo. ¿Esta mañana no os he mostrado vuestro salario?
BRIGHELLA.- Es verdad, pero además...
DON SIGISMONDO.- Pero vos no lo habéis querido, ¿no es verdad? BRIGHELLA.- Es verdad, porque cuando...
DON SIGISMONDO.- ¿Oís, Excelencia? Yo les ofrezco a éstos el salario, lo rechazan, no lo quieren, y luego vienen a dolerse de que no se les ha dado.
BRIGHELLA.- Pero no lo he querido, porque...
DON SIGISMONDO.- Por mí no hace falta más; me basta que Vuestra Excelencia haya comprobado la verdad de que yo soy hombre de honor, y que éstos, creyendo que soy yo la causa de su mal, me tienden esta clase de insidias. BRIGHELLA.- Si tiene la bondad de dejarme hablar... DON SIGISMONDO.- Excelencia, yo no debo estar ante un criado: si me permite, escúchelo, que yo me voy. DON SANCIO.- Vete, mentiroso. (A Brighella.)
BRIGHELLA.- De esta manera no se puede saber...
DON SANCIO.- Vete, no repliques. BRIGHELLA.- Por caridad...
DON SANCIO.- ¡Indigno!, te haré morir en prisión. ¿Se inventan calumnias contra un hombre de esta clase?
(El cielo, el cielo hará saber la verdad.) (Para sí, se va.)
Escena quinta DON SANCIO y DON SIGISMONDO
DON SIGISMONDO.- Desde que estoy en el mundo, no he sentido un dolor semejante a éste. Cuando me atacan al honor, a la sinceridad, a la verdad, me siento morir. DON SANCIO.- Sí, don Sigismondo, todos los hombres con mérito son envidiados.
DON SIGISMONDO.- Si yo no tuviera un amo de mente y de espíritu como Vuestra Excelencia, estaría deshecho. Sepa, Excelencia, que un tal Menico Tarocchi desea un permiso para erigir en Gaeta una fábrica de terciopelos; y por la incumbencia que tendrá Vuestra Excelencia de suscribir el decreto, ha prometido un pequeño regalillo de cien doblones. DON SANCIO.- ¿Habéis extendido el decreto? DON SIGISMONDO.- No, Excelencia, porque primero quería oír vuestra opinión. DON SANCIO.- En este tipo de cosas, decidid vos.
DON SIGISMONDO.- Hay un tal Pantalón de Bisognosi que se opone, como actual fabricante, pero no puede impedir que Vuestra Excelencia beneficie a otro.
DON SANCIO.- Ciertamente no lo puede impedir. Id a extender el decreto, y entre tanto mandad venir al nuevo fabricante. DON SIGISMONDO.- ¿Vuestra Excelencia se queda aquí? DON SANCIO.- Sí, aquí os espero.
DON SIGISMONDO.- ¿Desea ver la memoria de ese Tarocchi? DON SANCIO.- No, a vos me remito. Me basta con suscribir el decretoXXVI. DON SIGISMONDO.- Voy inmediatamente a serviros. (Se va.)
Escena sexta
DON SANCIO, luego EL CONDE HERCULES
DON SANCIO.- Estos cien doblones se los daré a doña Aspasia. CONDE HERCULES.- Señor, precisamente deseaba ha blar con vos.
DON SANCIO.- Pues os escucho. CONDE HERCULES.- El asunto del que debemos tratar es de cierta relevancia.
DON SANCIO.- Siento, si la cosa es difícil, que no esté el secretario.
CONDE HERCULES.- En esto el secretario no cuenta para nada. Vos solo tenéis que decidir.
DON SANCIO.- Decid entonces, decidiré yo solo. CONDE HERCULES.- Hace tres meses que disfruto de vuestras gracias en Gaeta.
DON SANCIO.- Soy yo el favorecido por vos.
CONDE HERCULES.- Sabéis cuánta estima hago de vos y de toda vuestra casa. DON SANCIO.- Efecto de vuestra bondad.
CONDE HERCULES.- Sabéis que os he suplicado recibir por consorte a la señora doña Isabella, y espero que seáis capaz de mantener la palabra que me habéis dado.
DON SANCIO.- Yo no suelo faltar a mi palabra. CONDE HERCULES.- Si es así, espero disponer cuanto antes la boda.
DON SANCIO.- A mi hija todavía no se lo he dicho. Si ella está aquí en la habitación de su madre, oiré su parecer: puesto que no tengo otra hija, y deseo complacerla. CONDE HERCULES.- Os alabo infinitamente, pero espero que ella no sea contraria a mi boda.
DON SANCIO.- Dos palabras me bastan. Isabella. (A la puerta.)
Escena séptima
DOÑA ISABELLA y dichos DOÑA ISABELLA.- ¿Qué manda, señor padre? DON SANCIO.- Dime, ¿te complacería casarte?
DONA ISABELLA .- Yo de esas cosas no entiendo. DON SANCIO.- ¿Ves ahí al señor Conde? DOÑA ISABELLA.- Lo veo.
DON SANCIO.- ¿Lo aceptarías por marido? DONA ISABELLA.- ¿Por marido? DON SANCIO.- Sí, por marido.
DOÑA ISABELLA.- Vengo ahora mismo. (En actitud de irse.)
DON SANCIO.- ¿Adonde vas? DOÑA ISABELLA.- Vengo ahora mismo. (Entra en la habitación.)
CONDE HERCULES.- ¿Entonces ha dicho que no? DON SANCIO.- Ha dicho: vengo ahora mismo. Veremos si vuelve. Oíd, amigo, mi hija es una cosa rara hoy día. Es inocente como una paloma.
CONDE HERCULES.- Eso es lo que me gusta infinita mente de ellaXXVII.
Escena octava DOÑA ISABELLA, COLOMBINA y dichos
DOÑA ISABELLA.- Señor padre, aquí está Colombina. Responderá ella por mí. DON SANCIO.- Has de casarte tú, no Colombina. COLOMBINA.- Señor, perdone su sencillez. Ella no tiene valor; dígame a mí lo que le quiere proponerle, y verá que responde como es debido.
DON SANCIO.- Yo le propongo al Conde por marido. COLOMBINA.- ¿Habéis oído? (A Isabella.) DOÑA ISABELLA.- Sí.
COLOMBINA.- ¿Qué decís?
DOÑA ISABELLA.- (Ríe.) COLOMBINA.- ¿Lo queréis?
DOÑA ISABELLA.- Sí. COLOMBINA.- Señor, ella está dispuesta a hacer la voluntad de su padreXXVIII.
DON SANCIO.- Ya lo imagino. ¿Habéis oído? (Al Conde.) CONDE HERCULES.- Estoy contentísimo.
DON SANCIO.- Ahora es necesario que venga su madre. No es justo que se case su hija sin que ella lo sepa.
DOÑA ISABELLA.- (Si viene mi madre, no hacemos nada.) (Para sí.) CONDE HERCULES.- Decís bien, pero la señora Luigia es tan enemiga de su hija, que se opondrá, y no querrá que se case. (A don Sancio.) DONA ISABELLA.- Señor padre, tiene envidia.
DON SANCIO.- ¿Envidia de qué?
DOÑA ISABELLA.- Querría ser ella la esposa.
DON SANCIO.- ¡Cómo! ¿Querría ser ella la esposa? DONA ISABELLA.- Ha dicho tantas veces: Si se muere mi marido, quiero encontrar un jovencito.
DON SANCIO.- ¡Pobre niña! Puede ser que ocurra lo contrario. Vamos, Colombina, ve a llamar a doña Luigia y dile que venga aquí, sin explicarle el motivo. COLOMBINA.- Voy.
DOÑA ISABELLA.- Pronto, pronto. COLOMBINA.- (¡Caramba!, la inocente ha espabilado.) (Para sí.)
Escena novena
DON SANCIO, EL CONDE HERCULES y DOÑA ISABELLA
CONDE HERCULES.- Doña Isabella, por fin seréis mi esposa.
DOÑA ISABELLA.- ¿Esta noche debo ir? CONDE HERCULES.- ¿Adonde?
DOÑA ISABELLA.- A veros. CONDE HERCULES.- Vendré yo a veros a vos. DON SANCIO.- ¿Qué diablos dices? ¿Querrías tú ir a ver al Conde?
DONA ISABELLA.- Me lo ha dicho el secretario. DON SANCIO.- ¿Qué te ha dicho el secretario?
DOÑA ISABELLA.- Que esta noche iré en secreto a hablar con el señor Conde.
DON SANCIO.- ¿Pero adonde? DOÑA ISABELLA.- Vendrá a buscarme, y me llevará; pero que mi madre no lo sepa.
DON SANCIO.- ¿Cómo es eso?
CONDE HERCULES.- Os lo diré, señor: viendo el secretario que doña Luigia maltrataba a su hija, y previendo que ella se opondría a la boda, me ha hecho la proposición de entregarme furtivamente a la señora doña Isabella. Pero yo soy un hombre de honor, lo he pensado seriamente, y he concebido que ésta era una acción indigna de mí, por donde mejor he venido yo mismo a confesaros mi último pensamiento. DON SANCIO.- Este secretario mío empieza a olerme mal.XXIX
Escena décima DOÑA LUIGIA, COLOMBINA y dichos
DOÑA LUIGIA.- Señores míos, ¿qué quieren? ¿Qué se hace aquí con Isabella? DON SANCIO.- Sin que os lo diga, imagino que dentro de poco os enteraréis.
DOÑA LUIGIA.- ¿Se casa tal vez con el señor Conde?
DON SANCIO.- Sí, señora, y antes de hacerlo, os presenta los debidos respetos. DOÑA LUIGIA.- ¿Me pedís el consentimiento para hacerlo, y me dais la noticiaxxx después de hecho?
DON SANCIO.- ¿Cómo os gustaría que se hiciera?
DOÑA LUIGIA.- Isabella es aún demasiado joven, y no quiero que se case por ahora. DOÑA ISABELLA.- (¡Uf, pobre de mí!) (Para sí.)
CONDE HERCULES.- Señora doña Luigia, os suplico que os calméis. Ahora la cosa está hecha; nos hemos prometido, será mi esposa, y de aquí a pocos días vendrá conmigo a RomaXXXI.
DOÑA LUIGIA.- Yo no quiero absolutamente.
DON SANCIO.- Yo sí quiero; y el amo soy yo. DOÑA LUIGIA.- (Me da una rabia, que me siento morir.) (Para sí.)
Escena undécima
El PAJE y dichos PAJE.- Excelencia, el señor Pantalón de Bisognosi pide audienciaXXXII.
DON SANCIO.- Que venga. Es muy dueño. PAJE.- Sí, Excelencia. (Me he ganado medio escudo.) (Para sí, se va.)
DON SANCIO.- ¿Qué os sucede, doña Luigia, que estáis hecha una furia?
DOÑA ISABELLA.- (Me tiene envidia.) (Para sí.) Escena duodécima
PANTALON y dichos PANTALON.- Excelencia, perdone si vengo a darle esta molestia. Soy Pantalón de Bisognosi, comerciante veneciano, servidor de Vuestra Excelencia. DON SANCIO.- Os conozco.
PANTALON.- He introducido en esta ciudad la fábrica de tejidos.
DON SANCIO.- Lo sé todo, y sé que un tal Tarocchi quiere abrir otra. PANTALON.- Por eso acudo a Vuestra Excelencia.
DON SANCIO.- Vos no podéis impedirlo.
PANTALON.- El señor secretario me ha asegurado que Vuestra Excelencia me concederá esta gracia.
DON SANCIO.- El secretario me ha hablado a favor de Tarocchi. PANTALON.- ¿No le ha dado mi memoria?
DON SANCIO.- No la he visto.
PANTALON.- ¿Y la pieza de terciopelo, la ha visto?
DON SANCIO.- Pues tampoco. PANTALON.- He mandado al señor secretario una pieza de terciopelo, que él mismo me ha pedido para enseñársela a Vuestra Excelencia. DON SANCIO.- Os repito que no la he visto.
PANTALON.- ¿Entonces, el señor secretario me engaña? ¿Entonces, me traiciona? ¡Me quita de las manos una pieza de terciopelo, me promete concederme la gracia, y luego obra en favor de mi adversario! Vuestra Excelencia es un caballero justo; espero que no me abandone. Estoy a su pies para pedirle justicia. Yo soy el que ha beneficiado a este país con la introducción de los terciopelos, y me parece tener méritos para ser el preferido. ¿Quiere que haya otra fábrica en Gaeta para emplear a las pobres gentes? Estoy aquí, yo la haré, me basta con que me conceda el privilegio, por mi vida, de que nadie puede dar trabajo a otros sino yo. En cuanto a la pieza de terciopelo, si el señor secretario me la ha robado, buen provecho le haga; puede ser que se acuerde de mí a la hora de las gestiones.
DON SANCIO.- Señor Pantalón, no sé qué decir; sin el secretario no puedo resolver. CONDE HERCULES.- Señor, con vuestro permiso, me parece que este caballero tiene razón, y que vuestro secretario es un bribón. (A don Sancio.)
DON SANCIO.- Poco a poco, voy descubriendo lo que no creía. Señor Pantalón, ya hablaremos de eso. PANTALON.- Me encomiendo a su bondad y a su justicia. CONDE HERCULES.- Decidme, señor Pantalón, ¿tenéis buenas telas?
PANTALON.- Soberbias.
DOÑA LUIGIA.- Si tenéis buenas telas, mandádmelas a mí, que quiero verlas.
PANTALON.- Me imagino que las querrá para su esposa, por lo que se oye decir. DOÑA LUIGIA.- No, señor, serán para mí. DOÑA ISABELLA.- (¡Oh, qué envidia!) (Para sí.)
PANTALON.- Para la novia tengo un bonito regalo. CONDE HERCULES.- Dejadnos ver.
DOÑA LUIGIA.- Sí, sí, a ver. PANTALON.- Miradla. Una joyita de diamantes y rubíes que habrá valido más de cien cequíes. A mí me la
han dado empeñada por treinta y ahora la quiero vender. CONDE HERCULES.- ¿Cuánto piden?
PANTALON.- Por menos de cincuenta cequíes no la puedo dar.
CONDE HERCULES.- ¿Qué decís, señora Isabella, os gusta? DOÑA ISABELLA.- ¡Que si me gusta! DOÑA LUIGIA.- Dejádmela ver a mí.
PANTALON.- ¿Que dice? ¿Puede estar mejor engastada? Todos esos diamantes iguales con esa bella aguama rina; hace un efecto encantador. DOÑA LUIGIA.- Esperad, que ahora vengo. Atended, no se la deis sin mí.
PANTALON.- No lo dude, la espero. DOÑA LUIGIA.- (Esta enseguida se ha encaprichado.) (Para sí, se va.) CONDE HERCULES.- Señor Pantalón, ¿no podría dár mela por cuarenta cequíes?
PANTALON.- Es injusto. Le juro, como hombre de honor, que hacerla ha costado más de cien.
DON SANCIO.- En verdad es muy bella. Conde, no os la dejéis escapar.
CONDE HERCULES.- Si es así, por cincuenta cequíes la quiero yo.
DOÑA LUIGIA.- No, señor. Por cincuenta cequíes la quiero yo. (Doña Luigia vuelve con un saquito.) DON SANCIO.- Yo no quiero gastar ese dinero.
DOÑA LUIGIA.- Si no lo queréis gastar vos, lo gastaré yo. Aquí están los cincuenta cequíes.
PANTALON.- Y yo le doy la joya. DOÑA ISABELLA.- (¡Paciencia!) (Para sí, llora.) CONDE HERCULES.- ¿Qué os pasa, querida, qué os pasa?
DOÑA ISABELLA.- Nada. (Llora.) CONDE HERCULES.- Vamos, tesoro, yo os compraré otra más bonita. DOÑA LUIGIA.- ¿Qué es eso de tesoro, qué confianzas son ésas?
CONDE HERCULES.- Es mi esposa. DOÑA LUIGIA.- Todavía no es tal. Delante de mí habéis de tener respetoXXXIII. Escena decimotercera
El PAJE y dichos31
31 Al rehacer su obra en 1762, Goldoni olvidó hacer volver a escena a Doña Aspasia, que sin embargo interviene en la escena quince y última.
PAJE
Excelencia, están aquí los aduaneros y el alguacil, que piden audiencia.
DON SANCIO.- Estoy desbordado. El secretario no está; que vuelvan. PANTALON.- La cuestión es muy apremiante. Está con ellos doña Elvira.
DON SANCIO.- Alguna súplica por su marido. Si estu viera el secretario... Vamos, que pasen. PAJE.- (Otros dos escudos.)XXXIV. (Para sí, se va.) CONDE HERCULES.- Señor, guardaos del secretario, que es un hombre falso.
DON SANCIO.- Ah, temo que por desgracia digáis la verdad. Los sirvientes reclaman, porque les ha retenido su salario. Se ha apropiado de una pieza de terciopelo, que debía venir a parar a mis manos. Ha engañado al pobre Pantalón de Bisognosi; ha intentado seducir a mi propia hija. Empiezo a creer que es un impostor, un bellaco. CONDE HERCULES.- Guardaos de él, señor, que puede ser vuestra perdición. Vos en la Corte seréis res ponsable de sus injusticias. DON SANCIO.- Sí, es muy cierto. Trataré de resguar darme a tiempo.
Según Ginnette Herry, el momento más adecuado para hacerla volver parece que sería el comienzo de esta escena decimotercera.
Escena decimocuarta
DOÑA ELVIRA, cuatro ADUANEROS y dichos
DOÑA ELVIRA.- Señor, me pongo a vuestros pies. Mi pobre marido pena en la cárcel injustamente. Con el pretexto de procesarle lo tienen encerrado entre rejas, y su procesamiento se forma en dos palabras. Es acusado de contrabando, ¿pero quién le acusa? ¿Hay algún aduanero, que se querelle contra él? Están aquí, interrogadles. Ninguno sabe de este hecho; ninguno puede quejarse de don Filiberto; todos conocen su honradez. ¿Hay alguno que además de los encajes traídos para uso mío pueda acusarlo de la menor infracción? ¿Quién lo ha denunciado alguna vez? ¿Quién lo ha visto faltar al respeto al Soberano, o no dar los derechos a la Curia? ¿Sabéis cuál es el delito de don Filiberto? ¿Cuál es el acusador que lo demanda? Su delito es una mujer honrada, su acusador es un ministro adulador, lascivo. Don Sigismondo está enamorado de mí. Trató de alejar a mi marido con el aparente título de buen amigo. No le salió; echó mano a la calumnia, a la crueldad. Espera tenerme, por la fuerza o por los halagos; pero el traidor se engaña. Mi marido es inocente: aquí están los testigos de su inocencia, aquéllos que, si fuese culpable, deberían ser sus adversarios. Sacadlo de la cárcel si creéis justo hacerlo, o yo misma iré a la Corte, me haré oír, pediré al Soberano esa razón, esa justicia que se me niega por un ministro suyo, cegado por un pérfido adulador.
DON SANCIO.- Conde mío, ¡en qué apuro me encuentro! CONDE HERCULES.- Este secretario vuestro os ha enredado con una serie de injusticias.
DON SANCIO.- Vosotros, que sois los jefes de las aduanas, ¿qué decís? ADUANERO.- Nuestro decoro quiere que informemos a la Corte de que nosotros no tenemos parte alguna en este hecho, y que respecto a nosotros, el encar celamiento de don Filiberto es una manifiesta trama. Y yo, que sé toda la historia de don Sigismondo, haré saber la verdad. DON SANCIO.- Esta máquina se puede derrumbar sobre mí.
CONDE HERCULES.- Absolutamente, os puede hacer perder crédito. Sabéis cuántas veces por un mal ministro han caído honestísimos gobernantes. DON SANCIO.- Decís bien. También yo reconozco que don Sigismondo ha sido mi traidor. ¿Qué me aconsejáis hacer? CONDE HERCULES.- Os aconsejo que liberéis inme diatamente a don Filiberto y metáis dentro a don Sigismondoxxxv.
DON SANCIO.- Id a llamar al alguacil.
Escena última El ALGUACIL y dichos ALGUACIL.- Aquí estoy, a las órdenes de Vuestra Excelencia.
DON SANCIO.- Liberad enseguida a don Filiberto, y aseguraos de don Sigismondo.
ALGUACIL.- Será obedecido. Perdone, Excelencia, ¡si supiera cuántas injusticias ha hecho hacer don Sigismondo! DON SANCIO.- ¿De verdad?
ALGUACIL.- Yo mismo, que para mi desgracia vivo de las desgracias ajenas, me sentía horrorizar. (Se va.)
DON SANCIO.- Si ha hecho horrorizarse a un esbirro, hay que suponer que habrá hecho grandes bellaque rías.
DOÑA ELVIRA.- Señor, el cielo os compensará por vuestra piedad. DON SANCIO.- Es justo. Quiero que la Corte sepa que yo hago justicia. DOÑA ELVIRA.- Sabrá todo el mundo que un ministro infiel os ha engañado. Voy corriendo a abrazar a mi pobre marido. El se pondrá a vuestros piesXXXVI. Yo entre tanto os doy las gracias; ruego al cielo que os bendiga, y le ruego de corazón que os defienda, y a todos los iguales a vos, de los pérfidos aduladores, los cuales, con sus mentiras, arruinan tantas veces a los hombres más puros y más sabios. (Se va con los aduaneros.)
DON SANCIO.- Confieso la verdadXXXVII. Me avergüenzo de haberme dejado engañar por un adulador desca rado. Conozco mi debilidad; temo los peligros del porvenir, y quiero renunciar al gobierno. Mandaré a Nápoles a don Sigismondo, detenido y procesado, como se merece, y será castigado por la Corte Real, con arreglo a sus delitos.
CONDE HERCULES.- La resolución es del todo digna de vos. DON SANCIO.- Vos, Conde, en la agitación en que me encuentro, de al menos el consuelo de ver a mi hija casada. Pedid inmediatamente su mano. CONDE HERCULES.- Estoy dispuesto, si ella consiente. DOÑA ISABELLA.- No quisiera que se irritara mi señora madre.
DOÑA LUIGIA.- Casaos pues, ya que el cielo así os lo depara. (¡Conde ingrato, estúpido, inconsciente!) (Para sí.)
CONDE HERCULES.- De la mano. (A Isabella.)
DOÑA ISABELLA.- Tomad. (Le da la mano.) CONDE HERCULES.- Ahora estoy contento.
DOÑA ISABELLA.- (Yo salto de alegría.)
DON SANCIO.- ¿Dónde está Brighella? ¿Dónde están los pobres sirvientes? Buscadlos, quiero pagarles, quiero resarcirles. DOÑA LUIGIA.- Ahora os tocará a vos pensar en procurarme los dos caballos para el tiro de seis. (A don Sancio). DON SANCIO.- ¿Por qué? DOÑA LUIGIA.- Porque he dado sesenta doblones al secretario, y él me los ha robado.
DON SANCIO.- ¿De dónde sacasteis los sesenta doblones? DOÑA LUIGIA.- Del cajero de la Comunidad.
DON SANCIO.- ¡Oh, mezquino de mí! Me asesinan entre todos. PANTALON.- Excelencia, estoy aquí, si manda, aquí están los cien doblones.
DON SANCIO.- Señor Pantalón, tomad vuestro dinero, yo no quiero más compromisos. Resuelvo renunciar al gobierno, así es que reservaos para informar a mi sucesor; y vos, señora doña Aspasia, señora imitadora de mi buen secretario... DOÑA ASPASIA.- Basta. Entiendo lo que me queréis decir. El fin del secretario me iluminaXXXVIII. Yo corregiré mis defectos, pensad vos en corregir los vuestros. (Se va.)
PANTALON.- Entonces no quiere... DON SANCIO.- Se acabó. No quiero saber más. Confieso que no tengo habilidad para distinguir a los buenos ministros de los aduladores, por lo que es mejor que me retire, y deje hacer a quien sea. Pensemos en los accidentes vistos, y concluyamos que el más desgraciado del mundo es el pérfido Adulador.
FIN DE LA COMEDIA
Variantes de las ediciones Bettinelli y Paperini Traducción de Laura Zubiarráin
Incluimos a continuación las variantes correspondientes a las ediciones Bettinelli (1753) y Paperini, respecto a la edición de 1762, realizada por Pasquali, reescrita por Goldoni. Como puede observarse los cambios son importates en muchos casos y sobre lodo en el desenlace final: En las dos primeras, don Sigismondo moría envenenado. Las variantes se han traducido a partir de las notas de la edición de Ortolani (Tutte le Opere di Carlo Goldoni, Vol. III, 1939) y de las establecidas por Ginnette Herry, para su edición del Adulatore (París, 1990).
I En la edición Bettinelli se añade: «y otros tres que no hablan». II Las ediciones Bettinelli y Paperini añaden: «Don Sigis mondo hace reverencias a Doña Luigia». III
La edición Bettinelli añade estas dos réplicas:
DON SANCIO.- Mi antecesor no tenía más que un tiro de cuatro caballos.
DONA LUIGIA.- Estaba solo. No tenía dama. IV La edición Bettinelli precisa: «Si pierdo mis adoradores y ellas los conquistaran, alguno creería...». V La edición Bettinelli añade: «y yo perdería demasiado pronto el crédito, si cediera demasiado pronto...».
VI
La edición Bettinelli añade: «y sin saludar a doña Luigia».
VII
En la edición Bettinelli (Escena IX) la escena prosigue de este modo:
DOÑA LUIGIA.- Sí, es verdad. Lo había com prendido pero he debido fingir no entenderos. EL CONDE.- Y yo que temía no ser comprendido, me he explicado con la señora Isabella.
DOÑA LUIGIA.- Hicisteis mal. EL CONDE.- ¿Por qué causa?
DOÑA LUIGIA.- Por que Isabella no es más que una copia, mientras que yo soy el original. EL CONDE.- De todos modos es una copia tan perfecta que no le falta nada, a lo que creo para ser una esposa.
DOÑA LUIGIA.- Le falta lo esencial. EL CONDE.- ¿El qué?
DOÑA LUIGIA.- El conocimiento de vuestro mérito. EL CONDE.- Ella no puede adivinar en mí un mérito que no tengo.
DOÑA LUIGIA.- Por otra parte, conozco cosas que Isabella no conoce. EL CONDE.- Si hay en mí algo de bueno, si vos tenéis conocimiento de ello y ella no, haced me la gracia de señalárselo en mi favor.
DOÑA LUIGIA.- Tiempo perdido.
EL CONDE.- ¿Por qué razón? DOÑA LUIGIA.- Porque Isabella no va a casarse por ahora.
EL CONDE.- El Señor Don Sancio me ha dado su palabra. DONA LUIGIA.- Mi marido no sabe lo que yo sé. EL CONDE.- Señora, si vos como madre sabéis ciertas cosas, yo renuncio. Si la señora Isabella no se va a casar hay que resignarse. VIII
La edición Bettinelli añade aquí la réplica siguiente: DON SIGISMONDO.- El paño es hermoso y el sastre ¡bravísimo! El tejido me place, pero el
corte todavía más. IX
En la edición Bettinelli (Escena XII) se insertan aquí las réplicas siguientes:
DOÑA LUIGIA.- Pienso que no tendréis ninguna dificultad para cedérmelo. (Aparte.) (Quiero tenerlo para mí sola.) DOÑA ELVIRA.- Señora, cada vez que lo deseéis os lo enviaré. DOÑA LUIGIA.- No, no, quiero tenerlo absolu tamente para mí.
X
XI
DOÑA ELVIRA.- (Aparte.) (Esta me desagrada muchísimo.) En la edición Bettinelli Don Sigismondo proseguía: «Si ella es noble, está sujeta a las pasiones humanas como los demás. Si está casada, puede llegar a olvidar al marido. Si es honesta, todas las mujeres fáciles han sido primero honestas. Sus desdenes me comprometen con ella más que nunca, pues sé que tanto más se disfruta la victoria cuanto más esfuerzo y pena ha costado; y cuánto más dulce es el amor tras las desdeñosas repulsas de una belleza tortuosa». En las ediciones Bettinelli y Paperini, don Sigismondo añade: «Sed buen amigo y no dudéis».
XII
En las ediciones Bettinelli y Paperini, Don Sigismondo responde: «Decid pues, querido Brighella, os escucho con tanto cariño como si fuérais mi propio padre.»
XIII
En las ediciones Bettinelli y Paperini, Don Sigismondo proseguía: «Hay que tener cortos de dinero a estos sirvientes. Cuando lo tienen, van a la hostería, van a jugar. No hay que dejarles ocasión para cultivar
sus vicios.»
XIV
Las ediciones Bettinelli y Paperini intercalan aquí las dos réplicas siguientes:
DONA ASPASIA.- Yo moriría de hambre antes que pedir nada a nadie. DON SANCIO.- Pero si supiese lo que os sucede, lo haría sin que me lo dijeseis. XV
En las ediciones Bettinelli y Paperini, esta réplica de doña Aspasia comienza con el siguiente aparte: «¡Oh, lo he pillado! ¡Y cómo!».
XVI
En las ediciones Bettinelli y Paperini, doña Aspasia dice a continuación el siguiente aparte: «Querrá ganar con los que contrate».
XVII
En la edición Bettinelli, la réplica es más precisa: «¡Qué bello color de rosa! ¡Qué bella guarnición plateada!».
XVIII
En las ediciones Bettinelli y Paperini, doña Luigia dice:
«¡Uf, qué borrica! Os daría una bofetada.» XIX
Las ediciones Bettinelli y Paperini intercalan aquí las dos réplicas siguientes:
EL CONDE.- Si conseguís hacerla caer entre mis manos habrá para vos una bolsa de cien cequíes.
DON SIGISMONDO.- Antes de esta tarde os daré noticias. Idos ahora, y no os dejéis ver.
Las ediciones Bettinelli y Paperini añaden: «Pérfido, XX malvado, impostor, seréis justa y severamente casti gado».
XXI
La edición Bettinelli añade: «Soy de Bolonia».
XXII
La edición Bettinelli añade: «Casi todos los florentinos son así».
XXIII
La edición Bettinelli prosigue de este modo, antes de la salida del cocinero:
BRIGHELLA.- Basta, cuando decís que lo habéis perdonado, ya no hay peligro de que lo envenenéis; mantendréis vuestra palabra. COCINERO GENOVES.- Soy nativo de Génova, y eso basta (Aparte.) (Antes de que sea de noche lo habré despachado. Voy a mi casa a buscar el arsénico.) (Sale.) XXIV
Esta última frase no existe en las ediciones Bettinelli y Paperini.
XXV
En las ediciones Bettinelli y Paperini, don Sancio dice solamente: «Ehi», y viene a continuación una corta escena entre el Paje y dichos:
Escena cuarta El PAJE y dichos
EL PAJE.- Excelencia. DON SANCIO.- Di a Brighella que venga aquí. EL PAJE.- Sí excelencia.
DON SIGISMONDO.- Eh, pajecito. Con permiso de Vuestra Excelencia, id a buscar a mi sirviente y decidle que me prepare un café. Me siento encogido el estómago. EL PAJE.- A sus órdenes. (Aparte.) (Manda más que el propio patrón.) (Sale.)
DON SIGISMONDO.- Perdone por haber hecho un encargo al paje. Era para no perder tiempo. XXVI
En las ediciones Bettinelli y Paperini la escena se termina aquí y le siguen las cinco escenas y el fragmento de otra que a continuación transcribimos. Corresponden a la primera parte del desenlace por la muerte de don Sigis mondo:
Escena sexta El paje, que trae el café, y dichos.
EL PAJE.- (A Don Sigismondo.) El café.
DON SIGISMONDO.- ¡Oh!, no os había dicho de traerlo aquí. Iré a beberlo a mi cuarto. DON SANCIO.- Vamos, bebedlo aquí, os autorizo a ello. DON SIGISMONDO.- ¡Qué bondad, qué humil dad! Lo beberé por obedeceros.
Escena séptima El cocinero genovés y el Palafrenero boloñés detrás de una antepuerta de cortinajes, y dichos.
COCINERO GENOVES.- (Al Palafrenero.) Mirad, mirad cómo bebe.
PALAFRENERO BOLOÑES.- (Al Cocinero.) ¿Lo habéis cargado bien? ¿Espichará? COCINERO GENOVES.- (Mismo juego.) Por fuer za, espichará sin remedio, con todo el arsénico que he metido en su taza.
PALAFRENERO BOLOÑES.- (Mismo juego.) En tonces me ahorro la fatiga de darle mulé. ¿Su sirviente no ha notado nada? COCINERO GENOVES.- (Mismo juego.) Ese ha metido también la mano. DON SIGISMONDO.- Este café está muy amargo. EL PAJE.- Ponedle azúcar.
DON SIGISMONDO.- Está más amargo que de costumbre. DON SANCIO.- Estará muy tostado. (El COCINERO y el PALAFRENERO se echan a reír.) DON SIGISMONDO.- Por más que le ponga azúcar está siempre amargo. ¿Quién lo ha
hecho? EL PAJE .- Vuestro sirviente.
DON SIGISMONDO.- Bueno, lo he bebido todo pero sin placer. DON SANCIO.- Cuánto más amargo esté, mejor os hará al estómago.
EL PAJE.- ¿Manda algo más? DON SIGISMONDO.- No, no. Gracias, pajecito, gracias.
COCINERO GENOVES.- (Aparte.) (¡Uf! Se lo ha bebido. Me voy a Génova.) (Sale.) PALAFRENERO BOLONES.- (Aparte.) (Y yo, en cuanto esté tieso, me vuelvo a Bolonia contento.) (Sale.)
EL PAJE.- (Aparte.) (Este sirviente no ha hecho más que una taza, ni siquiera gota para el pobre paje.) (Sale.)
DON SANCIO.- Pronto, ahora id a redactar ese decreto. DON SIGISMONDO.- ¿Cuando lo haya hecho os lo traigo a la firma? DON SANCIO.- Sí, y si durmiera, desperte.
DON SIGISMONDO.- Dios mío. El café me ha sentado mal. DON SANCIO.- No será nada. Id a escribirlo y se os pasará. DON SIGISMONDO.- Iré inmediatamente, para serviros. (Sale.) DON SANCIO.- Los cien doblones serán para doña Aspasia. Escena octava Doña ASPASIA y Don SANCIO.
DOÑA ASPASIA.- (Con frialdad.) Servidora vues tra, señor don Sancio. DON SANCIO.- Doña Aspasia, acomodaos. DOÑA ASPASIA.- Os lo agradezco, os lo agra dezco, quiero marcharme.
DON SANCIO.- ¿Por qué queréis dejarme? Que daos: esta tarde estaréis en la tertulia con nosotros. DOÑA ASPASIA.- Mi tertulia la haré en mi casa.
DON SANCIO.- ¿Os esperan?
DOÑA ASPASIA.- Sí señor; me espera el casero que me prestó los cien doblones. DON SANCIO.- Antes de esta tarde tendréis los cien doblones.
DONA ASPASIA.- (Irónica.) ¿Antes de esta tarde?
DON SANCIO.- Ciertamente. Os lo prometo.
DONA ASPASIA.- Si no los tengo entonces, no me servirán. DON SANCIO.- ¿Pero por qué? DONA ASPASIA.- Porque mañana temprano me espero cualquier desgracia. DON SANCIO.- También yo lo sé. Nadie tendrá la audacia de haceros una afrenta sabiendo que dependéis de mí. DOÑA ASPASIA.- ¡Oh! despacio con ese depender de vos. No me parece ser nada vuestro.
DON SANCIO.- Quería decir: sabiendo que yo os protejo. DOÑA ASPASIA.- ¡Oh! Os lo ruego, no os calentéis por mí. DON SANCIO.- Me parece que mi buena amistad no os es inútil. DONA ASPASIA.- Eso se ve.
DON SANCIO.- Podéis disponer de toda mi autoridad. DOÑA ASPASIA.- ¡No es cualquier cosa, cáscaras!
DON SANCIO.- Gracias al Secretario, tendremos los cien doblones al instante. DOÑA ASPASIA.- ¡Oh! querido don Sancio, vos me consoláis.
Escena novena El PAJE y dichos.
EL PAJE.- Excelencia, el Secretario se siente muy mal. Se ha tirado en la cama. Tiene dolores terribles y el médico abajo le asiste. (Sale.)
DON SANCIO.- ¡Oh, cómo me fastidia todo esto! Si el Secretario no redacta cierto escrito, no tendremos los cien doblones. DOÑA ASPASIA.- Quizás lo haya hecho ya.
DON SANCIO.- Quizás. Mandemos a ver. DOÑA ASPASIA.- Esperad. Iré yo misma.
DON SANCIO.- Bueno, id. Querida doña Aspasia, ame como yo os amo. DOÑA ASPASIA.- ¡Pero si os quiero tanto! (Apar te.) (Tanto, tantísimo, que no puedo ni verlo.) (Sale.)
DON SANCIO.- ¡Magnífico! Si gasto mi dinero, al menos lo sacrifico por una que me quiere bien. Escena décima ARLECCHINO, vestido de luto, con una gran capa y un gran sombrero, en actitud de tristeza viene a pasos lentos y va a entrar por otra puerta, y dicho.
DON SANCIO.- ¿Dónde vas, Arlecchino?
ARLECCHINO.- Quiero saludar a la Muerte. DON SANCIO.- Explícate. ARLECCHINO.- Voy al encuentro de la Muerte que viene a visitar al Secretario.
DON SANCIO.- ¡Cómo! ¿El Secretario está en peligro de muerte? ARLECCHINO.- Gemid, seor patrón, gemid.
DON SANCIO.- ¿Dime, cómo está? ARLECCHINO.- Gemid, os digo, gemid.
DON SANCIO.- ¿Y por qué debo gemir? ARLECCHINO.- Por que no ha muerto tres años antes. (Sale.)
DON SANCIO.- Ese llegará a inquietarme. Iré yo mismo a ver lo que tiene.
Escena undécima El CONDE y Don SANCIO.
EL CONDE.- ¿Dónde vais, amigo mío? DON SANCIO.- A ver en qué estado se encuentra el Secretario.
EL CONDE.- En este momento el médico le istra un vomitivo.
DON SANCIO.- Entonces esperaré para verlo. EL CONDE.- Justamente deseaba hablaros. DON SANCIO.- Heme aquí dispuesto a escucha ros.
EL CONDE.- El asunto del que debemos tratar es de bastante importancia Después el texto continúa como en la escena III, 6.
XXVII
Las ediciones Bettinelli y Paperini añaden esta réplica de don Sancio: «Id a encontrar otra».
XXVIII
Las ediciones Bettinelli y Paperini añaden aquí las si guientes réplicas:
DON SANCIO.- No quiero que lo acepte porque yo lo digo, sino por su propia elección.
COLOMBINA.- ¿Oís? DOÑA ISABELLA.- Sí. COLOMBINA.- ¿Y entonces?
DOÑA ISABELLA.- (Vergonzosa.) Oh.
COLOMBINA.- ¿Qué quiere decir ese oh? DOÑA ISABELLA.- Lo tomaré.
COLOMBINA.- ¿A gusto? DOÑA ISABELLA.- Sí.
COLOMBINA.- Sí, señor; lo tomará a gusto. XXIX
En las ediciones Bettinelli y Paperini, viene a continuación la siguiente escena:
Escena decimotercera ARLECCHINO vestido de luto como antes, y dichos. ARLECCHINO se dirige a pasos lentos hacia el Gobernador.
DON SANCIO.- Bueno, ¿qué sucede? DONA ISABELLA.- (Aparte.) (Me da miedo.)
ARLECCHINO.- He ido a saludar a la Muerte...
DOÑA ISABELLA.- ¡Uy! me hace temblar. ARLECCHINO.- Y le he rogado, de parte de toda la ciudad, que venga a llevarse al Secre tario. Pero mi Señora la Muerte me ha dicho que tenía miedo de venir porque el Secretario es un adulador y que tiene miedo de que quiera también timarla, que él diga que quiere morir y no sea verdad.
DOÑA ISABELLA.- (Al Conde.) (Mirad, me pone la carne de gallina.) DON SANCIO.- (A Arlecchino.) ¿Entonces, el Se cretario va a morir?
ARLECCHINO.- Regreso de pedir a mi Señora la Muerte que venga por caridad a llevarse del mundo a este adulador, ¿y sabéis lo que me ha respondido?
DOÑA ISABELLA.- Mirad, mirad, tengo todos los pelos de punta. ARLECCHINO.- Ha respondido: iría más bien a buscar al Gobernador.
DOÑA ISABELLA.- ¡Ay, dios mío!
DON SANCIO.- Que no se tome la molestia. ARLECCHINO.- Yo le he dicho: ¿Por qué el Gobernador? Respuesta de mi Señora la Muer te.
DOÑA ISABELLA.- ¡Ay! ARLECCHINO.- Porque si él no lo hubiera con sentido, el adulador no habría hecho tantas iniquidades. Sabed, mi Señora la Muerte, dije, que yo le he dado un par de gafas. Demasiado tarde, me ha dicho. Por tanto, seor patrón, estad atento porque ella llega ahora. DOÑA ISABELLA.- (Corriendo hacia su padre.) Papá, papá, la Muerte.
DON SANCIO.- Este es el bufón pero pone el dedo en la llaga.
ARLECCHINO.- Pero yo quiero volver a ver a mi Señora la Muerte, quiero llevarle esta cuerda para que haga de verdugo y cuelgue al Secretario; estoy seguro que toda la ciudad me dará una recompensa, como los campesi nos se la dan a los que matan a un lobo en el campo. (Sale.)
DON SANCIO.- ¿Conde, comprendéis lo que éste dice? EL CONDE.- Lo que dice es alegórico.
DON SANCIO.- ¿Será don Sigismondo realmente un adulador? EL CONDE.- Pienso verdaderamente que sí. El consejo que me dio a propósito de vuestra hija no es sin duda el de un hombre honrado. xxx
La edición Bettinelli dice: «¿O vos me lo anunciáis cuando está hecho?»
XXXI
En las ediciones Bettinelli y Paperini la escena continúa y termina del siguiente modo:
DOÑA LUIGIA.- Muy bien, lo hecho hecho está; pero os prevengo, en cuanto la hayáis despo sado sacadla de aquí, no quiero verla más. DOÑA ISABELLA.- (Aparte.) (Tanto mejor, tanto mejor.) COLOMBINA.- Mirad cómo se regocija. EL CONDE.- En cuanto a esto, os obedeceré.
DOÑA LUIGIA.- No le ofrezcáis vestidos, ni joyas, no le ofrezcáis nada. Desposadla como está, lleváosla y en Roma le daréis lo que queráis. (Aparte.) (Quién sabe todas las cosas hermosas que va a tener esta idiota.) EL CONDE.- Lo haré por obedeceros. Permitidme pues, en vuestra presencia, ofrecerle mi mano.
DOÑA LUIGIA.- No señor, en mi presencia no lo ito. DOÑA ISABELLA.- Vamos a mi habitación. DOÑA LUIGIA.- ¿Oís a esta desvergonzada? ¡Jura al cielo!
EL CONDE.- Eh, señora, un poco de respeto. DOÑA LUIGIA.- (Aparte.) (Tengo una rabia que voy a reventar.) XXXII
Las ediciones Bettinelli y Paperini intercalan aquí las dos réplicas siguientes:
DON SANCIO.- Lamento que no esté el Secreta rio. Dile que vuelva.
EL PAJE.- Tiene mucha prisa.
DON SANCIO.- Que venga. EL PAJE.- Sí, excelencia. XXXIII En las ediciones Bettinelli y Paperini, el Conde añade aparte: «¡Oh! qué envidiosa es.»
XXXIV La continuación es diferente en las ediciones Bettinelli y Paperini:
DON SANCIO.- Si el Secretario no se cura estoy perdido. EL CONDE.- Señor, desconfiad del Secretario: es un hombre falso.
DON SANCIO.- Desgraciadamente, temo que di gáis la verdad. Escena decimonovena Doña ASPASIA y dichos.
DOÑA ASPASIA.- (A don Sancio.) Señor, el pobre Secretario está a punto de morir.
EL CONDE.- ¡Cómo! ¿Cuál es su mal? DOÑA ASPASIA.- Ha sido envenenado.
DON SANCIO.- ¿Cuándo? ¿Por quién?
DOÑA ASPASIA.- ¡No lo sé! El médico lo asiste pero duda que tenga remedio. DOÑA LUIGIA.- ¡Oh! diablo, y mis sesenta do blones. (Sale.)
DON SANCIO.- ¡Pobre Secretario! Vamos a verlo. DOÑA ASPASIA.- Escuchad. En la mesilla he encontrado estos papeles. Mirad, ¿no es el decreto que debíais firmar?
DON SANCIO.- Sí, es éste. ¿Pero esta otra carta, qué contiene? DOÑA ASPASIA.- Es una nota de Tarocchi a Don Sigismondo en la que se compromete a daros cien doblones a vos y cincuenta al Secretario si os hace firmar el decreto.
DON SANCIO.- Deje ver. Señor Pantalón. PANTALON.- A vuestras órdenes.
DON SANCIO.- Para que veáis que soy un hombre sincero, leed este decreto y esta carta. Si os conviene, bastará que reemplacemos el nom bre de Menico Tarocchi por el de Pantalón de Bisognosi. (Comienza a leer muy bajo.) PANTALON.- Sí, excelencia. (Lee bajo.) A continuación el texto se encadena con la escena III, 14 (entrada de doña Elvira.) XXXV
Las ediciones Bettinelli y Paperini añaden: «Y después echad tierra al asunto».
XXXVI La edición Bettinelli añade: «Para agradeceros vuestra
bondad». XXXVII En las ediciones Bettinelli y Paperini la réplica de don Sancio está formulada así: «¡Ah! y además ella dice la verdad» y se encadena con la escena que sigue:
Escena vigesimocuarta Don SIGISMONDO que entra sostenido por dos sirvientes y dichos.
DON SANCIO.- Muy honorable señor Secretario, llegáis a punto. DON SIGISMONDO.- Estoy muerto, señor...
DONA ISABELLA.- ¡Ay, ay! (Sale.) COLOMBINA.- Ha tenido miedo. EL CONDE.- (A Colombina.) Socorredla.
COLOMBINA.- Vos podríais hacerlo mejor que yo. (Sale.) DON SANCIO.- ¿Estáis muerto? DON SIGISMONDO.- Sí, estoy muerto. Ya no hay remedio para mí. El médico me ha dado la sentencia. El veneno actúa con toda su fuerza; lo siento devorarme las entrañas y me restan pocas horas de vida. Esas horas, si puedo, quiero emplearlas en morir bien ya que todo el resto de vida lo he empleado en vivir mal. La muerte me desengaña, y mi desengaño debería ser también el vuestro. Hace tres años que os sirvo, tres años hace que os adulo. Recordad uno por uno todos mis consejos: retomad una a una todas mis máximas, y veréis vos mismo que todas eran engaños, falsedades inauditas, sueños de mi ambición, de mi avaricia, con los recursos de mi execrable adulación. El amor también ha sido parte de mis mentiras. Amaba a doña Elvira; y viéndola fiel a su marido, tramé calumnias contra su inocencia para medrar
en el corazón inmaculado de la honestísima dama. Usurpé el salario de los sirvientes, desacredité su fidelidad y les privé del pan. Traicioné al pobre Pantalón de Bisognosi, traicioné a un número infinito de personas, pero más que a cualquiera es a vos a quien he traicionado, mi demasiado crédulo y de masiado condescendiente señor. Muero, y mi muerte es obra de vuestro cocinero que hoy se ha vengado con el café por él mismo y por sus compañeros. Su huida, junto a la de mi sirviente y otro de vuestros palafreneros, así me lo prueban. Os pido perdón por mis engaños, por mis traiciones. Que os sirva de regla no mi vida, sino mi muerte. Libraos de doña Aspasia que a mi parecer os engaña. Renunciad al puesto de Gobernador, o ejer cedió con justicia. Haced observar las leyes y si no las conocéis, aprendedlas. Amad la verdad, la virtud, el honor, la fidelidad, y sobre todo guardaos vos mismo, y que cada uno se guarde de los manejos seductores de todo pérfido Adulador. (Sale).
DON SANCIO.- No sé en qué mundo estoy. EL CONDE.- Esta es, señor, una gran lección. DON SANCIO.- Una gran lección, es verdad; pero no sabiendo cómo comenzar a cambiar de vida, resuelvo escribir a la Corte y renun ciar al gobierno.
EL CONDE.- Vuestra idea no me disgusta. DON SANCIO.- ¿Dónde está Brighella? ¿Dónde están mis pobres sirvientes? Encontradlos que quiero pagarles, que quiero reitirlos.
Que se busque al cocinero y que pague la pena por su delito. Después la obra se encadena sobre una última escena:
Escena última Doña LUIGIA que vuelve y dichos.
DONA LUIGIA.- Ahora seréis vos quien deberéis procurarme los dos caballos... (Sigue como en la escena quince y última del acto tercero.) XXXVIII Las ediciones Bettinelli y Paperini añaden: «¡y no esperaré que llegue la Muerte para hacerme cambiar de
vida!».