Cuentos llenos de Huejutla Favio Lara Galván
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
© Favio Lara Galván, 2019
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417740603 ISBN eBook: 9788417741631
Este libro de cuentos lo dedico a mis padres, y le agradezco ya que varios personajes son por la vida y las experiencias que me han brindado. También agradezco a María Isabel Velazco, que con su consejos ayudó a dar un poco más de forma a la trama de algunos cuentos. Agradezco a mi hijo Favio porque me inspiró con sus consejos, ya que su mente está llena de imaginación. Al profesor Luis Amador Espinosa por dedicar su tiempo en corregir mis malas letras.
Introducción
A veces los ratos de ocio son fuente de inspiración, hay muchas cosas que pasan por nuestra mente, desde ideas para nuestro negocio, nuestro trabajo, la preparación de alguna fiesta o evento, o simplemente nuestra mente está deseosa de transmitir la fantasía disfrazada de realidad que todos llevan en la mente y en el corazón. En ocasiones todas estas ideas o pensamientos se quedan en la intimidad, no es fácil sentarse y escribir. Escribir cuentos, esos cuentos que están por todas partes, algunos se escriben con los pasos de un niño, el día a día en el ayuntamiento, en nuestras comunidades cuando el campesino corta el tercio de leña y la campesina lava sus fondos y vestidos sobre una piedra escogida a la orilla del arroyo, están en una banca del parque donde los enamorados o chismosos llenan con sus voces en armonía adornando e ilusionando, mezclados con el canto de los tordos de nuestra Huejutla, como cantos celestiales que nacen de sus corazones jóvenes, nuevos y apasionados; cuentos que se viven en las escaleras de la iglesia donde las parejas se abrazan y con el temor a ser descubiertos se llenan de besos. Besos como los recuerdos, que debe uno guardar celosamente porque el tiempo los irá borrando, como aquel ladrón que desea que olvides lo hermosa que es la vida; contar un cuento tal vez ya no resulte atractivo para una lectura, o tal vez sí, no lo sé, para mí estas letras son como esos besos y esos abrazos de la juventud, que con su candor y su pasión burbujean en el estómago, besos que no es bueno olvidar y por eso tuve el deseo de escribirlos, porque la vida es un gran cuento, y la vida no debe de pasar por alto. En ellos escribí y también recordé, plasmé mis ideas, tal vez hasta mi filosofía, no son relatos vacíos. Si el lector llega a conectar con el humilde escritor, encontrará un concejo, una moraleja, un rato de libertad para relajarse y disfrutar de algo que no es el día, la rutina; en ellos se mezcla lo rutinario y lo extraordinario, desarrollados en este pueblo mío que es Huejutla, al cual le debo un lugar en el que viví y he sido feliz con familiares y amigos. Espero que el lector disfrute un poco de estas líneas llenas de Huejutla, y que despierte en él los recuerdos de vivencias y peripecias de su vida, en este sencillo pueblo olvidado por el estado, alejado de la capital, pero construido con el esfuerzo y preparación de su gente hermosa, la cual nos ha dado la herencia de sus actos, su ingenio y su perseverancia.
La velación
Con los calores de agosto ya casi llegando al otoño, va saliendo con los ojos entrecerrados, cegado por un sol brillante, el médico de la colonia. Se dirige al trabajo un poco ajeno, y de pronto escucha un grito, una llamada: «Buenas tardes, vecino», una mujer conocida en la vecindad por su afición religiosa, doña Petra, lanzó el saludo. Él, cortés, se dirigió a la puerta y se la abrió para invitarla a pasar, pero ella, como para no quitarle mucho tiempo, decidió consultar desde la acera, un poco asoleada, con la frente empapada, regordeta, pero con la mirada viva y sagaz, comentaba una larga letanía como estudiando con sus palabras, ya que el tema era de conflicto. Ella explicó que tres días antes tuvieron una reunión con el delegado de la colonia, platicando de varios problemas relacionados con la vigilancia, la basura, el área recreativa, los perros vagabundos y con rabia, a los cuales les dieron solución después de una sabia votación, pero cuando llegaron al tema de las fiestas, y en especial las de diciembre, la mayoría de los colonos decidieron hacer la velación a la Virgen de Guadalupe en una parte de la colonia que no era la acostumbrada, y doña Petra, indignada, inició una confrontación apoyada por unos cuantos vecinos para evitar que esto sucediera —como si la virgen tuviera dirección propia—, y la mayoría, como es lo sabio en la toma de decisiones, la hicieron ver que la votación había sido limpia, pero ella, indignada y alegando la falta de respeto que se hacía a la Virgen, se salió peor que los perros con rabia de los que había hablado en los temas anteriores. También explicó que Cleofas, el delegado, Silverio y Casimiro eran unos vendidos de la presidencia, que no estaban gestionando bien su periodo, que no entregaban regalos, bueno una de injurias, a las cuales ellos no podían defenderse, obvio porque no estaban presentes y, además, doña Petra ya había hablado a la sacristía para ir a comentar el caso con el sacerdote, aunque más bien parecía eso no como una cura para la rabia, ya imagino al sacerdote pugnando por la discordia, ahora rabia y chikungunya, alegando que en esa calle estaba la capillita que la había construido hace varios años y era el lugar donde siempre se velaba a la Virgen. La vecina no paraba de hablar como chachalaca, desprestigió de cuantos se
acordaba. El galeno, un poco ansioso por su llegada al trabajo, trató de reconfortarla, de aconsejarla con la justificación de no dividirse por la religión, ya que la religión se inventó para unir a los hombres, no para dividirlos, también trató de explicar que la pasión y devoción a veces puede hacer un poco celosas a las personas de sus deidades, pero que al fin y al cabo no tienen un domicilio particular y no le pertenecen a una sola persona, sino que están en nuestro corazón. Cuántas cosas no le dijo, pero fue en vano; ella estaba indignada y al parecer también con el doctorcito, y para no desviarse de su cometido intentó sacarle la cooperación que como buen cristiano se entrega para todos los eventos de la colonia; a esto no fue muy presto, ya que se excusó en que no quería ser causante de la división de los colonos, además, no es bueno para la economía de las familias dar dos cooperaciones, y menos si una no expide el recibo del delegado. Y esto fue un recordatorio al diez de mayo para la vecina, porque de tajo se despidió y se fue bufando con el calor y el demonio que llevaba ya que era unos de los veranos más caliente que el doctor recordaba en su vida. Devuelta a la realidad subió a su automóvil y se dirigió al trabajo, fue un día un poco flojo, por su mente pasó que el no haber apoyado a la vecina le trajera un mal día en el trabajo, pero eso es superstición y los médicos no están para eso, así que con el aburrimiento de la falta de trabajo y la hora de cerrar se dirigió a su casa. Llegó a casa, estacionó el auto y entró, a sus hijos, como de costumbre con un tiradero de juguetes, los invitó muy amablemente a recoger todo, a lo cual no hicieron caso, así que sacó el cinturón y de inmediato las patitas se movieron y limpiaron el desorden, que efectiva es la amenaza del cinturón, espero que siga funcionando por mucho tiempo, porque es bien sabido que los hijos nos toman rápido la medida. Su esposa bajó y le ofreció de cenar, en el transcurso le fue comentado lo flojo que estuvo el trabajo. Al final, para aderezar la cena, le contó lo de la vecina, y bien dijo el sabio Catón: «Yo me arrepiento de haberle comentado un secreto a mi esposa», porque no estuvo muy de acuerdo, aun en la mente de aquel fastidiado personaje se escuchaban los estruendos suaves pero inquisidores de sus palabras: «Ay, flaco, ya le hubieras dado el dinero, todo por la Virgencita, que van a decir que nosotros somos protestantes y vas a ver cuando necesitemos algo de los colonos». Sí, tenía razón, pero no hay que ser tan fáciles con el dinero, porque después no te los quitas de encima, y para lo tacaño que era… Así le siguió contando pero al final concluyeron que eso de quejarse con el cura
no era buena idea ya que era algo ponzoñoso el sacerdote, y en lugar de calmar las cosas con su sabiduría, iniciaría un chisme y pleito de lavadero. Esa noche como de costumbre subió a su cuarto, se sentó en el balancín y se puso a leer el libro acostumbrado. De pronto se escuchó el timbre que tocaban en la casa, ya eran casi las diez de la noche, escuchó cómo rechinaban las tablas de la escalera, era su esposa que bajaba a ver quién tocaba a esas horas. Era una noche en especial silenciosa, solo los ladridos de los perros en la lejanía se escuchaban, esa día a la hora de la cena tuvimos tres apagones de tan solo unos segundos. Cansado, el doctor se levantó para lavar sus dientes y prepararse porque con frecuencia le consultaban por emergencias de pacientes y tenía que salir para atenderlos. Se colocó su camisa y esperó, pero su esposa no subió, así que pensó que era otra cosa o algún niño travieso de los que pasan, tocan el timbre y salen huyendo. Continuó leyendo y de nuevo se escucharon las tablas de la escalera crujir, era su esposa que subía ya para acostarse. Entró al cuarto, eran como las once de la noche y lo miró con cara de te lo dije, además sonreía burlonamente. Él se hizo el desentendido y continuó leyendo, no le dio importancia porque sabía que no se aguantaría las ganas de contarle lo que traía en mente. Esa noche después de tocar el timbre se transformó en un escándalo, unos tlacuaches pelearon en el tejado del vecino rompiendo tejas y gruñendo de una forma muy rara, por lo cual decidió acostarse. Su esposa ya estaba en la cama acicalada, y cuando su cansado cuerpo aplastó el colchón duro y viejo de recién casados, escuchó la voz de su mujer contando el porqué de la timbrada nocturna. Y para su sorpresa era de nuevo la vecina de la velación quejándose de lo sucedido y reclamando que por qué yo no ayudaba a la Virgen; el «te dije» afloraba con frecuencia: «No dudes que hasta el cura tenía la lista de los que no coincidieron con la idea de la vecina, ya estoy en la lista roja», eso y muchas cosas más le despepitaba su esposa. Un poco fastidiado le dijo: «Solo tú le haces caso a esa loca», y lo más importante, le sacó el dinero para la velación. Ahora faltaba cooperar para la segunda velación oficial de la colonia. Al otro día, al llegar al trabajo, la clínica estaba adornada de motivos revolucionarios, se acercaba el veinte de noviembre. La jefa de enfermeras se acercó muy sospechosamente y de pronto le pidió la cooperación, le dio su parte y le preguntó sobre lo que se estaba organizando, a lo que ella contestó que era un festejo con zacahuil por el motivo de la revolución y que se haría de disfraz,
vestidos de revolucionarios. Ese era el inicio de una serie de colectas para organizar fiestas de la revolución, la Virgen, las posadas, villancicos, pastorelas, festivales con su respectiva copia fotoestática de la escuela de cada uno de los niños. Qué bendición, iniciaba el tour Revolupereyes. Se rio y continuó su camino al consultorio, se había retrasado un poco al saludar a los compañeros en el camino y cooperar para las fiestas, los pacientes ya estarían tramando reportarle, así que apresuró el paso y con muy buena cara llegó al consultorio. Su enfermera, una excelente mujer la cual no quería que se la cambiaran, estaba preparada con el bonche de expedientes un poco desesperada: «Ay, doctor, ahora sí llegó tarde», le dijo, y comenzó a quejarse de los gastos de la escuela y de las pachangas, por supuesto, porque ya la habían pasado a la báscula las compañeras para el veinte. Y terminó: «Eso que apenas empiezan las festividades y no terminan hasta enero, para colmo a mi me tocó organizar la velación de la Virgen de Guadalupe en mi colonia»; al parecer no era el único que se quejaba. Plácida le platicaba y en ocasiones su mirada se extraviaba como pensando cómo organizar todo, él notó un poco lo grave del ceño que en ocasiones mostraba, y le comentó que no se preocupara que ella era muy bien hecha, responsable y entusiasta, que todo saldría bien durante la jornada. Continuó con su trabajo y a pesar de ser un poco robusta siempre lo ha realizado activa y servicialmente, con un carácter excepcional. Así se fue en fuga el día, terminábamos el trabajo, pero después dedicamos un tiempo para platicar. Llegaron los cafés, ella empezó a contar del problema que tuvo con los colonos, ya que tiene negocio en la central de abastos, la obligaron a hacer una velación aparte de la colonia, que los mercaderes la financiarían pero incluyendo a toda la colonia en la invitación, claro. Discutieron en la junta porque no se les hacía justo a los comerciantes, ya que el gasto se concentraba y los colonos no cooperarían para la fiesta. Sí, fiesta, porque eso es velar, poner música, los matlachines, la banda, el sacerdote que se lleva su lana, mobiliario, la comida, cuando hubiera rato la oración; no tuvieron ninguna oportunidad, se tuvieron que apegar a lo concluido en la reunión y ahora estaba al mando de la organización. La pobre se quejaba: «Ay, doctor, no podíamos hacer nada, porque si nos negábamos el delegado nos quitaba la recolección de basura y solicitaba a la presidencia para que nosotros contratáramos el personal y el transporte para su recolección y depósito en el basurero municipal, ¿sabe usted lo que genera de basura la central de abastos? Nos tenían maniatados, así que accedimos y en eso estamos».
Después de escuchar a Plácida continuó con su recorrido del día, primero al área de istración para cobrar su nómina, después firmó avisos y documentos en el mismo lugar para ir al otro consultorio particular a continuar trabajando. Ese día no le dio tiempo para ir a comer, así que pasó todo el día y tarde trabajando. Como a eso de las seis de la tarde su recepcionista tocó la puerta y le avisó de que alguien quería hablar con él. Pidió que lo dejara pasara y, para su sorpresa, era el delegado de su colonia, don Cleofas. Pasó y le ofreció el asiento. Con un efusivo saludo y un breve preámbulo con temas de importancia de la colonia, claro, le solicitó el apoyo para la velación de la colonia. Ese día estaba marcado, todo era la Virgen, solo faltaba que le pidiera que hicieran una procesión de rodillas, pues los doscientos cincuenta pesos de cooperación fueron aportados de su parte con el respectivo recibo de la delegación. Platicaron un poco más sobre el alumbrado de su calle, la vigilancia o la seguridad. Al poco se despidió y se marchó. Por la noche se dirigió a la casa, ya era tarde, alrededor de las diez y media, la oscuridad reinaba en la calle, era la mala iluminación municipal, de lo cual expuso su inquietud al delegado por la tarde; se veía sola, tenebrosa, solo los gatos cruzaban la calle con tanta soledad. Unos caballos pastaban en el área verde comiendo sin importar el paso del vehículo como fantasmas, nunca la había visto de esa manera. Frente a su casa, a un lado de un guayabo desojado, paró para abrir el zaguán, pero se llevó una sorpresa: un bulto de una bolsa negra estorbaba para abrir y al intentar retirarlo se sentía algo pesado. Al levantarlo la bolsa se desgarró, algo rodó por la rampa de la cochera, como estaba muy oscuro entró a la casa para encender la luz de la banqueta. De su bolso sacó la llave de la puerta de madera, no daba con el agujero. Varios intentos para abrirla porque al parecer no encontraba la llave o no atinaba a la ranura. Por fin entró, encendió las luces, salió ya molesto y vio que era un bulto envuelto en hojas de plátano. Como estorbaba para que el auto entrara, regresó a la casa por unas bolsas más para colocarlas en sus manos como guantes y mover la basura que estaba estorbando en la cochera. Al estar manipulando aquel misterioso objeto vio que en el interior había una gallina negra muerta, que en vida debió estar sana pero sin cabeza; estaba degollada. Por su mente pasaron algunas historias de superstición, pero no le hizo caso y la tiró en un solar baldío que estaba a cincuenta metros de su casa: ya quería llegar a cenar, leer un rato y dormir.
De regreso a la casa vio a una persona parada al pie del zaguán. Conforme caminaba acercándose y a pesar de la oscuridad, como la luz de la casa estaba encendida, logró reconocer a doña Petra, la vecina de la velación, que con voz amable y lisonjera, le dijo: «Buenas noches, doctor, cómo está usted, veo que anda batallando con la basura, ya le dije que el delegado, ese vividor que solo está haciendo lana con su puesto, no atiende bien las necesidades de la colonia». Él la saludó también de muy buena manera, a estas víboras hay que tratarlas con guantes, y le comentó sobre el suceso extraño de la gallina, a lo que le contestó: «Ay, doctor, tenga cuidado, eso es brujería, a alguien no le cae bien en la colonia. ¿No será que el delegado se la echó?, porque su esposa me cooperó con la velación que estoy organizando aunque usted no quiso. ¿No será que está enojado el delegado por apoyarme?, acuérdese que mi Virgencita se aleja de los que no la apoyan y las cosas del demonio vienen y llenan de odio el corazón de las personas codiciosas». ¡Ah, canijo! la piedra le pegó de lleno y ni siquiera pasó zumbando, esa fue una indirecta muy directa, para él y para el delegado, ahora sí se tenía que cuidar de todos y de paso creer en las babosadas de la gente mal intencionada: «Ay, Petra no creas en eso, recuerda que en nuestros hogares cristianos el mal no puede entrar», dijo el doctor, a lo que ella contestó: «Yo no soy cristiana, doctor, por favor, más respeto, yo soy católica, no me confunda que no soy de esos pránganas». El vecino ya estaba molesto, esa mujer no tenía pelos en la lengua, hizo uso de su excesiva paciencia, trató de reconfortarla y corregir su mal interpretada palabra y explicó que él era cristiano católico, que era lo mismo que católico, que no fuera mal pensada, a lo que le reviró: «Usted será muy de esos cristianos, a mí no me incluya, ya ve, por eso le ponen males en su zaguán», ya con estas palabras no tuvo la mayor duda de quién había colocado la gallina, con eso de la santería la gente se cree muy católica, pero siguen con sus creencias supersticiosas, solo se rio y le dijo a Petra que con ella no hay quien pueda, se despidió para cenar porque estaba muy cansado, gracias a Dios ese día hubo mucho trabajo y venía llegando muy tarde, le corrió la invitación a cenar, pero ella rechazó la invitación y le recomendó que cenara él solo y que agradeciera a Dios y a la Virgencita y se fue como cohete prendido. Esa noche cenó en abundancia, algo raro, porque por lo general su cena siempre era ligera para dormir a gusto. Su esposa, otra vez algo sospechosa, se movía como duende por la cocina hasta que salió el peine: «¿Qué te dijo Petra, viejo?». Con esta pregunta no tuvo más remedio que platicarle, pero sin tocar el tema de la gallina, porque estas mujeres se creen todo lo que les cuentan, a lo que le dijo:
«No te vas a quitar de encima a esa mujer, ya sabes cómo es y tú la haces batallar». Esas palabras molestaron al amante de la salud, le dijo que dejara la cizaña y que se sentara a cenar, ella le recomendó que llevara un arreglo bueno para la velación y así ver si la vecina dejaba de jorobarlo. En su mente, en voz alta, mandaba mucho a la tiznada a la vieja, y con una sonrisa maliciosa se levantaba para ir a dormir, alcanzando escuchar las últimas palabras de su esposa en las escaleras: «Tú no aprendes, eres más necio que la vecina». Se levantó un poco amodorrado, se vistió rápidamente y salió corriendo. Era muy temprano, tenía urgencia por llegar a su trabajo, cruzaba las calles sorteando automóviles, los perros le ladraban, uno de ellos pinto lo correteó; corría a toda velocidad, el perro era gigante, tal vez un gran danés, llegó a la carretera y el perro continuaba tras él, vio una camioneta de pasajeros y se subió rápido para evitar que el perro lo mordiera, los pasajeros miraron con una cara de burla, no debía de estar en esa camioneta porque ya era hora de entrar al trabajo. La camioneta arrancó y se dirigió a la afueras del pueblo, gritó como un loco en varias ocasiones al conductor, pero al parecer el escape estaba averiado y el escándalo que ocasionaba no permitía que lo escuchara. Pedía favor a los demás pasajeros que avisaran al chófer, pero estos ni caso hacían. Médico nacido y conocido en el pueblo y pareciera que la gente no lo reconociera. En un intento de bajarse andando el vehículo, cayó a la carretera y un camión de la basura pasó sobre él arrollándolo, solo se escuchaba el crujir de los huesos de aquel pobre hombre desesperado solo por llegar a su trabajo. Los operadores del gigantesco y apestoso camión brincaron en sus asientos y el acarreador que siempre va colgado en la parte trasera también cayó, así se cimbró aquel vehículo municipal al desbaratar el cuerpo ya sin vida del médico del pueblo. El dolor debió ser intenso, cuando abrió los ojos vio una luz cegadora, todo era muy raro, al fondo de la misma se encontraba una mujer de espaldas con una túnica blanca con ribetes azules, una luna y estrellas dibujadas en su capa, en su mano unas llaves, el sitio estaba muy iluminado, muy resplandeciente. Con los ojos entrecerrados se fue acercando, frente a la dama una puerta con colores hermosos, estos cambiaban constantemente con un aspecto astral, al verse a cuatro pasos de la dama ella volteó. Su rostro era hermoso y radiante, sus ojos negros como capulines sedujeron al pobre recién llegado, no quería dejar de verlos, sentía su alma llena de amor, pasión y vida. Ella levantó la mano de las llaves y las meneó como quien hace sonar un cascabel y preguntó: «¿Te acuerdas de mí?».
Sudando y agitado despertó, tosía como si algo estuviera en su gaznate ahogándolo, el corazón latía como electrocutado, en eso su esposa lo tomó de los hombros y lo comenzó a calmar: «Es un sueño, es un sueño», decía con tiento. Todo el mundo ha querido interpretar los sueños como si en verdad tuvieran un significado, será que uno es muy incrédulo, pero su esposa era una de las creyentes. Durante el desayuno insistió que ese sueño era un aviso de la Virgencita, y duro y dale con la Virgencita. Eso le pasó por tragón, si no hubiera cenado tan fuerte su sueño hubiera sido ligero, pero no, y para colmo la coincidencia de la vecina, y el bulto, y la gallina y la madre que la parió. Terminó de desayunar y se fue con ganas de pensar en otra cosa. Para su buena suerte al hospital llegaron tres casos complicados que tuvo que hospitalizar, con esto todo se le olvidó. Continuó el día como siempre en especial con mucha consulta en lo particular, eso era bueno porque con el fin de año se necesita un extra para los gastos de las fiestas. Después de dos semanas de arduo trabajo y sin novedad de vecinos ni pesadillas, se va acercando el festejo de la Virgen. Once de diciembre, el clima está cambiante como el humor de una vieja divorciada. Ha pasado factura a algunos con tos, a otros con gripe. Después de tanto insistir por parte de su mujer, decidió apoyar un poco más la velación de la Virgen, se acercó a la casa de la vecina incómoda y platicó tendido con ella de lo bonito que estaba quedando la capilla con sus adornos, la calle con sus farolas de papel, globos, papeletas de colores, se deshacía en miel de tantas flores que le echaba, la vecina solo lo veía con cara de «no, que no cabrón, a la Virgen se la respeta». Ya imaginaba el vecino las burlas internas de la vecina, como bien dicen, traía la música por dentro la socarrona, pero él no claudicaba ya que no quería malas caras por lo que quedaba del año. Aquel pobre hombre como secuestrado por los setas terminó pagando una banda extra, otro zacahuil y además se comprometió para hablar con el obispo y que el mismito en persona oficiara la misa del doce en la velación, que cara es la vida cuando uno se la complica. Hermoso doce de diciembre, sí en especial ese, nublado, el termómetro marcaba 1 ºC, la humedad se metía hasta en los calzones, el famoso chipichipi de Huejutla reinaba en esa ocasión, los faroles desgarrados y decolorados por la lluvia como los senos de una mujer de la calle, jubilada, las papeletas, unas pintas y otras ya francamente blancas, anémicas por la pérdida de sangre y vida que le daban sus colores, uno que otro asistente con su paraguas se estremecía
por el frío, doña Petra con una geta que no podía con ella, los colonos que estaban celebrando en ese mismo momento la misma velación pero en la otra calle se veían felices pues habían puesto una carpa y calentadores, y como se veían unos con otros, pareciera que se burlaban. El orgulloso doctor con su mujer, sentados bajo el tinglado acurrucados uno al otro en una banquita de madera que precavidamente llevó al evento, los dos como zarigüeyas levantados en sus dos patas, estudiaban la cara de doña Petra, se los veía preocupados por lo mal que se iba la fiesta, casi no había gente, el zacahuil estaba casi sin probar, la banda dejó de tocar por la lluvia, los matlachines se disculparon por el estado del clima, pero se los veía bailando en la otra celebración a todo mecate. El médico solo tenía la esperanza de que el Obispo llegara, su lana le había costado donar a la iglesia para que este aceptara, no podría fallarle, eso pensaba entre preocupado y ansioso. La lluvia incrementó su llanto, doña Petra se levantó como un resorte mirando hacia el fondo de la calle, una sonrisa se dibujó en su pétreo rostro, eso tranquilizó al galeno y volteó para ver lo que alegraba a la vecina, era la camioneta del Sr. Obispo, una suburban del año color arena, reluciente, no se podía decir que el obispado era de jodidos, el pueblo se encargaba siempre de mantener a la diócesis como la mejor del estado, sendas limosnas de doscientos, quinientos y mil pesos azotaban en los cestos de la iglesia los domingos, pero ese día algo pasó, el obispo nos miró y después miró a la velación de los otros vecinos, se rascó la cabeza con la mano izquierda porque en la derecha llevaba los arreos propios de la liturgia que se encaminaba a pronunciar, después sacó su paraguas, una sombrilla enorme con el Espíritu Santo por un lado y la Virgen de Guadalupe por el otro, también con su mano izquierda, y después volteó a ver de nuevo a nuestra velación y sin más inició su inquisidor camino, pero no hacia nosotros, sino con rumbo a la velación del delegado de la colonia. Doña Petra mentaba madres y Fabián —ahora lo recuerdo, ese era el nombre de aquel noble médico—, con su esposa tomándose del brazo, tras la vecina, al llegar a la carpa de los enemigos, abordó al Obispo y le comentó que la misa no era ahí, que era en su calle, en la capillita de la Virgen. El presbítero miró a lo lejos la capillita, todo era agua y más agua, se llevó la mano a la bolsa del pantalón, sacó su crucifijo y le dijo a la vecina que el clima estaba muy feo, tosió en varias ocasiones tan fuerte, de esas toses que decimos de perro, ordenó que trasladaran el altar que improvisadamente habían tendido frente a la capillita, dio la vuelta, y comenzó a platicar con el Dr. Fabián.
Hasta la diócesis llegó la noticia de la división de la colonia por no celebrar la velación en la capilla de la Virgen, El Obispo ya había tenido la oportunidad de platicar con el presbítero Goyo, así le decían en el pueblo, eso fue después de que el Dr. Fabián se acercara a él para solicitar una misa en la capillita mentada. El padre Goyo le platicó con lujo de detalles, detalles que él mismo inventaba, los pormenores de la disputa, como queriendo incitar al Obispo Juan de Dios a que hiciera más grande el borlote, pero con la voz de sabio y con mesura ponía en su lugar al padre Goyo, justificando que la iglesia necesita unir a la gente y entre más feligreses mejor. Todo eso recordaba el Sr. Obispo mientras platicaba con el Dr. Fabián, ya intuía que a sus espaldas estaba doña Petra, una mujer regordeta, morena, con esa mirada sagaz, vivaracha, con la cara morada, sí, morada, porque roja no podía estar del coraje. El Dr. se excusó con el Obispo y se ocupó en acatar la orden, porque doña Petra no se movía detrás del Obispo. «Señor obispo, señor obispo —decía doña Petra con una voz intentando ser dulce y amable, aunque por dentro se la estaba llevando la tiznada—, la misa no es aquí, ya le tenemos preparado el altar con un tinglado para que no se moje». El Obispo tosió de nuevo, y esa vez desgarrando más su garganta: «Ay, hija, ¿no ves que ando grave? El frío está muy fuerte, a mi edad hay que cuidarse, no te preocupes, recuerda que Dios y la Virgen está en todas partes, al terminar la eucaristía voy a mandar al catequista para que haga una oración con los que quieran acompañar en la capilla y rociará agua bendita, por lo pronto celebraremos aquí la misa». La vecina quiso insistir de nuevo, en ese momento llegaba el Dr. Fabián, quien había alcanzado a escuchar lo que hablaban, interrumpió a doña Petra antes de que iniciara una discusión: «No te preocupes, Petra, todo va a salir bien, el Sr. Obispo tiene razón, el clima está muy feo». El coraje de doña Petra inflaba la chamarra que traía puesta, parecía que estallaría tarde o temprano. «Usted tiene la culpa, médico, por no apoyar nuestra velación, no pudimos conseguir la carpa, pero usted cree que el dinero se lo va a llevar a la tumba, no doctor, la misma Virgen en el lugar de San Pedro lo estará esperando en las puertas del cielo y no creo que lo deje entrar», esas fueron las palabras de doña Petra y se marchó rumbo a la capilla de su calle. El doctor se sentó en la silla que estaba junto a su esposa y le comentó: «Te dije… te dije que a esta gente no la puedes tener contenta nunca», de fondo se escuchaba la dulce voz del obispo leyendo la liturgia; «El Sr. esté con ustedes...».
El trámite
«No puede ser, ya casi termina el año y en la supervisión no me han entregado los documentos que solicité, mi pueblo querido, ay, de ti, Valle Amargo, pero ya llegará el día que la gente trabaje bien». Ese era el feliz nombre de mi localidad, mientras, el Dr. Efraín hablaba para sus adentros: «Mañana a primera hora voy a ver a la secretaria para exigir mis documentos, no es posible tanta pachorra, mi compadre Clímaco dice que se los dieron de un día para otro y a mí ya me tienen dando vueltas durante tres meses, creo que mi compa si está palancudo; si no me hacen caso tendré que decirle a mi compadre que me ayude con una recomendación, nunca me ha gustado pedir esos favores, ¡pero no habrá más remedio!». Por la mañana desperté muy temprano, los gallos se escuchaban modorros en sus cantos, más bien desafinados y eso que no tienen trámites pendientes, qué sería de ellos si así fuera, no dormirían toda la noche cante y cante, mejor ni pensarlo, a mí tampoco me dejarían dormir. Bueno, ya son las seis de la mañana, me baño y me alisto porque tengo que organizar la ordeña de la finca, Jacinto siempre se tarda una eternidad para encerrar a los animales, entre pujido y pujido parece que está estreñido. «Buenos días, Jacinto. ¿Cómo está la recién parida?». «Ay, doctor, el becerro no le puede mamar, tiene muy hinchada la ubre, a ver si no se le infecta». «No, Jacinto, no te preocupes, ahorita se la lavamos y la ordeñamos un poco para ver si el becerro mama». Fue una mañana un poco atareada pero sin mayor problema.«¡Yo creo que si a este animal le doy a elegir de tener la ubre inflamada a hacer un trámite insignificante en este mugre ayuntamiento, se queda con su mastitis, qué cosas! Jacinto, no olvides cerrar bien los tambos de leche y ponerlos en alto, no te los vaya a tirar un animal para cuando llegue doña Plácida a recogerla. Y no la hagas esperar, ya ves que es muy brava la señora, y le dices que por la tarde paso a hacer cuentas, yo voy a la Presidencia y regreso en la tarde». Me subo a la camioneta y me cercioro si llevo conmigo todos los documentos porque si no me van a poner puros peros. ¡Todo bien! Tomé camino y en la
brecha de Tres Cruces me topo con el vaquero de Rancho la Güera: «¿Para dónde vas, Cornelio?». «Voy para el pueblo, doctor». «Pues súbete, yo también voy. Oye, Cornelio, dile a tu patrón que en el corral tengo encerrado al novillo que se pasa para mi rancho, que le ponga un palo para que no se pase o amarre un cuerno a una mano para que no brinque». «Ay, doctor, ese novillo es terrible, contrabajos y lo podemos agarrar, pero le voy a comentar al patrón». «Sí, Cornelio, por favor, me está rompiendo todos los lienzos en la finca, o lo controla o que me lo venda para hacerlo carnitas. ¿A que vas al pueblo, Cornelio?». «Voy a comprar unas medicinas para los animales y para mi señora porque tiene unos hongos en los pies y el doctor ya la revisó, pero ya que hoy es pago de rayas aprovecho para comprar sus medicinas, ¿y usted, doctor, ya va a su trabajo?». «Sí, Cornelio, pero antes voy a pasar a la supervisión para ver si ya me entregan los documentos que solicité». «¿Son los papeles que anda tramitando para la farmacia, doctor?». «Sí, Cornelio, pero ya me dieron largas». «Ay, doctor, para qué batalla, deles una propina y va a ver que rápido se los dan, no ve que en el santo municipio de Valle Amargo así jalan los bueyes». «No, Cornelio, si es un trámite simple, no deben de ser tan hambriados». «Bueno, doctor, batalla porque quiere. Yo aquí me bajo si no es mucha molestia para pasar al mercado a comprar mis viandas y medicamentos, ¡que le vaya bien con su trámite, y gracias doctor!». «No se te olvide decirle a tu patrón del novillo, si no es una es otra». Ya llegando a la supervisión, ¡qué cosas! todos a la expectativa como si fuera nuevo, alguno que otro despistado se me acerca como para ver ¿qué?, pero luego me ve y se sienta de nuevo, yo aprovecho y le pregunto: «¿Ya llegó la Srta. Evangelina?». Y me responde: «No sé, doctor, pero suba a ver si ya está por ahí». Pues subiendo las escaleras ya me encuentro con una cola para pagar en caja, paso un poco despistado para no tomar plática, porque si ya está mi documentación estaré mucho tiempo en ella para pagar y tiempo de sobra para echar lengua y enterarme de los chismes que andan en boca. «Buenos días, Srta Evangelina. ¿Cómo está?». «Bien, doctor, creo que hoy ya van a estar sus papeles, deje que me firme el delegado y le doy su forma de pago para que pague en caja». De pronto se escucha un escándalo en la calle, con gritos y reclamos: «Ay, doctor, vámonos rápido o nos van a encerrar, creo que van a tomar las oficinas». «¿Cómo, pero qué problema hay?». «Creo que tienen pleito en dos comunidades por el deslinde de sus predios, y como el dictamen no favoreció a Rancho Terco, pues ya llegaron a tomar las oficinas». «No puede ser, se va a acabar el año y no voy a poder llevar estos papeles a la capital».
En lo que movíamos la suela entraron haciendo un desgarriate, nos jalonearon y nos amarraron de espaldas uno junto al otro, a Evangelina y a mí por supuesto nos amarraron juntos, creo que ese fue un castigo mutuo, ya que no se podía librar de mí casi todos los día exigiendo que entregaran mis oficios. «¡No puede ser, tan cerca y tan lejos!». Aún recuerdo el susto en la cara de los trabajadores y ciudadanos, también los gritos de la turba: «¡Vamos a colgarlos, hay que amarrarlos y sacarlos a la calle, hay que quemar todo con todos adentro, queremos justicia, justicia!». Hasta yo me asusté aunque sabía que lo hacían para amedrentar y acelerar una negociación. Pero Evangelina estaba inconsolable: «Ay, doctor, nunca se había puesto esto así, creo que los únicos que no se asustaron eran porque no entendían el castellano». Yo solo podía escuchar entre el escándalo la voz de Evangelina: «Dicen que la gente de esa comunidad es muy mala, esto va para largo, doctor, y mis hijos solos en la casa». Después de esto las súplicas de esa pobre mujer: «¡Por favor, dejen que me acerque a la ventana para que alguien vaya a ver a mis hijos, que le avisen a mi mamá, por favor, señor!». Bueno, así toda la mañana y parte de la tarde llorando y rogando, hasta que un encapuchado le concedió el favor y pudo solucionar el problema de su casa, eso sí, yo también aproveché para que avisaran a la mía y que se hicieran cargo de la finca, pero eso era un polvorín de gente desesperada, y todavía logramos ver que golpearon a un funcionario, creo que era Chico el del Jurídico, y exigían la presencia del presidente y gobernador, que como es bien sabido, le habían dado el pitazo y se peló un poco antes de que llegaran. Solo se escuchaban los reclamos de algunos: «¡Ya, déjenlo, pobre, lo van a matar!», a los que callaban con cachetadas: «Cállese el hocico o lo ahorcamos». Conforme fue pasando la noche los ánimos se fueron calmando entre nosotros los retenidos, el cansancio y el hambre pues no habíamos comido, y sobre todo la frustración nos apaciguó. Poco a poco las oficinas se llenaban con un olor a humanidad y entre el vómito de algunos muy asustados, el ambiente se vició y amenazaba con ser insoportable si eso no se solucionaba pronto. Evangelina y yo comenzábamos a platicar para olvidar un poco la situación: «¡Pobres mis hijos, mañana tienen que ir a la escuela, a ver quién los lleva; Luis el mayor va en secundaria y lleva muy buenas calificaciones, no puede ser, mientras que nosotros preparamos a nuestros hijos, en las comunidades los hacen más perezosos y conflictivos». Así, creo que esa noche, después de que me
odiaba por ser tan insistente en mi trámite, nos hicimos grandes amigos; y para mí pensaba: «Mientras que no quemen los archivos, porque a empezar de nuevo». «Mira, Evangelina —le comentaba yo—, mis documentos ¿dónde los tienes?». «No se preocupe, doctor, los tengo detrás de mi silla junto a mis cosas, con un poco de suerte no los tocan, y por favor, dígame Evan, porque mi nombre es muy largo, además, ni con mi esposo he estado tan pegada últimamente». El sueño nos ganó y fue un milagro que en aquella posición tan incómoda pudiéramos dormir, más aún sin escuchar todo el alboroto que reinó entre la noche. Una luz se filtró a través de nuestros ojos cerrados. «Ya amaneció —dije a mis adentros—, ojalá que ya vengan las autoridades a solucionar el problema». Evan estaba roncando y sus hijos bien, gracias, pero cuál fue mi sorpresa, los liosos estaban ensalzados y cuando me di cuenta, la luz provenía de dos patrullas que ya estaban incendiando los inconformes; pasaron por mi mente muchas calamidades, y una de ellas que no fueran a prender las oficinas, o que se les pase el fuego por accidente, porque las patrullas estaban en la acera al lado de nuestra ventana. «¡Evan, Evan, despierta, despierta!». En lo que son peras o son manzanas yo la desperté y la invité a que nos levantáramos para estar preparados por si fuera necesario salir de emergencia del local. Evan, entre ruidos y gemidos, muy amodorrada, atendió a todo lo que le dije y el llanto no esperó mucho. Me faltaban palabras para consolarla y calmarla: «¡Evan, Evan, cálmate, debemos estar tranquilos porque así como estás no vamos a poder disponer de buen juicio por sí es necesario!». Esas y otras palabras que se me venían a la mente, la cual no estaba muy tranquila. «¡Sí, doctor, tiene razón, es que estoy muy asustada, ya me voy a calmar!». Poco a poco la fui interrogando para ver qué salida estaba más cerca, y sin que lo notaran las demás personas nos fuimos moviendo, argumentado quejas por el calor que emanaba de los autos incendiados. La mañana se despabiló en silencio y alternando con escándalo o reclamaciones, hasta que de buenas a primeras nos desamarraron y salimos todos trasnochados y hambrientos. Llegué a la casa y mi esposa estaba muy preocupada, me esperaba ya con la
comida, me dediqué a hacer los pendientes y me fui a descansar. Lo único bueno que saqué de todo ese alboroto es que Evan me entregó toda la documentación y ya no me cobró ni un cinco y me dijo con voz tierna: «Ya ve, doctor, algo bueno tenía que salir de todo esto, ahora solo guardo su expediente en el archivo para que quede bien el antecedente, vaya con Dios». Eso me reconfortó y me dio alivio, ¡por fin! Al día siguiente muy temprano salí de Valle Amargo con rumbo a la capital. El frío era insoportable, por lo que estaba bien ganado su nombre: «Ciudad Frío». Ah, qué nombrecito, ¡cómo no vivo en Veracruz! Ese sí que es un estado cálido y muy seguro. Cuando llegué a la central tomé el taxi y volando a las oficinas sanitarias. ¡Pero cómo hacía falta un jorongo!, con chamarra y suéter me estaba congelando, pero eso sí, una señorita muy amable y muy guapa me atendió e indicó que pasara al cubículo de trámites. Por un momento olvidé el frío y me llegó un calor interno de esos que engendran en uno la mujeres bonitas pero, conforme me fui acercando a donde me indicó, un señor no muy a gusto se dejaba ver por la ventanilla, con esa cara era de presumir que su origen es Ciudad Frío, no asomaba una sonrisa, creo que ni los dientes le vi, le indiqué mi necesidad y entregué toda la documentación, pero con una voz ronca dijo: «Deme un minuto, voy a ver que me revisen los documentos y en un rato queda hecho su trámite». Gracias a Dios, se ha hecho justicia, tanto batallar, pero al fin la justa recompensa. Pronto el servidor se acercó a la ventanilla y con voz seria me dijo: «Ya está todo, señor, le voy a pedir que llene este nuevo formato, así, casi como el que usted tiene, si quiere yo le ayudo, también va a necesitar que llene este otro para que solicite todo su expediente en su localidad, porque ha cambiado la disposición de este trámite y ahora debe usted hacerlo en la ciudad de México». «Pero ¿por qué?», reclamé, y por más que discutía peor me atendía. Tomé el taxi hecho una furia y le dije al taxista: «Sr. taxista, por favor, ponga la radio alto porque quiero bajar el coraje que me han hecho pasar», y con muy buen trato el taxista contestó: «A la orden, mi jefe, voy a buscar una estación para que lo relaje y olvide un poco el contratiempo». «Radio Porfío, la radio de Ciudad Frío; y en otras noticias por la mañana de hoy fueron incendiadas las oficinas de la supervisión del municipio de Valle Amargo por campesinos de la comunidad de Rancho Terco al ver que las
negociaciones después de la toma de estas no fue a su favor…». «!Apáguelo, por favor!».
La monedita orgullosa
«Son cinco pesos, pariente, no te puedo mejorar el precio», con empeño convencía a un cliente, así era don Gilberto, el tendero más famoso y avaro del pueblo: «Está bien», acordó el incauto cliente y pagó por su compra; unas telas de manta para hacer su vestimenta. Don Gilberto, orgulloso, guardó su moneda en la caja de cobro, a la cual le suspiraba cada segundo, era tal su amor por dicho artefacto que en ocasiones hasta hablaba con él: «Mi cajón del dinero, mi hermoso cajón del dinero, eres como una niña al amanecer y una señorita al atardecer, simple y sin gracia por la falta de dinero al iniciar la venta, pero en la tarde, voluptuosa y llena de atributos, sigue así y nunca envejezcas». Era así todos sus días, pero ese en especial al recibir la moneda de cinco pesos nueva, como recién salida del horno, brillante, sus ojos cayeron ante su hechizo y la sacó para guardarla en su bolsillo y irarla durante el día, pero el resto del dinero lo guardó en un jarrón grande lleno de monedas el cual dejó en un foso que había preparado un día antes y lo enterró. «Guardo mi preciado dinero y oculto de las miradas indiscretas y de mis enemigos, sí, sí,», se decía. No se sabe cuántas pailas tenía enterradas, eres dinero inútil, si inútil, porque nunca lo usaba, después que lo enterraba, ni siquiera para invertir en otro negocio lo tocaba, sino ahí, enterrado como el metal que en la naturaleza se encuentra. Y para qué tanto esfuerzo, si con el trabajo que le acarrea lo regresa a ella; pero la monedita de cinco pesos seguía en su mente, y con los ojos de un niño hambriento, esperando un banquete, la tomaba de su bolsillo y la iraba, nueva como el amanecer de cada día, brillante, como gema preciosa. Un día al entregar un cambio de un comprador, urgentemente metió la mano a su bolso para sacar un billete de los que no guardaba nunca en la caja, sin querer arrastró la monedita, cayó, rodó y con mala fortuna se fue a un agujero de drenaje. Don Gilberto gritaba como niño y maldecía: «Mi moneda, mi moneda, dónde estás, Dios, eres malo, te odio, mi moneda». ¿Qué Dios?, para él no hay más Dios que el dinero; pero la moneda al ir entrando en tan obscuro sitio iluminaba todo a su alrededor, como si la felicidad se desparramara en aquel lúgubre lugar, ya que tristemente abandonada en ese bolsillo, mal oliente, sin poder hacer lo que el hombre le dio en destino: adquirir, ese era el motivo de su existencia, qué inútil era entonces.
Pasaron los meses y con el pasar de las aguas, la monedita fue avanzando y además fue cambiando, y la belleza con que fue forjada se fue perdiendo ante el constante correr del drenaje y su humedad. Su camino se abrió y sin dar crédito una luz la cobijó. Sí, la esperanza de ser encontrada y servir para su útil función, un hermoso arroyo fue su morada hasta que un pescador la encontró. «Mira, Juan, una moneda, y de cinco pesos, doy gracias a Dios, ahora que tanto necesito para curar a mi hijo». Al terminar su jornada se dirigió al pueblo y llamó a Próspero, el boticario, compró tan preciada sustancia y la llevó a su hijo, pero la moneda, como por arte de magia, perdió un poco de su corroído color, y en uno de sus bordes se asomó un pequeño brillo de su original porte, tal vez era mugre o moho, pero pareciera que de nuevo la felicidad llegaba a su puerta. El boticario también la guardó en su caja registradora. No, no, qué tristeza, otra vez guardada. ¿Dónde la llevarán? ¿La enterrarán acaso? Mas otro camino el destino le preparó, después de haber recogido todo el dinero, don Próspero, el boticario, se dirigió a su casa y de paso pan compró y unas flores a su esposa le llevó. ¿Acaso la moneda de cinco pesos de algo sirvió? Sí, ahí estaba en la mano de la tendera doña Ignacia, una mujer de edad avanzada, esposa de don Jorge, hombre sabio y generoso, pero por desgracia estaba muy enfermo, y todos los recursos que de la tienda llegaban, con la misma se marchaban, pues entre comida y medicina se gastaba, pero la monedita con el paso de mano en mano su color recuperaba, tal vez alegría o el constante raspar de las manos, como la lija suave, que lustra, como abrasivo generoso que revive. Largo el camino, como el chisme que inicia su recorrido, así la monedita, de mano en mano, de bolso en bolso a veces compraba bienes, pero más de una vez licor y mujeres, y poco a poco, ese color que con esperanza afloraba, ocre se volvió, como la dulce tarde en el ocaso a media luz, pues no solo para el bien fue creada, y como si en su férreo ser un corazón marchara, pero sin acelerar su marcha ni apaciguar su latido, ya no había alegría, no había tristeza. Fue tal su rutina que parecía que estaba dormida; ya no sentía la mano de su dueño, ya no veía felicidad en su intercambio porque sabía que algún mal uso se le daría tarde o temprano. Una tarde de invierno en la explanada del camposanto unos niños jugaban. «Ya, Salvador, vamos a echar un volado, tu moneda de cinco contra la mía», gritaba Juan José. «Pero esta moneda me la dio mi papá y la quiero ahorrar para mis
cuadernos», contestaba Salvador; y la monedita a caso sonrió, algo movió su durable aleación, como el calor del horno que la formó, si no todo es gris, en ocasiones el corazón puede responder, aunque el pasar del tiempo y el desgaste del cuerpo sea aplastante. Pero la moneda se lanzó y el azar no la defraudó. «No puede ser, que suerte tienes, Salvador», reclamaba Juan José, pero Salvador en su mente ya tenía lo indispensable para su escuela y la monedita tenía una hermana gemela, quien dijera en el panteón que la monedita volviera a tener fe. «Mira, Salvador, ¿no es el tío Jorge al que están enterrando? Vamos a ver». Con alegría y jugueteando como si nada se hubiera perdido y nada se hubiera ganado, se acercaron al entierro, y así fue, la monedita presenció otro triste destino, pues ni su ayuda había valido y la espera de doña Ignacia fue en vano, pues no siempre el alivio llega, y con tristeza o alegría vuelve nuestro ser a la madre tierra, esa tierra que acoge todo, desde el negro carbón al más fino metal; del hombre más sabio y generoso hasta al más deplorable delincuente que sucumbe ante los vicios y sus bajas pasiones. Pues así el tiempo pasó, y en mis ojos y mi ser su nido formó, el olvido o cansancio borró de mi mente aquella simple monedita, que su destino nunca pude averiguar, tal vez otros caminos tomó, otra ciudad visitó, en un burro, en un auto o en un avión viajó. ¿Acaso otro país visitó? Tal vez pleitos y arrebatos en su andar propició, quizá bienestar y felicidad en muchos hogares sembró, no se sabe ni se sabrá, pero algo cierto es:
Sin exceso, sin miseria, el dinero hay que usar, pues un fin siempre tiene y el que avaro lo retiene, jamas lo va a disfrutar.
La maldad en una joya
Cuenta la gente que una tarde de primavera durante el carnaval del pueblo un hombre paseaba entre la muchedumbre vestido de traje negro, camisa roja, corbata negra y anteojos obscuros. En sus labios, que era la única parte de su expresión, solo se dibujaba tensión y enojo. La gente lo miraba incómoda, en ocasiones se quitaban de su camino para darle el paso. Mientras, Huejutla festejaba con algarabía en sus calles llenas de carros alegóricos, bailarines y variados personajes propios de la fiesta. El Rey feo hacía gala de su atuendo junto a diez hermosas doncellas, aquel hombre solo incordiaba a su paso, pero las demás personas observaban con gusto los festejos y arreglos que el ayuntamiento había preparado para la ocasión. Es difícil saber en qué fecha ocurrió, algunos dicen que fue después de la revolución, otros mencionan que como mucho unos veinte años atrás. Estas historias están llenas de misterios, pero lo que sí es bien sabido que en aquel entonces en un pequeño barrio de Huejutla muy cerca del centro y bordeado por el acuífero más importante llamado Chinguiñoso, en un vecindario vivía un joyero relojero, de esos artesanos de los pueblos que reparan cualquier objeto o prenda, joya o reloj. Cuentan que vivía con su esposa y diez hijos, se platicaba que era un hombre gordo, muy blanco de piel y cabello rubio, que golpeaba a su esposa, maltrataba a sus hijos y en su negocio se aprovechaba de todos sus clientes. Era un verdadero patán, no aceptaba visitas, corría a cuanto pudiera de su casa o sus alrededores, los vecinos no lo querían. Jamás ayudó a alguien, al contrario, si podía perjudicar lo hacía, no importaba rico o mendigo, hay quien llegó a comentar que era brujo o adorador del diablo, pero aun así la gente lo buscaba para solucionar sus problemas ya que era el único con la facultad. Esto me hace pensar que tal vez este relato es más antiguo, de la época colonial o después de la independencia, no lo sé, pero el destino se empeñó en juntar a estos dos hombres, y como la ola va a la orilla encontrándose mar y tierra, así llegó aquel extraño hombre. Al otro día del carnaval, el individuo de atuendo negro se acercó al tendero del
pueblo, don José Zamora, prominente comerciante, muy conocido y querido, hombre sencillo el cual hacía de tendero, sastre, peluquero, comerciante y transportista; un hombre muy trabajador y polifacético. Como era su costumbre le preguntó al de negro en qué podía ayudarle, a lo cual recibió respuesta tajante y seca: «¿Hay algún joyero en este miserable pueblo?». Don José, impresionado por la pregunta y las formas, dio rápida respuesta para desembarazarse de tan desagradable compañía, la cual infundía miedo, tristeza, odio y envidia al mismo tiempo. De todo esto se percató el tendero, hombre bueno y trabajador, por lo cual lo envió al destino solicitado. Una vez fuera de la tienda, don José llamó a su esposa doña Pilar y le comento sobre la extraña visita pidiéndole que hablara con el cura para que fuera a hacer una oración con la bendición del local, por si aquella mala semilla dejara algún brote de maldad en su negocio. Esa era la impresión que daba aquel sujeto, mala leche, portador de desgracia y desesperación, así se sintió el tendero y así actuó. Al otro día se ofició una misa en el negocio, a la cual fueron invitados familiares y amigos, el sacerdote llevó paz y tranquilidad al tendero, el evento se aprovechó para comentar del suceso a todos, en especial al sacerdote y al comandante. En aquellos tiempos la gente en verdad era cálida y solidaria entre sí, los valores estaban a flor de piel en cada uno de los pobladores, además, todos se conocían, la comunidad era cooperativa y auxiliadora, de esa forma actuó aquel noble hombre. Entre los invitados se encontraba el comandante coronel del batallón, al cual también se le participó de la noticia para que tomara sus precauciones con respecto al forastero. Aquel día transcurrió como cualquier otro, no se volvió a ver al visitante incómodo. Los habitantes de Huejutla se relajaron al pensar que se había ido. Por la noche todo el pueblo acudió al quiosco de la plaza central, se celebraba una cena baile, las familias se sentaban en diferentes mesas y los muchachos, impacientes de bailar con sus compañeritas, revolotean como mariposas alrededor de las mesas. Algunos jóvenes de un poco más de edad caminaban paseando por la orilla de la plaza, las mujeres en un sentido y los barones en el contrario, y cuando se encontraban aprovechaban para platicar cada quien con su prospecto y pretendiente. Era una noche fresca, aún el recuerdo del invierno se sentía, aunque durante el día el Sol era acogedor.
Esa noche no se veían estrellas, el cielo estaba nublado, la mayoría llevaba ropa de abrigo, puesto que la costumbre al calor los hacía más friolentos de lo normal. Solo los muchachos vestían prendas ligeras, era el beneficio de la edad y la energía que corría a borbotones por el cuerpo, más cuando al ir caminando en vueltas se acercaba la chica que le gustaba o el chico que la pretendía. Pero algo extraño ocurría, poco a poco los músicos comenzaron a sentirse mal, primero la cantante se desvaneció y como mata de plátano cayó al suelo, todos acudieron a ella para auxiliarla y se la llevaron a una mesa para darle aire y un poco de alcohol en el pecho. Un viento gélido bajó de los cerros que adornan a Huejutla, las farolas se apagaron junto con las veladoras y quinqués que iluminaban las mesas. Un relámpago surcó el cielo escuchándose el estruendo más aterrador jamás oído por los huastecos ahí presentes, todos voltearon al cielo asustados y descubrieron una luna gigante llena de color rojo sangre. De entre las calles que llegaban al parque se escuchaban carcajadas y gritos sordos. Las familias se levantaron, buscaron a sus hijos y se refugiaron en sus casas, esa noche la fiesta no continuaría. El pueblo era un murmullo, todos platicaban y comentaban lo ocurrido la noche anterior, algunos dijeron haber visto de nuevo al forastero por la madrugada resonando sus tacones contra el empedrado de las calles con un puro en la boca, del cual exhalaba y resoplaba y encendiéndose como linterna dejaba entrever un rostro sin anteojos, un rostro plano sin facciones, sin nariz, sin ojos. La gente no lo podía creer, pensaban que era la mala iluminación, pero por si las dudas cerraban sus ventanas y cortinas persignándose, volviendo a la cama para abrigarse del frío extraño que acariciaba los huesos y presionaba el pecho. No tardó la gente en ir a la iglesia a hablar con el sacerdote pidiendo que tocara la campana para reunir al pueblo en la oración y hablar del tema. Algunos pedían que buscaran al visitante de negro sin rostro, otros aconsejaban ver al comandante para que lo sacara del pueblo o si no que lo encerrara en la cárcel para enviarlo a Pachuca, porque la gente no lo quería entre sus casas ni caminando por sus domicilios. Los hospederos fueron interrogados para ver si era cliente de los hoteles o las casas de huéspedes, a lo que negaban rotundamente y se persignaban dando entender que ni de locos lo atenderían, era un misterio su paradero. La policía comenzó a hacer rondines por las noches para ver si el refugio lo encontraba en las calles o en las banquetas y se prohibió andar después de las ocho de la noche. El pueblo estaba convulso, los rumores de que la gente lo veía por las calles no
paraban, pero los testigos directos no aparecían, solo era un rumor, como un pensamiento que atormentaba a la gente, de esos reverberantes que de lo espontáneo nacía y salía de la boca, como si alguien les sembrara la idea y la necesidad de platicarla. Siete días pasaron de la misma forma, la gente preocupada poco a poco fue perdiendo el interés en el tema, se oficiaron misas especiales y los habitantes olvidaron por un tiempo lo sucedido. Los días pasaron, algunos relatos comentan que un año, otros dicen que en la siguiente luna llena, no se sabe exactamente, pero el hombre volvió, el comandante asignó a dos policías para que lo siguieran, lo cual fue en vano ya que con frecuencia lo perdían, sin querer se distraían como si algo o alguien los llamara y desaparecía de su vista, pero lo reencontraban en otro lugar. Ese día lograron perseguirlo disimuladamente hasta el taller del joyero, los vecinos cerraron sus puertas, solo el hombre blanco casi rayando la albines lo recibió en su taller con una sonrisa. Un brillo especial en sus ojos indicaba que el cliente era acomodado, y esta sería una oportunidad para defraudar con ganancias especiales. Los dos hombres chocaron sus miradas sosteniéndolas por veinte segundos hasta que el joyero, con un aire despectivo, preguntó que qué se le ofrecía, a lo que el extraño le preguntó que si era el joyero, pero el joyero, molesto, contestó que sí, que su letrero estaba al frente y las paredes rotuladas haciendo alusión a la joyería y relojería. El extraño lo miró de nuevo a los ojos a través de sus lentes obscuros, seguido de esto se llevó la mano al interior de su saco, el joyero se asustó y precavido metió la mano en el cajón de su mostrador, donde guardaba una arma de fuego. A punto estuvo de sacar la pistola, pero el extraño ya tenía en su mano y al frente sobre el mostrador un anillo de oro de un grosor considerable, coronado por un diamante enorme. El joyero abrió sendos ojotes, de inmediato sacó la mano del cajón dejando en paz su arma y preguntó: «¿Que puedo hacer por usted? El sujeto amenazador ordenó que limpiara el metal y la piedra, también le dijo que ajustara la corona del diamante porque se soltaba, no sin antes amenazarlo diciendo que cuidado, que no maltratara su anillo, una reliquia familiar; el oro de veinticuatro quilates y el diamante traído de lejanas tierras africanas de veinte quilates, no los de las joyas de la corona inglesa, pero así era aquella piedra de grande y costosa, a todo el joyero contestó molesto e indignando: «¿Acaso cree que soy un chambón?». A lo que el extraño le dijo: «Pues tiene la pinta, y
además no parece gente de fiar, pero en fin, usted es el único de este miserable pueblo, así que le advierto que lo pagará caro si sus servicios no son meritorios de pago». No había empatía entre ellos dos, de haber podido se habrían estrangulado con sus propias manos, el joyero con rabia y envidia en sus ojos y el extraño mal encarado pero con esas lentes negros que ocultaban su mirada. El joyero no dejaba de irar aquel anillo, le realizó varias pruebas al metal y la piedra para cerciorarse de que no fuera una baratija, para esto le pidió al cliente inesperado que acudiera en tres semanas a por él, para de esa forma poder hacer uso de sus mañas y robar lo más que pudiera de la alhaja. Esa tarde el calor fue infernal, el joyero no dejaba de sudar y un olor a mantequilla rancia emanaba de su abultado cuerpo con la camisa mojada de las axilas. Su mujer siempre ensombrecida, solo podía aguantar y servir de la mejor manera. Después de la cena tomó un baño y se dispuso a dormir, ya no se supo más del forastero, la policía descansó al saber que se había ido de Huejutla, a la cual más calor no le faltaba. Muy pronto pasaron las tres semanas, el joyero se había encargado de quitarle casi todo el oro al anillo y con una aleación exacta con otros metales lo dejó en cuatro quilates, pero con el mismo aspecto. El diamante lo cambió por uno falso el cual pulió y detallo para que se viera idéntico al original, pero algo raro ocurría, por las tardes se la pasaba contemplando la resplandeciente belleza de su nueva piedra, hurtada de la forma más ruin, pero ese día era el de la entrega. El hombre extraño llegó al local por la mañana, que por supuesto estaba extremadamente calurosa, con su atuendo de siempre, ese gesto y rostro cubierto por las lentes obscuras, preguntó que si el trabajo estaba hecho porque no permitiría que le hiciera dar otra vuelta, a lo que el joyero presumido respondió que sí, que era un insulto a su persona dudar de su pericia. Le entregó el anillo adulterado y le dio la cuenta: «Son mil pesos». El extraño le devolvió el anillo con una cara enfurecida, por un instante el joyero pensó que ya había descubierto su fraude, pero lo único que el forastero pidió es que lo esperara y que volvería por la tarde, porque el precio era muy alto, que iría por más dinero, pero le advirtió: «Guárdelo puro y sin mancha, por favor, y no ose colocarlo en sus nefastos dedos, porque ese anillo solo ha sido usado por el que lo hereda». El joyero sonrió maliciosamente y tomó el anillo para devolverlo al cajón de su mostrador con llave.
Pronto llegó la hora de la comida, se sentó a la mesa gritando y quejándose del sabor de los platillos y lo miserable de su mujer, cumplió con su alimentación diaria, después se sentó en el balancín, a la vez que sacaba de su bolso el anillo hecho con el oro de cuatro quilates y el diamante falso, lo tomó en sus dedos pensando que ese presumido y desgraciado cliente no merecía el más mínimo de consideraciones, por lo que se colocó el anillo y lo portó casi toda la tarde, pero para su decepción el dueño nunca llegó. Se quiso quitar el anillo pero no pudo retirarlo, utilizó jabón, aceite y demás menjurjes que se usaban para retirar anillos de dedos gordos, pero no le fue posible. Nervioso y desesperado se dio un baño y cerró el negocio temprano para evitar la visita del extraño, aun así continuó después de la cena intentando en vano retirar el anillo. Durante la noche el gordo joyero no durmió bien, soñó que se encontraba en un pasillo, caminaba y caminaba, virando a uno y otro lado, en ocasiones tomando un callejón sin salida con una inmensa pared, las paredes estaban cubiertas de hierba y moho, un olor a humedad y azufre viciaba el aire, sus pies estaban doloridos, caminó sin parar con desesperanza, tenía la boca abierta reseca con espuma, la sed era intensa, en su cabeza la bóveda coronada por un sol incandescente, no había nube alguna y el Sol no se movía, siempre estaba en su zenit, sudaba profusamente, la ropa empapada dejaba charco al caminar, no se explicaba de dónde salía tanto sudor, la sed era insoportable, sus ojos inyectados con lágrimas y un ardor insoportable ocasionado por el sudor que se le metía hasta en los oídos, en ocasiones no le dejaba respirar, quería agua, pero no encontraba. Solo se escuchaba un ruido a lo lejos, como de una cascada, lo cual aumentaba su desesperación. Conforme daba vuelta en los pasillos a veces aumentaba el ruido del agua y a veces se alejaba, era algo que no podía soportar, sus zapatos comenzaron a romperse, una mancha de sangre asomó junto con el calcetín, un dolor intenso atacaba sus pies, caminaba, caminaba pero no tenía fin aquel pasadizo loco, el tiempo transcurría sin huella y el Sol no se movía, como si aquello fuera una fotografía detenida en el vasto reinado del tiempo de la existencia, fue tal su desesperación que lanzó un grito como quien lanza una flecha envenenada a un enemigo, y de golpe abrió los ojos, sudando, agitado y con mucha sed. Lo primero que reconoció fue el taburete que estaba a un lado de su cama y el reloj de plata colgado en la pared que le había decomisado en prenda de pago por un trabajo que no fue remunerado por alguno de los tantos clientes que
estafó. No entendía lo que pasaba, miraba sus pies, miraba el suelo y las paredes en busca de sangre y moho. Se levantó, por instinto corrió a la cocina para tomar agua, mucha agua, mojando su pecho y sus pies. Ese día fue insufrible, el joyero no dejó de tener sed y de sudar como un cerdo, los clientes lo miraban y con cara de asco le pagaban las reparaciones, él de forma grosera los insultaba: «¿Qué me ven, acaso no ven que hace mucho calor? ¿O nunca ha visto a alguien con mucho calor?», y tomaba agua a cántaros. Le quemaba la ropa, pensaba que aún estaba en aquel sueño, no podía creer que esa pesadilla fuera tan solo eso, una pesadilla, él estaba seguro que lo había vivido, fue tan real que estaba confundido. Con el paso de las noches las pesadillas eran más intensas, el anillo terco y aferrado en su dedo, escoriado, sangrado de tanto que forzó en vano su salida. En esos extraños sueños siempre se encontraba en los mismos pasillos, pero escuchaba que un cliente tocaba a la puerta y preguntaba por él, buscaba la forma de llegar al cliente, pero solo se perdía. En otras ocasiones soñaba que su mujer platicaba con un extraño que la enamoraba, sus risas y sus gemidos se escuchaban por doquier. En otras, sus hijos lo insultaban y él, rabioso, los buscaba entre los pasadizos, pero no daba con ellos. El sol siempre en el zenit impasible, inamovible como vigilante escrupuloso. Después de cada pesadilla arremetía más con sus familiares y los golpeaba hasta el cansancio, llegó el momento en que ya no quería dormir, su sueño fue reducido a cabeceos. Pronto su esposa enfermó y murió, pero el desesperado descargaba su ira contra sus hijos. Llegó el momento en que conoció a otra mujer, una joven inexperta de quince años que se había robado de una comunidad, ella con tal de salir de la miseria accedió, al igual que sus padres toleraron el desacato. Pasaron los meses y él ya había olvidado al dueño del anillo, que para su alivio nunca fue a recoger, el cual seguía sin poder retirarlo de su mano, mientras tanto abusaba física y sexualmente de su nueva esposa, la cual vivía miserablemente a su lado. Poco a poco los hijos se fueron marchando, la edad tocaba a sus puertas y el destino les tendía el tapete de la vida, lejos de su padre que solo amarguras y penas sembraba en sus corazones. Él continuaba con sus pesadillas, algo raro
pasaba poco a poco, estaba adelgazando, porque no rejuveneciendo. Ya los calores habían desaparecido, pero aquellos sueños seguían en su cama noche a noche, agriando cada vez más su forma de ser, el barrio comenzó a tener sucesos extraños, entre sus vecinos aparecían mascotas muertas, abandono de hogar, adulterio, inundaciones frecuentes, la mala vibra asechaba aquel rincón del pueblo, hasta cuentan que un cura murió en una de las casas, se cree que el esposo había llegado inesperadamente encontrando a su mujer que yacía con el sacerdote, el cual no pudo contar su historia porque en ese momento recibió la muerte. Al paso de los años los vecinos fueron muriendo, poco a poco, los sacerdotes no paraban de hacer misas entre ellos por las desgracias ocurridas a las cuales no daban explicación. El joyero, en ocasiones, recibía la visita de uno de sus hijos no para convivir, sino para avisar del deceso de alguno de sus hermanos, los cuales poco a poco fueron cayendo en las manos de Caronte. Él, como siempre, los corría y maldecía. Al poco tiempo también su mujer falleció, se la había acabado, envejecida y enferma dio su último viaje, él con desinterés continuó con su asquerosa vida, y como de costumbre se hizo de otra mujer joven, pero esta vez no había mucha diferencia en el aspecto de la pareja, el rejuvenecido aparentaba ligeramente más edad, y como de costumbre abusó de ella, la maltrató y, para su sorpresa, ella siempre estuvo empática, contenta, con mimos y cariños a pesar de los maltratos, pagaba con eso a aquel hombre que le brindaba techo, comida y en ocasiones algo de placer. Con el paso del tiempo los nuevos vecinos que eran hijos de sus contemporáneos se fueron percatando de que por aquel oscuro joyero no pasaba el tiempo, con su color blanco como el sol, brillaba siempre en el zenit de la juventud, lo cual fue mal visto, el delegado de los colonos en varias ocasiones comenzó a solicitar la expulsión del vecino incómodo, algunos sospechaban de algún pacto con el diablo tratando de relacionar aquella escena con las desgracias que ocurrían entre los vecinos, pero esto fue en vano porque las autoridades no creían en supersticiones y chismes infundados. Al poco tiempo su nueva esposa comenzó a enfermar, sus fuerzas comenzaron a flaquear. El joyero, desesperado y preocupado, aunque pareciere extraño, llamó a los mejores doctores, gastó mucho dinero hasta que se vio en la necesidad de vender el anillo original que había fabricado con el oro extraído del mismo y el diamante reluciente.
La venta fue algo extraña, un niño se encargó de ser el intermediario entre su cliente, ya que este jamás acudió al local, cincuenta mil pesos fueron pagados en greña, para esas fechas era un dineral, el joyero intrigado en el momento de la entrega e intercambio del anillo y el dinero, preguntó por el aspecto del cliente, a lo que el niño describió como un hombre delgado, joven, con traje negro, camisa roja y corbata negra, con sombrero negro y unas lentes obscuras. El joyero quiso interrogar más, pero el niño lo cortó con la excusa de que el hombre era una persona extraña, mal encarada y de muy mal trato, quien no quería que se molestara más, lo cual podría hacer que no se llevara su merecida comisión. Pero ni todo el dinero sirvió: su esposa falleció. Este suceso lo hizo acercarse al sacerdote, el cual, extrañado, le brindó sus servicios intentando llegar al corazón del joyero. Ofició nueve misas, la gente extrañada se solidarizó a pesar de lo mal que los trataba, el llanto no paraba en aquel desdichado hombre, en verdad aquella mujer logró cambiar su corazón, un cambio pequeño, pero un cambio. A partir de ese acontecimiento el joyero comenzó a tratar de forma diferente a la gente y sus clientes, cuando su coraje afloraba, miraba el anillo en su dedo y se tranquilizaba, pareciera que hubiera un pacto entre los dos, eran inseparables, nunca pudo retirarlo de su dedo, pero de eso ya no se acordaba, como si la memoria le fallara cuando veía aquel anillo el cual parecía que era parte de su cuerpo, y quién sabe cuánto tiempo llevaba con él. El invierno mostró de nuevo su obscura cara, en especial ese, el cual corría a través de grises nubes y húmedos días el frío como pocos inviernos. Su cuerpo sentía la soledad, el frío y la cama estaba incompleta, se vio en la necesidad de salir de nuevo del pueblo para conocer mujeres, la naturaleza con sus poderosas fuerzas le pedía otra mujer, pero esta vez buscó algo mejor, una citadina, no era una mujer joven, sino ya madura, la cual cumplió con sus exigencias de sobra. No tardaron los rumores en aparecer, su guapa señora se acostaba con otros, no se saciaba en el pueblo, a lo que el hacia oídos sordos. El tiempo pasó, a su hogar llegaron nuevos integrantes, hijos que había engendrado con su su refinada mujer, de los cuales se corrían rumores: la gente hablaba de que no eran sus hijos, la verdad es que sí se parecían a él, pero fueron tantos los que intimaron con ella que era fácil dudar de la paternidad. El joyero se esmeró en educarlos, las mejores escuelas y un trato nunca antes visto, dos fueron maestros, uno ingeniero y otro sacerdote, él se encontraba satisfecho y orgulloso de ellos, pero como de costumbre su mujer comenzó a desfallecer y a
flaquear. Él no se explicaba tan extrañas enfermedades que atacaban a sus parejas, el fin estaba escrito, la mujer murió a las pocas semanas, a los rezos llegaron sus hijos y sus nietos, ¡sí ya tenía nietos! Los años habían pasado y esa extraña enfermedad que acabó con su mujer no era más que la vejez, algo que el joyero no veía, ante sus ojos las personas siempre eran jóvenes, el blanco cabello era negro azabache para él, eso lo confundía aún más, pensando que no era justo que con tanta juventud sus mujeres murieran. Uno a uno sus tan queridos hijos comenzaron de nuevo a morir, al igual que a su mujer, también los veía siempre jóvenes, aunque sus mismos hijos ya fueran abuelos. Poco a poco sus nietos y bisnietos se fueron apartando de él, ya no era extraño verlo siempre joven, algo tenía aquel peculiar joyero, pronto los familiares fueron descubriendo aquel extraño fenómeno. A pesar de sus buenos tratos lo comenzaron a ver como extraño, al principio no prestaron importancia, pero en la tercera generación ya había sospechas, así que mejor decidieron alejarse de Huejutla y nunca más volver. Pobre hombre, cuentan que con el tiempo él también tuvo que abandonar su domicilio, pues la gente sospechaba de la eterna juventud del vecino. Ya no pasaba desapercibido para él que todos envejecían y morían, aunque los veía siempre jóvenes, comenzó a intuir que aquella rara enfermedad no era más que la naturaleza haciendo estragos con el paso del tiempo, además, las desgracias entre los vecinos no paraban y poco a poco fueron dejando el barrio, la colonia poco a poco se fue vaciando, dejando casas abandonadas y enmontadas. Llegó el momento en que la casa del joyero estaba casi tapada por la hierba de los vecinos, fue entonces cuando se dio cuenta que él era el causante de tanta desgracia. La avaricia, la envidia y el odio habían hecho que aquel anillo invadiera su cuerpo y su colonia con maldad y sufrimiento, maldad que solo una mujer pudo revertir, pero sus vecinos no tuvieron la oportunidad. Se perdieron en ella y no hubo quien los rescatara; por tal motivo y al ver por primera vez aquella desafortunada realidad, tomó sus cosas desapareciendo una noche de invierno. Nunca más regresó. El barrio comenzó de nuevo a poblarse, las casas fueron limpiadas y restauradas, se cree que aquel hombre sigue vivo, llegan algunos rumores de gente que lo conoció, lo llegaron a ver en diferentes ciudades, hasta que poco a poco la última generación que convivió con él desapareció para de esta forma nunca más volver a oír de él. Solo en Huejutla se hablaba de aquella
fascinante historia de un joyero que hizo un pacto con el diablo el cual se selló con ese extraño anillo. Los niños que poco a poco fueron llenando las calles del barrio comenzaron a perder pelotas y juguetes que accidentalmente caían en la casa o en frente de la casa del joyero, a lo cual poco a poco fueron nombrado el rincón del diablo. «Ya se voló la pelota, ve a buscarla, no, mejor no, porque cayó en el rincón del diablo». Esta y otras frases más hacían alusión a aquel lugar maldito, y de esta forma se le dio el nombre del Rincón del Diablo. La casa del joyero fue habitada de nuevo, el miedo de la gente desapareció, solo la leyenda y el folclor llegaron para quedarse, como un recordatorio de que la avaricia, el odio, la envidia, el vicio y las bajas pasiones no son buenas compañeras, moraleja que aún perduran en la conciencia de Huejutla.
La loba
Capítulo I Superstición
Transcurría el mes de julio, si no recuerdo mal de 1949, las lluvias y aguaceros venían como los feligreses a escuchar la misa, no había día que no lloviera, era la temporada, pero en ese año en particular llovía fuera de lo esperado. El lodo era la manifestación artística del clima, los lodazales y los chatales llenaban todos los caminos que al pueblo llegaban, en el monte y los potreros el color verde y el marrón se mezclaban con belleza sin igual, la obra del creador reflejaba vida, abundancia, fertilidad; qué espléndida nuestra madre tierra. Semanas antes, cuando la temporada de lluvia inició, un joven de una comunidad retirada se había acercado a mí, y con ingenuidad me contó una historia un tanto fantasiosa y supersticiosa, mis oídos, como cual niño, escuchan a su abuelo contar esas historias de antaño llenas de peripecias y aventuras de su juventud, se empachaban y deleitaban de tan curiosa y elaborada imaginación. El muchacho, de vestido humilde y a guarache, con unos lentes desvencijados que como violín mal afinado desentonaban en una cara morena, rojiza, con indumentaria de un muchacho campesino. Nada frecuente era ver a un muchacho así de aquellas comunidades tan metidas en los cerros, por lo general eran mostrencos y cerreros, además de cohibidos o un tanto introvertidos, con pena hasta de hablar, un habla muy característico de español, pero de alguien que solo habla náhuatl, las palabras mochadas y con dificultad para conjugar los verbos y la persona. Pero este muchacho tenía un tono de voz hipnótica y un español muy ligero, el sonido de su voz era como la de un arroyo o zanja, de esas plenas en los temporales y secas en la época de estiaje, y de nuevo al llegar las lluvias a chorro, desbordando ameles en su camino. El joven hablaba de una finca, propiedad de un militar de apellido Buendía, de esos militares que con la revolución se vieron beneficiados del botín de la guerra
y las revueltas. Se decía que era un hombre duro con sus peones, pero afable con la gente de influencia; sus trabajadores vivían una constante campaña militar en su trabajo, eso sí, sus potreros eran un paraíso, con ganado quién sabe de qué procedencia, y también quién sabe a quién tuvieron que despojar de sus tierras para poder echarse a la bolsa semejante propiedad; el muchacho decía que era inmensa, una parte ociosa con la típica selva de la región, pero gran parte con potreros productivos y repletos de animales; también tenía venado, jabalí, tigrillo, cantidad de animales silvestres se veían con mucha frecuencia, hay quienes en ocasiones lograron ver pumas, y no era de extrañar, ya que con el abandono de las tierras vecinas todo era un monte más cerrado que el cerebro de un revolucionario. Continuando con su plática, una mañana en la que el militar se encontraba en una cacería de las que organizaba con sus amistades, que en ocasiones provenían de estados distintos, dieron con un montículo de unos trece metros de altura. Al principio el grupo de cazadores se sentó a descansar a sus faldas, todo era muy familiar, hasta que el militar comenzó a distinguir una elevación que estaba enmontada, contenía formas muy simétricas, así que sin que los demás se percataran, marcó el lugar para regresar en otra ocasión. Esa noche el capitán no pudo dormir, en sus sueños —un lujo con el que nunca contó— aparecían máscaras y piedras con forma de animales que de la nada se encarnaban en perros y lobos, estos le gruñían y amenazaban con morder, algunos escarbaban en el suelo y de las entrañas de la tierra jalaban cuerpos de niños y hombres, los cuales desgarraban con sus fieras mandíbulas y acto seguido salían corriendo hacia la obscuridad, de la cual emanaban gritos sordos, sufrimiento y desgracia, un olor triste y rancio. ¿Estaba soñando o estaba despierto? No sabía, al final de su pesadilla una luz blanca nacía de la nada, las imágenes huían y la calma llegaba a su mente. Por la mañana despertó y el dolor se emancipaba en sus extremidades, un dolor desgarrador, una asfixia y el olor a tierra mojada sembraba en su pecho angustia y miedo. Varias noches pasaron, las pesadillas y la enfermedad marchitaban su cuerpo, esa energía y vigor desapareció cual hierba seca que arde ante el fuego dejando solo sus restos negros, los negros recuerdo de sus pesadillas. Los animales del rancho comenzaron a enfermar y morir poco a poco, los trabajadores enfermaron también, todo parecía un mal augurio. Su esposa y sus hijos comenzaron a percibir tal decaimiento, ya no era el mismo. Pronto su esposa a rastras lo llevó con el médico, pero no le encontraba nada. De
regreso después de una de las varias visitas al galeno, al pasar frente a la parroquia del pueblo, pidió a sus hijos que lo esperaran afuera. Caminó al interior, se persignó como de costumbre y caminó rumbo al altar. Vio un cirio prendido que iluminaba la plataforma del altar de una forma muy peculiar, le recordaba esa luz a la que al final de sus sueños aparecía. Ya cerca del altar tomó un cirio, el más gordo —por lo que escuché era el cirio pascual, ya imagino al presbítero al poner su cara de asombro cuando se dio cuenta que su cirio pascual desapareció—, eso sí, se aseguró de que nadie lo viera, y como el pueblo estaba hecho agua, pues la parroquia estaba muy sola, y el párroco tal vez batallando con las muchas goteras que tenían sus aposentos. Salió al encuentro de su familia y con la chaqueta cubría ese cirio que un poco se asomaba. Mas tarde, al llegar a la finca, pidió a su caporal que ensillara el caballo porque tenía algo pendiente que hacer y que le colocara en la alforja unos cuantos maderos con desechos de lámina que había en el almacén, además de clavos, martillo, un serrucho y quién sabe qué más herramientas. Ya aprovisionado, con mucho cuidado y pensándolo varias veces, se dirigió hacia aquel montículo que días previos había visto. Conforme la bestia caminaba rumbo a ese lugar —un caballo alazán, enérgico y brioso, con herraje y una silla charra, en la cual la plata se usó en toda su hechura—, el corazón del militar se aceleraba, un silbido brotaba de su pecho, el sudor le escurría por todo el cuerpo, un calor rodeaba sus botas llenas de lodo, como si el suelo ardiera a sus pies, la respiración muy acelerada y una sed interminable; sentía terrones de sal en la boca. Por fin, con esfuerzo y armado de valor, llegó y como quien sostiene la respiración bajo el agua por demasiado tiempo y después sale a respirar a la superficie, tomó la veladora, la prendió con sus cerillos y pronto armó una casita para que se cubriera de las lluvias; eso para él no fue difícil, ya que en la milicia los enseñaban a hacer este tipo de actividades como parte de su formación, como lecciones de supervivencia. Después de varios minutos de frenética actividad, terminó el trabajo y dejó el cirio encendido, su corazón se calmaba, su respiración volvía a la normalidad, pero el sudor, la sed y el calor bajo sus pies no cesaba, como si la tierra no aceptara su presencia. Tomó sus herramientas, subió al caballo y se dirigió al casco de la hacienda. Aquel camino se le hizo eterno y llegó a perder la noción del tiempo, el cansancio era tal que como cohete se metió a su cuarto y se
derrumbó en el catre para dormir profundamente sin la acostumbrada cena con la familia. Con la más simple excusa subió a su recámara y durmió, durmió como un niño. Al día siguiente, como de costumbre, inició su día a las seis de la mañana, como nuevo y después de ordenar los trabajos de la hacienda, fue a ver al cura del pueblo, porque a pesar de su formación militar, las malas costumbres y mañozadas que se aprenden en todas las revueltas, su conciencia no lo dejaba tranquilo, así que cuando llegó a la oficina del sacerdote, un lugar gris, no por la tristeza, sino por el acabado en piedra bruta de las paredes y pisos, con un escritorio de cedro macizo fuerte y duradero como la religión misma, rodeado de libreros de diferentes alturas, con libros viejos y nuevos, eso sí, con el florero artificial polvoriento que llegó a la catedral junto con el presbítero, y lo que no falta en una buena iglesia católica, imágenes y estatuillas alusivas a Cristo, la Virgen y demás santos. Tras el escritorio un hombre entrado en edad, un sacerdote ya enraizado, con un brillo en los ojos, como el brillo de una pajilla metálica escondido entre el moho y óxido, como dejando asomar la alegre y vacilante vida del cura, algo borrachín, un jugador empedernido de baraja, pero cuando la jugada no le salía bien o perdía en una noche de juego no faltaba su mala palabra, que se permitía entre los compañeros: «Esa carta arrastrada». Así pasaba la vida de un cura olvidado en un pueblo olvidado, eso sí, los feligreses siempre contentos con su trato y sus consejos. Con un poco de ansiedad y curiosidad por la reacción que pudiera obtener de tan conocido personaje, el militar confesó que había hurtado el cirio pascual, entonces el sacerdote se quedó sorprendido y un poco molesto porque tuvo que gastar en otro nuevo y eso que el anterior no llegaba a media vida. Las disculpas afloraron del militar, de su mano extendida asomaron unos billetes ofrecidos a aquel sacerdote que muy bien quedaba como otro adorno más de su oficina. Después, con todo detalle, le contó su experiencia de ese día de cacería y los males que con ella vinieron; el sacerdote no daba cabida a tan extraño relato, a lo cual, con un sermón largo y apologético, abrió ligeramente su mente, y con un poco de confianza comenzó a contar muchos mitos y leyendas justificando la información en el hábito de leer con demasía en sus ratos libres. Confesó que algunos libros eran un tanto paganos y supersticiosos, en su plática dejaba entrever un leve gusto —tal vez fuerte gusto— por las costumbres y creencias prehispánicas. El militar, muy atento a la plática del sacerdote, con un poco de inseguridad —
como cuidándose de los prejuicios del general—, le aconsejó ir con un chamán de una comunidad alejada al cual conocía el cura, ya porque era su responsabilidad evangelizar, y en las pláticas y visitas que hacía a las comunidades se había enterado del místico personaje, además había entablado una amistad de conveniencia para influir un poco en sus creencias y ganar un feligrés más y, por consecuencia, allegarse a la clientela del mismo, ya que era muy famoso por sus sanciones milagrosas y rituales un tanto extraños para realizar las curaciones, pero a decir verdad, no faltaba ningún tipo de casos, desde embrujos, enfermos terminales, mal de amores, los incautos y el mal típico del mexicano, la brujez. Pero lo que es obvio, el cura también comenzó a conocer algunos rituales y costumbres propias de la zona como parte del trabajo pagano del chamán, de alguna forma tenía que hacer publicidad para no perder clientela, y no estaba muy herrado, pues ya el sacerdote recomendó al militar para asuntos poco comprendidos por la fe cristiana, al fin y al cabo el sacerdote debe ser una guía espiritual y sabio consejero. Después de escuchar los consejos acostumbrados de creer solo en Dios, Cristo y el Espíritu Santo, el militar salió un tanto confundido pero familiarizado con el tema, pues no era extraño hacer algún tipo de limpia o ritual en la milicia, lo hacían en ocasiones desde el más raso soldado hasta los rangos altos del batallón para llenarse de optimismo y asegurar el triunfo, evitando así la muerte y las desgracias. Los días de la siguiente semana, comentó el muchacho, que el militar los ocupó en localizar, contratar y llevar al chamán para hacer los trabajos correspondientes, y de tal forma erradicar el mal que en su mente había anidado, ya que a pesar de la mejoría de su sueño y su salud, aparecían espejismos en sus horas de sueño, cortos pero de forma muy impactante. Aquel muchacho parecía gozar de tal historia, en ocasiones brincaba y hacía ademanes exagerados, su elocuencia fue magnífica, pero en secreto quedó todo lo que el chamán ejecutó en aquella misteriosa propiedad. El militar siempre se condujo con discreción, tal secreto fue llevado a la tumba. Lo que sí es bien sabido es que el militar disfrutó de excelente salud, su vida mejoró rotundamente y toda empresa que realizó por pequeña o grande que fuera se materializó, como si una bendición hubiera caído sobre su hogar. Pero hay quienes dicen que su alma estaba maldita, con un precio tan alto era de esperar tan excelentes beneficios. Muchas historias se escucharon, cuenta también el joven que toda su familia emigró a otra ciudad, al parecer la capital, y que la prosperidad reina aún
en toda su descendencia. Después de escuchar la historia llena de detalles que tal vez omito por olvido, pregunté al chamaco: «¿Por que me cuentas tan misteriosa historia?». A lo que él me contestó que la finca la estaban rematando. También escuchó que dentro de ella se encuentran cosas raras y muy antiguas, al parecer de los ancestros de los campesinos que habitaron esas tierras siglos atrás, y una pirámide se levanta en algún lugar del rancho, la familia está pensando en vender la propiedad y todas las reliquias que se encuentran en ella. Fue ahí cuando mis oídos saltaron, ya que algunas personas sabían del gusto que tenía yo por objetos arqueológicos precolombinos, a pesar de los riesgos que conlleva adquirir estos artículos, aunque sean de forma honesta sin recurrir al mercado negro la autoridad pone sanciones y protege el patrimonio cultural de nuestra nación. ¡Eso se escuchó un tanto ingenuo!, pues la verdad, al gobierno le importa un carajo esto, pero si conlleva alguna raja política, económica o cualquier tipo de beneficio a considerar, todos quieren hacer protagonismo y se declaran protectores a muerte del patrimonio territorial, «bola de corruptos». Ya enterado de los detalles, en el transcurso de la semana, dos visitas realicé, una para ver los objetos y otra para regatear y negociar el mejor precio, en verdad me quedé asombrado de la cantidad de objetos, figuras de varios tamaños, adornos, colguijes, collares, máscaras, esculturas mitad hombre y animal de tamaño natural en piedra. También me dieron la oportunidad de visitar el sitio de la pirámide, la cual nunca limpiaron ni atendieron y así se quedó en el olvido. Eso sí, después de regatear me hice de algunas figuras y amuletos, también de una hermosa máscara, pero la cereza del pastel fue un animal en piedra, al parecer de jaguar o de perro. Para variar ese día llovía a cántaros, necesité de varios cargadores para mover aquella escultura de unos trescientos cincuenta kilos. Con mucho esfuerzo logramos subirla al transporte. Ya empapados por las lluvias la llevé a una quinta de mi propiedad a las afueras del pueblo. Los trabajadores, molestos e incómodos, me ayudaron a bajar aquella pieza de los antiguos; a esas alturas ya pensaba yo si esa pieza convino, pero ya estaba pagada, yo era el dueño, la colocamos en unos de los jardines de mi hermosa propiedad, en la que no faltaban árboles de todo tipo: orejones, ahuehuetes, naranjos, limones, aguacates, mangos y una frondosa ceiba; mi gusto por los jardines y la vegetación se notaba, con una construcción pobre pero cómoda para no desentonar con el verde y la naturaleza, fue siempre de mi agrado dejar jardines y áreas verdes en
las casas de mi propiedad. Siempre lo mismo, una casa de dimensiones adecuadas en una planta para que esta no sobresaliera o montara a esos hermosos árboles que con gusto conservaba a tal grado. Tal es mi gusto que tuve varios intentos fallidos para traer palmeras a mis propiedades y trasplantarlas ya grandes, aunque algunas sobrevivieron, varias con tristeza tuve que usar de abono. Con cuidado metieron la camioneta donde transportaba aquella figura de piedra hasta un lugar que ya había yo escogido para colocar y disfrutar de su simplicidad y belleza. Ya en el sitio, con mi ayuda —porque pareciera que se hacía cada vez más pesada—, entre pujidos y tropezones, necesitamos siete peones para descargar y acomodar la escultura, así que todos mojados, sudados y muy agitados nos fuimos cada cual a sus quehaceres. Me dirigí a ver a mi esposa, que complaciente desde un balancín en el pasillo de la casa observaba las maniobras que hicimos con aquella escultura. Al acercarme a ella con voz dulce y con un tono empapado de curiosidad me preguntó: «Hola, flaco, ¿cómo te fue con tu aventura? ¿Qué es eso que con mucho trabajo cargaron entre todos?». Entonces, yo ya acomodado en otro balancín y desguanzado por el esfuerzo —algo que ya no estaba yo acostumbrado—, con la sensación de que el corazón corría unos treinta metros por delante de mí, pasé saliva y las palabras fueron saliendo y explicando todo lo que habíamos hecho ese día, también le conté de los extraños objetos que había comprado, eso sí, tuve la sensatez y la prudencia de no contar los detalles de aquella historia tan rara que el joven me había contado, ya que mi esposa sí que era muy supersticiosa y además muy de la iglesia, así que no quería tener ningún tipo de discusión y menos que me hicieran un exorcismo por traer objetos paganos a la quinta. Después, sin darme cuenta, todo estaba ya obscuro, la noche arrinconaba cada vez más la escasa luz que de las casas venía, y como si un reloj interno manejara nuestro rumbo, le pedí que hiciera ya la cena para poder ir a descansar, ya que ese día había sido algo que rompió con la rutina o simplemente era un problema del acta… pero de nacimiento. Pronto llegó la luz del amanecer a mi cuerpo sin entenderlo, mis ojos no podían abrirse, como si después de una borrachera las molestias de la famosa cruda llegaran a mí, esto hizo que me asustara, ya que años ya pasaron desde la última vez que amanecí indispuesto, y además no había tomado nada, pero el dolor, el asco, además de fiebre, machacaban mi pesado amanecer y con dificultad tomé el baño y no le di importancia.
Caminé como un animal sigiloso por la cocina y sin que mi esposa se diera cuenta tomé algo para la fiebre y me fui a trabajar, pero cuál fue mi sorpresa, al salir a los jardines el silencio era sepulcral, los cotorros, los tordos y los querreques se olvidaron de visitar la quinta, los perros que por la noche soltaba Lázaro, mi trabajador, no aparecieron por ningún lado, y eso no fue todo, Lázaro no se había levantado. Lo fui a despertar un tanto molesto por su holgazanería; el chasco que me llevé al verlo todo jodido, trasnochado, ojeroso y con molestias parecidas a las mías pero, como era ya un poco grande de edad, le indiqué que se tomara el día de descanso y ya que estuviera bien en la tarde que me fuera a ver después de la siesta, pero aun así aproveché para preguntarle sobre los perros a lo cual me contestó: «Ay, patrón, si viera que en la noche los solté y salieron despavoridos, por descuido la bruta de mi mujer, que cada vez anda más distraída, dejó abierto el portón y se pelaron, yo salí a buscarlos y hasta las doce de la noche regresé con ellos, los tuve que meter a rastras y encerrarlos de nuevo». Eso si me puso a reflexionar, dejé tranquilo ya al pobre viejo y los fui a ver, estaban agazapados, con la mirada baja, los quise sacar y no hicieron ni siquiera el intento de voltear a verme, solo un chillido suave pero agudo soltaron ante mi insistencia. «Ya estoy más loco que una cabra». Sí, eso fue lo que dije, mis pensamientos estaban en el recuerdo de aquella magnífica historia de aquel muchacho, me reproché un poco mi absurdo pensamiento y me dirigí mejor al trabajo —ya no quería saber de problemas—, y con el cuerpo dolorido, con un poco de fiebre y malestar que estrujaban mis ánimos, llegué al changarro. Para colmo la cortina de acero estaba cerrada, solo estaba abierta la puerta ria que se encuentra en el centro de la misma. Ya encanijado entré y empecé a llamar a Genoveva, mi ayudante. Del fondo del local salió, se encontraba haciendo el aseo y por lo visto no había terminado, y sin yo siquiera preguntar, comenzó a platicar lo sucedido. Dijo que al llegar ella tuvo que abrir sola el local porque nadie había llegado, no pudo abrir la cortina así que solo abrió la puerta y comenzó a hacer sus labores. En eso, una por una las mujeres de mis trabajadores llegaron todas afligidas y asustadas explicando el porqué de la ausencia de todos y cada uno de mis trabajadores. Tuve que hacer yo el trabajo que a ellos correspondía y así tres días seguidos, eso ya no estaba bien, y si continuaba con ese ritmo el muerto sería yo. Con insistencia hice venir a todos
mis trabajadores. Para variar ese día era una tarde despejada, sin nubes, sin agua y un Sol que amenazaba con achicharrar la piel. Mi reloj se calentó tanto que me quemó y lo tuve que guardar en mi bolsillo, era insoportable, pero uno a uno fueron llegando mis trabajadores, y acomodando unas sillas comencé a interrogarlos. Para pronto todos como si de acuerdo estuvieran, despotricaron sus males y sospechas. Cuál fue mi asombro al saber que todos coincidían en sus relatos, y peor aún, que eso mismo me pasó a mí en esos tres días después de haber llevado la escultura a la quinta: fiebres, mal sueño, pesadillas, dolor de cuerpo, tristeza, fueron tantos y similares los males que ya no recuerdo bien. Sin pensar, todos y cada uno culparon a la escultura que habíamos cargado y colocado en mi jardín: «No, patrón, esto es cosa de brujos, la estatua está maldita, tiene mal de ojo», y una sarta de babosadas escupieron sin misericordia. Yo ya no sabía qué decir, con lo ideática que es la gente inculta, pensé que hasta la chamba me pudieran dejar botada. Con calma y mucha tolerancia fui hablándoles y explicándoles lo que poco creyeron, pero los tranquilicé y prometí que ese mismo día llevaría al cura para que bendijera la estatua, la casa, el trabajo y a los mismos trabajadores, y para que no hubiera desconfianza, me llevé a Cornelio, uno de los de mi confianza, pero para nuestra sorpresa no encontramos al cura, y sin importarme, ordené a Cornelio que volviera al trabajo y que les dijera a sus compañeros que mañana temprano los quería trabajando y que a primera hora arreglaría aquel enfado. Al otro día muy temprano ya estaba yo en la sacristía preguntando por el sacerdote, pues volví a amanecer igual, y lo peor, las pesadillas que el joven me contara se apoderaron de mis sueños, y pensando que mis trabajadores por igual, me fui raudo a la iglesia. La mañana la pasé con el cura haciendo todo su trabajo, claro que mi buena lana me costó dizque para ayudar a la iglesia, y cosas de esas que te dicen para marear a los feligreses, pues como buen cristiano di mi cooperación para que no demorara en darme una solución a mis problemas laborales, espirituales y de salud. ¡Qué fregado estaba! Así transcurrió ese día con bendiciones para todos, mis muchachos ya contentos se fueron a sus labores y los siguientes días pasaron en paz. No llegó la siguiente semana cuando en el trabajo, platicando con Genoveva, mi
empleada, mientras explicaba el pequeño malestar que susurraba en mis sueños, ya que llegaban pesadillas a mover mi cama, como no queriendo me comentó trastornos en el negocio, algún cambio había ocurrido desde la llegada de aquella estatua. Ella, siempre fiel, me platicó que los muchachos aún se quejaban de malos sueños e insomnio, algo que no podía creer. ¿Nos estábamos volviendo locos o en verdad la superstición y la sugestión nos poseían? Desde ese momento comencé a investigar el rancho de donde vino el muchacho aquel que me sedujo con sus historias e hiciera que comprara dichos objetos arqueológicos. Genoveva también me ayudó a indagar entre sus conocidos, siempre con prudencia para no hacer grande el chisme con las consecuencias que pudiera llevar para el negocio. Pronto recibí las indicaciones y el santo y seña del fulano aquel que se decía llamar el curandero de la región. Aún recuerdo lo feo del camino para llegar a la comunidad de Chalahuitzintla, no nos fue posible acudir rápido porque el viejo brujo de la comunidad andaba para la capital, y tardó en llegar una semana. Ese día es de los que no se me olvidan porque, al llegar a la comunidad, me estacioné en una pequeña explanada rodeada de casas, pareciera como si fuera ese el sitio de las reuniones en la comunidad, estaba llena de perros, hice sonar la corneta de la camioneta Jeep Willys color azul con blanco, hermosa, que estaba de moda después de la Gran Guerra de Europa, soportando todo el camino que con trabajo las bestias andaban. Los perros salieron todos corriendo, pero alcanzamos a oír unos aullidos de perro lastimado, y por el espejo retrovisor se veía cómo un animal flaco, huesudo y sarnoso corría con la pata izquierda levantada y la cola entre las patas, pero no pusimos mucha atención. Genoveva y yo preguntamos por la casa del brujo localizada en lo alto de un cerro, llegamos a la cita que nos había facilitado, los ojos se me querían salir del esfuerzo que hice para llegar y para colmo tuve que ayudar a Genoveva, casi cargarla —de haber sabido no la hubiera llevado—, fueron tres semanas de espera para que nos pudiera atender el chamán —ni los médicos de la capital te dan la cita tan alejada—, este brujo debía estar millonario y además muy tacaño, porque ni una piedra tenía en el camino todo lodoso de aquella loma. Tras una hora de espera pasamos a la sesión espiritual. Qué tipo aquel, ya viejo, muy canoso, vestido con manta y unos bordados raros de animales en sus telas, con multitud de talismanes y las manos repletas de anillos unos de oro y otros con piedras verdes; con una voz carraspera me pidió
que le contara todo lo que yo sabía, también me pidió que describiera la forma de la estatua de piedra. Yo con detalle describí: «Es un animal con forma de perro o jaguar, como echado, su cara mirando hacia su lado izquierdo, con una inclinación de la cara hacia arriba, las patas como aplastadas entre su cuerpo y por un lado una cola larga dibujada en relieve en el costado derecho con unos picos en la punta». Pasaron unos minutos en lo que el chamán cerró los ojos y tirando al suelo unos fragmentos de huesos rotos como de tres a cinco centímetros de largo, se concentró y tornó su mirada en la formación que suponían esos huesos. Al poco tiempo comenzó a hablar: «Su nombre es Ahuizotl, ese es el nombre de la bestia. Es un monstruo del inframundo temido por los antiguos pobladores, su cara es de coyote y sus patas como de tlacuache, largas, con plumaje muy brilloso cuando está húmedo y que al secarse parecen espinas. Esta criatura es de agua o vive en el agua, a él se le achaca la muerte en ríos y pozas. Dicen que cuando se enfurece forma remolinos en las aguas, es gobernado por el dios Tláloc y la diosa Chalchihuihtlicue, la de las faldas de jade, son deidad de la lluvia, el agua, y esta última de los lagos y corrientes de agua». Aquel hombre continuó hablando con esa voz penetrante. Para esto, Genoveva ya no estaba con nosotros, pues la narración la asustó y se había salido de aquel cuarto sin escuchar parte del relato, yo no la detuve, imaginé que le daba miedo, y además no quería que los trabajadores supieran tanto como para ya no ir al negocio, la venta estaba muy bien como para tener que cerrarlo. El viejo, un tanto alegórico pero con sabiduría, me comentó que la bestia tomaba a los incautos que nadaban o paseaban cerca de pozas, arroyos o lagos y con su larga cola, con una mano en la punta, los pescaba y los ahogaba. También comentó que no era una bestia malvada, sino que solo cumplía con las ordenes de Tláloc y Chalchihuihtlicue, para tomar almas, y que estas garantizaran el agua en la región tanto del cielo como la que en la tierra se extendía o corría. También me sugirió que en el lugar donde descansa la estatua tuviéramos cuidado de cerrar bien pozos, piletas y demás lugares donde pudiera ahogarse algún incauto o algún niño. Además recomendó que si se pudiera colocar la estatua en un estanque con apenas dos o tres centímetros de agua para que esta siempre estuviera mojada sería mejor, de esta forma los achaques y las pesadillas ya no continuarían. Yo, un poco más tranquilo pero con mucha desconfianza, salí al corredor de la casa del brujo y, tomando del brazo a Genoveva como Chapulín, al mismo
tiempo dimos un brinco de susto —que llegó al mismísimo cielo—. Afuera nos recibió una multitud de campesinos encolerizados que no dejaban de hablar y de lanzar amenazas en nuestra contra, mi corazón estaba acelerado, y confuso fui entendiendo poco a poco la situación; un señor muy molesto cargando a un perro corriente, flaco y sarnoso con un paliacate en la pierna nos exigía uno nuevo. Temeroso de que nos amarraran como un delegado del municipio que quiere poner orden en alguna querella entre comunidades, accedí a sus exigencias y pedí que subieran al perro y que el dueño nos acompañara al pueblo para curarlo o pagar por él. Creo que aún me duelen los riñones, la camioneta brincó como un chivo loco, pues tanto la ida como el regreso fueron agrestes, con las lluvias anteriores todo estaba lodoso, aunque la Willys era doble tracción tenía que pasar con cierto vuelo para que no nos quedáramos atascados. Varios saltos y sustos me pegó, pues algunas laderas estaban muy cerca del camino empinado y por un pelo estuvimos de resbalar por una de las peñas. Genoveva creo que iba rezando. Tres horas de ida y otras tres horas de vuelta, se pudo haber echado mil rosarios, tenía fastidiado a Dios; ya estaba pardeando el día para cuando fuimos llegando al pueblo y la travesía llegó a buen término. Yo solo quería dejar a mi trabajadora en su casa para poder llegar a la mía, llenar la panza y descansar, eso sí, tenía que pasar por la báscula, pues mi esposa ya preocupada por lo tarde del día y ansiosa me interrogaría para sacarme hasta lo último, claro que no contaría yo del todo, porque no quería tener que regalar todo lo que con esfuerzo había obtenido. Pero no, ya se me había olvidado el peón y el perro que llevaba en la caja de la Willys. Sin más remedio tuve que dar una vuelta más con mi compadre el Aricil, el médico veterinario del pueblo. Cuando me vio y le platiqué lo sucedido, se enojó y me dijo: «Ay, compadre, por poco te amarran, voy a revisar al perro, pero creo que este peón lo único que quiere es dinero». Así que revisó al perro y tomando uno de los frascos que en sus vitrinas tenía, lo inyectó y le dijo al peón que todo estaba bien. En eso, todo enojado, el campesino me exigió que lo regresara a su comunidad —porque Dios no hizo que se cayera en uno de los brincos del espantoso camino que corrimos de regreso—, pero en fin, le di unas monedas para el pasaje y lo corrí todo molesto. «Genoveva, di a los muchachos que vengan, por favor», fueron las primeras palabras que eché al siguiente día en el negocio y, como por arte de magia, ya
tenía a todos sentados y algunos parados, como cuando uno se anda orinando, se removían inquietos por saber qué pasó en aquella vista con el brujo loco, pues Genoveva ya les había contado algo, pero no todo, ya que ella se salió al inicio de la sesión. Sesión que con gusto aquel chamán me cobró, y encajando el diente en donde solo el sabía, me sacó cincuenta pesos por aquellos consejos, de los cuales mis dudas guardaba de si funcionarían. Ya no me sentía tan impresionado como el día anterior pues la almohada fiel consejera es. Esa mañana más pensaba yo en el timo y la plata que me había sacado con tanta facilidad, como si no fuera yo bueno para regatear, pero como dice el dicho: «en el cochino todo es negocio, y en el negocio todo es cochino», pues con lo engatusador que resultó aquel hombre, yo confundido y con algo de temor, tuve que azotar con el dinero sin chistar. Los muchachos salieron de mi pequeño despacho un tanto tranquilos. Yo con un poco de malicia no conté nada de lo relacionado con la muerte, solo les comenté con mucha habilidad que la figura aquella cuidaba del agua y de la vegetación que la rodeaba, y que tenían que acudir al menos una vez al mes cada uno de ellos a limpiar todo el área de la quinta y mojar la estatua, así como también regar y atender los jardines para que aquel animal azteca calmara sus iras y no la descargara sobre nosotros, pues de esa forma me aseguré hasta estos días de la limpieza y el mantenimiento de mis jardines. Aquella anécdota hizo que mis trabajadores se identificaran más conmigo, tomaron todos esos hechos como una preocupación mía para con ellos y además les daba rienda suelta a sus supersticiones y creencias, ya de paso mostraba yo respeto a las mismas, respeto que sentían muy suyo, eso los hizo fieles al negocio y de paso que atendieran la quinta sin costo alguno. Pasaron los meses y los años con normalidad, pero algo raro noté con el pasar del tiempo, mi negocio comenzó a mejorar, la fortuna, caprichosa y celosa como es, tocó a la puerta, yo sin demora la recibí y de un gran capital me hice, varias sucursales abrí, y con agrado tres generaciones florecieron a mis ojos. Mis hijos, mis nietos, vieron diversificados los bienes y las empresas. Con adecuada selección aquella quinta heredé al más cauto e inteligente de mis hijos, no sin antes contar aquella asombrosa historia, con las recomendaciones pertinentes. También le aconsejé que acercara siempre a la familia a aquella hermosa quinta que con esmero cuidé, aposento de aquella enigmática escultura. Debía ser preservada y cuidada de la misma forma. Aconsejé además que con
esfuerzo todos realizaran algún acto de los que aquel viejo sabio me había encargado, yo estaba convencido de que aquellos pequeños rituales para mantener calmada a la estatua tenían algo que ver con la prosperidad de la que mi familia gozaba. Innumerables fiestas y convivios en ella se celebran, como una obligación; aquella propiedad es el sitio de reunión de una familia que cada vez se hacía más grande, más de un centenar de integrantes en ella se citan, todos y cada uno mojan la imagen y ayudan a mantener intacto y frondoso tan espléndido jardín, propiciando el bienestar y la salud de mi descendencia de la cual estoy orgulloso. Cómo ha pasado el tiempo, y a mis ochenta y nueve años aún gozo de excelente salud al igual que mi amada esposa. Temo yo que mi castigo será llegar a muy viejo y no poder morir nunca, achacoso y débil, espero que aquel vínculo se corte y no tarde, ya que el pasar de los años llena mi cuerpo de fatiga, añoro el día en que pueda dejar este mundo para mis hijos y nietos, porque comprendo que el fin es necesario y una vida sin descanso no es vida. El descanso final que todos merecemos. No sé porqué me llegan todos estos recuerdos, yo estoy aquí encerrado en el cuarto con mis melancolías y mi familia esperándome en el corredor para dar inicio a la cena de fin de año. Tengo que salir porque ya veo a Maco, el heredero de esta hermosa quinta. «Padre, ya es hora, pareces un señorita arreglándote, mi mamá ya está con todos acá afuera y me extraña que tú no estés con nosotros, ya me estaba asustando, pero no tengo de qué, sigues fuerte como un encino, camina porque hay que disfrutar de la fiesta, y de paso arreas a todos para que cumplan con mojar la loba. Ay, padre, creo que ya estoy más loco que tú. Anda, vámonos, que tú eres el alma de la fiesta».
A Fórceps
¡Que tiempos aquellos! ¡Qué tiempos, sí!. El Dr. Bartolini discutía con su existencia si esos tiempos en los que el trabajo era la bendición de la familia, del pueblo y de la nación, qué días tan llenos de ética y moral, pero esos tiempos pasaron. Aún recuerdo como con nuestro trabajo salvamos muchas vidas, reconfortamos a muchos padres y aliviamos muchos males, pero eso sí, no éramos infalibles, la salud no se puede comprar, pero aun así el esfuerzo realizado era remunerado con un «Gracias, doctor». No siempre lo material llena nuestro espíritu y regocija nuestra alma, aún recuerdo a una colega tan querida por todos, ¿su nombre?, qué importancia tiene, creo que la lección que nos dejó su vida ha marcado y flagelado el ejercicio de esta sabia y altruista profesión. Todavía guardo en mi memoria el día que ella llegó a mí, toda preocupada, pues durante una noche asistiendo a una parturienta fue necesario utilizar fórceps con el neonato, y gracias a la pericia y experiencia de mi estimada colega, llevó a buen puerto al nuevo ser y a su madre. Pero algo pasó, tal vez la luna se eclipsó esa noche, o las aves no llegaron de su peregrino viaje, tal vez el creador tuvo algo importante que atender porque la madre lo tomó a mal, aun con su bebé sano en sus brazos, disfrutando del sabio y nutritivo flujo de sus pechos, llamó a la prudente galena y la insultó, la maldijo y la amenazó. En su rostro se dibujaba una frustración añeja, odio sin sentido, amenazas legales y malos augurios llenaban el agrio ambiente de aquella sala de recuperación, toda una noche en vela con su merecida dosis de fatiga e insatisfacción no fueron suficientes para que la facultativo pudiera dormir, y con esto dar inicio a una época de su vida en la que el sueño, cual aborto espontáneo, huyera de su vida. Los días ya no fueron los mismos, las mañanas bochornosas y las tardes tediosas descencajaron la voluntad y la confianza del galeno. Pasaron tres semanas, semanas sin ganas, sin fe, sin la confianza que su ardua preparación y experiencia daban aquella magnífica reputación, pues su espíritu desangrado evitaba y justificaba sus faltas frecuentes en su consultorio, y con desmesura temía equivocar su proceder para con los pacientes. Un oficial de policía tocó a su puerta, era un citatorio judicial para declarar y deslindar responsabilidad, ya que aquella madre denunció mala práctica y
negligencia, a pesar de que disfrutaba en casa de un hijo sano. Yo con los más prudentes consejos platiqué con ella. Sugerí, como es obvio, buscar un buen abogado, y como primera opción hablar con los padres que vivían una angustia mal infundada, que su mente reproducía y alimentaba con odio. La intolerancia reinó durante el juicio, cada vez que se planteaba la disculpa y alguna plática para resolver la situación, la madre de aquella criatura descargaba su ira, malas palabras y amenazas dedicadas sin cordura al médico que la ayudó a recibir a su hijo sin males. El licenciado que la defendió si mal no recuerdo era el Sr. Laico Morales, un hombre de edad media, famoso en el pueblo por ganar pocos pleitos, creo que ni con su esposa pudo en el divorcio, después de que la razón fue adulterio comprobado, cometido por la esposa. Creo que lograron llevar un juicio juntos mi colega y el licenciado, y congeniaron debido a que los dos sufrían un desahucio, frustración y desilusión. Para los dos ya el mañana no llegaba, vivían como de noche, las flores no crecían, la esperanza como apéndice del cuerpo en desuso, atrofiada, sin luz, sin Sol, una relación fría, seca, pero funcionaba. Laico, por más documento que metía, no lograba ganar una instancia, pero ella como siempre lo motivaba a sacar el juicio, aunque me daba la impresión de que no le importaba el resultado. Pobre María Luisa, sí, ese era el nombre de la doctora y gran amiga, claro, yo la llamaba Lucha, pero no le hacía honor a su seudónimo, su guardia estaba abatida, su voluntad quebrada, pero encontró consuelo en su casa, la cual tenía un jardín olvidado muy grande. Casi todo el día lo pasaba limpiando, escardando y sembrando plantas de ornamento y frutales, con mucho trabajo hacía que fuera a su consultorio, le tenía que rogar, y sus pacientes veían con tristeza la manera en que se abandonaba. Poco a poco el jardín fue tomando forma: construyó caminos con sus plantas, bien podadas, hasta que sin darse cuenta había hecho un laberinto. Laico todas las tardes la visitaba, charlaban largamente del juicio hasta que el fastidio llegaba y terminaban en un silencio, silencio que aprovechaba para ayudarla a sembrar y podar su jardín. Laico le platicaba la triste historia de su matrimonio sin hijos, con una mujer infiel y déspota, que en ocasiones llegó a golpearlo. Ella también le platicaba sobre su vida, se desahogaban. Laico también fue descubriendo la triste historia de Lucha, llena de desamores: hombre que llegaba a su vida, desaparecía de la misma.
Poco a poco la pareja en desgracia fue caminando hacia una relación de amistad, la parte trasera de su jardín que colindaba con la calle se fue convirtiendo en un almacén de flores y plantas frutales y hortalizas, grande era su variedad. Llegó el día en que Laico le aconsejó poner un vivero, así, poco a poco, Lucha fue apartándose de tan noble profesión encontrando confort en sus plantas y su puntual abogado. No recuerdo cuántos años duró el litigio, pero con el pasar de las semanas Laico y Lucha fueron forjando una relación. Una tarde de verano al estar sembrando hortalizas en una escalera para que sirviera de trepadora, Laico, por accidente, al estar aserrando unos trozos de madera para formar la escalera, se lastimó una pierna cuando el serrucho se cayó del lugar donde lo colocaba. Tremendo tajarrazo le dio en el pie, la sangre brotaba como si la herida fuera mayor, como si por ella saliera también toda la pena que su ser acumuló en tiempos pasados. Él reía a carcajadas, Lucha lo miraba extrañada y le reclamaba: «Deja de reír, ¿no ves que te estas desangrando?», pero él continuaba riendo y en cada bocanada de aire que entraba a sus pulmones sentía el nutritivo oxígeno que alimentó su mente y espíritu. Lucha intentaba tapar su herida para detener el sangrado, pero no podía, Laico no se mantenía quieto, y como chinicuil andaba por todo el patio, la sangre mojaba la tierra a sus pies, tonos rojo y café que se perdían uno con el otro. La risa saturaba el jardín, Lucha intentaba asirlo, pero fue inútil y sin esperar lo cogió por sorpresa y con un beso certero la calma y el silencio reinó en todo el jardín, el calor de sus labios desprendía la piel de la pareja, la sangre a borbotones mojaba el suelo entre sus pies. Se apretaron con tal fuerza como si quisieran eliminar hasta el mínimo espacio entre sus cuerpos, exprimiendo el aire, pecho contra pecho. Por primera vez la pareja despertó como de un largo sueño, era de mañana, los gallos desgañotados en vano vociferaron todo el rato. Los dos en la cama, envueltos en sábanas blancas, en contraste con sus caras sonrojadas y mirándose fijamente como hipnotizados y entoloachados sonreían, pero el asombro llegó al ver que no había mancha alguna en ellas, el níveo color reflejaba todo en la habitación de aquella mujer llena y complacida, la sangre nunca existió. Ese día se olvidaron del jardín, del patio, de las plantas del trabajo y de los fórceps. Esa semana no salí de las cantinas, pues el chisme como hierro incandescente se lo aventaban uno al otro en todo el pueblo, fue un placer a mis oídos escuchar aquellos chismes, pues mi colega siempre vivió sola, nunca le conocí un novio, pareja o movida, hasta llegué a pensar que era machorra, qué les puedo decir.
Pues después de tantos meses de frecuentarla el licenciado porfió, le echó los perros encima. Dicen que ese verano las plantas de su patio y su vivero fueron de un color tan intenso que parecían fosforescentes o como se diga, la gente y el morbo que tanto alimenta a los oídos, eso sí, para mí solo buenas noticias. Después de la calma viene la tempestad o al revés, porque después de eso mis amigos nunca formalizaron su relación. Como quien dice, eran amantes, pero eso sí, los más felices del pueblo. Compartían su casa a gusto y disgusto, a veces dormía cada quien en su lugar. Claro, eso no era muy frecuente, paseaban como novios, parecía escuincle de trece años tomando a su adolescente casi arrastrando por todo el zócalo del pueblo, calentaban cama y bancas, no se estaban quietos, creo que hasta el pescuezo se les puso chueco de tantos besos. Eran la comidilla de todos; qué gratos recuerdos. Después de nueve años de intenso romance y floja defensa del caso de la Dra. Lucha, por fin llegó a término la querella, ella fue encontrada culpable; ahora recuerdo bien, y creo que perdió todas las instancias, agotó todos los recursos, hasta el agua bendita agotó, y el juez fue muy claro: un año de prisión o no sé cuánto de fianza. La doctora, con sus ahorros, pagó todo, pero le quitaron su licencia de ginecología por un año. Todavía recuerdo su cara como preguntándose, ¿soy ginecóloga? Con tantos años en el olvido su consultorio, ya no se acordaba de esa profesión, dedicada a su vivero y a otros quehaceres, hasta una fonda inauguró tres años antes de terminar el juicio; era una fonda hermosa, creo que la miel que a su paso dejaba la embarró por todo el local, pues no había comensal que no chuleara el restaurante. Laico resultó un excelente cocinero y todo el pueblo deleitó su paladar con sus platillos, pronto el gobernador, diputados y senadores encontraron como punto de reunión aquel lugar tan agradable. Lucha, una mañana de esas que cuajan de calor, se quejaba mucho de bochorno, mareada, y sin fuerzas muy temprano fue al mercado a comprar las viandas para su casa y para la fonda. Entre carnes y quesos, verduras y frutas, saltando niños jugando entre los pasillos, llegó a la tienda de don Tulio. Era la tienda de abarrotes mejor surtida, además de ser compadres, compadrazgo que ella explotaba y el satisfacía trayéndole ingredientes tan curiosos y raros que usaba para cocinar Laico, desde comidas regionales, comenzando con los tamales, bocoles, cuitones, zacahuil,
tapataxtle, chojol, caldo indio, huevos ahogados, moles variedad, y aguas de jovito, naranja, guanábana… todo lo que su región producía, hasta comida internacional, asignada según un calendario muy bien estudiado que Laico y ella habían hecho, como escogiendo temporadas en las que los comensales venían de fuera. Cuando terminó de llenar su canasto azotó como mata de plátano, don Tulio corrió para levantarla con la ayuda de unos cargadores, que por casualidad estaban surtiendo el negocio, y solo se escuchó: «Háblenle al pierde juicios, rápido». Pues pareciera que todo el pueblo estuviera en cinta, la felicidad de los vecinos era inmensa, aquella noticia del embarazo de Lucha corrió como el agua de un río en creciente, todo mundo lo sabía y no dejaban de dar gracias a Dios por la bendición que mucho le hacía falta a mi colega, pues ya estaba entrada en años. Digo, no era una jovencita, y las tiendas, la peluquería, y todos los sitios de reunión comentaban: «Ya le hacía falta a la doctora, ahora sus jardines tendrán el más hermoso retoño». Otros: «Que la amargura corra con la noticia de ese nuevo ser, la doctora tiene derecho a ser feliz y a olvidar sus penurias». «Esos dos son tal para cual. Laico, con su desilusión, volverá a la vida y ella rejuvenecerá con el fruto de su vientre», eso y muchas otras palabras buenas fueron cantadas al aire por todos, eso es lo que pasa cuando los pueblos son pequeños: puede ser un infierno o un paraíso. Laico estaba feliz ya que el fruto de su amor se manifestaba rodeado de buen trato, sin la obscura vida que su matrimonio anterior le obsequió. Lucha, un poco más serena, pero con un brillo en sus ojos, ya que siendo galena sabía de los problemas que un embarazo trae a una mujer de su edad. Pronto estuvieron en su casa disfrutando de la buena nueva, de los ascos, de los achaques y antojos, parecían novios de dieciséis años, inexpertos, neófitos en todo aquello, el juguete nuevo era multifacético, todo era nuevo. Compraron lo necesario para la llegada del hijo más esperado de la región. Cuando salía a Tampico, la parada a las grandes tiendas era obligada, y a decir verdad, cosas que ni necesitaban las compraban, era la euforia, y así las semanas pasaron y el embarazo se acercaba a término. Laico, en ocasiones, decía a Lucha: «Vamos a que veas a un colega tuyo, para ver que todo esté bien». Ella respondía: «¿Para qué?, si lo único que me dirá es que no haga esfuerzos, ni quehaceres, no, nada, y eso en vez de bien para nosotros, sería una carga porque ya no atendería la casa, y tú estarías lleno de trabajo entre tu despacho, la fonda y la casa». Entonces él se quedaba pensativo
y cedía. Pobres aquellos incautos que van con el ginecólogo a pagarle para que les digan que su esposa no haga nada, en fin. Los días cada vez se hacían más cortos, las nubes paseaban con frecuencia por el pueblo y de vez en cuando una de esas lloviznas típicas de diciembre se sentía cada vez más, era la temporada, las noches eran más frías al ritmo de las mañanas. La pareja disfrutaba de más tiempo descansando en la cama junto al calor que tremenda panzota les regalaba, no hacía falta cobija, ella ya estaba a término esperando solo los dolores de parto. Cabe mencionar que Laico llegaba a casa para estar menos tiempo, las noticias y los chismes que generaba tan peculiar pareja aumentó, igual que la clientela, tanto del comedor como de su despacho, y al parecer con mejores finales en sus litigios. Una tarde un poco obscura, de esas obscuridades que entristecen un poco, Laico salió de su despacho camino a la fonda como siempre lo hacía para los preparativos de la cena. Se encontró con dos amigos de la universidad que estaban de paseo por el pueblo. El reencuentro fue eufórico y terminó en una reunión, en la que Laico insistió para que de paso conocieran su restaurante. Tomaron camino y se alojaron en una confortable mesa para cuatro, pero antes Laico pasó por cocina y istración para dar indicaciones y después se dirigió a la mesa que había asignado a sus amigos, tomando una copa de coñac, la cual calentaba con sus manos, se dispuso a relajarse, platicar y disfrutar de la compañía. La plática era muy amena, pero cuando esta los llevó al tema de su embarazo, tomó nuevos bríos; los brindis comenzaron a elevarse, él aprovechó para avisar con un empleado a Lucha que llegaría tarde, al parecer la reunión se alargaría hasta la madrugada, y así entre peripecias de sus exámenes, viejos amores, parrandas, los hijos y la vida profesional y marital, transcurrieron las horas, hasta que ya muy entrados en copas comenzaron a despedirse con la promesa de una nueva reunión que involucrara a otros compañeros. Salieron y Laico, como pudo, ya muy borracho, cerró el negocio y se dirigió a su casa. El pueblo estaba muy iluminado y las calles del centro aún albergaban algunos trasnochados traídos por la vacaciones de fin de año, los muchachos tomando la copa y las muchachas bailando en los bailes familiares que se organizaban en el kiosco del pueblo. Alguno que otro se subía a su auto y salía volando como si la vida retoñara.
Durante el camino Laico se fue sintiendo cada vez más mareado y, al llegar a una esquina, no recordó el escalón. Su cuerpo flácido y desorientado cayó, un sonido chillante se escuchó proveniente de una camioneta que venía a una velocidad inapropiada, la gente se amontonó en aquel lugar, la mayoría con cara de decepción, tristeza y algunos con ansiedad, la noche perdió su luz. La cama se movía demasiado, un dolor sordo anidaba en su espalda baja, Lucha solo cambiaba de posición pensando que era la incomodidad que su panza ocasionaba, hasta que el primer dolor fuerte se clavó en su pelvis. Desorientada, despertó, no quería pensar, pero lo hizo, el trabajo de parto había iniciado, así que se levantó, se bañó con calma y retorciéndose de vez en cuando se acicaló y me llamó. Yo atendí al teléfono y le pregunté lo necesario y la hice venir a mi consultorio, eran más o menos las once de la noche, no quiso hablarle a Laico hasta no saber qué se haría. Después de cuatro horas llegó a mi consultorio, yo amodorrado me dispuse a revisarla y tardé una hora para convencerla, porque era muy testaruda, de ir a Tampico para practicarle una cesárea, fue entonces cuando decidió mandar a buscar a Laico, pero no se sabía nada de él. Después de dos horas más yo insistí, la tomé del brazo y la subí a mi camioneta, ella dio indicaciones a mi esposa por la ventana del auto y partimos rumbo a Tampico. En el camino pensé que por fin iba a tener el honor de traer a este mundo al hijo de mi mejor amiga, en el camino solo se escuchaban pequeños pujidos de mi paciente consentida. Yo imaginaba la felicidad que traería este niño a la pareja y al pueblo, sonreí todo el camino, y ella a ratos también, no sé si de felicidad o de nervios, pero lo hizo. Aún guardo en mis recuerdos aquel rostro lleno de esperanza y satisfacción, es el rostro de saber que en la vida siempre hay esperanza y la felicidad nos llega, llena de contrastes pero llega, a fórceps.
Índice
Introducción 9
La velación 11
El trámite 27
La monedita orgullosa 35
La maldad en una joya 41
La loba 57
A Fórceps 79