Fernando Molano Vargas Vista desde una acera
© Herederos de Fernando Molano Vargas, 2012 (Carlos Julio Molano Vargas, Lida Isabel Molano Vargas, Myriam Molano Vargas, Jorge Alberto Molano Vargas). © Prólogo: Catalina Holguín Jaramillo
© Editorial Planeta Colombiana S. A., 2012 Calle 73 N.º 7-60, Bogotá ISBN 13: 978-958-42-8827-1 ISBN 10: 958-42-3089-1 Octava edición (Colombia): junio de 2020
Diseño colección: Josep Bagà Associats
Impresión: xxxxxxx xxxxxx Impreso en Colombia - Printed in Colombia
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CONTENIDO
El misterio de la literatura: Catalina holguÍn jaramillo
Acerca del autor
Escenas para un diario: Primer día
Primera parte: Memorias de dos niños
Segunda parte: No te toques ahí
Tercera parte: Adrián
Postfacio: La bondad en una esquina
EL MISTERIO DE LA LITERATURA
Catalina Holguín Jaramillo
Pocas veces he sentido, leyendo acostada en un sofá, que sostenía entre mis ojos y las manos la vida entera de alguien más. Alguien por quien de repente sentía una profunda compasión. Leí por primera vez Vista desde una acera en el año 2012, recién publicado por Seix Barral, sabiendo poco o nada de Fernando Molano. Me lo había recomendado un librero que amaba Un beso de Dick, publicada en 1992 como parte del premio de la Cámara de Comercio de Medellín y reeditada en varias ocasiones por una pequeña editorial independiente. Sin expectativas ni mucho contexto empecé a leer.
Muy rápidamente comprendí que este era un escritor que tenía oído, con la capacidad de hacer fresco el lenguaje cotidiano, y era además alguien con quien podía empatizar (el papá borracho, las peleas familiares, el descubrimiento de los libros), pero que también me enseñaba un ámbito distinto al de mi experiencia (la juventud en un taller de metalmecánica, las huídas del hogar, el abuso sexual). Una rápida ojeada a la biografía del autor me confirmó que esta novela era bastante autobiográfica, o mejor, que era una memoria novelada; que Molano efectivamente había muerto quince años atrás, en 1998; que estaba enterrado en el Parque Nacional (qué hacía allá tan solo, me preguntaba); que el Adrián de la novela era, en la vida real, Diego Molina. A medida que lo leía, este libro se me convertía en esto que Molano dice después de describir con amargo detalle la dickensiana niñez de Adrián, otro niño que amaba leer:
A veces pienso que los libros son casi un destino cuando se tienen muchas cosas para conversar sólo consigo mismo. Porque el corazón que se tiene adentro es como una habitación, a donde no has podido invitar al mundo a pasar sin que él te la estropee un poco, y te deje a ti por ahí, acurrucado y todo confundido. ¿Y
con quién puedes conversar sobre el asunto, si en últimas siempre has estado allí solo? Pero entonces, pegas el oído a la pared, y escuchas una voz venir de alguna habitación contigua, diciendo algo como: ‘Pues yo aquí, tratando de recomponer la mía; ya he puesto la mesa en su lugar, he colgado otra vez los cuadros, he recogido los papeles; y tendido sobre mi cama, miro las fotos de mis seres queridos…’ A veces los libros me parecen ser eso; como una voz familiar tras la pared de una prisión.
Ahí fue que cerré el libro y lloré con ganas. Lloré por Adrián y Fernando, lloré por mí, no sé, por este país de mierda, y la suma de todas las cosas que dan ganas solamente de llorar. Y eso que aún no sabía el resto de la extraña y luminosa historia que explicaba la existencia de este libro. O mejor, la existencia de Fernando Molano.
Acabada la lectura quise saber más sobre su vida y leer más cosas suyas, pero entonces solo se conseguía Un beso de Dick y con mucho esfuerzo. Los años han pasado. Vista desde una acera, que con esta llega a su octava edición en Seix Barral, insufló un nuevo aire a la breve obra de Molano. Alégrese entonces, amiga lectora, querido lector, pues además de la reedición de Un beso de Dick y el poemario Todas mis cosas en tus bolsillos también habrá una biografía que, mientras escribo este prólogo, Pedro Adrián Zuluaga está componiendo.
Los años siguieron pasando. Entonces pude ver el manuscrito original de Vista desde una acera en la Biblioteca Luis Ángel Arango y comprobar que el texto que leí es casi idéntico a lo que está allí; luego encontré en una tesis de maestría de Marieth Serrato, amiga de la universidad del autor, muchas fotos: en una baila (es mucho más guapo que en la foto de la solapa); en otra hay un grupo grande en algún paseo de tierra caliente y el muchacho que está señalado con un círculo es Diego (o Hugo, al parecer no hay consenso sobre el nombre real del amigo de Fernando); y luego otra de él sembrando un árbol en el Parque Nacional, y con ese árbol (¿un nogal?) las cenizas de Diego cinco años después de su muerte. El 10 de abril de 1998, seis años después, Fernando Molano moriría también a causa del sida y su hermano Jorge Alberto, guardián de la obra, enterraría sus
cenizas en el mismo lugar. La localización exacta de la tumba sigue siendo un misterio que ya no quiero conocer. Creo que la verdadera tumba de Molano está en la sala de Raros y Manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Es allí donde comienza la providencial historia de este libro.
* * *
Fernando Molano nació en Bogotá en 1961, el sexto de siete hermanos nacidos de un padre que era mecánico de taller y una madre ama de casa. Vista desde una acera relata parte de su infancia y la de Adrián (que es Diego), nacido en Armenia y también hijo de una familia llena de hijos y de problemas. El relato de sus episodios de infancia y juventud, que avanza cronológicamente hasta que ambos se conocen, está contrapunteado por ocho escenas como arrancadas de un diario escritas en tiempo presente entre el 12 de abril de 1988 y el 15 de junio del mismo año, donde Molano relata el rápido deterioro físico de su amigo y amante causado por el sida.
La novela inicia con el dictamen de sida en la Clínica Santafé, en horas de la tarde del 12 de abril, y cierra unos días antes, cuando un médico le ordena a Adrián practicarse la prueba. La novela es circular, y de hecho encierra un truco, pues avanzando hacia el final llegamos al principio. Fernando nos hace trampa y evita, con esta estructura, acercarse al final que teme llegar. Tan pronto reciben el resultado del examen, Fernando se lamenta de no poder cerrar este libro y dejar a los personajes allí en un estado de suspensión. Dice: “este libro no se puede cerrar, y sospecho que tendremos que vivir el epílogo completo, qué le vamos a hacer”. Pero Adrián no muere en el libro. Va a morir, pero ahí no se muere; y Fernando, ahí adentro del libro, ni siquiera está enfermo. En ese espacio, construido como un círculo mágico, figura simbólica del infinito, están encerrados ellos, sin que se acabe este libro.
La de Fernando es una infancia bogotana, que transcurre al sur occidente de la ciudad entre el taller de su papá en el que todos los hermanos, y hasta él,
terminan trabajando para ayudar en la precaria economía del hogar. La historia de su familia es una de permanentes sobresaltos económicos y riñas. Una hermana que queda embarazada antes de tiempo, un papá que borracho le pega a la mamá y los policías que no hacen nada, unos hermanos que abandonan los estudios y no ven la hora de la quincena para “vestir un traje sexi”, jugar billar y hablar de fútbol y mujeres. En fin, el escenario de una familia extensa en un barrio popular de Bogotá observada por un niño que se sabe diferente y que los observa con atención: “pobre de mí si se hubiesen enterado de la clase de tipo que tenían allí metido. A mis diez años, ya sospechaba quién era yo para los demás”.
Los episodios de la infancia de Fernando y de Adrián cabalgan ambos hacia un mismo punto, y es el de la iniciación sexual, un tema que también marca la novela Un beso de Dick. Para Adrián, siendo un niño de unos siete años, el descubrimiento llega de mala manera, a escondidas y por la fuerza: “Adrián no tuvo la aventura de descifrar el acertijo. Muy al contrario de la plácida sorpresa que se siente cuando un amigo nos lo cuenta, Iván le había revelado aquel día en su propio cuerpo, sin desearlo, el punto más oculto del secreto. Le había dado la respuesta mucho antes de que, simplemente viviendo, a él se le hubiera aparecido la pregunta”.
Para Fernando el descubrimiento va llegando por oleadas, la más importante siendo una escena bastante menor de la novela Oliver Twist en la que el protagonista y un niño llamado Dick se dan un beso. “Supongo que nadie recordará esa escena. Al menos, no como la recuerdo yo”, escribe. “Supongo que si alguien la leyó, sólo habrá visto a dos niños diciéndose adiós; Oliver porque se iba a Londres, Dick porque se iba a morir, y lo sabía. Yo vi otra cosa: dos niños que se besaban; dos niños que se querían”. Luego remata el episodio diciendo: “Y toda la vida me quedé pensando en lo lindo que sería poder uno escribir alguna historia, en la que dos niños se amaran de verdad. Y uno de ellos recordara a Dick”.
La novela Un beso de Dick es un primer intento de contar justamente esa historia
desde el punto de vista de Felipe, un estudiante de dieciséis años que se enamora de un compañero de colegio llamado Leonardo. Felipe recuerda a Hugo, su amigo muerto, aunque ese recuerdo es extraño y realmente no es transcendente en el relato, es más bien como un memento para Diego dejado adentro de la novela. Esa novela, según afirma David Jiménez Panesso, profesor, mentor y amigo de Molano “era un idilio”. En cambio, Vista desde una acera “tiene mucho infierno”.
De nuevo Molano vuelve a hacer el intento de contar la historia del niño que recuerda a Dick. Es su última oportunidad. En este caso ya no es solo Dick el que se está muriendo. Adentro de la novela es 1988 y Adrián se está muriendo. En la vida, es 1997 y Fernando también se está muriendo. Diez años separan sus muertes, pero en la novela otra vez sus vidas se juntan y a lo mejor hasta se intercambian, se reflejan. Posiblemente, el sufrimiento físico, la discriminación y el problema de estar enfermo —y encima de eso no tener un peso — que sufren Fernando y Adrián en la novela es quizá también reflejo de las agonías que Molano estaba viviendo en su presente. Cuenta Israel Niño, amigo que acompañó a Molano en su enfermedad y a quien está dedicada Vista desde una acera (además de David Jiménez, Carmen y la mamá del autor): “El día nueve de abril del año 1998 lo había visitado y lo encontré con el color de la muerte en la cara, ya casi no hablaba. Junto con Carmen Gómez, amiga cercana del autor, y su hermano Jorge, nos rotábamos en las visitas. El día 10 de abril a las ocho de la mañana me encontré con Jorge y nos enteramos que había fallecido en la madrugada”.
Texto y vida son inseparables. La vida se contiene dentro del texto, para así verla y entenderla. ¿Acaso un texto así puede serle útil alguien más, como si fuera una moraleja? Esa pregunta atraviesa toda la novela y quizá refleja el escepticismo de Molano con respecto a la escritura al borde de la muerte. En una extensa reseña de la novela, José Agustín Jaramillo cita a David Jiménez, quien dice: “A veces la enfermedad se agudizaba y pasaba mucho tiempo hospitalizado. Había momentos en que se cuestionaba: ‘¿Para qué? ¿Para qué escribir?’ Pero también tenía subidas de ánimo y sentía que hacerlo le daba un sentido al tiempo que le quedaba”, recuerda David Jiménez, quien fue una presencia cercanatambién cercano al autor en esta época. “Él veía la escritura como un remedio personal.
No como una tabla de salvación, pero sí como la tabla de la que se sostiene un náufrago mientras se ahoga”.
* * *
Hasta acá, lo que tenemos es un caso de escritura autobiográfica, una memoria novelada con pasajes metaficcionales que llaman la atención sobre el texto y la escritura, y una voz narrativa que constantemente apela al lector como si fuera un amigo que escucha y acompaña. Pero luego la realidad y el azar (o la providencia) se encargaron de completar la obra, incluso de permitirle su existencia, añadiéndole una capa de significado difícil de categorizar. Resulta que tras la muerte de Molano el manuscrito de la novela simplemente desapareció.
Primer misterio: ¿Cómo desaparece algo que todos saben que existe? En una entrevista, Jorge Alberto Molano afirma que en sus últimos años de vida su hermano escribía permanentemente: “Uno entraba al cuarto y era una nube de humo y Fernando se la pasaba escribiendo en su máquina. Leía, releía, cambiaba y cuando salía de la casa yo me metía a su cuarto para ver qué era lo que estaba escribiendo”. Por la naturaleza de su amistad, muy posiblemente David Jiménez también sabía que Molano estaba escribiendo una novela, justamente la novela para la cual había recibido una beca de Colcultura en 1995 y que en 1997 efectivamente Molano entrega a la institución. Luego, después de muerto Molano, Héctor Abad Faciolince, quien también guardaba una relación con el escritor, escribe su obituario en El Malpensante (edición mayo-junio de 1998) en donde hace explícita la existencia de esta novela que ya estaba titulada como “Vista desde una acera”. Afirma que él ya había leído fragmentos de este “testamento vital y literario de un escritor excepcional”, e incluso recalca que el texto estaba inédito. En el año 2000, Proyecto Editorial produce la primera edición comercial de Un beso de Dick. Santiago Tobón, entonces editor de Proyecto Editorial, recuerda vagamente haber discutido sobre el destino de Vista desde una acera con Jorge Alberto Molano. Vagamente recuerda un computador con clave y los infructuosos intentos por rescatar sus contenidos.
Siguiente misterio: en la sala Raros y Manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango reposa un manuscrito del poemario Todas mis cosas en tus bolsillos, publicado por la Univerisdad de Antioquia en 1997. Este es un texto fotocopiado de un original escrito a máquina, empastado con una tapa de cartón duro, se titula “Para Diego” y está firmado en tinta negra por Fernando Molano. Según Pedro Adrián Zuluaga otras copias similarmente empastadas por el mismo Molano también llegaron a manos de Héctor Abad Faciolince, Carlos José Restrepo y un primo de Molano. Este manuscrito ingresó por donación a la biblioteca y aparece catalogado el 4 de junio de 1997. O sea, es posible suponer (como lo hacen Pedro Adrián Zuluaga y Jose Agustín Jaramillo) que fuera el mismo Molano quien hizo esta donación, si bien en la Luis Ángel Arango no hay registro de ella. La donación denota, como es lógico, un deseo de posteridad, o de agradecimiento al lugar que lo acogió por tantos años. Pero esta donación también llama la atención sobre el hecho de que el manuscrito de Vista desde una acera no ingresó a la biblioteca en esa donación, ni en otra ordenada por Molano, sino mucho tiempo después.
Tercer misterio: En el año 2004, un acucioso funcionario del Ministerio de Cultura (que antes era Colcultura) hace la tarea de entregar en depósito a la Biblioteca Luis Ángel Arango el manuscrito, junto con otros tantos provenientes de las becas otorgadas por esa institución. Es así como el 4 de noviembre de 2004, ese texto compuesto por 341 páginas escritas ordenadamente en un procesador de texto, argolladas en un comienzo y luego empastadas en 2013 para garantizar la integridad del material, ingresa a Raros y Manuscritos. Valga aclarar que el texto que Molano entrega a Colcultura y que reposa en la biblioteca es el que hoy estamos leyendo. No es un texto inacabado ni incompleto, como afirman algunos en sus reseñas. Sí se realizaron correcciones, pero son pequeños ajustes orto-tipográficos como se puede ver al cotejar el manuscrito con el texto publicado. La planeada circularidad del la novela así como el cuidado en el manejo del lenguaje muestran que esto que estamos leyendo no es una cosa hecha a la ligera para cumplir un requisito, ni termina en punta, ni fue acabada por alguien más.
El punto es que al ingresar a las colecciones, el manuscrito ingresa al catálogo público de la biblioteca. Lo que quiere decir que desde 2004 hasta su “descubrimiento” el libro estaba oculto a plena luz del día. El manuscrito estaba catalogado. Estaba público, visible e inédito, a la orden de cualquiera que tipeara la combinación “Fernando Molano Vargas” en el opac, y este le contestara que sí, que además de unas cuantas ediciones de Un beso de Dick y de Todas mis cosas en tus bolsillos también estaba uno llamado “Vista desde una acera”, sin fecha de publicación ni editorial. De modo que así sería encontrado, ¡casi diez años después de su muerte!, por una amiga de Molano, que quién sabe qué andaba buscando, cuando se topó con ese registro. El tema del hallazgo también ocupa un lugar en el mito y se lo disputan dos personas. Una dice que lo encontró en 2007, y otra que en 2010.
Así que desde el 2004 Molano pernoctó en Raros y Manuscritos (¿acaso hay una mejor bóveda para un escritor queer?), adentro de su biblioteca favorita (“no puedo decir nada de ese lugar: necesitaría una oda hermosa, y no sabría cómo escribirla”), el lugar donde le sobreviene la epifanía que definiría su vida y su obra. Allá estaría maravillado, casi sorprendido, de habitar en ese archivo vivo, haciendo amigos con tesoros olvidados (como él mismo) y con otros documentos serios, muy acartonados ellos relatando importantes hechos históricos, esperando el momento en que le llegara su turno, cuando alguien ingresara reverencialmente a aquella sala silenciosa como una capilla y solo bajo expresa autorización oficial llegara a buscarlo a él, y consumar el milagro.
Y allá fueron a verlo, a Molano. No a la novela de Molano sino a él, su vida y la de Adrián o Diego resguardadas adentro de ese texto, encerradas mágicamente adentro de esa estructura circular que los protege de la muerte. Puedo imaginar a Jiménez, con sus guantes de látex, en el silencio de esa sala, leyendo ese texto, dedicado a él, en una sentada. Como un cuerpo revivido. Como una señal de… ¿qué? A lo mejor de esto que escribió el mismo Jiménez en el prólogo a la primera edición de Vista desde una acera: Fernando “mantuvo la fe viva en ciertas utopías cuyo cumplimiento, indefinidamente aplazado, él interpretó como una razón para seguir en pie y como una obstinación contra los malos tiempos”.
El descubrimiento y publicación póstuma de esta novela cambió por completo la estima de Fernando Molano en el público colombiano. Un beso de Dick siempre se ha descrito como una novela de “culto”, o sea, una cosa que leen unos pocos, en versiones fotocopiadas, digamos que casi que clandestinamente. Es una novela de amor adolescente y de iniciación. Es un bildunsgroman, pero es también una ocurrencia bastante particular en la literatura colombiana donde se hablaba del amor entre hombres y de la libertad sexual en la voz cándida de un adolescente de 16 años. Dick es una novela que suena. En ella, el diálogo es permanente: son voces de niños que hablan y hablando descubren sus sentimientos. Cuando no hay diálogo, entonces lo que escuchamos muy de cerca, como si fuera un confidente, es a Felipe, que se habla, se pregunta, se responde, mira desbocado el mundo y aprende de su desbocado cuerpo que la felicidad y la injusticia habitan en la misma cuadra. Hasta ahí, junto con los poemas, la obra de Molano podía seguir siendo circunscrita al cajón de la “literatura gay” y quedarse allí como un pequeño fogonazo que se recuerda con cariño. Según atestiguan algunos lectores, Todas mis cosas en tus bolsillos circulaba también en versiones fanzineras pues la primera edición no era fácil de conseguir.Además, la portada parecía poner al libro en el lugar de la poesía erótica cuando es mucho más que eso.
Pero aparece Vista desde una acera y Molano cambia. Crece. En esta casi novela casi memoria pesa más la prosa descriptiva que el diálogo, y en ella vemos a un escritor dueño de su voz, capaz de entretejer toda la complejidad de la vida pública del país con una historia de amor juvenil que ocurre en universidades públicas y barrios populares de la ciudad. Quisiera hablar de cómo Molano construye la figura de su padre con quien pareciera tener una última reconciliación; quisiera llamar la atención sobre la relación entre religión, autoridad y familia; o mostrarles una a una las frases y descripciones maravillosas que subrayé en mi ejemplar como evidencia del uso que Molano le da al lenguaje. Pero ya va siendo hora de que comiencen ustedes a leer la novela, y solo me resta decir que este libro también me gusta porque me pone a pensar en la utilidad de la literatura. La pregunta aparece una y otra vez, no en vano supongo, ya que la vida de Molano parece estar rodeada de preocupaciones más pragmáticas y urgentes que las del arte. A lo mejor, este es un libro que misteriosamente responde a esa incógnita.
ACERCA DEL AUTOR
Fernando Molano murió en Bogotá el 10 de abril de 1998. Un grupo de amigos sepultó sus cenizas en algún lugar del Parque Nacional. Lo que queda de su cuerpo yace confundido con los restos del cuerpo del amigo que más amó, deseó y poseyó durante su corta vida, un amor que fue materia de casi todos sus escritos.
En treinta y siete años de vida, Fernando Molano escribió dos novelas, un libro de poemas, un puñado de cuentos y algunas notas autobiográficas. De las dos novelas, la primera, Un beso de Dick, le valió el mayor reconocimiento literario que obtuvo en vida: el premio de la Cámara de Comercio de Medellín que le otorgó, en 1992, un jurado compuesto por Héctor Abad Faciolince, Carlos José Restrepo y Fernando Soto Aparicio. En1987 había sido galardonado en el concurso nacional de cuento de Proartes, en Cali.
La segunda novela, Vista desde una acera, cuyo proyecto recibió, por concurso, una beca de Colcultura, permaneció inédita durante casi quince años. Una copia, por cierto en muy deficiente transcripción, se conservó durante años en la Biblioteca Luis Ángel Arango, donde fue hallada casualmente por una compañera suya de universidad. Desde entonces, un pequeño grupo de antiguos amigos de Molano se empeñó en lograr un texto minuciosamente corregido y encontrar un editor.
Lo que de inmediato llama la atención del lector de estas novelas es la voz del narrador. Molano fue muy consciente de cuánto arriesgaba con un narrador aparentemente tan ingenuo, un adolescente que habla en primera persona, que tantea aquí y allá, sobre todo en lo sexual, y que parece saber muy poco de la vida y de los libros. “Historias de amor, de adolescentes, muy sencillas, muy cotidianas, los ambientes y las cosas de la adolescencia, el colegio, la música que escuchan, las películas que ven, el fútbol y más nada”, dice en una entrevista.
Tenía muy claros los límites, hasta dónde quería llegar y lo que había que evitar: “No escribir textos pretenciosos, recargados de formas, buscando sorprender, ni nada por el estilo. Quería siempre contar una historia, y ni siquiera una historia, me gustaba escribir relatos en los que hablara de sensaciones, de instantes, de momentos que seguramente a mí, de alguna manera, me impresionaban, y aspiré siempre a poder hacerlo de una manera sencilla, sin ninguna pretensión literaria”.
Sin embargo, Fernando Molano no fue un escritor inocente, sin formación y sin lecturas. Todo lo contrario: su avidez de lector abarcó desde la pasión por los clásicos hasta la curiosidad más asidua por los contemporáneos. Leyó a Flaubert y a Tolstoy, a Proust, a Kafka y a Joyce, a Camus y a Sartre, en el medio académico, y acompañado de lecturas críticas e históricas. Conoció las obras iniciales de Philip Roth, antes de la actual boga en español de este novelista, a Michel Tournier, a Saul Bellow y a Salinger, cuya novela El cazador oculto, en la edición de Fabril Editora, fue la que inspiró su decisión de narrar a través de un muchacho, en los límites de lenguaje y experiencia del mundo que este narrador le imponía. En la entrevista mencionada, radiodifundida por la emisora de la Universidad Nacional el 21 de abril de 1993, dice que comenzó Un beso de Dick en tercera persona, en tiempo pasado y desde la perspectiva de un narrador que ya está en su madurez. En algún momento ensayó la primera persona, el tiempo presente y el narrador adolescente, y todo cambió: la narración recibió su tono apropiado. “Cuando la estaba escribiendo”, confiesa Molano, “conocí el libro de Salinger en la traducción argentina, me fascinó y lo encontré muy cercano al tono que estaba utilizando y, por supuesto, lo subrayé más, me apropié mucho más de él, e incluso en la novela mía hay cuatro o cinco frases robadas de El cazador oculto”.
Sus primeras lecturas fueron los libros infantiles ilustrados, los cuentos de hadas, sobre todo Perrault. Luego, Julio Verne y Mark Twain. Acerca de Oliver Twist, una novela que lo marcó intensamente en su adolescencia, cuenta: “Me enamoré primero de la historia a través de un artículo, una reseña que apareció publicada en una revista que estaba entre las cosas de mi abuelo, entre las cosas que nos dejó al morir, una revista Life. Era una reseña sobre la película. A partir de esa reseña, busqué el libro, lo leí y de una escena de ese libro viene a cuento el título
de esta novela mía”.
El libro Todas mis cosas en tus bolsillos fue editado por la Universidad de Antioquia en 1997. Es un conjunto de poemas de amor adolescente, casi siempre narrativos, en los que se cuentan pequeñas historias o se describen breves escenas de educación sentimental, muy en consonancia con sus novelas. En ambos géneros, la combinación de candidez y audacia da la nota dominante. La pasión espiritualizada, vivida y sentida con el cuerpo al mismo tiempo que elaborada con la inteligencia y con las destrezas del poeta lo excluye de la horda de poetas eróticos, repetidores de lugares comunes. Molano escribe, en prosa y en verso, una poesía que podría describirse como expresión de la experiencia concreta, captada siempre en un esbozo de historia y dicha en palabras cercanas al habla coloquial, pero intensificadas al máximo mediante la concisión, la expresión exacta y una suave ironía que despoja el texto de todo patetismo y lo vuelve contra el propio poeta, como en un eco de sonriente autocrítica, a veces implacable, jamás aniquiladora.
Como hombre y como escritor, Molano nunca le hizo el juego al cinismo. Prefirió la apariencia de ingenuidad. Pero fue lúcido, un hombre de principios y un batallador. Creía en pocas cosas pero creía fuertemente en ellas. Entre otras, creía en la poesía: no en la misión social del poeta sino en la influencia soterrada, lenta y redentora del poema auténtico sobre el lector individual. Y mantuvo la fe viva en ciertas utopías cuyo cumplimiento, indefinidamente aplazado, él interpretó como una razón para seguir en pie y como una obstinación contra los malos tiempos.
Su preocupación central como escritor la reveló el mismo Fernando Molano en estas palabras: “Se trata, en verdad, del paso del adolescente a la vida adulta y su enfrentamiento con el mundo social. Cuando yo empecé a escribir pensaba mucho en todas estas cosas. No hacía muchos años había yo dejado mi adolescencia y pensaba mucho en el impacto que había sido salir de ese pequeño mundo feliz de la infancia a afrontar la realidad concreta y cotidiana a la que se enfrenta todo hombre. Pensaba mucho en cómo iba apareciendo la preocupación
de un muchacho por la subsistencia, lo que esperaba de mí la sociedad y me lo comunicaba en las clases, a través de mis profesores, y cómo en realidad el mundo en que viví es completamente distinto a la ilusión que aprendí en el colegio. También pensaba en la manera como la sociedad quiere atrapar a un niño y utilizarlo para sus fines económicos, para la reproducción de la sociedad tal como está, y cómo todo esto choca con las aspiraciones individuales de una persona. Y coger eso precisamente en el momento crítico de la vida en que se están descubriendo todos estos conflictos”.
Fernando Molano nació en Bogotá, en julio de 1961. Inició estudios universitarios de arquitectura y luego de ingeniería electrónica, carreras que abandonó para dedicarse a los estudios literarios en la Universidad Pedagógica Nacional. Durante algún tiempo trabajó como mecánico rebobinador de motores en el taller que tenía su padre, oficio del que se enorgullecía y en el que llegó a ser muy diestro. En los años finales pensó en cursar la carrera de cine en la Universidad Nacional, con la idea de que podía ser una profesión compatible con la literatura y una manera interesante de ganarse la vida, pero ese proyecto también fue truncado por la enfermedad. Un amigo que lo conoció bien dijo de él: “Se veía a sí mismo como un sobreviviente: sobrevivió a la pobreza que en algunos momentos de su vida llegó a ser extrema, sobrevivió por años a la enfermedad que finalmente lo venció y acabó con su vida, sobrevivió a la discriminación de que fue víctima por su pobreza y por su enfermedad”. Estas mismas situaciones le impidieron ser un escritor de disciplina diaria y de producción abundante. De todo esto habla en su novela Vista desde una acera.
DAVID JIMÉNEZ
A Carmen, a Israel y a los amigos. Sobre todo, a David y a mi mamá.
Detengan todos los relojes corten el teléfono que el perro no ladre con su jugoso hueso Silencien los pianos y con tambores aturdidos saquen el ataúd Permitan que sus seres queridos se acerquen Que los aviones sobrevuelen el lugar dejando en el cielo este mensaje: ÉL ESTÁ MUERTO Pongan moños sobre los cuellos de las libres palomas que los policías usen guantes negros de algodón Él era mi norte mi sur mi este mi oeste mi semana laboral y mi descanso dominical mi medio día mi media noche mis palabras mi canción Creí que este amor sería para siempre: me equivoqué Las estrellas no son deseadas ahora: apánguelas todas empaquen la luna y desarmen el sol desborden el océano y levanten los bosques ya que nada ahora puede tener sentido
W. H. AUDEN
(Recordado por un muchacho para su amigo en
Cuatro bodas y un funeral)
ESCENAS PARA UN DIARIO
PRIMER DÍA
Callado, Adrián cierra el sobre con el informe del laboratorio.
En este salón, desde estos sillones donde estamos sentados, todo se detiene por un instante; todo queda en silencio; y otra vez todo vuelve a andar entorpecido. Aunque los dos señores que están en frente de nosotros, de espaldas, igual siguen conversando sus asuntos, el niño que está más allá aún le tira de la falda a su mamá, los altavoces todavía suenan y las gentes en este hospital pasan, de repente todo se mueve de una manera extraña, y el mundo entero se convierte en otra cosa: ¿cómo nadie se da cuenta? Miro este piso frente a mí y es como estar en otro lugar, como si quedáramos atascados en un punto diferente al de los otros, un punto como el que ha de estar en alguna línea en las páginas de una novela hermosa, donde sabes que lo que tienes en las manos está acabando, y entonces te empieza esa nostalgia, esa ganita de leer más despacio para que acabe menos pronto, esos deseos de cerrar un rato el libro para fumarte un pucho… Así estamos aquí, completamente suspendidos, obligados por el instinto a una esperanza inútil; pues él tiene entre sus dedos el sobre y yo lo tomo, saco el papel y está allí de nuevo esa palabra: positivo… No habíamos leído mal. Definitivamente estamos en este punto.
Adrián está a mi lado. Tiene la cabeza ladeada, las manos abandonadas sobre sus piernas desde los brazos de la silla (parece como si estudiara algo muy importante en el aire): yo lo miro. Me siento horriblemente estúpido pensando decirle: “Vamos, no esté triste”. ¡Cómo no va a estar triste!, me digo. Pero él, porque es más valiente, me dice mirándome a los ojos, sonriendo apenas en sus comisuras: “Pero fuimos felices, ¿cierto?”. Yo sólo encojo los labios y abro más los ojos como un sí sincero; y quisiera decirle lo que él ya sabe, que yo lo amo…
Pero sería algo muy idiota, sé que sería inútil, y entonces no le digo nada. Así que él vuelve a mirar hacia el frente, un poco hacia abajo; o hacia adentro. Y otra vez parece que sonriera, y otra vez no…
—¿Nos vamos a caminar, Fernando? Vamos al mar. Porque usted no lo conoce, ¿cierto?
Me lo dice como si no lo supiera. Yo me escondo entre mis hombros pensando que ya qué importa, y le digo que es cierto con un gesto que él no ve.
—Y nos metemos en el mar —dice. Lo dice para sí.
A través de los ventanales veo la luz del sol sobre los muros de ladrillo y siento por primera vez hoy lo hermosa que es esta tarde; que la luz que entra, esa luz que tiene Bogotá a las cinco cuando no hay nubes, se parece a la luz del sol en los mares de las películas. Mil kilómetros de aquí hasta el mar, a pie, en verdad no serían nada en este instante; sería tan natural salir ahora, caminarlos en un momento, estar ya en la playa, mirar toda esa agua y no sentir miedo. Solos los dos frente al bordecito del mar no existiría el miedo, supongo. Tampoco habría alegría. Sólo esa sensación agradable de estar juntos. Casi lo imagino: yo pongo mi brazo sobre sus hombros como a él le gusta, lo tengo contra mí sin fuerza y avanzamos; nos sumergimos despacio y el agua nos roza en la cintura (como si estuviéramos en el dibujo de una leyenda indígena que vi una vez en la escuela); más allá el sol nos acompaña, hundiéndose también él atrás del horizonte, y nosotros ya tendríamos el agua en la barbilla. Y en el corazón unos pequeños deseos de volver, claro: para dar un dulce toque emotivo a la escena… Le daría también un beso antes de que el agua ahogue nuestras bocas, y llene de sal su aliento, y el mío, mientras ahora por fin nos cubre y todo desaparece en un brillo fundido a negro antes de rodar los créditos.
Igual que desaparece este bobo sueño de morir en el mar en este suspiro que suelto: estamos en el salón de un hospital; esa palabra en el papelito del sobre no es la última palabra del final. Sólo que este libro no se puede cerrar, y sospecho que tendremos que vivir el epílogo completo, qué le vamos a hacer.
Pero cae un sol como de mentiras. Y entonces el mar… Sería en verdad hermoso estar allí; sólo para mirarlo un poco. Los dos en una playa como de paseo, ver aún de noche el sol en las pieles morenas de los muchachos, y a los que se aman debajo del agua, como nosotros cuando cerramos una puerta: vivir toda esa bella cursilería. Ya que no vendrá el futuro que esperábamos, al menos podríamos despedirnos de él sin que nos humille la tristeza… Claro: si no fuera porque en nuestros bolsillos no hay más de quinientos pesos, pienso de golpe, y eso es más de un millón de kilómetros hasta el mar. Y hasta cualquier dicha. Decir “vamos al mar” no es como decir “vamos a tomar un café”: para nosotros, al menos. Así que nuestros deseos más simples sólo serán también un sueño. Y el final de este día será algo tan trivial y sin mar como otro día.
Lo mejor será ir a casa, pienso.
—Usted se va a quedar solo —me dice él.
—Yo no quiero quedarme sin usted —le digo; y me entran deseos de ponerle un puño. En serio.
—…
—Además no sabemos nada. Mañana veremos lo que dice el médico.
—No, Fernando. Ya no más ir al médico.
Y se queda mirándome a los ojos.
¡Qué puedo yo decir! Cómo reprocharle que ahora se sienta así, vencido, si lleva casi ocho meses enfermando más cada día sin saber por qué… hasta ahora. Casi me siento un miserable: no es justo que él esté mal y yo no, me digo. Es decir, ¿por qué está él solo en esto? ¿Y por qué ha enfermado primero? ¿Qué haré? ¿Dónde están las malditas instrucciones para portarse uno bien cuando la vida se enreda? En fin, así las cosas, podré al menos cuidarlo, ¿no? Sí. Deberé abandonar la universidad, me digo, y sólo me dedicaré a trabajar para tener algo más de plata. Vamos a necesitarla: porque estamos solos, qué demonios.
—Vea, Adrián, el médico lo puede curar de lo que tiene ahora —le digo como si yo supiera mucho—. Yo he leído que a uno le aparecen enfermedades y que los médicos las van controlando hasta que ya no se puede. Pero mientras tanto se puede mantener bueno; y yo conseguiré dinero para que usted no se preocupe por eso, y nos iremos a vivir juntos y nos pasamos bien este pedazo que nos queda —él no dice nada, pero me sonríe, y yo ya no puedo parar de decir bobadas para darnos ánimos (¿qué más puedo hacer?)—. Mañana iremos donde el médico, como quedamos, y él le dará algo para su diarrea, luego nos vamos a ver El último emperador que dicen que es buenísima, y conseguimos prestado para ir a Cartagena… Por ahí habrá algún amigo para asaltar… Tal vez David nos preste. O Beatriz.
—No, qué pena con David. Beatriz sí es de plata.
—Sí, qué pena con David —le digo, y su cara y la mía se vuelven como una especie de plan para asaltar la dicha—. Bueno, mejor ahorramos. Pero usted se pone bueno para que disfrutemos harto, y me espera hasta que también yo enferme y nos enfermamos ambos y nos vamos, ¿sí?
Y él me dice: “Sí”.
De repente siento que no duele más el temor de morir que el de perdernos, ahora que se compadece también de mí, sonríe como si fuera a llorar, sabe que igual yo moriré, me dice: “En estico encuentran una cura, tranquilo…” y hace que yo me enamore más de él.
Es algo muy tonto, pero sonreímos, sabiendo que hemos empezado a mentirnos. Pues no hay nada más cierto, y lo sabemos, que será imposible vivir juntos, que el dinero que yo gane alcanzará, apenas, para sobrevivir; para, como hasta ahora, vivir la vida de coger un bus, vernos en algún lugar del centro, alguna vez ir a cine o a beber una cerveza. Así que lo de vivir juntos, Cartagena, disfrutar mucho, y el préstamo que no le pediremos a David, ni a Beatriz, ni a nadie, sólo son mentiras que decimos para decirnos otra cosa: que estamos juntos, o algo por el estilo.
Sólo eso.
Han de ser algo menos de las cinco y media. Quisiéramos ir a mi casa; pero Adrián teme el rostro frío de mi padre, y me pide que lo lleve a la suya —son más de dos horas de viaje hacia el sur, pienso—. Mi casa está más cerca; allí tengo mi cuarto: de cualquier manera lo engañaré para estar allí juntos esta noche. Sobre todo esta noche.
Y salimos.
En la acera, frente a la Fundación Santafé, no hay mucha gente a esta hora. Caminando hacia el paradero, tomo el morral de sus libros y echo mi brazo sobre sus hombros; todo estará bien, me digo.
Qué suerte, los buses pasan llenos.
Es martes este abril 12 de 1988: no puedo creer este atardecer tan bello.
PRIMERA PARTE
MEMORIAS DE DOS NIÑOS
No hay duda, el niño está hecho para ser raptado. Su inocencia, su fragilidad, su hermosura, invitan a ello. Nadie lo duda; empezando por él mismo.
SCHÉRER Y HOCQUENGHEM
1
Les diré, la escuela se llamaba Concentración José Eustasio Rivera. Y no era la gran cosa.
En el recreo jugábamos lleva y también soldados libertados. Aunque la verdad es que yo no recuerdo a quienes jugaban conmigo. Sólo a Miguel lo recuerdo; y él nunca jugó con nosotros. Era el más alto del curso y era el más serio, casi nunca se reía. Se sentaba contra la pared en un pupitre de atrás. Era zurdo, y escribía con el cuaderno volteado, como se debe. Sí, creo que se llamaba Miguel.
En las mañanas mamá me despertaba a las seis y media, y me mandaba a lavar mi cara y a mojar bien mi cabello. Cuando terminaba mi desayuno, ella me peinaba alzándome un copete sobre la frente, me preguntaba si llevaba hechas mis tareas de la escuela, y por último, porque casi siempre lo iba olvidando, humedecía una toalla para limpiar mis piernas, sobre todo en las rodillas y atrás, arriba de las medias, con mucho regaño y restregón fuerte por tanto mugre que yo me hacía. Siempre me escocía la piel después de eso. No como cuando me bañaban todo el cuerpo; y eso ocurría sólo los domingos. Cuando me desnudaba, mamá siempre se ponía una mano sobre el rostro, abría los dedos para mirar como si no quisiera y decía: “¡Qué vergüenza!”; y me alzaba sobre el lavadero de la ropa para echarme agua fría y empezar a untar jabón en mi cabeza y en mi cara; desde el cuello bajaba el jabón por mis brazos y otra vez lo subía hasta el pecho; del vientre lo llevaba rápido a las piernas y, apenas de paso, por aquí: “¡Grosero!”, me decía como si se enojara justo cuando más ardía el jabón en mis ojos; hasta que otra vez venía el agua fría… Los domingos no me quedaba escozor en la piel y yo adoraba mi baño de los domingos. Pero no me gustaba que me bañaran sobre el lavadero del patio, porque a veces los hijos de una señora de a la vuelta se venían sobre los tejados para fisgonear y burlarse, y mamá les gritaba y les decía “corrompidos”.
El hecho es que un día ya no quise dejarme bañar de nadie. Porque hablando con Miguel supe que él se bañaba solo. Y desde entonces también me lavo los dientes. Por Miguel.
Miguel era no aburrirse en la escuela haciendo planas de palitos, esas planas interminables, que me quedaban tan feas como la letra que tengo ahora; era volver la cabeza para buscar su pupitre y mirarlo escribir con su mano izquierda sobre su cuaderno volteado; era ponerse triste cuando él no iba a clases; era esa cosa rara, aquí en el estómago, cuando volvía.
Esos eran días en que yo hacía primero de primaria. Mi casa quedaba cerca de la escuela, sobre la calle 27 sur en el barrio San José. Papá la construyó.
Cuando compró el lote, por los años cincuenta, el barrio era un potrero y se llamaba Llano de Mesa. La casa fue primero una enramada grande hecha de latas y cartones con techo de zinc, que ocupaba la cuarta parte del terreno al fondo. Afuera había un barril de lata con una piedra plana al lado, y ése era el lavadero. Más allá, en el rincón izquierdo dentro de una enramada más pequeña, una taza de segunda y sin cisterna era el sanitario. La fachada estaba hecha de alambres de púa en los que se enredaban hierbas silvestres. Allí la familia sólo vivía por temporadas, cuando la situación económica no daba para pagar la renta en un lugar decente.
La familia:
Papá había nacido en el 22; su padre era banquetero en recepciones finas y su madre lavandera en el río San Francisco, o en las casas de señoras que tenían lavadero en su patio. Fue un niño en el barrio Egipto, cerca de San Bruno; hacía los mandados corriendo para lograr regresar a casa antes de que el viento secara los escupitajos que abuelo hacía sobre el piso para medirle el tiempo; subía a
misa de seis a Monserrate los domingos, estudió tres años de primaria, sabía echar el trompo y no le gustaba que su mamá trabajara. A los diez años tuvo su primer empleo como muchacho de los mandados en la oficina de unos abogados en un edificio del centro. Él le recibía la correspondencia a Jorge Eliécer Gaitán, que era un político importante a pesar de ser un hombre honrado, y que tenía su oficina en el mismo piso donde papá trabajaba. Eso papá lo cuenta con orgullo. Mi padre ya era liberal; y Gardel se mató en esa época.
Antes de los trece, trabajó como aprendiz en varios talleres de donde siempre lo despedían, pues su edad le impedía hacer trabajos fuertes. Por fin encontró empleo en Talleres El Vaticano, el mejor de Bogotá, y el único que hacía trabajos de platería y niquelado de metales. Allí estuvo casi cinco años; allí aprendió casi todo lo que sabía: en un taller se aprende el sueño de una vida en la que a uno no lo mande nadie (son palabras de papá), en sus almanaques con mujeres desnudas se aprende el amor por las mujeres desnudas, y en las tiendas cercanas al terminar el día, o en las esquinas con la resaca, lo que son la patria y esta vida.
Cuando fue el año 40, papá se echó los largos. Echarse los largos era ponerse por primera vez un pantalón largo. Hubo fiesta con un amigo que también lo hizo. Y con los largos también se echó a trabajar por su cuenta. Al poco tiempo montó un taller propio en la calle 17 con carrera 12 (puro centro). Se llamó Talleres Perfecto y muchos de sus clientes lo habían sido del Vaticano. Ese jovencito siempre quiso ser independiente, y tenía sus razones: “Eso de trabajar alquilado… —solía decir—. Nadie le dice a usted ‘por favor, esto’, sino ‘tenga aquí, haga allá’, como si no existiera el respeto. Eso a mí no me gustaba. Pero al menos yo era listo, y ponía cuidado a todo para aprender a trabajar bien lo que nadie me enseñaba. Y yo trabajaba más de lo que me ordenaban; pero no lo hacía porque fuese un muchacho lambón, sino para no escuchar órdenes como un cualquiera. Al menos para eso… Además aquello me sirvió para que me tomaran confianza en el Vaticano: podía quedarme trabajando solo en el taller y yo lo aprovechaba para hacer trabajos míos por debajo de cuerda. Así le plateé toda su vajilla a María Michelsen, la esposa del presidente López. A él también lo conocí, pero en la plaza pública: yo creo que era un buen hombre. En cambio a su esposa la conocí de cerquita, y me senté en su sala. A la esposa de Gaitán también le trabajé…”. A principios de los años cuarenta, papá tuvo su taller
propio. Y soñaba, con el tiempo, montar una industria: “de algo, de lo que fuera”.
Cuando salió del Vaticano, papá tenía tres novias (con tres novias nadie podría estar en “el Vaticano”, supongo). En esos días, una prima suya trabajaba en una fábrica de calzado donde una amiga, llamada Isabel, manejaba una máquina de guarnecer. Esta Isabel es mi mamá. Papá empezó a visitarla en las tardes después de las seis, y con frecuencia la encontraba dormida por el cansancio, “con la cabeza así, hundida entre la almohada”. Cuando papá recuerda esta imagen, siempre dice: “la pobre”. Yo creo que él se enamoró de mamá. Pero papá lo dice de otra forma: “Las otras tres me querían mucho. Por lo menos Carmen Julia estaba encaprichadísima conmigo, y yo siempre iba con ella y su familia a las veladas del Municipal y del Colón; alquilábamos todo un palco… Pero yo las dejé a todas por su mamá… Cosas de la vida, yo no sé”. Así dice papá que la amaba. Pero yo no recuerdo haberle escuchado alguna vez decir a mamá cosas como “te amo”, ni haberlos visto darse un beso. Y esas son cosas de la vida que yo tampoco sé.
Luis Vargas, mi abuelo materno, era de la hacienda Petaluma, propiedad de los Samper en Cachipay, cuando nació mamá de una mujer que no fue su esposa y a quien nadie, excepto él, conoció nunca. Tenía formación de contabilista, lector consumado de Selecciones del Reader’s Digest, autodidacta en jurisprudencia y medicina, y fervoroso adorador de la Virgen del Carmen. Años después de Petaluma, trabajó como visitador médico, se casó con una mujer más bien rica, y amasó una pequeña fortuna que le permitía vivir con cierta ostentación. Dejó en manos de su hermana la crianza de su hija. La tía Carmen, un ser algo oscuro y egoísta, fue, yo pienso (con cierto rencor, lo ito), una especie de madre desalmada. Cuando tuvo edad, mamá debía levantarse a las cuatro cada mañana para llevarle tinto a su cama y empezar los oficios domésticos como si fuese una criada. Mamá sólo estudió dos años de escuela en los que aprendió a leer, y a escribir con una caligrafía estupenda. Según la tía, eso y las labores domésticas eran todo lo que una mujer debería saber. Y mamá no supo más. Tenía dieciséis años cuando conoció a papá; él fue su primer novio, un mecánico al que Luis Vargas despreció y por quien jamás (son suposiciones mías) volvió a saber de su hija.
El noviazgo duró un año: visitas a casa de mamá, flores, paseos por el centro… Según papá, ella era una muchacha muy noble y muy suave. Pero, sobre todo, sumisa. Él dice, y ella corrobora, que siempre “la respetó”, pues en todo momento la imaginó su esposa. Al parecer, sus deseos hacia ella fueron bastante puros: en los paseos acostumbraba a cantarle al oído pequeñas serenatas de amor, con boleros y tangos que, sin embargo, terminaban siempre con el estribillo de una canción en ritmo caliente que decía: “Seguro, Chava, que tengo / ganas de verte la punta’el pie”. A mí el verso siempre me pareció de un erotismo bastante sugestivo pero afortunadamente olvidado por las clasificaciones sexopatológicas de las sicologías, de las que ya tendría yo muchas noticias. Así que a salvo de los cuidados de nuestra moral y de la invención de la culpa, el asunto no debió ser mencionado en confesión el día del matrimonio.
Éste ocurrió en enero del 47: vestido blanco, traje de paño inglés, pajes y padrinos a tono, una gran recepción, una casa que se iba por la ventana. Ofrecieron un chocolate muy santafereño, con almojábanas y quesos: era de mañana; un almuerzo opíparo a las doce, y en la tarde, licores que acompañaban las felicitaciones de los amigos y hacían más llevaderos los consejos y prevenciones de la tía Carmen. Con el ocaso, papá y mamá partieron hacia el barrio La Sabana donde él había rentado un cuarto para iniciar lo que seríamos ellos y sus hijos. (En las conversaciones con papá y mamá, aparte de una sonrisa indescifrable, no se registra la visión del pie de aquella hermosa chica).
En noviembre de ese año habían alquilado una habitación en Barrios Unidos. Allí nació su primera hija en medio de un parto difícil. La llamaron Míriam y papá la quiso mucho. Pero unos meses después su hermana, mi única tía, dio a luz un primogénito varón y él le echó en cara el asunto a mamá. Siempre pensé que en las escuelas, al hacer aprender a los niños el abecedario, podrían enseñar la “x” y la “y” con alguna referencia a los cromosomas y la determinación del sexo; de esta manera, papá nunca hubiera inculpado a mi madre por haber mancillado con una niña el honor del joven esposo. Pero nuestra educación nunca ha sido sabia, y los reproches se sucedieron, afortunadamente sin afectar
el cariño hacia la niña, pero contribuyendo a deteriorar una relación de amor, afectada desde el comienzo por los entrometimientos de la tía Carmen, según la versión de papá.
Un ejemplo: en vista de que Isabel conocía la confección de piezas para zapatos, papá compró, estando recién casados, una máquina de guarnecer con el propósito de iniciar su “industria de algo”: una industria de calzado. Talleres Perfecto aportaría el capital inicial; es decir, papá sería el socio capitalista. Se empezaría haciendo trabajos por contrato para empresas ya establecidas; con el tiempo se compraría más y mejor maquinaria con el fin de aumentar la línea de producción, hasta lograr al fin dominar la confección completa del calzado y salir al mercado con un producto propio “que nos sacara de pobres”. Infortunadamente, en la etapa inicial del proyecto intervino la tía de marras instruyendo a la socia industrial, mi madre, con esta sentencia: “¡Quién dijo que una mujer trabaja para el marido! Una mujer se casa con un hombre para que él vea por ella”. Una vez más, factores externos operaban negativamente retardando el desarrollo de la economía patria.
La máquina de guarnecer, inutilizada, fue vendida y el dinero de la venta refundido en gastos domésticos. Entre tanto, Talleres Perfecto se mantenía sin experimentar progreso alguno, debido a la competencia cada vez mayor en el ramo de niquelados y plateados, debido también a que cada día los menajes de plata dejaban de ser objetos preciados; debido, en fin, a que un taller de este tipo no era algo de lo que se pudiera esperar progreso; por lo cual papá diversificó sus servicios ofreciendo clandestinamente, a amigos suyos o a personas recomendadas por ellos, la reparación de armas de fuego: una de las tantas cosas que había aprendido en El Vaticano. El no haber obtenido nunca, por negligente, autorización legal para ejercer este oficio le trajo no pocas complicaciones; entre ellas el haber sido arrestado varias veces, y alguna de ellas a punto de ser encarcelado. Recuerdo haber vivido dos allanamientos en casa, el ofuscamiento de papá en estos trances, la prisa por envolver en periódicos los “aparatos” y subir a los tejados vecinos para ocultarlos en los canales de desagüe; los policías de civil revolviendo todo, las amenazas, los insultos.
En aquella época, mientras papá sorteaba solo la manutención de la casa, mamá se dedicaba a ser mamá y a ofrecerle a su esposo un varón. Vinieron cuatro en serie. El primero de ellos murió en el día de su bautizo; lo habían llamado Carlos. Le siguieron Carlos (el reemplazo), Gustavo y Gonzalo. La sexta fue una niña, Lyda; el séptimo fui yo, y el último, Alberto.
Mamá nos destetaba cuando quedaba preñada del siguiente, jamás utilizó ningún método de planificación y cuando éstos se pusieron en boga, ella era una mujer menopáusica.
Lo cierto es que fuimos siete. Qué lío.
La foto de mi bautizo.
Ese niño está sentado; tiene una pelota de caucho en las manos; su vestido es de paño, el pantalón corto, la chaquetilla a cuadros; su cabello es ensortijado y un poco rubio; estaría enojado con el fotógrafo porque mira como si estuviera enojado con el fotógrafo; su piel es blanca, su boca grande, la nariz recta: no está del todo mal ese niño.
Al hijo de una señora que vendía frutas en la plaza donde mamá hacía el mercado le caía muy simpático, y cada vez que me alzaba decía (cantaba): “Cara de payaso, pinta de payaso tie-nes”. Y cosquillas.
Papá me veía tan rubio y tan blanco que me señalaba reprochándole a mamá que yo no era, probablemente, hijo suyo.
—Como yo soy una de las guarichas con las que usted anda —decía mamá. “Guarichas” se llamaban todas las amantes de papá, las reales y las que mamá imaginaba.
—¿Cómo vamos a saberlo? —decía él. Lo decía pasito, como para sí.
—No hago más que ser la sirvienta de esta casa, ¡cuántos hombres cree que puedo meter aquí! —decía ella.
—¡No me alce la voz, señora Isabel! —eso lo decía ya muy duro.
—¡Entonces no me trate de vagabunda, miserable! —y a estas alturas mamá lloraba, yo imagino.
—O baja la voz, o se larga.
Etcétera… (Cómo me apenan estos diálogos).
Entonces papá levantaría una mano para propinar su acostumbrada cachetada, y mis hermanos lo detendrían sosteniéndolo por la cintura (Míriam tenía veinte), sus manos caerían sobre ellos, el llanto de todos, sus gritos; por fin podrían tumbarlo sobre la cama (¿dónde me encontraba yo?); su voz de ebrio diciendo que lo soltaran… Tal vez se levantaría. Tal vez saldría otra vez de casa. Y ésa era una noche, a veces.
No son datos para componer un análisis. En el amor de mis padres yo sólo había sido un instrumento accidental, no muy afortunado, para sacar a flote sus odios. Nada extraordinario.
Escenas como ésta eran habituales; los instrumentos variaban: un hermano que faltaba a clases para jugar billar, un negocio que fracasaba, una hermana que cometía noviazgo: culpas que papá le reprochaba a mamá. La embriaguez frecuente de él, los días sin dinero, el crédito que negaban en las tiendas, sus amigos, las guarichas siempre: culpas que mamá… Lo cierto eran sus disputas, con frecuencia mamá golpeada, algunas veces final en estación de policía:
—… Se la pasa con mujeres y después viene borracho a pegarme —le decía mamá al comisario.
—Señora —le inquiría éste—, ¿su marido no cumple con sus obligaciones para la casa?, ¿no les da de comer?
—Sí. A veces no tenemos. Pero él siempre cumple con eso.
—Entonces no entiendo por qué se queja.
(Citado por papá).
Hubo alguna vez un final diferente, y a mí me gusta desvirtuar todos los finales con éste en mis recuerdos: papá se embriaga, hay discusión; esta vez no hay violencia, pero papá se va de casa. Mamá está triste, él lleva dos días sin volver;
una vecina prestó dinero para preparar comida hoy: van a dar las diez de la mañana. De repente, la puerta de casa se abre desde afuera y todos vemos aparecer a papá, imponente como un vikingo, vestido como un ángel venido a menos con su traje arrugado, con una hermosa barba de tres días sombreando su mentón y una gallina que aletea colgada de su mano: ¡vaya!, tendríamos un rico almuerzo. Sin decir nada, papá y mamá se miran. Sonríen, creo. Y la gallina con sus graznidos dice los perdones que a ellos no les salen. Fue un buen domingo.
Qué tantas rencillas pudo ocasionar el hijo dudoso es algo que no puede saberse. Yo creo que no fueron más de dos. Y quizás ya habían sido olvidadas algún tiempo después, cuando nació Alberto, luego de un embarazo que por poco vuelve loca a mamá, no se sabe por qué razón, en una época en que papá procuraba no enloquecerse a causa del mayor fracaso económico de su vida. Tiempos críticos.
Él había querido ampliar su negocio convirtiéndolo de taller de galvanoplastia en taller de mecánica y metalistería. Para ello hizo los trámites pertinentes para importar de España, a través de un banco, un torno para metales. Se trataba de una máquina gigantesca en la cual se podían fabricar piezas metálicas de la manera más versátil. Una vez traída a Bogotá, y en vista de que papá no tenía la menor idea sobre su manejo, se asoció con un amigo experto operador de maquinaria industrial, y experto, además, en el modo de engañar a su socio. Las jugosas ganancias que papá soñaba nunca llegaron, tampoco pudo aprender el manejo de la máquina; de tal manera que ésta debió ser vendida a un precio desventajoso para cancelar, en parte, la deuda contraída con el banco. La depresión económica fue tal que por mucho tiempo el taller anduvo en crisis. Con tales acreedores no era posible pagar empleados y papá debió llevar a mis hermanos, ya adolescentes, para trabajar con él. Esto era el colmo de la desgracia, pues si hubo algún propósito serio, si hubo anhelo grande en la vida de papá, fue el de no permitir que sus hijos se ocuparan en un oficio de tan pocas perspectivas como era éste. Él siempre tuvo claro que de no contar con un capital suficiente, capital que de hecho nunca fue suficiente, sería imposible para nosotros instalar un taller independiente, lo que inevitablemente nos llevaría a trabajar alquilados, y éste, según papá, es el estado más deprimente para un hombre: “Porque en este mundo, cuando un hombre compra el trabajo de otro,
parece como si también hubiese pagado por su dignidad”, nos dijo una vez (y yo nunca lo he olvidado). Sus hijos, pensaba, deberíamos estudiar mucho para que la vida no nos fuera, como había sido para él, una cosa tan ruda.
También mamá, como en otras ocasiones, debió colaborar en el taller; cosa que no le agradaba mucho a papá, pues temía aparecer ante sus amigos como un hombre pegado a las faldas de su mujer. “Mujeres en los talleres: sólo en los almanaques”; ése es un principio fundamental, aunque tácito, del gremio (referido, por supuesto, exclusivamente a las esposas).
Poco a poco fueron canceladas las deudas y recuperados los enseres dejados en prenda de garantía por préstamos solicitados. Pero papá nunca pudo recuperarse de su frustración. Algún día decidió acabar con Talleres Perfecto, vendió los equipos con que contaba, sólo conservó algunas herramientas mínimas, y en el viejo local de la 17 abrió una panadería en la que mamá podía trabajar junto a él sin menoscabo de su masculina imagen.
Así que ella, igual que papá hasta entonces, desapareció de casa. Aquella mujer que despedía en las mañanas a mi padre con un desayuno que todos envidiábamos, la que nos preparaba comidas deliciosas (ese arroz atollado, los fríjoles dulces, su pan tostado), la que nos peinaba con un copete levantado sobre la frente, la que fiscalizaba las tareas de mis hermanos, aquélla que se asociaba con el Coco para hacernos portar bien, pasó a ser la mujer que llegaba cansada por las noches, sola o con los mayores, pero casi siempre sin papá; la que, cansada, lo esperaba hasta las últimas cuando él regresaba generalmente ebrio pidiendo de comer; y ella le servía su cena, y ella… yo no sé, hacía mucho tiempo, mucho tiempo no lo quería. Y yo me preguntaba por qué lo esperaba, o por qué lo extrañaba; y por qué le servía de comer, y lo desvestía, y lo acostaba; y yo no sabía, yo aún no sé, cómo se amaban. Si aún se amaban…
Al cabo, la familia quedó algo dispersa. Mis padres atendían su negocio. Míriam estudiaba, y ya lo iba terminando, su bachillerato, mientras Gustavo y Carlos
apenas lo comenzaban y Gonzalo aún andaba en primaria. Míriam fue la única a quien papá, a pesar de los avatares, siempre mantuvo en uno de los mejores colegios privados de entonces; los muchachos, en cambio, con todo su pesar, debieron estudiar en escuelas y colegios públicos (en los asuntos de nuestra educación, mi padre era un arribista muy querido). En las horas libres del día, ellos trabajaban con mis padres en el negocio, ya cuando era taller o cuando fue una panadería.
Así, mientras el resto de la familia permanecía fuera, Alberto y yo montábamos en casa nuestro pequeño imperio de niños felices; y en él, Lyda era nuestra especie de cenicienta. Bella persona Lyda, con sus ocho años, su vestido de seda blanca (sucio por el trajín de casa), cuidaba de nosotros mientras los demás se ausentaban, dejándonos solos y libres el día entero.
Sí: aquello se parecía a la felicidad.
Con el desayuno, los que debían salir, salían, y quedábamos los tres en casa. Lyda empezaba a hacer oficio para ordenarla, y Alberto y yo a hacer el oficio para deshacerla. Mamá guardaba la ropa sucia en un barril de cartón que llamábamos el túmbilo, y a nosotros nos gustaba desocuparlo, tirarlo sobre el piso de la sala, donde no había un solo mueble, y echarlo a rodar para allá y para acá turnándonos para empujarlo o estar adentro y dar vueltas hasta emborracharnos: ¡eso era una maravilla! Hasta que llegaba la Lyda muy cantaletosa a dañarnos el juego. Pero yo ya tenía su estatura y me le enfrentaba; pero como ella era astuta, me daba con un palo de escoba, y entonces (yo no era propiamente un caballero) se lo quitaba y de paso le tiraba del pelo; y la muy mujercita me arañaba la cara así: muy duro; y al final era mejor dejarla, porque uno sabía que ella era bastante quejetas y yo ya tenía suficientes nalgas para el cinturón de papá. Entonces: ¡rumbo a la piscina! La piscina era la cama de mis padres, más grande que un potrero, con sus barandas altísimas como trampolines. Alberto se tiraba al agua de primeras, pero… todo era un engaño: la piscina no era piscina, sino un foso lleno de terribles serpientes donde ha caído Robin-Alberto… ¿Devorarán las serpientes a Robin?, ¿podrá Batman salvarlo de
la muerte?, ¿desaparecerá para siempre su fiel amigo? No aguarden mucho el desenlace, ¡aquí no hay baticomerciales! Ya llega el valiente Batman-Fernando con su poderoso baticinturón y su hermosa capa… ¿Será éste el fin de Batman? En un arduo forcejeo se enfrenta sin una pizca de temor a ese nido de serpientescobijas que parecen devorarlos; su fiel amigo le pide ayuda, ¡cáspita!: está atrapado; pero Batman lo toma del brazo entre ese horrible mar de serpientes hambrientas y lo agarra a cosquillas en el preciso instante en que aparece la malvada Gatúbela-Lyda con su mortal palo de escoba… ¿Se salvarán Alberto y Fernando de la paliza?
—¡Esperen a que llegue mi papá y verán! —nos amenazaba ella.
En realidad, quien debía preocuparse por la paliza era únicamente yo, pues a Alberto sus tres años le daban una especie de inmunidad a los castigos, los que siempre se le conmutaban por un simple fruncimiento de cejas, cosa que me fue bastante útil, pues por mucho tiempo, cada vez que yo hacía algún daño (el más grave era romper una de las porcelanas de mamá), convencía a Alberto para que se inculpara: con la nobleza que tenía ese niño… De esta manera salvé mi integridad posterior muchas veces, hasta que hubo un día en que a él le fue retirada la licencia y probó por primera vez de la correa de papá. Ya éramos, ambos, mayorcitos de edad. Y usábamos pantalón corto.
Mi pantalón corto.
Algunas veces (muchas veces, recuerdo), de tanto jugar conmigo, Alberto se quedaba dormido; y sucedía también que mi buena fortuna se llevaba a Lyda a comprar algo en las tiendas: por fin yo estaba solo. Buscaba entonces uno de los pantalones de Alberto para ponérmelo: eran mucho más pequeños que los míos. Me fascinaba ver cómo me quedaban más altos y mis piernas se veían largas, larguísimas, y yo no resistía el deseo de acariciarlas (lo siento: sencillamente, me parecían bellas). Y más que otra cosa me encantaba sentir el ajuste de mi pantalón, recio como un castigo hermoso, y aun pasar por los ojales las tirantas,
tirarlas hacia arriba y amarrar muy fuerte, cada vez más fuerte… Siempre me ocultaba en el armario para que nadie me viera (¡como si hubiese alguien para ver!), y permanecía allí, extasiado con las caricias de mis manos, con el dolor de mi pantalón entre los muslos, cuando aún no existían “el placer” ni “el sexo”, tampoco “el amor”: sólo “mi corazón excitado”. Pero era dicha que no duraba: Alberto podría despertar, podría regresar Lyda. Y yo no pensaba, pero sentía, que nadie debería enterarse. Algo así como triste, o cansado, como si acabara de salir de un gran susto, de una aventura peligrosísima, me sacaba el pantalón y volvía a usar el mío. Entonces mi día era estar por ahí, solo, tirarme sobre mi cama, cerrar los ojos, imaginar cosas como ¿por qué habrán matado a Efraín González en mi cuadra? Porque robaba a los ricos para dar a los pobres. Ah, buena gente entonces. ¿Y por eso se mata a las personas? Y si él les daba a los pobres, ¿por qué no trajo algo para nosotros? Un poco de mantequilla, que es tan rica, para untarle al pan. Yo le hubiera hecho un túnel hasta mi casa para que se escapara cuando llegaron los soldados. Pero no hubiera servido de nada, porque aquí también se metieron los soldados. ¿Por qué mamá les daba tinto a los soldados si iban a matarlo? Ah, haber sido como Mandrake el mago para volverlo invisible y que lo vieran cuando saltó el muro. Pero lo vieron; y lo mataron detrás del muro. Y toda esa gente que lo pregunta los domingos: “Niño, hágame un favor, ¿dónde es la casa donde mataron a Efraín González?”. “Es la que está aquí bajando; a la que le salen pastos por las ventanas…”. Bueno que pregunten así por uno: “¿Y usted es el niño de La casita de chocolate?”. “Sí, yo soy. Y esa bruja me tuvo encerrado en una jaula y me iba a cocinar y como yo lloraba me tapó la boca y me amarró con lazos y así quedé dibujado en el dibujo de un libro y la bruja venía por las noches y me pegaba mucho y me gritaba y se reía pero eso no está en el dibujo y en otro dibujo yo ya estoy libre con mi hermana en un bosque no con mi hermana sino con otra más bonita y el niño también es más bonito pero yo no soy ese niño sino que me gustaría ser como él y estar asustado y después ya no…”.
También yo me quedaba dormido.
Años después de que mataron a Efraín González, y mi calle seguía siendo visitada como un santuario, papá y mamá permanecían juntos sin haber empezado a amarse.
En ese entonces Míriam entró a trabajar en un almacén: terminado el bachillerato no quiso estudiar más. A mí me matricularon en la escuela, Lyda iba a terminar su primaria en un colegio privado, privado y decente porque ella era una niña, como su nombre lo indica; y Alberto, que era muy chico, no podía estar solo en casa: mamá regresó al hogar. Se suponía que era ésa la razón, pero todos sabíamos que el verdadero motivo fue Lucy. Ella era la amante de papá en esa época, una mujer a la que había alquilado un lugar en el local donde funcionaba la panadería para instalar una venta de ostras y camarones.
Recuerdo que yo aprendí a preparar seviche de ostras y no hacía otra cosa que comerlo cuando iba a ese lugar, porque “ésa es una comida de hombres”, según decía mi padre como si fuese un asunto muy importante. Y a mí me resultaba un encanto servir mi vaso con dos ostras, sentarme en la barra, batirlas en el aire y mandármelas de un solo bocado como se las mandaba un negro robusto que iba tanto allí; no como lo hacía Rafael, un muchacho que trabajaba cerca, quien cogía el vaso con la punta de los dedos, como una mujer, y hacía un gesto como de qué cosa tan horrible: como las mujeres. De puro mañoso, pensaba yo; y mis hermanos lo miraban con cara de malos murmurando que qué tipo tan marica.
—Y qué, monito —le decían cuando él entraba, con una voz gruesa que no era la de ellos—, ¿se va a comer un seviche? De pronto eso lo mejora.
—¡No me moleste! —decía él como entendiendo divertido una broma que yo no comprendía pero que me hacía reír de todos modos.
Y a mamá también le venía muy en gracia cuando en casa Gonzalo y Gustavo jugaban a imitar a Rafael:
—Venga, cuquito, me da un besito —decía Gustavo.
—¡No me moleste! —le contestaba Gonzalo muy afeminado.
—¡Jesús Credo, ¿y esto qué contiene?! —gritaba mamá con la boca, enojándose con las cejas y riéndose con los ojos.
Otra vez estaba mamá con nosotros en las horas más felices. Ésas ocurrían, de todos modos, algunas veces, cuando nos reuníamos por azar en su cama para hablar mal del prójimo y hacer chistes a costa de otros. Y bueno era cuando papá regresaba temprano y se sentaba a su lado y uno podía verlos reír juntos. Pero sólo algunas veces, porque en esa época Lucy…
Lucy fue el motivo de las más arduas disputas que yo recuerde. Por primera vez en su vida de casada, mamá le conocía el nombre y el apellido, y le conocía su pelo mono postizo y su “cara de zorra consentida” a una de las amantes de papá. Las discusiones vinieron con una frecuencia que yo no conocía, y papá no sabía hacer otra cosa que golpearla para acallar sus celos. Esos golpes, justo es decirlo, nunca pasaron, hasta donde recuerdo, de una, o dos… bueno, tal vez tres o cuatro cachetadas. Pero cualquiera sabe que una sola cachetada en la cara de la madre de uno es como si a uno mismo le clavaran un cuchillo en todo el corazón.
No es lírica esta manera tan obvia de decirlo. Y si quieren saber la verdad, no era lindo ver hacerse daño a aquellos dos. Para entonces mis hermanos ya eran mayorcitos y discernían de alguna manera una situación que yo no entendía del todo. Yo sólo sabía que “guarichas”, “perras”, “vagabundas”, “borrachos”, “amigotes”, palabras todas asociadas a papá, eran cosas malas. Pero ¿cómo entender que él era un tipo malo, si uno debía honrar a padre y madre y a Dios sobre todas las cosas? Ellos, en cambio, mis hermanos mayores, ya juzgaban a
papá como alguien detestable.
—¡Por qué no le pega a un hombre! —le gritaba Carlos, quien siempre, con su languidez, defendía a mamá como un valiente.
—¡No me falte al respeto, gran vergajo! —le gritaba papá, pero papá borracho —. Y se larga ya de esta casa o lo hago meter al cuartel.
Papá no decía esas cosas con el corazón; pero nadie sabrá nunca el terror que a mí me producía escucharle eso, imaginar el día en que caerían sobre mí sus amenazas. De todos modos, Carlos decidió algunas veces, ante la invectiva de papá, salir de casa. Lo acogían los parqueaderos del centro, donde le permitían dormir en los carros; los brazos de las putas de la doce; los vasos de cerveza, la marihuana… Y cuando él hacía su tercero de bachillerato, ya no quiso estudiar más. Qué lástima. Yo imagino sus reflexiones adolescentes, tal vez frente a un amigo: “Y para qué diablos estudio yo. Lo que habré de hacer es trabajar para poder irme de la casa y que no me estén echando en cara todo, y mantener a mi mamá para que ya dejen de pegarle. Y ahora que, para encimar, María me terminó: qué vida tan desgraciada, hermano…”.
Lo cierto es que un día Carlos se fue de casa para siempre. Aquella noche no vino a dormir, y mamá, sin saber nada, anduvo preocupada hasta el amanecer.
—No moleste tanto —le decía papá como regañándola para que ella se tranquilizara—. Estará por ahí bebiendo con uno de esos amigos que tiene.
Mentiroso papá, porque igual que ella no pudo dormir en toda la noche. Aparentemente no había razón para que mi hermano se ausentara: papá no lo
había amenazado con echarlo, al menos por esos días. A la mañana supimos que se había volado con Cachirulo (uno de esos amigos). La noticia venía con el informe de que ellos pensaban instalarse en la ciudad de Girardot. Papá no fue a trabajar ese día, le ordenó a mamá que empacase ropa suficiente, y al mediodía partieron hacia Girardot en busca de su muchacho. Quiero decir: partimos; porque tuvieron la mala idea de llevarme con ellos. Recuerdo que en el camino hablaban muy poco y sólo lo hacían para dirigirse reproches. Mamá lloraba cantidades. Al llegar, pasaron muchas horas indagando aquí y allá, cosa que a mí me iba aburriendo como un demonio (y se suponía que yo no sabía maldecir); pero a las cinco llamaron a Bogotá para preguntar si en casa habían sabido algo; y efectivamente habían sabido algo: Carlos había regresado. Al parecer, dos días de hambre, y la flaca perspectiva de pasar toda una vida sin poder probar un bocado, los hizo desistir de su propósito. Allí, junto al teléfono, todo fue alegría para ellos y esa noche, en el hotel, pasaron cien horas hablando y diciéndose, como era su costumbre, muchos reproches. Pero no estaban enojados sino contentos. Era algo muy extraño, pero en fin.
De nuevo en Bogotá, como era de esperarse, papá le dio a mi hermano la paliza que tenía merecida.
—¡Y no se vuelve a ir sin mi permiso! —le sentenció.
Ése era mi padre. Y a su ruda manera, eso era la ternura.
Tal vez fue ésa la época cuando Carlos comenzó a trabajar en un taller donde reparaban motores eléctricos. También Gustavo abandonó el colegio (a ese paso, todos amenazábamos con quedar brutos) y sólo se dedicó al juego del billar y a la cerveza, y a ayudar ocasionalmente a papá, quien por entonces, cuando yo aprendía a leer, ya se había cansado de su experiencia en los negocios de comida, y volvió a abrir su taller, esta vez en casa. Míriam se estaba poniendo muy gorda, ya casi nadie recordaba a Neil Armstrong poniendo su pie sobre la luna, y yo no hacía otra cosa que pensar en Miguel escribiendo con su mano zurda.
Yo no vi más a Miguel desde el día de la clausura de mi primero de primaria. Mamá llevaba orgullosa en su mano mi libreta de calificaciones con esa bonita palabra que decía “Aprobado” aquella mañana en la puerta de la escuela, desde donde vi a Miguel, lejos, sentado junto a la caseta de las gaseosas, solitario como casi siempre, y yo queriendo tocarlo como casi siempre, por última vez sintiendo eso de ah usted ahí sentado tan solo y tan bonito Miguel si yo pudiera tener esa cara y ese pelo negro y si fuera así de alto y escribiera con la mano zurda ya no estaría tan triste si yo fuera usted ya no querría mirarlo tanto y qué me importaría que se acabara este año y usted se fuera donde es su casa porque yo no sé dónde queda y mi mamá ya me llama Fernando porque nos vamos y usted sigue ahí Miguel y si yo pudiera quedarme y si yo supiera qué es lo que quiero y por qué quiero quedarme para mirarlo y yo qué voy a saber cómo se llama esto Miguel y adiós y allá se queda porque mamá me agarra la mano y yo quiero regresar y me suelto porque yo le debo una plata a un amigo mamá y ya vuelvo y regreso a la puerta y usted sigue ahí ¡pero cómo puede ser usted tan bonito! y yo tengo cincuenta centavos en el bolsillo y no tengo más y le digo a esta niña que se los lleve porque cómo voy a entregárselos yo mismo si usted me va a preguntar que por qué y yo no voy a poder decir que porque sí porque son míos y no tengo más y no sé porque quiero y mamá otra vez me llama Miguel quédese con los cincuenta centavos son suyos no tengo más Miguel adiós (te amo).
Ah, claro que yo amaba a ese niño; pero entonces a mí todavía no me habían dado las palabras: aquello no se llamaba “amor”, su nombre sólo era “estar pensando siempre en él”. Hacía mucho tiempo sabía yo lo que sentía, pero no necesitaba conocer los nombres para saber que si los demás se enteraban, me hubieran dado una buena trilla. De alguna manera ya los mayores me habían enseñado que mi corazón estaba en la picota; no es difícil aprenderlo: jamás vi en los dibujos de mis libros de cuentos, ni en los de mi Cartilla Charry, ni en mi televisor, a un niño enamorado de otro niño. Así que nunca pude contarle a alguien lo mucho que extrañé para siempre a Miguel desde ese día de la clausura.
Pero, dos años después, yo sí hablaba en casa, y me gustaba contarle a mamá lo
hermosa que era Maritza: casi me sentía ser mis hermanos hablando de sus novias. Ella estudiaba en mi curso, y yo la miraba en el salón igual que antes había mirado a Miguel; o por lo menos era parecido. Porque yo pensaba en ella aun sin estarla viendo, imaginando cómo pasaría el día siguiente al lado de ella toda la mañana. Era morena, su pelo era chuto, como el de los negros, y su cara era como la cara de las niñas bonitas: casi fuimos amigos. Pero ella se fue a mitad de ese año cuando hacíamos cuarto de primaria. Su familia era de Santa Marta, una ciudad que quedaba en el otro mundo según me decía ella, y se regresaban a vivir allá. “La niña de la costa se va a despedir porque sus papás se van para Santa Marta”, dijo un día la profesora de nosotros (se llamaba la profesora Norma, y era brujísima). Maritza se paró en frente y nos dijo unas palabras muy bonitas, que nos iba a extrañar y esas cosas, y a mí me pareció que me miraba sólo a mí cuando lo decía. Mi primera chica. La única, que yo recuerde… Qué cosa más triste.
Por ese entonces, nosotros ya no vivíamos en el San José. Papá había vendido la vieja casa de la 27 sur y había comprado una nueva que pagaba por cuotas en una calle del barrio San Fernando, al norte. Pasarnos del sur al norte era como decir que habíamos progresado muchísimo; aunque la verdad era que la economía de la familia seguía en una depresión proverbial mientras papá luchaba por reinstalar definitivamente su taller.
Dos meses antes de la mudanza, Míriam había parido un niño al que bautizaron Augusto. Extraña revelación: las mujeres podían enfermar de niños aun sin haberse casado en las iglesias. Pero yo pude deducir de los alegatos de papá en las habituales riñas caseras, que éste era un caso excepcional que ocurría cuando las mujeres eran vagabundas y las madres, alcahuetas. Aunque nunca entendí por qué todos en mi familia se sintieron en la obligación de despreciar a mi hermana, ni por qué ella debió soportar reproches que no paraban, sólo por haber traído al mundo a un niño al que, contradictoriamente, todos queríamos en casa. Pobre chica.
Y pobre de mí si se hubiesen enterado de la clase de tipo que tenían allí metido.
A mis diez años, ya sospechaba quién era yo para los demás, y no necesité muchas lecciones para conocer el valor de la prudencia.
San Fernando es un barrio que queda cerca del parque El Salitre, el más grande que existía en el mundo, yo creía, con una ciudad de hierro que tenía una montaña que habían traído de Rusia, un zoológico de elefantes y jirafas hechos de cemento, canchas de fútbol y de todo, un juego de golfito, un lago con patos y con ranas y canoas, un fuerte de caballería como los de las películas de vaqueros y otro montón de maravillas. Cuando terminábamos tercero en la escuela, nos llevaron un día de paseo allí, y desde entonces, hasta mis quince años, no dejé de ir a ese parque lleno de arbolitos que eran tan jóvenes como yo: era un hermoso lugar para estar solo. Amaba caminarlo entero, mirar jugar golfito, alquilar una bicicleta o quedarme un rato cerca de esas casitas que imitaban a las casas de los cuentos de hadas. Pero, sobre todo, yo adoraba sentarme sobre el pasto a mirar a los muchachos que jugaban fútbol. No había en el mundo nada más bello que sus piernas recias pateando los balones, el bulto ajustado que se les veía abajo de sus pantalonetas cuando caían. Y no ha habido nadie tan hermoso como aquel chico que un día se acercó a mí, después de mirarlo tanto: parecía que viniera a pegarme, y me miró como si me hubiera odiado desde… desde la hora del desayuno por lo menos, mientras se desenfundaba frente a mí todo lo que tenía entre sus piernas. Juro que jamás tuve tanto susto entre mi pecho, ni tanta saliva en mi boca.
—¡Usted es un marica o qué! —me gruñó.
“Sí, yo soy”, me dije.
—¿Qué es eso? —le respondí.
ABRIL 15
Es viernes. Qué días más extraños han sido éstos.
Este miércoles hemos regresado donde el gastroenterólogo que ordenó hacer la prueba del vih. Después de ocho meses, ha sido el único médico que sospechó lo que tiene mal a Adrián. También acertó con el diagnóstico que intuyó sobre la causa de su diarrea: Criptosporidium, un bicho rarísimo, según parece. Bueno, ya sabemos lo que sucede; pero nadie parece saber qué hacer; ni siquiera ese gastroenterólogo lo sabe, con todo y los títulos que tiene. Ese día, simplemente nos envió de nuevo al médico de la universidad con esta nota: “Al paciente remitido a este consultorio con cuadro de diarrea crónica le ha sido hallado htlv iii positivo y Criptosporidium positivo. Recomendamos remitirlo a un centro especializado en el tratamiento de estas patologías”. Nunca me sentí más decepcionado de los avances médicos de este siglo. Pero hace apenas un momento he sabido que el Criptosporidium tiene tratamiento conocido y que ese gastroenterólogo ha debido hacer algo. La verdad es que hace apenas un momento he empezado a ver el pánico que este asunto produce.
Así que esa noche hemos regresado a mi casa. No a mi casa, a la casa de papá, a quien hace más de dos años no le hablo, aun viviendo con él. Es curioso: ese señor que me engendró, y quien me ama con toda su alma, hace dos años no me habla. En fin, ya sé que nadie podrá explicármelo nunca. Y ésta es una hora de hospitales, no de sociología ni nada por el estilo.
La noche del miércoles fue terrible; estuvimos más tiempo en el sanitario que en la cama. Y en la mañana de ayer, Adrián amaneció tan mal que no hemos podido regresar al servicio médico de la universidad. Hacia las once, él me pidió ir hasta su casa para avisar de la situación: los teléfonos no servían, y Adrián llevaba más de cinco días conmigo por fuera de su casa. Así que fui a
hablar con su madre; lo hice con la mayor prudencia que me salió.
—¡Adrián se murió! —me gritó al verme llegar sin él.
—No —le dije—, sólo se quedó en mi casa.
Estaba realmente nerviosa; ella intuye que algo muy malo está pasando; pero no soy yo quien se lo va a confirmar: hay cosas que no me gusta hacer. Le expliqué que ya sabíamos lo que tiene Adrián en el estómago y que debería regresar pronto para llevarlo esa misma tarde al servicio médico de la U para que el médico formule algo. “Él va a estar bien”, le dije (también me lo dije a mí). Creo que quedó más tranquila esa pobre señora.
Pero al volver a casa, ya ha sido demasiado tarde para ir al médico. Adrián se había vestido y estuvo esperándome la tarde entera. Lo encontré dormitando sobre mi sillón: había pasado un día terrible y, al parecer, en la mañana debió temer que se moría porque de su mano, mientras lo desnudaba para que otra vez se acostara, me soltó un papelito escrito con su letra torcida: “Fernando, vístame. Te amo”, decía. Pero papá, quien no me habla hace dos años por amar a mi amigo, le había traído almuerzo y ahora le ha comprado tres botellas más de suero oral: mi padre. Mamá me ha dicho lo preocupados que están ella y él.
—Es mejor llevar a ese pobre muchacho a un hospital —me dijo.
—Mañana lo llevaré temprano al médico de la universidad para que él mire los exámenes —le respondí.
Cómo podría explicarle a mamá, o a alguien, que sinceramente yo no sabía qué debería hacer ni a qué otro lugar llevarlo, si hasta ahora parecía no haber en este mundo nadie dispuesto a auxiliarlo…
Pero esta madrugada, a las cuatro, Adrián ha quedado inconsciente. Por más que lo moví y lo zarandeé, no despertó. Papá llamó por teléfono a mi hermano Carlos para que viniese en su carro a llevarnos a un hospital (por fortuna, él vive sólo a tres cuadras de casa).
—¿Por qué tiene que ver Fernando por ese marica? —le respondió—. Dígale que llame a la familia de él.
Y le tiró el teléfono a papá.
A veces la vida es horrible: lo juro. Y aun así, papá, quien hace dos años no me habla, se puso a la tarea de buscar una ambulancia mientras yo vestía a Adrián. Las cosas nunca funcionan tan bien como en las películas: terminé por descubrirlo. La ambulancia no llegó a los cinco minutos, sino dos horas más tarde; y de ella no bajaron dieciocho paramédicos con equipos de reanimación y todo, sino un viejecito que preguntó: “¿Aquí es?”. Sentí muchos deseos de hacer una revolución para que de una vez por todas éste fuera un mundo bonito; pero cualquiera comprenderá que en ese momento yo no tenía propiamente el ánimo para hacer esas cosas y sólo pude responderle: “Sí, aquí es”.
—¿Y dónde está el enfermo? —preguntó.
—Arriba, en el segundo piso.
—Bájenlo.
Nunca he sabido muy bien a qué clase de vecindario me ha mandado Dios a vivir.
Cuando por fin echó a andar la ambulancia, me preguntó: “¿A dónde?”. ¡Y qué iba a saber yo! “¿Cuál hospital está más cerca?”, le pregunté.
—El Simón Bolívar.
—Pues al Simón Bolívar.
Así que hemos venido a este servicio de urgencias. Dios nos ha traído: acaban de decirme que es el único lugar en la ciudad donde atienden a pacientes con sida. Mientras lo auscultaba, el residente me ha preguntado qué le sucede.
—Tiene un cuadro de diarrea de más de tres meses. Éstas son las pruebas que ordenó el médico —le dije extendiéndole los resultados.
Les dio una mirada a esos papeles y me miró a los ojos. —¿Sabe qué significa esto?
—Sí —le dije.
—¿Usted es su compañero?
—Sí, yo soy su amigo.
—Bien —me dijo, y lo siguió examinando.
—¿Por qué está así? —le pregunté.
—Está completamente deshidratado… Debemos ponerle suero a chorro —dijo.
Mencionó no entendí qué cosas de los electrolitos en su cuerpo y me miró de nuevo.
—Va a estar bien, no se preocupe.
¡Puf!, qué bueno, me dije. El médico me ha dicho que un tal doctor Martínez es el encargado de atender a los pacientes con sida; pero que aún tardaría una hora más en llegar. A la enfermera jefe casi le da un ataque al saber que estábamos aquí; creo que no nos quiere mucho: no ha hecho otra cosa que maldecir y ha ido a regar la noticia por todo el servicio. Con gusto le arrancaría una teta a esta mujer.
Cuatro estudiantes han entrado hace un rato y se han plantado junto a la
camilla como si estuviesen velando a un muerto, mientras me miraban a mí como si yo fuese una especie de escultura traída de las ruinas de no sé qué planeta: de pies a cabeza me han mirado.
—¿Usted es su…? —ha tratado de preguntarme uno de ellos.
—Su amigo —le he dicho.
—Pero…
—Estudiamos juntos —le dije, y ellos se miraron entre sí—. Y somos novios.
Otra vez se miraron de una manera muy rara. La verdad es que no eran muy simpáticos que digamos.
—¿Y quién hace de…? —ha querido preguntarme una chica. Eso sí me golpeó.
—Él me come a mí, si le interesa saberlo —le dije (no suelo ser un patán, lo juro).
Salieron de aquí sin despedirse: ¡en fin! (Y son de la universidad de la Compañía de Jesús).
Esta hora ha sido un desfile de médicos, enfermeras y estudiantes que vienen a asomarse a la puerta del habitáculo preguntándose “¿Él es?, ¿él es?”. Ya ni siquiera los miro cada vez que vienen; pero no puedo dejar de escuchar cuando murmuran: “¿Y ése es el compañero?, ¿son maricas?: no parece”. No entiendo por qué a las personas les cuesta tanto trabajo portarse como personas. Al menos Adrián sigue dormido y no tendrá que escucharlos, me digo; no es bonito ser una lombriz de visita en un gallinero. Pero acaba de salir un doctor alto y flaco que al entrar me ha dicho: “¿Tú eres el amigo de Adrián?”.
—Sí… —le respondí, y me he puesto bien asustado pensando que éste era el tipo que vendría a sacarnos de aquí a patadas.
—Soy Gabriel Martínez. Yo dirijo el equipo que se encarga de los pacientes como Adrián. Lo primero que quiero que sepas —me dijo agarrándome del hombro— es que yo soy tu amigo.
¡Casi le doy un beso!
Me ha explicado que el hongo que produce la diarrea es muy extraño, pero se puede controlar. De todos modos habrá que hospitalizar a Adrián para hidratarlo, hacerle más exámenes y atacar al miserable hongo. Este doctor ha tratado de darme ánimos; me ha dicho que en este hospital ya tienen seis meses de experiencia en el tratamiento de la enfermedad y que en el sexto piso, los médicos de su equipo estarán dispuestos a ayudarnos en todo. No le he dicho que no guardo muchas esperanzas, por lo que he visto; pero, ¿qué otra cosa puedo hacer sino creerle? Cuando salió le di las gracias. Se las di de corazón.
Y él me ha preguntado que cómo estoy.
Ya han dejado de desfilar los curiosos y yo me he sentado junto a Adrián. Trato de no pensar mucho y me distraigo peinando con mis dedos su cabello porque parece un loco: me quedo mirándolo un tanto, y a mí me maravilla cómo no deja de verse hermoso así mi amigo, de todos modos… Vaya: enamorado como estoy, no quiero creer que alguien tan bello pueda morir así… ¿Por qué tienen que pasarnos, justo a nosotros, estas cosas?, me pregunto.
¿Y por qué no?, me respondo.
Miro la aguja de la manguerita del suero clavada en su brazo, me da por pensar sin mucha gracia en el tema de la vida, y aprovecho que estoy solo para ponerme triste…
Y paso mi pulgar por sus labios.
Entonces él por fin se despierta, mira hacia arriba y hacia un lado, y ahora me mira a mí.
—Hola —le digo.
—¿En dónde estamos? —me dice él.
—En un hospital.
—¿Sí?, ¿a qué horas me trajo?
—Ah, es que… yo soy mágico —le digo—. Usted se quedó desmayado y apenas ahora se despierta. Lo van a hospitalizar.
—¿Estoy muy mal?
—Un poco —le digo, y él se queda mirándome con los ojos abiertos una cantidad.
—…
—¿Por qué me mira así?
—Tiene sucios los ojos, Fernando.
—¿Verdad? —le digo aterrado.
Y no sé por qué, pero nos da risa.
2
Armenia siempre estuvo en el departamento del Quindío, pero yo no lo sabía.
Ésa era una ciudad muy pequeña para mi pedantería de niño perdido en una capital inmensa; nunca supe bien si se trataba de una ciudad o un pueblo, si quedaba en Risaralda, Quindío o Valle, o si era un barrio famoso de Manizales: sólo era el nombre de un lugar que quedaba en algún lugar. Hasta que Armenia me ha salido en la pregunta 3 de un examen de geografía en la escuela y por lo menos aprendí que, efectivamente, es una ciudad que me hizo perder un examen de geografía.
Pero pasan los años y llega el día en que uno se enamora de un muchacho nacido allí, y Armenia se convierte en el centro del universo y de los sueños, y Bogotá es ya sólo un suburbio triste de esta vida.
Cuando Adrián era un niño, y El Salitre era mi parque, su padre lo trajo un día a conocerlo. Y como yo, él se maravilló un poco mirando la casita de la cascada que caía sobre un molino de mentiras, al lado de un túnel de mentiras, por donde se metía un trencito de mentiras lleno de niños de verdad que gritaban enloquecidos cuando pasaban por ese túnel (por ese túnel que Adrián miraba recordando el viejo túnel del tren abandonado en un barrio de su ciudad, donde un día él supo lo que era el miedo). Ahora yo, tontamente, me imagino haber estado a su lado junto a la cerca de madera, esperando a que él me mirara y me dijera hola. Y éste es mi nombre. Pero el azar sólo ocurre cuando a él le viene en gana, y aquella vez no quiso presentarme a ese niño que venía de un lugar que se llamaba Armenia, a donde pronto se lo llevaría de vuelta, muy lejos de mi parque, para que él siguiera creciendo para mí.
Armenia es una ciudad tan pequeña que parece la casa grande de una hacienda inmensa que convirtieron en departamento. Porque es el centro de una región sembrada de cultivos de café, que por mucho tiempo fue como el oro de mi país, allí han convivido los labriegos con los terratenientes (al lado de los narcotraficantes). Éstos, con sus fortunas, le han dado la apariencia de una urbe modernísima con hermosas calles que atraviesan barrios de residencias lujosas, un centro con edificaciones de concreto, centros comerciales, clubes sociales para las gentes de la graciosa nobleza local, y hoteles de más de cinco firmamentos. Pero los primeros le dan la apariencia que tienen los poblados pequeños, llenos de bares y cantinas a donde vienen los campesinos en domingo a no recordar los otros días de su semana. Por eso no existe manzana en los barrios de la ciudad donde no se halle una cantina, y de sus radiolas envejecidas resuenan siempre hasta las calles los tangos y boleros que todos aprenden desde niños.
En Armenia prácticamente todo resulta agradable a los ojos, pues incluso la miseria que sostiene la prosperidad de su economía no se deja ver en abiertos contrastes, ni casi atrapar en sutiles matices, porque ella no sale, como en Bogotá, a comerciar por limosnas sobre las aceras. Además, en la amabilidad de sus gentes no se traslucen los desencantos, pues, por otro lado, en su carácter atávico está el velar con una apariencia digna toda la fealdad que prodiga la pobreza, siendo así los únicos habitantes del planeta capaces de presumir aliento de caviar después de haber comido sólo fríjoles.
Pero en realidad, se trata de un lugar muy pobre, pues toda su actividad económica se realiza por fuera de la ciudad, en los campos de cultivo, y no ha desarrollado otra industria seria que una gran cervecería; por lo que, puesta justo en el punto en que se cruzan los caminos que comunican las ciudades más grandes del país, es sólo un bello lugar de paso, hecho para el descanso, el disfrute y el gasto.
Mas la Armenia que se queda en la memoria de un niño es un lugar para no creer.
Porque a pesar de que la bella arquitectura campesina que trajeron los ancestros antioqueños ha sido reemplazada por la línea sin alma de las construcciones modernas, como si fuese la cara de una pequeña actriz de farándula, aun así el campo verde y sencillo todavía convive con las calles; y a diferencia de Bogotá, donde la naturaleza simple de flores y matas y marranitos, con ruidos de ranas y chicharras, es tan sólo una intuición lejana, allá esa naturaleza se tiene tan a la mano como las esquinas. Por eso en los juegos de los niños existen las palabras río, y árboles con naranjas, y chachafrutos para robar.
Pero sobre todo, por sus calles se regala al sol y a las miradas la naturaleza de brazos cayendo de las mangas sisas, la piel a punto de convertirse en senos en los pechos de las mujeres al borde de sus estraples, o los muslos trigueños bajo las pantalonetas de los jovencitos. Pues el clima de la ciudad, templado como los buenos goces, no hace una impudicia de la piel asomada, de manera que sus gentes, que ignoran por completo la extremada vergüenza, llevan siempre ropas livianas como brisas, hechas de los mismos colores de la alegría, sólo para hacer de las vías un espectáculo de mujeres y muchachos hermosos que cubren ligeros sus cuerpos como si fuesen adivinanzas.
Pues bien: entre ellos, los muchachos que funcionan. Por las calles de la ciudad, en el frescor de la noche, parecen tumultos de ángeles disfrazados de tentaciones, haciendo sonreír a cada paso sus nalgas bajo el ajuste de sus bluyines; o detenidos en las esquinas, igual que maniquíes encantados con su propia belleza, mientras bullen sus sexos atrapados en la intimidad de las braguetas como príncipes prisioneros… en fin: arrechados. Así deambulan siempre por las aceras interesados sólo en lucir los encantos descarados de su juventud, perdidos siempre en la ensoñación del mutuo deseo, puesto como por casualidad en sus miradas de chicos inocentes que a hurtadillas se buscan como diciendo: “Vamos, la dicha es breve: aprovechemos”.
Sí: aprovechemos ahora, que aún no tenemos que pagar la cuenta.
Pues allí, por instinto saben todos, muchachos y muchachas, que llegará el día en que tendrán que hacerlo: que todos los sueños nos son concedidos, siempre y cuando tengamos con qué pagar el precio. Por ello, así estén convencidos de que no existe en el universo un lugar más hermoso que el suyo, saben en el fondo que la prosperidad nunca morará en este moridero de moscos, y desde niños sueñan sólo con viajar al Gran País del Norte, donde es cierto que existe el oro que puede pagar lo que la dicha vale.
—Mmm, no sé…
Quién puede saber si en los sueños juveniles de William, el papá de Adrián, estuvo el deseo de viajar a Estados Unidos. Quizás nunca necesitó tenerlo; para él la vida era una cosa simple: tener un trabajo honrado, lucir bien y conquistar a las muchachas. Algo como eso era.
Él había nacido cuando Armenia era todavía una ciudad hecha de adobe, a mediados de los treinta. Ya Gardel se había matado. Fue un mocito bello, inteligente, sentimental, y memorioso coleccionador de la poesía que tienen en sus letras y en sus melodías los tangos y los boleros. Estudió para ser contador y tal vez rozaba los veinte años cuando conoció a Bertha, la mujer que sería la suya: una muchacha alegre y bonita que se pintaba rojísimos los labios como las antiguas bellas de las películas.
Bertha era la hija natural de un rico hacendado del Valle con quien al parecer jamás tuvo tratos, pues ella había nacido de una relación tan apasionada como fugaz, quedando como testimonio de uno de los amores más grandes de su madre (la abuela Mita de Adrián), quien más tarde se casaría con otro hombre al que le devolvió su amor con una descendencia bastante esmerada.
La infancia de Bertha no fue muy feliz; siempre profesó hacia su padrastro una honrada antipatía (y ya habrá de intuir las razones esta historia) que le fue retribuida en una mayor proporción por él, quien llegaría, incluso, a descargar su rencor en los hijos de Bertha. Sobre todo en Adrián: ese niño habría de conocer la calidad del viejo en carne propia. De todos modos, a ella nunca le vino en gana dejar de ser una jovencita alegre, ruidosa como ella sola, que se asomaba en las tardes a la ventana de su casa a mirar pasar a los muchachos que traía el día, en especial ése de ojos lindos y labios como fruta de morder, que se llamaba William. Él vino a conquistarla con serenatas al lado de los postigos, con su figura apuesta, y unos ojos hermosísimos que heredarían todos sus hijos.
Porque un día se casaron y muchos hijos tuvieron.
Cuando Adrián nació, ya los pajaritos parisinos habían traído cuatro hermanos. Se llamaban Emilio, Edwin, Fabio y Pablo; el mayor tendría diez años. En esos días habitaban por casualidad una casa que hacía poco les había asignado el Inscredial, la entidad del gobierno que en aquel tiempo se encargaba de construir casas para los ciudadanos pobres de esta patria. Sólo que en mi país el Estado no construye casas sino unas especies de no sé qué llamadas soluciones de vivienda, algo así como cuatro paredes con un techo sobre un cuadradito de tierra limpia, donde los pobres ciudadanos pueden meterse para guardarse de los elementos; por lo que William no tuvo en semejante hogar a su familia más de dos semanas, pues nunca le cupo en la cabeza que un piso hecho de tierra pudiera ser otra cosa que un piso para puerquitos.
Él siempre quiso dar a su familia una vida digna; algo que siempre pudo lograr a pesar de ser un trabajador honrado, entre otras cosas, porque tuvo una relación más o menos armoniosa con su esposa. Relación que era perturbada, como es habitual, por el grato ejercicio de la infidelidad (adivinen: de él). De cualquier modo, Bertha no era propiamente una mujer pintada, y aquello ocasionaba riñas que, sin embargo, nunca rayaron en una violencia, digamos, pura. Después de todo, ella conocía el arte de manejar la resignación a punta de ironías. Por ejemplo: la más famosa amante que la familia recuerde era una mujer morena (lo
que significa de todos modos negra) llamada Aurora, a quien Bertha le compuso estos versos que ocasionalmente recitaba a William mientras le servía de comer:
Éste es el día en que los pinos crecen
y el amor se enluta;
el que te puso Aurora no ha visto amanecer,
negra hijueputa.
Aurora fue, pues, cosa pública en la familia; siendo una amante local, y por aquello de “pueblo chiquito, infierno grande”, se entiende. Advertido por tal aforismo, William prefería los amores lejanos, y éstos eran posibles gracias a que realizaba trabajos contables en diferentes pueblos y ciudades de la región, pudiendo ausentarse de casa sin más explicación que sus negocios. La verdad es que un día se trajo a su Aurora para que viviese en Bogotá, seguramente para ponerla a tono con aquello en lo que ella se iba convirtiendo poco a poco: la capital de sus afectos. En todo caso, Bertha istró con prudencia sus celos, no dejó que los adulterios le arruinaran el cariño y ambos persistieron en ser una pareja resignada.
Además, los avatares de la economía familiar nunca llegaron a ser agudos: comida, traje y techo no faltaron; y todo resultaba ser un hogar feliz en la época en que ya había dos niñas en la familia, Viviana y Lucía, y Adrián vivía su infancia de seis años. Los tres mayores ya estudiaban el bachillerato en colegios prestigiosos, y Pablo seguía en la escuela primaria; pero hacía tiempo sabía leer y escribir.
Adrián, por ahora, sólo conocía los rudimentos del mundo que gravitaban por su casa: pa y ma se aman. Pa y ma son buenos y son lindos y los hijos también son buenos y obedientes y tienen que ser buenos. Mita es mi abuelita que más quiero. La señora de la casa de frente a la casa de Mita es una señora chismosa. Pero Dios es más bueno y nos quiere a todos y además a ella y Dios vive en las iglesias y en todas partes está Dios porque él es mi Padre Santo. El padrenuestro se reza. Y el avemaría. El Sol lo hizo Dios. Y los ríos también los hizo pero los niños no pueden ir solos a los ríos porque mi casa es el lugar más seguro y no hay que salir solo. Pero el sol es bonito cuando uno está en el río y él se mete entre los árboles. Y la Luna cuando todo está apagado y la gente no dice nada porque está dormida y entonces la Luna se pone en la ventana y es chistoso cerrar un ojo y taparla con un dedo. Las hormiguitas también son bonitas y se enloquecen cuando les pongo un dedo sobre su camino y se lo borro con el dedo. Mi dedo meñique es mi dedo que más me gusta. Pero no debo hurgarme la nariz con los dedos porque mamá se enoja y después papá no me da el sobrado ni me trae cosas cuando regresa a Armenia de sus viajes. Armenia es la capital del Quindío. Colombia es mi país. Y la Tierra es redonda como las naranjas. Pero más grande, sí.
El sobrado. Alguna noche toda la familia estaba a la mesa: comían (extraña costumbre que nunca conoció la mía; sentarse a la mesa, quiero decir). Todos los hermanos muy pronto habían terminado de hacerlo, porque eran glotones y porque aún no tenían que pensar en esos líos que se meten en la cabeza de los adultos entre bocado y bocado. Pero seguían allí sentados esperando a que su padre terminara su cena. No eran un dechado de cortesía; sólo miraban, y todos deseaban el montoncito que de cada cosa que le habían servido él había guardado en un rincón de su plato. Ya vendría la trifulca.
—¿Cómo se portaron hoy estos muchachos? —preguntaba a su esposa.
“Ojalá ma no le ponga quejas”, ya estaría pensando Edwin. Pero era justo lo que ella hacía:
—Pues Edwin y Emilio estuvieron insoportables —decía ella con su voz recia —; estuvieron la tarde entera jugando en la calle y mire cómo tienen esas caras: tostadas de sol.
—¡Ja!: ni siquiera me miren el plato, jovencitos. Ahora arreglamos ese asunto.
“¡Buena ésa! —se diría Fabio, que era el más egoísta—: ya salieron dos”.
—¿Y los demás? —preguntaba de nuevo.
—Pues: ahí. Más o menos.
Entonces los demás pensaban: “Que me lo dé a mí, que me lo dé a mí”. Sus rodillas se movían excitadas bajo la mesa: “Que me lo dé a mí”.
—¿A quién le damos el sobrado, Bertha? —el sobrado era ese montoncito de comida en su plato.
—Ah, pues usted verá —le decía ella.
—Tenga, pues, Pablo —decía por fin después de mirarlos a todos.
—¡Ah, no, pa! Siempre Pablo, siempre Pablo.
—¿Cómo que siempre Pablo?, ¿es que nunca se lo he dado a usted?
—Pues sí; pero siempre Pablo.
—Sí, pa; a él se lo dio hace poquito.
—¡Usted no sea tan lambón, Fabio! —esto, por supuesto, lo decía Pablo.
—Y a mí hace como un mes no me lo da, pa.
—¡Cómo que un mes! —contrariaba William.
—Pero es que, pa…
—Mejor dicho, arreglado el asunto: me lo como yo.
—¡¡Ah, no, pa!! —rezongaban todos— ¡Ah, no…!
—¡Vea, pues…! Entonces, repartido.
Y todos los más o menos se abalanzaban sobre él haciendo una fila en montonera, y este chicharrón para Adrián, y este platanito para Fabio, estos tres fríjoles para Viviana, este puchito de arroz para Pablo…
Y ésa era la costumbre del sobrado.
Quedarse sin participar del sobrado había sido castigo suficiente para Edwin y Emilio. Al fin y al cabo, jugar fútbol toda la tarde en la calle no era una falta tan grave como irse para el río: se llamaba el río La Vieja, y tenía una cascada (una cascada de verdad; no como la de mi parque). Por lo general, este delito sólo lo cometían los cuatro mayores, pues a Pablo, el menor de ellos, lo separaban cuatro años de Adrián, a quien veían muy bisoño para llevarlo a sus aventuras por el río. Pero Adrián, quien siempre supo vérselas con la vida, se las arreglaba para ir con ellos, siguiéndolos como jugando al juego de los espías, o recurriendo al inteligente chantaje:
—Pues si no me llevan —los amenazaba—, le digo a ma que ustedes se fueron al río.
De esta manera, muchas veces se vieron en el aburrido trance de cargar con el mocoso y, de todos modos, enseñarle a cumplir barras, subir árboles para buscar nidos, molestar a las hormigas y bañarse sin morir ahogado en el descansillo del río, debajo de la cascada. Hasta que llegó el día en que por culpa suya los descubrieron: las yemas de los dedos de Adrián, arrugadas por la humedad, los delataron ante su madre.
Y esa noche, en la cena, hubo sopa con revuelto de quejas.
Mientras Bertha decía la tantas veces cantaleteada lista de peligros que rondaban por el río y reprochaba a los mayores por haber llevado con ellos al niño, el padre no decía una palabra; sólo comía parsimonioso, mirándolos muy serio. Al ver que todos habían terminado su plato, habló por fin.
—Se paran todos contra la pared —les dijo sin mirarlos, mientras sacaba su correa de la cintura, dejándola sobre la mesa.
Y se quedó mirando a Adrián, a quien, al notarlo, se le paralizó la cuchara con que jugaba entre sus dientes:
—Y usted también, jovencito —le ordenó.
Despacio, se levantaron con la cabeza agachada, o echada hacia atrás o hacia un lado, para hacer una fila tan triste como un ingreso a Auschwitz. No se atrevían a recargar sus espaldas a la pared, apoyaban el cuerpo sobre una pierna, luego sobre otra; miraban y no miraban ese cinturón rencoroso puesto sobre la mesa como un postre; las manos se empuñaban entre los bolsillos… Cada bocado del padre era como un aplazamiento interminable de la ejecución. Por fin el último. Esos cubiertos que suenan sobre el plato. Este aire que no entra en los pulmones. Estas fatalidades que no se pueden detener.
—Coja el sobrado, Viviana —le dice a la niña mientras se lleva a la boca el vaso con agua.
Entonces toma la correa con una mano, la pasa a la otra mirándolos con los ojos
envueltos en su ceño amenazante y la deja de nuevo de este lado de la mesa, más cerca de ellos:
—Ustedes no se mueven de ahí —les dice—. Ahora arreglamos este asunto.
Este asunto: siempre este asunto. Y se va para su alcoba.
De nuevo la espera: todo esto por culpa del lambón de Adrián. ¿Por qué tenía que dejarse ver las manos este pendejo? Ni piense que lo vamos a llevar otra vez al río. Al que se la van a dar buena es a Edwin: ¡el mejor jugador de fútbol de este barrio parado aquí como un mocoso!: ni que vayan a saberlo los amigos… ¡Eh, y si lo saben, qué me importa!: que venga ya pa y nos la dé y se acabe de una vez esta bobada… Pues allí viene. Dios mío, ¿por qué no demora otro poco? Puta correa, cómo duele…
—Bueno, jovencitos —viene a decirles después de haberlos hecho esperar casi mil horas—, se van todos a dormir.
Y lo ven, cada uno, ponerse la correa. Irse despacio de nuevo hacia su cuarto. ¿Y todo este miedo para nada…?
—¡Uff!
En fin, Adrián era demasiado niño para jugar con sus hermanos, y demasiado adulto para hacerlo con sus hermanas; y así, mientras los mayores formaban un par de llaves para los juegos, por el momento él pasaba por ser un jugador
solitario. Además, aún no tenía amigos de barrio con quienes jugar fútbol; aunque, de haberlos tenido, tampoco lo hubiera hecho pues en el primer partido que jugó alguna vez recibió una patada en las canillas tan justamente puesta que le hizo maldecir y odiar el fútbol para siempre. Qué lástima.
Y qué flojo.
Por aquellos días, un señor del barrio, llamado don Antonio, criaba un marrano en el solar de su casa y compraba a sus vecinos cáscaras de frutas y verduras para alimentarlo. Adrián lo supo y empezó a pedirle a su madre las cáscaras que la cocina producía para vendérselas:
—Ma, deme las tástabas para don Antonio —le decía con media lengua.
Mejor hubiera sido que nunca lo dijera, pues Tástabas fue el apodo burlón que le pusieron desde entonces. Aunque peor fue el haberse dejado coger una mañana con sábanas, colchón y tablas mojados, cosa que su abuela, no Mita sino la otra, aprovechó para adosarle apellido a su sobrenombre: Tástaba Meada, le puso: y así quedó. Por antifonético y descuidado: quién lo manda.
El día en que Adrián iba a cumplir seis años ya había dejado sus costumbres húmedas, pero seguía siendo un perfecto descuidado. Hacía poco era estudiante de primero chichigua (los cristianos decimos primero elemental) en la Escuela Ecuador, cuando una tarde se le ocurrió jugar el solitario juego del oba caroba al borde de la terraza en el segundo piso de su casa. Oba caroba es una letra que se recita mientras se hace rebotar una pelota contra alguna pared, y cada verso dice una pirueta que uno debe hacer al lanzarla y mientras rebota (uno de esos juegos bobos para niños pelotas que no gustan de jugar fútbol con las pelotas). Él decía:
Oba
Caroba
Cabeza
De escoba
Con una mano
Con la otra
Con un pie
Con el otro
Media vuelta
Vuelta ent…
En este verso, inconcluso para siempre, Adrián cayó al primer piso, golpeándose
en la cabeza. Cada vez que él recuerda esto, se cubre los ojos como apenado (¡y con razón!). Y siempre se muere de la risa. Pero aquel golpe fue, en realidad, cosa muy seria y como para morirse de verdad: debieron hacerle una sutura de varios puntos, estuvo cuatro días inconsciente y varias semanas aturdido. Sus padres decidieron no enviarlo más a la escuela en ese año. Y era el año en que Iván había venido a vivir en casa.
Iván era el primo más querido por la familia, y por aquellos días andaba damnificado de un matrimonio a punto de deshacerse (la verdad es que se hizo trizas). Era un muchacho esbelto, era fuerte y simpático. Y un perfecto arrogante, del tipo que sólo son los que saben jugar al fútbol como los dioses y están seguros de que un día jugarán en el olimpo de la Juve. Tenía quince años.
Adrián tenía siete cuando Iván lo violó por primera vez en un cuarto oscuro de los bajos de su casa.
Ah, mi amigo; qué manera de cogerlo por sorpresa esta vida… El cuarto seguía oscuro cuando Iván salió de la casa, inocente y liviano como una mariposa. Al salir de allí, Adrián permaneció un rato con las manos entre sus bolsillos, el pantalón todavía abierto, y la espalda contra la pared del zaguán, como si se le fuera a desmayar el mundo. Porque no cesaba el dolor. Como cuando te cae una patada en el estómago; pero por dentro. Y qué deseos terribles de ir al baño. Estas cosas que se te van metiendo para siempre en los recuerdos. Un leve temblor en las piernas sentado en la taza fría. Los pensamientos confusos, la perplejidad. Y ese miedo al ver sangre en tus pantaloncillos; sólo una manchita, pero la piel se te erizó toda. Como si tuvieras un alka-seltzer en las venas: igual. Y este dolor… ¿Por qué la tenía tan grande? ¿Y por qué te habrá hecho Iván eso? ¿O es que eso se hace?, así: siempre. O sea que se hace. Y está bien. Qué cosa más rara: metérsela a uno… Pero no ha de estar bien; porque entonces, ¿por qué te amenazó?: “No se lo vaya a contar a nadie”, te dijo: “Porque lo levanto a golpes”. Pero esto te lo dijo con la mirada. Y con un nudillazo en la cabeza… Y sigues allí otro rato. Largo rato. Con las manos cruzadas contra el vientre. Y los ojos así: abiertos, pero no mucho: congelados mirando las baldosas. Qué enredo.
Porque ahora recuerdas haber oído lo de violar. Cosa terrible, por la manera en que lo dicen. Y ha de ser eso lo que te hizo Iván: porque te empujó. Y porque te aplastaba la cara contra la mesa empuñándote el cuello y te gritaba que estuvieras quieto. Porque no fue bonito. Y porque duele… Y ha de ser lo mismo de lo que hablan mamá con Mita y las tías y la señora de enfrente a Mita: “Hay que cuidar a los niños. Ni qué dejarlos ir al río. Con tanto peligro. Ahogarse… Uno qué sabe. Gente mala. Los sádicos…”. Gente mala los sádicos. Pero entonces no debe ser lo mismo; porque los sádicos son inmundos y no se bañan la cara, ni se peinan y se les escurren las babas. En cambio, Iván no… Pero tal vez sí. Y violar debe ser eso… Ah, y porque la raja de las niñas. Porque recuerdas haberle visto la raja a tu hermanita y a mamá diciéndote que no miraras: enojada… ¡Claro!: el pipí en la raja; a las mujeres se lo meten por la raja. Y a los hombres por atrás. Qué raro. Pero ni tanto: porque siempre te dicen que pareces una niña. Las señoras sobre todo. “Qué niño tan bonito —le dicen a mamá—, parece una niña…”. Así que a las niñas se lo meten, y también a los niños que son bonitos como niñas… Pero es malo; porque duele, y porque Iván te tapó la boca para que no se oyera que gritabas, y porque te amenazó… y porque te sientes tan extraño, como si fueses un tipo malo, como si hubieses roto algo y mamá se lo va a contar a papá… Y esa sangre en el calzoncillo. Y este dolor. ¿Será que te vas a morir? Y también tiene sangre la caca. Y eso blanco, como babas, flotando en el agua con los orines… ¿Qué será lo que tienes, Adrián?
Bueno, me digo, pero recordándome a mí que ser niño significa un poco jugar a las escondidas con aquellas cosas que los tabúes ocultan, invadir a hurtadillas aquella región resguardada de los niños con puertas vigiladas por inmensos fantasmas de susto; intentar robar los secretos que ocultan, o aprender a leerlos entre líneas en las cosas que dicen los que han visitado ese lugar oscuro del vecindario. Leer cada día como un renglón que muchos días, o muchos meses, quizás años, forman por fin un párrafo que dice que los hombres se aman con las mujeres, y algunos hombres raros con otros hombres raros; volver uno sobre esas líneas y descubrir en los gestos, en las bromas ambiguas, en las maneras de no decirlo que el amor se machaca con esta cosa extraña que se siente en los dedos y debajo de los brazos y en la nuca que se eriza y en la cosa que se te pone dura cuando estás cerca de alguien y lo miras, o cuando lo extrañas y lo piensas mucho, y lo buscas a toda hora queriendo encontrar en él algo sin saber qué, como pirata perdido buscando sin mapa los tesoros enterrados por los piratas
muertos. Hasta que por fin lo encuentras y te lo chupas todo y otra vez lo pierdes en una caricia o en un beso o en una cópula… ¡Ah, porque la cópula existe!, y la descubres al fin en el rincón más oscuro y más sucio de la vida, y te untas de delicia en ella y te fascinas con la cosa sucia. Y sospechas que algo de eso hubo siempre en la manera de mirar a la niña que más te gustaba en la clase, o al niño que jugaba banquitas en la cuadra haciendo goles lindos. Y entonces te sonríes, como un héroe perverso, porque al fin encontraste la dulce culpa que has pagado desde siempre, y cuidas que nadie descubra el boquete por donde lograste llegar al encantador cuartico maloliente de los deseos sucios; y lo defiendes, y como puedes lo camuflas en tu inocencia para poder, a escondidas, entrar allí cuando quieras ser malo y ser feliz…
Mientras no ocurra que alguien te abofetee y dejes de ser ya un niño…
Pero Adrián no tuvo la oportunidad de vivir la aventura de descifrar el acertijo. Muy al contrario de la plácida sorpresa que se siente cuando un amigo nos lo cuenta, Iván le había revelado aquel día en su propio cuerpo, sin desearlo, el punto más oculto del secreto. Le había dado la respuesta mucho antes de que, simplemente viviendo, a él se le hubiera aparecido la pregunta. Cosa que no tendría ninguna importancia si no fuera porque todo aquello a lo que se nos fuerza aniquila el encanto de lo que se obtiene por el propio deseo. Algo de nosotros muere cuando nos raptan la voluntad. Así, todo aquello, asociado al dolor, le dejó a Adrián para siempre un incómodo sentimiento de suciedad. La mancha de sangre fue como una rúbrica de ello, imborrable en su memoria.
De algún modo, aquello nunca trascendió en la familia. Cosa que el más despistado no creería. No sé, supongo que hacerse el desentendido es una suerte de disciplina para conservar la seguridad de un orden; como el de una familia, por ejemplo. El hecho es que Iván logró por muchos años, alentado por su deseo (sin amor, parece), poseer a Adrián cada vez que lo quiso. Era muy fácil forzar su cuerpo grácil, delgado como una espiga, era tan sencillo asaltar su espíritu tímido: era tan natural aprovecharse de un niño vulnerable y bello.
Así que de su fragilidad supo sacar partido el primo Iván. Pero ¿quién puede explicar las sutilezas que tejen los placeres en el tamiz de la inocencia? Adrián había descubierto (temprano, o en el momento justo, de todos modos, a la hora en que le vino en suerte descubrirlo) el delicioso juego del placer más prohibido: el encanto que hay entre dos cuerpos que se tocan; y lo había descubierto con el cuerpo de otro hombre. Pero, sobre todo, había descubierto que aquello lo excitaba. El deseo de un hombre, quiero decir. Sólo que el jugar el juego con su primo no era propiamente la felicidad. Era más bien como un delicioso pastel que miras provocado. Era como un payaso cruel que te lo estrella en la cara. Aun así, a su manera aprendió a disfrutar de aquello una vez el acoso se consumaba como otra partida que se pierde; todo era cuestión de usar el beneficio de la víctima: disfrutar del propio sacrificio sabiendo que es otro quien cargará el peso de la culpa. Cucharadita de miel para endulzar el trago amargo. Y así las cosas. Con el primo Iván, al menos.
En el fondo de todo aquello, ya la vida empezaba a soplarle ese alientico de tristeza que parece serle tan propio. Pero como todo descubrimiento lleva a otro, saltando de uno en uno se puede caer en alguna maravilla.
Así, bien puede ocurrir que, descubriendo la tristeza, descubras la soledad, y que la soledad, la tuya, es un alivio, casi como un lugar puro, donde la pena puede ser algo tan amargo como hermoso (como una rara especie de placer, es curioso). Y como las cosas tienen su mecanismo, con la soledad tal vez descubras que deambular calles es una bella manera de huir hacia ella. Adrián, por lo menos, lo tomó, así no más, por costumbre (en especial cuando la casa quedaba sola y podría acechar el lobo).
En fin, caminando calles, una tarde ese niño se sintió con sus once años puestos. Y se ha animado por fin a salir solo al campo para visitar solo el río, y sentarse a su orilla solo sin sentir miedo: al fin y al cabo, nunca se supo que alguna vez hubiese venido el Coco a bañarse por estos lados de la cascada; a menos que acostumbrara (en cuyo caso sería un Coco bueno como las hadas) a disfrazarse de muchachos.
O de un par de niños, como cierto día.
“¡Uff!”, se susurró Adrián al descubrirlos, golpeado por la mirada fija con que ellos lo miraban: sonrientes, maliciosos y asustadizos. Y bellos, simplemente porque a Adrián le parecieron bellos. No estaban lejos de él, e igual que él, sentados sobre la arena de la pequeña playa. También Adrián sonrió mirando el agua, y su sonrisa se dibujó aún más al volver la vista hacia la mirada valiente del más moreno de los dos chicos. “Venga”, le dijo éste moviendo los labios a la manera muda; y aun le meneó su cabeza, con un ojo en guiño, como añadiendo: “¡Upa!”. Pero Adrián se quedó allí (el cortejado, claro) garabateando con un dedo sobre la arena, luego abrazando sus rodillas, luego recostando la frente sobre las rodillas, luego el mentón: la mirada insistente de ellos, la mirada intermitente de él, los labios de aquellos dos murmurando quién sabe qué. Y todas las sonrisas nerviosas sin borrarse.
Por fin el morenito se levantó palmeando el hombro del otro para animarlo a venir. Vinieron. ¡Uff!, sus piernas talladas, el vuelo de sus camisas, sus torsos descamisados, su andar de ladronzuelos viniendo ¿a qué? “Entonces…”, dijo simplemente como saludo el morenito, sentándose a su lado. Al frente, de pie, el otro lo saludó con un gesto, acomodándose un mechón de cabello tras de su oreja, sonriendo luego a los matorrales. “Entonces…”, le respondió Adrián.
Sshh: un poco de silencio. Allí estaban los matorrales; y más allá, los árboles entre los matorrales. Aquí había unos dedos garabateando en la arena; y un ¿qué querrán?, en escritura de garabato, sobre la arena. Acá estaba el río; y otros muchachos bañándose en el río… Bueno, ¡adelante!:
“Usted se llama Adrián, ¿cierto?”. Sí: Adrián. ¿Y cómo lo sabe? “¿Cómo sabe?”, dijo serio. ¡Dios!: conocían su nombre. “Pues, preguntando”, respondió el morenito como si fuera muy obvio. El otro, poniéndose de rodillas (las piernas
abiertas, el trasero sobre los talones), no hacía otra cosa que peinar a mano sus cabellos largos, que le soplaba el viento como a un héroe a caballo. Así, se quedaron allí otra vez callados.
Tres niños sobre la arena de un río. El pequeño héroe acaballado sobre la arena mirando a Adrián. Adrián mirando su dedo otra vez haciendo garabatos. El bello moreno mirando los garabatos.
—¿Sabe qué? —le dijo éste, tierno como un tigrillo—, nosotros lo hemos visto a usted.
—¿Sí?
—Cuando viene con sus hermanos… A veces.
—Mm…
—Y con su primo.
—… —Ah, sí: el primo. ¿Qué más habrán visto?
—¿Sabe qué, Adrián…? Es que…
—…
—O sea… Usted nos gusta…
—…
El tigrillo se detuvo un poco. Sólo un poco, porque no es bueno alargar los rodeos, saben los tigrillos. Así que de un zarpazo se lo dijo:
—¿Nos deja metérsela? —y se lo preguntó como rogando.
—No… Es que…
Vaya, claro que habían visto más. De repente, Adrián sintió que debería salir corriendo. Pero aquellos deseos de quedarse. Esos deseos de permanecer allí quieto…
—Mire: y le regalamos esta navaja.
—…
—¿Nos deja…? ¿Sí?
Era una navaja muy usada, la punta casi roma, desvencijada, con su filo nunca pudo Adrián cortarle un trozo a una manzana: era una cosa de nada. Pero en las manos de esos niños… no sé, creo que valía más que dos espadas de Alejandro.
ABRIL 21
En fin, creo que nunca dejarán de castigarme por ser un marica; y el látigo siempre golpeará donde sea más frágil mi piel. O donde la tenga herida, como ahora. Y habrá de ser así hasta el fin, me digo. Tan sólo no me acostumbro a la vulgaridad con que este mundo les manda a los perseguidos sus zarpazos de perro ciego.
Anoche, mamá le dio a papá mi recado pidiéndole algo de dinero prestado (ando demasiado corto) y él sencillamente me lo ha negado: sabe que lo necesito para ocuparme de Adrián. No es que me tomen por sorpresa estas cosas, pero… bueno, no puedo evitar recordar que hace algunos años la novia de uno de mis hermanos quedó en embarazo y que papá y todos en casa estuvieron dispuestos a desembolsar el pago del aborto. Y yo, que me fascino con las ironías, no he podido desde anoche despegar mis ojos de ésta. Quiero decir, a mi hermano le ayudaron sin reticencia a quitarle la vida a su niño (cosa que no tengo ningún derecho a juzgar, ya sé), pero se niegan a ayudarme a salvar la vida de mi amigo. Supongo que todo se debe a lo que llaman la Tradición: ya en el colegio me habían contado que los hombres conquistamos la comodidad a punta de asesinatos; con qué simplicidad aniquilamos siempre a los que nos son molestos.
En fin, desde niño supe que por mi felicidad tendría que pagar bastante caro: lo pienso en este momento. Entonces miro los ojos de Adrián, que son unos ojos muy hermosos, y me digo sin sentirme el héroe que bien ha valido el precio. Y estaría dispuesto a pagarle a este mundo tres veces más lo que me ha cobrado, y las veces más que le viniera en gana…
—¿En qué piensa? —me dice él.
—En una cosa muy ridícula… Pensaba en que si yo fuera una mujer, papá hubiera entendido que usted es mi novio, que es natural que yo deba hacerme cargo… y me hubiera prestado la plata.
—Sí… Pero si usted fuera una mujer, yo nunca lo habría mirado.
—Jm… No es una buena idea, ¿sí ve?
—…
—Además, sería una mujer muy fea —le digo. Y la enfermera jefe entra con su bandejita de drogas diciendo que le contemos el chiste.
Andamos muy contentos porque, al parecer, esta mañana a Adrián le ha parado su estúpida diarrea y los dos estamos con el ánimo menos aguado.
La enfermera le calibra la manguerita del suero, le ensarta el termómetro en la boca y de paso lo regaña porque apenas si ha tocado la comida.
Creo que es una suerte haber caído en este hospital. Casi todas las enfermeras de este piso son simpáticas, y ese doctor Martínez es una montaña de gente buena: tiene un corazón que uno no se explica cómo le cabe en ese cuerpo tan flaco. Aunque la verdad es que, por otro lado, este lugar cuenta con un número bastante representativo de imbéciles: es casi como allá afuera, en la vida. Sobre todo los hay entre los estudiantes y entre algunos médicos. Para nada les reprocho que anden muy histéricos temiendo infectarse con sólo tocar a Adrián:
todos somos unos novicios en esta enfermedad que parece más espantadora que la lepra en sus mejores tiempos… Pero me fastidia cantidades la manera con que muchos de ellos, javerianos casi todos, tratan a los pacientes de este hospital: sólo porque somos gente sin dinero. Nunca te dicen hola, nunca te dicen adiós; y jamás te miran a los ojos: sólo pasan como marranos. Si supieran lo feos que se ven.
—¿Y usted qué hace aquí? —me dice la enfermera de golpe.
—Vine a traer la droga que pidieron esta tarde.
—¿No pensará quedarse aquí esta noche…?
—Si no me sacan, sí.
—Si lo pillan los de vigilancia, lo van a sacar —me dice ella.
Trato de convencerla para que no me moleste diciéndole que los vigilantes ya hace tres horas pasaron haciendo su ronda y que, si ella no los llama, no regresarán hasta la mañana. Ella me mira como si no estuviera muy conforme, y toma de nuevo su bandeja.
—Sólo no se le arrime a Adrián sin tener puesta la bata —me dice—, no vaya a pegarle los bichos que trae en la ropa.
Y pasa por mi lado haciéndome mala cara. Yo me quedo viéndola hasta que desaparece por la puerta, pensando que la quiero mucho.
—No sería fea, Fernando —me dice Adrián, y yo no entiendo a qué se refiere.
Pero ahora caigo en cuenta y le digo que, por favor, no me diga eso en este lugar, porque aquí no puedo mandármele encima. Y él tampoco está en condiciones para responderme como hombre. Entonces él se ríe un poco. Y yo me quedo pensando porque sí en algo muy feo que me dijo Martínez esta tarde.
El mismo día en que internaron a Adrián, me preguntó si yo me había hecho ya la prueba. Le he dicho que no y que, además, no me parecía necesario, pues es evidente que también yo tengo al inquilino, si consideramos que Adrián y yo llevamos cuatro años juntos (y sólo Dios sabe cuántas veces nos hemos hecho el amor en todo este tiempo).
—No es evidente —me dijo él—. Se han reportado parejas en las que uno de los dos no tiene el virus. No se sabe por qué, pero así es.
Así que esta tarde el doctor me ha tomado del brazo diciéndome que lo acompañara a donde los vampiros (así lo dijo) para sacarme una muestra de sangre; y al bajar por la escalera hacia el laboratorio me ha dicho eso que me dejó frío:
—Tienes que entender que, de salir negativo, no puedes volver a tener relaciones con Adrián.
Ni siquiera me he tomado el trabajo de decirle a este doctor el tamaño del huevo que él tiene. ¡Por Dios!, si supiera que san Julián el Hospitalario es como mi héroe, y que por nada del mundo estaría yo dispuesto a no volver a hacer cosas deliciosas con mi amigo, así quedara yo podrido en el acto. Ya bastante traidor me siento estando tan saludable mientras él sigue tendido en esa cama.
Meditando este asunto, que jamás le comentaré, Adrián me ha pedido que lo ayude a ir hasta el baño. Definitivamente, él está muy recompuesto, me digo, a juzgar por los pasos de hierro que ha dado hasta allí. Y al levantarse del sanitario para vestir de nuevo el pantalón de su piyama, casi no le ha cabido en el pecho el orgullo con que me ha dicho:
—Mire.
—Jm: está muy elegante —le he dicho asomándome sobre la taza.
Y le he dado un beso grande para celebrarlo.
Ahora él está de nuevo en la cama. Al parecer, no tiene deseos de dormir porque me recuerda que, al fin de cuentas, no le conté lo de la embarrada con Pedrito en la U, esta mañana.
—Ah, es que… —Dios, ya no sé si contarle o no contarle. Yo creo que se va a enojar conmigo.
—“Es que…”, ¿qué?
—Lo que pasa es que yo estaba haciendo mi exposición sobre Hegel y su estética y todo eso en la clase de David. Y, hablando de la épica, yo había dicho que en las epopeyas no importaban un pito los sentimientos de las personas, de los individuos… Y, entonces, después Pedrito levantó la mano y me preguntó que, si no importaban los sentimientos, en dónde quedaba el llanto de Aquiles por Patroclo…
—De verdad: ¿en dónde queda? —me dice Adrián—. ¿Usted qué le dijo?
—Pues le dije que el llanto de Aquiles no era lo mismo que las berreadas de Madame Bovary ni nada por el estilo; porque Aquiles no lloraba porque le hubiesen matado al amigo que amaba, con el que jugaba bolitas de niño y eso…, o si él sentía esas cosas, a la epopeya no le interesaba. Lo que importaba era que Aquiles lloraba porque habían matado a uno de los mejores hijos de Grecia, a uno de los aretés más pulidos y toda la cosa. Además, lo había matado el enemigo de todos los griegos… O sea, si Patroclo se hubiera muerto de un infarto, seguramente a Aquiles no le hubiera dado semejante pataleta. O tal vez sí le hubiera dado, pero entonces a la epopeya no le hubiera interesado mostrarlo llorando entre la almohada. Y que entonces el llanto de Aquiles era en realidad el llanto de todo el pueblo griego, la cólera de todo el pueblo griego…
—Sí, ¿no? ¿Y dónde está la embarrada?
—Pues la embarrada está en que yo le estaba gritando a Pedrito… como si él me hubiera preguntado una burrada. Imagínese, Adrián: le estaba gritando a Pedrito que es tan buena gente… Pero yo no me estaba dando cuenta y… Pues yo no sé qué me pasaba.
—…
—Y entonces, David me calló; y dijo que la pregunta era pertinente y que…, sí, la respuesta era ésa: pero la pregunta sí venía al caso y… Pues yo me sentí como una mierda.
—Sí…
—Además, el que había estado muy burro había sido yo. Porque hacía un rato había puesto como ejemplo de arquitectura monumental el Partenón, y David dijo que el Partenón no era un buen ejemplo, porque el Partenón estaba construido a una escala bastante humana y… No sé: yo creía que era gigantesco, porque en las fotos se ve muy grande. Pero parece que el Partenón es más chiquito que un puesto de dulces…
—A mí también me parece grande el Partenón —me dice Adrián, sólo por solidarizarse, claro.
—¿Cierto?
—Deberíamos ir a conocerlo.
—Sí, ahora más rato nos echamos una pasada.
—…
—Y… después, más tarde, yo pasé por la oficina de David, y él me preguntó que por qué andaba yo tan irascible y… Y entonces se me salió decirle que usted estaba muy mal… que yo no tenía con qué comprarle siquiera un mejoral y…
—…
—Le conté que usted se va a morir… porque tiene esa mierda.
—¿Verdad?
—Jm… Le molesta, ¿cierto?
—No, fresco…
—Ya sé que usted quería que nadie supiera, pero… Lo siento.
—No importa… Usted no se puede comer esto solo, Fernando.
—Jm: sí…
—¿Y qué dijo David?
—Ah, no sé. Creo que se le paró un poquito el corazón. Y trató de darme ánimos y todo eso…
—…
—Lo gracioso es que dijo que él no tenía idea de que usted y yo… “tres puntos”. Y me mandó a decirle a usted que no se preocupe por Teoría, que él le pone una buena nota con lo que usted ya ha hecho. O que si usted quiere, después le recibe un ensayo sobre Bajtín o alguna maricada…
—…
—Y me prestó plata.
—¿Y se siente mal por eso?
—Noo… No sé.
—…
—Aquiles sí debió tener harto billete, ¿cierto?
—Demás que sí.
—…
—…
—Tengo ganas de llorar, qué imbécil.
—…
—…
—Sí, venga: lloremos —me dice él.
Y así hemos estado aquí abrazados: mojando la leche como dos pendejos.
Por fortuna ya nos había bajado la marea cuando hace un momento vino de nuevo la enfermera: me traía una manta. Y otra vez me reprochó el haberme quedado: no se explica cómo voy a dormir en “semejante butaca”. En realidad, no es una butaca; es un asiento. No es un sillón; pero es un asiento. Me dijo que debería irme a casa a descansar, y yo he tratado de explicarle que en ningún lugar podría descansar mejor que aquí. De verdad, si yo supiera escribir poemas, escribiría uno que dijera que mi hogar es cualquier lugar donde mi amigo esté. O algo así.
Han de ser ya las nueve. Y afuera hace una noche muy hermosa. Es increíble cómo se ven de bellas las cosas cuando uno está triste. Adrián me pregunta si tengo sueño. Yo le digo que no tengo ni un poco. Entonces me dice que terminemos de leer el cuento de Flannery O’Connor que dejamos empezado ayer. Se llama “Todo lo que asciende, converge”, y también es un cuento triste. Mientras busco el libro de Flannery en el nochero, Adrián me dice que es una lástima ya no poder saber quién de los dos ganaría la apuesta.
—¿Qué apuesta? —le digo yo.
—Sobre quién de los dos publicaría primero un libro.
Ah…, esa apuesta, me digo. Era una bonita apuesta: quien la ganara tendría derecho a comerse al otro durante un año todas las veces que quisiera. Y de todas las formas que quisiera…
—Sí. Qué lástima ya no poder perder.
—A usted le gusta perder conmigo, ¿cierto? —me dice él.
—Ah, me encanta… usted tira… superdeliciosísimo.
—¿Sí?
—Usted sabe.
Y le digo que él sí puede sacar el libro: si completara unos treinta de sus poemas, podría hacerlo, pero… ¡Maldita sea!, no sé por qué me siento tan estúpido haciendo el papel de dador de ánimos: creo que me falta vocación, definitivamente. Pero entonces Adrián me viene con una idea loca: me dice que deberíamos escribir un libro que contara todas estas cosas que nos han pasado.
—¿Como una novela? —le digo medio con risa; medio burlándome, mejor dicho.
—Sí. O una crónica. Algo para contar estas cosas.
—Y para qué.
—No sé. Al menos para que no le pase a otros… Tal vez sirva.
—¡Qué va! La literatura sirve esencialmente para nada.
—¿Verdad? ¿Usted cree eso, Fernando?
—No. No sé. Es que… a veces pienso que si la literatura sirviera para algo, nada más con leer a Tolstoi ya los hombres seríamos unas buenas personas.
Y Adrián me dice que es cierto como si se pusiera decepcionado de esta vida. Pero ahora le brillan los ojos como a él le brillan, y me dice que la literatura no tiene la culpa y que tal vez no les sirva a los hombres pero quizás pueda servirle a uno que otro hombre y ellos harían que valiera la pena la cosa; como en Sodoma y Gomorra, me dice: cuatro o cinco hombres buenos bastarían para salvar una porquería de mundo. Y entonces yo me digo que este muchacho me encanta: porque es de ésos capaces de hacer pelechar una flor en el corazón de un suicida. Y, como soy cursi, no resisto las ganas y le digo que por eso lo amo.
—También porque tiro rico, no se le olvide.
—Fun-da-men-tal-mente por eso.
—Sí, tan bacano que es —me dice; y me despeina el copete diciéndome que ya no esté triste.
—¿Sabe qué escribiría yo?: un ensayo. Un ensayo proponiendo una libertad de culos.
—¿“Libertad de culos”? ¿Qué es eso? —se ríe él.
—Sí, Adrián: si los culos fueran libres para ser amados y deseados… pues nadie podría reprocharles a dos muchachos que se amaran y se comieran. Y entonces a ellos no les daría vergüenza ni nada. Y no estarían obligados a buscar amigo sólo en los bares o en los saunas, sino que se podrían encontrar en el barrio, o en el colegio, o donde trabajan…, o donde les dé la gana: como hacen las personas. A mí me parece.
—Sí, a mí también… Pero yo creo que a los académicos no les gustaría mucho la idea. Además, destruirían su ensayo en dos patadas, Fercho; porque van a decir que así se promueve la promiscuidad. Y es cierto, ¿no?
—No sé. Yo creo que la promiscuidad no necesita que se la libere o se la reprima para existir. “Todos somos unos tirones por naturaleza”, como dice el papa.
—Sí, sobre todo el papa, pendejo —me dice Adrián (cómo me gusta cuando se ríe)—. Pero por culpa de la promiscuidad es que esta enfermedad va como va, Fernando.
—Sí, yo sé… Pero, Adrián: entonces, ¿por qué mi papá no tiene el virus, ni mis hermanos, o los suyos?
—…
—O García Márquez: García Márquez no lo tiene, que yo sepa. Y acuérdese de que él dice que todos nacemos con los polvos contados; y que polvo que dejamos pasar, polvo que se pierde.
—Vea pues: ya encontramos al culpable.
—Sí: mañana mismo le metemos una demanda a ese tipo por haber corrompido nuestras mentes inocentes —le digo muerto de risa.
Y me pongo a buscar la página en el libro de Flannery: si seguimos hablando bobadas me van a sacar de aquí por hacer bulla.
—Lo que pasa es que los hombres pueden ligar promiscuo con las mujeres entre amigos, ¿cierto? —me dice él.
—Jm: en cambio nosotros ligamos promiscuo con cualquiera que pase y quiera… Con tal de que no nos conozca y no se lo vaya a contar a nadie. Supongo.
—Usted no es así, Fercho: a usted no le importa que todo el mundo sepa. Además, yo me gozo cualquier polvo que se me ponga enfrente; en cambio usted no se va con todos. Usted no es un muchacho de polvos.
—Sí, pero es porque soy un pervertido y… a mí me arrecha ser sólo suyo. ¿No ve que si yo no lo tuviera a usted también sería de polvos?
—…
—Y si usted me dejara, yo creo que me moriría de viejo siendo así porque… a mí me parece que el amor ya no se usa, Adrián… Yo no entiendo qué nos pasó a nosotros.
—Sí… Deberíamos escribir una novela, Fercho.
—Jm: “Romeo y Pablito”.
—Claro. Y abajo le ponemos: “Una historia de la vida real”.
—Sí, güevón, y se la damos a Corín Tellado para que la firme…
¡Por Dios!: ¿en dónde íbamos con Flannery…?
3
Las cosas son como son, y punto: yo lo sé. Pero a mí siempre me ha parecido que podrían ser mejores.
Si alguien me preguntara cómo fue mi niñez a los once, le respondería que fue una cosa muy triste y que yo odiaba este mundo en ese tiempo. No lo diría por presumir. Tan sólo era muy triste salir de clase al medio día y estar obligado a ir en las tardes a ayudar a papá en su taller. No era muy agradable que digamos aquello de conocer de primera mano lo que era ganarse el pan, y sentirse ya sin derecho para ejercer la irresponsabilidad de una manera escueta. No sé, cuando se está obligado a trabajar por primera vez, se pierde el carácter abstracto que tiene la pobreza cuando somos niños (para decirlo en términos subidos). Ya ni siquiera te atreves a pensar: “Papá sabrá cómo arreglárselas”, y aprendes que la vida también es asunto tuyo.
En realidad, para mí el problema fundamental consistía en eso de asumir ser una especie de niño de fin de semana. Es algo horrible. Imagínense, no poder regresar a casa cada día y pasar uno la tarde empuercándose hasta el apellido de tanto jugar sobre las aceras. Para no hablar de la desgracia de no poder pegarme al televisor para ver al Cabazorro y a Leoncio el León (ya saben, esos monitos animados).
A mí me fascinaba Leoncio el León con su habladito de lord; y no podía aguantar la risa cada vez que el cobarde decía: “Huyamos por la… derecha”. Era muy gracioso. Pero yo ya no podía verlo sino… casi nunca, y eso era un pesar. Conclusión: este mundo estaba mal hecho. Y algún día, yo terminaría huyendo por la izquierda.
Ya tenía doce años cuando entré a un colegio oficial para iniciar por segunda vez mis estudios de bachiller. No sé cómo pude entrar allí: era uno de esos colegios llamados de alta exigencia, y yo, francamente, no manejaba el concepto: no era muy aventajado que digamos en el asunto y el año anterior ya me había tirado el curso en otro colegio de aquéllos. El primer día de clases, formados en el patio como los soldados, el prefecto nos echó un discurso de bienvenida de esos que lo dejan a uno muerto de miedo. Nos habló de la disciplina, de la responsabilidad, de la moral, de la exigencia académica; y también de la exigencia académica y de la moral y de la responsabilidad y de la disciplina; y luego se vino con el cuento de construir el país y de los hombres de bien y no sé qué cantidad de tipos que habían salido de allí y luego llegaron a ser grandes hombres de letras y hasta políticos eminentes, como deberíamos llegar a ser nosotros. Saber esto fue un poco descorazonador para mí que, hasta ese día, guardé la íntima ilusión de que al entrar al Colegio Nacional Piloto Nicolás Esguerra aprendería a manejar aviones.
No es que tuviera aspiraciones de astronauta, pero tampoco me estaba muriendo de ganas por ser un político, y mucho menos “eminente”: ya papá me había enseñado a repudiarlos. La verdad es que el día en que mataron a Gaitán, papá dejó de ser liberal y se hizo copartidario de los desesperanzados.
En cambio, aquello de ser un hombre de letras, aunque no imaginaba bien cómo sería su apariencia, me sonaba muy bonito. Por lo de las letras.
Sucede que yo adoraba leer. Es difícil creerlo, ya sé.
Porque entre todos sus aspectos oscuros, la pobreza tiene uno demasiado triste: los libros te llegan tarde (si te llegan). Y es un acontecimiento extraordinario el tener a la mano a alguien que te acerque a su placer. Pero yo, por lo menos, tuve a mi hermano Gonzalo para darme un empujoncito; aunque la verdad es que nunca me gustaron mucho sus métodos. Cada vez que me pillaba leyendo cuentos y cuentos de viñetas como un desquiciado, se me venía encima con
aquello de que “más bien mire a ver si lee un libro, ¿o es que sólo aspira a quedar más idiota de lo que es?”. Y me ponía un coscorrón durísimo que me dejaba todo el día con un dolor tremendo en el amor propio.
Cada vez que me hacía aquello, yo asumía por varios días el firme propósito de leerme un libro, y enterito, aun guardando el secreto temor de caer dormido sobre la primera página. Pero entonces aparecía un problema fundamental: ¿cuál leer? Y era algo muy difícil de decidir, si tenemos en cuenta que en casa siempre hubo sólo dos libros: las páginas blancas y las páginas amarillas.
No sé si logre explicarlo bien. Es decir, temo parecer cursi (aunque bien sé que lo soy). Pero lo cierto es que al gustico por los libros caí definitivamente por una especie de accidente de amor puro. Al menos eso creo.
Ocurrió que un día mataron al abuelo Vargas y a casa cayeron una cantidad de chucherías que le pertenecieron. Eran cosas hermosas y muy viejas y, para mí, todas del orden de las maravillas: me encantaba como un bobo viéndolas por ahí tiradas, desvencijadas y tristes, plantadas en mi casa sin decir nada; como si ellas quisieran opinar algo. A mí me parecía que tenían alma, un alma callada; era algo muy extraño. Pero entre las que más me gustaban, había un poco de ejemplares, ya no tan viejos, de la National Geographic y de la revista Life. Las dos tenían algo en común: estaban repletas de unas fotografías de miedo que me dejaban un poco sonso de la emoción. Mi destino estaba marcado: yo sería un fotógrafo.
Bueno, el caso es que una noche, mirando uno de los números de Life, encontré un artículo que hablaba de una película basada en Oliver Twist. No recuerdo qué decía el texto, si es que en realidad lo leí. Pero nunca pude olvidar dos de las fotos que lo acompañaban. Una era grande, ocupaba la mitad de una página, y mostraba un comedor inmenso con dos hileras de mesas rústicas, a las que estaban sentados una cantidad de niños con sus cucharas quietas: todos ellos miraban a Oliver, caminando casi en puntas, llevado por un hombre inmundo
que le agarraba la oreja como se agarra un collar de perro, arrastrando a Oliver como se arrastra a un perro. Viendo esa foto, recordé a Hansel y no alcancé a sentir pena por Oliver. Tampoco odié al hombre inmundo. Tan sólo tuve muchos deseos de haber estado allí, y una sensación extraña y bella de la que no hablaré. No ahora. Era una sensación nueva. Y era una sensación mía.
La otra era una foto más pequeña, una foto de Mark Lester en el papel estelar de Oliver. Tenía en sus manos un cazo, y la mirada hacia arriba como en una oración. “Tengo hambre. ¿Me da otro poco, señor?”, decía allí abajo. “¡Sí: denle todo lo que quiera!”, le susurré a esa foto desde mi corazón… ¿Cómo explicarlo? Yo no conocía la palabra éxtasis, pero juro que fue eso lo que sentí mirando así a Mark Lester, sin saber qué hacer. Pero recordé el baño de casa y entonces lo supe: no había nadie en él, había que entrar de prisa, cerrar la puerta, dejar caer la felicidad de un golpe; así: de rodillas al piso, de rodillas sobre la página sin parpadear, despacio, gritando ¡Dios! pasito. Y sin alzar la voz.
Mark Lester fue mi niño imposible más bello de este mundo. Pero fue Oliver, o Mark Lester vestido de Oliver, por quien esa noche me hice el propósito de leer el libro como fuera, así tardara mil años intentando comprender todas las palabras.
Sólo necesité tres mañanas para hacerlo, cuando por fin lo tuve entre mis manos; después, claro, de haberme entrenado como cachorro de gozque con Moby Dick, De la Tierra a la Luna, Ben-Hur, y una cantidad más de libros de esos que algunas editoriales resumen, y además les ponen dibujitos, para los brutos y perezosos como su servidor. Pero Oliver Twist lo leí entero en un volumen de Aguilar de las Obras completas de Charles Dickens. Era un libro gordo que me asustó mucho porque parecía una biblia.
Lo hallé en un lugar increíble que una vez, haciendo mandados por La Candelaria, me había mostrado mi hermano: “Ésa es la Luis Ángel Arango”, me dijo; y por el coscorrón que me puso, no escuché algo más que añadió a la frase;
pero me quedó muy claro que era algo así como una biblioteca que tenía libros. Ahora no puedo decir nada de ese lugar: necesitaría una oda hermosa, y no sabría cómo escribirla.
En fin, lo más bonito que tiene ser estudiante es faltar a clase, ustedes saben. Y esa mañana lo hice, como casi todas. Yo odiaba mi colegio (ése donde me tiré mi primer año y todo el mundo se enojó conmigo). Lo único bueno que tenía estaba fuera de él, o sea, en el lugar en que se hallaba: justamente al lado del barrio La Candelaria, que es el sector más antiguo y cultural, y subido de intelectualidad y esas cosas, que tiene Bogotá; lleno de universidades y museos y, sobre todo, de iglesias viejas, que eran lo que me gustaba más, etcétera. Ese día yo andaba muy melancólico, y muy en mi papel de protagonista de la desgracia, y porque sí me fui a la Luis Ángel y pedí ese volumen de Dickens que les digo. No sé si fue porque traía mucho impulso de las ganas de leerlo, o por qué, pero el caso es que fui pasando de una página a otra como se pasa de un tobogán al columpio y del columpio al balancín y del balancín a la rueda loca, y todo así: como si nada. Pero cuando llegué al final del capítulo VII, quedé congelado sobre la página. Casi no lo creía: allí Oliver se dio un beso con otro niño, con su mejor amigo, Dick. Y se abrazaron.
Supongo que nadie recordará esa escena. Al menos, no como la recuerdo yo. Porque, claro, sólo yo tengo mi corazón. Y supongo que si alguien la leyó, sólo habrá visto a dos niños diciéndose adiós; Oliver porque se iba a Londres, Dick porque se iba a morir, y lo sabía. Yo vi otra cosa: dos niños que se besaban; dos niños que se querían.
Pronto olvidé la historia de Oliver, pero siempre lo recordé prometiéndole a Dick regresar y encontrarlo contento y feliz, y estar otra vez juntos. Y el beso que le dio Dick.
Lo cierto es que aquel día no pude salir de esa página. Pero… ¿saben ustedes lo que es irse uno sobre patines por una calle cuesta abajo? Bueno, así se fueron
mis ojos por entre las páginas de ese libro a la mañana siguiente, no tanto por conocer las venturas y desventuras de Oliver, sino buscando el capítulo en que por fin él regresaría por Dick. Lo encontré a la tercera mañana, capítulo LI, última línea: “¡El pobre Dick había muerto!”. Sólo restaban dos capítulos para terminar el libro. Nunca los leí.
Imagino que Charles Dickens murió convencido de que eso era un final feliz, sólo porque para entonces ya Oliver Twist era un niño rico y bien alimentado. Pero si eso es un final feliz, yo soy León Tolstoi. Algunos escritores son unas personas muy extrañas, siempre lo he creído. Como Dickens. No sé, eso de escribir la historia de un niño miserable que tarda cincuenta capítulos para alcanzar la felicidad, ¿quién se lo cree? Tal vez suceda en Inglaterra: aquí, a los niños miserables no les alcanzarían cincuenta volúmenes para lograrlo, y es muy probable que ya hubiesen muerto al concluir la primera frase del primer capítulo. No es que yo fuera entonces un crítico literario, ni mucho menos; pero al abandonar el libro pensé que, de ser Dickens, yo habría contado la historia de Dick y no la de Oliver.
Y toda la vida me quedé pensando en lo lindo que sería poder uno escribir alguna historia, en la que dos niños se amaran de verdad. Y uno de ellos recordara a Dick.
* * *
Ahora que venimos por Dickens, cómo desearía aprovechar para decir algo como esto:
Por entre los edificios públicos de que se siente orgullosa cierta ciudad, cuyo nombre ustedes ya conocen, al atardecer venía Adrián, morral al hombro, caminando rumbo a casa de los abuelos, concluidas ya sus labores en el colegio.
Mirando los árboles de la avenida, meditaba en lo hermosa que es la vida en medio de la creación, a pesar de todas las desventuras; si no, contemplemos esos pajarillos. Grandes y dolorosos habían sido los sufrimientos de este jovencito que ya frisaba los quince. A enorme desolación había quedado expuesto su corazón tres años atrás, el día en que, pese a los cuidados de la amorosa esposa, murió su padre luego de una penosa agonía. Entristecíale sobremanera el ver hoy a su madre y hermanos desperdigados en diferentes hogares de la gran familia de tíos y tías, y en diferentes sitios y ciudades. Con todo, el frío y el pesar que abrazaban su espíritu pronto fueron calmados por el calor con que acogiéronle en casa de su abuela de sangre. De especial manera, henchíale de gratitud el alma la bondad del esposo de ésta, su abuelo político, quien lo recibió con un tierno y compasivo abrazo, conduciéndolo a un acogedor cuartico dispuesto por él para el niño…
En verdad me gustaría decir esto. Pero estaría mintiendo el narrador.
Sería más honrado decir que no hubo penosa enfermedad de papá. Ni amorosos cuidados de la esposa en la querida casa. Sólo hubo una especie de colapso en el páncreas, que le vino sin anunciarse, acá en Bogotá, estando de visita por la morada de su amante (la negra ésa, Aurora, ¿recuerdan?). Ése fue el caso: un patatús lo llevó a la tumba lejos de casa. Fue Aurora quien dispuso del funeral, sola, luego de comunicar la noticia a la familia. Sin casi exagerar, de su muerte supieron eso: que murió.
Hubo además una crisis nerviosa en el cuerpo y el alma de doña Bertha, de esas que hacen temer seriamente un destino de manicomio. Y estaba en todo su derecho. Imagínenlo: morírsele a una mujer el marido al lado de la amante en quién sabe dónde y haciendo quién sabe qué, “¡hasta bastardos tendrían!” (en realidad tuvieron sólo uno); dejarla aquí, desamparada y sola, a ella, cuya única labor productiva en la vida había sido criar ocho hijos (que, si me lo preguntan a mí, no es poco): ocho, porque antes de morir, seguramente en algún asueto de la negra ésa, le había empaquetado otro bebé, que ahora tenía dos años; ocho hijos que (ahora que lo pensamos) cómo iba a mantener, en qué casa los tendría, qué
comida les daría, qué traje ahora lucirían, ¡Y CON QUÉ LO PAGARÍA, POR DIOS…! La verdad es que la situación era como para meterse entre el culo de una avispa, lo digo seriamente; cómo no le iba a dar una crisis a esa pobre señora. Le vino a pocas semanas de muerto su marido; y debieron internarla en una casa de reposo, no sé por cuántos meses, ni sé pagados con qué.
Hubo, sí, hermanos y madre desperdigados por todas partes. La diáspora comenzó pronto cuando fue internada doña Bertha en la casa de reposo, y todos debieron salir del lugar que habitaban, ya como inquilinos morosos. Los mayores se refugiaron ignoro donde qué familiares, y las dos niñas quedaron al cuidado de una de las tías. De los hermanos, sólo el mayor tenía alguna experiencia de trabajo, los demás empezaron a rebuscar empleos donde pudieron; las niñas eran todavía un par de mocositas. Así las cosas, el bebé de dos años quedó al cuidado de Adrián. Y a los dos los recibieron en casa de la abuela Mita.
Pero no hubo allí acogedor cuartico dispuesto por abuelo para esos niños, sino un cuartucho de trebejos construido en el traspatio, con paredes de madera vieja, piso de tierra y tejas de lata, de ésas que cuando llueve parece que se fuera a acabar este mundo. El bondadoso viejo permitió cederlo muy a regañadientes, y sólo gracias a los ruegos de Mita, quien adoraba a esos niños. Al entrar a esa casa, corotos al hombro, tampoco hubo compasivo y tierno abrazo de él; pero sí hubo una mirada que bien conocía Adrián: esa mirada seria, fija a los ojos, paseada de arriba a abajo y de abajo a arriba, y otra vez fija a los ojos; esa miradita que viene entre un eco que resuena: “Cuidado niño, este lobo te va a comer…”. No tardaría mucho en hacerlo, el maldito viejo. Todo era cuestión de hacer sentir al corderito como un gusano, no dejar de mostrarse incómodo con su presencia allí, no desaprovechar oportunidad para que él le escuchase sus comentarios hirientes: arrinconarlo despacio, ¿qué prisa tenemos?: habrá más de una ocasión propicia. (Ah, el viejo no era propiamente tu señor Brownlow, querido Dickens). Domingo en la mañana regresando de misa: buen día. Abuela se ha ido con el bebé de visitas (sabemos que regresará a la tarde). Tenemos, pues, la casa sola (y no está mal que el muchacho tenga tan alto el volumen de la radiola, no nos mostremos hoy molestos por eso). Y bien está el encontrarlo así, a medio vestir, lavando sus ropas en la alberca como una niña; lo parece en
verdad: muy guapo, muy guapo. (“Está guapo el muchacho, ¿verdad?”, decía Brownlow de tu Oliver, señor Dickens; pero, claro, era otra la situación). Ahora que entra a su cuarto, tal vez sea ésta nuestra ocasión propicia: vayamos, pues, donde el pequeño afeminado. (Ajá, es eso todo lo que queremos: un niño estrecho para ordeñar la vaca). ¡Por qué esa cara de susto, muchacho!, si va a aprender algo que no conoce y a los niños como usted les gusta mucho; no hagamos caras…
Sí, apréndelo de una vez, niño: la vida cuesta.
(La vida cuesta, maestro Charles).
Aquello fue todo lo que hubo. Y cuando doña Bertha, recuperada, regresó a esta vida, de esa familia prácticamente no había nada.
Hundido el barco, ninguno de los hermanos mayores tuvo intenciones de recuperar los restos de la nave, y mucho menos los de sus fraternales pasajeros. Agarrados de sus maderos, con los años siguieron nadando hacia sus propios refugios sin volver la vista, como los grumetes de cuarta que al parecer eran. De ellos, sólo Pablo siguió chapoteando cerca del naufragio. (Supongo que el primito Iván buscó su propia guarida).
Al salir de la clínica, doña Bertha no sólo recuperó la razón, sino también su instinto de protección; así que vino a vivir a la casa de Mita. Era el último lugar del mundo al que hubiese deseado volver; pero sospecho que conocía demasiado bien a su viejo padrastro y, quizás por ello mismo, regresó allí, reasumió las labores de crianza del bebé en el mismo cuarto de los trebejos (ya vería cómo se las arreglaba para salir de ese sitio) y a Adrián lo mandó para donde la sicóloga. Quiero decir, lo mandó a casa de la tía Gloria, quien era de profesión sicóloga.
Dos años después, con Pablo, Adrián, las dos niñas y Julián (el ex bebé), doña Bertha intentó recomponer lo que quedaba de su familia en un par de habitaciones rentadas por ahí. Pablo se dedicó a trabajar como obrero de construcción, las niñas regresaron a la escuela, y Adrián, con sus catorce años al hombro, estudiaba segundo de bachillerato en el Instituto Nacional de Educación Media.
El colegio pertenecía a una red de institutos creados por el Estado en todo el país para ofrecer, a la vez, una educación académica y una formación técnica o vocacional. Han de ser unos colegios buenos esos INEM, porque no he conocido a un amigo egresado de alguno de ellos que no lo recuerde con nostalgia; y es probable que la tengan merecida. Cuando diseñaron ese programa pedagógico, a alguien se le ocurrió la extraña idea de incluir un área de humanidades, en la que se dictaran clases de historia, literatura, filosofía y otro poco de esas cosas que sabrá mi Dios para qué sirven, como no sea para sentarse uno en ellas a llorar, e intentar no perder las esperanzas. Pero fue ésa el área que eligió Adrián para hacer su bachillerato.
No es extraño. Porque ese niño también adoraba leer.
No sé, a veces pienso que los libros son casi un destino cuando se tienen muchas cosas para conversar sólo consigo mismo. Porque el corazón que se tiene adentro es como una habitación, a donde no has podido invitar al mundo a pasar sin que él te la estropee un poco, y te deje a ti por ahí, acurrucado y todo confundido. ¿Y con quién puedes conversar sobre el asunto, si en últimas siempre has estado allí solo? Pero entonces, pegas el oído a la pared, y escuchas una voz venir de alguna habitación contigua, diciendo algo como: “Pues yo aquí, tratando de recomponer la mía; ya he puesto la mesa en su lugar, he colgado otra vez los cuadros, he recogido los papeles; y tendido sobre mi cama, miro las fotos de mis seres queridos…”. A veces los libros me parecen ser eso; como una voz familiar tras la pared de una prisión.
Así, cuando vemos a ese jovencito que frisaba los quince venir por entre orgullosos edificios, camino de casa, morral de colegial al hombro, con seguridad traería su Demian prestado entre el morral, algún poema empezado en su cuaderno, una rima de Bécquer susurrando en la cabeza, y pocas monedas sonando en sus bolsillos. Quizás sí vendría meditando en lo hermosa que es la vida en medio de la creación, porque… sí, miremos los árboles de esta avenida; sí, contemplemos esos pajarillos entre sus ramas; ah, y a ese muchacho orinando abajo contra su tronco: ¡qué hermoso!, sí… Y si pudiera con él charlar un rato, contarle mis desventuras, decirle que mamá está angustiada en casa porque andamos sin dinero hace dos días; y si fuera él quien me prestara un poco, sólo porque quisiera que yo no esté mal, y no porque ahora estemos jugando cincuenta y cincuenta; y si, despidiéndonos, me deseara suerte; y si así pudiera yo regresar a casa y, sin sentirme mal, mentirle a mamá: “Vea, ma, viniendo por el parque me encontré esta plata. Preparemos una comida”.
Qué voy yo a saber, y no sé qué opine mi cura párroco, pero a pesar de las enseñanzas de mi catecismo, no creo que fuese hermoso tener el corazón ingenuo de doña Bertha para poder decir “¡Gloria a Dios!”, igual que ella lo hizo, contemplando aquella escena. Aquel dinero caído de su gracia.
Para entonces, doña Bertha había renegado de la Virgen María y del catolicismo, y se hizo fiel de una de esas iglesias cristianas que te leen el Evangelio como un recetario de cocina, con el secreto fin de ayudar a dejar tu alma como cebolla finamente picada. Como si no la tuvieras ya bastante destrozada. E imaginen cómo la tendría esa pobre señora para haber caído allí. Lo peor de todo es que de inmediato se dio a la tarea de comunicar a los hijos que le quedaban la buena nueva: el Señor vendrá y, si desde ahora confesamos el no pago por la vida mundana dada a nosotros en préstamo a través del Malo, condonará la mora de nuestras oraciones, ruegos y diezmos; así pues, alejémonos del mundo y no cesemos de orar y diezmar con cristiana resignación, en tanto Él regresa a librarnos de este desventurado castigo.
A lo que nunca pudo resignarse fue a perder el decoro. Acostumbrada como estaba a vivir la vida de una mujer digna y relativamente acomodada, le resultaba insoportable que los amigos y familiares (sobre todo la engreída parentela de su esposo) la viesen ahora venida a menos, viviendo una vida más mala que peor, y más baja que la de una recolectora de café. Así que no desaprovechó la oportunidad que le ofreció una de sus hermanas en Cristo para venir con ella a Bogotá, y compartir el manejo de una caseta de gaseosas en un colegio de la ciudad. Fue de esa manera como se vino a vivir en un lejano barrio del sur de esta capital con los hijos que aún le quedaban.
Excepto Adrián, quien habiendo ya escuchado la onición evangélica según la cual estudiar es un pecado (como si no lo supiéramos todos), pues el conocimiento es un truco del Maligno para alejar a los hombres del Señor, prefirió quedarse en Armenia para seguir ejerciendo su punible actividad como estudiante de bachillerato en esa escuela de perversión juvenil que frecuentaba. A costa de lo que fuera. Y así estuviese obligado a volver a casa de Mita. En cuanto a su abuelo político, ya sabría cómo arreglárselas; todo era cuestión de invertir el chantaje (no sería conveniente que el chico nos desnudara delante de toda la parroquia, ¿verdad? Este cordero ya no es tan niño, viejo miserable). Por lo pronto, Adrián aún confiaba en que la tía Gloria nunca le cerraría las puertas de su casa; como, en efecto, jamás se las cerró. Así consiguió algo que en verdad quería: un poco de soledad para defender lo suyo, un simple sueño con un lugar, cualquier día a cierta hora, en que se sintiese por fin libre. Sólo para tener un trabajo amado. Para tener una vida digna. Para conseguir algún dinero. Para comprarle a mamá una casa, un traje hermoso. Para tener la propia, el traje propio, la vida propia. Para tener un libro más. Para leerle un pasaje a algún querido amigo, si por ventura lo tuviera. Para tener su aliento tan cerca como este aire. Para escucharle simplemente decir: “Ya todo está bien, Adrián”. Antes de ir a la cama. Los dos solos. A cierta hora. Cualquier día. Si en ese lugar…
* * *
Les contaré otra historia de raptores y sediciosos.
Mi hermano Gonzalo debió nacer con alguna especie de disfunción hormonal, porque cuando empezó a salirle el bozo, comenzaron a caérsele los pelos de la lengua. Y cuando algo le molestaba, no había poder humano que le tapara la boca y le impidiese decir lo que pensaba. Resultó ser un tipo muy sincero, hasta el punto de ya no parecer bogotano. A mí él me encantaba; sobre todo por esto que les digo y que muy pocas personas tienen: la decencia de decirle a uno las cosas a la cara. No sé por qué pero siempre me ha gustado eso; es algo que me inspira respeto. Yo nunca he sido capaz de hacerlo. No porque sea un hipócrita, sino porque todo me da miedo. Sobre todo las personas; las personas me producen mucho miedo; y entonces siento que si a alguien le digo sinceramente que esto o aquello, se va a disgustar conmigo; y eso me asusta porque… no sé, simplemente me siento mal cuando alguien se disgusta conmigo. Soy muy idiota, tengo que itirlo. En cambio a mi hermano le importaba un pito que se enojaran con él y ya no lo quisieran. Yo le iraba eso.
Lo cierto es que lo de la sinceridad siempre me ha preocupado mucho. Hasta me da risa. Porque ahora recuerdo que una vez, en el colegio, la profesora de español nos puso de tarea escribir un diálogo. Porque estábamos viendo esas cosas de los recursos narrativos. Y yo escribí uno que me gustó mucho y hasta le puse título. Se llamaba Sinceridad y era así:
A. Usted es un imbécil.
B. Yo no soy un imbécil. ¿Por qué dice que soy un imbécil?
A. Porque yo creo que usted es un imbécil.
B. No, no soy un imbécil. ¿Por qué cree que soy un imbécil?
A. Porque sí.
B. No, yo no soy un imbécil.
A. ¿Por qué no?
B. Porque no.
A. Yo creía que era un imbécil.
B. Pues no, no soy.
A. Ah, perdóneme.
B. Bien.
A. Sí, bien.
No creo haberlo escrito así; pero más o menos así era. Yo pensaba que era bueno, porque se parecía a algo que había leído y que me gustó mucho, pero ya no recuerdo qué. Lo malo fue que a la profesora no le pareció igual, y me pegó
un regaño de esos de padre y señor mío, y dijo que yo era un perezoso irresponsable y que mirara a ver si me tomaba en serio las cosas y no sé qué más. Eso me dolió mucho, porque lo dijo delante de todo el curso. Y yo terminé sintiéndome como un imbécil, sinceramente. Desde entonces me prometí no volver a escribir estupideces. Sólo ahora vuelvo a hacerlo (ustedes perdonen).
La verdad es que la sinceridad es peligrosa. Porque a las personas no les gusta la honestidad. Yo lo supe bien pronto un día que me gané una bofetada de mi hermano, el mayor. Todo porque una mañana él le estaba recriminando a mamá por no cuidar a mi hermana, la mayor; ésa a la que le metieron un bebé en la barriga sin haberse casado porque el novio se le voló. Resulta que por ese entonces tenía otro novio, y la noche anterior ella había regresado a casa tardísimo: a las nueve y treinta. Imagínense, al estúpido le parecía tardísimo esa hora para una mujer que ya tenía como doscientos años. Que por qué tenía que llegar a esa hora, si ella salía de trabajar a las cinco: “¿qué estaría haciendo?”, le dijo a mamá. A mí me dio mucha ira oírle decir eso; porque me dolía cantidades la manera como le amargaban la vida a mi hermana, todo por aquello del bebé que le metieron. La trataban siempre como si fuera una especie de vagabunda. Entonces se me salió decirles a los dos en la cara que seguramente se había encontrado con aquél, habrían ido a tomar algo… y luego se habrían metido en un hotel para hacer el amor y yo no le veía el problema (en verdad, yo no se lo veía). Ahí fue cuando él me cascó, me dijo un reguero de cosas, y mamá me mandó a desaparecer del mapa.
No es que yo fuera san Antonio el defensor de las vagabundas, ni mucho menos. Tan sólo, muy en el fondo, sentía que defendiéndola a ella, me defendía a mí mismo. Ustedes saben: ¡si ellos hubieran sabido en ese momento del marica lampiño que tenían allí en frente…!
Y eso que yo, en sentido estricto, aún era virgen y nadie me había metido un bebé ni nada. Bueno, si descontamos lo que hacía poco me había ocurrido con tres muchachos del parque (creo que ya les comenté algo); pero, no sé, eso de hacerlo sólo oralmente al lado de un árbol al anochecer era como sólo haber
conversado plácidamente sobre el tema con tres desconocidos. Con tres desconocidos a quienes, además, nunca volví a ver. Aunque la verdad es que, aun así, aquello fue muy emocionante. Por lo novedoso. Si no fuera porque uno debe respetar los géneros literarios, les pasaría algunos detalles. Quiero decir, esto no es una historia equis a la ene. Además, aun yéndonos por el camino de las licencias literarias, no lo haría de todos modos: porque es probable que todos pensaran ¡qué sucio!, o ¡qué asqueroso!, o ¡qué perverso!, o, siendo condescendientes, ¡qué extraño! Difícilmente alguien sentiría que aquello fue algo bello, como lo sentí yo. Porque es muy difícil mirar a través del corazón de otro. Así mi hermano. Si él hubiese visto las suposiciones que se hacía de mi hermana a través del corazón de ella, hubiese visto a una mujer pura amándose con un hombre en una escena hermosa y pura. Pero él sólo veía a una mujer sucia en una escena sucia, porque todo lo miraba desde su propio corazón, que probablemente era mucho más sucio que el de ella.
Pero ya hubiera querido yo decirles en la cara, a mamá y a mi hermano, un par de cosas acerca de mí aquel día en que denigraban de mi hermana. Al menos para desviar su atención. En verdad lo hubiera deseado; sólo que a mí aún no me había salido el bozo. Además, porque aquello de cerrar la boca a la primera bofetada me hacía sentir un poco de vergüenza: de alguna manera ya sentía que era propio de un hombre tener el valor de pararse a decir aquello que se piensa. Pero también sabía que, apenas entrado a la pubertad, no se tienen todavía los recursos para asumir las consecuencias. Ya en el colegio había recibido yo una lección a ese respecto. No me lo están pidiendo, pero voy a contárselo.
Había sucedido el año anterior, cuando hice por segunda vez mi primero de bachillerato. En esa época, Gonzalo llevaba la colección de una revista que se llamaba Alternativa. Abajo de ese nombre, en la carátula siempre escribían: Atreverse a pensar es empezar a luchar. Ya se imaginarán de qué clase era la revista: baja, como la mía.
A mí me encantaba esa revista. No por lo que decían sus textos; yo intentaba leerlos, lo juro, pero de lo que allí decía, ni siquiera entendía la “eme” con la “a”,
y me parecían más aburridos que un televisor dañado. En cambio, me gustaban una cantidad los dibujitos de caricaturas que traía; sobre todo porque se burlaban mucho de un tipo al que yo odiaba con todo mi estómago: el presidente de la república. Comprenderán que a esas alturas yo no tenía ninguna conciencia política; pero mi estómago sí, se lo aseguro.
Verán, no se lo he contado, pero a mí me gustaba mucho el pan, y creía que era uno de los mejores inventos de mi Dios. Antes de subir ese tipo a la presidencia uno podía comprar un pan por veinte centavos; así que, haciendo cuentas, con un peso se podían comprar cinco panes. Pero en ese entonces el mundo era tan maravilloso que, si pedías un peso de pan, no te daban cinco sino seis. Así, en cuestión de panes, cinco era igual a seis, y para mi estómago las matemáticas eran como la felicidad. Pero hubo una aciaga mañana en que, llegado a la tienda en busca de los panes para el desayuno familiar, por un peso no me dieron seis panes sino dos. Me quedé mirando al tendero con malos ojos: “¡El pan subió, niño!; ahora es a cincuenta”. “¿Y el encime?”, le pregunté. “No hay encime”. Más confundido que un chicle, regresé a mi casa haciendo cuentas con los panes: ayer cinco era igual a seis; hoy, cincuenta más cincuenta es igual a dos. Pensé que las matemáticas se estaban viniendo abajo; pero al llegar a casa y contarle el asunto a papá, comprendí que lo que se estaba viniendo abajo era este país. Intenté explicárselo a mi estómago, pero nunca lo comprendió.
Por eso me gustaban las caricaturas de esa revista, porque se burlaban del presidente; y haciéndolo parecía como si en esa revista pensaran lo mismo que yo: que las cosas del mundo estaban mal y que podrían ser mejores.
En fin, el caso es que cuando entré a ese colegio, nos enchutaron como director de grupo al profesor de religión. Nada más con verle la cara de seminarista hambriento ya supimos lo que nos esperaba. Era un hombre alto, moreno, y tenía unos ojos salidos y siempre abiertos, mirando para aquí y para allá como esperando que de entre nosotros saltara repentinamente una rata. Todo sospeché, excepto que yo sería la rata que buscaba el tipo. En mi vida de colegio, siempre odié a esos profesores que el primer día entraban al salón pisando duro, hablando
duro, mirando duro y amenazando duro, hasta conseguir dejarnos de un tamaño que bien pudiéramos caber todos en un solo pupitre. Así era ese profesor. El día de su entrada a nuestro salón, no hizo más que reiterar todas las cosas dichas por el prefecto en su discurso del patio, pero de una manera tal que parecía tener como único propósito no dejarnos bajar del susto que traíamos. Pero, sobre todo, se ensañó con el tema de las calidades del colegio al que ingresábamos, de su exigencia y de la altura académica y disciplinaria con que deberíamos responder al asunto, ¡so pena de ser separados de la institución! Y subrayó lo dicho con la original metáfora de la manzana podrida que debía ser retirada de la caja para que no atentara contra la integridad de las manzanas buenas; cosa que me estremeció un poco, dado que yo no me consideraba propiamente fruto divino. Como tampoco consideré nunca que aquel hombre tuviese una talla superior a la de un gusano. Un gusano que se me clavaría hasta el fondo. Definitivamente, ese profesor era algo deplorable, por donde quiera que se le mirase.
Pero, para mí, uno de sus ángulos más odiosos era ese airecito de asco que se mandaba frente a todo lo que le oliera a pobre o le oliera a comunismo. Debo decir que a mí no me sirvió ninguna marca de loción para evitar sus puyas y ofensas, una vez que advirtió mi particular hedor. Todo por mi ingenuidad al creer que la boca se hizo para hablar de lo que se piensa. Aunque la verdad es que ni siquiera moví mis labios; pero lo que hice fue suficiente.
Sucede que un día se me ocurrió hacer unos carteles, copiados de unos que en Alternativa habían reproducido de una exposición de contracarteles, diseñados por estudiantes de la Universidad Nacional. A mí me parecían muy ingeniosos. Tomaban el símbolo y el eslogan corporativo de grandes empresas del país, y sustituían éste y la razón social con frases de protesta. Por ejemplo, había una en que sustituían el nombre de una famosa cerveza por la frase “Basta ya”, y como eslogan escribían: “… de embrutecer al pueblo”. Dándomelas de pichón de militante, cometí el error táctico de pegar cuatro de mis carteles en las paredes de mi salón.
Aquel día teníamos clase con el profesor éste. Iniciada ya su habitual perorata de
sermones intimidatorios, hubo un instante en que la interrumpió al ver uno de mis carteles… y continuó hablando desinteresadamente. Sin dejar de hablar ni por un instante, fue pasando lento y despreocupado por cada uno de ellos. Con la elegancia y la delicadeza de una mileidi, él iba arrancándolos uno por uno. Sin cortar el hilo de su sermón, caminó plácidamente hasta el cesto de la basura. Rompió allí los carteles, y los dejó caer a la delicada manera con que soltase su pañuelo usado la reina Victoria.
Así concluyeron su breve historia mis contracarteles: al lado de los mocos de la realeza; en el mismo instante en que se daba inicio a mi papel como trapito de sonarse de mi profesor, en el escenario de su religiosa clase.
Si quieren saber la verdad, nunca conocí la bondad de Dios en esa cátedra divina. Lo cierto es que durante ese año fui el niño modelo de mi profesor, y siempre le fui leal cuando se me requirió para ejemplificar, de manera pública, las alusiones a la manzana podrida. No entraré en detalles ni inventarios, no me siento demasiado morboso en este momento; y tampoco me estoy muriendo por tener a ese tipo metido en mis pesadillas esta noche. Tan sólo diré que no hubo alguien, en mi vida de colegial, que me enseñara con tanto rigor, académico y religioso, tantas cosas acerca de este mundo. En su clase asistí a las más sofisticadas lecciones de amedrentamiento, persecución, humillación, amansamiento, disciplina y control hacia los niños. Pero, sobre todo, hubo una gran lección de hipocresía a la que asistiríamos todos al año siguiente, en nuestro segundo curso con este desventurado profesor de religión.
Su nombre era Tal, su apellido Por Cual. Y era un nunca supe qué, formado en la pontificia universidad de los jesuitas. Supongo que hicieron un buen trabajo.
* * *
Soy un niño y vivo en este cuarto. Se llama el cuarto de los niños. Aquí me tienen unas personas. Son un señor y una señora. Parece que otro señor me ha dado a ellos para hacerme este cuarto y tenerme ellos aquí. Hace poco me tienen. Al principio sólo venían ellos. Casi todo el tiempo lo pasaban conmigo. Sobre todo la señora. Ellos me gustan. Porque a veces estoy bien y a veces estoy mal. No sé por qué. Cuando estoy bien me gusta y cuando estoy mal no me gusta. Y no sé por qué. A ellos les gusta cuando estoy bien y no les gusta cuando estoy mal. Pero tampoco saben por qué. Por eso ellos me gustan tanto. Son como yo. Entonces traen cosas que me gustan y hacen cosas que me gustan para que yo esté bien. Ellos se preocupan por mí. Yo no me preocupo. Ellos se encargan de todo. Yo siento que no viven para otra cosa. Sólo viven para que yo esté bien. Sólo les gusta que yo esté bien. Nada más quieren de mí. Ellos no me piden nada. Y nunca saben por qué. Ellos son como yo.
A veces abren mi cuarto. A veces vienen otras personas. A veces me sacan a pasear.
* * *
Ahora no soy tan niño. Cada vez estoy menos en mi cuarto y voy más al cuarto de afuera. El cuarto de afuera se llama el mundo. Yo sé eso. Pero papá y mamá lo llaman de otras formas. Le dicen donde los vecinos, le dicen donde los tíos, le dicen donde papá trabaja, le dicen donde compramos las cosas, le dicen donde te pueden hacer daño, le dicen donde no puedes ir… Sé que todo eso es el mundo. Yo sé cada vez más cosas.
Ahora voy mucho afuera; pero nunca me dejan ir solo. Por eso me gusta más mi cuarto; en mi cuarto puedo estar solo. Estar solo me gusta. Cuando estoy aquí, solo, puedo ser como me gusta, y puedo hacer como me gusta. Afuera sólo puedo ser como les gusta a las personas. Por eso gusto de mi cuarto. Y cada vez estoy más sólo en él.
Pero este cuarto se ha vuelto algo extraño: todos creen poder meterse aquí cuando quieren, y hacer conmigo cuanto quieren. Sobre todo mis padres. Bueno, ya saben, ellos hicieron mi cuarto. Todo lo pagaron por mí. Tal vez por eso creen que mi cuarto es suyo, que yo soy suyo también. Y no puedo evitarlo. Ellos tienen un poder sobre mí.
Ya mis padres no me gustan tanto. Porque a papá y a mamá ya no les gusta conmigo, a ellos ya no les gusta como yo. Y cada vez gustan menos de mi gusto. Creo que ellos ya no son yo.
Pero yo sé cada vez más de ellos. En cambio ellos saben cada vez menos de mí. Es como si no les interesara.
Ahora se enojan conmigo. Ahora me piden cosas. Es extraño, antes no me pedían nada. Pero no dicen bien qué quieren. Tampoco creo que lo sepan bien. En todo caso, todos me piden cosas. Sé que todo el mundo quiere algo de mí. A veces siento como si todos quisieran llevarme consigo.
Pero sé que a nadie le importa lo que yo quiero. Sólo porque vivo en este cuarto que es de otros. Sí, este cuarto no me pertenece. Se llama el cuarto de los niños.
A veces quisiera huir.
* * *
Ya he dejado de ser un niño; pero sigo viviendo en este cuarto. Aquí, pues, me tienen. Sé que no es mío este lugar. Lo quiero; pero no es mío, y aquí siento que no soy de mí. No es mío pero no tengo otro, lo necesito; porque soy joven; así que soy pobre, soy débil. Comprendan: no sé cómo cuidar de mí.
Al menos sé lo que todos quieren. Sé que me quieren a su antojo, me quieren dócil, me quieren sumiso y todos me quieren de sí. No me importa, puedo darles lo que deseen: puedo lucir sumiso, puedo lucir dócil, puedo lucir a su antojo. ¿Me quieren? Tómenme. Con tal de tener mi cuarto.
Pero un día tendré el mío propio. O un día alguien vendrá por mí. Alguien con quien me agradará ir.
ABRIL 30
Esta mañana Adrián ha salido del hospital. Ya es algo muy bueno. Doña Bertha y Pablo se han encargado de llevarlo a casa. Yo, a estas alturas de la noche, estoy en la mía, aquí en el taller, rebobinando tres motores que vendrán a recoger el lunes. Hago cuentas, y pienso que con el dinero que gane, con el porcentaje que me dé papá de acuerdo con nuestro viejo arreglo, podré subsistir una semana más sin desesperarme demasiado. El maldito dinero nunca deja de ser un lío.
Dios, ¿cómo conseguiré dinero?
Este miércoles, sin haberle dicho que a Adrián ya se le había ocurrido la idea, David me sugirió escribir algo sobre todas estas cosas que nos han pasado. Creo que él habrá de ser de los pocos que tengan el corazón para ver lo que realmente sucede. Los demás no pueden ver más allá de lo que el bultico de mierda que tienen entre el pecho les permite ver. Porque se necesita tener un corazón hecho de mierda para ser capaz de lanzar los comentarios que, ya sé, han hecho los compañeros de la universidad: “Parece que al maricón ese le dio sida…”. ¡Ja!, y lo han dicho estudiantes de literatura. Qué risa…
—Y qué pendejo soy. Estoy conectando mal… —estas bobinas.
Vamos, un poco de concentración, Fernando.
Sé que David ve la misma miseria que yo veo: dos tipos luchando encantados, los dos juntos, por salir del barro, pisoteados por un zapatazo maestro de esta
vida para hundirnos definitivamente; y justamente con esta “magnífica ironía”, como dice don Jorge Luis, dándonos a la vez el dulce amor y la amarga muerte. Supongo que por eso me ha sugerido escribir algo sobre ello. Por la ironía. Además, él sabe cuánto nos gusta a Adrián y a mí escribir. Él aprecia lo que escribimos. Él siempre ha confiado en nosotros. Y entonces me ha sugerido escribir algo. Cuando todo esto pase. Cuando Adrián esté bien.
Sí, ojalá pase todo esto. Ojalá Adrián esté bien de nuevo.
—Ojalá, al menos, yo tuviera algo de dinero.
Entonces, no sé, aquí pensando como mercader, me digo que, tal vez, si escribiéramos una especie de novela, hablando de una vida como esta nuestra… A nadie le importará la historia, ya sabemos. ¿Qué puede interesar una historia tan corriente? A menos que se cuente con una maravilla de escritura, claro. Pero si, aun siendo una escritura pobre, a la historia le añadimos el asunto del virus, y ese asuntillo sórdido del mariqueísmo que (así sumado como es de moda) constituye lo que se llama todo un tema de actualidad… No sé, tal vez se vendiera el libro. Tal vez sería un pequeño best-seller. Tal vez tendríamos algo de dinero. Tal vez podríamos ponernos la felicidad de ruana… Siempre y cuando conservemos la dignidad y no rebajemos el asunto a “lágrima o reproche”.
Ah, la maldita plata… La divina plata, las benditas monedas.
En fin, tal vez no sea una idea estúpida escribir un libro. Aun cuando no nos dé siquiera un centavo. Después de todo, escribir es una forma de no enloquecerse con esta puta vida. Y es tan divertido escribir. Porque para tener el plato de comida… bueno, reparando estos motores puedo conseguirlo. Aunque la verdad es que este oficio nunca me ha gustado demasiado. Preferiría ser un carpintero. El de un carpintero es un oficio hermoso, es un oficio honrado. Y es una vida
simple y buena la de un carpintero.
Un carpintero de medio tiempo en una aldea, que dictara clases de literatura en la otra mitad de su tiempo. Y el tiempo entero viviese enamorado de su amigo y de un jardincillo que para los dos cuidara. De ser posible al lado de un lago. Sin despreciar, claro, un poco de turbulencia. Eso sería la buena vida. Toda sencilla. Toda humana…
Y toda imposible.
Porque la maldita felicidad es un lujo. Y la vida sencilla es un ideal que vale sólo cuando se tienen unos cuantos millones en el banco. Unos cuantos que siempre aseguren el desayuno de mañana.
Pero si algo escribiera, escribiría eso: que yo tuve un sueño así, un sueño de carpintero. Tal cual lo escribiré. Para que suene de la manera tan cursi, patética e idiota como me suena. Para que todos digan lo que me digo: el pobre estúpido todavía presumiendo con sueñitos romanticones. ¿En qué planeta vive…?
—Me importa un culo. Me fascinan esos sueños.
Por lo demás, también me fascinan los culos… ¿Qué hice mis cigarrillos?
O escribiré, por ejemplo, un pasaje que diga: “Tengo un cansancio que me lleva. A estas horas, nada le reprocho a mi vida. Porque mi amigo está mejor, y esta noche dormirá tranquilo. De lo demás… ya tendré tiempo para
preocuparme. Mañana. Sólo necesito descansar un poco…”. Y habré escrito con la verdad.
Bueno, por lo pronto, ya he terminado con este motor. Sólo me queda soldar las conexiones. Sólo me queda reparar el tercero: bastante aburrida la tarea. En fin, tendré todo este domingo para hacerlo. Por lo pronto, Adrián está mejor y el lunes tendré algo de plata. Por lo pronto, ésa es mi felicidad. Así que escribamos un libro, por lo pronto: aprovechemos.
Y fumémonos otro pucho. Antes de ir a dormir. Antes de que llegue mañana.
SEGUNDA PARTE
NO TE TOQUES AHÍ
1
Cómo recuerdo aquel día. Era en cuarto de primaria. Era un día lunes. Era la clase de educación religiosa.
Y era la profesora Norma, una especie de bruja espantosa. Ella siempre nos hacía copiar letra por letra cada una de las lecciones del catecismo para esa clase. Pero ese día llevé mi tarea sin el dibujito que traía la lección en el libro; al parecer, eso era como no haber hecho nada. Y la bruja ésa me dio un soberano reglazo en la palma de la mano que me descoyuntó hasta el hombro. Nunca he podido olvidar ese dolor.
Lo triste era que a mí me gustaba hacer esos dibujos. Porque los dibujos siempre son divertidos. Sólo que el de aquella lección no me lo pareció tanto. Tenía a Nuestro Señor Jesucristo acariciando la nuca de un reguero de niños felices en un parque con arbolitos y montañas, y un ojo de mi Dios entre un triángulo botando luz desde una nube. Todo eso ilustraba no sé qué cuentos sobre el amor, y las familias dichosas, y niños juiciosos, buenos y bonitos, con su perra Lassie, y la vida entera tan hermosa como un cielo. En fin: como para vomitarse. Verán, todo eso no me parecía más que una mentira de estafa. ¡Como si uno no tuviera a la mano este mundo para saber cómo son las cosas!
Porque el caso es que aquel día llegaba yo de un fin de semana de infierno, de un sábado y un domingo de pugilato en esa familia mía que por entonces más parecía un caldo de enemigos a muerte. Cualquiera comprendería que en esas condiciones resultaba un tanto difícil tener cabeza para hacer tareas, y no sentir un poco de tedio para transcribir una lección, justamente, sobre la familia cristiana. Cualquiera lo comprendería, excepto una profesora como ésa. Si quieren un consejo, nunca esperen compasión de un cretino vestido de profesor de religión. Frente a ellos, a veces no queda más remedio que poner la parte que
nos corresponde para que a ellos les funcione la maquinita de la disciplina de Dios: una mano extendida para recibir el golpe de la regla (no vayan luego a sentirse deprimidos por no estar cumpliendo con su trabajo). Y hay que tener un corazón fuerte para regresar al pupitre y sentarse humillado a descansar la frente sobre el brazo libre; y un poco de dureza para no dejar salir las lágrimas, para apretar el puño mientras se sopla uno la palma ardiente y se reza por primera vez que Dios no existe, mi buen Dios no existe…
Por eso recuerdo tanto ese día. Porque no todos los días se le muere a uno Dios…
Por el dolor.
Yo creo que vivir religiosamente es un oficio extraño. Es un oficio de hipócritas. Porque todos lo saben, pero nadie parece estar dispuesto a itir que para vivir en felicidad no bastan, ni siquiera son necesarios, la bondad y la honradez y la virtud y el buen amor y todas esas cosas bonitas que se sienten cuando uno piensa en Dios y en su imagen y en su semejanza. También se necesita el cochino dinero. Su poder.
Si no, miremos mi casa.
Yo sabía que papá era un hombre bueno. Yo sabía que mamá era una mujer buena. Y sabía que los dos eran una pareja pésima. Realmente horrible. Entonces, ¿por qué seguían juntos?
Ya saben, ellos no se amaban. O, por lo menos, no sabían hacerlo… En realidad, ¿quién puede saber hacerlo?, ¿quién puede saber amar? En todo caso, para todos
sus hijos era claro que no había más remedio que afrontar aquel fracaso; sólo que nunca hubo consenso en la manera de quemar la nave. Para los mayores, el asunto era aliarse con mi débil madre y odiar a papá a muerte, como jamás dejaron de odiarlo. Para los menores, que aún conservábamos un poco de pureza, el asunto era simplemente no aliarse con ninguno, no odiar a ninguno, y dejar que todo este mundo de hermanos, hermanas, papás y mamás se peleasen y se hiciesen daño en santa paz, dándole gracias a Dios porque no se mataran cuando se les subía la ira como aquel día.
Por mi parte, yo, que siempre he tenido la ingenuidad de un idiota, veía todo tan simple como la tabla del 1. Tan sencillo como una escueta conversación a media noche:
Usted y yo no nos amamos. Mmm: no sé, tal vez no. En todo caso, no funcionamos. Sí, creo que no. No sé, tal vez sería mejor acabar con esto. Tal vez. Triste, ¿no? Sí, es triste. Habrá que repartir las cosas. Sí, me gustaría quedarme con esa vieja radiola. Bien, el juego de alcoba es suyo, si quiere. Jm, me gusta esa cama… ¿Y los hijos? A mí me gustan todos. También a mí. ¿Que lo decidan ellos? Sí, que lo decidan. ¿A dónde irá usted? No sé, ¡qué voy a saber! Jm… Pero será mejor hacerlo rápido. Sí. Qué triste, ¿no? Sí, es triste. Bueno, buena suerte. Sí, buena suerte.
Y tal.
Fácil.
Pero yo, aun con mi inteligencia de idiota, no podía dejar de ver que cuando la vida y el amor se enredan, nunca se puede tomar la decisión más justa, sino la más conveniente. Así en mi complicada familia. Sí, lo justo hubiera sido que aquellos dos se separasen, y hubiese tomado, cada cual, su camino. Pero ¿qué
rumbo coger cuando no se cuenta con dinero? Lo único cierto era que en medio de aquel caos todos teníamos algo que nunca se ha de despreciar: un techo y un plato de comida. Y sí, mi familia era un pequeño infierno. Pero ese infierno era nuestro hogar. Era nuestro poco de calor, al fin y al cabo.
Creo que la necesidad fue lo único que nos unió siempre. Al menos hasta ese día de mi reglazo. Porque fue entonces cuando papá y mamá se separaron por primera vez en serio, aun durmiendo todavía en el mismo cuarto y en la misma cama, cobijados bajo el mismo tedio. Pero desde ese día, la familia quedó completamente dividida y casi nadie en casa volvió a dirigirle la palabra a mi padre.
Los tres mayores trabajaban en diferentes empleos. Míriam había conseguido trabajo como secretaria, Carlos trabajaba en un taller donde bobinaban motores eléctricos, y Gustavo manejaba la camioneta de un taller donde rectificaban motores de carros. Por supuesto, ninguno ganaba más de un salario mínimo, pero aquel dinero parecía hacerlos felices: porque les permitía hablar más fuerte. Sólo Gonzalo y yo acompañábamos a papá en el taller turnándonos en los mediodías de cada día, en que no teníamos jornada de clases. Así, como desconocidos viviendo bajo el mismo techo, permanecimos por cerca de dos años, hasta esa mañana en que papá por fin se dignó dirigirle de nuevo la palabra a mi mamá:
—Lea esto —le dijo, poniendo el periódico sobre la mesa y golpeando con el índice sobre un artículo de la página de los crímenes.
Habían matado al abuelo Vargas.
Ni siquiera mamá, que era la única hija del viejo, se puso triste. No tenía ningún motivo para estarlo. Como no lo teníamos ninguno de nosotros. La pura verdad es que de nuestro abuelo sólo sabíamos que nadaba en plata por ahí. Y eso nos
alborozó el corazón a todos, porque como el abuelo había enviudado sin haber tenido más hijos hacía mucho tiempo, mamá era su única heredera directa.
Así que la felicidad venía.
Pronto supimos de los bienes que dejaba: un edificio de cuatro pisos en uno de los sectores más cotizados del centro de la ciudad, una casa en el exclusivo sector de Chapinero y no sé cuántos millones en el banco (imagínense: en esa época nuestro peso valía casi un dólar todavía). Pronto supimos también de su decisión testamentaria: había legado todos sus bienes y dineros a la comunidad de Hermanas Carmelitas Descalzas para contribuir al eterno culto de la Virgen del Carmen; como retribución, además de las oraciones eternas en favor de su alma, sólo pedía que su cuerpo fuese envuelto en una mortaja de lino blanco con bordados hechos de oro, traída de España, sic.
Viejo pendejo.
El albacea comentó que, por supuesto, el documento era demandable. Todo era cuestión de demostrar la filiación de mi madre para entablar el proceso; aunque, por vías de la conciliación, sería factible llegar a un acuerdo con la comunidad sin ir a pleitos. Así que todo parecía sencillo; pronto seríamos ricos. Sólo que las buenas monjas no mostraron mucha disposición para llegar a un acuerdo y, a través de su abogado, comunicaron que por nada de este mundo estarían dispuestas a contrariar, ni en un centavo, la santa voluntad del difunto y benefactor.
“¡Para algo existen los abogados!”, dijo mi padre. Y de inmediato contrató los servicios de uno excelente que no sé quién le recomendó. Entablado el proceso, todo era cuestión de demostrar la relación filial, cosa que ofrecía un pequeño inconveniente, dado que mamá no tenía ni registro civil ni fe de bautizo ni idea
alguna de dónde se hallaría algún documento que demostrara que sus apellidos eran los del muerto. Al parecer, su cédula de ciudadanía no era documento suficiente.
Bueno, el asunto era de fácil solución. Allí estaban la tía Carmen y el tío Hernando (de cuya existencia apenas yo me enteraba) para dar fe de que mamá era hija de su padre: nadie dudaría del testimonio de los dos hermanos del difunto. Pero del tal tío Hernando sólo se sabía que desde muchos años atrás vivía en la ciudad de Bucaramanga, así que tardaron más de tres meses en ubicarlo para darle la noticia de la muerte de abuelo y pedirle que viniera a declarar en favor del reconocimiento de mamá como heredera. Enterado, no tardó más de dos días en venir para dejar en claro quién era mi madre ante la justicia de Dios y de los hombres. Una semana después, asistió en compañía de la tía Carmen para rendir, ambos, su declaración ante el juzgado: ¡en su vida habían visto a mi madre!, no tenían idea de qué clase de aparecida era esta mujer y, como era evidente, los únicos parientes conocidos eran ellos dos, aquí presentes.
¡En fin!: la vida, el amor, las familias, las heredades, el dinero, las telenovelas…
Hasta las monjas se fueron de traste con semejante declaración. La verdad era que todo el mundo sabía que mi madre era la heredera legítima, pero nadie estaría dispuesto a reconocerlo abiertamente, mientras guardase esperanzas de obtener su parte a punta de callarlo. Según nuestro abogado, la cosa se complicaba mucho, pero podría continuarse con el proceso. Tarde o temprano se lograría conseguir el acervo probatorio que permitiera ganar el pleito. El único inconveniente era que éste bien podría durar una eternidad, y era muy probable que para entonces ya hubiese regresado Nuestro Señor Jesucristo a ejecutar su juicio divino, juicio que con seguridad opacaría este pequeño lío de sucesión de bienes.
Enfrentados a semejante perspectiva, papá y mamá no dudaron en aceptar la
oferta que les hicieran las compadecidas hermanas carmelitas (de un carmelita bastante oscuro) para resolver el pleito. Era un arreglo completamente injusto, y papá y mamá sospecharon desde el principio que en el pacto debió existir algún tipo de componenda entre nuestro excelente abogado y el abogado de las monjas. Pero la necesidad siempre es más apremiante que la justicia, y lo aceptaron. De esta manera recibieron una pequeña suma (doscientos mil pesos) que fue suficiente para pagar las costas del abogado y poner al día nuestra casa cancelando los catorce meses de atraso en el pago de las cuotas. Así nos salvamos del embargo y el posterior lanzamiento a la calle que ya se nos venía encima. Más aún, con el dinero sobrante, papá pudo comprar un viejo y enorme taxi Plymouth modelo 61, y un pequeño torno para metales y otros equipos que toda su vida soñó tener para acondicionar el vetusto taller que nos daba el pan.
Aquello nos trajo un poco de paz por tres o cuatro años. Tres o cuatro años que bien hubieran podido servir para construir algo bueno, algo así como un refugio para nosotros, algo así como un lugar protegido desde donde todos los hermanos pudiésemos algún día partir con algo de seguridad hacia la vida, si hubiésemos decidido hacer un buen equipo. Cosa bastante difícil de lograr en una familia donde no existía el buen amor, como no fuese el que papá y mamá sentían por nosotros. Si alguna vez hubo amor en casa, fue sólo ése. Un extraño amor, de todos modos: quebrado, fragmentado, minado por el desamor que había entre ellos dos. Pero, sobre todo, un amor siempre azotado y pervertido por aquello para lo que el mundo ha creado la pobreza: nuestra ignorancia.
¿Qué puede enseñar un padre pobre a cada uno de sus hijos? Aprende un trabajo honrado, estudia para ello, sé siempre un hombre independiente, un hombre libre, que no haya nadie sobre ti, no te dejes joder. En una palabra: sobrevive.
Sólo eso.
Y sólo eso fue lo que itieron mis tres hermanos mayores. Tan pronto tuvieron oportunidad, Carlos y Gustavo sencillamente se alejaron de casa; quiero
decir, nunca les importó demasiado nada distinto de sus pequeños intereses juveniles, de sus pequeñas necesidades inmediatas: un poco de dinero esta quincena. ¿Para qué? Para vestir un traje sexi, para lucir bien hoy (sí, qué guapo estoy) y así conquistar a las muchachas; mañana sábado iré a beber con los amigos, hablaremos de fútbol y mujeres, y ellos me dirán qué bien hermano cuando les cuente de mis polvos con las putas y del polvo que me echaré con esa niña que me tiene loco.
Bueno, nunca lo entendí, pero esta rutina simple y pobre parecía hacerlos felices. Aunque, como yo lo veía, lo que parecía satisfacerles más era poder alzar la voz y decirle a papá: nosotros no necesitamos de usted. Y eso era una soberana mentira (como algún día se encargaría de demostrarlo el tiempo, cuando por fin dejase a mis viejos bajo tierra).
Míriam, por su parte, se había convertido en una arribista de miedo. Desde cuando, años atrás, se había conseguido un trabajo como secretaria de oficina y entró en o con gente bien vestida y bien hablada, no hacía otra cosa que mostrarse avergonzada de nosotros: una manada de guaches sin modales ni dinero. Y eso éramos. Quizás haya sido ésa su venganza frente a una familia que se sentía avergonzada de ella por ser una mujer sin flor y sin marido. Desafortunada, o pendeja ella, quien desde el día en que empezó a hinchársele la barriga permitió que hiciesen de ella el estereotipo que la humanidad entera tiene dispuesto desde el año cero para las madres como ella: una mujer neurótica, frustrada y, casi esencialmente, sola. Porque jamás encontraría a un hombre que la amara.
Lo cierto es que durante los años que siguieron a la muerte del abuelo Vargas, mientras transcurría mi adolescencia, el resto de mis hermanos mayores se fueron yendo de casa, a medida en que se casaban de una manera irresponsable. A mis catorce años Carlos y Gustavo cometieron el error de su vida; a mis dieciséis, lo hizo Gonzalo (cosa que me sumió en la depresión para toda la vida: Gonzalo era como mi esperanza, era mi hermano más bueno, el más inteligente, el único que no me hacía sentir un miserable; era alguien que me hacía sentir
orgulloso; y me había enseñado algo acerca de la dignidad y la decencia. Ahora se había casado a pocos meses de terminar el colegio. Ahora sólo viviría para conseguir el pan. Me había dejado solo, en suma). Si no me engaño, todos ellos se apresuraron a casarse antes de que a las novias se les notase la barriga (¡bonita razón!). A los pocos meses, Lyda se echó la soga al cuello por amor (bueno, pero al menos ella siguió estudiando, un día terminó una carrera y fue la única que sacó la cara por nosotros). Cada uno de ellos, embizcados en sus nuevos mundos frágiles, poco a poco abandonaron mi casa sin importarles lo que ocurriera con los otros, como personajes volando hacia su propia ruina en el epílogo de un fracaso.
Un fracaso del que siempre culparon a mi padre.
Sí, la culpa.
Sufrir y buscar al culpable, señalarlo, apedrearlo, matarlo como a Jesús, que era inocente: eso es el sentido cuando se tiene un espíritu miserable. Un espíritu cristiano, justamente. Irónicamente. Ya saben, es una manera sencilla de no ser responsable de la propia vida. Ser pobre es fácil, ser mediocre es fácil, ser esclavo es fácil; es fácil ser insignificante, ser de uso. La miseria es una comodidad.
Y a mí, por lo menos, no me gustaba. Yo no la quería. Sentado en un bordito de mi pubertad, contemplaba mi cuadro familiar y odiaba el ejemplo de vida que me tocó en suerte.
Porque aquéllos que llevábamos la sangre de mis padres, los más prójimos, no nos diferenciábamos en nada de aquéllos que habitaban el mundo afuera de mi casa, en mi país, este lugar inicuo, enamorado de su pobreza, conforme y sin dignidad, ignorante del sentido de lo fraterno, de la amistad, del amor verdadero,
imbécil y egoísta. Eso éramos nosotros. Así, no sólo en mi país, en mi ciudad, en mi barrio, y en mi calle; antes que nada, en mi propia casa, me sentía yo como un extraño, un extranjero.
Y, sabiéndome también una especie de indeseable, ¿comprenderán que me sintiese un tanto solo?
MAYO 17
Hoy he ido con Adrián a la Pedagógica porque en la clase de literatura colombiana le han exigido leer su trabajo final. Ese profesor Ojeda es un asco, definitivamente. Habiéndole yo llevado el jueves pasado el ensayo escrito, ¿qué necesidad tenía de hacerlo ir, sólo para leerlo? Sabiendo perfectamente lo enfermo que ha estado. Algunas personas no entienden nada.
En fin, ya hicimos ese mandado y hemos regresado a su casa. Está sola. Todos andan fuera y no regresarán hasta la noche, me cuenta Adrián. Así que tendremos la tarde para nosotros. Muy bueno.
Pero qué fría es esta casa donde ahora viven. Se parece mucho a la casa donde pasé mi niñez. La casa que papá hizo. No tienen revoque las paredes y se les filtra la humedad. Y el piso, sin madera ni tapetes, es como un tapiz de hielo. Muy malo.
—Véngase para mi casa —le digo a Adrián—, allá no hace tanto frío.
—Sí, cuando la compre me voy —se burla él.
Y me dice que me quede callado un minutico, mientras le pasa ese dolor que tiene en la cabeza. Desde hace un buen rato le duele la cabeza. Le ha dolido con frecuencia en estos días.
¿Qué será?, me digo.
No, no ha de ser nada. Sólo es un dolor de cabeza. Por haber salido. Por haber tenido que leer diez páginas. Por el viaje de dos horas en bus… Además, a todos nos duele la cabeza. No es nada. No es nada.
—Venga, recuéstese aquí conmigo —me dice—, sirva de algo.
Hoy está de gracioso. No sé por qué. No sé cómo puede. Ha de ser porque le dieron una buena nota en esa clase y está contento. El muchacho es pilo, hay que reconocerlo.
—¿No dice que le duele mucho? —le digo mientras me tiendo a su lado.
—Sí, quédese calladito…
—…
—Es un dolor… que… va subiendo… y subiendo… Despacito… Hasta que ya no lo soporto más… Y entonces se va… No diga nada. Mientras me pasa…
La verdad es que estoy tan agotado que no me cuesta mucho estar callado. Además, así echado sobre su pecho, es fácil cerrar los ojos, no decir nada, no pensar en nada; sólo relajarme entre sus brazos mientras arriba en su cabeza el dolor sube y sube… y yo no puedo hacer nada… sólo quedarme quieto… callado
y quieto… adormilándome… escuchando su corazón…
* * *
—¿Sí ve? Se fue —me dice y, de paso, me espanta esta modorra.
—Qué bueno —le digo, y me pongo en cuatro sobre él, despacio, como un gato; y pongo mis ojos arriba de sus ojos, y bajo mis labios hasta sus labios, y le suelto el beso más grande—. ¿Le dará otra vez?
—No. No sé. Hace tres días no me daba.
—No debimos haber ido a la universidad. Ese viajecito fue el que lo pateó.
—Sí; pero si no hubiera expuesto ese trabajo, Ojeda me deja. Ese tipo es muy pesado.
—A mí me hubiera gustado que se quedara: así veríamos juntos al menos esa clase el otro semestre.
—Sí, el otro semestre ya no vamos a estar juntos… Usted no debió cancelar éste, Fercho.
—Es sólo mientras usted se pone bueno —le digo, y me siento contra el testero de abajo para fumarme un pucho—. Póngase bueno.
—Ya estoy bueno.
—…
—Si no me doliera a veces la cabeza, el mundo sería perfecto.
—Ha de ser que aún está muy débil.
—Sí… ¿Estoy muy flaco?
—Usted ES flaco.
—¿Pero estoy más flaco?
—Sí, un poco.
—¿Y estoy feo?
—Usted nunca podría estar feo, Adrián.
—Eso es… como un piropo, ¿cierto?
—No. Usted sabe que eso es una verdad a priori, filosofito.
—¡Filosofito! ¿Sabe qué he estado pensando, Fercho? Ahora que cancelé el semestre en la Nacional, voy a terminar primero literatura en la Pedagógica… Porque ya sólo me quedan dos semestres. Y luego regreso a la Nacional para terminar filosofía. ¿No le parece?
—Sí, sí me parece.
—Para no cansarme tanto. Mientras vuelvo a estar bien.
—Usted está muy bien, bizcocho.
—Pero estoy muy flaco.
—…
—Y como uno no tiene un amigo que le prepare alguito de comer.
—¡Ay, sí!: perdóneme, perdóneme. Se me olvidó que le prometí onces. ¿Qué quiere? ¿Una sopita? ¿Huevitos? ¿O un chocolate con parva? ¿Y quesitos? ¿Quiere eso?
—¿Sabe qué es lo que más quiero?
—Qué.
—Un poquito de leche.
—Es que le voy a preparar el chocolate en leche. No creerá que voy a hacerlo en agua como hacen ustedes los montañeros.
—No, yo la quiero en tetero.
—Pues le preparo un tetero.
—No, no ese tetero.
—Ah…
—…
—¿Este tetero?
—Jm.
—Ya… Terapia oral, ¿o qué?
—Sí, terapia oral.
—…
—O una terapia más agresiva: mire que estoy muy enfermo.
—Listo: ¿qué quiere, pues?
—No… sé… ¿Qué quiere usted?
—No, lo que quiera usted.
—Yo quiero darle.
—¿Sí? ¿No se pondrá más débil?
—Demás… Pero después usted me va a hacer un chocolate, ¿no?
—Sí, yo le haré un chocolate, arrechito.
—…
—Deme, pues.
2
Aquel día, el último día de clases, tuvimos que aguantarnos por más de dos horas a mi profesor Tal Por Cual dándonos el sermón final de ese año antes de salir a vacaciones. Aprovechándose de nuestra condición de ratas acorraladas por la incertidumbre, no hizo otra cosa que hacernos sentir culpables por nuestra desidia y nuestra falta de sentido de la responsabilidad, por nuestra perniciosa entrega a los vicios mundanos (puras suposiciones suyas) y a las cosas superfluas, todo lo cual nos traía a esta lamentable condición de reprobados que muchos de nosotros estábamos a punto de conocer esa tarde.
La verdad era que a la mayoría nos había ido como perros, y aquella espera, escuchando a ese tipo, nos estaba volviendo medio locos. Pero debíamos aguardar a que el prefecto académico viniese a nuestro salón a entregarnos las notas finales de todas las materias: hasta entonces no tendríamos las cosas claras. Cuando por fin llegó, se limitó a lo esencial.
—Sólo leeré la lista de aquellos que tienen derecho a habilitar una o dos materias —dijo—; aquéllos a quienes no mencione, sabrán ya perfectamente que no lo hice porque pasaron o porque perdieron el curso.
Y leyó esa lista en la que, como ya lo sabía, estaba yo: debía habilitar dibujo técnico. Si quieren saber la verdad, no hubo un año en mi vida de colegio en que no debiera habilitar esa materia. La odiaba.
Así que todo estaba concluido. Yo presentaría mi habilitación, cosa fácil, aprobaría mi año; mamá se pondría contenta; papá, feliz y orgulloso, no diría nada como era su costumbre, y en santa paz yo continuaría con mi miserable
vida. El asunto era para estar feliz y salir corriendo a la cafetería a celebrar comiendo mantecada y bebiendo gaseosa. Sólo que Pedro Francisco se había tirado el año y me quedé más triste que un demonio. Él había sido mi mejor amigo y yo había pasado todo ese año enamorado de él. Creí que ya no podría ser peor el día; pero aún faltaba un delicado toque con que mi profesor terminaría por arruinarme hasta la tristeza.
—Es increíble la injusticia de esta vida; las sorpresas que nos da —dijo en cuanto hubo salido el prefecto.
Y se calló por un instante mirando a través de la ventana. Nunca lo he olvidado sacando una de sus manos del bolsillo para acariciarse el mentón antes de añadir:
—… Muchachos tan juiciosos y consagrados al estudio, como Ardila, pierden el año… y vagos como éste —me señaló a mí—, ¿pasan?
No me extrañó que lo dijera; y en cierto modo, el suyo, tenía razón, lo ito. Pero no debió decirlo. Sí, Ardila era el muchacho más juicioso, más consagrado, más ordenado, más puntual, más pulcro; él era lo más de lo más, era el modelo, era el prototipo de lo bueno. En últimas, él era todo lo que ese profesor quería que nosotros fuésemos. Y se había tirado el año… Se-había-tirado-el-año… De repente comprendí el significado de ese instante; yo podría ser un vago despreciable, pero imbécil no era, y lo comprendí. Desde el día en que ese profesor rompió mis contracarteles habíamos firmado un pacto de guerra. Allí, en mi salón, él era quien tenía el poder de un orden, él era el rey que dictaba la ley según su antojo, él era quien determinaba lo que debíamos y no debíamos ser, cómo deberíamos y cómo no deberíamos ser: él era el tirano. Y yo siempre me deleité siendo su abyecto insubordinado, sin otra arma que mi indiferencia a todos sus mandatos. Pero así, sin ser juicioso, ni consagrado, ni ordenado, ni puntual, ni pulcro, yo había aprobado el curso, mientras su niño modelo lo perdía. En cierto modo, lo había derrotado. Y él lo sabía. Así, levanté mis ojos llorosos y, volviéndome hacia la ventana, no fui capaz de mirarlo fijo al rostro.
Pero sonreí.
Al regresar al colegio el año siguiente, ya no lo tuvimos como director de curso, y su cargo lo ocupó la mujer más bella que hubiese pisado jamás aquel colegio. Se llamaba Regina y era la profesora de matemáticas. Así que no tuvimos que soportar más a cargo de nosotros a ese dichoso profesor que me adoraba; aunque, por desgracia, siguió dictándonos su clase. La verdad era que el tenerlo nuevamente con nosotros resultó ser una desgracia para todos. Y pronto supe por qué.
Para entonces su clase se había puesto extrañamente monotemática; por donde quiera que empezase a hablar siempre terminaba en lo mismo: el sexo pervertido. El de Sodoma, quiero decir. No era raro para nosotros escuchar de sus labios discursitos espantaplaceres, ya conocíamos bastante bien su vena puritana, como era de esperarse en un especialista en ese dios bobo de los cristianos. Pero aquel año parecía traer todas sus baterías enfiladas en contra de los maricas. Cosa que yo ya estaba tomando como un asunto personal, pues conociendo la manera en que se las arreglaba para estar al tanto de lo que éramos cada uno de nosotros, nada de raro tendría que ya se hubiese enterado de mis gustos: verán, ya varios de mis compañeros los conocían. Pero el asunto nada tenía que ver conmigo.
Ocurrió que un día la emprendió en contra de los hombres afeminados, de esos jovencitos que llevan el pelo largo, se hacen la raya por el medio, como las mujeres, y se lo acicalan más que si fueran reinas de belleza, etcétera. Cosa con la que más de uno de mi salón se sintió aludido: peinarse así el cabello, andróginamente, se había puesto de moda y los más lindos lo lucían de ese modo.
—Y esos ademanes de niña que se gastan —dijo de pronto tomando una silla
con las puntas de los dedos— cogiendo las cosas con la delicadeza de las mujeres. ¡Los hombres deben portarse como hombres! —añadió, y asió con fuerza la silla colocándola de un sonoro golpe contra el piso.
Fue entonces cuando Richard, mi vecino de pupitre, mi amiguito más cercano para entonces, se volvió a mí y me murmuró: “¡Qué gran hijueputa tan hipócrita!”.
—¿Por qué dice eso? —le pregunté.
—Después le cuento —me respondió.
Y me dejó intrigado hasta el recreo, cuando me contó una historia de no creer.
Les contaré un secreto: había allí entre nosotros un muchachito que me enloquecía. Era el hijo de un ganadero de los llanos orientales, se había criado en medio de vacas, caballos y cagajón; hablaba recio como un hombre, apretaba la mano como un hombre, miraba a los ojos como un hombre, y dominaba como un hombre: era un perfecto animal que a todos nos seducía y nos subyugaba. Empezando por nuestro profesor de religión, quien siempre lo tuvo por su preferido y, de hecho, todo el año anterior lo mantuvo en el cargo de comandante de curso; algo así como su mano derecha, con patente de corso para mandar sobre nosotros en su ausencia.
El hecho es que en aquellas vacaciones de final de año, Omar había invitado a un grupo de amigos del colegio, entre ellos Richard, a pasar unos días en la hacienda de su padre en los llanos. También había invitado a mi odiado, y su querido, profesor de religión.
—Bueno, pues el tipo se fue con un compañero de la universidad. Uno con el que había estudiado —me venía contando Richard.
—¿Un cura?
—No, un seminarista, parece.
—¿Y qué fue lo que pasó que lo tiene tan emputado?
—Pues que a la tercera noche hicimos una fogata y resultamos todos borrachos.
—¿Esos dos también?
—Claro.
—Bueno, ¿y qué tiene eso de raro?
—Nada. Sólo que el par de hijueputas se pusieron a darnos besos y a acariciarnos y a cogernos el culo.
—¡¿Verdad?!
—En serio.
Le dije a Richard que no le creía ni media palabra. En verdad, no podía creerlo. Entonces, él agarró por detrás el cuello de mi saco y me levantó de allí donde estábamos sentados: “Vamos a preguntárselo a Omar”, dijo.
Y fuimos a preguntárselo, y era cierto. Y se lo preguntamos a Enrique, y era cierto. Y se lo preguntamos a Alberto, y era cierto. Y se lo preguntamos a éste, y era cierto. Y se lo preguntamos a aquél, y era cierto.
Era cierto. Ese profesor era marica. Como yo. ¡Vaya con el maldito hipócrita!
—¿Y no piensan hacer nada? —les pregunté como una víbora, saboreándome la oportunidad de una venganza.
—¿Y qué podemos hacer? —me contestó Omar.
Me sentí un poquito decepcionado de él. Pero ni siquiera lo pensé por un segundo:
—Pues denunciarlo —les dije con toda mi sevicia.
Los dos se miraron a los ojos.
—¿Y quién nos va a creer? —dijo Richard.
—¿No fueron diez a ese paseo?
—Nueve.
—¿Y no se lo van a creer a nueve?
No me costó ningún trabajo convencerlos. Al día siguiente hablarían con los demás; si todos estaban de acuerdo en hacerlo, lo denunciarían.
Y lo estuvieron.
Richard fue comisionado para hablar en representación de todos con Regina: yo lo acompañé, por nada del mundo iba a perderme aquello. La mujer casi se va de espaldas cuando lo escuchó.
—Ese profesor es un marica —le dijo Richard.
Regina no tuvo más remedio que recargarse a la pared para no caer al piso. No exagero. Se trataba de una acusación demasiado grave; pero de ser cierta aquella historia que escuchaba, estábamos en todo nuestro derecho para presentar la queja. Ésa fue su opinión. Nos advirtió que, de hacerlo, deberían estar de
acuerdo todos los que fueron testigos del asunto y nos recomendó redactar una carta dirigida al prefecto relatando lo sucedido.
No hubo necesidad de escribirla: al día siguiente, Regina nos informó que aquel maldito hipócrita había renunciado. Oficialmente, nadie, aparte de nosotros, supo por qué lo hizo.
Pero estuvimos satisfechos. Nunca lo volvimos a ver.
Aquel día me escapé del colegio para salir a caminar y estar solo un rato. Pasé el resto de la tarde pensando en cuánto me hubiera gustado ver cómo luciría la cara de ese hipócrita cuando Regina lo puso al tanto, cuando ella lo dejó sin su máscara de puritano. A todos les repudió lo que ella ocultaba. A mí me repudió otra cosa: justamente, aquella máscara. Ya lo saben, cómo iba a repudiar que el tipo fuese gay, si yo lo era. Cómo iba a repudiar que al hombre le gustasen los muchachos de mi edad: ¿acaso no me encantaban a mí? Que era un adulto que seducía jovencitos: bueno, mi padre era un hombre cercano a los veintiséis cuando conquistó a mamá, que era una niña de catorce, ¿alguien se lo reprochó?
Lo que no podía comprender era esa necesidad de disfrazarse que iba descubriendo en las personas como él, como yo. Que aquel profesor ocultara, o al menos no advirtiera, sus gustos en el deseo, era obvio. Además, ¿a quién le importa? Pero, descontando cuáles fuesen sus gustos, ¿cómo podía hablar a diario en su clase en contra de lo que amaba? ¿Cómo podía, incluso, devengar un sueldo por pregonarnos la continencia, mientras en otro lugar, a otra hora, él mismo era un perfecto concupiscente (que hasta invertiría su sueldo en serlo)? Quiero decir, ¿cómo podía alguien ser dos personas a la vez? Sobre todo ¿cómo podía alguien ser al mismo tiempo él y su enemigo? Pensar en todo eso me deprimía un poco. Cada vez la vida me iba pareciendo como un espectáculo obsceno; y no entendía nada, lo juro. Pero esta vez aprendí una lección: para vivir se necesita una máscara. Era triste saberlo; porque para mí había una felicidad en saber que, al pararme frente a mí, ése a quien veía era yo mismo. Y
decidí que nunca luciría un antifaz, ni un traje que no fuera el mío.
Jamás sería como ese hombre.
MAYO 30
—Martínez acaba de pegarles un regaño a los dos muchachos que nos atendieron el sábado.
—¿Por qué?
—Porque debieron hospitalizarlo, parece.
—¿Y qué dijo el neurólogo?
—Eso. Que deben internarlo. Lo siento.
—No lo sienta, es mejor. En la casa ya me estaban volviendo loco. Sobre todo ese montón de viejas de la iglesia, amigas de mi mamá. Todos los días van a orar por mí, se ponen a gritar como endemoniadas, y a decirme que me entregue al Señor y toda esa cantidad de pendejadas.
—Sí, es horrible.
—Lo peor es que me ponen las manos en la cabeza para espantar al maligno (parecen brujas), pero lo único que hacen es arrimarme las tetas a la cara… y les huele tan feo. Porque parece que no se bañan, Fercho. En Bogotá la gente no
se baña.
—Yo sí.
—Porque usted es raro. Pero los bogotanos no se bañan.
—No empecemos con Bogotá, Adrián.
—Pero es verdad.
—¿Está seguro de que la enfermera le inyectó un analgésico? ¿O le metieron perico?
—No sé. ¿Estoy muy acelerado? Es que estoy feliz de no estar más en mi casa.
—Cuando salga de nuevo, se viene para la mía. No vaya a decir que no.
—Sí, ¿y qué va a hacer con su papá…? Como me quiere tanto… Y no digamos nada de su hermanito.
—Ése es problema mío. Además, por estos días papá anda como tierno conmigo. Y mi mamá a usted lo adora.
—Sí. Ya veremos, Fercho… ¿Será grave lo que tengo?
—No sé. Para eso lo quieren dejar aquí, para hacerle exámenes y saber qué tiene en la cabeza… ¿Le duele ahora?
—No, estoy súper… Hoy no está la enfermera comemierda, ¿cierto?
—Sí, sí está; por ahí anda. Pero esté tranquilo, ya pronto subiremos al sexto.
—¿Había camas?
—Cuatro. Va a quedar solo en una habitación: igual que la vez pasada.
—¿Y se va a quedar conmigo?
—Ya veremos. Tengo que ver cómo convenzo a Martínez para que me dé un permiso. Si no, los celadores no me dejan quedar.
—Sí…
—Venga, ¿no tiene hambre? ¿Le consigo algo?
—No, quédese conmigo.
* * *
Ya son las diez y cuarto. Tan pronto vinimos a esta habitación del sexto, el doctor Martínez y el neurólogo han venido a auscultar de nuevo a Adrián. Aparte del dolor que otra vez siente, aún no encontraron nada que determine la causa, y ordenaron hacer no sé qué tipo de exámenes. Pero un momento después, en la cima del dolor, le ha venido un ataque extraño. Nunca antes le había dado. Estábamos a punto de salir del baño; de repente su cuerpo se puso rígido y pesado como un tronco, quedó inconsciente y respiraba con dificultad, como si se fuese a ahogar con su propia saliva. Cinco minutos duró aquello, fue horrible. Pero por más que grité pidiendo ayuda, nadie vino. Así es este hospital. Cuando cesó el ataque lo he traído de regreso a la cama. Ahora está tranquilo, el dolor le ha pasado como por arte de encantamiento y no recuerda nada de lo que le acaba de suceder.
Entonces salgo a buscar a la jefe de turno. Ni siquiera le reprocho el no haber hecho caso de mis gritos al llamarla: ya sé que aquí debo actuar con diplomacia, tal vez después necesite algo de esta enfermera y no será bueno tenerla de enemiga.
—Mmm, empezó a convulsionar —me dijo.
—¿Empezó? ¿Acaso le dará otra vez?
—Esperemos que no.
Y lo ha anotado en la historia clínica.
De regreso a la habitación me siento un poco confundido. En 1988 la ciencia médica no puede saber qué le está haciendo daño a mi amigo: increíble. Es una maldita desgracia no poder hacer nada, me digo, y me pongo a descargar culpas en otros, en la medicina, en los médicos, en este hospital tan pobre, en este país miserable, sólo para no sentirme tan mal, tan inútil, sólo para decirme que estoy haciendo lo que puedo. En el pasillo me encuentro con Martínez, le cuento lo sucedido y lo ataco con preguntas; él me dice que era de esperarse; ¿que si es preocupante? Sí, es preocupante, no quiere mentirme; ¿que si le volverá a dar ese ataque? Sí, con seguridad le dará otra vez; ¿y no se puede hacer nada? Nada hasta saber qué tiene, etc.; no se preocupe tanto, etc., etc., haremos lo posible, me dice, etc. Lo veo tan compadecido que aprovecho para pedirle que me escriba una autorización para poder quedarme por las noches. Y él me la da: este doctor es una bendición.
Ahora Adrián duerme tranquilo. Esperaré a que al medio día le traigan el almuerzo. Cuidaré de que coma bien. Él debe comer bien, me digo. Esta tarde, mientras pasa la hora de las visitas, mientras vienen de su casa a acompañarlo, saldré a comprarle un par de piyamas. Y compraré más ampollas de Novalgina (al menos existen los analgésicos). Le compraré un pastel de fresas… Le traeré una grabadora y muchos casetes con música. Un televisor, ¿dónde conseguiré un televisor…? Ah, el papel de baño, que no se me olvide. Que no se me olvide la crema de dientes. Y el jabón. Un par de toallas…
¿Qué más? ¿Qué más?
3
Eran las seis y cuarto cuando sonó el teléfono en casa. A esa hora, en domingo, un teléfono siempre suena como una alarma para anunciar malas noticias. Y aquella llamada las traía: hacía unos veinte minutos un estudiante universitario, conduciendo ebrio su hermoso Ford modelo 37, macizo como un buque, se había estrellado contra el taxi de papá que prestaba servicio a esas horas. A ochenta kilómetros por hora, aquel imbécil acabó con medio Plymouth, dejó sin empleo a los dos choferes que trabajaban en él, a nosotros casi en la ruina y a papá sumido en la depresión.
De la noche a la mañana regresaron los tiempos duros. Los ahorros acumulados durante más de dos años de trabajo del taxi fueron invertidos en reparar lo que quedó de él. Tan pronto terminaron las refacciones, papá decidió venderlo y abandonar el negocio del transporte público: hasta el día del choque, el pobre hombre todavía soñaba con tener una flotilla de taxis y volverse rico con ellos. Pero lo cierto es que de aquel negocio, como de muchos otros que había iniciado en su vida, lo ignoraba todo. En especial, ignoraba que aquel par de choferes que había contratado para conducir el carro, veinticuatro horas en dos turnos, no hacían más que robarle la mitad del dinero producido a diario. Papá nunca aprendió que vivimos en un mundo de ladrones; ni siquiera aprendió a desconfiar nunca de las personas. Y como era usual en nuestra historia familiar, todos en casa se volcaron sobre él para culparlo de nuestras desgracias.
Pero papá estaba viejo y enfermo, hacía más de veinte años sufría de migrañas producidas por un pequeño tumor en su cabeza, el mismo que un día acabaría con él; así que un poco cansado de una vida de fracaso, comenzó a acariciar la idea de jubilarse. Era un tanto difícil de imaginar en alguien que, habiendo sido durante toda su vida un trabajador independiente, nunca estuvo adscrito a ningún programa de seguridad social. ¿De dónde iba a obtener entonces una pensión que le permitiese terminar su vida en santa paz al lado de mamá, los dos ancianos, tranquilos, y tal vez, por fin, enamorados? Él siempre había soñado que sus hijos
seríamos su seguro de retiro; que nosotros cuidaríamos amorosamente de ellos y les procuraríamos lo que necesitasen hasta su último respiro. Pero, por supuesto, a estas alturas ya no esperaba nada de esta bandada de cuervos que, bien o mal, había criado.
Fue por ello que se le ocurrió la idea de invertir el dinero de la venta del taxi en comprar una segunda casa que arrendaría. Es decir, del negocio del transporte, pasaría al negocio de finca raíz. Era su último plan. Pensaba que, con el producto de la renta, podría seguir cancelando las cuotas de la casa en que vivíamos; eso le daría un alivio a su cartera, tendría la oportunidad de reinvertir más dinero en el taller, hacerlo crecer dotándolo de maquinaria y quizás, antes de morir (porque el viejo no era rencoroso y nunca perdía las ilusiones) lo heredaría a sus tres hijos mayores, quienes desde hacía mucho tiempo se habían resignado a dedicar su vida al mundillo de los talleres de refacciones.
Por otro lado, papá aún guardaba algunas esperanzas en sus hijos menores. Quizás los tres que todavía estudiábamos, Lyda, Alberto y yo, llegaríamos a ser profesionales y a darle así un poco de sentido a su propia vida. Ustedes saben, ése es el sueño de un padre pobre como el mío: conseguir que sus hijos alcancen una meta negada a sí mismo en esa escala de posicionamientos sociales en que vivimos. Desde niños nos lo machacan: siempre hay que subir otro peldaño, alcanzar uno más alto todavía, conseguir el éxito, ser un hombre grande, un hombre importante, sobre todo, un hombre rico: porque en el dinero está el poder, y en el poder está la felicidad. Bien que sea así para los otros, pensaba yo. Pero sucede que ya había aprendido algo importante: que la escalera hacia el éxito estaba hecha de cadáveres de personas, de semejantes a mí caídos en el intento, y toda fortuna, toda gran riqueza material, quiero decir, era indecente. Porque ya conocía la palabra “plusvalía”, y sabía lo que significaba. No es extraño que lo supiera; yo había nacido en un tiempo en que había triunfado una revolución cerca de casa, una revolución que hizo llover sobre nosotros, los jóvenes, una tempestad de ideas nuevas acerca de un mundo justo, diferente de éste oprobioso en que vivíamos; una época en que sonaba una utopía. Y yo creía en ella. Sentía que era imposible, como lo sentía mi padre. Pero yo creía en ella.
En fin, quizás el plan de papá fuese un poco ingenuo, pero yo me sentía obligado a asumir mi parte en él; así que me propuse darle lo que deseaba, lo que mis hermanos mayores le negaron: ser alguien que él pudiese exhibir con orgullo como un trofeo, algo así como un tipo con estudio, un hijo con un título. Después de todo yo mismo lo anhelaba, también yo creía en la grandeza, creía que crecer era un deber de todo hombre. Pero había decidido lograrlo sin hacer daño, sin pisotear la cabeza de otros, como acostumbran hacerlo las personas. Tal vez estudiaría humanidades y sería un profesor; tal vez podría entrar a una facultad de artes, ser un pintor me seducía; si aprendiese a no sentir repulsión por las heridas, quizás podría estudiar medicina… En fin, me dedicaría a un oficio que amara y que fuese limpio; quiero decir, uno del que pudiese vivir sin sentir ser explotado ni haber explotado a otros. Le daría a papá su satisfacción y me procuraría la propia. Pero por dondequiera que anduviese, había un anhelo secreto que deseaba cumplir: quería ser un escritor… Sí, es algo para reír, ya sé; pero… yo lo soñaba. Aunque no, en realidad no era eso lo que deseaba, no quería ser una especie de dignidad, un título, un rótulo que se lleva. Tan sólo quería escribir. Escribir honradamente. ¿Para qué? Nunca lo supe con claridad. Sólo sabía que me apasionaba la literatura; sobre todo, amaba aquellos libros que hablaban sobre la vida sin comprenderla. Igual que yo no comprendía la mía. De alguna manera mi cariño por esos libros era como una especie de encantamiento que me hacía desear escribir algo sobre la vida vista desde mis ojos, aun cuando fuese sólo por sentir el placer de, a solas, conversar conmigo cada vez que, alegre o triste, me ponía trascendental.
Pero verán, al intentarlo, sólo me salía escribir acerca de lo único por lo que para mí la vida, mi vida, tenía algún sentido: que un hombre me tomara y me guardara entre sus brazos, para decirlo con palabras lindas. No sé si les ocurra a todos, pero en cuanto a mí, casi no podía pensar en otra cosa que no fuese el cochino sexo. Ésa era la verdad desnuda: haciéndolas solo, o con alguien más como alguna vez lo había hecho, escribiendo o soñando cochinadas me divertía como un cretino. Yo tenía catorce años.
Les contaré algo: siempre me produjo miedo crecer, siempre me produjo una especie de aversión llegar a la madurez. Ser niño es como ser un árbol o una piedra o un pajarito. Ellos no tienen que ir al trabajo, conseguir dinero, pagar
cuentas; no les interesa ir a la escuela, conseguir un traje, pensar si esto o aquello está bien o mal; ellos sólo están ahí, si no estuvieran les daría lo mismo; nada les preocupa; es como si nada, ni siquiera ellos mismos, fuera asunto suyo. Así es la niñez, es una felicidad porque se es irresponsable. Todo puede marchar bien o mal, puede haber comida o faltar, podemos tener el traje o ir desnudos, la casa puede estar en pie o haber caído, nada importa: porque toda la vida es asunto de los mayores; lo bueno o lo malo es culpa suya. Pero yo cada día me veía a mí mismo crecer, cada día era más alto, más fuerte, me salían vellos en el cuerpo; cada vez el tiempo transcurría más de prisa; pronto llegaría el día en que yo tendría que salir de casa y pagar lo mío.
Y no sé por qué, pero la responsabilidad me producía pánico. Yo me sentía capaz de vivir, capaz de luchar, quería producir algo bueno, ser bueno, ver por mis padres, ayudar a los amigos, crecer, convertirme en una especie de grandeza. Pero no quería tener el mando. La felicidad que yo buscaba se convirtió en un sueño simple: todo lo que yo fuese, todo lo que yo lograse, tendría sentido si, al llegar a casa, hubiese un hombre al que amara para entregárselo todo, para que él me tomase a mí y todas mis cosas, e hiciera con ellas y conmigo lo que le viniera en gana. Sólo eso quería, un amigo que decidiera por mí, un amigo amado que mandara sobre mí.
Así, poco a poco, mis anhelos, revueltos con mis temores, me iban envolviendo en una especie de ensueño erótico sofisticado, lleno de minucias cotidianas, de juegos extraños, tiernos o perversos, en que yo complacería a mi amigo como un siervo. Eso, exactamente, era lo que yo más quería: ser como su esclavo obediente, sumiso, fiel. Imaginaba lo lindo que sería esperarlo en casa para servirle, preparar su cena, cuidar su ropa, planchar sus camisas; acariciar y lamer sus pies desnudos como un perrito; escucharle decir: “Ven, abre mi bragueta; a ver qué sabes hacer con esos labios”. Complacerlo, sentir la dicha de ser completamente suyo. “Ahora te desnudarás y me entregarás tu correa —me diría —, porque quiero hacerte daño antes de abrir tu trasero y propinarte…”. Y así, después del placer, cansados, permaneceríamos juntos y desnudos, para escuchar su voz diciéndome palabras amorosas, mientras pasara sus labios por mi cuerpo aliviándome sus daños antes de quedar dormidos.
Bueno, algo parecido a eso sería mi dicha, si por ventura encontrase a alguien así para amarlo y entregarme. ¡Puf!, me fascinaba imaginarlo. Pero era un sueño difícil de lograr en este mundo estúpido donde el placer es una vergüenza; como si el dolor fuera el sentido, como si el propósito de vivir fuera sólo sufrir cristianamente. Yo sentía que éste era un maldito mundo enamorado del dolor. Y no lo comprendía. No entendía por qué habría de sentir vergüenza al acariciar mi cuerpo para gozarlo, o al haber encontrado alguna vez a un muchacho y, medio ocultos, medio desnudos, habernos disfrutado haciéndonos el amor sólo de caricias. Si era lo más delicioso, lo más bello, la alegría más grande, ¿por qué habría de sentir pena? Pero, por donde quiera que fuese, sentía resonar como un eco la misma frase: “No te toques ahí, no permitas que te toquen, no te goces”.
“¿Por qué?”, le preguntaba yo al eco. “Porque es abominable”, me respondía con su voz severa.
“Sí; pero ¿por qué es abominable?”, le inquiría… Y el eco nunca respondía nada.
Nada inteligente, por lo menos. Recuerdo un día en el colegio, cuando nuestro profesor Tal Por Cual, en uno de sus últimos sermones nos enseñó la teoría del vaso, que explicaba de manera irrefutable por qué era repudiable masturbarse. Dibujó en el tablero un vaso y sobre él una jarra de leche. “Si ustedes empiezan a llenarlo —nos decía, mientras llenaba de blanco con la tiza el vaso dibujado de abajo a arriba—, cuando la leche llega al borde, ella por sí sola se derrama porque el vaso ya no puede contener más. Así, Dios en su sabiduría ha hecho los testículos de los hombres, de una manera tan perfecta, que al no poder contener más semen, ellos por sí solos lo derraman inocentemente en las poluciones. Dios lo ha hecho de esa manera para que no hubiera necesidad de tocarnos y estimularnos para vaciar el vaso; si lo hiciéramos, estaríamos ofendiendo su sabiduría al crear una máquina tan perfecta. Dios no quiere que te toques, el cuerpo es el templo sagrado del espíritu, y las cosas sagradas no se tocan…”. Escuchando aquello, no sabía si morirme de la risa o de la tristeza. ¿Acaso no había leído a Kinsey o a Masters y Johnson? ¿O tan siquiera la Enciclopedia
visual del sexo del Círculo de Lectores? Pero ese imbécil no podía parar de decir babosadas: “No crean que por hacerlo a solas, Dios no va a enterarse; Dios está en todas partes, ustedes conocen ya su carácter ubicuo. Pero incluso él ha hecho posible que los profesores nos enteremos, dejando una huella que podemos identificar en los ojos de quien ha pecado. Así que no se fíen: cada vez que lo hagan, nosotros lo sabremos”.
Curioso, ¿no?: ¡para las cosas que le servía a Dios la ubicuidad! Me quedé pensando en lo lindo que sería tener ese don para mironear a unos cuantos bizcochos que tenía allí a mi lado como Él podía hacerlo. Me quedé pensando que tal vez Dios fuese en realidad un voyerista que disfrutaba mirando nuestras pajas. Y pensé también que toda esa basura que nos hablaba ese profesor era tan vulgar y estúpida como la que circulaba en el vecindario inculto y burdo de los talleres donde papá tenía el suyo.
Además, se me ocurrió pensar en cómo funcionaría lo del vaso con las mujeres: a ellas no se les derramaba leche ni nada. Así que levanté la mano y se lo pregunté…
—Pero a las mujeres no les dan poluciones. Y ellas también se masturban, ¿no? —le dije con toda mi ingenuidad.
Ahí fue la de Babel.
El tipo, además de ser idiota, no tenía sentido crítico ni de controversia, y ya se imaginarán el reguero de cosas que me dijo antes de enviarme a donde el prefecto por irrespetar y sabotear su inmunda clase. “Por supuesto —se puso a decir mientras me levantaba para ir hacia la puerta—, el estudiante —yo, por supuesto— es un ignorante que no sabe que las mujeres tienen un período menstrual que equivale a lo que en los varones son las poluciones y en él liberan
sus tensiones sexuales…”, con lo cual acabó de llenarme el vaso de la ira. Era, justo, palabra por palabra, la misma explicación que una vez me había dado papá cuando (cogiéndolo un poco ebrio, claro) le reproché si a él le gustaría que mamá se la jugara como lo hacía él con ella: “Las mujeres, mijo, no necesitan hacer el amor porque en las reglas se alivian”, me dijo con esa autoridad que le da a uno media botella de aguardiente. Imagínenlo, mi padre creía que las mujeres sólo copulaban para procrear, o para aliviar al marido, o para conseguir dinero (como las putas): pobrecito. Pero papá lo decía porque era inculto e ignoraba muchas cosas, o sólo había aprendido mentiras (que es lo mismo). En cambio aquel desgraciado que había estudiado en la Javeriana… ¿acaso había pasado por esa universidad para eso: para venir a llenarnos de cucarachas la cabeza como papá llenaba la suya con aguardiente? Definitivamente, aquel tipo, o era un pobre ignorante, o era un cretino oportunista, o se alimentaba con jabón: en serio.
—Yo seré un ignorante —me volví a decirle después de abrir la puerta—, pero no tanto como para no saber que usted es un mentiroso. Y tal vez masturbarse sea un pecado, pero decir mentiras y engañar es indecente.
Y cerré la puerta feliz y muerto del susto. Temí que aquel sujeto saliera a perseguirme y me apresuré a correr hacia la oficina del prefecto, pensando en lo bonito que era conocer palabras y poder decir las cosas con elegancia. Así termine uno metiéndose en la de padre y señor mío.
—¡Usted qué necesita! —me gritó el prefecto al verme entrar, como si yo le hubiera interrumpido un polvo o algo por el estilo. En realidad sólo estaba calibrando los reportes de asistencia que cada día le llevaban los comandantes de cada curso.
(Los “comandantes”: a propósito, aquel colegio parecía en últimas una barraca milicoide. Nunca me cupo en la cabeza que en colegios civiles como ése nombraran siempre prefecto disciplinario a alguno de esos malparidos ex
militares que siempre gritan como cerdos para hacerte sentir como una cucaracha miserable).
—Vengo a que me sancione —le dije.
—¿Cómo así? ¡Quién lo mandó!
—El profesor A…
—Ah, ¿sí? ¿Y qué hizo ahora? —me dijo con ese airecito cínico.
Lo de “ahora” lo decía porque el maldito ya me tenía en su fichero: varias veces me había pillado entrando al colegio por sobre los muros después de llegar retrasado. Yo siempre llegaba retrasado, es la pura verdad.
—Le dije que era un mentiroso.
—¡Ah, no, pero qué bien…! No lo habrá golpeado también.
“No, pero de buena gana le habría clavado una patada en las güevas”, pensé. También el gordo ése se quedó pensando mientras seguía mirando sus hojitas de ausentes y retrasados.
—Muy bien… vamos… a dar… cincuenta vueltas a la cancha… —dijo como al son de los chulos que iba haciendo en su libro de seguimiento—. Desde aquí las estaré… ¡Ah!, profesor…
—Profesor… —dijo como saludo una voz de ultratumba tras de mí al prefecto profesor (que no era profesor ni nada).
¡Maldita sea!, no me había equivocado. Ese profesor había salido detrás mío para venir a ajustar cuentas.
—¿Qué vamos a hacer con este caso?, profesor —dijo el prefecto.
Sí, el “caso”: ése era mi nombre. Bueno, qué iban a hacer con el caso.
—Francamente, no sé qué se pueda hacer con un elemento como éste…
Ah, alias “el elemento”. Sabemos que no era la gran cosa; pero tampoco una cosa tan simple como un miserable elemento, ¿no?
—… Permanentemente vive saboteando las clases sin ningún tipo de respeto.
—¡No, pero si él mismo me lo acaba de decir con la mayor cachaza!
—¿Ah, sí?
—Descaradamente me ha dicho que le ha llamado a usted mentiroso.
—¡¿Ha sido capaz?! Vea usted, no sé qué más pueda decirle. Me parece que es un elemento que no casa con la institución. Es una mala influencia, definitivamente: es atrevido, irrespetuoso, saboteador, con frecuencia llega tarde…
—No, si yo lo sé.
—Su presentación personal deja mucho que desear… —¿Mi presentación personal?—. Vea usted por ejemplo el aspecto de sus uñas: llenas de mugre…
Eso sí no se lo iba a permitir a ese malparido.
—No es mugre —le dije al prefecto—, es pasta XW-100 que…
—¡Usted cierre la boca! ¡Quién le ha preguntado nada! ¿Piensa que está en su casa? —… que es una pasta para pulir metales en la pulidora del taller de mi papá…—. A mi oficina no va a venir con insolencias! —… y es muy difícil de quitar, tiene uno que lavarse mil veces con thinner y…—. Yo no soy tan blando como su profesor, ¡aquí me respeta el colegio, pendejito! —y verá: es una pasta que uno tiene que pegar al disco de trapo y la pasta suelta un polvillo que se le pega a uno en la piel y es muy difícil de quitar porque uno no puede echarse thinner en la cara, porque se irrita, y por eso…—. ¡Me imagino que así será
siempre en sus clases! —… y por eso, imagínese, el otro día este profesor me dijo delante de todos que si acaso yo me maquillaba los párpados con sombra como las mujeres y…—. Pues le diré que se está exponiendo a una matrícula condicional. Y no venga ahora con lloriqueos, éste no es un colegio de niñas… —… y… pues, no… si no son lloriqueos, es sólo que me dan ganas de coger ese puto esfero de oro y clavárselo a los dos en los ojos para que les chorree toda la puta sangre que les salga, par de malparidos y… y mejor me voy a sudar un rato antes de que de verdad lo haga… —¡A dónde va! ¡Quién le ha dado permiso de salir, insolente!
—Vo… —¡Maldita sea!—. Voy a dar mis cincuenta vueltas.
—¡Pues las da cuando se lo mande, no cuando le dé la gana!
—¡Además usted no va a dar nada! Usted… lo que va a hacer… es ir al salón por sus libros… e irse para su casa: ¡queda suspendido! Y cuando regrese mañana no olvide traer a su acudiente. Andando, ¡fuera de aquí!
Y eso habría de ser todo.
De lo que ocurrió en la clase, no se comentó nada. Del vaso de leche, no se dijo nada. De la masturbación, no se habló nada. De por qué le llamé mentiroso al tal profesor, no se me preguntó nada. De la pasta XW-100 y sus efectos negativos en la pulcritud de las uñas en las manos de los trabajadores de los talleres metalúrgicos, no se me permitió mencionar nada. Nada. En estos casos, como en otros y en otros lugares, nunca importa llegar a la verdad. Allí lo importante era humillar al sedicioso, hacerle sentir cuál debía ser su despreciable lugar en la ordenada columna de los mandos del colegio. Y de la vida.
No voy a describirles los ojos y la sonrisita de satisfacción con que me despidió desde allá, arriba, en su inmunda cabeza de esqueleto famélico (¡y ya es decir!) ese profesor hijo de la puta zorra que lo parió en quién sabe qué aquelarre de qué podrido rito para traer a la bestia triple seis. Pero sí les diré que allí se terminó mi mal día y comenzó mi día más hermoso. Verán: habría de ser el primer día en que llovieron sobre mí, como ángeles maliciosos, muchos de los placeres que sólo en mis ensueños había podido acariciar… ¡Bah! Palabras lindas. Quiero decir que aquella tarde de aquel día, por primera vez, un hombre me comió.
Hasta me dan ganas de contárselo. Porque fue una cosa muy bonita; de esas que sólo ocurren en las novelas cuando dos se gustan, y se acercan, y empiezan a quitarse la ropa mientras se dan besos y se dicen cosas lindas y morbosas… ¡y el narrador se pone a mirar la luna y a hablar bobadas sobre ella!
En fin, qué más da. Al salir del colegio, impotente y entristecido, me eché a andar por la avenida del Espectador por el rumbo de mi casa pensando en el tema de mí. Por donde quiera que me mirara me sentía como un desgraciado, francamente. Bueno, sólo un poco. La verdad es que siempre me gustó exagerar con mi tristeza. Porque, bien mirado, mi vida no era propiamente un dechado de fortuna, pero tampoco había conocido jamás lo que era habitar en el peor rincón del patio de la desgracia. Si no, vean ustedes a ese muchacho medio desnudo, durmiendo tirado al sol de las tres de la tarde sobre la acera por la que yo caminaba, como si ya estuviera completamente vencido y entregado a su suerte y a su muerte. Sentía que como a él querría verme el mundo (y, sobre todo, ese par de hijueputas que acababan de sacarme de mi colegio), después de haberme desangrado, claro, ofrendándole mi porción de sacrificio, sin sentir, sin pensar, sin conocer, sin comprar libros, sin leer un poema más que me emocione, sin haber oído nunca a Schubert, ni haber sabido nada de Van Gogh, ni de la flor monociclista de Paul Klee; y sin viajar, sin conocer París, sin sentarme a escribir una novela en su café de Montparnasse, sin caminar una de sus calles pensando que por este bordillo pasaba ebrio Verlaine después de que se largó Rimbaud; sin bañarme en el Nilo, sin navegar el Mississippi como Tom Sawyer, sin estudiar en un colegio en Londres (vestido con un trajecito inglés de paño y todo), sin ir a Italia a verle el trasero al David, sin haber recorrido todo el mundo, sin regresar a casa, sin haber encontrado nunca a mi amigo, sin haberme revolcado con él
desnudos, sin haber disfrutado, sin haber sido feliz…, para terminar tirado y olvidado al sol sobre una acera… ¡Jamás les daría eso! Nunca sería un simple bastardillo huérfano de mí, jamás les endosaría mi vida a otros, me habrían de tener peleando por mi porción y nunca me sosegarían con hermosas parábolas de quejosos sinzapatos que agachan la avergonzada cabeza viendo a un dichoso sin pies: ¡me quedo con el quejetas! Sí, hermoso gamín desarrapado, dormido al sol como secando los ensueños, eres más miserable y desgraciado que yo, pero no me recostaré a tu lado… Todo es cuestión de controlarse un poco, muchacho, no provocar a tu enemigo, el maldito profesor de religión, hasta tanto no consigas un poco de poder para enfrentarlo, cuando tengas unos años más, cuando puedas pagar lo propio, cuando no debas obedecer, cuando no tengas que ir por ahí siempre con tu acudiente. Por el momento… bien está el andar un poco solo metido en ti jugando al incomprendido, imaginando historias para tu libro… Sí, nunca olvides tu libro… ¿Cómo se llamará? ¿La teoría del dominio? Es un bonito título para confundir, ¿no?, para que todos piensen que es una especie de tratado pretencioso de filosofía. Pero sólo serán relatos tiernos de un muchacho que simplemente desea ser sumiso y entregarse al placer de ser de otro; algo así como en un sencillo castillo aislado e íntimo llamado El castillo de mi amado: para ser querido, para ser cuidado, para ser castigado si lo mereciera, para no sentir miedo, para vivir la dicha de ser irresponsable en los brazos de uno que lo tomara para amarlo… Ah, mi hermoso tema, mi obsesión, mi querido sueño lleno de placeres para mi piel y mi alma, condenados todos en los extramuros de mi castillo. Porque no existe un placer del cuerpo conocido que no haya sido víctima de un nombre con el que se le ha enlistado en un muestrario exótico de patologías, para que los es del mundo puedan levantar su sucio índice y señalarlo, vigilarlo, perseguirlo como a un bandido. Hay que tener cuidado, mi cuerpo, mi bonito cuerpo: que nadie sepa mucho de tus gustos; y si alguna vez, imaginemos, descubres que la lluvia te excita y te la hace poner dura abajo de la bragueta, no se lo cuentes a nadie: podría llegar a oídos de algún sicólogo, o de un siquiatra, o de un teólogo, y ninguno de ellos perderá la oportunidad para ponerle un nombre y darle una entrada en su patologario… Ya sé que nunca dejarán jamás en paz mi cuerpo, cada placer suyo lo nombrarán para perseguirlo y anularlo…, tan sólo no lo entiendo… ¿Para qué quieren secar mi cuerpo? ¿Para qué quieren hacerlo insensible y estúpido como un muñeco…? Para mantenerme dócil y entregarme a todos los que se encuentren sobre mí para usarme sin piedad, seguramente. Igual que ya permitieron hacerlo con su vida los mediocres hermanos míos… Ah, pero yo no quiero ser de todos; yo sólo quiero entregarme a uno; a uno que yo elija, a uno que yo conozca; que tenga un nombre, que tenga una cara hermosa, que tenga un cuerpo fuerte para refugiarme
en él trenzado entre sus brazos… ¿A quién dañaría eso? ¿A quién podría dolerle mi felicidad? Si les molesta mi alegría, ¿por qué tienen que abrir mi puerta para mirarme cuando estoy solo…? Sí, no está mal esto de ser un cochino pervertido, ¡qué diablos! Así que, esta noche, estemos tranquilos cuando todos duerman, cuando me tienda bajo mis cobijas imaginándome a su lado, mientras me acaricio hasta hacer regar el vaso, enfrente de mi buen Dios que estará mirándome y diciéndole a mi corazón: “Sí mi niño, disfruta de lo que te he dado, vacía tu vaso de dicha, que no quede una sola gota; y mañana ve al colegio con tus ojos encendidos como dos soles, muéstralos a ese farsante demoníaco que en mi nombre desdice de mi propia obra. Gózate, muchacho; hónrame, sé feliz…”.
(En fin, al menos me parecían bonitas palabras para ser escritas. Si hubiese estado seguro de tener el talento…, si hubiera podido mostrarle a alguien las cosas que yo escribía para saberlo…).
Bueno, ¿quieren saber algo en verdad bonito? Cuando desperté de mis estúpidas ensoñaciones de pequeño pervertido, había caminado más de media hora sin darme cuenta siquiera de por dónde iba. Venía llegando al Centro Deportivo de El Salitre y me metí a la bolera. Era mi lugar favorito para sentarme a leer en esas cómodas sillas de espectadores frente a las líneas. Me fascinaba ese ruidito arrullador de los boliches rodando, y el estallido mediosordo de los bolos cuando esa bola grandota los golpeaba.
Ese día andaba ansioso por seguir leyendo una novela que me tenía enloquecido. La verdad es que si no me hubieran echado esa tarde del colegio, me hubiera volado de todos modos para venir allí a devorarme ese libro. Lo había buscado por no recuerdo qué comentario extraño que había leído en una enciclopedia de literatura, o algo parecido, en la Luis Ángel. Era la historia de un escritor de Munich, ya viejo, que había ido a pasar vacaciones en una especie de balneario de Venecia. Ya sólo eso, que fuera un escritor, me tenía encantado. Pero resulta que allí, en el hotel, se enamora de un muchacho (eso decían en el prólogo) como de catorce años, igual que yo; sólo que más bello que lo más bello. En la cubierta de mi libro, y en la primera hoja, venía la foto de ese muchacho, ¡y era
para no creer! Con razón el tipo se enamoró de él; uno siempre se enamora de las cosas bellas. Al menos a mí siempre me pasaba.
El caso es que, por donde venía leyendo, Aschenbach, el escritor, apenas lo había conocido, lo estaba mirando jugar en la arena de una playa, y a mí todo eso me tenía muy excitado.
Antes de sentarme, fui a la barra de la cafetería para armarme con una coca-cola. Puse mis libros sobre el tablón y me volví sobre la barandilla para contemplar el panorama de las líneas. No estaban todas llenas, y me quedé un momento mirando qué habría por allí para seguir mirando: muchachos, claro (como Aschenbach en esa playa). Giré de nuevo sobre la barra y le pedí mi coca-cola a una muchacha.
—¿Lo estás leyendo? —se puso a preguntarme un muchacho que había llegado allí, a mi lado.
—¿Cómo? —le dije mirándolo hacia arriba. Era como veinte metros más alto que yo. En serio, era altísimo. O a mí me pareció.
—La muerte en Venecia —me dijo él estirando el rostro hacia mi libro.
—Ah… sí —le dije tomándolo con mis manos así nomás.
—¿Te gusta?
—No sé. Apenas lo empecé.
—¿Te lo mandaron a leer en el colegio?
—No… —le dije mordiéndome el labio de arriba: yo siempre me mordía el labio de arriba cuando me ponía nervioso—. En el colegio me mandaron a leer La vorágine.
—Jartísimo.
—¿La vorágine? A mí me gustó —le dije, y era verdad.
—¿Y por qué estás leyendo La muerte…?
—Porque sí… —¡Ja!: ¿por qué iba a ser?—. Compré el libro…
—¿Alguien te lo recomendó?
—Sí: mi papá.
—¡¿Tu papá?!
—No —me le reí—. Es que… o sea, leí una cosa sobre él.
—¿Qué cosa? —me preguntó con una cara como de investigador privado.
—Una cosa.
—Ah…, ya.
—¡Coca-cola! —le dije otra vez a la muchacha: andaba toda atareada la pobre —. ¿Usted lo leyó?
—Y vi la película.
—Ah, sí: hay una película, ¿no?
—Sí. Tienes que verla, niño lindo —me dijo y yo me puse tan nervioso que casi no pude sacar las monedas de mi bolsillo para pagar mi gaseosa—. No, espera: yo te invito.
Maldición: esto se estaba poniendo embarazoso.
—No… No… O sea, yo tengo plata.
—Yo sé que tienes. Pero quiero invitarte a la gaseosa.
—Bue… Pues… Bueno, gracias.
Y la pagó. Y me sonrió. Y me invitó a sentarnos en una mesa. Y llevó mis libros. Y yo me enamoré de él.
¡Vaya! Para las cosas que venía a servir la literatura…
—Esta foto es de la película —dijo mirando la carátula del libro con la foto de Tadzio.
—Ese muchacho parece una niña, ¿cierto?
—Sí —dijo haciendo una mueca—. A mí no me gusta.
¿No le gusta…? Oh, oh.
—¿Por qué no le gusta? —le pregunté de una.
—Es muy hermoso. Parece una mujer.
—Ah…
—En cambio, tú pareces un hombre —me dijo otra vez con esa cara. Y con esa sonrisa. Era tan bonita.
—Jm… —le dije atragantándome un poco con mi sorbo de gaseosa—. Será porque soy un hombre.
—Sí, un muchachito… ¿Cuántos tienes?
—Catorce… Quince, casi.
—¿Catorce…? Y…
—Qué…
—Nada.
¿Nada? Vamos, pregúntemelo.
—¿Juegas bolos? —me dijo así, de rapidez.
—No. Nunca he jugado. ¿Usted juega?
—Sí…, sí juego —me dijo con esa cara—. Ven, trae tu gaseosa. Alquilemos una línea.
Y alquiló una línea para ensañarme a tumbar los bolos. No aprendí nada, lo juro; estaba tan nervioso y excitado que no pude hacer bien nada.
Pero más tarde, ya puestas las cosas claras, alquiló para mí una habitación en un motel y me enseñó a tranquilizarme besándome en la boca con su boca. Y me enseñó a dejarme desnudar por sus manos fuertes. Y me enseñó a quedarme allí tirado sobre la cama, mirado por su mirada, mirándolo mientras de pie se desnudaba. Y me enseñó a dejarle levantar mis piernas para besarme allí, para escupirme allí… para por fin sentir a un hombre entrando allí.
En mí.
Despacio.
Para hacerme gemir adolorido.
—No te lo había hecho nadie, ¿cierto, niño lindo?
—No.
Ya se lo había dicho mil veces. Pero no hacía más que preguntármelo. Lo excitaba oírme decir que no: lo excitaba como un animal.
—Qué bien… ¿Te duele mucho?
—Mucho.
—¿Quieres que me quite?
—No, no quiero.
—Se dice “No quiero, por favor”.
—No quiero por favor.
—Se dice “Deme más duro, por favor”.
—Deme más duro, por favor.
—Ssss, qué niño más juicioso. ¿Así vas a ser siempre?
—Siempre.
—…
—…
—Vamos, di que no quieres que te la saque.
—No quiero que me la saque.
—“Por favor”.
—Por favor.
—¡Pobrecito! Cómo le duele…
—Ya no me duele.
¡Mentiras!
—¿No?
—No.
—¿Más duro, virguito rico?
—Sí…, más duro…
—¿A…sí?
—Sí-í.
—¿A…sí te gusta?
—Sí…
—“Por favor”.
—Por favor.
Por favor que usted es mi primer polvo. No me suelte nunca. No me la saque nunca. Por favor. Por… favor…
¡Bufff…!
Y también aquello habría de ser todo. Él había venido de Bucaramanga con un equipo de vóley. Estudiaba ingeniería en la UIS, me dijo. Y que tenía veintitrés años. Veinti-tres a-ños: ¡puf! Tres veces más nos vimos antes de que regresara a su ciudad. La última noche me regaló sus calzoncillos para que yo lo recordara: fue muy chistoso. Ah, pero la ternura… Me hizo prometer guardarlos siempre. Esa noche me besó mucho diciéndome “niño lindo”. No paraba de decirme esa mentira.
—Dame tu número, niño lindo. Para llamarte cuando regrese.
Jamás lo hizo el mentiroso. Nunca regresó. Y yo a veces me ponía triste. Cómo hubiera querido que aquella dicha permaneciera, así de fuerte, así de nueva. Pero las cosas sólo ocurren una vez por primera vez.
Años después, extravié sus calzoncillos. Pero todavía hoy recuerdo su delicioso aroma.
Y el nombre de ese muchacho que me los dio.
JUNIO 8
A veces la suerte se pone más podrida que de costumbre. Definitivamente. Y no sólo eso: ¡se encuentra uno a cada rato con cada cretino…! Esta tal directora de Atención en Salud de la Universidad Nacional, por ejemplo.
Esta mañana, como a las diez, llegué feliz al consultorio de Martínez: en la Pedagógica los amigos me habían ayudado a hacer una colecta entre los estudiantes y profesores de la facultad para conseguir con qué pagar un tac que debemos hacerle a Adrián. Es una especie de radiografía de la cabeza que cuesta más que un ojo de la cara. Cuesta más que la cabeza entera, yo creo. Pero deben hacérselo para averiguar qué es lo que le produce los dolores y esas convulsiones que cada vez le vienen con más frecuencia. Son un tormento y dicen que son peligrosísimas: se le mueren a uno las neuronas.
—Ya tengo la plata —le dije a Martínez.
—Bien —me dijo agarrándome del hombro: siempre me agarra del hombro—. Guarda esa plata para cuando necesites comprar droga. Ya he hablado con el servicio médico de la Nacional y ellos deben pagar esos gastos. El seguro que tiene Adrián allí, lo cubre.
¡Ja!: qué maravilla, pensé yo.
—¿Y qué debo hacer entonces? —le pregunté.
—Debes ir a la universidad para que te entreguen una orden de pago, y con ella vas luego a La Hortúa para que te den la cita. Ojalá la den para hoy mismo: necesitamos ese examen.
Le he dado como mil veces las gracias a ese doctor. Y le he preguntado si es cierto que al día siguiente él saldría de vacaciones. Es cierto; pasado mañana ya no vendrá al hospital: qué de malas. Pero peor ha sido que al ir con la orden de pago a La Hortúa, en ese hospital, que es el hospital de la facultad de Medicina de la Nacional, me han dicho que la máquina escaneadora anda en mantenimiento y sólo hasta dentro de dos semanas podrían hacer el examen. Así que he debido regresar a la universidad para que dirijan la orden a otra clínica: me lo sugirieron allí mismo, en ese hospital. Pero aquí, la tal coordinadora, malhumorada, me ha dicho que no se puede hacer más que esperar a que reparen el escáner.
—Lo siento. No hay nada que hacer: sólo tenemos convenio con La Hortúa —me ha dicho y se ha dado la vuelta, como lo hacen las vacas, cerrándome la puerta de su oficina.
¡Maldita sea! Me entran deseos de tumbar esa puerta de una sola patada como hacen en las películas y hacerle firmar una nueva orden a esa mujer, estrellarle la cabeza contra la pared y luego cortarla en mil trocitos. Sé que la muy desgraciada está mintiendo, sé que es por otra razón por la que no se le da la gana darme la nueva orden: en cualquier lugar aceptarían una orden de pago de esta universidad; se supone que es la más grande de este país, se supone que es una entidad oficial: ¿en dónde la rechazarían?
Pero sé que debo calmarme. Debo hacer las cosas despacio. Éste es un maldito cementerio de elefantes, ya lo sé.
Ahora ha entrado un visitador médico a su oficina. Tan pronto salga ese tipo, me meteré de nuevo allí. Tengo que convencerla como sea. Entonces me siento en una silla de este pasillo a pensar un poco las cosas. Me duele cantidades recordar la forma en que hace un momento esa mujer me ha dicho con todo desprecio: “Y usted ¿quién es?” como diciéndome: “Usted no es nadie, usted no tiene nada que ver”. ¡Y qué es lo que necesitan!: ¿un acta de matrimonio para que entiendan que tengo todo el derecho…? Maldita desgraciada: ¿cómo es posible que tengan a semejante animal en la jefatura de este servicio médico… ¡de bienestar estudiantil!? La malparida sólo está aquí para no gastar los recursos, para no invertirlos en lo que están destinados, según parece.
No lo entiendo: ¿acaso todos estos gastos no los ha de cubrir el seguro médico? Ni siquiera creo que la universidad deba pagar nada; pero parece como si el dinero debiera salir del bolsillo de esta mujer. Así que, ¿por qué se porta conmigo y con Adrián de esa manera tan despectiva, sino porque la gran hijueputa es otra de esas malditas homófobas, si no es porque es otra de esas personas que nos odian a los maricas? Sí, ésa es la única razón, maldita sea. Maldita desgracia…
Claro, también está el hecho de que esta puta enfermedad es terminal, y para muchos ya no vale la pena hacer nada: porque Adrián de todos modos va a morir. Sí, claro, pero ¿entonces por qué la medicina se desvive por intentar sanar, o al menos sostener hasta el último minuto, a los pacientes que padecen cáncer? No, aquéllos como esta asesina no desprecian brindar ayuda porque se trate de una enfermedad terminal sino porque el que la sufre no es para ellos una persona: tan sólo es un marica despreciable. Sólo por eso no ayudan. Sólo por eso.
—¿Y es que piensa que ese tac va a sanar a su amigo? —ha sido capaz de decirme la desgraciada—. ¿No ve que eso sólo sirve para hacer un diagnóstico?
Casi no pude creer estar hablando con semejante bestia.
—Justamente por eso se necesita, ¿no lo entiende? —le he contestado tratando de controlarme, intentando no ponerle de una vez un puño en la cara para hacerla entender.
—Además, hace diez años que ese examen no existía y de todos modos trataban así a los pacientes.
Ahí sí no pude controlarme:
—Sí, y hace cien años la penicilina no existía, pero ya existe, y el tac también existe y se necesita para saber qué tiene: ¡cómo puede decirme eso! —se lo grité delante de todos los que están aquí en este pasillo.
Y la estúpida sólo ha dicho que lo siente y me ha tirado la puerta.
Bien, esperaré hasta que salga de nuevo de esa oficina. La cogeré delante de todos. Si el maldito problema es que no hay convenio con otra clínica, yo mismo buscaré una que reciba la orden de pago sin ningún convenio. Yo sé que en cualquier lugar la aceptarán. Esta imbécil no me va a tomar por cualquier ignorante miserable. Además, todavía puedo amenazarla con ir directo a la rectoría para poner una queja.
Ya veremos…
* * *
Por supuesto que han aceptado la orden en otra clínica. Nada más con llamar por teléfono a esta Clínica del Bosque me han dicho que la aceptan. Por supuesto. Y la maldita asesina que tienen por jefe del servicio médico en esa puta universidad no ha tenido más remedio que expedirla. Casi me come de la ira que le produjo el asunto, la grandísima hija de puta.
En fin, ya estamos aquí.
Es casi la media noche. Sólo hasta hace un momento han ingresado a Adrián a la sala del escáner. Mientras esperábamos nuestro turno, le ha venido uno de esos ataques y lo ha dejado con un dolor tremendo en la cabeza. Por fortuna le inyectaron no sé qué líquido necesario para el examen, que lo ha dejado mediodormido.
No le he contado a Adrián nada de lo ocurrido esta tarde en la universidad con el asunto de la orden. Bien sé cómo lo deprimen estas cosas.
Tampoco le he contado lo que le ocurrió a doña Bertha hace dos días. Fue increíble. Esa tarde, en la hora de las visitas, él había caído en uno de esos episodios convulsivos: son aterradores y doña Bertha se asustó mucho. Salió corriendo a buscar a la enfermera de turno: otra maldita. Cuando vino con ella a la habitación, esa enfermera se quedó mirándolo desde la puerta:
—¿Para qué me ha llamado? ¿No ve que ahí no se puede hacer nada? ¿No ve que él ya se va a morir?
—¿Pero cómo es posible que no se pueda hacer nada? —le dijo doña Bertha—. ¿No le pueden dar algo para que le pase eso?
—¿Acaso no sabe lo que su hijo tiene? ¿No sabe lo que es él?
¡“Lo que es él”! No podía creer lo que me contaba la mamá de Adrián.
—Ah, yo no sé —le respondió ella a la enfermera—. Uno nunca sabe lo que son los hijos afuera de la casa. Pero en la casa, él es un muchacho decente.
Maldita sea. No supe qué era peor: si lo que dijo la enfermera, o lo que le respondió esa señora. A la final era como si las dos sintieran el mismo desprecio por mi amigo y estuvieran aliadas en su contra. ¿Cómo es posible que una madre diga eso de su hijo? ¿Cómo es posible que no tenga el valor de defenderlo? Los maricas no tenemos familia, definitivamente.
En fin, ya nada me sorprende. Pero ¿cómo puede uno hacer para que no duelan estas cosas? Sólo puedo hacer lo posible para que él no se entere, no voy a permitir que le hagan daño. Intento hacerme el valiente y me digo que tampoco yo debo permitirme sufrir por toda esta cantidad de canalladas. Y recuesto mi cuello contra el espaldar de la silla para descansar un poco y no pensar en nada.
Cómo quisiera poder ya no pensar en nada.
Es tan miserable este puto mundo.
Y yo estoy cansado, Dios mío… Tan cansado.
4
Eran siempre las preguntas. Y me divertían tanto. Me parecía tan bello poder hablar con alguien escuetamente de mis cosas. Dejarme desnudar por un recién conocido al que yo le había gustado. Me gustaba tanto que me preguntara, que me esculcara, que quisiera saber de mí…
—Y alguna vez te han… ¿has estado con alguien?
No. Hablemos claro.
—¿Que si me han hecho el amor?
—Sí, que si te han hecho el amor.
—Sí, una vez… Dos… No sé: cuando uno se la chupa a dos muchachos, ¿es hacerle a uno el amor?
—Ah, no sé —me dijo riéndose—. Yo creo que sí.
—Entonces dos. Una vez con dos muchachos. Y otra vez con un muchacho… No tan muchacho… Y eso.
—¿No tan muchacho…? ¿Cuántos tenía?
—¿Él? Veintitrés.
—Sí, era un muchacho. ¿Y tú cuántos tenías?
—¿Yo? Catorce. Quince, mejor dicho… Fue hace como un año… y cuatro meses… ¿y tres días?
—Jm: ¡casi no lo extrañas! ¿Fue el primero que te poseyó?
—Sí… Tan bonita esa palabra.
—Te gusta, ¿cierto?
—¿Qué cosa?
—Que te posean.
—… Sí…, me gusta mucho.
—Te gusta que te den.
—Sí, me gusta que me den.
—…
—…
—¡Qué! —le dije porque se había quedado callado.
Y me miraba. Me miraba con una mejilla puesta sobre su mano. No dejaba de mirarme fijo: ¡me encantaba!
—¿Por qué nunca miras a los ojos? —me dijo sonriéndome.
—No sé… ¿Le molesta?
—No. Me gusta.
En ese momento, creo (en un momento de todos modos), vino el mesero con mi pedido de choricitos. Me había invitado a un lugar del centro donde vendían
comidas rápidas, muy bonito, muy fino, muy decorado. Y hasta ridículo: vendían un plato que se llamaba “fritanga caché”. No se me olvida.
—¿Quieres otra cerveza?
—Jm.
—¿“Jm”? —se burló de mí todo dulce—. Traiga dos cervezas —le dijo al mesero, y el mesero me lanzó una miradita bien extraña.
—…
—Ven —me dijo—. ¿Y en el colegio tienes amigo? —¿Un novio?
—Sí, un novio.
—No.
—¿No te gusta nadie?
—Sí…, ¡claro que me gusta alguien…! Pero no funciona… A mí nunca me funcionan.
—¿Y estás enamorado de él?
—Sí. Me tiene loco.
—Y triste.
“Triste…”. ¡Este tipo me encantaba!, en serio.
—Sí…, y triste —le dije.
—Lástima… ¿Y nunca has tenido amigo?
—No. Sólo polvos. Unos cuantos.
—Ah, caíste. ¿No acabas de decir que sólo han sido dos?
—No, no he caído. Usted me preguntó si había hecho el amor. Y sólo lo he hecho dos veces.
—¿Y los otros “cuantos”?
—Son polvos.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Que los polvos son tristes. En cambio hacer el amor es bonito.
—¿Y por qué son tristes?
—Porque sí…
—…
—Lo que pasa es que soy muy idiota. O sea, yo estoy con alguien… y siempre me enamoro. Y nadie se enamora de mí. Casi todos se van después de que se vienen… ¿Por qué será?
—No sé.
—¿Usted también se va?
—No sé… Sí.
—¿Por qué?
—Porque… No sé. Tal vez porque tengo novia.
—¿Sí…? ¿Y la quiere?
—Sí. Se supone que vamos a casarnos.
—¿Y la desea?
—Sí, la deseo.
—¿Y ella sabe?
—¿Qué crees?
—Que no.
—Sí. No lo sabe.
—¿Y si alguien nos ve y se lo cuenta?
—No podría. Ahora está en Europa.
—¿En Europa…? Qué envidia. Pero… de todos modos, alguien podría escribirle.
—No, no creo. Además, aquí casi nadie me conoce.
—Sí, usted no es de acá, ¿verdad?
—No, generalmente no vivo aquí.
—¿Y qué hace aquí?
—Estudio un posgrado.
—¿En economía?
—Algo así.
—Mmmm…
—…
—…
—No puedo creer que no tengas amigo.
—¿Por qué…? La verdad es que sí tengo amigo… Una… especie de amigo.
—¿Un amante?
—Algo así.
—¿Sí…? ¿Y no se enojará porque estés aquí conmigo?
—Noo. ¿Quién se lo va a decir?
—¿Y si alguien nos ve y se lo cuenta?
—No podrá.
—Ah, ¿no? ¿También está en Europa?
—No. Vive aquí —le dije poniéndome el dedo sobre la sien—. ¿No ve que es mi amigo imaginario?
Le dio mucha risa. Casi no paró de reírse. Bebiendo lo que quedaba en el vaso de su cerveza. Mirándome. Mirándome…
Le di las gracias al mesero que traía otras dos latas. Y él me dijo: “Con gusto”; pero lo dijo como si estuviera cantando.
—Ese mesero funciona, ¿cierto? —dije como diciendo un secreto.
—¿Cómo sabes?
—No sé. Me parece.
—Sí. Sí funciona.
—¿Ya estuvo con él o qué?
—No. Lo he visto… En bares. ¿Y cómo se llama tu amigo imaginario?
—Pedro.
—¿Como yo?
—Sí, como usted.
—No, no se llama así.
—Ahora sí.
—¿Por qué?
—Porque se parece a usted… Creo.
—¿Sí? ¿En qué se parece a mí?
— No, en nada… O sea, es que con usted me siento como me siento con él. Sólo eso.
—…
—…
—¿Pedro hace el amor contigo?
—Sí. Es mi amigo, ¿no?
—¿Y qué haces con él?
—¿Yo…? Todo… Todo lo que él quiera.
—¿Todo?
—Todo.
—¿Nunca le dices que no a nada?
—Nunca.
—Mm, ya… Acaba la cerveza.
—Jm…, ¡me voy a dormir!
—¿Con dos cervezas? No, no te vas a dormir.
—Voy a ir al baño.
—No, no vayas al baño.
—¿Por qué no?
—Porque no quiero que vayas.
—Ah…
Levantó la mano hacia el mesero, llamándolo. Y no dejaba de mirarme.
—Ya es tarde —le dije.
—¿Te regañan en la casa?
—No.
—Entonces no es tarde.
—…
—¿Me vas a decir lo que te gusta hacer con Pedro?
—¡Pf!: lo que a él le gusta.
—¿Y qué le gusta?
—No puedo decirlo.
—¿Por qué no?
—Porque… no sé. Usted pensaría que soy un enfermo.
—Mmm, ya… Ve al baño —me ordenó.
Me ordenó. Me gustaba tanto aquello. Provocarlo, incitarlo a tratarme así…
Tardé un poco esperando turno en ese baño. Cuando regresé, él le estaba cancelando la cuenta al mesero con su tarjeta. El tipo tenía tarjeta.
—Te voy a llevar a mi apartamento —me dijo cuando volví a sentarme.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¿Ahora mismo…? Y si no quiero ir… —me sonreí.
—Sí quieres. ¿Acaso no haces todo lo que te pida Pedro?
—Sí…
—¿Cualquier cosa?
—Cualquier cosa.
—…
—…
—¿Sabes qué? Yo creo que sé lo que a ti te gusta —me dijo tomando una cuchara que había sobre una servilleta allí en la mesa.
¿De dónde había salido esa cuchara? Era una cuchara de las grandes, y empezó a llenarla con ají de la botellita. ¿Qué estaba haciendo?
—¿Qué hace? —le pregunté.
—¿Qué hago? No. Qué vas a hacer tú.
¿Yo?
—¿Qué voy a hacer yo?
—Vas a tragarte esto.
—¿Por qué?
—Porque lo quiere Pedro…
—…
¡Vaya! Le obedecí; tomé esa cuchara y me puse a mirar hacia todos lados. Nadie estaba mirando.
—¿Qué pasa? ¡De una, muchacho…!
Y de una me lo mandé. Fue horrible. Fue tan hermosamente horrible.
—Listo —le dije chupando aire por la boca—. ¿Está contento?
—Sí… —dijo con los dientes entrecerrados.
—…
—No había conocido a nadie así.
—Así cómo.
—Así. Tierno.
—¿Soy tierno? —le dije mojándome la boca con cerveza.
—¡Mucho!
—¿Mucho, mucho?
—Mucho, mucho… Y… tan transparente.
—¿Verdad…? ¿Y eso es malo?
—Es lindo.
—…
—…
—¿Qué…? ¿Por qué se sonríe así?
—Porque me gusta tu silencio.
—Voy a quedarme callado entonces.
—Y porque sé lo que te gusta —me dijo como diciéndoselo a él mismo—. Vámonos de aquí.
Era cierto: lo sabía. Lo sabía todo. Él lo había entendido todo.
Aquel año la menor de mis hermanas se había casado con un profesor de matemáticas. Ya sólo quedamos dos en casa. Bueno, a veces Míriam volvía a vivir con nosotros. Su niño aún era muy niño, y necesitaba que mamá lo cuidara mientras ella trabajaba. Hacia noviembre, papá había vendido las dos casas que tenía, a medio pagar ambas, y nos vinimos a vivir a una muy hermosa, sobre una avenida, hecha de ladrillos, con una escalera de madera, con un clóset en cada cuarto. Era la casa más linda en la que habíamos estado. Además tenía un local que papá arrendó a un señor que puso allí un almacén de calzado fino. Ya era una entrada más.
Carlos y Gustavo ya habían logrado montar un taller propio. Gonzalo trabajaba empleado en un lugar, operando un torno gigantesco. Todos se habían casado, todos tenían hijos, y no parecía irles del todo mal. Dos hermanos con dos hermanas, y el tercero con una prima de ellas. Así acabaron con su juventud. Y casi nunca venían por casa.
También yo quise irme. Ese año, a excepción de Pedro, no me había ocurrido nada bueno. La verdad es que me había ido como a un perro. Descuidé el colegio como un cretino y terminé por tirarme el año. En realidad, sólo me quebré en una materia (con sus dos habilitaciones): pero fue suficiente. Así eran las cosas en los colegios. Si perdías una materia, debías repetir todas las once o doce que habías cursado. Pero, en fin, no era eso lo que me tenía arruinado. Era yo. Era mi familia. Era tener que vivir bajo sospecha. Era afrontar que Pedro se había ido. Era haber tenido que soportar ser golpeado por mis hermanos y por papá sólo porque lo intuían todo (nunca me lo decían a la cara, pero lo intuían todo). Era
haber tenido que irme de casa por unos días. Era haber estado obligado a volver. Era no poder huir.
Y aun así, planeé todo para huir de casa para siempre. Y lo hice. En octubre abandoné el colegio. Y preparé mi huida. Tenía un plan. Viajaría a Santa Marta, en la costa norte (conocería por fin el mar), y trabajaría unos meses hasta conseguir dinero para embarcarme en un buque que me llevara a España. Luego, intentaría llegar a Barcelona y recorrería todos sus sitios hasta encontrar a Pedro. Sabía que él estaba allí. Y esperaba que me ayudase.
Uno de mis mejores amigos en el colegio me dio la dirección de un tipo en Santa Marta que podía darme trabajo.
—Dígale que va de parte mía y de Hernán Daza —me dijo él. Se llamaba Carlos y era bellísima gente.
—¿Y sí me dará trabajo?
—Seguro. Sobre todo dígale que va de parte de Hernán. Él es amigo de la familia… Fresco, tienen como cinco fincas por allá. Si dice que va de parte de Hernán, le darán trabajo.
—¿Cómo está tan seguro?
—Porque con Hernán nos volamos hace dos años. Y allá caímos. El tipo es muy buena gente. Sólo cuídese, no se meta con marimberos. Para nada se meta con
marimberos.
Y me volé.
Viajé a La Dorada, y allí compré un pasaje de tren rumbo a la costa. Tardé dos días en llegar. Era de noche cuando me bajé en la estación. Llevaba dos días sin comer, sólo tenía unos pesos en el bolsillo y fui directo a buscar la dirección que Carlos me había dado. Se hallaba en el barrio más lujoso de la ciudad, era una casa inmensa y con un lujo muy sobrio, casi desnudo. Me recibió un muchacho guapísimo al que le pregunté por Gabriel Mantilla. Ése era el nombre por el que debía preguntar.
—Gabriel está en Bucaramanga —me dijo extrañado.
Casi me desmayo, no sé si por el hambre que traía o por el susto al oír la mala noticia.
—Tú no eres de acá —me dijo él.
Le expliqué que venía de Bogotá, que me había fugado de casa, que era amigo de Carlos Díaz y de Hernán Daza, y que…
—¿Tú eres amigo de Hernán?
—Y de Carlos, sobre todo de Carlos. Los dos estuvieron aquí hace dos años en
las mismas.
—¡No, hombre, pero Gabriel no viene hasta diciembre! —me dijo, y se quedó mirándome con cara de burla—. Pero no te preocupes, rolito, a Gabriel no lo necesitas para nada. Tú tienes que hablar es con Hernando, mi tío. Él es el papá de Gabriel. Él es quien te puede ayudar.
—¿Y él sí está?
—No. Pero ya debe estar por llegar. ¡Ven, entra, descarga eso, siéntate ahí, espéralo un momento! —me dijo gritando: ya saben, los costeños siempre hablan gritando.
Se quedó un momento hablando conmigo, me ofreció de beber y luego subió al piso de arriba. Veinte minutos después llegó el tal Hernando, un señor como de cincuenta años. Venía con otro tipo que tenía cara de ser empleado suyo.
—¡Y tú quién eres! —me gritó al descubrirme. Pensé que le había molestado el verme allí. Pero sólo me estaba saludando. De todos modos me asusté y no supe qué decirle. Por fortuna había salido de la cocina una señora que le dijo que yo era amigo de Hernán. Y que había venido de Bogotá.
—¡De Hernán…? ¡Y cómo está ese carajo!
—Bien —le mentí. Jamás había visto en mi vida al tal Hernán.
—¡Y qué haces aquí!
—¿Se acuerda de Carlos… el que estuvo aquí con Hernán hace dos años?
—Sí, ¿qué pasa con Carlos?
—Nada. Es que me volé de mi casa y… ellos me dijeron que usted me podía dar trabajo. Que usted tiene fincas.
—¡Ajá! ¿Y qué sabes hacer?
—Cualquier cosa.
—¿Sabes recoger café?
—No. Pero aprendo a hacerlo.
—¿Y tú eres de Bogotá?
—Sí.
—¡Qué vas a poder recoger café! Eso es muy duro.
—No importa. Yo puedo —le dije.
Parece que eso le gustó.
—Bien. Te quedarás aquí esta noche… —me dijo a mí— y mañana te lo llevas a la Gran Vía —le dijo al tipo que venía con él—. Así que no se te olvide pasar a recoger a este rolito.
A las cinco de la mañana pasó aquel hombre a recogerme. Aún no amanecía y salimos en una furgoneta rumbo a la Gran Vía. Era un caserío sobre la carretera a Bogotá entre Ciénaga y Fundación. Allí, Hernando Mantilla tenía una bodega de almacenamiento de café con nueve patios del tamaño de dos canchas de básquet cada uno, en los que a diario se extendían toneladas de grano para secar al sol. Ese señor era dueño de cinco fincas cafeteras regadas en la sierra, y aun tenía dos más en la sabana, en las que cultivaba banano. Estuve allí tres semanas.
En los tres primeros días, aprendí a extender el café en los patios, a rastrillarlo cada media hora, a armar en cosa de minutos montañas de grano y cubrirlas de prisa con carpas cada vez que el cielo anunciaba lluvia; aprendí a empacar el grano en sacos de lona, la manera correcta de apilarlos en la bodega; aprendí a echármelos al hombro para cargar y descargar en los camiones… Era un trabajo recio, aquello era un oficio rudo: ¡y me fascinó! Empecé a imaginar cómo mis músculos se pondrían cada vez más duros y más fuertes, y cómo mi piel se broncearía, expuesto el día entero al sol medio desnudo. Y me entusiasmé haciendo planes: cuando tuviese el dinero suficiente, me embarcaría o tomaría un avión (cualquier cosa), iría a España a buscar a Pedro, y él me hallaría fuerte y hermoso y de nuevo me tomaría a hurtadillas de su mujer…, si es que yo aún le interesaba, si es que no se había olvidado ya de mí… Bueno, al menos
guardaba esperanzas de que él me ayudaría a permanecer allí, a hacerme una vida allí…, libre, lejos de casa…
¡Pero sólo era un sueño estúpido!
Pronto descubrí que, con lo que me pagarían en ese lugar por mi trabajo, tardaría más de un año para ahorrar el dinero necesario. ¡Un año! Una eternidad, mejor dicho. Sin contar con los líos de ser menor de edad, de no poder salir legalmente sin una autorización de mis padres… ¿Acaso no necesitaba un pasaporte, una visa? En menos de nada descubrí que me había encerrado en una trampa. Y empecé a sentirme más triste que un demonio.
A la segunda semana de estar en la Gran Vía, pasó por allí don Hernando. “¡Hablé con tu mamá, rolito!”, me dijo al verme.
—¿Con mi mamá?
—Sí. No sé cómo, pero se consiguió mi teléfono. Está preocupada. Le dije que aquí estás sufriendo, pero que estás bien… Y quieren que te regreses. ¿Te vas a regresar?
—No —le dije.
—Como quieras. Mientras te portes bien y trabajes, aquí te puedes quedar… Pero si quieres un consejo, regrésate. Éste no es un lugar para ti.
Todos allí me decían lo mismo. A la cuarta semana, cuando don Hernando decidió enviarme a su finca de Santa Elena, en la sierra, todos me decían que regresara.
—No vayas por allá, muchacho —me dijeron Ñelo y su esposa (a ella todos le llamaban Abuela). Eran dos ancianos que vivían en un par de habitaciones en la bodega y se habían encariñado conmigo—. En la sierra matan y entierran donde el muerto cae.
Pero Ñelo dijo algo para asustarme que no hizo más que incitarme a ir: “Por allá hay gente muy mala, mijo. Tú eres un mocoso y te pueden dañar. Tú tienes tu casa…, tu mamá te ha estado buscando. Regrésate. ¿Qué necesidad tienes…? Te pueden dañar, mijo”. No puedo explicar por qué, pero aquellas palabras de Ñelo me produjeron una especie de excitación que me incitaba a ir a conocer todo ese peligro del que me hablaba. La verdad es que, por entonces, la sierra era una tierra de bandidos, no por nada era el centro de la bonanza marimbera, y se encontraba plagada de mafiosos. Además, por aquellos días se iniciaba la cosecha en los cultivos de café; es decir, era la época en que venían de todas partes del país campesinos trashumantes que durante todo el año se dedicaban a recorrer fincas para trabajar en la recolección de cultivos: de café, de algodón, de banano, de cacao, de lo que hubiera donde lo hubiera; eran todos hombres miserables, desharrapados, alcoholizados, rudos, violentos y, fácilmente, ladrones o asesinos. Era eso lo que encontraría en la sierra. Y era el peligro y unos extraños deseos de hacerme daño, como una venganza contra mí mismo o algo parecido, lo que me animaba a ir allí.
Y lo hice.
Durante cuatro semanas permanecí en Santa Elena. La primera noche me quedé en una especie de casa dentro de la finca que llamaban El Colegio (porque alguna vez hubo una escuela allí). Era el lugar donde se alojaban los recolectores, unos ochenta, que habían venido llegando durante toda la semana
para iniciar la cosecha al día siguiente. No dormían en camas, sino sobre tablas puestas sobre el piso de tierra o de cemento, arropados con viejas cobijas o con costales de fique; había tipos de todas partes armados con machetes para trabajar y para defenderse; todos cargaban aguardiente en sus mochilas y carrieles, y muchos andaban con una radiograbadora al hombro escuchando la música de su gusto: aquello era un barullo loco de tangos, boleros, vallenatos, guascas y joropos sonando por todas partes. En fin, era una cosa deprimente ver a todos esos hombres, desconocidos entre sí y hacinados como animales. Hacia la una de la mañana por fin pude conciliar el sueño, después de que todos habían apagado sus grabadoras, muerto de frío, tirado en un rincón y arropado con lo que llevaba puesto. No dormí mucho. A las cuatro todos quedamos despiertos por el escándalo de dos tipos que se habían puesto a pelear armados con sus machetes. Nunca había visto algo parecido: nadie trató de detenerlos, al contrario: los animaban a hacerse daño gritándoles enloquecidos y sólo estuvieron en paz cuando uno de los hombres fue herido en uno de sus brazos. Ya casi ninguno volvió a dormir, unos conversaban por aquí y por allá contándose historias de cuchilleros, y otros hicieron sonar de nuevo sus grabadoras hasta que por fin amaneció.
Después del desayuno, el capataz de la finca hizo echar de allí por los guardias a los dos que se habían peleado. Me pareció tan gracioso verlos partir de allí, solos, conversando como si fuesen amigos. Todo era tan extraño. El capataz era un hombre rudo venido de Manizales y con dos o tres frases organizó aquella barahúnda. Hizo repartir a todos unas especies de baldes plásticos que se ataban al cinto para recoger en ellos el grano de los arbustos, y dos o tres sacos de fique en los que lo irían recolectando hasta terminar el día. Luego les indicó hacia dónde dirigirse para iniciar la cosecha. Entonces me acerqué para pedirle mi balde.
—Usted es el recomendado de don Hernando, ¿no?
—Sí —le dije.
—No, mijo, usted no se me va con esa gente —dijo—. Venga conmigo.
Me echó el brazo sobre los hombros y me llevó hacia la casa grande.
—Vea, mijo, usted no se va a meter para nada con los recolectores. ¿Anoche se quedó en El Colegio?
—Sí.
—Bueno, no se me vuelve a quedar allá. Desde esta noche va a dormir en este cuarto de la casa —dijo señalándome una puerta—. Es donde guardamos los aperos y las herramientas. Como usted es de confianza, puede quedarse ahí… Ahora venga conmigo, va a trabajar de ayudante de patio… ¿Sabe despulpar café?
Por supuesto no tenía ni idea. Hasta salir de mi casa, del café sólo sabía que era una especie de tierrita negra que vendían por libras en las tiendas para preparar tinto. Pero lo cierto es que en una semana, excepto arrancar el grano de la mata, de la producción de café lo aprendí todo. A la despulpadora donde me asignaron como ayudante del patiero, empezaban a llegar los recolectores hacia las cinco de la tarde. Ayudados por un tractor de la finca o por mulas, cada uno traía entre dos y tres sacos llenos de grano que yo debía recibir y tasar por latas (una lata era lo que copaba esos baldes de plástico en que recogían el café maduro). Les pagaban un precio miserable por cada una. Haciendo cuentas (yo me la pasaba haciendo cuentas), para que uno de esos recolectores ganara un sueldo mínimo del que pagaban en las ciudades, debía trabajar sin tregua entre diez y once horas diarias, sábado incluido, durante tres semanas. Cada día contábamos las latas que traían y anotábamos el número en un libro. El dinero que valían las latas recogidas sólo era cancelado cuando el recolector abandonaba la finca, después de descontar lo que hubiese comprado al fiado en el comisariato. También les
descontaban el valor de las tres comidas diarias. Allí la vida se reducía a trabajar de sol a luna, sin más diversión que sentarse en las noches a conversar estupideces bebiendo ron o aguardiente (sin mencionar la manera en que circulaba la marihuana), escuchar a toda hora música de los radios de pila o buscar pelea con cualquiera por cualquier cosa. Jamás había conocido, de primera mano, una vida de explotación tan descaradamente despiadada. Para no hablar de la porción que me correspondía allí. Mientras el patiero anotaba la cantidad de café recibido, yo debía arrojar cada saco de grano en un estanque. A primera hora de la mañana siguiente, echábamos a andar la máquina despulpadora con la que se separaba el grano de la cereza que lo envolvía. Ésta era arrojada a un arroyuelo como desecho, mientras el grano salía por una corriente de agua a unos canalones largos que zigzagueaban junto a los patios y en los que por varias horas se seleccionaba el café en tres calidades, revolviéndolo una y otra vez con palas de madera para hacer que la pasilla (el grano sucio y no completamente limpio de pulpa) corriera abajo por la corriente de agua del canal; mientras que el grano más fino, el más grande y más limpio, iba quedando depositado en el fondo. Hacia el medio día, debía abrir las compuertas del canalón para que el café se regara sobre el patio. Era un trabajo sencillo y muy bonito, pero absolutamente agotador para uno solo. Después del almuerzo (un maldito arroz revuelto con sardinas, que era lo único que preparaba la señora de la cocina), regresaba al patio y pasaba la tarde paleando café mojado para extenderlo en los tres patios, cuidar que se medio secara, y empacarlo en sacos antes de que vinieran las furgonetas a llevarlo a secar completamente a la bodega de la Gran Vía. Bueno, ése era mi trabajo. Comenzaba a las seis de la mañana y terminaba cerca de las siete, ya en la noche, completamente extenuado.
En los pocos momentos libres, la pasaba fumando y escribiendo un diario en la faz de papel blanco de las envolturas de aluminio de los cigarrillos. Intentaba comprender todo aquello. Ya saben: esas cosas de la explotación del hombre por el hombre, de la burguesía y el proletariado, de la distribución injusta de la riqueza, de la economía de mercado, de la plusvalía, de la transformación del capital C en C’, donde C’ es mayor que C (a costa de que la miseria M se transforme en M’, también mayor que M, me decía yo como un chiste). Bueno, todo eso estaba medioclaro en mi cabeza. Al menos eso creía. Pero no podía entender la manera en que las personas que tienen un poco de dinero, un poco de poder, se convertían en una especie de sádicos depravados que no sienten el
menor cargo de conciencia humana utilizando a otros y humillándolos como a bestias. ¿Cómo era posible que todos aquellos recolectores, y yo mismo, debiéramos dormir sobre tablas o sobre tierra como bueyes? No podía creer la manera en que eran tratados los trabajadores, como una especie de seres inferiores, por aquéllos que los emplean y les pagan un salario miserable, como si debieran sentirse agradecidos por recibir una paga. Pero lo que menos podía entender era el ver cómo aquellos miserables analfabetos (¡la mayoría no sabían siquiera firmar con su nombre!) parecían aceptar su rol de humillados, de explotados que sobreviven sólo para mantener en pie su cuerpo, sin preocuparse por darle ninguna alegría a su corazón; sin darle un placer, un sueño, un sentido mayor al de permanecer con vida.
¿Y para qué? ¿Para qué vivir así?
Yo no hacía más que pensar en cómo podría cambiarse todo ese mundo donde no había compasión. Ni amor. No el amor de uno por su amante, por su amigo; sino el amor de uno por cualquiera, sin importar que fuese un desconocido.
Como nunca, allí abandonado en ese lugar, yo me enamoré de la palabra socialismo, de mi fe en la posibilidad de un cambio hacia un mundo más justo. Sólo que ya me había desengañado por completo de aquella revolución de mentiras que, supuestamente para conseguirlo, por años venía promoviendo la izquierda en este país mío.
Verán: no les diré cómo, pero ese año ya había militado yo en uno de esos grupos que llaman células urbanas de la guerrilla, y no necesité más de unos meses para entender que aquello no era más que un chiste. Un chiste en el que bien podías jugarte la vida.
En principio hice parte de un grupo de apoyo. En él nos reuníamos algo así como
cinco o seis militantes primíparos para discutir asuntos de política, leer los clásicos del marxismo-leninismo y estudiar los documentos internos de la Organización (la línea) venidos de la Coordinadora Nacional o de la Regional. Un compañero líder nos dirigía y orientaba las tareas del grupo. A su vez él hacía parte de un grupo de nivel superior llamado “grupo de base”; cada uno de éstos tenía a su vez un representante en una coordinadora local, etc., etc. Todo el mundo conoce el organigrama. En fin, además de las tareas de formación política, también cumplíamos tareas de formación militar: aprendíamos a manejar armas cortas, y a fabricar pólvora para hacer con ella explosivos disímiles, bien para hacer explotar autos, quemar buses, o sólo para hacer volar paquetes llenos de comunicados y panfletos de la Familia. Se suponía que eso éramos, una especie de familia, formada por hermanos románticos que nos llamábamos compañeros: algo muy lindo, definitivamente. Al lado de nuestra formación político-militar hacíamos nuestro servicio de apoyo guardando en nuestras casas armas, documentos, material secreto; consiguiendo ropa y alimento para sostener a los compañeros presos o a aquellos que se hallaban en la clandestinidad, sin contar con el trabajo de propaganda política que pudiéramos realizar en nuestro entorno familiar, y la presencia en marchas sindicales o en revueltas estudiantiles. Así descrita, la cosa parecía algo muy serio y muy comprometido. Pero en realidad todo no era más que un teatro inflado y falso de pequeños héroes postizos, jugando a hacer una revolución apresurada e imposible, arriesgando y sacrificando la vida inútilmente en pequeños operativos de “recuperación”.
Nada me había dolido tanto en la vida como el ver una mañana la foto de un compañero en la página judicial de un periódico: lo habían asesinado después de asaltar un banco y haber recuperado una suma de dinero ridícula. Lo había conocido en un ejercicio de instrucción militar que él había dirigido en las tierras del Sumapaz en una jornada de cuatro días que me habían bastado para irarlo para siempre: era un hombre preparado, inteligente, leal, humano; sin contar con que era absolutamente hermoso. Y ahora lo reconocía en aquella fotografía, señalado como bandolero, sacrificado inútilmente en un estúpido asalto.
Aquélla era una revolución pueril. Francamente. Era como si todos esos
militantes creyeran sinceramente que un cambio como el soñado podía hacerse en cuestión de meses, financiándolo a punta de asaltitos, cuando yo veía que en un país tan plural, tan disímil y dividido como éste, una revolución verdadera podría tardar siglos en lograrse. Pronto comencé a tener mis dudas acerca de la vía armada. En las reuniones de mi grupo hablaba cada vez más en contra de las tareas de agitación y de los operativos de recuperación que no hacían más que poner en riesgo la seguridad y la vida de los compañeros. Yo creía que el problema actual de la revolución no estaba en financiarla, sino en crearla. Porque nuestra revolución no existía, era sólo un invento infantil, un reguero de frases hechas, escritas sobre los muros, o en comunicados y periodiquitos ilegales que nadie leía, o gritadas en una marcha los primero de mayo por ilusos como nosotros que, ya honrados u oportunistas, pretendíamos pasar a la historia como héroes de trapo en una guerra de cartón.
Pero era inútil sostener una opinión como esa. Porque todos allí se mantenían radicalizados en su premura.
Por citar un caso, a aquéllos que como yo aún éramos estudiantes se nos incitaba a participar de cuanta movilización había; para la Familia era de suprema importancia, era un deber revolucionario (así decían) hacer presencia política, agitando en las revueltas estudiantiles que con frecuencia se armaban en las afueras de la Universidad Nacional, arrojándoles piedra y bombas molotov a los pobres policías, tan pobres y tan jodidos como los estudiantes que atajaban.
—Eso es una tarea estúpida —se me ocurrió decir en una de esas reuniones, un día en que se discutía sobre el papel del estudiantado en la lucha—. No está bien poner a estudiantes a enfrentar en pedreas a la policía, arriesgándolos a ser arrestados, desaparecidos o, por lo menos, expulsados de la U. ¿Qué de importante gana la revolución con eso? A los estudiantes militantes sólo debería pedírseles una cosa: estudiar.
No fue bueno decir aquello. Se supone que no debería, según la línea, haber
ningún divorcio entre lo político y lo militar. Y me tildaron de inmaduro y reformista, lo que era el mayor insulto para un militante (algo así como decirle a uno “regalado lameculos”). Cosa que a mí me importaba un pito. Pero, en cambio, había otro aspecto del espíritu revolucionario que me decepcionó como no se imaginan. Yo creía que el socialismo, que la crítica a la economía y al esquema político y social del capitalismo se fundamentaba en una crítica de la moral humana, algo así como en una revaloración de la libertad del individuo. Pero parecía no ser así. El ideario revolucionario estaba minado por el mismo radicalismo seudomoral, retrógrado, de la ideología que pretendía superar, y seguía violentando la intimidad y la libertad de las personas. La mía, por ejemplo, pues para la izquierda, el amor de un hombre hacia otro hombre no era más que una prueba de la decadencia moral de las relaciones capitalistas, un despreciable vicio burgués que debía ser perseguido. Y los revolucionarios lo hacían reviviendo otra vez la inquisición: era increíble. Muchas historias se conocían sobre la manera en que eran perseguidos y ajusticiados en las columnas guerrilleras los compañeros a los que se les descubría el vicio. Triste, ¿no? Era como descubrir que también el socialismo se sostenía en la vigilancia y el control de la voluntad de las personas a través del dominio de su cuerpo. En últimas, yo iba entendiendo que ningún sistema social se sostenía gracias a la bondad y a la seducción de sus ideas, sino a la rigidez de los sofisticados cinturones de castidad hechos en los talleres de la moral. Empecé a sospechar que en el hurto social del cuerpo y de la sexualidad de las personas se hallaba la clave del enigma de todos los oprobios.
Así que, ¿por qué habría de seguir vinculado a una lucha por una revolución de la que yo estaría excluido? Nunca dejaría de creer en la revolución, pero perdí todas las ilusiones en ésta que había conocido de nuestra izquierda. Y detesté a los socialistas, pero no dejé de amar el socialismo. De manera que, desencantado a mi manera, pronto abandoné las reuniones de mi grupo. Una y otra vez me buscaron para reconciliarme con el trabajo, hasta que un día se lo dije a la cara: “Me voy porque soy marica y sé que entre ustedes no tengo sitio”. No por otra razón me fui de la Organización. Y no por otra me había ido de casa.
Ahora, allí en la finca de Santa Elena, viviendo en carne propia la miseria y la explotación salvaje, absolutamente solo, frustrado en mi deseo de viajar a
Europa a buscar a un hombre que probablemente ya ni me recordaba, comprendí que era la hora de dejarme de estupideces y afrontar mi vida con lo único que en realidad contaba y ni siquiera había percibido: el calor que aún tenían para mí en casa. Cambiar el mundo por otro mundo sin corazón, armado con un fusil y con ese arrogante airecito de muy entendido de la cosa, ya no me seducía para nada. Sólo creía en mi propia salvación.
Así que decidí volver. Papá mismo había llamado a Mantilla para darme un mensaje: si no regresaba en cinco días, vendría personalmente a buscarme para llevarme a casa. Qué extraño tipo era mi padre. “Bueno, el viejo no me odia tanto —me dije—. Aprovechemos”. Sólo tenía una idea en la cabeza: terminaría mis cursos en el colegio y luego haría una carrera. Mi revolución sería dejar de ser un ignorante. Salir de mi propio barro.
* * *
En verdad el muchacho cree poder lograrlo.
Él sabe que ha nacido en un país que sólo es una fábrica de miserables para ser vendidos como obreros a los imperios económicos. Que sus políticos, sus empresarios, sus militares, sus poderosos, son una especie de proxenetas que negocian con la vida de sus hermanos. No les importa. Ellos están convencidos de no ser colombianos. Nadie que tenga poder cree serlo. Ellos son norteamericanos, son ses, alemanes… Les incomoda haber nacido latinoamericanos. No aman el lugar donde han nacido. Lo desprecian. Y son felices asumiendo el papel de segundones de la economía y de la raza de los imperios. Su papel parece ser el evitar que desaparezca nuestra miseria. Lo sabe. Nos necesitan miserables para vendernos. Y aun así cree poder salir a flote. No darle gusto a su destino. Se cree el héroe trágico.
Él siente que también los es de la educación son parte de ese vergonzoso proxenetismo. Siente que vive en un país en el que la educación pública es un sistema hecho para cerrarle el paso. Siempre recuerda como una lección el día en que en ese colegio en el que estuvo le aconsejaron a su madre retirarlo: “El estudio no es para ese muchacho —le dijeron—. Debería ponerlo a trabajar para ayudar con dinero para su casa”. Siempre recuerda la humillación. Y quiere vengarse.
Pero no intuye que lo tendrá todo en contra. Porque su padre lo está buscando para que regrese a casa. Porque ahora siente que ese señor lo ama. Porque ahora siente que no estará solo. Así que ahora tiene un poco de esperanza. No sospecha que en casa lo espera una caterva de enemigos, sus hermanos, que lo desprecian por ser marica, y lo harán todo para hacerle imposible la vida. No sabe que el mundo está plagado de esa clase de enemigos. No sabe que es grande su poder.
Es un ingenuo.
Piensa que basta con ser un buen tipo, una persona honrada, un hombre decente, para ser querido, para ser acompañado. No sabe que para sobrevivir se necesita un poco de cinismo. Un poco de cautela. Un poco de hipocresía.
Él cree en la decencia. Él cree en la fidelidad a sí mismo. Él cree en la transparencia. Él ama la honradez.
Él es bastante estúpido.
JUNIO 15
Adrián ha perdido mucho peso, casi está sólo en sus pobres huesos. Pero no deja de verse hermoso.
Es deprimente. Está muriendo por un virus que le ha minado todas sus defensas, y es lo único que se sabe. Han pasado dieciocho días desde que está aquí hospitalizado y aún los médicos no han logrado dar con un diagnóstico. Aún no saben, específicamente, qué es lo que causa las migrañas y las convulsiones.
Esto del sida es tan nuevo que los médicos no saben con claridad cómo actuar, cómo buscar. No es su culpa; las enfermedades que pueden producirse son muy extrañas y es difícil detectar lo que las causa con los métodos habituales. Según todos los exámenes que hasta hoy han practicado, Adrián no tiene nada. Ni siquiera la tomografía ha servido. Pero hace un rato, al neurólogo se le ha ocurrido ordenar una punción lumbar para extraerle líquido de la columna y hacerle algunos análisis. Mañana temprano se la harán. Es lo último que queda por hacer para saber qué tiene, me han dicho. Ya veremos…
—Fercho…
—Quiubo…, ¿cómo va?
—Estoy aturdido.
—Por el valium… No le duele ahora, ¿cierto?
—No. Pero no demora en empezar a doler. ¿No le puede decir a la enfermera que me aplique ya la novalgina?
—No, Adrián: todavía faltan dos horas para completar las ocho que hay que esperar. ¿No ve que si le inyectan mucho de eso le puede hacer más daño?
—Sí… ¿Sabe cuántas inyecciones de ésas me han puesto? Setenta y tres, Fercho.
—Tremendo… Mañana… ¿sabe qué? Mañana le van a sacar líquido de la columna. Para hacerle otro examen.
—¿Verdad? ¿Y eso no es peligroso?
—No, yo le pregunté al neurólogo y me dijo que no.
Entonces Adrián se ríe.
—¡Tan bobo! Me estoy muriendo… y me preocupo porque me van a chuzar la columna.
—No se va a morir, güevón. De ésta va a salir… Póngale fuercita.
—¿Y si me muero?
—… Si se muere, lo entierro… ¿Qué más podré hacer?
—Jm… No, no me entierre. Prométame que no va a dejar que me entierren, ¿sí?
—… Sí. Se lo prometo.
—Yo quiero que me cremen… Y después, usted bota mis cenizas al mar, todo romántico.
—¿Quiere eso?
—¿Usted quiere?
—No, yo quiero que no se muera.
—¿Y si me muero, Fercho…? ¿Usted qué va a hacer si yo me muero?
—No sé. Conseguirme otro amigo.
—Sí… Pero que sea bien bonito.
—Jm…, bien bonito.
—Y que no sea tan flaco como yo.
—Sí, qué pereza los flacos… ¡Ya no hable pendejadas, Adrián!
—… Conquístese a ese estudiante monito que está de turno esta noche.
—¡Qué tal! Es un asco ese hijueputa.
—Se cree la mamá de Tarzán el imbécil, ¿cierto…? Se acabó el caset, Fercho… Y ya me va a empezar este dolor… otra vez…
—Ya cállese y trate de descansar… —le digo.
Pero es muy difícil que pueda hacerlo, me digo, ahora que lo veo ponerse las manos sobre la frente como si quisiera agarrar el dolor con sus manos para ahorcarlo. Ahora que lo veo ponerse rígido, las manos en garra; quedarse inconsciente; su respiración hacerse difícil (es como si estuviera tragando agua por su nariz), su cuerpo encenderse en fiebre de repente, por todos sus poros sudar cantidades, en un instante quedar bañado su cuerpo entero…, ya es de
nuevo el maldito ataque…
* * *
Ahora parece estar completamente inconsciente. No sé qué estará ocurriendo adentro de su cabeza. No sé si estará sintiendo algún dolor. Si estará sintiendo que se ahoga respirando de esa manera… Sólo deseo que no esté sintiendo nada… Al menos, cuando cada episodio pasa, y vuelve a estar consciente, él no recuerda lo que le ha ocurrido… De repente deseo que muera de una buena vez, ahora que en cierto modo está dormido y no se da cuenta de lo que está sufriendo… Si me lo pidiera, estaría dispuesto a aprovechar el momento para cortarlo… Si le pusiera la almohada sobre el rostro, si lo ahogara sin que se diera cuenta… Si le inyectara un poco de pentotal… Si dejara un poco para mí… Si pudiésemos morir de una vez juntos… No.
No. Mañana le harán la punción, iré a ese Instituto Nacional de Salud para que hagan los cultivos, descubrirán qué tiene… y lo sanarán. No está bien perder las esperanzas, me digo mientras le soplo viento sobre su pecho abanicando una revista.
De repente entra la mamá de Tarzán. Ve a Adrián en medio de sus convulsiones, me ve abanicando la revista y me pregunta, molesto, qué hago aquí. Y que si no sé que no debo estar a estas horas, que si no sé que no se permiten acompañantes. Y que quién soy yo, que si soy un familiar.
Es lo de siempre. Los malditos homófobos parece que no descansan. ¿Cuál es la necesidad que tienen de vivir jodiendo a las personas?
—Mire —le digo intentando mesurarme—: usted sabe perfectamente quién soy yo. Soy su amigo, soy su amante, soy su novio, soy su compañero: como quiera llamarlo. Así que no sé por qué me lo pregunta. Y qué hago aquí, me parece obvio. Él está grave, está casi muriendo, es natural que quiera acompañarlo, ¿no? Además, tengo una autorización escrita para permanecer aquí en las noches. Ahora, si le molesta, si le incomoda verme o atenderlo a él, pues no venga a este cuarto. De todos modos, no creo que pueda ayudar mucho: si no puede hacer nada el neurólogo, mucho menos usted que es un simple estudiante.
—Puedo llamar a vigilancia para que lo retiren —me dice él. Parece que no le ha gustado mucho lo que le he dicho.
—Hágalo. Si eso lo hace feliz… Pero yo suponía que usted está aquí para ayudar a los pacientes, no para hacerles más insoportables los padecimientos.
Entonces el maldito sale del cuarto enojado y sin decir más nada. En fin: que haga lo que le venga en gana.
Ahora parece que Adrián se está calmando.
Y empieza a volver en sí.
* * *
Se queda un poco tonto cada vez que le pasa el ataque. Con una toalla le enjugo el sudor de su cuerpo y le ayudo a cambiarse la piyama: si no lo hago se
moriría de frío por la humedad. Ahora lo arropo con las frazadas y él se queda mirándome como si no me conociera.
—Me vino otra vez, ¿cierto? —me pregunta él.
—Sí… ¿No recuerda nada?
—No.
—¿Le duele la cabeza?
—Sí…
Le digo que voy a buscar a la enfermera para saber si le pueden aplicar la inyección de una vez. Pero entonces vuelve a entrar el medicucho éste. Me pregunta si ya se recuperó y se pone a tomarle el pulso y la tensión arterial. Parece que sirvió de algo haberle dicho lo que le dije: ya no tiene ese airecito arrogante de hace un rato.
—¿Cómo te sientes ahora? —le pregunta a Adrián.
—Me duele la cabeza… ¿Será que me pueden aplicar ya la inyección?
—¿Cuándo le aplicaron la última? —me pregunta.
—¿A las cuatro? —le pregunto a Adrián, y él dice que sí.
—Ahora le decimos a la enfermera que venga a aplicártela… ¿Te gusta la música clásica? —le pregunta con ese tonito pedante escuchando lo que está sonando en la grabadora.
Así son todos estos médicos arrogantes: les parece una curiosidad que a un paciente de este hospital pueda gustarle esta clase de música.
—Me gusta La trucha —le dice Adrián.
—¿Ah, sí…? ¿Qué día es hoy, Adrián?
—Miércoles.
—¿Y dónde estamos?
—En el hospital. ¿Por qué?
—Por nada… Ahora más tarde vendrán a ponerte esa inyección.
Y sale del cuarto haciéndome una seña para que lo acompañe. En la puerta me pregunta si Adrián ha tenido muestras de incoherencias, de desvarío.
—Ninguna —le digo—. ¿Por qué?
—Por eso de la trucha. Le pregunté si le gustaba la música y me respondió que le gustaba la trucha.
No puedo evitar sonreírme.
—La trucha es el nombre de la pieza de Schubert que está sonando.
—Ah… —dice el estúpido.
Y se va sin poder disimular lo molesto por el ridículo que ha hecho. Definitivamente es un imbécil.
TERCERA PARTE
ADRIÁN
Era de noche aquel sábado 2 de junio, cuando yo esperaba un bus para ir a casa. De repente vi parado a mi lado a un muchacho que no dejaba de mirarme: era muy hermoso, una verdadera lindura. Me preguntó la hora y yo le sonreí: frente a nosotros, sobre el separador de la avenida, había un reloj de calle inmenso. “Son las diez y veinticinco”, le dije. Eran las diez y treinta y cinco cuando nos estábamos haciendo el amor en un motel cercano.
Sinceramente, aquella noche yo tenía ganas de cualquier cosa, menos de ir a la cama con alguien. Pero ese muchacho dijo algo que me atrapó.
—¿Qué va a hacer ahora? —me preguntó.
—Nada. Estoy esperando el bus para mi casa —le dije.
—¡Qué lástima!
—¿Por qué? —le sonreí.
—Quería invitarlo.
—¿A qué? —le dije haciéndome el pendejo.
—Ah, no sé —dijo con un cantadito paisa: a mí me fascinaban los paisas—. A tomar un café…, a bailar… O a hacer el amor.
Era un lindo. Definitivamente. Tenía una cara bellísima de niño malo. En realidad, tenía el aspecto de una niña frágil. Pero hablaba con una voz de hombre rudo. Era un andrógino divino. Y me fascinó.
—¿Sabe qué? —le dije—. Me encantaría. Pero sucede que esta noche ando sin plata…
Y era cierto. Pensé decirle que podríamos vernos al otro día, si él quería. Pero entonces me dijo…, me gritó, mejor dicho, eso que me mató:
—¡Es que si lo estoy invitando es porque tengo plata!
—Pues… bueno —le dije sintiéndome como un mocoso regañado—: invíteme.
Y me invitó.
Disfruté cantidades a ese niño. Jugando al cincuenta y cincuenta, me dejó hacérselo como un corderito, y luego me lo hizo sin piedad, como si quisiera vengarse, y sin parar de decirme palabras rudas. Fue encantador. Pero después ocurrió una cosa muy extraña; cuando hubimos matado la dicha, no se apresuró a vestirse para salir de allí como hacen todos (no miento, todos los maricas venimos, nos venimos y nos vamos y ya: se acabó todo). Ese muchacho no (qué raro); echado sobre mí dándome besos, acariciándome como si yo fuera su juguetico, y diciéndome cosas bonitas, se quedó. Se quedó; y hasta que vino el del motel para gritarnos tras de la puerta que ya se nos había acabado el rato, no hizo otra cosa que averiguarme sobre mí: que quién era yo,
que qué hacía, que quién era mi papá, que si estudiaba, que si trabajaba, que si esto, que si aquello, que cómo lo hacía de rico, y que todo y ya vámonos de aquí antes de que otra vez vengan a golpearnos…
En la calle me echó su brazo sobre el hombro.
—¿Usted por qué es tan callado? —me dijo.
—No sé. ¿Le molesta?
—No… ¿Qué diría su amigo si lo viera conmigo?
—¡Ja!, yo no tengo amigo… ¿Quiere tomar una cerveza?
* * *
Convinimos en vernos el miércoles siguiente, seis peeme, escalinatas del Planetario, ¿no me dejará plantado? Tal vez sí, porque casi todos lo hacen (a menos que sea un tipo ya adulto: ellos siempre vuelven una o dos veces). O quizás no, quizás venga: este muchacho es un poco extraño. No parece gay. Bueno, se ve que es una especie de seductor, y tironcito de miedo; pero parece como si no hubiera mandado al caño su corazón. Quién sabe. Aquí sentados, esperemos.
—¿Y qué es lo que tanto lee, Ferchito? —escuché que me decía de repente,
parado detrás mío.
Vaya, había venido. Y recordaba mi nombre: no está mal. “Le tengo tres propuestas”, me dijo. “A ver…”, le pregunté (gracioso: parece que siempre tenía tres propuestas). “La primera es que vayamos a cine. La segunda es que vayamos a comer”.
—¿Y la tercera?
—La tercera me da vergüenza. Usted creerá que sólo pienso en eso.
Me sonreí.
—Lo que pasa es que también yo sólo pienso en eso… Pero esta vez, invito, ¿vale?
—Bueno —me sonrió—. Pero primero vamos a tomar algo para que tenga fuerza. Voy a enseñarle un par de cositas que me sé.
* * *
El lunes siguiente fuimos a comer a un sitio del Centro Internacional. Al salir de ese lugar, la noche estaba muy fría, caminábamos sin decir nada, y todo tenía ese airecito de las cosas que se terminan.
—¿Le puedo decir algo? —me dijo como si estuviera triste—. Yo quisiera ser su amigo… Venga, está en rojo el semáforo, pasemos ya.
Y atravesamos la avenida. Entonces me echó su brazo. —…
—¿Qué dice?
—Que yo también quisiera. Pero sólo si me promete algo.
—Qué cosa.
—Son dos cosas. Que nunca me diga que me quiere si no me quiere.
—Yo quiero quererlo.
—Chévere… Pero si un día me quiere, cuando deje de quererme, no me lo dé a entender. Sólo dígame: “Ya no lo quiero” y listo. ¿Sí?
—Listo.
Y allí, en la calle, me puso un beso. Un pequeño beso apresurado.
* * *
Unos meses después aún seguíamos viéndonos. Era algo rarísimo. En verdad, entre dos hombres, aquello era una cosa extraña.
Les contaré algo gracioso: cierta vez, conocí a un muchacho en la biblioteca. Un ligue. Por supuesto, me invitó a estar con él.
—No —le dije—. Usted es muy lindo, pero no.
—¿Por qué? ¿No le gusto?
—Sí, sí me gusta. ¿No le digo que es muy lindo?
—Entonces…
—Es que… Lo que pasa es que tengo una enfermedad venérea —le dije muy serio.
—¿Verdad? —dijo él poniéndose una mano sobre la boca, como diciendo: “¡Mierda, de la que me salvé!”— ¿Y es muy grave?
—Gravísima: se llama “estar enamorado”.
—¿Cómo así?
El muchacho era lindo, pero parecía tener un cerebro en vacaciones.
—Pues que tengo amigo.
—Ah, ya —sí: ah, ya—. ¿Y qué importa? ¿Acaso alguien lo va a contar?
—Yo se lo contaría… Y él se pondría triste, y yo no quiero que se ponga triste.
—Uf, pues qué amor. ¿Y cuánto llevan?
—Tres meses.
—¿Tres meses? —dijo aterrado, y otra vez se puso la mano sobre la boca.
—¿Muy poquito?
—No, es mucho: qué aguante.
Y ahora fui yo quien se quedó frío. No es que me sorprendiera, pero siempre es un poco triste ver cómo entre los hombres el amor era algo así como una cosa repugnante. A veces, yo mismo no entendía por qué Adrián seguía conmigo. Y a veces sentía miedo.
Pero hubo un día en que, caminando calles, él dijo que me había traído un regalo.
—A ver mis chocolates —le dije pensando en chocolates.
—No, no son chocolates. Es una cosa que escribí cuando estaba en el INEM — me dijo—. Se la escribí a alguien que no existía, pero yo creía que un día iba a llegar y yo creo que ya llegó y es usted.
Y sacó del bolsillo un librito hecho a mano, y escrito a mano, con nueve poemas de amor. De lo más cursi, de lo más hermosamente cursi. Y tenía una dedicatoria: “A Fernando: mi cómplice, mi mejor amigo, mi amante perfecto”. Dos días después, en represalia, yo le regalé algunos míos que también había escrito para otros que no eran él, pero que de algún modo tampoco eran ellos mismos.
Bueno, creo que todo aquello, por fin, era como el amor.
Cuando lo conocí, Adrián llevaba seis meses viviendo en Bogotá. Había venido después de graduarse de bachiller en el INEM de Armenia. Ahora vivía de nuevo con su madre, con sus dos hermanas y Julián, en un barrio del sur. Se ganaba la
vida con trabajos que le conseguía Pablo. ¿Recuerdan? Pablo se había dedicado a la albañilería (aunque, convertido del todo al cristianismo evangélico, había recibido de Dios el don de la palabra, y dedicaba la mitad de su tiempo al trabajo pastoral en la iglesia de su barrio). Los contratos que ocasionalmente le conseguía a Adrián consistían en pintar y retocar apartamentos y casas de urbanizaciones recién construidas en esos barrios pobres del sur. Él deseaba trabajar durante un año, ahorrar dinero, y luego entrar a una universidad. Adivinen: quería estudiar literatura. O filosofía. O, quizás, sicología.
No era una buena idea. Necesitaría años para ahorrar lo suficiente. Le dije que lo más cuerdo sería conseguir un trabajo de medio tiempo, y estudiar en el otro medio. No me hizo caso y siguió trabajando en sus contratos. Un día consiguió un empleo en una sastrería del barrio. Había aprendido la confección de los bolsillos de los pantalones: le pagaban quince pesos por bolsillo. Algo así como una miseria. Luego se dedicó a hacer guantes para ciclismo. Lo aprendió de doña Bertha. Luego se rebuscó con esto, y luego con aquello. Y a veces no conseguía nada. Yo le ayudaba con lo que podía.
Pero un día decidí montar un pequeño taller de reparación de motores eléctricos. Hacía casi un año, papá había cerrado, esta vez para siempre, su viejo taller del centro. Vendió casi todas sus máquinas, y ahora se dedicaba a hacer negocios con el poco de dinero ahorrado. No le iba a la maravilla, pero sobrevivíamos. Al menos teníamos una entrada fija: la renta del local que había en casa. Sólo que aquello no duraría para siempre y yo debía vivir de algo; así que le propuse a papá abrir un taller para reparar motores industriales y electrodomésticos allí en casa: se hallaba sobre una avenida en un lugar perfecto. Yo haría todos los trabajos; papá no tenía idea del asunto, pero yo conocía la reparación de los motores. En principio, él se opuso a la idea, no quería que yo me dedicara, como mis hermanos, al mismo trabajo de siempre; sobre todo, no quería que descuidara mis clases de ingeniería en la universidad.
—¿Y con qué voy a terminar de pagar la carrera? —le dije.
Fue un argumento contundente. Me permitió archivar en el segundo piso los muebles de la sala y montar allí un tallercito que me quedó muy elegante, muy cuco. Lo doté con el viejo banco de trabajo de su taller, fabriqué mi propio tablero de pruebas, compramos algunas herramientas que nos faltaban, y echamos a andar el negocio con un pacto: mientras yo estuviese en mis clases, él se encargaría del local, atendiendo a los clientes, negociando los precios y todo eso; y yo me encargaría de realizar las reparaciones en mi tiempo libre. Todo perfecto. Mi paga sería el derecho a vivir y comer en casa, además de un pequeño porcentaje para mis gastos propios.
Yo me había vuelto un tipo bastante responsable. Desde cuando, dos años atrás, regresé a casa, mis relaciones con papá nunca habían dejado de ser buenas. La verdad es que nos adorábamos. Además, había ocurrido algo muy lindo: él y mamá habían empezado a enamorarse. Y como ya sólo vivíamos con ellos Alberto y yo, no volvieron a sonar escándalos y riñas en nuestra casa. A Alberto ya sólo le quedaba un año para terminar el colegio, y yo estaba por terminar mi segundo semestre de ingeniería electrónica. Papá andaba muy ilusionado con el asunto.
Pero a mí me traía de los pelos.
Creía que haber entrado a estudiar esa carrera había sido el peor error de mi vida. Ni siquiera entendía por qué (aparte de darle una satisfacción a papá) había decidido estudiar aquello. De mis clases, sólo me divertían las pocas de humanidades, y las físicas y las matemáticas (éstas me daban por la cabeza, pero me divertían como un bobo); las demás, las específicas de la carrera y las metodologías, me resultaban un tedio. Pero, sobre todo, había algo que me deprimía: yo soñaba con dedicarme a la investigación cibernética, al diseño de circuitos electrónicos, a inventar máquinas, a la creación del super-chip y todas esas cosas; pero pronto descubrí que en las universidades de nuestro país no existía la investigación tecnológica, que el destino de un ingeniero en electrónica bien podría ser el de un de empresas, el de ser un encargado de hacer o dirigir el mantenimiento de los equipos de una compañía, el de ser un
encargado de adquirir y montar las tecnologías creadas afuera; el de ser una persona muy aburrida, en suma. Claro, hacer aquella carrera podría ser un primer paso para salir del país y hacer todas las especializaciones que hubiese en el exterior hasta terminar siendo el niño consentido de la NASA. Sólo que había un pequeño inconveniente: para lograrlo se necesitaba ser una persona absolutamente brillante; y yo, definitivamente, no lo era.
Cuando llegó mayo, creo, al año siguiente, decidí proponerle a Adrián una idea que ya venía acariciando: presentarnos a isión en la Pedagógica para estudiar juntos literatura. Después de todo, era lo que a los dos más nos gustaba. Me armé de mil argumentos para convencerlo: ahora él había encontrado un empleo en una microempresa donde fabricaban maletas, ganaba el mínimo, y quizás podría arreglárselas para que siguieran empleándolo en jornada de medio tiempo. Si no resultaba aquello, intentaríamos sacar un crédito para estudio en el Icetex. Si tampoco esto resultaba, intentaríamos sostenernos con mi trabajo en el taller.
No fue difícil convencerlo. Nada deseaba él más en esta vida que por fin entrar a la universidad.
Cuando aprobamos los exámenes de isión le conté a papá lo que había decidido. No le agradó mucho, pero lo entendió. “Si es lo que quiere hacer…”, me dijo. Ese señor nunca dejaba de sorprenderme. Al pobre Adrián, en cambio, su madre y su hermano, el pastor, le hicieron su escenita de onición evangélica: que un hijo de Dios no necesitaba estudiar, que con qué iba a sostenerse, que no contara con que le iban a ayudar, que el señor nunca desampara a sus hijos, que el estudio aleja a las personas de Jesucristo, etc., etc. ¡Mentiras! Lo único que les preocupaba era que Adrián dejara de trabajar y de aportar el dinero que les venía dando. Definitivamente, la ignorancia es como una maldición. Sólo cuando él les dijo que en aquella fábrica de maletas había hecho un arreglo para continuar trabajando por horas, dejaron de oponerse al asunto.
Y empezamos a estudiar juntos en la Universidad Pedagógica.
Sinceramente, él (también yo) hubiera preferido que entráramos a la Nacional, quizás la mejor y más seria universidad pública de nuestro país; pero para entonces había ocurrido algo vergonzoso: aprovechando como justificación la última revuelta estudiantil, en la que resultó un estudiante muerto, el gobierno clausuró el semestre académico, cerró la universidad, e hizo que el Consejo Superior nombrara como rector a un verdadero cretino, con el cinismo suficiente para realizar una de las reestructuraciones más burdas y más violentas que haya sufrido y padecido aquella universidad en toda su miserable historia. La Ciudad Universitaria, nacida del esfuerzo de los liberales más progresistas de los años treinta, desde los inicios de los sesenta se había convertido en un verdadero foco de irradiación de las ideas socialistas, desde las cátedras de los más eminentes intelectuales de izquierda. No por nada su plaza central, la plaza Santander, había cambiado en el uso, en la costumbre, su nombre por el de plaza Che; ya no tenía el nombre de nuestro Hombre de las Leyes, ahora tenía el nombre del héroe mítico de todos los izquierdistas de Latinoamérica. No por nada, de allí había salido hacia las montañas y la muerte el buen cura Camilo. No por nada, en sus alrededores se gestaban con frecuencia los más infantiles enfrentamientos entre estudiantes ingenuos y policías antimotines. Era una verdadera piedra en el zapato de nuestro “estatu cuo”. Desde cuando la creó el gobierno liberal de López Pumarejo, había sido concebida como un verdadero centro académico y de investigación, en el que tuviesen cabida estudiantes de todas las clases sociales, y de cualquier ciudad o pueblo de provincia. Para ello, se había construido un campus en el que, al lado de las facultades, existían residencias gratuitas para estudiantes, y una cafetería donde los estudiantes podían consumir los tres platos del día, cuidadosamente nutritivos, por el valor de tres caramelos. Así, generaciones de jóvenes de provincia, o de los sectores sociales más desprotegidos, más empobrecidos, habían logrado salir de su ignorancia. Pero era un refugio que no supieron cuidar ni defender nuestros pueriles militantes de izquierda. Con sus frecuentes motines, que siempre propiciaban diez o quince izquierdistas obtusos, mientras cerca de veinte mil estudiantes permanecían en sus clases, sólo conseguían uno que otro policía herido, uno que otro estudiante muerto o desaparecido, y no pocas veces el cierre del campus y la interrupción de las clases por largos períodos estériles. Como ahora había ocurrido. Sólo que en esta ocasión, el cierre escondía algo despiadado: el inicio de la privatización, la muerte de la única y verdadera universidad pública.
Decretada la suspensión de las clases, fue nombrado como rector un oscuro personaje. Tan pronto como estuvo sentado en su escritorio (el escritorio del rector de una academia), empezó a usarlo como un burdo gerente de una compañía de demoliciones. Partió en dos el campus con una carretera que lo atravesó de extremo a extremo: así separó de él el inmenso conjunto de edificios concebidos como residencias estudiantiles, e hizo trasladar allí todas las oficinas istrativas de la universidad. Donde antes se alojaban los estudiantes pobres y de provincia, donde dormían en cómodos apartamentos, donde leían para sus clases, donde concebían sus ideas para escribir un ensayo, donde tecleaban sus máquinas de escribir, donde se hacían el amor, donde fumaban sus cigarros de marihuana (también donde sus amigos habían refugiado en los sesenta a Ricardo Cano Gaviria, ese espléndido escritor, cuando era un muchacho venido de Medellín, sin un peso, para robar cátedra colándose en las clases), ahora sólo albergaría a los burócratas en horario de oficina. Los demás edificios de residencias que quedaron dentro del campus fueron entregados a diversas facultades que hacía años necesitaban de ampliación (si un hombre pierde la retina de su ojo izquierdo, ¿el cirujano lo aliviará trasplantando la retina del ojo derecho?).
Para entonces, las residencias estudiantiles se habían convertido en refugio de militantes de izquierda clandestinos: sí, era cierto. Se habían convertido en un centro de tráfico, distribución y consumo de droga: no, era una exageración; en aquellas residencias no circulaba ni se consumía más droga de la que hoy se consume, y entre la población estudiantil de hoy no existen menos adictos de los que entonces existían. Que allí se refugiaban opositores del Estado, que allí se refugiaban adictos a los narcóticos, fueron los argumentos para justificar su cierre. Dos problemas que el más simple tecnólogo istrativo hubiese podido solucionar fácilmente, sabiamente, sin eliminar aquellas residencias para estudiantes (un niño está enfermo por un virus: ¿el médico acabará la enfermedad eliminando al virus, o eliminando al niño?).
Pero no fue lo único, ni lo más grave que hizo aquel rector cretino. La inmensa cafetería que daba alimento casi gratuito a miles de estudiantes fue igualmente
eliminada. En sus instalaciones se montó un centro deportivo con sofisticados aparatos multifuerza y equipos para ejercicios gimnásticos para promover la sana actividad deportiva de los estudiantes. Pero ¿quién puede concebir que un estudiante pobre y, por tanto, mal nutrido, pueda realizar cualquier actividad deportiva y sana?
Cuando en una entrevista de prensa se le reprochó al rector el pretender eliminar los dos servicios de bienestar estudiantil más importantes, más necesarios, más humanos que cualquier universidad pública, que se precie de serlo, conserva y consiente en cualquier país civilizado, aquel cretino no tuvo el menor pudor en responder esta burda frase de camionero (con perdón de los camioneros): “La universidad no es un servicio de hotelería y comedero”. Creo que cualquier nación, que aún conservara un poco de decencia, hubiese mostrado ante el mundo un poco de vergüenza. No la mía, por supuesto.
Adrián había venido de su ciudad provinciana a este distrito capital. Quería ingresar a la universidad, quería crecer. Pero era un muchacho pobre, no tenía un lugar para vivir; no tenía una familia que pudiese darle el techo, el lecho, el plato de comida. Estaba solo. Había soñado con poder entrar a la Universidad Nacional, nutrir su espíritu en su academia sin tener que preocuparse por sobrevivir, poder encontrar abrigo en sus residencias, alimento en su “comedero”. Pero aquel lugar ya no existía. No para alguien como él. Le habían cerrado su puerta en las narices.
Yo sé que uno no debe decir malas palabras, ni hablar mal de una persona sin tenerla frente a frente; pero quisiera decir que no le guardo mucho cariño a ese malparido rector, vil y despiadado; y no creo que tenga una dignidad superior a la de un criminal, montado allí para arruinar las ilusiones de miles de jóvenes que en mi país quieren salir de su miseria. Ex profeso. Creo que hizo un buen trabajo. Pero no se lo agradezco.
Lentamente, la universidad se convertiría en un centro educativo sólo para
chicos glamorosos. Ya casi no existen allí los grupos de estudio, las cofradías de inconformes, o de científicos e intelectuales en ciernes, o de pichones de artistas, o de aspirantes a escritores que conversan sobre Proust. Ahora son más frecuentes los clubes de fans de Queen o de los Rolling Stones. A mí me parece un poco triste; a mí que me gustan Queen y los Rolling.
También la Universidad Pedagógica, una de las principales universidades que formaban a los maestros de este paisito, venía padeciendo su propia istración. Una istración que cada vez se preocupaba menos por enriquecer su planta de docentes; antes bien, la empobrecía vinculando sólo docentes de cátedra sin ninguna relación estable con la institución; una istración a la que no le parecía importante estimular y financiar el trabajo investigativo de sus . Pero era una istración que, a su mezquina manera, aún permitía que la universidad fuera un refugio para los estudiantes de recursos bajos. Y lo fue para nosotros.
Cursamos los dos primeros semestres sin mayores complicaciones. Adrián trabajaba en las tardes, hasta entrada la noche, en aquella fábrica de maletas. Yo, por mi parte, lo hacía en mi taller. Era algo duro, era algo agobiador; pero lo resistíamos. Muchos de nuestros compañeros estudiaban en las mismas condiciones, rebuscándose dinero para el pan y la gaseosa, para las fotocopias y los libros. Y muchos de ellos, como Adrián, aun haciéndolo en medio de la adversidad, eran estudiantes absolutamente brillantes, muchachos y muchachas que cualquier universidad pública (claro, de un país decente) se esforzaría por cuidar brindándoles un mínimo de bienestar.
A Adrián le pagaban cien pesos por cada hora de trabajo y, como es “natural”, no recibía ningún tipo de cesantías. Un día, llegando las vacaciones de mitad de año, él me comentó de pasada que en la fábrica de maletas estaban buscando a alguien para trabajar allí por un mes. Necesitaban sacar con premura una producción grande de su mercancía, contratada por uno de sus clientes. Tal vez a alguno de nuestros compañeros le interesara.
—¡A mí me interesa! —le dije.
Pensé que ésta era una buena oportunidad para conocer, también yo, la manera en que se fabricaban aquellas maletas (algo muy sencillo, según Adrián). ¿Para qué? Le expliqué a Adrián que desde hacía días venía considerando la posibilidad de montar una fábrica propia de maletas, pero no hechas de lona plástica como las confeccionaban allí, sino en cuero fino. Si, como él decía, aquella labor era sencilla y rentable, de algún modo podríamos buscar dinero para financiar la compra de un par de máquinas que se requerían.
Cuando le comenté a papá el asunto, consultándole la posibilidad de que él me soltara el dinero necesario en préstamo, estuvo dispuesto a hacerlo y se entusiasmó como un niño con la idea. Porque era la idea que a él siempre lo había ilusionado: montar una industria de algo. Así que durante esas vacaciones aprendí a fabricar maletas. Algo fácil, muy fácil. Con seguridad hubiésemos podido sacar a flote aquello. Sólo que cuando estuvimos dispuestos para concretar la compra de las máquinas, papá se había echado para atrás en su ánimo de prestarnos el dinero; repentinamente, sin una razón aparente. Algo sospeché de esa extraña actitud, fría y distante, que por esos días mostró hacia mí. Y, sobre todo, hacia Adrián, a quien había dejado de recibir con la calidez con que lo recibía siempre que él iba a mi casa. Estaba seguro de que alguien le había envenenado el corazón en nuestra contra: y yo sabía perfectamente quién.
Tal vez habían pasado unos cuatro meses desde el día en que descubrí la desaparición de la cajita en que yo guardaba todos los papelitos de amor que Adrián solía regalarme y eran como mis queridas reliquias. Ya saben, el amor es un poco bobo. La guardaba en el interior del marco de la puerta del clóset de mi cuarto. Alguien la había tomado, y sólo mi hermanito Alberto hubiera podido hacer aquello: le encantaba entremeterse en la privacidad de las personas. En realidad, era una especie de vicio de todos mis hermanos. De todo el mundo, ahora que lo pienso. Además, ya se olía algo turbio en el ambiente; de hecho, unos días atrás Adrián había llamado a mi casa y Alberto le había tirado el teléfono al escuchar su voz. Yo sabía (pero no de qué manera) que él ya se había
enterado de mi enredito amoroso; y, por tanto, de mis gustos en el sexo. Lo cual es un decir: si eres gay, tu familia lo ha sabido desde siempre; frente a tus asuntillos, ninguno en casa es un ingenuo, tan sólo es un hipócrita (por la razón que le suene). Por lo demás, jamás estuve dispuesto a vestir mi vida con ropas que no me pertenecieran. En fin: mi cajita. Cuando descubrí que faltaba, de inmediato fui a buscar a Alberto. Ni siquiera le pregunté si él la había tomado.
—¡¡Devuélvame lo que sacó de mi cuarto, imbécil!! —le grité.
Verán, cuando me coge la ira no puedo evitar gritar como un esquizoide.
—¡Yo no he sacado nada!
—No me crea tan estúpido. Por qué no va a meterse entre el culo de su novia y se le come toda la mierda, en lugar de estar metiéndose con lo mío. Yo sé que fue usted el que sacó los papeles que tenía en mi clóset.
Se volvió hacia mí con los ojos echando llamas:
—¡Sí, fui yo!
No voy a contarles todo lo que nos dijimos, pero poco faltó para que yo le rompiera la cara a golpes (o él a mí). En una situación así, soy muy violento; a mamá, por lo menos, le asustaba mucho cada vez que algo me alteraba el ánimo de esa manera. Todo lo que ese imbécil me dijo se parecía al reguero de estupideces que hacía años me había dicho Lyda, cuando a su modo se enteró de
mi mariconez. Sólo que con ella pude hablar del asunto como se habla con una persona. Quiero decir, con ella yo pude razonar. Porque, por lo general, las mujeres tienen el corazón en el corazón; los hombres lo llevamos… no sé, tal vez en algún lugar entre los dedos de los pies.
Recuerdo que cuando lo supo, pasó como dos horas llorando. Yo no entendía por qué lo hacía. Y no entendía por qué verla llorar me ponía triste. Era la época en que yo salía con Pedro. Nunca fuimos novios ni nada por el estilo, yo nunca me enamoré de él (creo que él sí se enamoró de mí, no lo digo por presumir), pero me encantaba como amante: porque era un vicioso de miedo. Acostumbraba a recogerme en su Desoto clásico, llevarme a su apartamento, hacerlo conmigo, cha cha chá, y listo. El caso es que Lyda me salió con un poco de cosas muy graciosas.
—Yo tengo una amiga en la universidad que es sicóloga —me dijo—. Ella lo puede ayudar con su problema.
—Bueno, saque una cita.
—¿Sí? ¿Para cuándo?
—No sé, para cuando usted pueda —le dije—. Porque la que va a ir a esa cita es usted, no yo. Yo no tengo ningún problema, Lyda. Quien tiene un problema es usted.
—Pero… ¿cómo así? —me dijo ella toda confundida. Pobrecita.
—Pues así. A mí me gustan los hombres. Nunca me siento más feliz que cuando me acuesto con uno. Y a usted le parece que eso es un problema; que yo sea feliz, a usted le parece un problema: yo no entiendo eso. Ahora, perfectamente podría conseguirme una muchacha, acostármela, embarazarla, casarme con ella y todo lo que usted quiera. Seguramente eso la haría feliz a usted; pero a mí me pudriría. Y si cree que yo voy a sacrificar mi felicidad para conseguir la suya, pues entonces usted está loca y debería ir donde esa sicóloga, o donde un siquiatra… No creo que le ayuden mucho, porque todos ellos están peor de enfermos que usted.
Me encantó decirle aquello. Desde entonces me puse a pensar que la siquiatría es una especie de enfermedad extrañamente considerada como ciencia.
—Pero es que no es normal —me seguía diciendo ella de todos modos.
Sí, que uno sea o quiera ser feliz es una anormalidad. Las personas viven enamoradas de la infelicidad, según parece.
—Como quiera. Yo no tengo la capacidad para hacerle un trasplante de cerebro para que lo entienda. Aunque, si no puede usar el que tiene, no sé qué podría hacer con uno nuevo. Si piensa que soy un enfermo, bien. Si piensa que soy un anormal, bien. Si piensa que soy un pervertido, bien. Yo sólo le pido que me deje en paz. Y si el que yo me acueste con un hombre la hace infeliz, lo siento: ése es un problema suyo, no es problema mío.
La pobre no entendía nada. O no quería entender. Y empezó a sacarme los pueriles argumenticos homofóbicos de siempre. Las mismas preguntas estúpidas que todos hacen.
—¿No se da cuenta de que eso es antinatural?
—Sí. Que usted esté hablando conmigo también lo es. Lo natural es que estuviera gruñendo como un simio y andando por ahí en cuatro patas, desnuda y llena de pelos.
—¿Y nunca se le ha ocurrido pensar por qué es homosexual?
—Es que yo no soy homosexual. Mis relaciones son las homosexuales, no yo. Y sólo a veces. Cuando converso con un hombre, cuando juego un partido de fútbol con hombres, o cuando me acuesto con un hombre… ¿No entiende eso? Yo no soy el marica, yo no soy el homosexual; yo sólo soy Fernando; entiéndalo. Además, ¿cuál es la estúpida importancia que tiene con quién me acuesto? ¿Acaso yo me estoy preocupando de con quién se acuesta usted?
—¡Pero por qué tiene que gustarle estar con hombres! ¡No lo entiendo!
La muchacha estaba poniéndose un poco desesperada. Y yo un poco aburrido.
—Pues yo tampoco —le dije—. Pero, además, no me interesa entenderlo. ¿Por qué habría de preguntármelo? Dígame: por qué. ¿Acaso se ha preguntado por qué le gustan a usted? ¿Por qué… putas… tendría que preguntármelo yo, Lyda?
—Lo que pasa es que usted es un egoísta —y aquí entramos al tono de los insultos—. Usted sólo piensa en usted, pero no piensa en mi papá ni en mi mamá. No le importa lo que van a sufrir si llegan a saberlo
Eso sí no se lo iba a permitir. Jamás iba a dejar que me chantajearan de esa manera tan cretina.
—Vea Lyda, y se lo digo para que ya cancelemos esto de una vez por todas: yo no tengo ningún interés en que ni mi papá ni mi mamá se enteren. Pero si algún día llegan a saberlo, que lo sabrán con toda seguridad, y les da un patatús y quedan tirados en el piso muertos, no vaya a esperar que yo me sienta culpable. Se habrán muerto porque son un par de estúpidos, no porque yo sea marica. No espere a que yo me haga responsable por la estupidez de otros, o de la suya, o de la de los viejos, por más que yo los quiera y los adore. A mí no venga a chantajearme.
—…
—…
—… Yo sé que usted puede cambiar, Fernando.
—Yo sé que no quiero cambiar, Lyda.
—No. Yo sé que va a cambiar —dijo.
Y otra vez se puso a llorar. Pero no lo hacía por chantajear. En verdad estaba triste.
No sé… De mi gusto hacia los hombres, nunca entendí el disgusto de otros por mi gusto. Quiero decir, entiendo (con claridad meridiana y todo) que la homofobia es sólo un capítulo más de la erotofobia. Y entiendo que la erotofobia es un instrumento social, utilizado para raptar los cuerpos, aún en flor, de los niños y de los jóvenes, a fin de dejar a sus pobres almas desprotegidas y expuestas a los daños. La madurez es una muerte porque a ella arribamos sin nuestro cuerpo. El cuerpo del adulto es un cuerpo raptado, un cuerpo triste. Él lo mantiene oculto. Únicamente lo usa en los burdeles. A escondidas. Su felicidad es vergonzante. No la del niño, no la del púber, no la del adolescente (no la del buen cínico maduro). Por ello la erotofobia es el súmmum de la eficacia educativa (la educación es el lugar del rapto). No es un algo connatural al alma, como el amor; a veces pienso que el odio es un artificio, una invención cuidadosa, sofisticada: ninguna fobia social es inocente. Es como una prótesis fría montada en la conciencia de las personas. Yo lo creo.
Tan sólo no entiendo con qué facilidad las personas permiten que les instalen el mecanismo: esa fragilidad. Cómo podía mi hermana sentirse obligada a estar triste por un odio que no era el suyo. Cómo podía sentirse obligada a violentarme, a golpearme con su ículo fóbico. Acaso porque toda fobia colectiva aniquila la facultad de pensar y el bello don de sentir. Su eficacia para aniquilar todo lo humano es sorprendente.
Y cómo podía ahora mi hermano Alberto, envenenado por su fobia, sentirse obligado a portarse conmigo como un torpe perro de guardia, a sentirse con derecho a violentar mi vida, a ladrarme que no iba a permitir que Adrián volviera a entrar en casa, amenazándome con ir a contárselo todo a papá. (¡Como si él no lo supiera!).
—Vea, pedazo de comemierda —le dije enterrándole mi índice en el pecho—, papá está arriba en su cuarto; vaya y dígale de una vez todo lo que le dé su puta gana: no crea que me están temblando las piernas. Y si cree que Adrián no va a volver… pues vaya sacándose los ojos, o piérdase o muérase: porque aquí lo va
a tener cada vez que me venga en mi puta gana. Pero sepa esto, malparido: usted vuelve a negarme cuando él me llama, o vuelve a tirarle el teléfono, o llega a hacerle algún desplante cuando él venga aquí… ¡lo mato, gran hijueputa!
La verdad es que deseé mucho hacerlo en ese instante. Al menos me hubiera gustado volarle un par de dientes. Sólo que justo en ese instante bajó papá al escuchar mis gritos:
—¿Qué es lo que pasa aquí, jovencitos? —nos gritó.
—Nada, papá; es sólo que este malparido tiene algo para contarle —le dije, y me volví hacia el malparido—. Vamos, ¿no quería decírselo? Aquí lo tiene.
Por supuesto, no fue capaz de hacerlo: nadie tiene nunca el valor. Ni siquiera papá, que bien sabía yo que intuía de qué se trataba todo aquello. Haciéndose el desentendido, se limitó a regañarnos como un buen padre, a decirnos que estaba cansado de vernos pelear como enemigos, a reprocharnos por no respetar a mamá (lo decía por mi bocota). “¡Y a ver si de una vez por todas se portan como dos hermanos!”, nos dijo.
—Este hijueputa no es hermano mío —le respondí.
Y salí de allí antes de que me pusiera una bofetada. Me la hubiera puesto, con seguridad: papá sólo manejaba la primera acepción de aquella palabra.
Y, hablando de palabras, pasarían más de seis años antes de que Alberto y yo
volviésemos a cruzar una. No tardó el día en que también dejaría de hablar con papá. El mismo día en que me negó, porque sí, el préstamo para comprar aquellas máquinas.
—Ya Alberto lo envenenó en contra de Adrián y contra mí, ¿no es cierto? —le dije.
—Su hermano no tiene nada que ver. Lo que pasa es que no me gusta ese amigo suyo.
—¿Por qué no le gusta?
—Porque no. Porque simplemente no me gusta… Además, no quiero que vuelva a venir a esta casa.
“Ay, no vayan a empezar a pelear, por Dios”, nos decía mamá, que estaba allí.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no me dice de una vez por qué, y arreglamos de una vez esta joda?
Sabrán que a estas alturas ya estaba yo hablando a no sé cuántos megavatios de potencia. Pero casi sin separar mis dientes.
—¡No vaya a empezar a faltarme al respeto! ¡Lo único que quiero es que no vuelva a venir a esta casa!
—¡No, quien me está faltando al respeto es usted! ¡Y no venga a decirme que aquí no va a volver Adrián; él va a seguir viniendo aquí, porque él es mi amigo, y porque yo lo amo! ¿Eso es lo que lo amarga?
Aquí me puso una bofetada. Y aquí mamá, que casi ya no podía tenerse en pie por su vieja artritis, llorando se interpuso entre nosotros, intentando sosegarnos. Sólo que yo había quedado completamente sosegado con aquella bofetada. Me encantó que papá por fin me la hubiera puesto.
—Vea, papá: esté tranquilo. Si Adrián no le gusta, no hay ningún problema. No volverá. Pero yo me voy. Y si eso es lo que quiere, dígamelo. Yo puedo irme ahora mismo. Porque sepa que si yo vivo aquí, Adrián seguirá viniendo porque es mi amigo. Así que si quiere que me vaya: dígamelo…
Y aquí, mamá se puso a gritar como una loca. La verdad es que le dio un ataque. Y fue muy difícil que se calmara. Pasó muchas horas llorando (también yo, a solas, en mi cuarto) y papá no hacía más que intentar tranquilizarla diciéndole que yo no me iría.
—No lo deje ir, no lo deje ir —oía desde mi cuarto que le decía—. Usted sabe que él se va.
—No se va a ir —le decía él—. Ya estese tranquila.
No hubo nada bonito en todo aquello, si quieren saberlo. Enredado entre su amor hacia mí, el odio que se sentía obligado a sentir, la presión por la angustia de
mamá, la necesidad que tenía de mí para sostener el trabajo en el taller, papá nunca me pidió marcharme de mi casa. De su casa. Con seguridad, yo lo hubiera hecho; no sé a dónde hubiera ido, pero me hubiera ido. De todos modos, nunca volvimos a hablar. No durante los dos años que vinieron. Y cada vez que necesitábamos comunicarnos, lo hacíamos a través de mamá.
Jamás le comenté a Adrián nada de lo ocurrido. Sólo le dije que papá y yo nos habíamos disgustado. Prudentemente, nunca me preguntó por qué. Pero nunca dejó de ir a casa.
Aquel fin de semana, el último de nuestras vacaciones, Adrián me llevó a conocer Armenia. Y nunca sabrán cómo la disfruté en esos dos días. Ya me la sabía de memoria de tanto haberle escuchado a él hablarme sobre ella. Hasta me había hecho un mapa que se perdió con las cosas de la cajita. “Éste es el árbol donde usted se sentó con el peladito de la fiesta ésa del colegio, ¿cierto?”. Que sí era, me dijo él. “¿Y dónde está el árbol donde lo hicieron?”. Allí. “Ésta, la librería donde conoció al tipo que era dermatólogo y que vivía la mitad del año en Nueva York. El que le preguntaba que quién le había enseñado a hacer todo eso”. “Sí”, se reía él. “¿Y éste es el 18-18, donde se comía todos sus polvos?”. “Sí, y aquí me lo voy a comer a usted esta noche”. Mm, qué bien. “Y éste es el famoso parque Bolívar, y todos esos pelados son los que vienen a rebuscar tipos que los lleven en sus carros para cobrarles por el teterado, ¿verdad?”. “Sí, sí son”. “Allí bajando queda el río, ¿cierto? Y aquélla es la avenida Bolívar, por ahí se llega a Reyiví; vamos a andarla hasta llegar al museo Quimbaya, ¿sí…? Ah, pero antes pasamos por el estadio de la universidad, donde usted entrenaba para ir a los Juegos Nacionales. Ahí fue donde Rubencho le dijo que usted estaba muy bueno, ¿verdad?”. “No, eso fue estando en los juegos, ya recuerdo…”. “Y qué tenemos por aquí… y por allí… y por este lado, ¡por Dios! ¡Qué reguero de muchachos bellos los que se ven! (no entiendo qué hace usted con este rolo sin gracia). Y por qué tienen que salir todos así, sólo para provocarlo a uno. ¿Qué es lo que pretenden…? Venga: ¿me va a llevar a tomar una avena en la galería, como cuando salía de clases de su colegio? ¿Dónde queda su colegio…?”.
Recorrimos a pie prácticamente toda la ciudad ese sábado. Y a la noche nos fuimos a Calarcá, el pueblo de Luis Vidales, porque andaban en ferias y fiestas. Nunca había estado en uno de esos carnavales. La plaza llena de casetas, una orquesta tocando música para hacer bailar borrachos, miles de borrachos andando por las calles, cientos de muchachos buscando muchachas y muchachos: qué es toda esta alegría lujuriosa, Dios mío… Andando por ahí, cerveza en mano, se nos acercó un… mo…nu… men…to de chico… (¡puf!) precioso, que vino a saludar a Adrián. Se saludaron… muy a…bra…za…ditos, como si estuvieran felicísimos por encontrarse. Y me lo presentó. Él se llamaba Emilio (yo me llamaba Fernando). Muy queridito y todo, me dijo que qué tal, y que tan bacano, y que qué hacíamos por allí (¡umjú!). “¿Buscando rumba?”. “No, la rumba ya la tenemos armada”, le dijo Adrián. “¿Verdad? ¿Están de amiguitos?”. “No sé… ¿Estamos de amiguitos Fercho?”. “Sí —le dije—, pero todo puede terminar en cualquier momento”. “Uuu… —se rió el Emilio—. Pues, qué pesar”. Pero que me cuidara, le dijo a Adrián: aquí se lo pueden robar (¡vea, pues!); y que vengan les presento unos amigos, nos dijo adelantándose un poco.
—¿Y quién es éste? ¿Era de su colegio? —le pregunté a Adrián de pasadita.
—¡Qué va! Él es de Bogotá. ¿No se acuerda que una vez se lo mostré?
Sí, me acordé. Y también me acordé que habían estado juntos… ¡Jm! Con tantos como me había mostrado en la vida, cuando íbamos a bares o andábamos por el rumbo… “A ése que va allá, me lo gocé. A ese monito del bulto rico, me lo gocé…”. Se había gozado a todas las catedrales que había en Bogotá, según parecía (en verdad, todo lo que me mostraba y que se había gozado, eran sólo angelitos lindos; yo nunca sabía por qué se había quedado conmigo: con lo escasito que yo me sentía frente a él, frente a todo lo que él me mostraba…). O el amor es ciego, o es estúpido: francamente. “¿Sí ve a ese morenito alto que está bailando con la muchacha de amarillo?”. “Sí, hermosísimo; a ése también se lo gozó, ¿cierto?”
—No. Ése sólo lo hace por plata.
—Mmmm… Qué pesar.
—¿Le cae mal que lo haga por plata?
—No, güevón: me cae mal no tener plata para comprarlo.
—¿Sí…? ¿Usted qué opina de los que lo hacen por plata?
—Nada. Es un trabajo, ¿no?
—…
En fin, volviendo a Calarcá… Emilio nos presentó dos amigos con los que andaba. Uno era un flaquito lindo de Armenia, gentil, gracioso y presumido. Era como un chauchau: precioso. Él otro era la marrana más grande, pedante y arribista que jamás hubiera visto, un vomitivo inmundo: cuando un momento después, buscando dónde comprar unas cervezas a las que los invitamos, el chau-chau se encontró con una parejita que conocía, y los invitó a venir con nosotros. Uno de ellos le dijo que no porque ya estaban de vuelta para Armenia; andaban sin plata, le dijeron. “Una marica pobre, qué pereza”, nos dijo a los otros la marrana, y se volvió hacia una caseta para pedir las cervezas. Nada me dolió tanto como pagarle la cerveza a ese hijueputa. Le dije a Adrián que ya nos abriéramos: no podía soportar más a ese tipo. Y nos despedimos.
—¿Ya se van? —nos dijo la marrana.
—Sí —le dije—: es que nos quedamos sin plata.
Me la cogió por el aire el malparido. Me despedí del chau-chau y del Emilio, y me alejé un poco para esperar a Adrián que se quedó hablando algo con su ex polvito. Y regresamos a Armenia: ¡rumbo al 18-18!
—¿Qué le pareció Emilio? —me preguntó Adrián.
—Jm: ¿usted qué cree?
—Usted también le gustó a él.
—¡Qué va!
—En serio, Fercho. Cuando compramos las cervezas, me dijo: “Está muy bueno su amigo”, y que le encantó como aprieta usted la mano.
“… y que le encantó como aprieta usted la mano” me lo dijo con una sornita…
—Para que vea: su amigo no es ninguna lagaña de mico —le dije.
—Pues como por los gustos se venden las calabazas… Hasta me pidió su número.
—…
—Y yo se lo di.
—¿Se lo dio…? ¿Y para qué?
—Tan güevón. ¿Para qué va a ser? Pues para que lo llame.
—¿Quiere que me acueste con él, o qué?
—Ah, no sé. Eso es asunto suyo.
Adrián estaba loco, definitivamente. Porque borracho no estaba. Y como soy tan pendejo:
—Usted ya no me quiere, ¿cierto? —le dije.
—Ahorita en el 18-18 le voy a mostrar cuánto no lo quiero, güevoncito —dijo.
Y me apretó muy fuerte con su brazo.
Al empezar nuestro tercer semestre, la universidad había enviado a Canadá, en intercambio, a Guillermo Alberto, uno de nuestros profes preferidos. Y de Canadá enviaron a un tal profesor Nadeau. Al parecer, el tipo tenía una experiencia tremenda en la realización de talleres de literatura, y la dirección de nuestro departamento le encomendó organizar uno con estudiantes y profesores de la facultad. Le pidieron a los profesores de literatura invitar a participar a los estudiantes que ellos quisieran postular. El caso es que David Jiménez (que no era uno de nuestros maestros preferidos, sino nuestro más querido, nuestro más amado, nuestro más irado, nuestro más respetado y, sobre todas las cosas, nuestro más temido —si ustedes supieran el terror que producía ese señor…—) nos invitó, a Adrián y a mí, a participar de ese taller para escritores. David iba a estar presente para colaborar con monsieur: porque, al parecer, el tipo temía no desenvolverse bien con el español. Y nosotros, muy halagados y muy lambones, lo aceptamos. Así que el semestre pintaba interesante. Y resultaría serlo, porque además tendríamos clase de filosofía del lenguaje con Beatriz Oliver, que resultó ser la maestra más pésima y más chistosa de esta vida; pero inteligente y erudita como ella sola, sí. En menos de nada nos hicimos amiguísimos de ella. La verdad es que en ese semestre tendríamos a tres o cuatro de los mejores maestros de esa facultad. Para no hablar de Lynn Loewen, una gringuita preciosa que dictaba seminarios de Shakespeare a los de inglés, pero que estaría con nosotros en ese taller, porque ella también escribía sus cosillas.
Esa primera semana me llamó Emilio para invitarme a salir de bares. Se lo conté a Adrián al otro día y él me preguntó qué le había respondido yo (por supuesto).
—Le dije que no; que tenía mucho trabajo.
—¿Verdad? —me dijo Adrián con un tono de negrito shakesperiano.
—Verdad —le dije: porque era verdad.
Pero también lo fue que ese muchacho siguió llamando. Y cada vez que lo hacía, yo se lo contaba a Adrián. A la cuarta semana, me invitó a cine.
—¿Y va a ir?
—Sólo si usted va conmigo… Para ver qué cara pone.
—Listo —me dijo Adrián.
No le alegró mucho a Emilio verme llegar con él. Al terminar la película, Adrián se fue para el baño; y el Emilio aprovechó para invitarme a bailar: los dos solos. Cuando Adrián salió del baño, entró Emilio, como haciendo mutis por el foro… Era como si ellos dos hubieran cuadrado toda esa entraderita al baño…
—Me invitó a bailar —le dije, sintiendo que ellos dos me estaban manejando.
—Entonces, chao —me dijo, y se fue dejándome allí tirado.
En fin, si era eso lo que él quería, me dije. Y de repente sentí como si ya no me amara. Me sentí muy miserable, si quieren que les diga la verdad. Pero me fui a bailar de todos modos con el Emilio. En el bar me presentó a dos amigos suyos.
Bailé con los tres, y me besé mucho con los tres. Hacia las dos de la mañana me propusieron salir de allí al apartamento de uno de ellos: querían hacer un trencito. Vaya: un cuarteto a mí, que sólo había llegado a un trío alguna vez en que Pedro se puso de voyerista. Pero aquello había sido con Pedro, y con amigos suyos que yo conocía, y cuando yo no amaba a nadie. Cortésmente, me levanté de la mesa, anuncié que iría un momento al baño… y me perdí de aquel bar.
Adrián casi no me lo cree. Le dije que de haber hecho algo, él hubiera sido el primero a quien yo se lo contara.
—Voy a tener que amarrarlo —me dijo de todos modos.
Y me hizo prometerle no volver a salir con el Emilio. Yo descansé: todo aquello ya me estaba poniendo un poco triste.
Pero ese muchacho no dejaba de llamarme. Un domingo en la mañana lo hizo para invitarme ese mismo día. Le dije que no podía, porque tenía que ir a fotocopiar algunas cosas a la Luis Ángel Arango y estaría allí hasta que cerraran. Y era cierto.
—Venga cuando salga —me dijo con esa ternura que él tenía: me gustaba tanto —; al menos para que conozca mi apartamento y escuchemos música.
A escuchar música: cómo no… ¡En fin!, qué más da, me dije. Y esa tarde, fui a su apartamento a “escuchar musiquita”.
Al día siguiente, se lo conté todo a Adrián.
—¿Y no le da dolor contarle eso a su amigo?
—No. Porque soy yo quien tiene que contárselo. Y no, porque la pasé delicioso; y no, porque usted sabe que yo lo amo.
—Bien —me dijo. Y no volvió a tocarme el tema.
La verdad es que, el resto del día, no volvió a tocarme ningún tema. Él estaba realmente triste. Y yo no sabía si entristecerme o estar feliz por su tristeza: los sentimientos son una cosa muy complicada.
Ese miércoles fuimos al apartamento de Beatriz Oliver. Era un apartamento hermosísimo, de esos que sólo tienen los intelectuales que desde niños han nadado en plata, y tenía una de las mejores bibliotecas en filosofía y literatura que yo le hubiera visto a alguien. Pero había debido abandonarlo hacía unas semanas: estaba en un edificio que andaba en no sé qué problemas con la Empresa de Acueducto y le habían suspendido el servicio de agua. Beatriz estaba viviendo de refugiada en el lujoso penthouse de su familia, y a veces nos prestaba su apartamento sin agua para usar su biblioteca y escribir allí nuestros trabajos: como ella era tan linda, y como nos quería tanto…
Cuando terminamos de mecanografiar el ensayo que habíamos escrito para la clase de David, fuimos a una de las habitaciones. Recuerdo que nos pusimos de besos porque sí, de pie, allí en ese cuarto. Bueno, ya saben, cuando una pareja está a solas, por lo general se pone a darse besos por ahí; y además, esa noche Adrián estaba de un cariñoso de lo más subido. Pero de repente dejó de besarme,
me agarró muy fuerte por los hombros, me empujó contra la pared sin soltarme, y se quedó mirándome con sus ojos que le brillaban mucho, como si le fueran a llorar.
—Tengo tanta piedra, Fernando —me dijo—. Tengo tanta piedra…
—¿Por lo de Emilio?
—¿Por qué se fue con ese hijueputa?
—Porque quise… Porque… ya lo hice, Adrián. Pero no lo haré más, en serio.
—… Tengo… tengo tantos deseos de pegarle, Fernando.
—Pégueme, Adrián. Yo soy suyo, usted sabe que soy suyo. Pégueme.
—Sí, desnúdese. Y me va a pedir perdón, ¿lo oye? Y lo voy a castigar; pero no vaya a pedirme que deje de hacerlo, porque lo voy a hacer gritar, Fernando… Vamos, lo quiero desnudo…
Nunca nadie me había azotado tan fuerte. Y jamás nadie me cogería con tanta violencia. Y después… no sé, nadie me trató jamás con una ternura más grande. Lo juro. Era como vivir, en verdad vivir, todo mi sueño.
El sueño de ser de alguien que de verdad me amara.
El primer día que se reunió aquel taller de escritores pichones del canadiense, asistimos cerca de treinta y cinco estudiantes; y hubo también unos cinco o seis profesores, aparte de Nadeau. El segundo día, ya sólo fuimos unos veinte; finalmente quedamos catorce y, de los profesores, sólo permanecieron David, haciendo sus buenos oficios, y la gringuita, como una más de nosotros. Se convino que en cada reunión se leerían trabajos, distribuidos con antelación, de dos o tres de los , para ser criticados y comentados por el grupo. El primero en mostrar lo suyo fue un muchacho de séptimo que escribía poemas, había publicado y tenía fama (y él se la creía) de muy bueno. Después de oír nuestros comentarios, jamás volvió a asistir: sólo había ido allí a exhibirnos su poesía, pretenciosa como era él. Pasaron cuatro o cinco semanas antes de que a Adrián le comentaran (yo procuré no abrir mi boca) dos de sus poemas. Uno de ellos se llamaba “La puerta”, y el otro no tenía título, ni nada. Aquel día, como en cada reunión, nadie quería ser el primero en tomar la palabra. Cuando uno intenta aprender a escribir, es muy difícil comentar lo que otros escriben: se siente uno como un burro haciendo crítica de orejas. Claro, había allí unos cuantos arrogantes que gustaban mucho de hacerlo; de esos que cada vez que les muestras algo tuyo, empiezan a decir: “Tengo problemas con esta frase” y cosas por el estilo. Son insoportables. Afortunadamente, allí estaba David Jiménez, que era un crítico literario y un lector de oficio, y ninguno se atrevía a descrestar con su pedantería de ignorante en frente suyo. Extrañamente, fue David quien inició los comentarios ese día en que Adrián leyó sus dos poemas. David nunca hacía eso en las reuniones. Verán, tenía una mesura y una prudencia encantadoras, y esperaba siempre para hablar cuando los demás ya lo hubieran hecho, y de todos modos sólo cuando tenía algo que decir: él nunca hablaba por hablar; jamás decía algo despectivo y se refería siempre con el mayor respeto, incluso frente a los escritos más insulsos que llevábamos; pero cada cosa que decía era justa y acertada; y producía mucho susto.
—Bueno —empezó a decir—, como veo que nadie quiere empezar a hablar, voy a hacerlo yo. Pero sólo para decirle esto a Adrián: cuando usted tenga veinte poemas como “La puerta”, publique su primer libro de poesías.
Punto. Y allí empezaron a hablar los otros, que apreciaron también esa puerta, y se pusieron a decir los problemitas con ciertas frases del otro poema, etcétera. Entonces, Adrián se volvió hacia mi oído y me susurró que, al parecer, el David no era tan buen crítico. Eso me enamoró. Él nunca se iba a creer el poeta, qué bueno. Pero la verdad es que yo me sentí muy orgulloso de mi amigo, con eso que le había dicho David.
Cuando salimos de la reunión, muy felices y todo por lo bien que le habían comentado sus letras, nos fuimos a la frutería a celebrar bebiendo jugo. Entonces le dije a Adrián que se me había ocurrido una idea para que ya no tuviera que trabajar más en esa fábrica de maletas que ya lo tenía hasta el cogote.
—Usted y sus ideas… ¿Con qué me va a salir ahora?
—Bueno, usted siempre ha querido estudiar filosofía, ¿cierto? —“Cierto”, me dijo—. Listo, sucede que en la Nacional, ahora después del cierre se inventaron lo de los préstamos beca para mediorreemplazar las residencias y la cafetería que había, usted sabe.
—Sí, y qué.
—Pues que dos y dos son cuatro, güevón. Si usted entra a la Nacho le van a dar ese préstamo, porque usted es un vaciado sin plata, es huérfano y vive en la puta mierda: se lo van a dar segurito. Y como pueden prestarle mensualmente hasta un salario mínimo, pues ahí está: gana el doble de lo que está ganando con las maletas, sólo que haciendo algo que a usted le encanta y que le va a servir muchísimo, ¿no es una buena idea?
—Es buenísima, Fercho. Pero ¿y si no paso el examen?
—Si no lo pasa, pues no habrá pasado nada. Nada se habrá perdido. Pero con seguridad usted lo va a pasar, Adrián.
—¿Y usted? ¿Por qué no se presenta también usted?
—Porque yo sé que a mí no me darían ese préstamo. Y tengo que trabajar: alguno de los dos tiene que seguir remando.
—No sé, Fernando… Hagamos una cosa, si usted se presenta conmigo, yo lo hago. ¡También a usted le pueden dar ese préstamo! —Yo ya sabía que él iba a decirme eso.
—Está bien, pero si no me dan el préstamo, no me matriculo, ¿le parece?
Y echamos a andar el plan. Y resultó. Él se presentó a filosofía y yo a idiomas (deseaba por fin hablar inglés y no sólo medioleerlo). Pasamos ese examen de isión aterrador de la Nacional y de inmediato tramitamos la solicitud de los préstamos. Como me lo esperaba, negaron la mía. Pero a Adrián le aprobaron medio salario mínimo mensual. No era mucho, pero era lo mismo que estaba ganando con las maletas; además, contaba con la posibilidad de que más adelante le aumentaran hasta el mínimo completo. Así que, el siguiente semestre, Adrián empezó a estudiar en las tardes en la mejor facultad de filosofía. De las maletas de lona plástica, a Aristóteles y Descartes y Kant y Hegel, a la lógica y la ética y la metafísica y la epistemología y todas esas cosas maravillosas: un
buen negocio, definitivamente.
Cuando recibió el primer cheque, parecía un niño con su primera bicicleta, en serio. Estábamos tan felices que fuimos a bailar y a parrandearnos esta vida por una noche. Como hacíamos siempre, sólo que más felices y más tranquilos.
Pero no hay estudiante pobre y feliz que dure tres meses, ni Universidad Nacional que lo permita:
“Decreto 1210 del 28 de junio de 1993… Por el cual se reestructura el Régimen Orgánico Especial de la Universidad Nacional de Colombia… Capítulo 1., Artículo 2. Fines: La Universidad Nacional de Colombia tiene como fines: a) Contribuir a la unidad nacional, en su condición de centro de vida intelectual y cultural abierto a todas las corrientes de pensamiento y a todos los sectores sociales, étnicos, regionales y locales […] i) Hacer partícipes de los beneficios de su actividad académica e investigativa a los sectores sociales que conforman la nación colombiana […] j): Contribuir mediante la cooperación con otras universidades e instituciones del Estado a la promoción y al fomento del a educación superior de calidad…”.
Nunca lo crean. Todo eso es mentira.
Al tercer mes, cuando Adrián se acercó a la ventanilla donde entregaban los cheques de aquel préstamo beca, le informaron que el suyo había sido cancelado. Cuando preguntó por la razón, le explicaron que cruzando información con la Universidad Pedagógica, se había descubierto (como si se tratase de un crimen) que él estaba cursando al mismo tiempo una carrera en esa universidad.
—Sí —le dijo Adrián al dependiente—. Pero ¿cuál es el inconveniente?
—Hombre, es obvio —le respondieron—. Pues que si usted estudia en dos universidades, significa que ha de tener los recursos para hacerlo y no necesita de ninguna ayuda.
—Pero yo no tengo los recursos, señor.
—¿Entonces por qué estudia en dos universidades?
—Porque quiero hacerlo, sencillamente; y porque son dos carreras que me gustan.
—No, usted debería sólo estudiar una carrera y darle la oportunidad a otro para que también estudie. Debería pensarlo mejor.
Oigan, ¿han leído ustedes a un tal Kafka?
Para la Universidad Nacional, que se precia de su “condición de centro de vida intelectual y cultural”, resultaba un argumento inteligente semejante burrada. Si su fin (literal i.) es “hacer partícipes de los beneficios de su actividad académica e investigativa a los sectores sociales”, ¿no sería más lógico esperar que al enterarse de que Adrián cursaba, no una, sino dos carreras en medio de sus insuficiencias económicas (no académicas), en lugar de haberle retirado el beneficio del crédito, se lo hubiera doblado? ¿Acaso su manera de “contribuir mediante la cooperación con otras universidades del Estado a la promoción y el
fomento del a la educación superior de calidad” es cruzar información, como buscando criminales, para encontrar estudiantes que quisieran “abusar” del mentado “ a educación superior de calidad”?
Vaya, en qué clase de maldito país, estúpido y criminal habíamos nacido. Cuánto nos avergonzábamos de este moridero de mediocres.
El resto de aquel año no pudimos volver a comprar un solo libro y debimos depender más de los escasos libros de la biblioteca. Las pocas fotocopias que podíamos sacar, debíamos compartirlas por turnos, igual que los libros. Quiero decir, se redujo al mínimo nuestro tiempo de lectura. Comíamos menos, muchas veces debía salir de la Pedagógica a mi casa, robar comida de mi cocina y más tarde ir a la Nacional a llevarle su almuerzo a Adrián en un porta. Muchas veces debía yo cederle mi cuota para buses, y hacer el camino de mi casa a pie. Lo poco que ganaba en el taller (que era muy poco desde cuando dejé de cruzar palabra con mi padre) debíamos invertirlo en el pago de la cuota de dinero que a Adrián le exigían en su casa. En su casa, donde cada día le conminaban para que definitivamente abandonara sus estúpidos sueños de estudiante y se dedicara de una buena vez a trabajar y a hacer algo productivo. Cada vez íbamos menos a cine, nunca regresamos a teatro, música ya no conseguíamos, íbamos menos a bailar, cada vez disfrutábamos menos, cada vez vivíamos menos… Pero jamás se nos cruzó por la cabeza hundir el bote, y jamás dejó de irnos bien en nuestras clases. Todo a pesar y en contra de esa estúpida istración de la Universidad Nacional que nos había enterrado un cuchillo en las espaldas. Como en un vulgar cuento de horror… ¿O de cuchilleros?
Durante ese año, aparte de enamorarme cada vez más de ese bizcocho hermoso que era mi amigo, y sentir que él no dejaba de quererme, lo único bueno que me ocurrió fue el haber trabajado para David, reblujando documentos para un libro que por entonces él escribía sobre la literatura del modernismo en Colombia. Fue un trabajo encantador. Y me lo pagaba muy bien; pero de no haberlo hecho, le hubiera trabajado gratis de todos modos.
Adrián continuó con sus clases en la Nacional, y cada día se enamoraba más de esa carrera de filosofía. Un día se puso muy gomoso con su clase de lógica. Había iniciado el segundo nivel de esa materia, y andaba muy contento porque se la estaba dictando el maestro Carlos Vasco: una lumbrera. Hubo una mañana en que se puso muy cansón conmigo poniéndome a definir cosas y a burlarse de mis definiciones. Ocurre que con Vasco estaban viendo ese grave tema.
“¿Qué es una mesa?”, me dijo. “Es un objeto sobre el que se ponen objetos”, dije yo. “Sobre una vaca puedo poner objetos”, dijo él. “Es un objeto inanimado sobre el que se ponen objetos”. “Sobre una bicicleta puedo poner objetos”. “Bueno, entonces una mesa es, dos puntos: un objeto inanimado, con una superficie plana que tiene cuatro patas, sobre la que se pueden poner objetos”. “Entonces una mesa de tres patas no sería una mesa”. “Maldición… Es un objeto inanimado con una superficie con algún tipo de apoyo sobre el piso, sobre la que se ponen objetos: ¡listo!”, le dije. Y me sentí victorioso. “Mmm, psí. Pero tampoco sirve”, me dijo Adrián.
—¿Y por qué no va a servir?
—Porque, qué es “un”, y qué es “objeto”, y qué es “inanimado”, y qué es “con”, y qué es “algún”, y qué es “tipo”, y qué es “de”, y qué es “apoyo”. Definir es imposible, Fercho. ¿No ve que si usted utiliza diez palabras para definir una, necesita cien para definir las diez, y mil para definir las cien, y diez mil para definir las mil… y así hasta el infinito? ¿Mmm…?
—Y entonces, ¿qué es una mesa?
—Esto —dijo él, muy sabido y muy elegante, señalando aquella mesa donde estábamos tomando gaseosa.
Vea, pues: cómo es de bonita la filosofía.
—¿Y qué es poesía?
¡¡Y el muy maldito me lo preguntó así: a mansalva. Y en toda la cara!!
Creo que me bebí unas… ¿dieciocho gaseosas antes de que él empezara a burlarse de mí?
—¿USTED—me lo dijo así de subrayadito— no sabe qué es poesía?
—“Poesíaerestú…”. Pues no. Usted que es el que estudia filosofía, dígamelo.
—No, es que… yo tampoco tengo… ni culo de idea, Fercho.
Casi nos da un ataque de risa, en serio. Era muy chistoso.
Imagínenlo: nosotros habíamos leído a Shakespeare, a fray Luis, a Horacio; nos fascinaban Baudelaire, Verlaine, nos hacíamos hasta la paja por Rimbaud, adorábamos a Whitman, Adrián vivía enamorado de Rilke, éramos devotos de Silva y de José Manuel Arango, le lamíamos los pies a Borges, le besábamos el culo a Wilde; podíamos decir algo de los clásicos, de los románticos, de los prerrafaelistas, de Wordsworth y Coleridge y su lago, de las canciones de gesta,
y de los zéjeles; y sabíamos de las liras y los sonetos y los romances y las canciones (¡hasta sabíamos qué era un párodo y un estásimo!), recitábamos de memoria cantidad de poemas, y éramos muy sensibles y toda la pendejada… Y… NO… SABÍAMOS… QUÉ… ERA… LA POESÍA: muy triste, ¿no…? Además, estudiábamos en una facultad de literatura, estábamos estudiando para ser profesores de literatura (aunque tampoco teníamos idea de qué significaba ser eso): con qué chorro de babas le íbamos a salir mañana a un niño cuando nos lo preguntara (sobre todo en estos tiempos de la posmodernidad en que parecían haber caído en una especie de desprestigio las cosas humanas, como la poesía o el amor).
Más tarde, hacia el mediodía, Adrián vino a decirme que ya sabía qué era la poesía. “¿Sí?”, le dije burlándome.
—Sí —me dijo—, lo busqué en el Larousse: “es el arte de componer versos”.
Casi nos sentamos a llorar. Adrián dijo que deberíamos asumir como un deber moral encontrar una definición con la que al menos pudiéramos salir del paso; pero sin decir mentiras ni hablar estupideces como hacen los que se creen poetas cuando se lo preguntan (porque los poetas verdaderos casi nunca se atreven siquiera a intentar decir algo al respecto: así de sagrada consideran la poesía). Y nos propusimos encontrar una definición que mediosirviera para algo. Sabíamos que era una arrogancia, pero teníamos una excusa buenísima: uno nunca debe decirle mentiras a los niños. Y de todos modos sería divertido: así no sirviera para nada. Pasamos semanas y semanas discurriendo sobre la cosa.
Es chistoso, uno se pone a pensar en poesía y, ahí mismo, piensa en los poemas. Así que nos pusimos a buscar qué tenían de común los poemas para encontrar un universal que sirviera. Nos fuimos por el lado de los efectos, porque todos los poemas producían un efecto: eso lo sabíamos. Uno podía ser el de la sorpresa, el sentir descubrir algo nuevo, el maravillarse al sentir o entender algo que jamás se había visto ni sentido. Otro podía ser el de un reconocimiento: como cuando uno
lee un verso y siente que aquello ya lo había sentido. Otro puede ser el de un encantamiento por su música, o por su forma, o por la placidez de sus imágenes. Otro, simplemente el divertimiento con su gracia; o la seducción de su sencillez… Había tantos efectos que sugerían los poemas; pero ni todos estaban en uno, ni uno estaba en todos. Parecía como si en los efectos no hubiera un universal.
Pero, mirando esas cosas, un día nos pusimos a pensar que ellos, los efectos, no sólo estaban en los poemas; los mismos podían estar en las novelas, en los cuentos, en los dramas; pero también en los cuadros y en las esculturas, en los diseños de los arquitectos; y en las sonatas y en las sinfonías. Entonces pensamos que dentro de la poesía, dentro de lo que ella era, probablemente había un sinónimo de la palabra “arte”. Pero Adrián propuso que no sólo en las cosas artísticas había poesía; que ella, o efectos parecidos a los suyos, se sentían también en un enunciado matemático (dijo que él había escuchado una definición de infinito que le había sonado como un poema), o en un pasaje de un libro de historia, o de astronomía. Incluso creímos ver efectos poéticos en cosas que aparentemente nada tenían que ver con la poesía: en las cosas viejas, por ejemplo, esas que se consiguen por nada en los mercados de las pulgas (y aquí recordamos las Vejeces de Silva y todo). ¡Puf! La poesía cada vez parecía una cosa inmensa que lo tocaba todo, y así buscar una definición se enredaba mucho. Pero, de todos modos, creímos tener algo claro: en una definición de la poesía debería aparecer por alguna parte la palabra “artificio”; porque parecía como si la poesía estuviera siempre en las cosas hechas por los hombres.
Y justamente pensando eso, descubrimos que sí había un universal entre los efectos; que había un efecto que aparecía en todos los poemas, y en todas las cosas que de alguna manera nos parecían poéticas: el de sentir que detrás de cada poema existía una persona, un alma semejante a la nuestra. Entonces a Adrián se le ocurrió algo muy bonito: dijo que la poesía era como la huella de un alma puesta sobre las cosas. Y a mí me pareció que eso sonaba muy lindo; pero, sobre todo, sonaba verdadero.
Lo malo fue que a Adrián le parecía que como definición esa frase era insuficiente, porque dejaba incluir cosas que no eran poesía y que de todos modos mostraban la huella de un alma que las hizo: un cepillo de dientes, por ejemplo. También la bomba H. Un día se nos ocurrió pensar en que una definición podría contener la mención de para qué sirve la cosa. ¿Para qué sirve la poesía? Nos parecía que para todo y para nada. Uno, cuando gusta de la poesía, aunque no sepa lo que signifique, siempre piensa que casi no hay nada en la vida que pueda ser más importante; pero, puestos contra la pared, la verdad es que la poesía no parece ser muy útil. No en términos de que si podemos hacer algo con ella, o de que si me pueden dar algo a cambio de su “valor”, como el que tiene este reloj que tengo puesto: si tengo hambre, puedo cambiar mi reloj por un almuerzo, pero ¿qué me darán por ese poema de Rilke que guardo en mi cabeza…? No, no se trata de ese valor mercantil, sino más bien del sentido que tiene hacer poesía. Es decir, ¿qué función tiene hacer un poema? ¿Para qué un hombre escribe o hace un poema? ¿Para permanecer? Quién sabe, uno puede dejar su alma o un pedacito de ella en un poema, pero una vez muertos, ¿de qué demonios nos sirve esa alma que dejamos allí? Tal vez les sirva a otros; a uno ya no le sirve para nada. No, eso de la permanencia en una obra no es más que una elaboración retórica. Quizás, sólo hacemos un poema para reflejarnos, para mirarnos, para intentar comprender lo que somos. Sí, tal vez sólo de eso se trataba. Parecía una simpleza, pero creímos Adrián y yo que de esa simpleza se trataba.
Creímos que la poesía era algo así como un intento por descubrir lo que somos, lo que nuestra alma es. Un intento fracasado, de todos modos, sencillamente porque somos efímeros. No porque vayamos a morir. O también. Pero somos efímeros, antes que nada, porque nunca dejamos de cambiar. Este amor que siento hoy, quizás mañana no lo sentiré; o lo sentiré de otro modo: más fuerte o más frágil; más transparente o más interesado. Esto en lo que hoy creo, mañana lo descreeré. Lo que hoy pienso, lo pensaré de otro modo y no se parecerá a lo que pensé ayer. Tal vez sólo seamos lo que una vez somos. Así que si en un poema intentamos fijarnos, sólo un instante nuestro quedará allí, no nosotros (eso lo dijo Borges, ¿no?). Pero, con seguridad, será un instante verdadero que de alguna manera ata a ese poco de bruma que somos y que a cada momento se disipa, para mantenernos allí flotando (en la vida) sin dejar perdernos del todo. Mientras morimos. Algo así.
En fin, pensando en esas cosas, creímos que una definición sencilla, explicable, y no pretenciosa, podría ser alguna como ésta: que la poesía es como un intento fracasado por comprender el alma de los hombres a través de un artificio.
Y hasta intentamos escribir un ensayo que se llamaba “Todas las cosas y ninguna”, que comenzaba así:
Un poeta inglés imaginó alguna vez un jardín ruinoso. Años después, muerto el poeta, en algún recodo de su barrio en La Habana, Eliseo Diego encuentra el jardín soñado por el otro: “¿Vi yo en él, cuando aún no era, y ve él en mí, cuando ya no es? —se pregunta sobrecogido—. ¿Y cuál es el enigma de este sitio que es aquí y allá, pero no está ni allá ni aquí…? ¡Ah, si lo supiera, con qué palabras iba a explicarlo!”. La poesía, pues. ¿Qué cosa es ella? ¿Cuál es la palabra, o la frase, que pudiera llenar, pleno, el encantador vacío de su enigma? Responderlo parece haber sido una preocupación importante para los humanistas, obligados, como cualquiera, a definir cada objeto del que hablan. Pero ninguno de ellos, a menos que se trate de un arrogante insulso, ha podido dejar de mostrarse tímido en medio de ese pudor casi órfico que nos envuelve ante lo enigmático. Pues los enigmas son objetos venerables, especies de grutas que guardan la plenitud de un sentido que se sumerge en lo oscuro y que, no obstante, creemos está allí para entregarse. Sólo que la fragilidad del hilo que nos une a él, pero no lo ata, constituye precisamente su encanto; de los enigmas no nos seduce tanto su sentido como su misterio, y por ello, con cada enigma descifrado tememos no haber ganado Tebas, sino haberla perdido para siempre. Así, considerada como un enigma, para decir (para saber) qué es la poesía, sólo caben dos cosas: la prudencia (y, ya se sabe, es una virtud conocida únicamente por los sabios) o el silencio. Pero si parados en otra acera nos preguntáramos si es la poesía realmente un enigma… Tal vez ella pertenezca más propiamente al ámbito de lo inefable. Porque de los enigmas tenemos las palabras; lo que se
nos escapa es el sentido que ellas guardan (como el de la palabra Dios, o el de la palabra muerte); un sentido al que sólo podemos acercarnos por la fantasía de la especulación, y acaso creer acariciar en virtud de un acto de fe. Inversamente, de lo inefable son las palabras las que huyen; pero, aquí, el sentido lo tenemos con nosotros, lo palpamos, percibimos sus aromas, podemos escuchar su música, dibujar con nuestros dedos sus contornos e impresionarnos con su infinita transparencia: tal como es el amor y como, a mí me parece, es la poesía. ¿Quién, interrogado por su amante acerca de las razones de su amor, azorado por el impulso de tantos argumentos como los que en su corazón se agolpan, después de agotar decenas de palabras, no quedó con la amarga sensación de haber callado una más: aquélla en la que ha dejado, justamente, lo esencial? Es preferible, y preferimos entonces, la franca sencillez de un gesto: todas las frases amorosas del universo no podrían suplir la eficacia de un beso, toda la verdad que se transmite en un abrazo. Igual la poesía, portadora de una densidad de sentido tal que en ella el todo parece conservarse en cada una de sus partes, de modo que al mencionar algo de ella creemos haberlo dicho todo, sintiendo no haber dicho nada: como si la poesía fuese todas las cosas y ninguna. Parece entonces no existir la fórmula verbal que contenga íntegro su peso, cualquiera que utilicemos dejará por fuera algo en lo que tememos haber callado el centro. Así, definir la poesía es, como quizás lo sea ella misma, una confesión de pobreza, una restitución al silencio o, en el mejor de los casos, como lo hiciera Bécquer, un acto de señalamiento. De manera que, enigmática o inefable, ¿qué podemos decir, que sea cierto, de la poesía? Pues que ahí está. En el acorde de dos notas que hechizan e impiden escuchar el resto de la música, en la imprecisa tensión de dos colores que se tocan, en la línea que contornea una forma, acariciándola; en la sencilla frase leída que captura algo de nosotros, por un instante nos ata y nos deja como cualquier amante; y también en la ternura del sol que cae como un gigante cansado en los ocasos, en la magnificencia de una abeja sobre un pétalo, en la caricia del agua cayendo sobre la piel de un cuerpo amado, en la opacidad de la vieja tetera de la abuela, en el aroma de nuestras vidas depositado en los armarios; o en el leve giro de una mirada que embruja y nos deja a punto de caer en el amor, y en todas las cosas que en amor o en dolor, amargura o gozo, vienen a nosotros tocadas por el encanto de lo que simplemente es bello: la poesía está.
Quizás sea precisamente por ello que siempre sentimos no poder hablar con propiedad acerca de lo que la poesía es. Acaso porque en realidad la poesía no tiene ser, porque ella no es una cosa que podamos delimitar en el espacio y en el tiempo para tomarle una fotografía; o describirla, al contemplarla, con diez palabras para dejar en una entrada de un diccionario. Acaso porque la poesía sea en realidad sólo un atributo, o una suma de atributos, con que, a la manera de una dignidad, a veces investimos a las cosas cuando de un modo especial las iramos. Y tal vez pudiera haber un poco de verdad al afirmar: la poesía no es, la poesía tan sólo está. E igual que el amor, está allí donde exista un corazón que pueda hallarla, o que pueda hacerla aparecer. Un corazón, en fin, y al menos eso sabemos con certeza, que sólo late dentro del pecho de un hombre. Porque, bien mirado, la poesía pertenece a ese orden de atributos que siendo predicados de las cosas, no les pertenecen a ellas, pues existen sólo en el alma de aquél quien las contempla y como su imagen a un espejo, se los presta. Siendo así la poesía una cosa que no es, ¿cómo podríamos definirla? Además, ¿qué gracia tendría hacerlo si quizás sea nuestra ignorancia al respecto lo que nos permite a veces el placer de volver a hablar de ella? Bien podríamos de esta manera asumir nuestra ignorancia como licencia, y simplemente permitirnos disfrutar sin culpa el placer de emocionarnos con las cosas que, sin comprender por qué, nos resultan de algún modo poéticas. Claro, si no fuera porque en estos tiempos en que han caído en desprestigio las cosas que nuestros mayores atesoraban como dones (la poesía y el amor, por ejemplo), todavía hoy (y peor para ti si eres un profesor de literatura, signifique serlo lo que signifique) puede aparecer un niño inocente, y por lo tanto aún no posmoderno, que a bocajarro nos pregunte: “Bueno, ¿y qué es la poesía?”. ¿Qué vamos a responderle…?
En esas cosas andábamos por los días en que a Adrián le vino una diarrea de padre y señor mío que no le paraba con nada. La verdad era que desde hacía unos seis meses le venían dando achaques. Una vez tuvo unos dolores a la altura de los riñones que le duraron más de dos meses, pero todos los exámenes que le ordenaban parecían mostrar que todo andaba bien. Así soportó aquello hasta que un día se alivió como por arte de magia. En una ocasión le vino una comezón en la piel que lo hacía vivir rascándose todo el cuerpo como un chandoso. Era
gracioso verlo. También eso desapareció porque sí. Hubo un mes en que le dieron unas fiebres de miedo, pero tampoco lograron diagnosticarle nada. Lo de la diarrea fue lo peor de todo. Por días se mejoraba; pero cuando ya creía estar recuperado del todo, otra vez volvía la estúpida diarrea. Así llegamos a las vacaciones de Semana Santa. La pasamos enterita sin que la droga que le habían formulado sirviera para algo. El lunes en que regresamos a clases, el médico del servicio en la Nacional decidió hacerle una remisión a un especialista en gastroenterología.
—¿Usted es homosexual?
Fue lo primero que le preguntó ese gastroenterólogo después de leer la remisión.
—Sí —le respondió Adrián extrañado.
—¿El muchacho que está afuera es su compañero? —Sí.
—Bien —le dijo mientras escribía una orden—, vamos a necesitar hacer estos exámenes. Son muy especializados, pero en la Fundación Santafé los están haciendo… Eh…, intente no preocuparse pero… lo más probable es que usted tenga sida, muchacho.
Y eso fue todo.
POSTFACIO
LA BONDAD EN UNA ESQUINA
“A veces temo que los hombres seamos sólo una raza de náufragos perversos, y no exista en la isla el verdadero amor, como no sea el propio (o el de dos, a lo sumo). Aun así, a mí la vida me seduce, y siempre aguardo a que en cualquier esquina me asalte la bondad de algún extraño.” Esto escribía Fernando Molano en la página 66 de su segundo libro publicado en vida, Todas mis cosas en tus bolsillos (Editorial Universidad de Antioquia, 1997).
Los que vivimos en la Colombia de los años 90 sabemos que lo único que todos nos esperábamos al dar la vuelta en una esquina eran la puñalada, la bomba o el atraco. Pero Fernando Molano, aun en ese estercolero que era y en parte sigue siendo nuestro país, era capaz de esperar la bondad, a pesar de lo escaso que ha sido este personaje en el teatro de la vida colombiana.
Las aceras, las esquinas y los cuartos son sitios importantes en la narrativa y en la poesía de Fernando Molano. También las aulas de clase y las salas de lectura de las bibliotecas públicas. O, para ser más precisos, de una en particular: la Luis Ángel Arango. Molano amó esta biblioteca, que durante sus años de estudiante de literatura fue su única patria verdadera, y la biblioteca correspondió a ese amor del modo más hermoso y más extraño. La historia de este amor correspondido merece ser contada aquí, pues es la que explica que este libro, Vista desde una acera, exista:
La madre de Fernando Molano era la única hija de un señor de apellido Vargas. Lo único que la familia sabía de ese abuelo lejano era que despreciaba a su hija —por haber nacido fuera del matrimonio— y que nadaba en plata. Un día, por
las páginas rojas del periódico, los Molano se enteran de que han matado al abuelo Vargas. Entonces la familia del muchacho adolescente pensó que al fin dejarían de pasar trabajos gracias a la herencia de ese abuelo que nunca los había determinado. Dejaba una casa en Chapinero, un edificio de cuatro pisos en el centro de Bogotá y millones de pesos en el banco. Pero resulta que Vargas, hombre devoto, había redactado un testamento en el que legaba sus bienes a la Virgen del Carmen a través de unas intermediarias: las Carmelitas Descalzas. La familia demandó, pero las monjas, pese a sus votos de pobreza, no soltaron la presa de la herencia. Los abogados conciliaron y a la hija natural le entregaron doscientos mil pesos, unos muebles viejos y una pequeña colección de libros y revistas. Hasta ese momento en la casa de Fernando Molano había habido solamente dos libros: el de páginas blancas y el de páginas amarillas.
En una de esas revistas el joven Molano vio la foto de un niño; decía que se trataba de Oliver Twist. Se enamoró del rostro de ese niño de película y se prometió leer el libro de Dickens. Un día, en vez de ir a clase, se metió en la Biblioteca Luis Ángel Arango y preguntó por el tal Oliver Twist. Le dieron la edición de Aguilar y leyó la novela, capando colegio, en tres mañanas consecutivas. En el libro de Dickens Molano lee que un niño moribundo, Dick, le da un beso a Oliver, el protagonista; ese beso entre dos niños es la fuente inicial de toda la obra de Fernando Molano.
Esas revistas, que eran las migajas de la herencia del abuelo rico, resultan ser el origen de aquello que —junto con el amor de su amigo— salvó a Fernando Molano de una vida sórdida y sin sentido: la lectura y la escritura. Un beso de Dick abrió para siempre la mente de Molano y su vida y sus libros, en adelante, fueron besos de muchachos. Una revista puede ser una herencia más importante que una casa. Una buena biblioteca pública puede significar más riqueza que heredar un edificio. En Vista desde una acera, al referirse a la Luis Ángel Arango, escribe Molano: “Ahora no puedo decir nada sobre este lugar: necesitaría una oda hermosa, y no sabría cómo escribirla.”
Aunque parezca increíble, ese amor de Fernando Molano por la Luis Ángel
Arango acabó siendo correspondido. Ya muy enfermo, en 1995, Molano recibió una beca de creación de Colcultura para terminar una novela que estaba escribiendo hacía años en las treguas que le daba su enfermedad. En 1997, para cumplir con los requisitos de la beca, tuvo que entregar, más o menos apresuradamente, una copia de su último borrador, pasada en limpio (aunque con muchos errores) por algún alma caritativa. En esos momentos Molano vivía la situación descrita en uno de sus poemas, “V.I.H.”:
Pero hacia mí la muerte se apresura. En verdad, hace años la tengo pegada a mis talones, soplándome su vaho en los carrillos. Manos arriba contra la pared, apretados los muslos y los ojos, ella me tiene; y aguardo, solo, a que por fin me aseste su triste golpe.
Manos arriba contra la pared, la muerte, vestida de sida, se llevó a Fernando Molano a principios de 1998. Y su segunda novela, inacabada, no quedó en manos de nadie. Sencillamente se perdió. Hasta que, años después de su muerte, una amiga de Molano (la bondad que lo asalta en una esquina), escarbando papeles en la Biblioteca Luis Ángel Arango, encontró el manuscrito entregado a Colcultura. En un país donde casi todo se tira a la basura, la gran biblioteca bogotana lo había guardado. Esta amiga fotocopia el libro y se lo lleva a quien fuera el verdadero ángel de la guarda de Fernando Molano durante su breve vida de escritor: su profesor de literatura en la Pedagógica, David Jiménez Panesso. Gracias a él, y a la tenacidad de una editora, Verónica Londoño, que supo
negociar pacientemente con la familia del escritor muerto hasta obtener la autorización para publicarla, podemos hoy leer, al fin, catorce años después de la muerte del autor, esta hermosa obra póstuma de Fernando Molano: Vista desde una acera.
Además de Un beso de Dick (1992), su libro más conocido, que es una hermosa novela de culto, Fernando Molano publicó el libro de poemas al que he aludido más arriba: Todas mis cosas en tus bolsillos. Ahora estas tres obras conforman una especie de trilogía complementaria para narrar un mundo. De algún modo cada uno de estos libros necesita de los otros para entenderse a fondo. El poemario en particular, como una bisagra entre su primera novela y la novela póstuma, completa y explica muchos de los sentidos de los dos libros de narrativa. Doy un solo ejemplo: para entender el título de Vista desde una acera, conviene tener en mente el siguiente poema de Todas mis cosas en tus bolsillos; en él se dice, nada menos, cuál es la vista que se ve desde una acera:
A la voz de sus señoras silenciosos
y dóciles como suelen los condenados del borde del sardinel levantan sus traseros dos chicos enamorados (…) Sentado a la puerta de mi casa sin mirarme
frente a mí pasan me ofrecen sus espaldas
sobre el mugre de sus bluyines yo pienso ¡Dios! y mi tarde se hechiza entre sus pliegues con sus pasos… Señor: ¿qué llevan en sus bolsillos traseros los muchachos?
Todo en la poesía y en la narrativa de Fernando Molano se nutre de su experiencia caliente de la vida. ¿Hasta qué punto son novelas Un beso de Dick y Vista desde una acera? Sabemos que el amor de la vida de Molano se llamaba Diego (y a él está dedicado su libro de poemas). Este muchacho, en el primer libro, se llama Hugo, y Adrián en el último. No sé si la sola voluntad de cambiar un nombre real por un nombre ficticio convierta —como por arte de magia— un libro testimonial en una novela. Tal vez ese pequeño desplazamiento sea ya suficiente. Pero en todo caso, como una vez me dijo David Jiménez, Molano “no quería escribir como un literato; para él lo importante era lo vivido, lo confesional, y de ahí que haya escogido ese tono coloquial, alejado de ‘lo literario’, para escribir sus novelas.” Yo creo que de ahí proviene la sensación de verdad que se desprende de sus libros: de su renuncia a lo ficticio y a toda sofisticación literaria.
¿En qué momento opta un escritor por dejar a un lado la fábula, la ficción, la fantasía, y se limita a contar la historia de su vida? ¿Cuándo renuncia a ser un literato que hace literatura y escoge más bien escribir un testimonio, una confesión, redactada con la escritura más limpia y sencilla, la más cercana al grado cero de lo que se considera literario? Creo que a esta opción se llega cuando se percibe una fábula —con moraleja y todo— en la propia experiencia, en la historia, tal cual es, de la propia vida. Cuando cambiarla o acomodarla mediante las astucias y simetrías que prodiga la ficción, no la mejora.
Aunque inacabada —pues sin duda Vista desde una acera termina en punta, e incluso algunos de sus capítulos parecen inconclusos—, esta obra póstuma de Fernando Molano está llena de calidad y de sentido. Es hermosamente conmovedora y verdadera, llena de anécdotas y reflexiones que nos obligan al ensimismamiento y a la duda. Las historias entrelazadas de las familias de dos muchachos que se aman forman un retrato al mismo tiempo amoroso y devastador de lo que es nuestro país.
Con el último soplo, con el último esfuerzo de su cuerpo enfermo, Fernando Molano nos quiso dejar de herencia su vida y la vida de su amigo, la vida de dos muchachos que se amaron. Una vida hermosa, pero que pudo haber sido mucho menos dolorosa si esta no fuera una sociedad tan cruel, tan indiferente, tan injusta. Las cosas, parece decirnos Molano en cada momento, pudieron no haber sido tan duras y tan despiadadas. ¿De qué manera podrían haber sido mejores? No es tan difícil imaginarlo, y leyendo este libro real uno lo entiende. Creo que Fernando Molano nos dejó un testimonio de su vida para que algún día entendiéramos que esta habría podido ser menos dura y menos sufrida. Pobreza, homofobia, violencia, hipocresía, estupidez rodearon la vida de un muchacho de increíble pureza y sensibilidad. Sus libros son el testimonio de ambas cosas: de la maldad que nos asedia, y de la extraña bondad que a veces nos asalta en una esquina.
HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
Fernando Molano Vargas
Nació en Bogotá el 9 de julio de 1961 y estudió Lingüística y Literatura en la Universidad Pedagógica, y Cine y Televisión en la Universidad Nacional. En 1987 fue galardonado en el concurso Nacional de Cuento de Proartes, en Cali. Entre agosto de 1989 y abril de 1990 escribió Un beso de Dick, que en 1992 envió al concurso literario de la Cámara de Comercio de Medellín, del cual resultaría ganador. En 1995 recibió una beca de creación de Colcultura para terminar de escribir Vista desde una acera. Dos años después, para cumplir los requerimientos de la beca, entregó el manuscrito corregido, que sería encontrado años después de su muerte entre los archivos de la Luis Ángel Arango, fruto del trabajo de una amiga del autor. Vista desde una acera permaneció inédita durante casi quince años hasta que en 2012 fue publicada por la editorial Seix Barral. En 1998, antes de morir, Molano alcanzó a ver publicado su poemario Todas mis cosas en tus bolsillos, editado por la Universidad de Antioquia, gracias al trabajo del escritor Héctor Abad Faciolince. Falleció ese mismo año debido a complicaciones relacionadas con el sida, tal como le ocurrió años atrás a su compañero Diego Molina.
Imagen de cubierta: Paula Vargas Salazar
Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño
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