Una Mona En Casa 213f27

Sandoval Ávila, Alejandro Una mona en casa / Alejandro Sandoval Ávila ; ilustraciones de Beatriz Rodríguez – 1ª ed. – México : Ediciones SM, 2020 El Barco de Vapor. Azul

ISBN: 978-607-243-846-0

1. Cuentos mexicanos. 2. Literatura infantil. 3. Adopción – Literatura infantil 4. Monos – Literatura infantil 5. Animales domésticos – Literatura infantil

cDewey 863 S26

Para Marianne, que avisoró la historia. Para Alejandra y para Ana Sofia que, como siempre, la hicieron posible. Para Julia, que espero disfrute.

Aunque la mona se vista de seda mona se queda Refrán popular

El disparo

UN DISPARO irrumpió en los sonidos cotidianos de la selva y provocó un escándalo de monos y pájaros en desbandada. Ese disparo acabó con la vida de una chimpancé que llevaba a su bebé en brazos. Ella, aferrándose a su cría, se precipitó a tierra golpeándose contra las ramas de los árboles y los cazadores se abalanzaron hacia donde caía para tratar de que el pequeño chimpancé no se lastimara si quedaba bajo el cuerpo de la madre al estrellarse contra suelo. Los chillidos del animalito eran desolados, lastimeros: no comprendía qué pasaba, por qué ya no había seguridad en los brazos de su madre, pero tampoco quería dejarlos. Los cazadores, con la destreza adquirida por haber repetido la operación muchas veces, separaron con rudeza al pequeño del cuerpo de su mamá.

Así era como había que hacer eso: mientras estuviera viva, la chimpancé jamás se habría desprendido de su bebé. El bebé era una pequeña chimpancé que al crecer no conservaría recuerdos de la época en que vivió en los árboles de la selva. Apenas recordaría un verde intenso y la luz de los mediodías. No tendría memoria del agua corriendo en los arroyos ni del bullicio que producían los demás animales que habitaban esa selva. No recordaría el calor de los brazos de su madre, pues los confundiría con los brazos de la señora que después fue su dueña. Tampoco recordaría el canasto en que la metieron para transportarla, el biberón del cual la obligaron a beber un líquido blancuzco que en nada se parecía a la tibia y dulce leche que salía de los pechos de su madre. No recordaría que estuvo a punto de morir de tristeza, abandono, soledad. Fue de noche cuando los hombres que la habían sacado de la selva la entregaron a otros; éstos se la llevaron lejos, muy lejos, y fueron ellos quienes, apenas percibieron que la pequeña chimpancé tenía alguna posibilidad de vivir, la pusieron en exhibición en una jaula que tenía un olor muy fuerte, muy feo. Olía a orines viejos y a desinfectante. Era una tienda donde se vendía todo tipo de animales. De las otras jaulas escapaban chillidos, gemidos, ruiditos que más bien daban lástima. Ella tendría recuerdos de esa época porque por primera vez pudo ver con detenimiento las caras de los humanos. Al principio la asustaron, sobre todo las de los niños, que se paraban enfrente y le hacían todo tipo de gestos y ademanes. La pequeña chimpancé se arrinconaba entonces, se hacía ovillo en uno de los extremos de su jaula y desde allí los miraba. Poco a poco empezó a imitarlos. Lo hizo quizá porque se sentía sola, quizá porque extrañaba el grupo de monos donde había nacido, quizá porque entendió que los barrotes eran una muralla que la mantenía más o menos a salvo, o tal vez nada más lo hizo porque sí. Si le sacaban la lengua, ella también lo hacía. Si los niños se llevaban las manos a los oídos y hacían como si fueran orejas de elefantes, pues ella movía las manos exactamente igual. Si se rascaban las costillas, la chimpancé también se las rascaba. A ratos volvía a encogerse sobre sí misma, arrinconándose.

La cantidad de chiquillos frente a esa jaula fue lo que atrajo a una señora regordeta que iba con sus sobrinos, una niña y un niño. La señora miró y miró las monerías que hacía el animalito, sintió cierta compasión cuando se retraía porque parecía desamparada, y acabó por gustarle. —¿Ustedes creen que se acostumbraría a vivir conmigo? —les preguntó a sus sobrinos. Ellos adivinaron qué estaba pensando su tía y la animaron: —¡Claro que sí! —Y hasta te ayudamos a cuidarla —respondieron. Ante el regocijo de sus sobrinos, decidió comprar la mona. Le pidió al dependiente que preparara a la mona para llevársela. Esa experiencia horrorizó a la chimpancé: le colocaron un collarín y una correa y la metieron en otra jaula mucho más chica, en la cual apenas cabía. Luego, mientras lanzaba chillidos de angustia, se llevaron columpiando la jaula hasta meterla en el pequeño coche de la señora. Y de plano, cuando el vehículo comenzó a moverse, la mónita se quedó muda de espanto: ella no sabía de qué se trataba. Acurrucada sobre sí misma, no pudo ver la ciudad: el tránsito, los otros autos, la gente que caminaba por las calles, los edificios. En el trayecto, los niños (que se llamaban Juan y Carla) empezaron a discutir sobre el nombre que le pondrían a la mona. Decían que Cuqui, que Maty, que Lulis, que Coty y quién sabe cuántos otros diminutivos; Juan contradecía a Carla y Carla contradecía a Juan. La tía los dejó que discutieran un rato y poco antes de llegar a su casa, dijo de manera cortante: —Se va a llamar Celina —y los chiquillos inmediatamente respondieron: —¡Ay, no, Celi, no! —dijo Juan. —Celi es feo, así se llamaba una niña de mi escuela que me caía bien gorda — declaró Carla. —Dije que se va a llamar Celina, no Celi —sostuvo la tía en tono que no aceptaba discusión.

La changa se llamó Celina.

La casa nueva

DOÑA LOLA o Doloritas, como le decían a la señora, vivía en un departamento pequeño. Los primeros días que pasó allí, la mona estuvo asustada, amarrada a la pata del sofá de la sala. Doña Lola le daba de comer frutas y leche, la acariciaba y le hablaba con voz suave. Celina aprendió a quererla y a subirse a sus piernas cuando la señora se sentaba en el sofá. Como Doña Lola tenía mucho cuidado con la limpieza de su casa, trató de educar a la mona como le habían dicho que se educa a un cachorro de perro: colocando periódicos viejos en el sitio donde debería hacer sus necesidades y dándole un golpecito cuando se hacía fuera de ese sitio. Pero la única vez que le pegó, a pesar de que fue apenas un toque con la palma de la mano, Celina lanzó tal chillido que la señora decidió que nunca, nunca más, lo haría. —Oye tía, ¿por qué no le ponemos pañales? —sugirió Carla. —Eso estaría bien. Total, aunque sea una mona es todavía bebé —dijo Juan. —¡Esa es una idea magnífica! —exclamó doña Lola y de inmediato envió a sus sobrinos a la tienda a comprar varias bolsas de pañales desechables.

Aparte de sus sobrinos, nunca habían entrado otros niños a la casa de la señora Lola. Pero desde que llegó Celina, Juan y Carla le rogaban para que por las tardes, después de las clases, les permitiera invitar a sus amigos. Con curiosidad y excitación, llegaban dos o tres niños por un rato para ver a la chimpancé, que fue conocida por el diminutivo de “Celi” a pesar de los esfuerzos de doña Lola para que le dijeran Celina, así, completo.

Después de las primeras semanas, el departamentito de doña Lola era insuficiente para albergar a todos los niños que iban a ver a la mona y a jugar con ella. En la sala no cabían más de cinco personas mayores, pero los niños se las arreglaban para acomodarse diez o doce; había veces que hasta en la cocina y en el corredor del edificio había muchachos. La señora comenzó a disgustarse por la situación y en voz baja y, aparte, les llamaba la atención a sus sobrinos: —Miren nomás. ¡Cuántos chiquillos hay en mi casa! No puede ser. Esto no es una escuela —decía. Y en otras ocasiones: —Si hubiera querido ver a tantos chamacos habría puesto una guardería —y así por el estilo. Pero como Celina parecía feliz, doña Lola aceptó el rejuego que se armaba por las tardes en su casa. Los niños jugaban con la mona para que repitiera ademanes y gestos; y le mostraban cómo caminaba el maestro fulano, cómo le hacía tal o cual señora. Tenían un reto: a ver quién lograba que Celina imitara los gestos más difíciles. Se pasaban frente a la mona horas y horas, sacando la lengua lo más que podían, jalándose la comisura de los labios, haciendo bizcos y cuanto se les ocurría. Celina los observaba atenta y antes de imitarlos los olisqueaba un poco. A algunos les daban escalofríos cuando la changa les recorría con su nariz húmeda la cara, el cuello y los brazos. Repetía los gestos y luego los mejoraba: le agregaba alguna mueca a su cara, con lo que lograba más fealdad, más comicidad o más gracia. Después soltaba una trompetilla, como burlándose porque les había ganado. El mitote por ver a Celina, por conocerla, y más por jugar con ella, no bajaba de tono entre los chamacos del edificio y hasta del barrio. Todos tenían algo que contar de la changa.

chimpancé deambulaba suelta por la casa porque doña Lola no tuvo alma para mantenerla sujeta con el collarín y la correa.

Tímidamente las primeras veces, incontenible después, trepaba por todos lados, se metía en todas partes, tomaba todas las cosas con las manos y con las patas, las cuales utilizaba con mucha habilidad. Eso lo pueden hacer muy bien los changos. Doña Lola la perseguía, sacándola de donde se metía, quitándole lo que agarraba, bajándola de los lugares adonde se trepaba. —Celina: bájate de ahí —decía la buena señora e iba y tomaba en brazos a la mona para ponerla en el piso. —¡Celina! ¡Eso no se come! —exclamaba cuando veía que la chimpancé se llevaba algún objeto a la boca y corría a quitárselo para ponerlo a buen resguardo. —Celina: ¿dónde te metiste ahora? —preguntaba cuando tenía un rato sin ver a la changa y recorría todos los rincones y recovecos del departamento hasta que la encontraba. Sólo había algo que no dejaba de molestar a la tía Lolis. Desde un principio, Celina correspondió a su cariño, pero la forma en que quería demostrarlo no le gustaba: la mona insistía en acariciarle la cabeza como espulgándola y la señora siempre le retiraba la mano con cierta violencia y la reprendía con severidad. Eso le parecía algo incorrecto, hasta sucio. Pero la intención de tocarla de esa manera se repetía con insistencia sin que Celina entendiera que no debía hacerlo.

Changas

CELINA MIRABA con ojos de niña traviesa, de niña dulce. Eran casi los mismos ojos con que la había visto aquella chimpancé en el circo, cuando doña Lola fue niña, hacía ya muchos, pero muchos años. Porque la señora también había sido niña, como Carla. De pronto recordó uno de los mayores anhelos que había tenido entonces. Fue una ilusión que se le metió en la cabeza a partir de que la llevaron a ese circo en donde había un acto en el que varios simios daban marometas y hacían malabares.

A media función, una changa, vestida como pastorcita, abandonó la pista y fue adonde se encontraba ella. Ante la confusión del público y del payaso que coordinaba el acto, la mona se le sentó en las piernas y la miró a los ojos. Cuando quisieron obligarla a que volviera a la pista para continuar, la changuita se abrazó de la niña. Ella se quedó pasmada, quieta, más que por el susto o la sorpresa porque había percibido en los ojos del animalito un sentimiento de dulzura, de tristeza, que no tenía nada que ver con el número que representaba en el circo. Quiso que aquella mona fuese suya, llevársela a su casa, que sus papás se la compraran al dueño del circo. —Les prometo que yo la cuido bien… Por favor, por favor. Y ya no le pido nada al Niño Dios para Navidad… Voy a llorar mucho, mucho, si no tengo a esa changuita de compañera —fueron algunas de las cosas que les dijo a sus papás. Pero ellos sólo movieron la cabeza, sonrieron un poco y le respondieron que no, que no y que no. —Es que ustedes no saben… esa monita está triste, muy triste —les explicó. Entonces los papás se impacientaron y la mamá le dijo: —Ya niña, ya. Deja de estar dando lata porque no te volvemos a traer al circo. Luego la niña Lolita pasó a ser la joven Lola y olvidó aquello. Pero ahora, doña Lola, que era ya una señora grande, lo recordaba todo. Ella había comprado a Celina para cumplir, de alguna manera, esa ilusión de su niñez, aunque —ahora se daba cuenta— lo había hecho sin saber bien por qué. La tía Lolis miró con renovado cariño a Celina. Y mirando, mirando cómo se desplazaba de aquí para allá, la señora decidió que le molestaba la desnudez de la mona. En realidad no era desnudez, sino el hecho de que se paseaba por toda la casa con un pañal por única vestimenta, lo que le daba cierta semejanza a una figurita infantil. La señora decidió que tendría que vestirla. Lo haría con ropa sencilla. Nada pretencioso.

Esa noche, cuando estaba a punto de quedarse dormida, la señora sintió cómo la mona se colocaba junto a ella y la abrazaba. El calor fue muy agradable. A partir de esa vez, dormirían siempre juntas.

Al día siguiente, temprano como era su costumbre, doña Lola abrió las ventanas para que entrara aire en el departamento y se dispersaran los humores de la noche. Ese día saldría a comprarle ropa a Celina y estuvo un rato reflexionando si la llevaría. En esas reflexiones, imaginó. Se imaginó caminando por las calles donde están las tiendas de ropa. Como consideraba humillante llevar a Celina con collarín y correa, iban tomadas de la mano. Las aceras estaban llenas de gente y la mayoría se sorprendía al ver a la mona; algunos hasta querían tocarla, acariciarla o jugar con ella. Doña Lola se sentía incómoda porque Celina se distraía mucho y casi no le permitía avanzar. Para evitar a los curiosos con los que la changa se entusiasmaba, la señora se metió en cualquier tienda. Era una tienda de telas, muy grande y con muchos compradores y dependientes. Allí vendían todo tipo de lienzos, paños, trapos, casimires, mallas, fieltros, hilados y deshilados. Preocupada como estaba por evadir a los curiosos, la tía Lolis no se percató del azoro y la felicidad de Celina: tantos colores, tanto espacio y tanta gente. Cuando vino a darse cuenta, ya la changa se había trepado a un altero de rollos de franela y se disponía a brincar sobre una malla de cielo. Lo impidieron varios dependientes que, con las varas para medir tela, querían obligar a Celina a descender. Doña Lola gritó que no la golpearan mientras detenía a quienes buscaban alcanzar a la changa, que andaba entre linos, telas de algodón, mezclillas, haciendo rodar los rollos, mordisqueando los ribetes de algunos géneros que le parecieran atractivos y deshaciendo el perfecto orden de la mercancía. Cuando Celina, feliz, se dejó rodar sobre los casimires ingleses hacia doña Lola, llegó el gerente con su carota de pocos amigos. Tuvo que pagar mucho dinero por las telas dañadas. Los clientes fueron los únicos que disfrutaron del inusitado espectáculo.

Doña Lola y Celina regresaron a su casa sin haber comprado nada de ropa. Como eso fue lo que se imaginó la señora, decidió que no llevaría a Celina de compras.

El atracon

—TE PORTAS bien, Celina —le dijo doña Lola—. No me voy a tardar —la mona escuchaba muy seria, quietecita, con ese gesto de extravío que a veces tienen los chimpancés. —No hagas ruido porque los vecinos pueden molestarse. La señora se fue de compras, convencida de que la mona había comprendido. Apenas se cerró la puerta, la changa empezó a moverse por aquí y por allá. Dando pequeños gemidos, constató que no había ningún niño para jugar. Eso era extraño, nuevo, interesante. Celina miró hacia todos lados, se rascó la cabeza y se aproximó hacia una de las ventanas que estaba abierta. La altura no la asustó; es más: sólo vio la ventana de un departamento vecino que también estaba abierta. Midió la distancia y descubrió un borde que corría desde donde ella estaba hasta un cable que, suspendido en el vacío, iba a dar exactamente bajo aquella ventana. Caminó a gatas por el borde, agarrándose con patas y manos, como si estuviese sobre una rama. Cuando llegó al cable, se puso de pie y empezó a caminar sobre él como una consumada equilibrista, tentaleando con cada pie antes de dar el siguiente paso. Cuando le faltaba poco para finalizar ese cruce sobre el vacío, pegó un salto y de pronto ya estaba acuclillada en el marco de la ventana del otro departamento. Era muy diferente. Tenía más muebles y estaba algo sucio. Había muchos olores. De los que reconocía, algunos eran de niños con los que a veces había jugado y de sus papás. Pero había más olores que le eran desconocidos y muy atractivos.

Se introdujo al departamento. Avanzaba con cautela. Caminó unos pasos por el suelo y luego brincó a la mesa del comedor y de allí al mostrador. Pero los olores desconocidos venían de más allá. Siguiéndolos fue a dar a la cocina y encontró el origen: un cesto con dulces de leche. No los conocía, pero su instinto le decía que podían comerse. Sin pensarlo se engulló uno tras otro. Eran una delicia. Cuando terminó anduvo husmeando un poco más. Luego decidió regresar a su casa haciendo la travesía a la inversa. Una vez allí, después de un rato de haber consumado esa travesura, Celina se puso mal por el hartazgo de dulces. Se sintió enferma y sola. Así que fue a acurrucarse en un rincón del cuarto de doña Lola. El estómago le dolía mucho.

Pasado el mediodía, doña Lola regresó a su casa con varias bolsas repletas de ropa para Celina. En la primera tienda se le olvidó que la noche anterior había pensado que compraría algo sencillo. Quizá porque se estuvo acordando de su infancia, quizá por los ojos tan humanos con que Celina la veía, quizá porque nunca se había casado ni tenido hijos, llegó a la casa cargada de vestidos, corpiños, pantalones, playeras, calcetas, faldas y quién sabe cuántas otras prendas. Doña Lola dejó los bultos sobre un sillón y aspiró fatigada. Entonces sintió el olor. Su casa olía feo. Pero muy feo. El corazón le dio un brinco y angustiada empezó a buscar a Celina. La encontró junto a la cama. La mona la miró con ojos de susto, de dolor y empezó a gemir. La señora la cargó, la envolvió en una toalla, bajó corriendo los tres pisos, subió a su coche y salió a toda prisa rumbo a la tienda de animales. Celina iba encogida sobre sí en el asiento trasero del auto. No dejaba de quejarse.

Cuando Doña Lola entró a la veterinaria pidiendo ver al médico con urgencia, un loro gritó “¡Mamá, mamá!”, un perro ladró, un gato se erizó, los hámsters se movieron más rápido en su jaula, pero Celina ya no hacía ningún ruido. Sólo suspiraba y volvía suspirar, y temblaba.

La señora, con el alma en un hilo, le contó al veterinario cómo la había encontrado; él, después de una revisión cuidadosa, recostada Celina en una mesa de consulta, preguntó con voz grave: —¿Qué le ha dado de comer a este animal, señora? Aunque doña Lola se sintió algo ofendida porque le había dicho “animal” a Celina, estaba más preocupada por la mónita, así que respondió con voz vacilante, casi al borde del llanto, como si fuera culpable de quién sabe qué cosa: —Sólo frutas y leche, doctor. —No parece así —dijo el veterinario—. Se ha dado un atracón. —Eso, desde luego, no es posible —sostuvo la señora—. Sólo come frutas y leche —repitió, y continuó casi sin respirar: —Y siempre a sus horas y nunca demasiado y la leche, hervida; otra debe ser la razón del malestar de Celina… El médico la interrumpió diciendo que, en adelante, había que observar lo que hiciera y tener cuidado con lo que se llevara a la boca. Por lo pronto había que dejarla descansar un rato, ponerle suero y Celina estaría bien. La changa se quedó gimiendo bajito, con un brazo sujeto con tela adhesiva a la mesa y una aguja que le llevaba el suero penetrándole la vena del antebrazo. Durante más de una hora doña Lola estuvo junto a ella, mientras el médico atendía a otros animales. El consultorio era bastante amplio y tenía cuatro mesas de consulta. El veterinario, auxiliado por algunos ayudantes, podía atender a varios animales a la vez. La señora se enteró de que el gato que se había erizado cuando entró gritando estaba allí por una herida en la barriga que se había hecho al andar vagabundeando en las azoteas. Observó de lejecitos cómo se la suturaban. También supo que el loro que había gritado “¡Mamá, mamá!” se había roto una pata al andar jugando con unos niños. Vio cómo le entablillaban la pata rota al animalito y consideró que tenía que cuidar más a Celina cuando jugase con sus sobrinos y sus amigos. Doña Lola se dio cuenta de que el perro que había ladrado era en realidad una perrita que estaba a unos cuantos días de tener cachorritos y que sólo había ido para que el doctor revisara que todo fuese bien. En una cosa y en otra la señora se distrajo y, cuando vino a darse cuenta, Celina ya forcejeaba para zafarse el brazo sujeto y quitarse el suero.

La tía Lolis se sobresaltó un poco, se alegró y luego se alarmó. Llamó con voz alterada al doctor. La mónita se estaba recuperando muy rápido y se impacientaba por verse así. El veterinario acudió y con voz suave tranquilizó a Celina, la acarició y con cuidado le quitó la venoclisis. Como si se tratara de una niña, empezó a auscultarla. Ella pensó que era por juego que el médico le tocaba así la barriga, de modo que se incorporó e hizo exactamente lo mismo en el estómago de él. Tuvo que ayudar doña Lola para que Celina volviera a recostarse y dejara al hombre hacer su trabajo. Pero cuando quiso utilizar el estetoscopio, la changa confundió el aparato con el collarín y la correa, dio un brinco, se puso a pegar de gritos y a dar de vueltas en el centro de la habitación. Allí estaba todavía el perico con la pata entablillada, que chilló con toda su fuerza; la perrita aulló y ladró; y el gato volvió a erizarse. Los dueños de los animales no sabían cómo tranquilizarlos. La tía Lolis estaba avergonzada y confundida. Tomó en brazos a la mona, le habló en voz baja al oído y le rascó la barbilla, justo como le gustaba que le hicieran. Celina se calmó y los otros animales también. El doctor volvió a sentarla en la mesa y se dispuso a darle una cucharada de suspensión. La mona entendió, abrió de buen grado la boca, pero en cuanto sintió el sabor de la medicina, con un ruido estruendoso la escupió toda sobre la bata del veterinario. —Bueno —dijo, mientras se limpiaba—, hay que darle esta suspensión tres veces al día si vuelve a tener diarrea. Escribió una receta y se despidió. Doña Lola tomó en brazos a Celina, suspiró y se encaminó a la puerta. Antes de que abandonaran el consultorio, el doctor preguntó: —¿Celina tiene amigos? —Sí, claro. Mis sobrinos y los chamacos del edificio donde vivimos —contestó la tía Lolis un poco sorprendida por la pregunta.

—Me refería a amigos de su misma especie, a otros monos —puntualizó el veterinario. Para la señora era increíble que alguien pensara que Celina podía juntarse con animales que de seguro andarían todos mugrosos y sin ropa, que tendrían piojos o chinches y que quién sabe cómo los habrían educado sus dueños. —No, no conocemos a nadie—. Dijo “conocemos” a propósito. A fin de cuentas se trataba de Celina y de ella. El médico escribió una dirección en una hoja y se la dio a doña Lola: —Allí se reúnen cada sábado algunas personas que también conviven con chimpancés. Vale la pena que vaya. Ella tomó la hoja, dijo que lo pensaría y salió del consultorio. Por momentos, la mónita la miraba con la intensidad de un niño triste.

Un sueño

POR LA TARDE, algunos niños que iban al departamento de doña Lola para pedirle permiso de jugar con Celina, vieron cómo la señora, sin hacerles caso a ellos, sacaba a la mónita envuelta en una toalla. Rápidamente llevaron la noticia de puerta en puerta, de modo que, al regresar, estaban allí todos los amigos de Celina. Carla y Juan encabezaban la espera. Mientras explicaba a unos niños qué había pasado, otros acariciaban a la mona y le hacían gestos que ella repetía con cierto desánimo. Entraron al departamento. La mona, desganada, bajó al piso y caminó un poco. —Ven, Celi, ven. —Súbete a la silla, Celi. —Anímate, Celi. —Enséñanos cómo te subes hasta allá arriba. Los niños, para animarla, le decían cosas así. Se trepó a la mesa y haciendo caso de los ánimos que le infundían, subió a lo alto del aparador. Los que animaban a la changa aplaudieron y doña Lola, de reojo, prestó atención a lo que hacía Celina. Entonces la mona aplaudió, lanzó un chillido y brincó al cortinero, de allí se deslizó hasta el pretil de la ventana y se agazapó en evidente preparación de un acto espectacular. Quería repetir ante sus amigos el paseo que había dado por la mañana. Justo cuando iba a comenzar a caminar por el pretil, doña Lola llegó y la abrazó. Los niños habían enmudecido, esperando ver un acto acrobático. Eso fue el final de la visita de ese día. La señora decidió que ya era hora de que todos se fueran a su casa. Celina se quedó en brazos de la tía Lolis, que la acariciaba. Emitía un ronquido similar al ronroneo de un gato. La señora nunca había escuchado ese sonido en su mónita y, por similitud con los felinos, pensó que era de satisfacción.

Repasando lo que había visto, le entró una sospecha de cómo Celina se pudo dar el atracón. Había que observarla muy bien, tal cual había dicho el veterinario.

Por la mañana, doña Lola se despertó con sobresalto. Estuvo un rato acostada, con los ojos entrecerrados. Celina ya no estaba junto a ella. Recordó lo que estuvo a punto de hacer la tarde anterior y se despabiló para buscar a la mona. Entonces empezó a oír a la señora del departamento de al lado que regañaba a sus hijos porque se habían comido toda la cesta de dulces, sin dar oportunidad ni a ella ni al papá de que los probaran. La sospecha de cómo Celina se había enfermado fue transformándose en certeza conforme doña Lola escuchaba a su vecina regañar a sus hijos. El paseo por el vacío que Celina quiso iniciar la tarde anterior le dio vértigo. Había estado expuesta a un gran riesgo, si es que durante el día había hecho eso. La chimpancé, sentada en el piso del comedor, esperaba a que doña Lola viniera. Ella miró a la mónita. Sus ojos parecían querer decirle algo. O tal vez ella se lo imaginaba. Fue y la cargó, la tuvo entre los brazos como a un niño pequeño y, al o del calor de Celina, empezó a recordar su sueño.

Doña Lola había soñado con Celina. Pero no con la Celina que conocía, sino con una mónita que vivía en la selva. No estaba segura que se tratara de su changuita, pues era más grande. La veía lejos de ella, como si al animal no le importara doña Lola. Es más: parecía que ni enterada estaba de que la señora la miraba. Andaba entre otros monos. Podría ser Celina, pero también la mónita que vio en el circo cuando era niña. La señora se sorprendió al percibir que la mona llevaba colgando al cuello un changuito. “Es su hijo”, pensó. Doña Lola no la perdía de vista: andaba de árbol en árbol, de rama en rama, sin siquiera voltear a verla. Quería llamar la atención de la changa gritándole por su nombre, pero en ese momento se percató de los rumores y los sonidos que la rodeaban. Por estar embebida con la visión de la mona, no había reparado en

ellos. En medio de la selva, una voz humana rompería la armonía producida por cada graznido de pájaro, cada chillido de los monos, cada sacudida del follaje. No se atrevió a gritar. Bajó la vista buscando algo para lanzar y así llamar la atención de la mona. Estaba parada sobre un piso de hojas secas que parecían una alfombra de formas extrañas y de una gama de colores que iban del café claro al rojo oscuro pasando por diversos verdes. Luego reparó en los troncos de los árboles. Cortezas como ésas no había visto nunca en la ciudad. Unas eran gruesas y con escamas, otras eran muy lisas y con manchas; había también algunas totalmente verdes. Doña Lola tocó con mucho cuidado un tronco y otro y otro más. Se fascinó por las texturas y no se atrevió a tomar ni una hoja para atraer la atención de la mónita, quien ya se alejaba del lugar junto con la banda de monos. Suspiró desesperanzada. Suspiró y sintió los olores. Empezó a caminar siguiendo a Celina y a cada paso que daba recibía una sensación distinta: los aromas eran nuevos para ella y, por lo mismo, imposibles de distinguir. Había algunos que suponía eran de flores, pero un olor como de frutas también le llegaba. Asimismo creía distinguir el olor de la tierra húmeda que de inmediato se confundía con otro que nunca había percibido. Doña Lola se detuvo. El olfato, el oído, el tacto y la vista le parecían insuficientes para abarcar todo lo que la selva ponía a su alcance. La banda de monos se había perdido ya entre el follaje. Entonces sucedió lo inesperado: la changa se asomó entre unas ramas y la miró muy fijo. Doña Lola se quedó quieta, un poco turbada. La mona se le acercó. La señora pudo mirar con cuidado al monito que colgaba del cuello. Ahora se daba cuenta de que era más bien el monito quien se parecía a Celina. La changa le puso en la mano una fruta roja que doña Lola no conocía. Le dio una mordida: era una golosina y era una fruta. Era agua purísima y era un refresco. Era una pulpa suave y era un caramelo. La changa trepó de nuevo a las ramas y desde allí miró una vez más a doña Lola. Luego se alejó. La señora siguió con la vista su desplazamiento y descubrió, con horror, que desde el piso había unos cazadores apuntando con sus rifles a la mona.

Quiso gritar, quiso correr para evitar el disparo, pero le ganó la detonación. Antes de despertar, sobresaltada, doña Lola alcanzó a ver cómo la mona caía al piso, abatida por los cazadores. Nunca sabría que la chimpancé que había soñado pudo ser la mamá de Celina pero también la mamá de la mónita que conoció en el circo. Nunca se interesó por saber que sólo con la muerte las mamás de los changuitos se desprenden de sus hijos.

Paseos

CELINA SE veía monísima con sus vestidos. Toda la mañana doña Lola se la pasó vistiendo y desvistiendo a la mona. —Ay, Celina —le dijo cuando acabó de acicalarla con un vestido azul—. Vas a ser la más bonita de todo el edificio. Y también, cuando le probó un overol rosado con florecitas verdes:

—El que hizo esta ropa nunca pensó que a alguien se le vería tan bien—. Y así siguió diciéndole cosas cada vez que le probaba una nueva prenda. La changa parecía entender porque daba unos pasos por el departamento y se detenía frente a un espejo de cuerpo entero que había a la salida. Se miraba y se miraba hasta que la señora la llamaba para probarle otra ropa. Pasado el mediodía, Juan y Carla fueron los primeros en llegar a visitar a su tía y no pudieron menos que abrir la boca del puro asombro que les provocó ver a Celina vestida como si fuese una niña. —¡Tía, pero si se ve chulísima! —exclamó Carla. —Esto sí que es nuevo —dijo Juan. —Díganselo a ella, díganselo a ella. Porque para que las cosas se vean bien hay que saberlas llevar —dijo la tía, sonriendo ampliamente. Estaba feliz. Antes de que llegaran otros niños, Juan y Carla le pidieron a su tía que les permitiera sacar a pasear a Celina. Sólo lo harían por los pasillos del edificio, dijeron. Sin ningún tipo de recelo, doña Lola permitió que, tomando cada uno una mano de la changa, salieran a caminar con Celina por los pasillos del edificio. Tocaron a la puerta de los departamentos en donde tenían amigos y, en unos cuantos minutos, se había armado un gran alboroto alrededor de Celina vestida como niña, con un vestido de crinolina amarilla y un par de moños rosas en la cabeza, un poco arriba de las orejas. Avanzaban en procesión por los corredores de cada piso, riendo y bromeando; los adultos se asomaban, algunos divertidos, otros medio molestos y unos más extrañados. —Pero mira nada más qué cosa. —Otra loquera de doña Doloritas. —Lo que nos faltaba: una mona de circo en nuestro edificio. Y se escuchaban otras cosas por el estilo.

La changa entendía que ella era el centro de ese fandango y aplaudía y gritaba y luego se columpiaba de los brazos de Carla y Juan. Los niños hicieron un círculo en el vestíbulo del edificio y Celina empezó a hacer todas las monerías que conocía. La diversión aumentó cuando Celina se puso de gorro un zapato que le quitó a Carla. Alguien tuvo la idea de sacar a la mónita a la calle para pedir dinero a la gente que pasaba. En pocos minutos se formó un nutrido grupo de gente que crecía y crecía, divertidísimos todos ante la mona vestida y sus gracias. Algunos que no alcanzaban a ver qué pasaba se abrían paso a codazos. Juan tuvo una idea para aumentar el jolgorio. Ante cada ademán, ante cada visaje, ante cada movimiento de Celina, él respondía como si estuvieran charlando. La mona se rascó la cabeza y Juan preguntó: —¿Por qué estás sorprendida, Celi? —la mónita lanzó varios chillidos: —¡Oye: no les digas así, se van a enojar! —dijo Juan. Celina caminó en círculos rascándose el trasero. —No, no, no. Eso no lo puedes hacer. La changa se detuvo y miró en todas direcciones enseñando los dientes, como si sonriera. —Muy bien. Aceptamos tus disculpas, Celi. La gente estaba divertida y los niños habían juntado muchas monedas. Pero en eso llegó doña Lola. Miró a todos con enojo y gritó: —¡Chamacos desnaturalizados! ¿Pues qué se creen? ¿Por qué humillan a la pobre Celina? —Y se acabó la diversión. Los transeúntes, sin acabar de comprender qué pasaba, a toda prisa reanudaron su camino, los niños de los otros departamentos corrieron a refugiarse cerca de

sus papás, Celina brincó a los brazos de la señora y Juan y Carla fueron a esconderse debajo de la cama de su tía Lolis, espantados. Nunca la habían visto tan molesta. En la confusión, nadie supo quién se quedó con el dinero que se había juntado. Una vez que cerró la puerta de su departamento, doña Lola les ordenó a Carla y a Juan que salieran de su escondite. Tardaron un rato en hacerlo. Tenían la esperanza de que se le pasaría el enojo. Pero fue inútil. A la tercera vez que la señora los llamó, con la cabeza baja fueron adonde estaba su tía. Les reprochó que hubieran permitido que Celina hiciera ese ridículo. —No es una mona de circo, no es una mona de circo —repetía doña Lola. Luego estuvo en silencio un rato, respirando fuerte. Cuando empezó a tranquilizarse, dijo algo que dejó a los niños con la boca abierta: —Pareciera que no quieren a su prima. Carla y Juan se miraron entre sí, miraron a Celina, que abrazaba a doña Lola, y la miraron a ella. La tía Lolis había dicho “su prima” para referirse a la changa. La querían mucho, pero de eso a considerarla “su prima” había una buena distancia. Juan dijo que lo sentían, que los perdonara, que no lo volverían a hacer. Carla asentía a todo lo que decía su hermano. Luego dijeron que ya se iban a su casa. Cuando estaban a punto de abrir la puerta, la voz de doña Lola los detuvo: —No se han disculpado con Celina —dijo con voz grave. —¿Cómo? —¿Qué? —dijeron casi al mismo tiempo. —Que no se han disculpado con su primita —insistió la tía Lolis. Sin saber qué hacer, Carla y Juan miraban al piso. Hubo un rato de silencio. De modo que, aparte de que la changa era “su primita”, ahora había que disculparse con ella.

Finalmente era cierto lo que decía su papá, mientras se señalaba la sien con el dedo índice: “Doloritas es muy buena, pero le falta un tornillo.” Ellos siempre habían querido a su tía, pero hasta ahora tenían una prueba que confirmaba la falta de ese tornillo. —Si no lo hacen, tendré que darle la queja a sus papás —amenazó la señora. Carla suspiró. Con un movimiento de la cabeza le indicó a su hermano que era necesario ceder y ambos fueron a situarse frente a su tía y Celina. Al fin y al cabo, era preferible pedirle disculpas a la mona que enfrentar un regaño de sus papás, después de explicarles el desbarajuste que habían armado y escuchar repetidamente: “Les dijimos que su tía no estaba del todo bien de la cabeza.” —Perdón, Celi. Perdónanos. Te queremos mucho —dijo Carla. La mona la miró, hizo algunos ruiditos y brincó a abrazarse al cuello de la niña, como si hubiera comprendido. Carla también la abrazó. La señora se enterneció y se le humedecieron los ojos. Dio un beso a cada uno de sus sobrinos y a la mona, y los sentó en la pequeña sala: —Vengan, siéntense aquí, les quiero contar algo. Por el tono de voz los niños entendieron que era algo solemne y se sentaron muy serios. Durante un buen rato les estuvo contando su sueño, con todo detalle. Celina apenas si hizo algún ruidito y se acomodó en el regazo de la señora. Carla y Juan se habían propuesto sólo escuchar, pero cuando la señora dijo que “parecía que la changuita ni siquiera la miraba”, la interrumpió Juan: —Le hubieras lanzado una pedrada. —No —dijo Carla—, podía haberla descalabrado. —No, no. No se trataba de pegarle. Sólo de que volteara —concluyó Juan. —No me interrumpan, para allá voy —y la señora reanudó el relato. Cuando estaba hablando de los troncos, Juan no se aguantó las ganas y de nuevo interrumpió: —Oye» ¿y esos árboles eran muy, muy altos?

—Ah, en eso no me fijé… —No interrumpas Juan —reclamó impaciente Carla. Y la señora continuó hablando interrumpida unas cuantas veces por los niños, que le preguntaban detalles de todo lo que había visto, escuchado, olido, probado en su sueño. La fruta roja que la changa le diera causó una pequeña discusión: —Ya sé lo que era. Mi mamá las compra en el mercado —dijo Juan muy seguro. Pero de inmediato lo contradijo Carla: —No es cierto. Esas frutas no se conocen aquí, ¿verdad tía? —No creo que se conozcan en ningún lugar del mundo. Sólo son parte de mi sueño. Lo que no les gustó nada fue el final y se lo reclamaron. —Pero yo no quise soñarlo así. A mí tampoco me gustó eso del disparo —se defendió la tía Lolis. Celina había estado muy quieta, como si entendiese que se trataba de algo que la involucraba y que no debía interrumpir. Pero en cuanto la señora acabó el relato del sueño brincó al piso, aplaudió y lanzó algunos chillidos. Doña Lola se sentía contenta y les propuso a sus sobrinos que sacaran a Celina a dar un pequeño paseo en coche. Juan estaba buscando un pretexto para negarse, pero se quedó con la mente en blanco porque Carla aceptó rapidísimo. Como sólo había subido al vehículo cuando la compraron —esa vez estaba aterrorizada— y cuando fueron a ver al veterinario —entonces ni cuenta se dio de lo que ocurría— Celina sentía curiosidad y un poco de temor en el pequeño auto de doña Lola. Poco a poco entendió de qué se trataba y empezó a ver con detenimiento los otros autos, la gente que caminaba por la calle, los edificios. Disfrutó mucho el paseo. Lanzaba chillidos de felicidad cuando veía algo que le

llamaba la atención: alguna persona vestida con colores llamativos o un árbol frondoso o algún edificio muy alto. Carla le explicaba qué era cada cosa. Celina, ante las explicaciones, guardaba silencio un momento, como si entendiera. Juan, que había permanecido callado todo el tiempo, miraba a su hermana entre preocupado y extrañado: pensaba que la loquera de la tía Lolis se le había contagiado. Después, Celina viajó asomando la cabeza a través de la ventanilla del auto, como cualquier niño travieso, y doña Lola le decía que no lo hiciera, que eso era peligroso. Se comportaba como cualquier mamá preocupada.

Entretenimientos

DESPUÉS DE aquella vez en que la mona bailó en la calle, se espaciaron las visitas de Carla y Juan a la tía Lolis. También los demás niños iban menos. Algunos, sin saber bien a bien por qué, se sentían un poco avergonzados con la señora, y a los papás de otros ya no les gustaba que sus hijos se acercaran a ella, porque el enojo de doña Lola fue un tema de chismorreo en los pasillos del edificio y, claro, se exageró. Algunos hasta llegaron a decir que les había dado de coscorrones a sus sobrinos por haber hecho que la changa bailara en la calle. También los niños dejaron de ir porque a los pocos que siguieron buscando a Celina, doña Lola ya no les permitía jugar con la mona. Dejaba que la vieran, que la saludaran, pero nada más. Apenas unos minutos, sentaditos frente a ella, que sostenía muy firme a Celina en sus brazos. La mónita hacía esfuerzos por zafarse de doña Lola, pero ella no cedía. Los niños no sabían qué decir ni qué hacer, así es que mejor se marchaban. La monita chillaba cuando se iban los niños sin que hubiesen jugado nada. Después empezó a mostrar que sabía enojarse. Ahora la señora se daba cuenta de que el ronroneo similar al de un gato, más que de satisfacción, era de puro enojo. Cuando no dieron resultado los chillidos, a Celina le dio por gruñir así y por golpear la puerta que se había cerrado atrás de los niños, apenas la señora dejaba que se bajara de sus brazos.

Doña Lola se inquietaba mucho ante esas demostraciones y trataba de calmarla hablándole con suavidad, pero no siempre daba resultado. Un día se percató de que le llamaba la atención la tele. Entonces, cada vez que Celina hacía una demostración de enojo, la señora encendía el televisor y ponía frente a él a la mona. Poco a poco, en Celina fue creciendo la fascinación por esa especie de ventana hacia un mundo al cual no podía pertenecer. Las primeras veces, la changa se acercaba, se alejaba, la miraba muy de cerca, la tocaba con la punta de los dedos, colocaba los labios sobre la pantalla, intentaba olisquear algo. Miraba a doña Lola con desconcierto. La señora sólo le decía que si miraba la tele tan cerca le haría daño y la retiraba del televisor. Después la mónita aprendió a ver la tele acompañando a la señora, quien disfrutaba las expresiones de Celina ante las imágenes, ya que agitaba la cabeza y se ponía a aplaudir con las cosas que aparecían y que le gustaban o chillaba y se tapaba los ojos si algo le desagradaba. Cuando no veían la tele, Celina no paraba de provocar alborotos, como lo de los vasos de vidrio que siempre la habían maravillado: al terminar de tomar leche, durante un tiempo sólo los miraba y los miraba, hasta que por accidente descubrió que si los tiraba al piso se quebraban en mil pedazos. Primero fueron los vasos, pero luego se siguió y acabó con la cristalería de la casa. Doña Lola, previniendo que Celina se fuera de frente con las demás cosas que pudieran romperse, puso bajo llave toda la loza y compró vasos de plástico. A Celina le encantaban también las pocas joyas que poseía la tía Lolis. Empezó como un juego: la mónita tomaba del joyero collares y anillos para ponérselos en los brazos, en la cintura. Aunque el contenido del pequeño joyero mermaba día con día, la señora no prestó atención porque pensaba que los habría dejado en cualquier otro lugar de la casa. Y parecía que así era, ya que después encontraba anillos, aretes y otras bisuterías en el baño o en la cocina. De algunos, ni recordaba quién se los había regalado o dónde los había comprado. Un entretenimiento de Celina era cambiarlo todo de lugar: los trastes de la cocina aparecían bajo la cama, las cucharas y los tenedores en la ducha, las sábanas limpias arriba de la estufa, la ropa sucia arriba de los libreros y algunos libros acomodados como si fuesen platos dispuestos para servir la comida en la mesa.

En medio de esto, doña Lola empezó a notar que en su casa faltaban objetos pequeños. Ella tenía la certeza de que los había dejado en algún lugar seguro y de pronto ya no estaban: lápices, alguna llave, una tarjetita, cosas así. Preocupada como estaba por devolver cada cosa a su lugar, creyó que se estaba tornando olvidadiza.

Acomodando el desorden que provocaba la changa, doña Lola encontró la hoja en la cual el veterinario le había anotado los datos del lugar en donde se reunían otros changos. Estuvo varios días pensándolo. No se decidía, no se decidía y no se decidía. ¿Y si la miraban como loca porque vestía a Celina? ¿Y si los monos le transmitían a Celina piojos o chinches? ¿Y si le contagiaban cualquier enfermedad desconocida? ¿Y si resultaba peor juntar a Celina con otros monos que con los niños? ¿Y qué diría Celina al ver a tanto mono sin ropa, prácticamente desnudos? Pero el mismo sábado por la mañana lo decidió: asistirían a la reunión. En el auto la chimpancé estuvo feliz. Una vez que concluyó el trayecto, quiso un poco más de paseo: cuando llegaron al lugar de la reunión, doña Lola tuvo que dar una vuelta a la manzana para convencer a Celina de que se bajara del vehículo. Otros monos estaban llegando. Como si fueran niños, de la mano o en brazos de sus dueños, iban vestidos. Eso ya era una ventaja. En el sitio de la reunión había columpios, resbaladillas y otros juegos, y allí estaban cerca de treinta changos y changas brincando y gritando. Con la ropa desaliñada, uno llevaba traje y corbata, otra iba vestida de gitana, uno más traía pants de deporte y había alguna con un vestido rosa. En un lado estaban los dueños, sentados en semicírculo, conversando y vigilando de reojo a los monos. Los changos parecían felices, gritaban y se columpiaban y saltaban de un lado a otro. Algunos se saludaban con entusiasmo y se tocaban la cara y el cuerpo con cariño. Celina miró primero con desconfianza, pero al rato permitió que algunos monos

la olisquearan y la tocaran, y después se incorporó al jolgorio y empezó a pegar de brincos en una cama elástica. Doña Lola, sin dejar de observarla, se unió a conversar con los dueños de los demás changos.

“Así que hay forma de quitarle ese aliento a Celina”, pensó Doña Lola cuando un señor dijo que había encontrado una pasta de dientes que sí le quitaba el mal olor de la boca a su chango. Porque eso era lo que a la señora la incomodaba cuando la mónita se dormía en sus brazos. Nunca había intentado lavarle la boca, pero doña Lola comenzaría a hacerlo esa misma noche. También se enteró del nombre de un champú para el pelo de los changos. Hasta entonces tampoco había bañado a Celina. A lo más que había llegado, por temor a que se enfermara, era a limpiarla con una toalla húmeda, a ponerle un poco de loción y a cepillarla. Pero ahora sí haría de la mónita toda una persona civilizada.

Cuando Celina vino a buscarla, doña Lola se fijó en lo que los changos se hacían entre sí y le hacían a sus dueños: espulgaban las cabezas. Eso era lo que Celina a cada rato quería hacerle y ella no se dejaba. Le parecía una vulgaridad. —¿Por qué lo hacen? —preguntó haciendo un gesto de repugnancia. —Es la forma en que ellos demuestran su cariño —le respondió un señor que tenía cara de verdadera satisfacción mientras su chango le rascaba el cráneo. Doña Lola lo pensó un momento, luego atrajo hacia sí a Celina y puso la mano de la changa en su cabeza. Por fin doña Lola entendía que esa era la mejor manera que tenía Celina de corresponderle. Al principio con timidez, pero después con mucho cuidado y con suavidad, Celina estuvo espulgando la cabeza de la señora. Lo que ella lamentó fue que su peinado quedara deshecho.

Alborotos

UN POCO desgreñada, doña Lola llegó a su casa después de la reunión. Se dispuso a bañar a Celina y a lavarle los dientes. Con la mona asida a su cuello, llenó la tina con agua tibia: —Mira qué rica agua, calentita —le decía—. Te vas a bañar como lo hago yo… no, mejor que yo. Porque no siempre tengo tiempo de bañarme en tina.

Celina escuchó con recelo sin acabar de entender y miró con desconfianza el agua. Doña Lola siguió hablando con voz suave, pero en el momento que quiso meterla a la tina, todo el recelo y la desconfianza se transformaron en chillidos, aullidos y gruñidos desconocidos hasta entonces. Se desprendió del cuello de la señora y pegó un brinco al lavabo. La tía Lolis estaba decidida. —¡Celina, estáte quieta! —le gritaba—. ¡No seas grosera! —y cosas así. Agarró a la changa por la cintura para llevarla al agua, pero ella se aferró a los grifos. Cuando pudo desprender a Celina de ahí, se le trepó a la cabeza y se agarró con pies y manos de la frente, la nuca y el cuello de doña Lola. Entonces ella cesó un momento el forcejeo; jadeando, se apoyó en el borde de la tina; con un esfuerzo de equilibrio inclinó con rapidez la cabeza y cuando Celina vino a darse cuenta ya estaba en el agua. Manoteó, pataleó, gritó más fuerte pero la señora la tomó por los hombros y la sostuvo firme: —No pasa nada, bonita —le dijo—, no pasa nada. En medio de chillidos y gruñidos, impidiendo varios intentos de fuga, doña Lola terminó de bañarla con enorme esfuerzo. La secó sin que Celina dejara de emitir su ronroneo de enojo, la envolvió en una toalla grande y se dispuso a lavarle los dientes. Cada vez que doña Lola introducía el cepillo en el hocico, la mona lo cerraba con fuerza de manera que hacía muy difícil cualquier movimiento. —Deja de comportarte así, Celina —le reprendía. Pero en un descuido la changa le arrebató el cepillo a la señora y lo mordió. Luego se frotó la lengua con la palma de la mano para quitarse algunas cerdas que se habían desprendido. Como le gustó el sabor de la pasta dental, quiso tomar el tubo para vaciárselo en la boca, pero sólo consiguió embarrar la toalla con la que estaba envuelta. —¡Mira nada más lo que has hecho!

Y con esto la señora consideró que, para ser la primera vez, ya estaba bien de limpieza. Ella quedó con el pelo revuelto, la ropa empapada y salpicaduras de jabón y pasta dental por todos lados.

Por varios días, doña Lola estuvo convencida de que Celina había entendido que no debía andar saltando por las ventanas. Pero, para su sorpresa, empezó a encontrarse objetos que no eran de su casa, que no le pertenecían, que no recordaba haber comprado o que alguien los hubiese llevado. Además de sus joyas de bisutería, encontró ocultos entre los cojines de los sillones de la sala, un anillo que realmente era de diamante, un reloj de hombre, unas arracadas españolas y un prendedor de fantasía. Al limpiar debajo de su cama descubrió una tacita de porcelana despostillada, flores de plástico y un cenicero. Doña Lola estaba intrigadísima. ¿Cómo habían ido a parar esas cosas a su departamento? No se atrevía ni a pensar en la respuesta que era obvia: Celina las había llevado. Pero al mismo tiempo no le parecía posible porque ella estaba siempre al pendiente de lo que hacía la changa. Desde que el doctor se lo había dicho, no había dejado de observarla. ¿A qué hora y cómo entraba y salía? ¿Y de dónde podría haber tomado todas esas cosas sin que nadie la descubriera? Doña Lola registró su departamentito a conciencia. Recuperó varias cosas que eran suyas y que ya las había dado por perdidas y dio con otras que no supo qué hacían allí. Hasta una lámpara de explorador encontró. Durante varios días estuvo cavilando la manera en que podría averiguar de quién era cada uno de esos objetos y después cómo le haría para devolverlos. No se le ocurrió nada. De cualquier forma acabaría poniendo en ridículo a Celina y, por más que disfrazara el asunto, acabarían acusándola de ladrona. Tal vez acusarían a la misma doña Lola. Concluyó que la mejor forma de deshacerse de las cosas ajenas era ponerlas en una bolsa y tirarlas a la basura. Eso era preferible a que algún vecino entrara a su casa y reconociera alguno de los objetos.

La sospecha que tenía, desde que Celina se había enfermado por un atracón de dulces, fue tornándose en certeza y la señora resolvió que saldría de dudas. Vigilaría a conciencia a la mona y si confirmaba su conjetura, le aplicaría un buen correctivo. De ninguna manera permitiría que en su casa hubiera una ladrona.

Por la tarde del día siguiente llegaron sus sobrinos a visitarla. Estuvieron tocando el timbre y golpeando la puerta sin que nadie acudiera a abrirles y sin que escucharan a Celina. Extrañados, llamaron a sus papás quienes fueron por un cerrajero. Algunos vecinos se percataron de que algo pasaba y se formó un grupito que cuchicheaba en el corredor. Cuando abrieron la puerta, encontraron el departamentito en paz. En la sala, la cocina y el comedor, todo estaba limpio y en su lugar. Al abrir la recámara de la puerta, vieron a doña Lola acostada en su cama, con un gesto de placidez. Celina, sentada a su lado, parecía velarle el sueño. La mona miró a Carla y a Juan como si esperara que le explicasen algo que ella no entendía. Los vecinos se agolpaban en el comedor. El papá de Juan les pidió que salieran y cerró la puerta del departamento. Luego, sentados ya en la sala, solamente la familia, dijo con voz ronca: —Doloritas ya no vive. Juan y Carla recordarían un intenso movimiento de paramédicos, a algunos hombres con traje oscuro y el llanto de su mamá.

A las escondidas

PASADO el sepelio de la tía Lolis, llegó la interrogante: —¿Adónde va a ir Celina?—. La hizo Juan, pero fue como si leyera el pensamiento de todos. Carla respondió con naturalidad: —Con nosotros, claro. —¡Pero claro que no! —dijeron los papás al mismo tiempo. El acuerdo fue que estaría unos días allí, en lo que se decidía cuál sería el destino de la mona. Juan y Carla se encargaban de vestirla y asearla, lo cual incluía cambiarle el pañal las veces que fuese necesario. En varias ocasiones se preguntaron entre ellos por qué la tía Doloritas nunca le había enseñado a la chimpancé a utilizar el sanitario. Luego se dijeron que tal vez ni lo había intentado. Aunque dormía en el cuarto de los niños, pese a la oposición de los papás, todos se preocupaban porque Celina había cambiado. Se pasaba los días en silencio, acurrucada en cualquier rincón y cada vez que entraba alguien a la casa buscaba con ansiedad esperando ver a doña Lola. Apenas gemía un poco cuando Carla venía y la tomaba en brazos. Algunos amigos de ella y de Juan iban a ver a la mona, a jugar, pero sólo conseguían que los mirara con languidez. Ya no imitaba ningún gesto ni echaba trompetillas. —Esa mona se va a morir —dijo un día el papá en tono profético. Carla se dijo que no lo permitiría. No podía dejar que eso pasara. Toda una noche estuvo pensando qué hacer. Ya casi al amanecer dio con la respuesta. Era tan sencilla, la tuvo siempre tan cerca, que no se le había ocurrido: haría con Celina lo que más le gustaba: pasear en auto y ver la tele. Como era sábado, fue a despertar a su papá y a pedirle que las llevara a pasear.

Pero tenía que ser en el coche. El papá, medio dormido aún, no entendía de qué se trataba. Carla tuvo que explicarle varias veces que a Celina le gustaba subirse a los autos y que sería la única manera de animarla. En sábado, el papá no quería salir de la cama tan temprano, pero para Carla lo más importante era que Celina volviera a ser la de siempre. Salieron a dar el paseo en coche. Y sí, la mona se animó un poco. Sacaba la cabeza por la ventanilla y empezó a prestar atención a las cosas que le atraían. Cuando regresaron a casa, Carla le dio un plátano y se sentó con ella frente a la tele. Eso acabó por animar a Celina. Aplaudía cuando veía niños.

Fue el inicio. A partir de ese día, hubo que encender la tele cada vez que la mona hacía cabriolas frente al aparato, o había que sacarla a pasear en auto si daba golpes en la puerta; todo acompañado de agudos chillidos. Si no se hacía lo que demandaba no había forma de tranquilizarla. Por supuesto, cada día, desde que despertaba hasta que se quedaba dormida, agarraba lo que dejaban a su alcance y lo cambiaba de lugar, olisqueaba y probaba lo que le parecía novedoso y se trepaba a todos lados. Para ella, esta casa era mejor que la de doña Lola. Aquí había unos objetos que hasta entonces no conocía, unas cosas que la atraían de manera irresistible y con las cuales podía pasarse horas y horas: los juguetes fueron una diversión interminable para Celina. Las muñecas de Carla fueron descabezadas, los cochecitos de Juan despedazados, las piezas de los mecanos mordisqueadas y quién sabe qué otros actos vandálicos hubiera hecho de no haber sido porque los niños pusieron a resguardo los juguetes que lograron rescatar en un baúl enorme, bajo llave. La changa no nada más los tomaba y los dañaba, sino que los escondía y hacía que Juan y Carla perdieran mucho tiempo buscándolos.

Aunque era lo que prefería, Celina no se conformaba con los juguetes. El orden de la casa se veía trastornado cada día. Y peor era mientras Carla y Juan estaban en la escuela. La mamá se la pasaba atrás de la mona, reacomodando y buscando todo tipo de objetos, quitándoselos de las manos, pero no tenía la paciencia de la tía Lolis. Si para Celina era cuestión de juegos, para la mamá se trataba de mantener el orden de la casa. Así que una vez que la vio engulléndose el contenido de la azucarera con los dedos, sin hacer ruido enrolló un periódico y se aproximó a la changa con cuidado. Cuando Celina se percató, fue porque ya había recibido un golpe en el dorso de la mano con el rollo de papel. Hizo un escándalo de chillidos, corrió por toda la casa y se salió por la primera ventana que encontró abierta. A la sorpresa que en la mamá causó semejante reacción, siguió la preocupación. ¿Ahora cómo le haría para encontrar a Celina? Se asomó a la ventana y miró en todas direcciones, pero en los techos y los balcones de los otros edificios no había ningún rastro de la mona. Tampoco en la calle. Estuvo pensándolo. Decidió que lo mejor sería llamar a la policía. A los pocos minutos llegaron dos patrullas con las torretas encendidas para indagar sobre la changa extraviada. La movilización en el vecindario fue única. Hasta algunas personas que de casualidad pasaban por allí participaron en la búsqueda. Gritaban el nombre de la changa y escudriñaban en los lugares más impensados: en los motores de los coches estacionados, en los tinacos de las azoteas, adentro de las bolsas de basura que aguardaban al camión recolector. Alguien gritó que la mona andaba entre las ramas de un árbol muy grande que estaba en la esquina y para allá fueron la mamá, los curiosos y los policías, quienes treparon como changos hasta las ramas más altas, pero no encontraron nada. Luego, alguien dijo que la había visto subir a un carro que pasaba por allí y una patrulla fue a dar alcance al auto en el que iba un señor con su perro. Todo fue inútil durante horas. Hasta que Carla y Juan llegaron de la escuela, a

Celina le dio la gana de aparecer. Y lo hizo quién sabe de dónde. Apenas los niños, frente a la puerta de su casa, le preguntaban a su mamá qué sucedía, la mona corrió por media calle para abrazarse del cuello de Carla. Nadie pudo saber jamás dónde había estado oculta todo ese tiempo. Eso fue lo último que soportaron los papás. Celina tendría que irse. Pero, ¿adonde?

¿Una nueva casa?

HICIERON UN viaje en carretera para llevar a Celina. El trayecto duró varias horas. Iban en el auto el papá, la mamá, Carla, Juan y Celina quien, azorada, veía por primera vez el campo. Por la mañana, antes de salir, Carla le había puesto un vestido rojo con lunares blancos y mientras lo hacía había llorado. La mónita tocaba las lágrimas que escurrían por las mejillas de la niña y meneaba la cabeza, intrigada. Juan también estaba tristísimo y, con un pretexto tras otro, demoró todo lo que pudo el momento de la partida. Pero no había remedio. Finalmente, habían encontrado adonde llevar a Celina: era un zoológico privado que estaba lejos de la ciudad. Les habían dicho que allí tratarían a Celina mucho mejor que en cualquier otro lugar. Llegaron pasado el mediodía. La mónita había estado muy inquieta al final del viaje. Le hubiese gustado abandonar el auto para ir a vagabundear por los cerros, a treparse a los árboles que veía, acercarse a las vacas y a los caballos que fugazmente pasaban por las ventanillas y porque el calor le parecía insoportable. En el zoológico había una jaula grande para los changos. Estaba hecha de malla de alambre reforzado y cubría una enorme extensión de terreno, por todos lados y por arriba. Adentro de ella había varios árboles frondosos. Y los changos eran muchos. Se colgaban de la tela de alambre que los rodeaba, o brincaban entre los árboles, o permanecían echados en alguna rama. Había changas con sus crías colgando del cuello. Cuando vio la jaula, Celina se abrazó más fuerte del cuello de Carla. Estaba turbada. No por ver a tanto chango, sino porque todos estaban sin ropa. Pero Celina también percibió cosas que le removieron algo muy adentro de su memoria: el ruido del viento entre el follaje y los trinos de los pájaros en libertad, el olor de la hierba silvestre y de los frutos maduros en los árboles, la tierra húmeda y el resplandor del sol sobre los verdes intensos.

Abrazada a Carla, se sintió a salvo hasta que la niña se desembarazó de ella y unas manos extrañas le quitaron el vestido rojo con lunares blancos, el pañal y la metieron a la jaula.

Celina no entendía qué pasaba, por qué de pronto no estaba en el regazo de Carla, donde se sentía tan segura. Gritó, chilló, quiso regresar, pero fue imposible. La puerta de la jaula ya estaba cerrada. Era notorio el contraste con los demás monos: el pelo de Celina estaba sedoso, bien cepillado, brillaba con la luz del sol. El de los otros changos estaba enmarañado y opaco. Celina miraba con miedo a tanto chango desnudo mientras que ellos ni le prestaban atención. La mónita miró con desesperación a Juan y a Carla, que se alejaban sin dejar de verla y que lloraban a más no poder. Cuando abandonaban el zoológico, vieron a Celina que se acurrucaba en un rincón, de la misma manera que lo hizo en la jaula de aquella tienda de animales donde la había comprado la tía Lolis.

Reencuentro

LA VIDA sin Celina no fue la misma. Carla y Juan no dejaban de extrañarla, aunque los papás hacían todo lo posible por proporcionarles otras distracciones. Así es que cedieron a la propuesta de ir a visitar a Celina al zoológico. Hacía ya casi un año que la habían dejado y estaban seguros del júbilo con que los recibiría. Se adelantaban a la felicidad que sentirían los tres al reunirse de nuevo, y Carla y Juan habían practicado varios gestos que se proponían hacerle a la mónita para que los imitara. Cuando estuvieron frente a la jaula de los monos, con ansiedad buscaron a Celina. Recorrieron con la vista las ramas de los árboles pero no lograron distinguirla. —¿Dónde está? —preguntaba con ansiedad Carla. —¿Cuál es? —decía Juan con angustia. Los papás repetían las preguntas de los niños al hombre encargado de cuidar a los animales. Él sólo se encogía de hombros y decía: —Por ahí debe de estar, por ahí debe de estar. Después de un rato de escrutar y no dar con ella, Juan dijo: —¡Ya sé, ya sé lo que pasó! Su hermana y sus papás lo vieron en suspenso, esperando que les dijera lo que había pasado: —De seguro… de seguro se murió Celina —continuó. Carla sintió un nudo en la garganta—. Y no nos quieren decir nada —remató el niño. —A lo mejor sí —murmuró Carla, al borde del llanto. Y continuó: —Yo he leído que algunos animales se mueren de tristeza cuando son abandonados por sus dueños.

Los papás miraron en forma severa al cuidador, que estaba cerca de ellos, pero el hombre muy quitado de la pena sonrió cuando dijo: —Aquí no se ha muerto nadie. La changa que buscan está en algún lugar de la jaula. Con mayor ahínco Carla y Juan se pusieron a mirar mono por mono, ayudados por sus papás. Era un poco difícil porque la mayoría no dejaba de moverse, pero fijándose bien había algunos detalles que diferenciaban a unos de otros. —Ése que tiene una mancha en la cola no es —decía Carla. —Tampoco ése otro que tiene los ojos rojos —continuaba Juan. —Aquél sí se parece —decía la mamá, pero terminaban concluyendo que tampoco era. Finalmente el papá descubrió un chango que los miraba oculto tras el follaje. —Allí está, es ella —dijo con seguridad, después de que cruzaron la mirada durante unos segundos. La llamaron por su nombre pero la mónita no dejó su resguardo tras las ramas. Carla y Juan hicieron los gestos que habían practicado para tratar de atraerla y tampoco se acercó. Cuando ya se desesperaban, Celina se descolgó hasta el piso, dio unos pasos hacia ellos y se detuvo. Carla, Juan y sus papás se quedaron boquiabiertos: colgando del cuello traía un pequeño chimpancé. Para ellos se había hecho realidad el sueño de la tía Lolis, en el cual había visto a Celina cargando a su pequeño. Estuvieron mirándose unos minutos. El pelo de ella estaba igual que el de ios otros monos, completamente enmarañado y sucio.

Carla hizo uno de los gestos que la changa había aprendido muy bien cuando vivía con la tía Lolis. Celina ladeó la cabeza, le dirigió una mirada que la niña sintió como de burla, dio media vuelta y se encaminó a los árboles. Antes de trepar les enseñó los dientes, con esa sonrisa falsa que había aprendido cuando vivió entre los humanos. Después, se perdió entre las ramas y ya no volvieron a verla.

Te cuento que Beatriz Rodríguez…

Edición digital

Una mona en casa

Coordinación editorial: Valeria Moreno Medal Conversión a epub: Capture, SA de CV (México)

© del texto: Alejandro Sandoval Ávila © de las ilustraciones: Beatriz Rodríguez

Primera edicióndigital en México, 2020 D. R. © SM de Ediciones, SA de CV, 2001 Magdalena 211, Colonia del Valle, 03100, Ciudad de México Tel.: (55) 1087 8400 www.ediciones-sm.com.mx

ISBN: 978-607-243-846-0 ISBN: 978-968-779-176-0 de la colección El Barco de Vapor

1. Cuentos mexicanos 2. Literatura infantil 3. Adopción – Literatura infantil 4. Monos – Literatura infantil 5. Animales domésticos – Literatura infantil Dewey M863 S26

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana. Registro número 2830

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático,

La marca El Barco de Vapor® es propiedad de Fundación Santa María.

ÍNDICE Una mona en casa Portadilla El disparo La casa nueva Changas El atracón Un sueño Paseos Entretenimientos Alborotos A las escondidas ¿Una nueva casa? Reencuentro Te cuento que Beatriz Rodríguez… Créditos