Índice Portada Capítulo I Capítulo II Capítulo III Capítulo IV Capítulo V Capítulo VI Capítulo VII Capítulo VIII Capítulo IX Capítulo X Capítulo XI Capítulo XII Capítulo XIII Capítulo XIV Créditos
Oficio es el de marido que ocupa todo el día. Esta es la razón por la que fracasan tantos maridos; no pueden poner toda su atención en él
A. BENNET
CAPITULO PRIMERO
Judith Bergen llevaba la taza de café a la boca, cuando oyó por el micro pronunciar su nombre. «Doctora Bergen, doctora Bergen, persónese en el despacho del doctor Davis. Persónese cuanto antes en el despacho del doctor Davis.» Dos enfermeras que había a su lado, recostadas como ella sobre la barra de la cafetería, del centro sanitario, la miraron como diciendo sin abrir los labios: «La están llamando, doctora.» Un médico compañero que, también como ella, tomaba su café de media mañana, la tocó en el hombro: —Judith, ¿no oyes? Por supuesto. Sin embargo, dijo mostrando la cajetilla: —Es mi primer cigarrillo. Lo fumaré tan pronto pueda. El compañero le ofreció lumbre. Y Judith fumó con fruición. Nada le sabía mejor que un cigarrillo a aquella hora, es decir, el primero de la mañana. Aún oyó de nuevo la voz monótona reclamando a la doctora Bergen. Pero Judith continuó fumando entretanto Paul, un compañero, le decía sonriendo: —Si te reclamara el director, correrías sin cigarrillo. —Ya veré a Oliver tan pronto pueda. Al terminar el cigarrillo me largo. —Y con una media sonrisa—: La secretaria de Oliver siempre arma esos escándalos por el micro cuando recibe una orden sea urgente o no lo sea.
—¿Mucho trabajo, Judith? —Bueno, qué quieres que te diga. Demasiado. Vivo, como si dijéramos, un poco atosigada. ¿Y en vuestro equipo, qué tal? —Imagínate. Estamos hasta los topes. El mundo que se mueve lejos de un centro de éstos no tiene ni la menor idea de lo que supone trabajar aquí. Hay tanta gente sana fuera, que se imaginan que esto está vacío. Pero hay personas para todo. Y, desde luego, más enfermos de lo que imaginan los sanos. —Eso siempre se lo digo a mi familia cuando se quejan de que no voy a visitarlos todos los días. Cuando llego a mi apartamento, te aseguro que muchas veces llego tan rendida que no tengo deseo más que de acostarme y pasar incluso sin comer. —Sonrió apenas añadiendo—: A veces pienso que cometí un error especializándome en cardiología. Debí ser dentista. Tienen horas concretas de trabajo y después a descansar. Pero tampoco estoy por la labor de la clínica particular, ya que, siendo cardiólogo te encuentras con que te llaman a cualquier hora de la noche. ¿Sabes lo que te digo, Paul? La carrera de médico es un voto que te condiciona en muchas cosas. —Mi mujer dice que elegí la peor carrera y es que a ella le gusta mucho salir por las noches, y yo me siento hecho papilla las más de las veces. Judith pensó muchas cosas, pero no dijo ninguna. Aplastó el cigarrillo en el cenicero, movió la fina mano en el aire y dijo hasta luego a Paul, yéndose cuando el micro volvía a reclamarla. Sonrió con una mueca y se alejó dejando la cafetería y caminando apresurada pasillo abajo hasta los ascensores que la llevarían a la sexta planta donde Oliver Davis tenía su despacho. Vestía bata blanca más bien corta y por ella asomaban unos pantalones estrechos de simple pana marrón y cayendo un poco sobre los mocasines cómodos de medio tacón. En el bolsillo superior de la bata, en letras rojas se veía un monograma que ponía su nombre, es decir: «Dr. Bergen.» Esbelta, joven (no más de veintiséis años), con el cabello rojizo, abundante, pero peinado con suma sencillez. Unos ojos grises claros, glaucos, con una sombra indefinible en la hondura de sus pupilas, boca de trazo delicado, largos labios
con las comisuras como semicortadas. Unos dientes blancos y no demasiados perfectos, lo que le daba una gracia especial a su semblante, pues los dos de delante medio montaban uno hacia el otro, pero lejos de afearla le daba aspecto exótico, dado que la nariz resultaba un tanto chatilla. No era una belleza perfecta, por supuesto, pero tenía algo, algo que afluía de dentro y que en sus irregulares facciones formaba un conjunto exótico y sumamente atrayente. Saludó aquí y allí entretanto caminaba y ya en el ascensor cambió algunas frases con los que iban dentro. Al llegar a la sexta planta salió diciendo «hasta luego» y una vez en el pasillo lo recorrió sin demasiadas prisas. Conocía a Mag, la secretaria de Oliver Davis y sabía que repetía las cosas ochenta veces si era preciso, sólo con que se lo dijeran una vez a ella. Había visto a Oliver en la reunión de la mañana cuando se juntó el equipo que formaban y del cual éste era jefe y nada le había dicho a ella sobre el particular. Luego, entonces, quizá la quisieran para cualquier tontería y Mag se empeñaba en escandalizar el clínico sin más razones que, quizá, una nota hallada sobre la mesa de su jefe. No obstante, al llegar ante la puerta del despacho de Oliver entró dando unos golpecitos y sin esperar respuesta. Allí estaba Mag. —Doctora Bergen, el doctor Davis la está reclamando. —Te he oído perfectamente, Mag. ¿Dónde anda tu jefe?
* * *
Oliver Davis apareció por una puerta lateral procedente de su despacho. Como Judith, vestía bata blanca y como aquélla le llegaba justamente por encima de la rodilla, se veían unos simples pantalones azules.
Era un tipo alto y fuerte. No demasiado elegante, pero sus modales resultaban muy cuidados y su aspecto era tremendamente pulcro y grave. De cabellos castaños y cortos, pero que más bien parecían algo descuidados o que Oliver no se molestaba en visitar al peluquero con frecuencia, pues la pelusa le cubría la nuca. Unos ojos canela, vivos y de expresión penetrante. —Pasa, Judith —dijo. Y le mostró la puerta abierta. Judith pasó y Oliver cerró tras de sí, quedando ambos en el despacho de él. —Mag me estuvo llamando reiteradamente. —Le ordené yo que lo hiciera, —Y con un ademán—: ¿Puedes sentarte? No le mostraba el sillón que había junto a la mesa. Ni él ocupó el suyo ante ella. Señalaba con un ademán amable y afectuoso un tresillo que había al fondo del no pequeño despacho. —¿Ocurre algo grave, Oliver? Porque nos hemos visto no hace ni dos horas y todo parecía marchar bien, y en cuanto a los enfermos a nuestro cargo, creo haber dicho razonamientos que siguen pareciéndome lógicos. No obstante se dejó caer en un sillón y cruzó una pierna sobre otra. Oliver se sentó enfrente y sacando la cajetilla se la ofreció, lo cual no dejó de extrañar a Judith, ya que Oliver no fumaba demasiado y además andaba siempre trinando contra los efectos del tabaco. Automáticamente, pero sin dejar de mirarlo un tanto inquisitiva, Judith tomó un cigarrillo y Oliver le ofreció lumbre. Tomó otro para sí y lo encendió a su vez ajustándose mejor en el butacón. —Judith, acaba de ingresar un enfermo con infarto. —Bueno, supongo que al cabo del día, en un centro de éstos, en pleno Nueva York, ingresarán docenas en una mañana. —Ciertamente. Pero esta vez el caso lo atendí yo mismo porque me pasaron el
nombre de la persona atacada. —¿Y bien? —de súbito Judith se crispó—. ¿Alguien de mi familia? —Pues... sí. —¡Cielos! ¿Papá? —No, no, Judith. No se trata de tu familia... materna. Ni de tu hermana, ni cuñado, ni tus padres. Entonces... Judith se fue levantando, pero Oliver la asió por un brazo y la obligó a quedarse como estaba. —Sobre la gravedad del caso ya puse mis medidas, Judith. Nuestro equipo se ocupa de él. Está aislado y debidamente atendido. No te niego que el caso es grave, pero no creo que sea mortal. Ha acudido a tiempo. —¿En tu busca concretamente o... en la mía? —No, no. Casualidad. —Te refieres a... Jacques. En los ojos de Oliver vio que había acertado. Por lo tanto Judith intentó de nuevo levantarse, pero otra vez Oliver la sentó con un suave movimiento de la mano. —Se hallaba de paso en Nueva York, procedente de Boston donde sabes que reside... Asuntos de negocios, y en el hotel le dio el dolor. Rápidamente llamó a una camarera y ésta al gerente del hotel. Total, que lo ingresaron aquí. A decir verdad, yo estaba visible por pura casualidad. Como jefe de equipo me hice cargo del asunto y puse a mis gentes en danza. Creo haber atacado el mal, pero tú, mejor que nadie, sabe lo que eso supone para un tipo como Jaques. —¿Puedo levantarme ahora, Oliver? El aludido lo hizo y alargó la mano a la cual se aferró Judith.
Hubo un silencio. —El hotel, o su gerencia o dirección llamaron a Boston a su familia y se toparon con que allí sólo había una fábrica de productos químicos y un personal trabajando en ella... —Y como Jacques no tiene familia... —Bueno, eso... —No la tiene, Oliver. —¿Nos vamos a engañar tú y yo, Judith? No nos hemos conocido ayer... Y Jacques es un gran amigo. Espero que no olvides que Jacques y yo te conocimos al mismo tiempo. Judith asintió de mala gana. —No creo tener que advertirte que tengo planteada demanda de divorcio. Claro que lo sabía. Pero también sabía que Judith amaba a Jacques. —En este momento será mejor que vayas a su lado, Judith. Tiempo tendrás después para continuar con esos trámites, pero de momento se me antoja que no deseas continuarlos. —No me digas que eso es lo que ha puesto enfermo a Jacques. —Puede que no, pero puede que sí. De todos modos supongo que Jacques vendría aquí por ese asunto... —¿Qué quieres decir? —Tu abogado le habrá notificado tu intención... Lo supongo yo. —¿Y cómo siendo tan amigo suyo no se lo has preguntado? —¿En esa situación, Judith?
—Bien —cortó ella con brevedad y cierta indiferencia—. Será mejor que vaya a verle. —Le animarás. No hables nada a ser posible. Ya conoces estos casos... Una emoción fuerte... —¿Sabe que ejerzo aquí desde que le dejé a él? —Se lo he dicho yo. Con cautela, pero se lo he dicho. —Vaya, también ha tenido Jacques suerte venir a dar donde estás tú y... yo. —Sobre todo tú. Es posible que te haga ver lo equivocado de tu decisión. En vez de salir, Judith de súbito se sentó de nuevo. Por lo cual, Oliver, si bien no se sentó en el fondo del sillón, sí que lo hizo en el brazo de aquél y cruzó una pierna sobre otra mirando interrogante a la joven. Él sabía que Judith sólo tenía veintiséis años, pero cualquiera que lo ignorara podía calcularle veinte, dado su aspecto aniñado y frágil aunque en los ojos había una inconmensurable madurez. —No creo estar equivocada en nada, Oliver. Y sobre el particular te hablé de ello con suma sencillez y sinceridad. —Pero tú no has dejado de amarlo. —Eso es totalmente aparte, Una persona puede amar a otra y, sin embargo, al no poder vivir con ella por razones personales, decidir vivir lejos. Eso fue lo que yo hice. —No ha pasado mucho tiempo —adujo Oliver parsimonioso—, pero en seis meses y al faltar lo que amamos podemos comprender que nos equivocamos. —¿Va por mí o por Jacques? —Por Jacques, desde luego. —Mira, Oliver, decirte a ti el tipo de hombre que es tu amigo, sería como decirte de qué color son tus propios ojos. ¿No es así?
—Te aseguro que cuando te topé en este hospital y me dijiste las causas por las cuales habías dejado a Jacques a los dos años de casarte con él, no me lo podía creer. Jacques nunca fue un machista acaparador. —Pues lo es, ya ves. No pensarás que yo dejé a Jacques por nada. Y además no me fui sin advertírselo. Se lo dije con todas las de la ley. No me he ocultado para exponer razones. Jacques prometió cambiar, como tú sabes, y a los dos días, cuando regresé del hospital, me estaba esperando con expresión ceñuda. Es decir, que yo al casarme con Jacques debía renunciar a la vocación de toda mi vida, para convertirme sólo y exclusivamente en su esclava, y todo, según él, porque poseía dinero y un negocio que le permitía vivir a su gusto y mantenerme a mí. Pero yo no estaba por la labor de convertirme en una mujer sin más aliciente que el compañero que tenía en el lecho. No me compensaba. ¿Necesito el penoso deber de volver a hablarte de esto? Creo recordar que te lo expliqué cuando vine destinada aquí y me topé con que mi jefe de equipo eras tú. Oliver sabía eso y mucho más. Claro que más. Pero había que marginar aquel más... De momento se limitaba a despertar en Judith, o al menos intentarlo, un sentimiento amoroso que él sabía no había muerto. —No es que yo... —añadía Judith ante su silencio— pretenda ahora usar el eslogan de mi realización como profesional. Pero en realidad en el fondo existe eso. No podría ser jamás la pasiva esposa de un hombre de negocios, teniendo en mí una vocación profunda. Por otra parte, podía ser médico y a la vez esposa de Jacques. Pero eso él no lo comprendió, y si no lo comprendió en dos años que convivimos, uno que nos cortejamos y seis meses que nos separamos, como comprenderás no espero que lo comprenda jamás. —Bueno, Judith, de momento no vamos a tocar ciertos puntos que continúo considerando delicados. Pero sí que hay algo que está ahí, aquí, y que hay que ayudar a Jacques. —Como médico lo que necesite, pero como mujer, sólo un asunto legal que está en marcha.
—De todos modos detén ese asunto entretanto Jacques no pueda exponerte su parecer. Es posible que en estos seis meses y al verse solo... haya pensado que mejor es tenerte a ratos, que no tenerte nada. —En Boston, creo habértelo advertido, tenía un horario de trabajo de ocho horas. Por tanto regresaba a casa a mi hora habitual y bastaba que Jacques regresara a ella cinco minutos antes para que se pusiera como un energúmeno. No, Oliver. Tú dices que le sigo amando y puede que sea cierto, pero me siento cansada. Incapaz de soportar una lucha más, ni una discusión más, ni considerarme culpable sin hacer nada malo. Oliver se tiró al suelo y Judith, automáticamente, se levantó. —Dejemos eso ahora, Judith. Lo mejor es que vayamos a ver a tu marido.
II
Judith llegó a su apartamento y sin encender luces, a tientas, se fue a su cuarto y se lanzó en la cama. Apretó un botón y la estancia medio se iluminó. Hacía calor. Y, sin embargo, fuera apretaba el frío. Se dio cuenta de que además de funcionar la calefacción en el apartamento, ella aún tenía puesta la pelliza de piel vuelta. Se sentó en el lecho y la quitó tirándola en un sillón. Quedó en pantalón de pana marrón y camisa beige y un pañuelo en torno al cuello que también se quitó con ademán automático. Podía haberse conmovido al ver a su marido, pero lo cierto es que le impresionó apenas. Claro que le había amado. Mucho. Nunca podría saber Jacques cuánto, y lo curioso es que se separó de él amándolo y que durante aquellos seis meses estuvo pensando que pedía el divorcio amándole aún. Pero al ver a Jacques en el lecho del hospital, cubierto de cables y con el electrodo a la cabecera y los cables vigilando su pecho y sus tobillos, no sintió apenas nada. Una sacudida de dentro. Una ansiedad cortada en seguida. Por supuesto que Jacques la miró desolado y anheloso. Pero ella ya conocía aquella mirada de Jacques. Podía mirar así veinticuatro horas, pero eso no era óbice para que a la hora veinticuatro armara el escándalo y se pusiera a decir reiterativo y pesado que él deseaba una esposa, no un médico. ¿Complejo?
Desde luego que no. Era químico y tenía una fábrica de productos químicos, lo que le hacía ser como ella o superior. Pero es que además de ser marido y mujer, eran dos profesionales y si él trabajaba en lo suyo, no tenía ella que renunciar a tantos años de sacrificio para nada. Oliver estuvo de mediador. ¡Siempre Oliver poniendo paz! Claro que Oliver era sólo amigo de ella por haberlo sido de Jacques. Los conoció en Nueva York a ambos a la vez. Creía recordar que la presentación tuvo lugar tres años y medio antes. Andaba entonces haciendo la especialidad. Y se los presentó su cuñado. Burt debió de ser de su promoción, si bien se convirtió en dentista. El caso es que Jacques empezó en seguida a galantearla. Era buen mozo, alto, delgado, amable y parecía muy apasionado. Fue fácil irarlo. Cuando no se conoce a una persona a fondo, se le ira por muchas cosas externas. Sacudió la cabeza. Sentía como un rasguño en el estómago y pensó si sería apetito. Recordó que no había subido a almorzar debido a Jacques y su infarto. No quiso pensar demasiado. Por eso se tiró del lecho y se fue directamente a la cocina, cuya luz encendió. No tenía un apartamento grande, sino más bien pequeño. Una habitación, un salón bastante grande donde había de todo, desde chimenea a puf por el suelo, sillones, mesa camilla, mesa de centro..., sofás y cuadros por las
paredes y lámparas por las esquinas. Un cuarto, de baño, un aseo y la cocina además de un vestíbulo por el cual entraba y casi se daba de manos a boca con el salón porque las dos piezas formaban una separadas por un arco sin cortinas ni puertas. Encendió la lumbre y procedió a hacerse algo. Sus padres empezarían con sus sermones de siempre cuando supiesen que Jacques se hallaba en el hospital aquejado de infarto. Bueno, pues que se fueran a vivir con él. Al fin y al cabo nadie podía atosigar su vida ni presionarla, ni decirle lo que debía o no debía hacer. Cada uno paga por sí. Y sus padres podían pensar, y de hecho pensaban, que Jacques era un marido modelo. Pues no lo era. En ningún sentido. Ni siquiera sexualmente le dio demasiado gusto. Jacques de novio era muy distinto a Jacques de marido. A todo sacaba punta y podía hallarse muy en disposición de hacer el amor y de súbito entrarle una manía de las suyas y desinflarse como si fuera un tarado mental. Sacó un trozo de carne de la nevera, dos huevos y lo echó todo en la sartén. Después en un plato y allí mismo, ante la mesa de la cocina, empezó a comer rociándolo todo con un vaso de vino. Después encendió un cigarrillo y se quedó así. Mirando al frente. No quería evocar aquellos dos años.
Más bien prefería evocar su noviazgo pero tampoco merecía la pena. Cuando dejó a Jacques se juró a sí misma romper con los recuerdos y lo había logrado hasta toparse con Oliver.
* * *
Sin moverse de donde estaba y con los ojos fijos en un punto inexistente, pensó en la contrariedad que sintió al toparse con Oliver en el hospital de Nueva York, y además de jefe de equipo con el cual la integraban a ella. No es que ella odiara a Oliver Davis, eso no. ¿A qué fin? Pero era amigo de Jacques y, según parecía, muy amigo. Por supuesto que también lo era suyo y se lo demostró en aquellos seis meses que llevaba trabajando con él. Oliver era un caballero, un amigo fiel... Pero a ella le sentó mal encontrarlo porque lo conoció cuando a Jacques y sin duda debía saber que ella había abandonado a su amigo. Claro que Oliver lo sabía. El encuentro tuvo lugar en la sala donde se reunía el equipo de coronarias. Oliver la miró sin asombro aunque sin duda no esperaba hallarla allí. No obstante, fue a ella en seguida y le apretó la mano con firmeza. —Vaya —había dicho—, de modo que tu destino es éste. —Pedí el traslado. —Ya. —¿Has visto a Jacques? —No. Pero me llamó por teléfono y me dijo que..., ejem, bueno, ya sabes. —No sé —había respondido ella—, te lo puedo decir yo, pero ignoro lo que te
habrá dicho Jacques. Se habían apartado para hablar. Y Oliver fue sincero: —Me dijo que lo habías abandonado. —Pero se callaría las causas. —No, no... No sé si son tal cual él las describe, pero no se calló nada. Dice que tú vivías más para tu profesión que para tu hogar. Y que no pareces muy dispuesta a tener hijos. —¿Vale algo que yo exponga mis motivos? —¿De no tener hijos? —No me refiero a eso. Te puedo asegurar que nada hago por evitarlos. No vienen, eso es todo. Notó que Oliver la creyó. Y también notó que su amigo la escuchaba con suma atención. ¿De parte de quién estaba Oliver? Podía estarlo de su amigo, pero, sin embargo, en aquel momento la escuchaba a ella y se diría que la escuchaba con suma atención e imparcialmente. En el transcurso de aquellos seis meses de convivencia en el hospital, se dio cuenta de que Oliver era imparcial y que se había hecho tan amigo suyo como un día pudo serlo de Jacques. —Por otra parte —había seguido diciendo ella—, Jacques es el machista más absurdo de la creación. En esta época hombres así no sirven para compañeros ni pareja. —Tú le amas. —Le amo, pero el amor se olvida y se destruye en el tiempo y la distancia.
—Cuando se ama se disculpan muchas cosas. —No, Oliver. El que intenten suprimirte la personalidad, absorbértela, no es tolerable, ni una mujer como yo la tolera, máxime si creo cumplir con todos los deberes inherentes a la esposa. —Te comprendo. —¿Conocías tú esa faceta de Jacques? —Bueno, en cierto modo. Jacques siempre fue así de acaparador y bastante egoísta, pero en el fondo es una gran persona. —Pues que se quede con su persona y que me deje a mí con la mía. Dejó de pensar y se levantó. Estaba cansada. Lo mejor era dejar para cualquier otro momento rememorar... Así que procedió a desvestirse y asiendo una felpa se fue el baño y se dio una ducha procurando no mojarse el pelo, pues le molestaba acostarse con él mojado o tenerlo que secar, lo cual, esto último, le hubiera ocupado un tiempo que precisaba para el descanso. Dentro de la felpa aún se frotaba y se disponía a quitarla para acostarse desnuda. Nada le causaba más deleite. No obstante, el teléfono empezó a sonar. Se sobresaltó. ¿Jacques que empeoraba? No lo creía. Estaba en buenas manos y además Oliver aquella noche se quedaba de guarda. Por otra parte, el infarto no fue mortal. Con cuidados y un tratamiento se superaría y posiblemente en un año o menos, Jacques pudiera hacer su vida de siempre. Se sentó en el borde del lecho y levantó el auricular.
Sujetaba con una mano la bata y con otra aplicaba el auricular al oído. Le hubiera gustado poder fumar, pero se había dejado la cajetilla y los fósforos en el bolsillo de la camisa. —Diga. —Judith —era la voz alarmada de la madre. «¡Vaya —pensó Judith—, ya lo saben!» No obstante, su voz sonó normal.
III
—Dime, mamá —Judith, nos hemos enterado... ¿Sí? —Oye, es que han llamado de Boston. —¿Por qué? —muy serena y asombrándose ella misma de su serenidad. Porque, claro, ya sabía lo que estarían pensando los suyos. Que ella era una desalmada. Bueno, tampoco importaba demasiado. No dependía de ellos. Los amaba y mucho, pero no tenía el mismo criterio de las cosas y de la independencia. El que su madre fuera tan sólo un ama de casa, le tenía sin cuidado. Tampoco creía que su padre se lo impusiera nunca. Pero, además, eran otros tiempos. En los actuales pretender limitar a una esposa, resulta empresa difícil, cuando la esposa no se conforma con ser sólo una mujer de su hogar. El día da para todo, pensaba ella y lo noche, y se puede ser médico y vivir la vida de hogar. Dosificando las horas y los quehaceres.
Pero Jacques no entendía de eso y, claro, tuvo que quedarse solo. Lo que le extrañaba es que tardara dos años en tomar aquella determinación y seis meses en poner en marcha el divorcio. —Judith... —Sí, mamá, dime. —Es que el gerente de la fábrica ha llamado aquí. No tenía adonde hacerlo. Al parecer les han llamado a ellos del hotel. —Casualmente está en mi hospital. —Oh... —Así que no preocupes, está en buenas manos. —Pero, Judith..., cómo te lo tomas... —¿Qué quieres que haga, mamá? Si tengo el divorcio en marcha... tú dirás. —¿Cómo? —¿No te lo había dicho? —Pues... no, desde luego que no. —Di orden a mi abogado para iniciar los trámites. Serán breves porque no pido nada a cambio de mi libertad. Supongo que Jacques estaría en el hotel debido a la cita que le formuló mi abogado al suyo. —Judith, ¿estás segura de que es eso lo que deseas? —Nunca hago nada de lo cual no esté convencida. La voz de la madre sonó desabrida: —Tú siempre tan contestaría. —Lo siento.
—¿Qué es lo que sientes? —El que sigas tomando por la tremenda tal decisión. —No soy yo sola. Tu padre... —Mamá no digas más. Papá acepta la situación y sólo eso. Ni siquiera se molesta en criticarla o desmenuzarla. —Porque es discreto y se calla, pero conmigo habla. —Es lógico. —¿Estás tomando a broma lo que digo? —No, mamá —con suma paciencia—. Claro que no. Pero creo que ese punto, el de mi equivocación matrimonial con Jacques, lo hemos discutido más de una vez. ¿No está todo dicho? —Y si tu marido está interno en el hospital donde tú trabajas, ¿cómo has tenido el valor de regresar a tu apartamento? —No pretenderás que me siente a su cabecera para velarlo cuando no tengo guardia esta noche. —Judith, tú querías a Jacques. Era verdad. Le había querido. Y aún pensaba que le quería cuando inició el primer paso al divorcio. A la sazón ya no estaba segura de nada. Es más, creía estar en las mayores tinieblas al respecto. Pero es que una cosa sí sabía con certeza. Una puede amar a una persona y no soportar vivir con ella por su carácter insoportable. A pequeñas dosis también el amor se mata así, como si fuera una gota de veneno lento absorbido por un organismo sano.
Eso, era eso. Poco a poco y rememorando días y noches, oyendo a Jacques quejarse y reñir, ella terminó por aburrirse. —Espera —le decía la madre alterada—, te hablará tu padre. Bueno, la cosa se convertía en problema familiar. ¿Por qué no se daban cuenta de una maldita vez de que el problema era suyo personal? No obstante guardó silencio y esperó oír la voz de su padre. Pero, de momento, sólo oyó lejana la voz de su padre como si discutiera con su madre. No pudo por menos de sonreír. Seguro que el autor de sus días no quería inmiscuirse en aquel asunto y hacía muy bien.
* * *
Sin embargo, no tardó ni dos segundos en oír su voz ronca y algo monótona. —Hola, Judith. —Hola, papá... —Tu madre dice... —Ya. Os avisaron de Boston, ¿no? Es lógico. El gerente supondría, como bien es verdad, que Jacques carecía de familia, pero tenía la de su esposa aquí... —¿Es grave? —No. En fin, según se tome. Pero se acudió a tiempo y afortunadamente no fue en el punto clave, mortal de necesidad. Con tiempo, reposo y cuidados se
repondrá. —Sólo tiene treinta años. —Desde luego. Pero el infarto no tiene edad, en particular para un hombre de negocios. Ten cuidado tú, papá. —No fumo ni bebo y suelo hacer deporte... —Tampoco eso es una garantía. Por detrás de la voz monótona de su padre, Judith escuchaba la de su madre como acuciando a su marido. Pero el marido no le decía a su hija nada de cuanto su mujer deseaba que le dijera. Y es que su padre entendía más la cuestión. O prefería no meterse en honduras ajenas. Esa era la postura que debió adoptar su madre desde el principio. ¿A qué fin, sin conocer razones plausibles, se ponía su madre de parte de su yerno? Resultaba demencial y muy molesto. Para ella, se entiende. —Mañana a la mañana pasaré a verlo, Judith. —No se permiten visitas, papá. Déjalo para más adelante. —¿Me avisarás tú? —Mañana a la noche iré a comer con vosotros y te explicaré cuál es la situación de su salud. —¿Te esperamos? —Por supuesto. Si es que sois tan amables.
—Siento que las cosas vayan así, Judith. —Lo sé, papá. —¿Está Oliver allí? —De guardia esta noche. Por eso me he venido yo. Mañana tengo que trabajar todo el día y necesito dormir. En cambio Oliver, mañana no acudirá al hospital salvo en caso de mucha urgencia. —Es lógico. De todos modos me quedo tranquiló dado que está Oliver con él. —No es que esté con él, pues un médico de guardia tiene muchos enfermos a su cuidado, pero sí que está en la planta para cualquier emergencia. No obstante, ya te digo que no pasará nada anormal. —Me está diciendo tu madre que Jacques venía a Nueva York por el asunto del divorcio que tú iniciaste. —Es así. Bueno, eso supone Oliver. De todos modos yo llamé a mi abogado y me dice que no fue a verle. Sin embargo, el abogado de Jacques le notificó que lo esperaba esta mañana. —¿Y cuándo le dio el infarto? —En el hotel y en la noche, supongo. Ingresó de madrugada. Pero le metieron por urgencias y estuvo allí hasta el mediodía. De modo que cuando nos lo pasaron eran las diez y media u once. —Es tremendamente doloroso, Judith. —Para él, desde luego. Lo notó titubeante. Y de nuevo el siseo de la madre acuciándole. Después la voz de su padre vacilante: —¿Y para ti, Judith?
—Papá, no ignoras lo que acabo de decirle a mamá. Estoy en trámite de divorcio. —Es decir, que el arreglo... —No. Sería para un mes escaso y yo necesito una vida entera de tranquilidad. —Pero... le amabas. —Aun amando rechazas aquello que te produce más inquietud que satisfacción. —Judith, lo siento. —Yo también, papá, por lo molesto que resulta. —¿Entonces te veré mañana a la noche? —Si no hay contratiempo me verás. Si surgiera alguno te llamaría bien a casa, bien a la oficina. —Espera, que se va a poner de nuevo tu madre. No quería. Lo que su padre se callaba por discreción, su madre lo diría a gritos y ella estaba muy cansada. —Por favor, papá, escúchame. He trabajado todo el día, estuve bajo tensión aunque me empeñara en lo contrario y mañana debo madrugar. Dile a mamá que deje para mañana a la noche lo que tenga que decirme y a ti te pido que si tienes algún ascendiente sobre ella, le aconsejes o le ordenes que me deje en paz en cuanto a la decisión tomada sobre mi divorcio. El padre titubeó, pero al fin aceptó la postura de su hija menor. —De acuerdo, Judith, Que duermas bien. —Gracias, papá. Y colgó.
Se quedó tensa un rato, después, con cierta brusquedad, asiendo la falda de la felpa, se fue al baño donde tenía colgada la camisa y se hizo con el tabaco y los fósforos. No es que fumase mucho. Como médico y en aquella especialidad además, sabía lo nocivo que resultaba el tabaco, pero había momentos en los cuales o fumaba o intentaba desahogar o se quemaba los nervios. Con su hermana Lisa tenía plena confianza, pero es que Lisa era una mujer joven (no llegaba a los treinta) y su madre estaba rondando los sesenta, y su mentalidad no era precisamente muy ajustada a la actualidad. De repente sintió el deseo de hablar con su hermana. En realidad era la única que sabía incluso cuándo empezó a presentarla. También lo sabía Burt por ser marido de Lisa y por ser, además, amigo en sus tiempos de estudiante, de Jacques y de Oliver. Había tres años por lo menos entre Jacques, Oliver y Burt. Es decir, que Oliver era el mayor y entretanto sus amigos contaban treinta, él tenía tres más, pero, sin embargo, fueron de la misma promoción y, no obstante, el que parecía haber llegado más lejos, fue el más atrasado. Solían ocurrir cosas así. No es que Jacques fuera un fracasado ni mucho menos, sino que se hizo cargo del negocio de productos farmacéuticos y químicos que le dejó su padre, y Burt decidió especializarse en dentista.
IV
Burt se lavaba los dientes en el baño contiguo. Desde el lecho donde se hallaba sentada, fumando el último cigarrillo, Lisa esperaba que terminase su marido. La casa se hallaba en silencio y sólo de vez en cuando Lisa oía el característico ruido de una luz al apagarse y supuso que sería la muchacha que se retiraba a descansar. Los niños (tenía dos de cinco años) regresaban del colegio hacia las siete y la chica les bañaba y daba la cena. Cuando llegaban ella y Burt jugaban con ellos un rato y después ellos mismos los acostaban. No estaba por la labor de marginar la educación personal de sus hijos por sus deberes laborales. Burt trabajaba como dentista en una clínica propia en una calle importante y ella trabajaba a su vez en el negocio de su padre, dedicado a ortopedia. Pero a una hora determinada ellos dos se juntaban e iban en el auto de Burt a buscar a los niños al colegio. Su vida, pues, era bastante tranquila, aunque trabajada, pero eso no podía evitarse, ya que Burt vivía de su trabajo y no tenía fortuna privada propia y ella trabajó siempre con su padre y pensaba seguir haciéndolo para aliviar en parte el cargo de la casa, dado que para vivir bien, había que esforzarse y no podía, ni quería, dejarlo todo a espaldas de Burt. Por otra parte, su marido estaba muy de acuerdo en mantener aquella situación. Estaba pensando en esto cuando sonó el teléfono que tenía sobre la mesita de noche. No tuvo más que alargar la mano y levantar el receptor. —Dígame. —Hola, Lisa —saludó Judith al otro lado—. Te supongo enterada de la noticia, porque mamá se apresuraría a llamarte. —Ah, eres tú, Judith. Sí, desde luego. Y si yo no te llamé a ti fue porque te creí en el hospital. —No es preciso. La cosa puede ser grave, pero, de momento, no reviste esa
gravedad que produce la palabra infarto. Hay muchas clases de ellos y el que sufre Jacques. no es mortal. Se repondrá. De modo que me he retirado a descansar ya que Oliver está esta noche de guardia. —También ha sido mala suerte, Judith. ¿Crees que la demanda de divorcio notificada a Jacques tendría algo que ver? —No, porque de ser así, hemos de aceptar que estaba al borde de él. —Ya. Eso puede tranquilizarte. —No me intranquilizaría aun suponiendo lo contrario. No tengo necesidad de decirte que me siento cansada en cuanto a Jacques, porque lo sabes perfectamente. Fuiste la primera en saber que iba a dejarlo y la primera en saber, asimismo, que presentaba demanda de divorcio. —Desde luego. —Y además te agradezco que no sacaras las cosas de quicio como hace mamá. —Bueno, tampoco puedes hacer mucho caso de lo que diga mamá —apuntó Lisa con suavidad—. No piensa como nosotros ni se le puede exigir nuestra mentalidad para analizar ciertos pasajes de la vida. Ella está enamorada de papá como lo estuvo siempre. Ella no permite que se mueva y a papá, por lo visto, le va bien eso y se deja querer y llevar. Pero ya te dije muchas veces que Burt y yo tenemos repartido el deber, tanto fuera de casa como dentro de ella, y no nos rasgamos las vestiduras. —¿Quién es? —preguntó Burt asomando por la puerta del baño incorporado a la alcoba matrimonial. —Es Judith. —Ah, pregúntale cómo va Jacques. —Dice que no es grave. Que lo superará. —Mañana iré a verlo. Judith, que lo estaba oyendo, se apresuró a decir:
—No, no, Lisa. Dile que mañana no venga. Ya le diré yo cuándo puede venir. —Se lo diré después porque ha vuelto a perderse en el baño y cerró la puerta. Así pues, como te decía, mamá no comprende tampoco mi situación de empleada y la de Burt de tolerarlo. Las mujeres de antes se hacían adolescentes pensando en la solución del matrimonio y una vez casadas se consagraban a sus maridos y las faenas del hogar. El nivel de vida ha subido y hay que mantenerlo, de modo que con un solo sueldo no se mantiene. —Pero mamá aduce que yo no necesito trabajar para vivir bien. —Esa es una apreciación de mamá, Judith. No debes tomar en cuenta eso. Lo esencial es lo que tú pienses y sientas. Por eso te pregunto si al ver a Jacques postrado has sentido alguna alteración o revivir tus sentimientos. —He sentido pena, pero no se han despertado mis sentimientos. Me siento cansada, eso sí, ¿entiendes? —¿Qué dice Oliver? —Nada. Me lo ha comunicado él porque fue quien se enteró primero. —Si quieres, mañana a la noche vamos Burt y yo a tu casa después de acostar a los niños. —Estoy citada con los padres. He quedado en ir a comer con ellos. —De acuerdo, pues iremos nosotros también. Se lo diré a papá mañana en la tienda. —De acuerdo. —¿Tú sigues pensando igual, Judith? —¿Con respecto al divorcio? —Pues sí. —Desde luego. Detendré el asunto hasta que Jacques esté en condiciones de afrontarlo, pero sin duda seguiré adelante.
—De todos modos tal vez este contratiempo y la soledad de seis meses le hayan cambiado. —Un carácter no cambia nunca en ciertas cosas. Podrá apaciguarse un poco, pero tarde o temprano volverá a empezar. No sería capaz de soportar ese tipo de inquietudes que Jacques me transmite incluso sin darse cuenta. Me parece que dos años de convivencia y paciencia te condicionan para dilucidar lo que es mejor o peor para uno. No sé quién decía, cuando éramos adolescentes, que el amor no muere nunca. Pues muere. Se mata poco a poco y no te das ni cuenta. Si no hallas valores en la persona, algo que premie tu afecto sentimental o que te dé tranquilidad, terminas por mandarlo todo a paseo y te sometes voluntariamente a la difícil labor de olvidar. —Si se consigue es una suerte —dijo Lisa con firmeza. —Yo ando buscando conseguirlo. Lisa. Yo creo que estoy en buen camino. De todos modos ni aun amando sería capaz de sufrir otros dos años ni siquiera un mes, un sobresalto cada seis horas. —Es decir, que habrá un paréntesis, pero no un arreglo. —Desde luego. —Te considero una persona sensata, Judith, de modo que si tú lo haces así, será porque lo sientes así. —Además, tengo la tranquilidad que antes de dejar la casa de mi marido, se lo hice saber sin ambages. No huí como una ladrona. Busqué las palabras más suaves, pero dije cuanto sentía y deseaba. De modo que Jacques no puede llamarse a engaño. Por otra parte, su reacción me decepcionó según sabes. El ir a mamá a pedir ayuda, me dejó desconcertada y desinflada. Un hombre de verdad arregla las cosas a su manera y de modo digno, pero recurrir a la suegra que no puede pensar ni sentir como la hija, me pareció demencial. Lisa se apresuró a decir dándole la razón: —Tampoco a mí me gustó esa postura, Judith, pero no me lo he callado. Se lo hice saber así y el mismo Burt le dijo que en la reacción se había equivocado. Cuando un tercero tiene que intervenir en estas cosas de la pareja, el asunto nunca sale bien.
—Gracias, por tu comprensión, Lisa. Me voy a acostar. He tomado un somnífero porque quiero relajarme y dormir para olvidar todo este asunto. Mañana será otro día. —Me hace gracia, porque eso es muy tuyo. Ya de niña, cuando te preocupabas, decías: «Lo pensaré mañana.» —Pues aunque te parezca que no es acertado, mañana estoy más lúcida, tengo los conceptos más claros y las ideas diáfanas. De modo que lo que hoy podría parecerme negro, mañana tiene un grisáceo casi transparente. —Que duermas bien, Judith. —Buenas noches, Lisa. ¡Ah!, dale un abrazo a Burt. ¿Sigue en el baño? —Está asomando ahora y me envía un beso con la punta de los dedos. —Que te aproveche, Lisa. La hermana se echó a reír y colgó. Después miró a su marido que aparecía con el tórax desnudo y los pantalones del pijama medio cayendo. Sin duda, y conociendo a Burt, los dejaría caer del todo cuando se deslizara en el lecho con ella. Burt era un encanto de hombre y cada noche aportaba al amor una emoción diferente. Burt se acostó cuando ella se deslizaba en el lecho. Pero en contra de lo que solía hacer, no se echó hacia atrás ni hizo lo que solía hacer en otros momentos. En cambio Lisa se tendió horizontalmente y miró a su marido que seguía dentro del lecho, pero sentado. Burt era un tipo atractivo. Además estaba lleno de ternura y consideración para ella y afecto para los hijos. En realidad nunca se rasgaron las vestiduras y si tuvieron alguna diferencia la subsanaron rápidamente porque entre los dos había un pacto: Si se enfadaban,
esperar sólo diez minutos para amigarse y que no siempre la iniciativa partiera del mismo, lo cual seguían al pie de la letra y cuando la iniciativa no partía del uno, partía del otro con lo cual los enfados corrientes del matrimonio, que en cualquier pareja podía dilatarse semanas e incluso meses y hasta separaciones, en ellos duraban todo lo más ocho minutos. Burt era un tipo fuerte, pero nervudo y delgado, de cabellos más bien rubios, pecas en la cara y ojos azules un tanto desvaídos, pero de todos modos para ella era su amor y le parecía el Adonis mismo. —Bueno, me imagino todo lo que te ha dicho Judith —comentó Burt de súbito —, porque seguí al dedillo tus respuestas. —¿Tú no estás de acuerdo con la reacción de Judith ante la forma de ser de Jacques? —Desde luego. Cuando la pareja no marcha, no hay por qué sostener posturas falsas. A rey muerto, rey puesto. Yo no soportaría una esposa gruñendo todo el día, y apuesto que tú no soportarías, por mucho que me quisieras, un marido energúmeno con ideas estrafalarias. —No lo soportaría, Burt —dijo Lisa—, y aun amándote, te dejaría pelear solo. Si algo destroza los nervios es soportar la inquietud de un hogar y las discrepancias en una situación discordante entre la pareja. —Todo esto lo sé. Pero hay algo que yo nunca te dije. Lisa se alteró. —¿Es que Jacques tiene alguna amiga íntima? Burt no pudo menos de reír. —No, por supuesto que no. A decir verdad yo fui adolescente con Jacques. No descolló jamás por sus apasionamientos. Pero también es cierto que nunca vi en él ese temperamento quisquilloso que dice Judith. —Tú has hablado con Jacques varias veces después de que Judith le dejó y por lo tanto no creo que Jacques se atreviera a desmentir a su mujer. —No, no, Jacques lo acepta. No tanto como dice Judith, pero yo sé cómo es y he
de creer el doble de lo que dice. Es decir, que en este asunto concreto le doy más crédito a Judith que a Jacques con ser mi amigo de siempre, y se la doy porque conozco bien a Judith y sé que no miente jamás y que se enfrenta con la verdad sea ésta o no a su favor. Sé también de su seriedad y de su forma pensadora de ser. No es que esté restándole méritos a Jacques, pero si te soy sincero, nunca vi en ambos una pareja duradera. —Eso no me lo habías dicho jamás. —Por supuesto. Tampoco otras cosas que sé. —¿Cómo? ¿Qué más sabes? —Mira, Lisa, no hablé de esto contigo porque son cosas que yo «vi», que yo «noté». Nadie me las ha dicho, ¿entiendes? Fuimos tres amigos, y seguimos siéndolo, pero yo como casado antes que Jacques y con Oliver soltero aún... no es que me haya desconectado de ellos, pero no viví tan en o. Sin embargo, hay algo que no me pasó inadvertido cuando aquella vez y las que siguieron presenté a Judith a los dos amigos. —No entiendo nada, Burt. El marido decidió tenderse y pasó un brazo por debajo de la espalda de su esposa, de modo que Lisa le pegó la mejilla a la suya. —No sé cómo decírtelo, Lisa. Espero que sepas guardar el secreto aunque se trate de tu hermana. Lisa se agitó y se separó un poco. —¿Quieres decirme que Judith tiene un amante? Burt rompió a reír. —Claro que no, mujer. O si lo tiene yo no lo sé. Es otra cosa que está como perdida en tinieblas, ¿sabes?, y que yo intuí a mi aire. Pero las personas que amamos tenemos un sexto sentido para captar ciertas cosas de los demás. —Sigo sin enterarme de nada.
—Lo sé. Te lo voy a decir, pero tendrás que prometerme no decir nada a Judith bajo ningún concepto. —Por lo que veo es asunto que concierne a mi hermana. —Y como conozco el cariño y la confianza que os tenéis, es por lo. que te estoy pidiendo la promesa de tu discreción. —Tal se diría que estás conspirando. —En cierto modo. —Burt, ¿quieres acabar de una vez? Él la besó en la nariz y sus labios resbalaron hacia los labios femeninos. La besó un largo rato, hasta que Lisa le pasó el dogal de sus brazos por el cuello. Pero fue la misma Lisa la que se separó. No era momento para hacerse el amor. Tenía que aclarar aquello que su marido sabía y ella ignoraba. ¿De Judith? ¿De Jacques?
V
Burt decía en voz muy baja: —No te pido discreción ante Judith, por lo que voy a decirte con referencia a otra persona, te la pido por bien de Judith. —No entiendo nada. —Lo sé. Por eso yo te lo estoy aclarando. Te diré primero que cuando Judith vino destinada a Nueva York hace seis meses, cuando dejó a Jacques, me sentí, ¿cómo te diré?, algo confuso y en cierto modo nervioso. De todos modos han transcurrido seis meses y no ha pasado nada, lo que me devuelve la tranquilidad. Y ahora me digo que no debí intranquilizarme en ningún sentido ya que conozco a Oliver y sé que antes se dejaría cortar un dedo que hacer una faena a un amigo. Y si Judith supiera lo que yo intuí siempre, pudiera causarle malestar, inquietud, o algo más profundo. Porque, verás, Lisa, cuando vives con una persona de distinto sexo, por la razón que sea, ves en el amigo afectuoso a un hombre nada más, la cosa cambia. Empiezas a pensar, empiezas a tasar valores... Hay que ponerse en la realidad, ¿sabes? Y yo me estoy poniendo. Lisa empezó a moverse nerviosa. Seguía sin entender. Si algo quería comprender, le parecía absurdo. Así que apremió. —¿Quieres ser claro de una vez, Burt? —Sí, sí. Verás, tendré que remontarme a cuando en aquella fiesta social presenté a Oliver y a Jacques a Judith. Tú los conocías por haber asistido a nuestra boda. Poco, pero los conocías. Cuando tú y yo nos casamos, dio la casualidad de que Judith se hallaba de viaje por el mundo con sus compañeros de estudio. De modo que no pude presentarle a Jacques y a Oliver. —Todo lo sé. ¿Por qué lo repites?
—Es que pretendo entrar en el asunto desde sus raíces. Cuando yo les presenté a Judith, ella había terminado la carrera y estaba haciendo el rotatorio y la especialidad. Te acuerdas también, ¿verdad? —Desde luego, pero lo que no sé es adonde vas a parar. —Seré breve. Noté que a los dos les gustaba Judith. No era para menos. Judith sin ser una belleza es la típica mujer que gusta a los hombres. Como amigos los dos eran estupendos, pero si a mí me diera a elegir a uno de ellos como esposo para Judith, sin una sola duda, hubiera elegido a Oliver. —Pero Judith eligió a Jacques. —No... Lisa dio un salto en la cama. —Qué dices, hombre de Dios... —Te explicaré. A Judith, sin ella darse cuenta, la eligió Jacques. —No es Judith persona que se deje utilizar ni conquistar sin participar ella en el asunto. —Muy cierto. Por eso me extrañó que la conquistara Jacques. Pero lo comprendí después cuando me puse a reflexionar sobre el carácter de mis amigos. Jacques era un tipo muy lanzado, pero que al final no consolidaba sus pasiones como exponía de boquilla. Ni era comprensivo en demasía y sí que muy egoísta. Pero las mujeres se le daban bien entretanto no le conocieran a fondo. No te olvides que mis primeras experiencias las viví con ellos. Verás, te voy a explicar algo más, y recuerda que esto es entre tú y yo, y que es la primera vez que yo saco a colación estas minucias que a la larga pueden convertirse en pesadillas para alguien concreto. Cuando íbamos los tres de mujeres, ya sabes lo que eso supone, cuando aún no te conocía a ti, las chicas se tiraban a Jacques. Eso la primera vez. Nosotros, tanto Oliver como yo, pues éramos los segundones y aceptábamos aquello que Jacques no deseaba o no reparaba en ello. Eso, te repito, la primera vez. La segunda o tercera, las mismas chicas miraban a Jacques con cierto desdén y se lanzaban a Oliver o a mí. Nunca nos cambiaron... Así fuimos comprendiendo, tanto Oliver como yo, que Jacques tenía mucha apariencia, mucha boquilla y pocos hechos.
—¿Quieres decirme que la vida íntima de Judith era... incompleta? —Claro que no. Para Judith, que no tuvo demasiadas experiencias o quizá ninguna... —Ninguna. Se dedicó a sus estudios. —Pues más a mi favor, si no tuvo ninguna ni antes ni después de casarse, seguro que ignora que el amor es..., ¿cómo te diré?, más misterioso, más inefable, más apasionado. Vamos, que tiene un cierto juego picarón... Jacques es incapaz de sacarle ese jugo al amor. Por eso digo que Judith es mucho médico y sabía mucho en teoría y cosas así, pero en la práctica el amor para ella, junto a Jacques, fue, sin lugar a dudas, algo simple. Como Lisa iba a decir algo, él se apresuró a añadir: —Después. Ahora permite no perder el hilo. De ser Jacques otro tipo de hombre y haberlo amado Judith en profundidad, es muy posible que entre su carrera y el amor del hombre, dejara la primera para aferrarse al segundo. Es por esa razón que yo no me rasgué las vestiduras cuando supe que dejaba a Jacques y no soporté oír a tu madre condenar la actitud de Judith. —¿Era ése tu secreto? —No. Es otro. —Pero, Burt... —Verás, es que si no explico todo esto y me entraño en pormenores, no ibas a entender lo esencial. Por otra parte, con todo lo que queda dicho, espero haber reflejado la dimensión humana, no muy irable, de nuestro cuñado. —Sin duda alguna. —Entonces la inmadurez de Judith, sin darse ella misma cuenta, la empujó a cortar. Y también aceptó que poco a poco el amor que le tenía se vaya esfumando hasta conducirla al despacho de un abogado. —Todo eso te lo has callado, pero yo sabía que estabas de parte de Judith.
—Sin embargo, sabías eso, pero ignorabas que tenía mis razones para comprenderla Y mis razones partían de mi conocimiento de la personalidad de Jacques. No es que Jacques sea un tipo indeseable, ni mucho menos. Hay muchos tipos como él y hacen felices a sus mujeres, pero dada la dimensión humana y personal de Judith, yo vaticiné siempre un fracaso, y es lo que ha ocurrido.
* * *
Podía pensarse que Lisa iba a interrumpir a su marido. Pues no. Le escuchaba sin parpadear y atentísima. Judith jamás le habló de su intimidad con Jacques. Su hermana era muy personal, muy respetuosa con cosas íntimas que no partían de ella sola, sino de dos, para meterse en detalles de tal tipo. Pero Lisa pensaba que Burt sin duda tenía razón. Algo no cuajaba y si Judith olvidaba a Jacques tan pronto, sería porque nunca le amó demasiado, o no supo Jacques buscar la sensibilidad de su mujer. Por su parte, y mientras Lisa pensaba, Burt seguía sin descubrir su secreto. Es decir, el meollo del asunto. Lo que él había «visto» y «captado». Por eso Lisa dejó de pensar y cortó la perorata reflexiva-retrospectiva de Burt. —Al grano, Burt —le dijo—. Tú ibas a decirme algo que era secreto. —Ciertamente. Cuando supe que Oliver y Judith se encontraban y, precisamente, trabajando juntos, me sentí, ¿cómo te diré?, un poco asustado. —¿Y por qué razón? —Mira, una cosa es que Judith viviera con un amigo, casada y feliz, y otra que dejara a ese amigo y muchos más, que ya no lo quisiera. —¿Adónde vas a parar?
—Al secreto mismo. A la vez que Jacques conquistaba a Judith, un amigo sufría. —¿Qué? —Oliver. Lisa se sentó en el lecho y Burt lo hizo a su vez. —Ese es el secreto. —Burt, ¿no serás un imaginativo? —No. No suelo equivocarme. También te diré que jamás hablé del asunto con nadie. Es la primera vez que lo menciono. Pero estoy seguro, plenamente seguro que si Jacques no fuera tan charrán y precipitado, no sería él quien se llevara el gato al agua. Sería Oliver. —Por parte de Oliver, desde luego, porque Judith... fue a donde quiso ir. —Verás, eso también habría que analizarlo. Judith jamás supo que Oliver estaba enamorado de ella. Y no como Jacques, desde luego. Oliver sabe amar y hacer feliz a una mujer. Es todo un hombre y tiene la sensibilidad y la intuición suficiente para que la persona que viva a su lado sea dichosa. Es decir, que Oliver y yo en este sentido, nos parecíamos mucho. Yo no presumo, pero estoy lleno de comprensión, cariño y amor, pasión y vehemencia. Soy viciosillo con mi mujer, pero ella está de acuerdo con tales defectillos. ¿O no? —Déjate ahora de hacer chistes. Continúa. Lo que dices me asombra mucho. —Pues es la realidad más humana que has visto u oído. —¿Y por qué si es como tú dices, Oliver se calló? —Ah, muy sencillo. Como me hubiera callado yo. Una cosa sería distinta si se le viera a Judith dudar, pero tu hermana no dudó en cuanto a la elección entre ambos. —Estoy plenamente segura de que Oliver jamás le dijo nada. —Justo. Oliver se pasaría la vida amando y deseando a Judith, pero por respeto a
su amigo y a la esposa de su amigo. Es decir, Lisa, sin más, llanamente ocurrió así. Que Jacques se adelantó y Oliver se mordió los labios y las ganas. —Y tú, al saber que estaban juntos y en el mismo equipo... —Eso es. Pero hay una diferencia ahora. Y es que Judith se divorcia de Jacques... y queda libre. —Y Oliver también lo es. ¿Supones que no se casó por amor a Judith? —Sí. No lo supongo, lo sé. Oliver es hombre que no tiene familia. O si tiene algo, está lejos de Nueva York. Le gusta el hogar, los niños y la familia. Y si no se ha casado aún, no será por el recuerdo mismo de Judith, pues la consideraba perdida, pero sí porque debido a ese amor y a esa iración que le profesaba a Judith, no halló aún otra mujer que se le pareciera. Entonces digo yo, ahora que Judith busca la libertad, con mayor motivo mantendrá Oliver su celibato. —Esperando poder conquistar a Judith. —Sí. —Todo lo que me has contado me ha dejado perpleja, Burt. Conozco a Oliver. Es tu mejor amigo y cuando viene a casa, me encanta estar con él. Es cierto que de tan humano se pasa, es comprensivo, cariñoso y digno. Tiene una personalidad acusada y si bien es más elegante Jacques de aspecto, a mí, particularmente, me gusta más la rudeza aparente de Oliver. —Es que bajo esa rudeza el que lo conoce aprecia su inmensa sensibilidad y madurez. —Eso es exactamente lo que yo quería decir. Burt —se alarmó Lisa—, ¿qué piensas que puede ocurrir? —No lo tengo previsto. Ese tipo de cosas son imprevisibles y por otra parte mientras Judith no se dé cuenta de la clase de sentimientos que siente por ella su amigo, no creo que pase nada anormal. Pero si un día se la da, empezará a pensar, a comparar y a desear. Y no es tu hermana de las que se amilanan ante realidades que siente por sí misma. Y más si cree sincero su sentimiento y justa su postura.
—Todo esto nos lleva a una conclusión. —¿Cuál? —preguntó Burt, interesado. —Que la presencia de Jacques en el hospital sabe Dios por cuánto tiempo detendrá la marcha de las cosas y por tanto la sinceridad de Oliver se verá coartada. Otra cosa, Burt. ¿Sabe Jacques que Oliver estaba enamorado de su mujer? —No lo creo. De todos modos no nos queda más que esperar, y como hablando, hablando se nos pasó el tiempo y yo tengo ganas de hacerte el amor, pues apago la luz y nos callamos. —Si supieras que me has dejado muy inquieta. —Lo sé, pero se te pasará. Ahora pensarás sólo en mí y mañana si gustas, hablamos nuevamente de ese asunto, aunque entiendo que no queda nada por decir. Lo que quede es de ellos y está metido en las tinieblas de sus propios pensamientos. Sin más asió a su mujer contra sí y al rato, Lisa había olvidado a Judith, a Jacques, su enfermedad y a Oliver y todo el trío que podía tener lugar entre los dos. Como a la mañana siguiente despertaron algo más tarde que de costumbre, cada uno se fue a su trabajo sin tocar de nuevo el tema. De todos modos, Lisa pasó la mañana pensando en ello. Indudablemente, Judith no sabía nada referente al sentimiento que Oliver sentía por ella. De otro modo Judith se lo hubiera comunicado. Su padre la vio pensativa y cabilona toda la mañana y al mediodía le dijo: —¿Es por lo de Jacques? Lisa no entendía. —Te pregunto si te disgusta lo que le ocurrió a Jacques.
Lisa fue sincera al responderle. —Me disgustaría más si le ocurriera a Judith. —Sí, claro. Y prefirió que su padre no le hablara más del asunto.
VI
A las ocho de la mañana aún Oliver andaba por el hospital. En realidad debió irse a las siete, pero continuaba allí. Había dormido un rato, adrede, tendido en el sofá de su despacho con el fin de esperar la llegada de Judith... No obstante y pese a haber dormido y tener suficiente personal en la planta, más de seis veces en la noche, visitó a Jacques. Pero Jacques dormía y en cierto modo bastante tranquilo. Preguntó a la enfermera por las constantes y como todo marchaba bien, dentro de lo que cabía, regresaba a su despacho y se tendía a dormir hasta que sonaba el timbre por cualquier emergencia. Era jefe de equipo, por supuesto, pero allí, en cuanto a guardias, no había jefes ni subalternos. El día que le tocaba a uno, le tocaba, tanto si era el primero de a bordo como si era el timonel. En medicina, pensaba él muchas veces, no debe haber distinciones. Sobre todo en el personal activo. Había ido a la cafetería a tomar el café de la mañana con el fin de visitar después a Jacques y esperar por Judith. Parecía preocupado e inquieto y eso que él no era de los que traslucían sus inquietudes. Camino de la alcoba de Jacques iba a paso ligero. No estaba solo. Había dos enfermeras con él, una tomándole las constantes y otra anotando en el gráfico. Al verle le dieron los buenos días y como habían terminado se iban. —¿Todo bien?—preguntó. —Sí, doctor.
—Gracias. Y las dos enfermeras salieron cerrando tras de sí. Como Jacques estaba despierto, le hizo una seña para que acercara una silla y se sentase. Oliver obedeció. —Hace mucho que no nos vemos, Oliver. Tú te quedaste en Nueva York y yo tuve que irme a mi casa y a mi negocio... Ya sabes lo de Judith, ¿verdad? —Desde luego. —De modo que ella fue destinada aquí. Yo lo ignoraba. —En Boston pidió el traslado y se lo concedieron —dijo Oliver—, de modo que la casualidad la trajo a mi equipo. —Me ha dejado, Oliver. —Lo sé. —¿Qué dices tú a eso? Peregrina idea formulada a él. —No entro en intimidades ajenas, Jac. —Pero eres mi amigo. Claro. De no serlo las cosas no serían igual de lo que estaban siendo. —Aun con ser tu amigo —apuntó Oliver inflexible—, son demasiado personales. Espero que lo entiendas. —Sabrás que el infarto fue provocado debido a mi tremendo disgusto. Oliver apreciaba a su amigo, pero no dejaba de saber que era un egoísta y lo había sido toda su vida.
No creía él que aquella faceta pudiera cambiar a Jac. —No, Jac —dijo con serenidad y voz algo vibrante—. El infarto hubiera surgido de cualquier modo. Ni lo apuró tu disgusto por la situación. Tenía que ser, y si no hubiese sido ayer, podría ser la semana que viene. —Pero lo apuró el disgusto. —¿Por citarte el abogado para los trámites de divorcio? —Pues claro. —No, no, Jac. Eso debías suponer que ocurriría tratándose de Judith. —¿Y por qué tenía que saberlo? —¿Ves? Nunca te enteras de nada que no te convenga. —No te entiendo. —Mira, Jac, todo sería muy distinto si tu mujer dependiera de ti. Pero Judith depende de ella misma y se me antoja que no se siente cómoda junto a ti. —Oliver, no me digas eso. —¿Tanto la amas, Jac? El enfermo intentó moverse, pero estaba lleno de cables. —Será mejor que dejes ese asunto para más adelante, Jac. —No, no. Tengo que discutirlo ahora o hablarlo, que es lo que necesito. Me tranquilizará poder contar contigo. Oliver arrugó el ceño. Seguía pensando que la situación era peregrina. Chocante. Y tremendamente absurda.
No obstante, nadie podría saber jamás lo que estaba pensando, porque con voz clara dijo: —¿Para qué deseas contar conmigo, Jac? —Me consta que Judith te estima. —No. Judith es aquí un médico más de mi equipo. Yo soy el jefe del mismo, pero mi voz no supone nada entre la de los demás. —No me refiero a nivel profesional. —¿Y por qué supones que tengo ascendiente sobre ella a nivel personal? —Sois amigos. —No, no. Somos amigos a través de mi amistad por ti. —Pero no me digas que no eres amigo de Judith. —Desde luego. Pero nunca para inmiscuirme en su vida. —Pero yo te pido que lo hagas. —Oye, Jac, es mejor dejar el asunto. —No, no —se apuró Jac—. Quiero a Judith. Te digo que seré diferente. Eso sí que no se lo creía Oliver. Jac, que él recordase, fue así toda la vida. Quisquilloso. Sacando punta a todo. Machista... Y no demasiado hábil en el plan amatorio. ¿Sería ésa una de las razones por las cuales lo dejaba Judith? Puede que no. Le gustaría poderlo comentar con Burt.
Pero el asunto era delicado y él estimaba a Judith... La estimaba tanto que tocar puntos personales podía lastimar su sensibilidad. En todo caso, si tuviera que preguntar algo, se lo preguntaría a ella directamente. Sin más. Creía conocerla. Era mujer firme. Muy femenina. Muy delicada, pero llamando a cada cosa por su nombre sin buscar rodeos. —Yo no sé cómo has sido en tu matrimonio, Jac —dijo con firmeza. Jac volvió a moverse y Oliver le impuso quietud. —Si sigues moviéndote, me largo. Te diré también que tu vida no corre peligro. No ha sido un infarto peligroso, ha sido un conato del mismo y con un régimen y una vida tranquila, pasará todo. —¿Pero cómo puedo vivir tranquilo con una amenaza de divorcio encima? —Eso es mejor que lo arregles con tu mujer. —Ella cuando, decide una cosa es para siempre: ¡Si sabré yo cómo es! —Pues si lo sabes y la quieres y te gusta, no entiendo por qué has dejado que se escapara. —Yo no sabía que me iba a dejar. —Pero tengo entendido que ella te lo advirtió. —¿Cuándo? Cuando lo tenía decidido. —Entiendo que tú debiste evitar que ella lo decidiera, es decir, que si Judith lo decidió, tú le diste motivos.
* * *
—No me salvas, ¿verdad, Oliver? —Es que te conozco, Jac, y pienso que también conozco a Judith. —¿La tienes en muy alto concepto? —¿Como persona o como profesional? —Una va enzarzada a la otra. —Sin duda. Tengo un alto concepto, sí. —Y de mí pésimo, por haber puesto los pilares para que ella me dejara. —En cierto modo, Jac. Pero tú siempre fuiste un inconformista y te has empeñado en olvidar que el tiempo pasa y que la sumisión de la mujer no acepta injusticias. —O sea, que por lo que sabes, me consideras injusto. —¿De veras no crees tú mismo que lo has sido? Jac dudó. En vez de responderle a Oliver, preguntó con un hilo de voz: —En dos años he hecho dinero... Bastante, supongo que me pedirá una barbaridad de esos bienes que se consideran gananciales. Oliver no escupió por educación. Pero tuvo ganas de hacerlo. O sea, que Jac no dejaría jamás de ser mezquino y su amor se tasaba por dinero.
Se levantó sin la violencia que sentía. Él era parsimonioso. Se dominaba bien. A ver... dominándose más de tres años... —¿Es que te vas? —preguntó Jac, sorprendido. —Mira, Jac —se contenía a duras penas, pero nadie hubiera apreciado en él una alteración—, tengo más enfermos que tú. Eso que me dices, se lo preguntas a tu abogado. —Cuando la cosa anda entre abogados, ya no hay nada que hacer. —Bien, pues cuando venga Judith se lo preguntas a ella. —Eso sí que no. —¿Y por qué no? Judith es clara en todo. No se esconde. Lo vio menguarse en la cama y pensó que si bien Judith no se escondía, él sí. Y supo que eso lo estaba pensando Jac a su pesar. Vamos, que no había cambiado un ápice. El más elegante de planta de los tres. Burt ni siquiera era guapo y él más bien burdo en apariencia. En cambio la elegancia y la distinción iban siempre con Jac, y por eso, a primeras resultaba el triunfador. Pero después se veía que tenía poco de lo mismo. En fin... Él no quería entrar en detalles mezquinos. Porque perder a la mujer era suficiente sin pensar en el dinero que se podía perder a la vez.
Además, él pensaba que dado como era Judith, le ardería el dinero de Jac en las manos. Apostaba que no le pediría ni un centavo. Es más, tenía idea de habérselo oído decir. —Tengo que irme, Jac. —¿No me vas a ayudar? Claro que no. De saber que podía hacer feliz a Judith, sí, pero sabía demasiadas cosas. Y las que no sabía las adivinaba. —Creo que cuando un tercero tiene que intervenir en una pareja, la pareja en sí está ya destruida y no hay dios que la componga. —Judith sin duda te aprecia. —Y porque me aprecie ella como compañero, supones tú que va a cambiar el rumbo de su vida... sentimental sólo porque yo se lo diga. —Yo la quiero, Oliver. El aludido ya estaba en la puerta y miraba a su amigo con indefinible expresión. Pero Jac era demasiado burro para entender las expresiones de un amigo inteligente. —¿La quieres tanto o prefieres no perder un dólar de tu dinero, Jac? —Oliver, no seas duro conmigo. —Es que hace un rato has hablado de los bienes gananciales de dos años. —Los impuestos... Ya sabes. No creas que de todo ello resultaría mucho para Judith.
—Eso lo discutes con ella, Jac. —¿Te vas? Entraban dos enfermeras empujando un carrito. Oliver dijo amable, pero lejano: —Por lo visto te van a dar algo de comer, Jac. No seas glotón. —¿Volverás? —Pasé toda la noche en el hospital y me voy a descansar a casa, Pero tendrás personal aquí que te atienda. —¿Crees que vendrá Judith? —Por supuesto —dijo saliendo—, tiene que venir.
VII
La vio aparecer en su despacho un cuarto de hora después. Realmente se dio cuenta de que esperaba su llegada para irse él. Aunque tampoco estaba muy seguro de irse... —Paul me dijo que seguías aquí —entró diciendo Judith. Oliver, que estaba como desplomado en el sofá, se levantó presto. —Siéntate, Oliver —dijo ella afectuosa—. Si te sentías a gusto así, no tienes por qué usar tu caballerosidad conmigo. ¿Qué tal Jac? —preguntó sin transición. —Entiendo que fuera de peligro. Un mes, dos... Cuidados, un régimen adecuado y menos trabajo. —Seguramente —dijo Judith sentándose a medias en el brazo de un sillón— ignoras que tu amigo es ambicioso. No, por supuesto. Era tacaño, ambicioso y muy egoísta. Pero eso lo fue sabiendo él a medida que crecía la amistad y entendía que un amigo se aceptaba con todos los defectos o se rechazaba de plano y para siempre, y él había aceptado a Jac desde que era un niño y después adolescente y más tarde hombre. —Bueno —dijo evasivo—, todos lo somos en cierto modo. —Con diferencias notorias. —Es posible. —Es cierto, Oliver.
Tampoco quería meterse en honduras. Por eso, marginando el tema o pretendiendo marginarlo, preguntó: —¿Has tomado tu primer café? —No. —Pues si quieres te invito a la cafetería. —¿No te vas? —Tengo tiempo. —Y sonriente añadió, con aquella sonrisa suya tan masculina y tan afectuosa—: En realidad he pegado aquí un sueñecito de vez en cuando. —¿Todo por tu amigo, Oliver? —¿Cómo dices? —Te pregunto si lo haces por tu amistad con Jac. —Bueno, soy el jefe de equipo y no me gustaría llevar un disgusto por negligencia. —El equipo lo formamos diez médicos de coronarias y tú sólo tienes el deber de pasar una noche cada diez aquí... —Bueno, habrá que pensar un poco en otras cosas. —¿Como cuáles? Era así. Él ya lo sabía. No se andaba con rodeos. Por eso él escapaba cuanto podía de su penetración y sinceridad. Un día tal vez se atreviera y le preguntaría algo más íntimo.
Pero no. ¿Para qué? Sabía mucho de Jac. De su forma de actuar. De sus fallos. De sus egoísmos. De su falta de capacidad amatoria... Y no por defecto físico. Eso claro que no. Por falta de generosidad. El egoísmo mataba a Jac. Le mató siempre. Incluso una chica de burdel deseaba en cierto modo ser complacida y así complacía mejor ella. Pero ni ese triste misterio de la vida se molestaba en conocer Jac. Claro que una cosa eran aventuras y otra Judith y su vida matrimonial. Sacudió la cabeza. —Tomar el café en la cafetería. Judith asintió. Pero cuando los dos salían uno junto a otro, Oliver bastante más alto que ella, le oyó decir a Judith: —¿No vas a ver antes a Jac? —¿No dices tú que está bien? —Por supuesto.
—Pues le veré después. Costaba abordar la cuestión. Pero él debía ser honesto y tendría que abordarla. No le agradaba en absoluto. Pero era honesto y debía comportarse como tal Aunque doliera y aunque lograra convencer a Judith. ¿Pero era Judith mujer que se convenciera con razonamientos ajenos? No. Desde luego. No obstante, él era un hombre que cumplía con su deber, y tan arraigado llevaba aquel deber que se creía en la obligación de tocar el tema. No obstante, silenciosos ambos, se perdieron en el ascensor donde iba más personal. Así que no volvieron a hablar hasta verse solos en el largo pasillo camino de la cafetería.
* * *
—Judith, estuve con Jac varias veces en la noche. Estaba dormido, pero en la mañana, hace cosa de media hora, estaba despierto. —Y tú lo ves bien. —No, eso no. Pero sí fuera de peligro. —Mejor para todos. —¿No quieres saber lo que me dijo?
No. Le miró abiertamente. Sus ojos grises parecían más claros que otras veces. Eran preciosos. Él desvió los suyos entretanto caminaba a la par pasillo abajo. —No, Oliver. Si es dirigido a mí, no. —Lo cual indica... Le cortó. No es que fuera brusca con Oliver. Estaba siendo su mejor amigo. Por tanto, el hecho de que fuera amigo de Jac de siempre, no indicaba nada. Ella no lo estimaba por ser amigo de Jac. Le estimaba por ser amigo y compañero suyo. —Que yo seguiré adelante cuando lo crea oportuno. Le ardía en la boca todo lo que había oído de Jac referente al dinero. ¿Qué sabía él de aquello? Creía haberle oído decir a ella que renunciaba a todo. Que sólo pedía la libertad. Pero resultaba duro para él entrar en detalles. —Y no lo consideras oportuno hasta que Jac regrese a Boston y esté de nuevo en su fábrica... —Por supuesto.
—¿Has hablado con tu abogado al respecto? —Sí. Le di instrucciones esta mañana, y él se las dará al abogado de Jac. —Jac... —dijo con voz que a Judith se le antojó demasiado vibrante— no quiere ese divorcio. —Por supuesto. Se detuvo. La miró desde su altura. Judith sostuvo su mirada. Y fue Oliver quien escapó primero de aquellos vivos y sinceros ojos. Caminó de nuevo. Judith apresuró el paso para alinearse con él. —¿Es que sabes tú que él no quiere, Judith? —Claro. —Ah. —Teme perder dinero. Oliver volvió a detenerse. Estaban casi rozando la puerta de la cafetería. Se miraron de hito en hito. Fue ella la que rompió el embarazoso silencio. —Oliver, estoy siendo sincera contigo. ¿Qué cosa piensas tú que me ocultas? —Yo... no sé.
—Sí sabes. Tú sabes casi más que yo. Le conoces de siempre. Yo sólo de tres años y poco más para acá. Claro. Los mismos que él sentía aquello. Se mordió los labios. Y es que una cosa era tener consideración por amistad y otra saber que la amistad no contaría nada. Ni significaba demasiado. —Tomaremos el café —dijo por evadirse. Pero Judith no avanzó un paso. Lo consideraba tan amigo suyo como de Jac. Y sabía cosas. Se las había contado ella. Sobre todo con referencia al carácter quisquilloso de Jac. Su machismo trasnochado... Su egoísmo. —Prefiero que toquemos el tema aquí, Oliver. Oliver era lo que no quería tocar. Y no quería por ella, más que por él. Y, por supuesto, nada por Jac. A ése ya lo tenía marginado. ¿No había motivos? —Tengo ganas de un café, Judith —dijo amable y afectuoso—. ¿Tú no?
—Sí, pero después. Parecían dos postes en el medio del pasillo. Los médicos y enfermeras iban y venían. Les saludaban al pasar. Ellos, tanto Oliver como Judith, parecían momias. Pero no lo eran y los dos lo sabían perfectamente. Algo se abría ante ellos. ¿Comunicación? ¿Comprensión? ¿Entendimiento profundo? ¿Un afecto arraigado con el trato? ¿O una comunicación íntima, perdida en el subconsciente de los dos? Judith sí sabía una cosa y ésa estaba clara para ella. Lo que hablaba Oliver, jamás ella lo tocaría con ningún otro, salvo Lisa, su hermana, claro. Pero Oliver empezaba a ser quizá, sin saberlo, había sido siempre, un amigo fiel. Sí, sí, eso intuía ella por muy amigo que Oliver fuera de su tambaleante marido. —¿Después? —le oyó preguntar confuso. —Una vez me hables de tu conversación con Jac. ¿O es... que no tuvo importancia? La había tenido. Y la había tenido porque él había visto en Jacques al hombre de siempre. Al que toleró como amigo.
Y es que si a un amigo no lo tomas con defectos y virtudes, no tienes amigo. Él tomaba las cosas así. Pero es que una cosa era tomarlo en libertad y otra, muy distinta, sabiendo lo que él sentía. Y no se llamaba a engaño. ¿Llamarse a engaño a sus treinta y tres años? Sería estúpido. No obstante, amable, afectuoso como él era la tomó del brazo y en respuesta dijo: —Vamos a tomar el café, Judith.
VIII
Se dejó llevar. En cierto modo pensaba que más valía marginar ciertas cosas que sobetearlas demasiado. Por esa razón entraron los dos en la cafetería. Saludaron aquí y allí. Sin embargo, se aislaron. Lo necesitaba Oliver, lo necesitaba Judith. ¿Por qué razón ella? No lo sabía. Pero sí sabía una cosa. Sólo Oliver le inspiraba confianza. Los demás eran médicos, enfermeras del centro, gente amable, compañera, pero no amiga... Señores que estaban integrados en la profesión. Pero eso era muy distinto a sentirse amiga de alguien concreto. Ella se sentía de Oliver. Lo necesitaba. De no hablar con él de su problema íntimo, ¿con quién? Con nadie. Con Lisa, claro, o con Burt.
Los dos la comprendían. Su padre también, en cierto modo. Su madre nada. —¿Nos sentamos? —preguntó Oliver. Ella lo prefería. Una mesa por medio, dos cafés, dos cigarrillos, producía cierta seguridad. ¿Falsa? A medias. Pero ella, al menos, sentía que se la daba. Vio, como distraída, que Oliver pedía dos cafés por señas. Después la miró. —Me gustaría —decía Judith con voz vibrante— que me contaras algo de tu conversación con Jacques. —¿Por qué razón me preguntas eso tan determinante? Por razones obvias. ¿O no? En voz alta dijo: —Creo conocer a Jac, y tú, como amigo suyo, es obvio suponer que le conoces tanto o mejor que yo. Distinto. Pensaba él que a Judith podía gustarle la forma de amar de Jac. Pero no. Era estúpido suponerlo.
Jac era siempre igual. Sin variaciones. Monótono, materialista, nada recreativo y menos aún, apasionado. Pero había que meterse en demasiadas honduras para desmenuzar aquello. Y él sentía en sí ciertos reparos. De consideración. De iración. De deseo, de amor. ¿Podía equivocarse él con referencia a sí mismo y la dimensión de sus sentimientos? No. Engañarse nunca. Divagar, evadirse, sí. Pero firme y directa como era ella, no cabía duda. ¿De qué? De todo. —Dime, Oliver. —¿Decirte? —¿No tienes nada concreto que decirme? ¡Oh, sí, mucho! ¡Todo!
Pero dolía decirlo. Y no por él. Por ella misma. Por lo poco considerada que era como mujer. Como ser humano. Como esposa, más que nada como mujer amada. Pero claro que él no podía llamarse a engaño. Jac era una buena persona, egoísta, materialista, pero en el fondo como un crío... antojadizo. ¿Podía ese tipo de hombres dar felicidad a una mujer tan completa, entera, emotiva, profunda y sentimental como Judith? Claro que no. Así que, nervioso, pasó los dedos por el pelo. Fue cuando el camarero les sirvió el café. Oliver, automáticamente, pero con aquel afecto suyo conmovedor, le echó dos terrones. Ya sabía los que tomaba para azucarar su café. —Gracias, Oliver —dijo Judith, bajo. Era íntimo su acento. Tampoco Oliver deseaba eso. No quería ser traidor a nadie. Y menos a ella y a su amigo. ¿Su amigo?
¿Lo era? Oyó la voz de Judith sin preámbulos ocultos. Como ella era. Sincera, verdadera, directa. ¿Podía alguien como él, escapar de aquello? No podía. Y que nadie le dijera que podía. Él no. No se sentía con fuerzas. —Háblame de las cosas que te dijo Jacques. No podía. No sabía cómo abordar la cuestión sin delatarse él. Y eso no.
* * *
Pero, en cambio, la sabía a ella sincera. Abordando cuestiones personales con él. ¿Cabían, pues, engaños, mentiras, subterfugios...? No cabía nada. Removió el café, nervioso. Como si de repente le dieran cuerda a su mano. Ella suave, cálida, afectuosa y amable dijo: —Ya está removido.
Eso tampoco. ¿Tomar tan a la ligera una cosa tan grave, tan profunda, lo que es un matrimonio en bancarrota? Él no podía. Y no podía porque en ello implicaba toda su vida sentimental. Amarrándose. Forcejeando con su sistema sentimental y sensible. —¿Tengo que hablar de ello, Judith? No, claro. Pero ella, que solía abordar las cosas de frente, dijo con voz vibrante: —No, Oliver: Pero lo normal sería que eligieras entre los dos. Jacques o yo... Eso era lo peor. Lo más penoso y lamentable. ¿Elegir? ¡Si él eligiera! Pero no elegía. Y no podía porque estaban los dos. Ella por ser ella... ¡Y era tanto para él! Jacques por ser su amigo. ¿Importaba tanto aquella amistad? Importaba, pero menos...
¿O nada? Sorbió el café, así, pensaba él (flaca forma de pensar) que se evadía. ¿De qué? ¿De sus sentimientos? En cierto modo y es que Judith, con su dimensión humana y todo no había penetrado en él. Una cosa era su amistad y otra su sentimiento. Y no sabía cómo separar ambos. ¿O sabía y no quería? En cierto modo. Judith lo vio pagar. Nervioso. ¿Qué le pasaba a Oliver? ¿Algo concreto? ¡Su amistad con el amigo...! Claro, era de suponer. Por eso tomó su café en dos sorbos y miró el reloj. —Si quieres dejamos las cosas así. Eso tampoco. Pero., ¿había forma de comentarlo de otro modo? No, por supuesto.
Él no era un villano ni un mal amigo. De serlo, lo hubiera sido mucho antes. Y no quiso. No le dejó su dignidad de amigo. Su hombría. Pero el cariño era tanto... ¿O era menos? Era mucho. Le entraba a borbotones y le salía por los ojos. ¿O era él tan disciplinado que sabía ocultar aquella expresión? ¡Sabía! ¡Prendió tan pronto! ¿Cuándo? Pues cuando aprendió a quererla. A desearla. A odiar a su amigo en la profundidad de su ser, a envidiarlo... Después no. Se resignó. Pero a la sazón no se resignaba. Y sentía en él el aletazo de la zozobra, del miedo, de la incertidumbre, de lo que pudiera ocurrir en el futuro. ¿Qué podía ocurrir?
IX
Pese a todo en aquel momento se mordió los labios y no hizo mención alguna de cuanto había hablado Jac con él. Ni podía, dada su situación, herir susceptibilidades ni descubrir sus sentimientos. Por otra parte, si Jac pretendía ante todo y sobre todo, salvar su mezquino dinero, que se lo dijera personalmente a la que aún era su mujer, y si además pretendía retenerla, pues que usara su persuasión si podía. Él prefería mantenerse al margen. Y si adoptaba esa postura, era precisamente por lo que sentía y la fuerza con que lo sentía y el inhumano esfuerzo que tenía que hacer para contenerse y disimular una pasividad que estaba muy lejos de sentir. Por eso se levantó mirando la hora. Debía irse. Y estaba pensando que prefería hacerlo sin dilatar más la conversación. No sólo irse de la cafetería, sino del hospital, deslizarse en su piso enclavado no lejos del centro sanitario e intentar dormir. Y no iba a poder y lo sabía. Porque una cosa era su apariencia pasiva y otra el revolcón de sus nervios haciendo estragos en su sistema. —Dentro de unos minutos os corresponde hacer el recorrido por las plantas, Judith—dijo amable. La joven se levantó y emparejando con él se lanzaron pasillo abajo, dejando tras de sí la cafetería. Quedaban muchas cosas por decir y ella lo sabía, no obstante se daba cuenta de que Oliver, por la razón que fuera, quizá por amistad a Jac, evitaba tocar el tema. Decidió dejarlo así, y cuando se despidieron, Oliver dijo con voz ausente: —Creo que me iré a casa. Necesito una ducha, unas horas de sueño reposado y
hasta dar un paseo al aire libre. De todos modos si me necesitas dejaré en el automático razón de donde podrás encontrarme, en el supuesto de que no esté en casa. —Gracias, Oliver.
* * *
Se hallaban ante la sala donde se reunía el equipo. Había movimiento dentro. Andaban aquellos días estudiando un caso de coronarias de mucho peligro y los médicos no acababan de ponerse de acuerdo ante el diagnóstico porque no todos coincidían en lo mismo. —Tendréis que deliberar sin mí —dijo Oliver, amable—. De todos modos, si se busca mi parecer, di que sigo opinando igual. No me gustaría intervenir, sería a vida o muerte y no puedo perder las esperanzas de la eficacia del tratamiento. —Opino como tú. Oliver señaló la sala en cuyo interior no había más que batas blancas moviéndose. —Pero no todos opinan igual. Buenos días, Judith. Ella estuvo a punto de retenerlo para preguntarle, una vez más, las cosas que le dijo Jac, pero notó que él casi huía en evitación de un nuevo abordamiento sobre el particular. Por eso se despidió y entró en la sala. Como suponía se discutía aún el caso del enfermo grave, que tenían en la UVI. No obstante, una vez vuelta a discutir sobre el particular y no ponerse de acuerdo, se organizó la visita a las plantas. De tres en tres, los médicos se fueron unos por un lado y otros por otro. Judith se dio cuenta en aquel instante que nadie sabía en aquella planta, ni en
ninguna otra, que Jacques era su marido. ¡Mejor! Ojalá Jac no cometiera la estupidez de decirlo. Pensó que no lo diría porque su papel resultaba bastante desairado. Así que no fue por aquel cuarto con sus compañeros y decidió que cuando visitara a Jac lo haría sola y, por lo tanto, una vez finalizada la visita obligada diaria. No tuvo tiempo hasta casi rozando las doce del mediodía. Había estado en su despacho y su padre la había llamado para preguntar por Jac, así como Lisa y después su madre. Esta última le hizo recordar que tenía pendiente la comida de la noche con ellos y que Burt y Lisa les acompañarían. Judith dijo a todo que sí, si bien pensaba que era una lata tener que soportar los comentarios de su madre referentes a su matrimonio y enfermedad de Jac. Porque, claro, si su madre pensaba que la enfermedad de Jac cambiaba el rumbo de las cosas, se equivocaba y ella no solía callarse cuando decidía algo que pensaba hacer por encima de todo. Y, por supuesto que pensaba hacerlo. Todo se trataba de una tregua, pero tan pronto Jac saliera de aquel hospital con el alta en el bolsillo, ella daría marcha a los trámites de divorcio, sin más. Había una cosa en ella que estaba muy clara. No amaba a Jac. Le quiso o creyó quererlo y jamás hubiera pasado por su mente la separación de no ser porque Jac resultaba insoportable y además, analizando muy bien las cosas, se daba cuenta a la sazón que ni siquiera pacífico la hizo feliz. En el departamento de Jac las persianas estaban medio echadas y medio las levantó. —¿Quién es? —preguntó Jacques, y al verla añadió con una sorda exclamación —: Ah, eres tú. —¿Cómo te sientes? Y se acercaba a su lecho. No se sentó. Quedó de pie con las manos caídas a lo largo del cuerpo y las gomas colgando del cuello.
—Hola, Judith. No me siento mal. En realidad el dolor ha pasado tan pronto me internaron y si por mí fuera, me iría ahora mismo. —Los infartos de miocardio se presentan con dolores, pero si bien pasa el dolor, los efectos continúan, aunque no se sienta malestar alguno. —Me ha visitado mi abogado —siseó Jac—. Me ha dicho que has detenido los trámites de divorcio. —Sólo temporalmente —replicó con brevedad en aquel decir suyo contundente y sin alteraciones—. Una vez te den de alta y regreses a Boston, ten por seguro que los continuaré.
* * *
—Siéntate —le pidió Jac—. Creo que debemos hablar ya que tenemos ésa oportunidad. —No te conviene excitarte. Debes asimilar la realidad y aceptarla sin ambages. Tú sabes que cuando decido algo, lo decido para siempre y antes de decidir suelo reflexionar profundamente. —¿No te sientas? —No puedo. Tengo más enfermos que tú. —Oye, Judith, te juro que seré distinto. No voy a meterme en tu vida profesional y... —Verás, Jac —le atajó—, eso me lo has jurado durante dos años más de mil veces, pero nunca impidió que dos días después armaras de nuevo el escándalo. Estoy cansada, ¿sabes? Además —y aquí era más sincera que nunca—, ya no me inquieta que te enfades o no. Ni que jures, ni que prometas... Hay cosas que se mueren y se entierran y una las olvida. Eso ocurrió con mis sentimientos hacia ti. No te deseo ningún mal y hasta si lo prefieres quedamos como amigos, pero la intimidad, el lazo de unión, lo que es el matrimonio en sí, no volverá a
componerse nunca. Jac ya lo sabía. Y lo sabía porque conocía a Judith. También sabía que él era de los tipos que solían olvidar pronto cuando veía ante sí las de perder. Y en aquel caso concreto era el gran perdedor, pero sin un dolor excesivo. Lo que de momento le inquietaba es que Judith podía demostrar, si quisiera, ante el juez sus servicios y pedir por ello una compensación económica de importancia, cosa, precisamente, que él no iba a aceptar, y si se ponía en aquel plan, no quedarían nunca ni como amigos. Jac no sabía ser diplomático, porque de haberlo sido no hubiese perdido el afecto de su mujer, así que en aquel instante tampoco supo buscar tal postura y se lanzó a lo que verdaderamente le inquietaba. El dinero. Miró a Judith que continuaba de pie y dijo vacilante: —Espero que no pidas demasiado dinero en la demanda. —¿Dinero? —Hemos vivido juntos dos años —apuntó Jacques nervioso— y dirás, o lo dirá tu abogado, que hay una parte ganancial inherente a esos dos años de convivencias, pero yo te aseguro, Judith, que las pérdidas fueron muchas y que las ganancias pocas... Judith sintió un asco tremendo y si algún sentimiento le quedaba (que ya no quedaba ninguno) se moría de súbito en aquel instante. Dio un paso atrás mientras decía vagamente, pues sí sabía expresar el inmenso asco y desdén que sentía: —No te voy a pedir un dólar. Me quemaría las manos. Y aún añadió ya en la puerta sin que Jac abriera los labios: —Me humillaría.
Y salió sin esperar la reacción masculina. Es más, decidió que en modo alguno, salvo en caso de muerte, volvería por aquella sala. Había demasiados médicos en la planta de coronarias que se ocuparan del caso. Además había visto los últimos electros y la situación clínica de Jacques no guardaba ninguna inquietud. Decidió olvidar aquel feo asunto y se pasó el día trabajando más que nunca, quizá con el afán de marginar el mal recuerdo que en ella había dejado la sabida ambición y egoísmo de su marido. A las siete dejó el hospital sin volver por la sala que ocupaba Jac y en su coche se dirigió a su casa donde se dio una ducha, se vistió de mujer, buscó un abrigo de pieles y con él por los hombros, peinada y arreglada, linda en verdad o más que eso, femenina y atractiva, subió de nuevo al coche y se dirigió a casa de sus padres. Fue una comida molesta. Su madre reiterativa. Burt poniendo silencio. Lisa en contra de su madre, y su padre neutral. Ella no decía gran cosa. Prefería que Lisa y Burt discutieran con su madre y ella se pasó la noche más bien observadora, pese a que toda la conversación versó sobre ella. Se dio cuenta, eso sí, de que Lisa la quería de verdad. De que Burt conocía a Jac más que ella misma y de que su padre prefería cómodamente, como siempre, mantenerse al margen. Salió de allí más que cansada. Eran las once y no tenía deseos de irse a su casa. Las calles estaban iluminadas porque se aproximaba la Navidad. No es que hubiera mucho derroche de luz, porque la crisis llegaba incluso a las grandes potencias y había que restringir la energía, pero sí había la suficiente para que la noche neoyorquina pareciera diferente.
Aparcó el auto ante un pub y descendió con el abrigo por los hombros. Necesitaba una copa. También es cierto que podía tomarla en casa tranquilamente, pero, de súbito, la soledad le imponía. Y prefería verse rodeada de gente, claro que a aquella hora la gente no abundaba y el pub estaba casi vacío. No obstante, algo le detuvo suspensa en la entrada. Una persona estaba allí. Se recostaba ante la barra, fumaba y tenía el ceño fruncido. Vestía gabardina atada a la cintura, asomaban unos pantalones azules y no llevaba sombrero, aunque sí una bufanda de colores por el cuello como algo colgante. Era Oliver Davis, ni más ni menos. Tenía una copa delante, con un líquido marrón oscuro que Judith consideró un brandy. Se acercó despacio después de vacilar. Quizá en aquel lugar neutral Oliver fuera más explícito en cuanto a su amigo y lo que opinaba sobre él. Claro que después de saber por sí misma lo que opinaba Jac, de poco servía lo que dijeran los demás. Se fijó con cierto asombro en la contracción del rostro siempre afable de Oliver. Era un tipo excepcional, ella lo sabía, como profesional y como persona. Un tipo que a ella le conmovía mucho y lo curioso es que empezó a conmoverla dentro del hospital, conociendo de verdad al médico y a la persona. El hombre, lo que era el hombre en sí, le intrigaba porque no era fácil penetrar en él. —Hola —saludó. Oliver se incorporó de súbito. La miró como si viera visiones.
X
Oliver solía dominar la alteración de sus facciones, pero en aquel momento, pillado desprevenido, no supo ya que sus ojos relucieron y sus cejas se alzaron y no pudo por menos de lanzar una sorda exclamación. —¡Tú! —Sí. Pasaba y de repente me entró el deseo de tomar algo... —se recostó en la barra junto a él que se iba apaciguando y añadió—: Vengo de casa de mis padres. Allí estaban Lisa y Burt... Y mi madre con sus ideas trasnochadas de la mujer, sus deberes y sus honestidades. —Y sin transición—: No has ido por el hospital esta tarde. —No, claro. Es mi día libre y no me han llamado, lo que significa que todo marcha bien. —La discusión que tenemos planteada referente al enfermo que tenemos internado en la UVI. No nos ponemos de acuerdo. Mañana pensamos decidir sobre el particular. El estudio clínico está hecho a fondo, pero sigue habiendo opiniones contradictorias y entretanto no se llegue a un acuerdo... —¿Qué tomas? —Un brandy. ¿No es lo que estás tomando tú? —Pues sí. Y seguidamente pidió al camarero un brandy para Judith. Después se volvió de nuevo, diciendo: —Habrás ido a ver a Jac. —Por última vez, sí. —¿Ultima vez?
—Hay en la planta suficientes médicos incluyéndote a ti para atenderle. Yo me inhibo de tal deber. —Hizo una mueca añadiendo—: Supongo que a ti te transmitiría sus temores como hizo conmigo. Oliver titubeó. —Te refieres... —Al dinero. —Ah. —¿Te habló de eso? —Pues sí... —vacilante—. Claro. De eso me habló, pero también intentó convencerme para que a mi vez te convenciera a ti de que dieras marcha atrás y volvieras con él a Boston. Judith miró al frente. Su mirada parecía distraída y como si se vaciara por dentro. —Verás, Oliver, no se trata ni de dinero, al cual he renunciado desde el principio y sobre el particular tiene órdenes precisas mi abogado, creo haberte hablado de esto a ti, ni de que Jac cambie, en el supuesto que pudiera, lo cual yo no creo. Se trata de mí misma. De mis sentimientos. No sería capaz de soportar que Jac me rozara ni con un dedo. Si reflexiono sobre esto y la repugnancia que me roe cuando lo evoco, comprenderás que todo sentimiento amoroso está muerto. —Claro, claro. —Oliver, tú conociste a Jac de soltero. Era tu amigo... Y tengo entendido que lo era mucho... Por lo cual podrás decirme qué tipo de hombre era. —¿No lo has conocido tú? Judith sintió cierto nerviosismo. —Verás, Oliver, en terreno neutral es más fácil hablar contigo de cosas, digamos íntimas. Cuando me casé con Jac tenía veintitrés años escaso?. A esa edad una
chica ha tenido muchas experiencias amorosas y cuando se casa sabe a lo que va... Pues a diferencia de la generalidad, yo no las había tenido. Me refiero a esas experiencias sexuales amorosas... No dispuse de tiempo. Me gustaba la carrera y cuando no me lo pasaba en la Facultad, estaba estudiando en mi alcoba y cuando no viajando en fines de curso. Esto puede indicarte mi dimensión profesional, pero no mi dimensión humana sexual. Lo curioso, además, es que cuando me casé con Jac creí que me sentiría enteramente mujer. Al menos a su lado. Pues me equivoqué. Jac no me hizo sentirme jamás así. Ni siquiera femenina. Oliver automáticamente levantó una mano mano y le apretó los dedos íntimamente. Judith sintió una rara sacudida. Era como si de súbito le hiciera más sensación aquel apretón de manos que todos los pasivos besos recibidos de su marido. Por eso los rescató presta y se quedó algo tensa al tiempo de asir la copa y beber la mitad de su contenido. —Mi juventud y adolescencia discurrió cerca de Jac, por supuesto —dijo Oliver parsimonioso—. He despertado a la pubertad cerca de él. Nuestros padres eran amigos..., y de ahí que vivíamos en el mismo barrio de Boston... Después yo me quedé solo y Jac vino a estudiar aquí... Burt formaba parte del trío. Hemos tenido juntos las primeras escaramuzas, digamos así, amorosas. Por supuesto... —aquí un titubeo— Jac era el primero en ligar, pero el primero, asimismo, en perder el ligue. Nunca entendía bien las razones hasta que un día... —No te detengas, Oliver. —Es que no me gustaría ofender a nadie, Judith, y menos cuando esa persona no está presente para defenderse. —Estamos hablando como amigos y yo soy la frustrada y me gustaría saber por qué he llegado a la conclusión de esa íntima frustración. —Le conocí en esa dimensión cuando un día compartimos a la misma mujer. Jac es un hombre sumamente egoísta y se olvida de su pareja... Por otra parte le dominan mil pasiones y se olvida de las emotivas físico-sexuales... Me parece que he sido excesivamente sincero. —Luego, entonces, tú, sin que yo te dijera nada, suponías que...
—Sí. Lo suponía. Indudablemente también Burt lo estará suponiendo. Junto a Jac, tanto Burt como yo, en principio, éramos segundones. Jac se llevaba a las chicas de calle, pero la segunda vez se dedicaba a tomar copas, y nosotros... vivíamos. —Entiendo. —¿Nunca te habló Burt de esto? —Nunca le pregunté. —Pues hazlo. Y puso sobre la mesa un billete como si de repente le entrara mucha prisa.
* * *
Judith se dio cuenta de que Oliver se sentía molesto por haber hablado tanto. Y dispuesto a irse cuanto antes. Así que ella no tomó ni siquiera el brandy que quedaba en la copa. —¿Tienes auto? —preguntó emparejando con él y caminando ambos hacia la calle. —Lo he dejado en el garaje. Vine dando un paseo. —Pero vives lejos. —Me gusta la noche y la brisa fría y hasta las luces de colores que iluminan las calles... —Yo tengo el auto aquí. Si me lo permites te llevo. Lo vio dudar. ¿De qué escapaba Oliver?
¿De ella? ¿O más bien de lo que ella intentaba sonsacarle referente a su propio marido? Pues no iba a sonsacarle más. Era médico y sabía demasiadas cosas y había vivido dos años con Jac, lo que le aclaraba todo lo que hasta entonces le había resultado en cierto modo confuso. —Vamos —insistió señalando el auto—. Sube. Oliver se sentó y ella entró casi a la vez y echando el abrigo hacia atrás, soltó los frenos. La voz de Oliver al rato, sonó algo ronca. —Le vas a preguntar a Burt... —¿Para qué? ¿Es que supones tú que necesito saber más? Entre lo que yo viví junto a Jac y lo que tú has aclarado, saco las conclusiones precisas. —Es decir —titubeaba—, que tu vida sentimental junto a Jac... Ella le evitó la violencia. —Fue pasiva o nula. Jac se puede pasar doce horas contando dinero y tratando de organizar una buena operación comercial, puede, también, pasarse seis horas riñendo, pero no le lleva cinco minutos poseer a su esposa. —Lo entiendo. —¿En toda su dimensión? Oliver asintió con un movimiento de cabeza. —¿No hubiera sido más honesto advertirme cuando decidí mi boda con él? Lisa y Burt sabían que yo en cuanto a experiencias masculinas era nula y ni siquiera mi condición de médico podía salvar esa estúpida situación. No obstante, cuándo me casé me sentía más mujer que médico, como es lógico, y al notar que en mí no despertaba la mujer que yo suponía ser, despertó el médico y empezó a hacer conjeturas.
—¿Le hubieras dejado por... su frialdad o falta de apasionamiento si tuviera otras cualidades aceptables? Judith fue sincera. —Sí. Le hubiera dejado cuando llegara a las conclusiones a que he llegado ahora. Y le hubiera dejado porque, como toda mujer, tengo derecho a vivir la vida tal cual es. Yo desgloso mis dos personalidades. La profesional y la personal. La profesional la tengo más que realizada, la personal es un fracaso, y como me siento plenamente mujer, debo achacarle el fracaso a mi marido. Por supuesto que le hubiera dejado. Para amigo espiritual sirve mucha gente. Para pareja la que eliges, y si falla, lo humano es que intentes buscar la que te va. El auto frenaba ante la casa de Oliver. Pero él no descendió. La miraba a través de la escasa luz reinante allí. La miraba de modo insistente y extraño. —Me gustaría decirte muchas cosas, Judith, pero no acierto en este instante, a decirte ninguna concreta. —Déjalas para otro día. Sin embargo, Oliver, de súbito, no supo qué impulso le empujó, se inclinó hacia ella y le asió la cara entre sus dos manos. Ni siquiera le miró a los ojos. Prefería no ver su reproche o su asentimiento. Le buscó los labios con los suyos semiabiertos. La besó largamente. De una forma ahogante. Apasionado, tierno, hábil... con una voluptuosa sensación de posesión. Judith se estremeció bajo sus manos y sus besos. Sintió como si la sangre le saltara en las sienes y los pulsos. Después se vio sola.
Como vacía. Algo absurda. Oliver la había soltado, descendido y se perdía en el portal a grandes zancadas. Pasó la noche en blanco y a la mañana siguiente, cuando apareció en el hospital, no fue capaz de ver a Oliver a solas ni un minuto. Se diría que escapaba de ella. ¿Y no era así en realidad? Cuando a las siete dejaba el hospital, pensaba que era mejor así. Había cosas que era preferible no mencionar. ¿Aquello? ¿No pudo ser por compasión o por demostrarle lo que era una verdadera caricia masculina? Al día siguiente era su día libre y después de visitar a su abogado y darle nuevas órdenes para que procediera a la demanda de divorcio, decidió visitar a su cuñado en la clínica dentista...
XI
Burt siempre tenía clientes, pero solía dar horas y en el clínico nunca se amontonaban los enfermos. La enfermera introdujo al último cliente de la tarde en la consulta y después se fue a poner en orden la salita para el día siguiente. La limpiadora solía amanecer allí, pero ella prefería dejar las revistas en su sitio y limpiar los ceniceros. En esta faena estaba cuando sonó el timbre. Se lanzó a la puerta pensando en despedir a quien fuera, pues allí se recibía por horas y nunca después de las siete. Se topó con la señorita Judith. No es que la conociera mucho, pero sí lo suficiente para saber que era cuñada de su jefe. —Seguro que vengo a molestar —entró diciendo. Judith. —¡Oh, no! —¿Tiene mucho trabajo el señor Brown? —El último cliente está en consulta y me parece que se trata de una simple revisión. Pase, por favor. En realidad no sabía a ciencia cierta a qué iba allí. Pero Burt sabía demasiadas cosas y a ella nunca se le ocurrió abordarlo y eso que además de cuñado Burt era una excelente persona y un amigo entrañable y le animaba la mayor sinceridad del mundo. Algo inquietaba en ella. No podía decir que fuera el beso de Oliver. Un beso más o menos ni marca una vida ni despierta un sentimiento.
Pero una cosa sí que era cierta. A ella jamás la había besado Jac así. ¡Jamás! Ni sintió bajo un beso de Jac agitación, deseo o estremecimiento alguno. Luego, entonces, ¿qué ocurría allí? Porque ella era médico, pero también era mujer, y el médico podía saber mucho tecnicismo, pero la mujer no sabía casi nada. —Póngase cómoda —le decía la enfermera—. No tardará. —¿A qué hora suele irse? —Hacia las siete y diez. Recoge a su esposa en la ortopedia y se van juntos a buscar a los niños al colegio. —Ya. Pensó que desconocía las costumbres de su hermana y marido. En realidad ella había vivido como un poco aislada. Primero por estudiar; después por cortejar y luego por casarse e irse a vivir a Boston. Al regreso de Boston, con una vida matrimonial destruida, no tuvo deseos vivos de tener os familiares excesivos. Pudo a ir a vivir con sus padres. Pero no. No había dejado a Jacques para buscar otras compañías. Necesitaba soledad y la buscó con afán por encima de los comentarios trasnochados de su madre y el silencio de su padre y el parabién de su hermana y cuñado. —Me temo que hoy —dijo de súbito— salga de aquí un poco más tarde. Pero si
usted quiere puede irse. —No tengo ninguna prisa. De todos modos cuando usted entre en consulta, me iré después de recoger algunas cosas. En aquel momento salía Burt dentro de su bata blanca acompañando a un cliente. Al ver a Judith alzó una ceja. —En seguida estoy contigo —dijo besándola con rapidez. Y se fue a despedir al cliente. —¿Algún problema bucal, Judith? —preguntó retrocediendo hacia ella. —No. —Vaya... ¿Pasa algo? —Te voy a entretener un rato. ¿Por qué no llamas a Lisa y le dices que vaya ella a buscar a los niños y los lleve a casa? —¿Y por qué no vienes conmigo y nos vamos todos a mi casa? Por lo que veo es tu día libre.. —Sí. Pero prefiero hablarte aquí. —Pasa —y mirando a la enfermera que los oía—: Puede irse, Sally. —Gracias, doctor. —Pasa, Judith, pasa —decía Burt empujándola hacia su despacho particular. Era una pieza bastante grande y estaba amueblada con austeridad, pero sobre la mesa había un marco con la fotografía de Lisa y sus dos hijos. De repente también ella pensaba en hijos, un hogar compartido y afectuoso como el de Burt y Lisa y un montón de cosas más inherentes a la pareja humana amorosa-pasional. ¿Qué había tenido ella en realidad?
De súbito se asombraba de que hubiera aguantado tanto. No se lo explicaba. O, sí, tenía explicación, se debía a la profesión, pues por haber estado demasiado embebida en ella hasta las manías de Jac tenían menos relieve. Había que analizar las cosas en frío como ella las estaba analizando. Y, por supuesto que al detenerse a analizarlas, por primera vez no se decía aquello que solía decir: «Mañana pensaré en ello.» No, aquello ya no tenía dilación. —Toma asiento, Judith. Parece que te trae aquí algo muy importante. —Creo que lo es. Al menos para mí es decisivo y básico.
* * *
—Llamaré a Lisa —decidió Burt levantando el teléfono. Durante unos segundos le oyó hablar cariñoso con su mujer. No le dijo quién era la visita. Lo cual le agradeció Judith. Puede que aquello que ambos iban a hablar quedara siempre para los dos. O puede que ella autorizara a Burt para que lo comentara con Lisa, o podía ser, también, que Burt lo supiera o lo intuyera y ya lo hubiese comentado con su esposa más de una vez. —Ya está —dijo Burt colgando el receptor—. Lisa irá a recoger a los niños y los llevará a casa. —¿No te ha preguntado quién estaba aquí contigo? —No. Entre Lisa y yo es todo tan claro que no necesitamos preguntarnos esos
detalles, pues cuando yo no digo el nombre de la persona que me visita, Lisa piensa que debo callármelo. Y cuando es ella la que falla por cualquier razón, yo tampoco me siento curioso. Es decir, que confiamos plenamente uno en el otro. Además, ¿no te lo ha dicho nunca Lisa? Nosotros tenemos un pacto. —¿Sí? —Es un sistema infalible. Al menos a nosotros no nos ha fallado nunca. De mutuo acuerdo y desde que nos casamos, decidimos que no estaríamos enfadados más de diez minutos y que si el hielo no lo rompía uno tendría que romperlo el otro. Es lo que hacemos, con lo cual jamás estamos enfadados más de ocho minutos. —Eso se debe a que os parecéis. —O que somos distintos. No lo sé. Pero sí una cosa tengo muy clara. Somos una pareja compenetrada y nos sentimos unidos en todos los sentidos. Formamos un bloque inexpugnable, de tal forma que no será nada fácil perforarlo para deteriorarlo. Empujó la caja de cigarrillos diciendo con una tibia y afectuosa sonrisa: —Ya sé que en vuestro grupo que capitanea Oliver, tenéis el lema de fumar lo menos posible o no fumar nada, pero ahora creo que los dos necesitamos un cigarrillo. A ti te veo muy seria y yo me siento como si fuera a ser interrogado. ¿Es así, Judith? —Lo es. —Bien, pues fuma. —En realidad sí que tenemos el propósito de no fumar, pero Oliver estos días fuma demasiado. —Estará nervioso. —¿Por qué ha de estarlo más que otras veces, Burt? Judith lo vio moverse inquieto en el butacón.
Estaban sentados frente a frente y Burt encendía un cigarrillo, después de haberle dado lumbre a ella. Los dedos que sostenían aún el encendedor en llamas, se agitaban de modo raro. —Tú no andas nunca con rodeos, Judith. ¿Quieres ir al grano? —Es curioso que me conozcas mejor que Jac y también Oliver me conoce mejor que mi marido. —Bueno —se evadió Burt—, para conocerte mejor que Jac, cualquiera. Le pesó en seguida. Así que, nervioso, amplió: —Quiero decir, sin ánimo de ofender, que Jac no descuella por su psicología. —¿Siempre fue así? Burt la miró parpadeante. —¿Así... cómo? —Fue tu amigo y pienso que aún lo es, pero cuando lo mencionas, noto que lo haces con cierto oculto desdén. Y debí notarlo siempre, pero no me percaté de que lo notaba. Ahora estoy segura de que lo he notado ya antes de casarme con él. —Bueno —titubeó Burt—, el hecho de que no haya sabido hacer de ti una mujer feliz, ya pierde puntos para mí. —¿Y no has pensado que pude ser yo la que no le hice feliz a él? Burt sonrió abiertamente. Sacudió la cabeza. —Eso sí que no lo acepto. Y no por conocerte a ti en profundidad, sino por conocer demasiado a Jac. —Vaya..., si no lo considerabas apropiado para ser mi marido, ¿por qué te lo
callaste? —Judith..., ¿es que vienes a reprocharme eso? —No. No tengo nada que reprocharte. Pero Oliver también conocía a Jac en profundidad, y nunca me dijo nada. —¿Oliver? —Sí, Oliver... Ayer hablamos de ese punto... Lo hemos tocado muy por encima y Oliver me dijo que si quería saber más cosas de Jac viniera a ti y te preguntara. —¡Oh...! —De modo que aquí me tienes. —Te serviré una copa —dijo Burt nervioso, levantándose—. ¿Qué tomas? —Nada. Siéntate, Burt. Y no intentes escapar de este interrogatorio. Burt se sentó y pasó los dedos por el pelo con ademán acelerado. —Bueno —empezó—, pienso que ante todo debo preguntarte si queda en ti un resquicio de amor hacia Jacques. Durante la comida de la noche en casa de tu madre, ayer, quise entender que todo te resbalaba. Que habías decidido cortar con Jac incluyendo un divorcio por medio. —Así es. De modo que si bien lo tenía detenido en consideración a la enfermedad de Jac, ocurrieron cosas, detalles mezquinos que me empujaron a poner de nuevo los hilos en marcha y es lo que he hecho. —Seguidamente refirió la conversación sostenida con Jac—: Como comprenderás, no me queda ni un motivo de consideración hacia mi marido. Pero esa faceta sin conocerla en profundidad, la intuía así que no me pilló de sorpresa. Pero en cambio sí que ahora afloran a mi mente detalles que estaban, sin lugar a dudas, perdidos en mi subconsciente y que por vagancia, por falta de interés o por ceguera no aprecié en su momento. Hoy, sí. —Y como Burt la miraba interrogante, añadió sin preámbulos—: Como mujer, Jac no me hizo feliz. Es decir, que yo he vivido un sucedáneo del amor, pero nunca el amor mismo.
XII
Hubo un silencio, Burt la miraba con profundo afecto y hasta alargaba la mano y apretaba sus dedos. —Me parece que nada de cuánto yo pueda decirte referente a Jac, te asombrará demasiado. No estoy hablando con una ignorante y como médico entiendes ciertas naturalezas que sin ser esencialmente distintas no se pueden matizar como la de la generalidad masculina. No estoy diciendo que tu marido sea un homosexual, porque mentiría. Y eso también lo sabes tú. Pero hay hombres con mucha boquilla que a la hora de realizarse como tales, no saben, no pueden, o el egoísmo les traiciona y les coarta. Tampoco es un caso clínico el de Jacques. Lo entiendes tú perfectamente. Hay hombres con naturalezas pasivas y pocas dotes amatorias y los hay fogosos y emotivos, muy sensibles. El caso de Jac es el primero. No es un gran amador, ni siquiera amador mediocre. —Y todo eso te lo has callado y también lo ha callado Oliver. —Tú estabas enamorada. Y una mujer enamorada y correspondida puede hacer milagros en la naturaleza psíquica y física de un hombre. Por otra parte, si en aquel momento yo dijera algo o lo dijera Oliver, sería contraproducente y desproporcionado. Jac no había amado nunca y podría ocurrir que la falta de amor le restara facultades amatorias. ¿Entiendes? Eso en cuanto a mí. Pero Oliver tenía motivos mucho más poderosos. Nada más decirlo, Judith se dio cuenta de que Burt intentaba dar marcha atrás. Titubeaba y parpadeaba y hasta se ponía rojo como la grana. ¿Qué ocurría allí? ¿Qué sabía Burt que ignoraba ella o que había ignorado hasta entonces? Mejor dicho... hasta la noche anterior. Porque, claro, aunque no quisiera analizar las cosas, las estaba analizando y ellas le llevaban a una conclusión. Sólo un hombre enamorado puede besar como Oliver la besó a ella. Y sólo una mujer atraída por ese hombre puede corresponder... como correspondió ella.
Así que decidió hacer sus propias averiguaciones sin espantar a Burt, pero sacándole la verdad de todo aquello que parecía intentar callarse. Pensó también que la mejor forma de sacar una verdad era acuciándola con una mentira y se dispuso a usar el método que si bien no era ortodoxo, en aquel instante era el único viable. —De eso —dijo con estudiada ternura— ya me habló Oliver... Notó el respiro de su cuñado. Y en seguida su voz alegre: —Bueno, si Oliver ya te dijo lo que siente y sintió siempre, ¿para qué añadir más? Ahora me falta por saber si tú correspondes a sus sentimientos. A su pesar Judith se estremeció. Por su mente pasó Oliver. Su caballerosidad, su sensibilidad, su delicadeza y la fuerza de aquel beso y pasó también, como un relámpago pecador y morboso, su vida de mujer junto a Oliver. Se sintió súbitamente agitada en profundidad. —Empiezo a corresponder —dijo cautelosa—. Pero no entiendo cómo Oliver me quiso siempre... y se lo calló. Realmente Oliver no fue demasiado explícito en esos detalles... También es cierto que no hemos tenido tiempo de comentarlos con detenimiento. Burt se sintió feliz de poderle ayudar. —Muy sencillo, Judith. Oliver es todo un hombre dignísimo, yo diría excepcional Le encanta el hogar, la familia, los hijos, pero, enamorado de ti, no se sintió con fuerzas para buscar otra mujer, y ahora me alegro. Tampoco en aquel momento de tu compromiso con Jacques podía Oliver meterse por medio. Jac era su amigo y como siempre ocurría con él, era el deslumbrador y te había deslumbrado a ti. Es decir, que Oliver te amó desde un principio pero no llegó a tiempo. Cuando se dio cuenta Jac se había adelantado. Ya lo sabía todo.
Se sentía turbada y enervada. Tan sumamente confusa que no sabía dónde poner los ojos. Burt, ajeno a la emotiva impresión femenina, seguía diciendo; —Oliver es el hombre que puede hacerte feliz, intensamente feliz, Judith. Y te lo digo muy seguro de que no me equivoco. El hombre que es capaz de mantenerse célibe por amor a una mujer determinada que además, para los efectos, podía suponer perdida para él, es increíblemente irable. Como Judith se levantaba como un autómata, Burt la imitó y la besó en la cara. Cosa rara, la notó excesivamente sofocada, como calenturienta. —¡Oh! —dijo sin parar mientes en ello—. Mira la hora que es. Las nueve. Hemos empleado hora y media en la conversación, pero lo doy por bien empleado. Se lo contaré a Lisa. Le tenía terminantemente prohibido que te mencionara el amor de Oliver. Judith caminaba como un autómata. Se diría que sus pies pisaban, pero ignoraba si pisaban alfombra o adoquín. De todos modos como descolgaba el abrigo, Burt le ayudó a ponerlo con gran afecto. —No sabes lo dichoso que me siento, Judith. Al fin encontrarás, o has encontrado, la horma de tu zapato. —Gracias, Burt. Dile a Lisa que un día de éstos iré a tomar el té con ella. —¿Por qué no venís tú y Oliver a comer mañana en la noche? —Se lo diré. Gracias por todo, Burt. Y se fue aprisa. Burt quedó como algo desconcertado y confuso. Sabía que notaba algo raro en Judith, pero no sabía qué cosa era...
Miró la hora, dudó y de repente deseó felicitar a Oliver. Seguro que lo hallarían en casa. Oliver, del hospital se iba siempre a su piso y se pasaba las horas muertas en él, estudiando o leyendo. Así que fue al teléfono y marcó su número. En la calle, Judith subía al coche como si la impulsara un resorte. Se sentía una mujer nueva. Como si de repente algo vibrante, profundo, apasionante y ardiente se despertara en ella. ¿Deseo? ¿Amor? Todo un conglomerado moral e íntimo, conmovedor y emotivo. Decidió algo. O salía de dudas ante sí misma en aquel momento, o no saldría jamás. Y ella era así. Lo decidió mientras conducía.
* * *
Oliver sintió el teléfono situado no lejos de él y alzó automáticamente el brazo. Se hallaba perdido en un cómodo sillón, en pijama y descalzo y tenía ante los ojos un texto médico, en el cual estudiaba con sumo interés. —Diga —murmuró. Al otro lado sintió la voz alegre de Burt. —Oliver, enhorabuena.
—¿Cómo dices? —Acaba de irse Judith. Ya veo que al fin has destapado tus sentimientos. No sabes cuánto me alegro que las cosas salgan así. Es posible que tú no supieras que yo había penetrado en ti. ¿Qué decía aquel loco? El libro le cayó de las rodillas donde lo había posado, pero ni siquiera se inclinó a recogerlo. En cambio asió el auricular con las dos manos y lo apretó con saña. —Burt, no acabo de entender demasiado bien. —Pues es bien fácil. Siempre té supe enamorado de Judith y supe también que no te interpondrías ante un amigo. Pero ahora Judith es libre, o está a punto de serlo, y me parece muy humano y normal que hayas depuesto tu quijotesca dignidad para aceptar los hechos. —¿Qué hechos? ¿Qué significaba aquello? Él no le dijo a Judith nada referente a sus sentimientos y si Burt decía... ¿Por qué? ¿Qué estupidez había cometido Burt? ¿Y qué tipo de cosas le había dicho Judith a su cuñado para que aquél depusiera su silencio y confesara lo que sabía? Se estremeció a su pesar. —La sentencia de divorcio no tardará en llegar —seguía diciendo Burt entusiasmado—. Y os casaréis. Por fin, Oliver. Cuando se lo cuente a Lisa llorará de emoción porque mi mujer es muy sensible y adora a su hermana. Oye, Oliver, ya le he dicho a Judith que mañana a la noche os esperamos a los dos para comer...
Y como Oliver no acertaba a pronunciar palabra, Burt seguía afanoso: —Las cosas tienen que ser así, Oliver. Era lógico que un día volviera el agua a su curso... Ya sé que Jacques es nuestro amigo, pero no supo retener a Judith y de eso no podemos culparnos nosotros. Ha sido él. De modo que no debe asombrarle que tú ahora te cases con Judith. La voz de Oliver salió de sus labios como un silbido extraño. —Es decir, que Judith... te lo dijo. —Claro. Todo. —¿Sí? —Bueno, dijo que sabía que tú la amabas. Es decir, dijo que lo sabía todo. —Ya. —¿Estás enfadado, Oliver? —No —se despabiló—. No, Burt. Tú eres una excelente persona. Gracias por llamarme. —Ahora tengo que dejarte, pues se me hace tarde. Imagínate, después de cerrar la consulta estuve hora y media con Judith, aquí, hablando de todo un poco. Jac no ha cambiado, Oliver. Ni el amor ni una mujer tan espléndida como Judith le han conmovido. Yo me lo suponía, y a ti te lo contó Judith... Habló algo más. Oliver nunca sabría qué cosas más. El caso es que colgó y él se quedó un rato con el auricular en la mano con expresión ausente. ¿Qué había descubierto Burt ante Judith? ¿Todo? ¿Los sentimientos que él llevaba ocultos y que, tonto, pensó que ni Burt los
había captado? Empalideció. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Y por qué Judith fue a Burt a contarle mentiras? ¿O es que él fue tan clarividente o, mejor, transparente al besarla que dejó al descubierto todos y cada uno de sus sentimientos y Judith los captó? Se levantó y se inclinó de nuevo. Recogió el libro, lo cerró y lo depositó en una mesa próxima. Le temblaban los labios. Todo él se agitaba y en extraño escalofrío lo sacudía. Con paso vacilante se dirigió a un diván y se tiró en él como si se desplomara... Le ardían las sienes y el corazón parecía sufrir una súbita y alarmante arritmia. De repente algo le sacudió. Un timbrazo. Largo y como si el dedo que lo pulsara fuera muy firme. Se tiró del diván y caminó presuroso. Ojalá fuera algún amigo o compañero y con su conversación pudiera él olvidar muchas cosas incoherentes que le estaban pasando. No podía ir en pijama. Así que entró en el cuarto y se puso el batín a toda prisa y buscó casi a tientas unas zapatillas. Después salió al salón y lo atravesó llevando las manos a la cabeza y alisando el cabello algo alborotado.
Se le agarrotaban los dedos. ¿Qué decirle al día siguiente a Judith cuando la topase?
XIII
Abrió anheloso de encontrarse con alguien que le distrajera. Y al toparse con una silenciosa e inmóvil Judith no pudo por menos de empalidecer y dar un paso atrás. —¡Judith! —susurró, y aturdido, sacudiendo la cabeza, balbuciente añadió—: Pasa, pasa... Burt acaba de llamarme. Judith pasó. Se sentía menguada. Y es que una cosa era para ella tratar a Oliver como amigo entrañable y otra, verlo (como lo estaba viendo de repente) como un hombre enamorado de ella... de siempre. —Siento —le oyó decir Oliver— haber sacado verdades a Burt con mis mentiras... Pero Burt ni se dio cuenta. Es una persona excepcional y te aprecia de veras, como a mí me profesa un gran afecto —se dejaba caer en el borde del diván, echando el abrigo de pieles hacia atrás—. Oliver, he venido a verte aquí. No podría tratar ciertos asuntos en el inhóspito despacho de un hospital. Ni soy ninguna niña ni tengo miedo a nada. Pero hay una cosa que me gustaría descubrir en mis sentimientos. Si los siento hacia ti y hasta qué extremo son profundos. Oliver se había dejado caer junto a ella. Sus muslos se tocaban y los dos sentían una sensación de extraña debilidad. —Hay cosas que sabes, Judith —dijo siseante de ternura—. Si las sabes, porque se las has sacado a Burt, ¿para qué torturarme a mí incitándome a que te las repita? —¿Le has dicho a Burt que todo era... mentira... o, por lo menos, que tu amor seguía oculto porque tú no me lo confesaste?
—No —respiró hondo Oliver—. Claro que no. En realidad lo dio todo por dicho y hecho y no me permitió apenas hablar. Fue un momento enrarecido, Judith. Muy confuso para mí y, si me apuras, comprometedor, porque ahora tú sabes que te amé siempre y te sigo amando y yo ignoro si tú me correspondes. Judith miró al frente como hipnótica, al tiempo de despojarse del abrigo y lanzarlo hecho un ovillo al sillón próximo. —Es indudable que para descubrirlo estoy aquí, Oliver. Podía haberme ido a mi casa, podía analizar punto por punto mi vida. Pero no fue preciso porque de repente mil detalles que antes me pasaron inadvertidos, me delataban a mí misma agolpándose en mi mente. Hay una cosa clara, Oliver. No dejé a Jac por nada referente a un nuevo amor. De eso tengo la plena certidumbre, lo que en cierto modo me tranquiliza y me sosiega. Pero al saber que tú me has querido siempre, me sentí como culpable de algo y no sé aún de qué. De haber perturbado tu vida sin proponérmelo. De haberte castigado durante tres largos años. De convivir contigo en el hospital y no saber apreciar en tu afecto esa parcela de amor que me tienes reservada —suspiró—. No sé si te amo con toda la fuerza que tú mereces, Oliver. Pero sin duda me conmueve tu devoción, me apasiona el desconocimiento que tengo de ti como hombre, me turba la idea de entregarme a ti. Dime, ¿qué significa todo eso? Además —sin dejarle hablar a él — el beso cambiado el otro día me ha conturbado. Me ha dicho sin hablar un sinfín de cosas desconocidas, de sensaciones nuevas para mí. Oliver asió una de sus manos y se la oprimió con ansiedad. —Jac no mereció el respeto que le has ofrecido, Oliver —añadía ella calladamente—. No me ha hecho feliz. Y es lo que deseo saber de mí misma. Si estoy muerta para el amor o es que Jac no supo despertar mi pasión. —¡Judith! —Tenemos que ponernos en la realidad, Oliver. De mi divorcio no debo hablar, porque es un hecho. Sin ti o contigo, tendrá lugar ese suceso. Pero es que además, en este instante, no ha venido a tu casa el médico. ¿Entiendes? Ha venido la mujer deseosa y necesitada de conocerse a sí misma y sus más íntimas pasiones. Esa sí es la realidad. La mano ardiente de Oliver aprisionó sus dedos y de nuevo en Judith se desató aquel estremecimiento íntimo que delataba una pasión postergada o adormecida
que revivía... Fue así que se quedó mirándolo y Oliver se acercó más a ella y la asió contra sí. La sintió palpitar. No como podía pensar Jac que era, sino como era en realidad. Vital, viva, apasionada, ardiente. Mujer emotiva. Mujer sensible. Le buscó los labios. Fue largo y recreativo aquel beso. ¿Bastaba para dar una dimensión exacta de sus doblegadas pasiones? No bastaba. De repente Judith deseaba conocerse a sí misma en toda su profundidad femenina y Oliver estaba sabiendo de sí mismo que no había amado en vano un fantasma. Había amado a una mujer. Aquella que se perdía en sus brazos. Aquella que gozaba, palpitaba y vivía. Aquella que se exaltaba y se dejaba querer y seducir sin la menor protesta. Era la mujer madura, emotiva y honda. Una mujer de verdad. Y él estaba siendo el hombre que toda mujer ambiciona y desea. Sin más.
¿Para qué meterse en más detalles? Había que desglosar la mujer del médico y estaba de por sí, y casi sin querer, enormemente desglosada. No supo cuándo se perdió con él allí. Medio en tinieblas. Con los ojos cerrados, parpadeante la mirada, oscilante el seno...
* * *
Se iba. Las luces de las calles de aquella cercana Navidad inolvidable parpadeaban allá lejos. En la puerta ella. Con Oliver casi pegado. Tenía el mentón femenino entre sus dedos y sus labios sobeteaban, sin morbosidad, con ternura inmensa aquella boca húmeda y sensual. ¿Cómo podía un hombre desconocer, después de dos años, la dimensión humana, apasionante, emotiva de aquella muchacha? —Oliver —decía Judith a media voz—. Te quiero. Lo sé. No sé cuándo empezó. ¿Te vislumbraba? ¿Te adivinaba o en silencio, sin saberlo yo misma, te presentía y te deseaba? No lo sé. Pero sí sé una cosa. Es la primera vez en mi vida que me encontré conmigo misma, mis sentimientos recónditos. La sabía. Como hombre de experiencia, de múltiples vivencias, conocedor además del género humano, ¿quedaba algo por decir acaso?
Nada. Estaba todo dicho. Y lo mejor es que apenas si se había dicho demasiado o nada. ¡Poco! Demostrado todo. Íntimo, profundo. Compartido con igual deleite. Con idéntica pasión, con afines pasiones. —Mañana iré a ver a tu marido. —¿Mañana? —se asustó. —No me gusta una traición. Ni andar escondido. Ni ocultar mis sentimientos cuando deben aflorar. —Mañana no —le pidió bajo, intensamente—. Deja que pase algún tiempo. Que se cure, que se marche, que se dé la sentencia. —¿Y entretanto? Lo dijo con firmeza. Casi sin pudor. Sin rubor, desde luego. Realista y sincera: —Vendré a encontrarme contigo aquí o irás tú a mi apartamento. Eso nada más. Y fue, claro, él a su apartamento o ella al suyo. Así un tiempo. Pero un día, a los dos meses y cuando ya el divorcio estaba pendiente de
sentencia, Oliver en aquella intimidad emotiva, cada vez más arriesgada en los dos, le dijo: —Mañana irá Jac a mi despacho y le daré el alta. —¿Y bien? —Se lo diré. Ella aceptó. ¿Qué podía decir si lo suyo en cuanto a sí misma y a Oliver estaba plenamente claro? Lo sabía todo el mundo y el que no lo sabía lo adivinaba. Hasta la madre tenía conocimiento de aquellas relaciones. Y es que Judith nunca intentó ocultarlas. Existían Las sentía ella con intensidad. Era la verdad más hermosa de su vida. Médico, en el hospital. Mujer junto a Oliver. Y qué mujer, diría Oliver. Y qué hombre, diría Judith a su hermana Lisa. A todo esto, Burt jamás supo que metió lo que vulgarmente se dice la pata. Pero... ¿la metió en realidad? ¿No fue en sinceridad el que arregló la incoherencia de unas relaciones confusas, que necesitaban consolidarse? —No creo que le duela —murmuró Judith con suavidad—. Si además voy a ser tu esposa, Jac se sentirá satisfecho porque conociéndote a ti se dará cuenta de que no voy a hurgar en su economía.
Oliver la miró largamente. ¡Se conocían tanto! Todo. Hasta el rincón más oculto y más introvertido. Y cada día que pasaba se necesitaban más. No era sólo el mirarse y sonreírse. Era sentirse uno cerca del otro, sus placeres más íntimos compartidos, sus goces... Y eran muchos. ¿Qué había vivido ella en realidad? Nada. Pero sí, con Oliver sí. Era inefable sentirse mujer, amada, amando, apasionadamente reverenciada. Pero se planteaba el problema de conciencia de Oliver. De ella no, desde luego. Pero Oliver era como era. Así que el problema estaba allí, metido entre los dos en el despacho de Oliver. Tantas cosas en común, tantos goces, tantas confesiones, tantos placeres... Pero había algo más. Y eso lo estaba diciendo Oliver en aquel momento. —Se lo diré yo, Judith. Ella le miró largamente. —De no ser Burt y yo... tú seguirías igual, ¿no es así, Oliver? Sacrificando tus sentimientos por un amigo... Doblegando tu ansiedad por una amistad que para mí es frustrada y también para ti.
La besó en la boca. Despacio, riguroso y apasionadamente. —Déjame decirle a Jac, sin subterfugios lo que está pasando o... puede pasar. Estaba pasando ya...
XIV
Jacques entró erguido, elegante como siempre, pulcro. Distinguido. Así daba el peso él... Mirándolo Oliver pensaba eso. En su vida azorosa junto a Jac y Burt. En sus experiencias. En el concepto que formaron él y Burt sin decirse nada. Pero lo formaron cuando vieron las reacciones de las chicas que se lanzaban sobre Jac y luego... le dejaban. ¿Y para qué engañarse? Junto a Judith. Una chica excepcional. Una mujer de verdad que Jac nunca supo encontrar. ¿Si tenía la culpa Judith? No, la tenía Jac. Y él lo sabía, porque le fue demasiado fácil encontrar a la mujer emotiva que existía bajo aquel título de médico. Él también lo era, pero, antes que eso, para Judith era un hombre... —Bueno —decía Jac entrando—, ya me vas a dar de alta. —Así es, Jacques.
—Oye, hace dos meses que no veo aparecer por mi cuarto a mi mujer. —No es tu mujer, Jac, debes hacerte a la idea. La sentencia está pendiente... Jac sonrió. —Mira, Oliver, a ti puedo decírtelo. Tú sabes, ¿para qué voy a engañarte? Me apasiona el dinero y las mujeres se pagan... Una sola... me llegaría a conocer demasiado, como Judith, por ejemplo. Así que prefiero vivir la vida a mi manera. —Claro. —Parece que dudas. No, ya no dudaba. Y no dudaba porque tenía a Judith. Su amor de siempre y se preguntaba en aquel momento, viviendo y oyendo a su marido, si mereció la pena su sacrificio y su renuncia de dos años... —¿Crees, Oliver, que puedo seguir viviendo tranquilo? —Con reparos... —apuntó Oliver inexpresivo—. Pero puedes vivir... Te conozco, así que sé que llevarás tu régimen, tus controles y dosificarás tus expansiones pasionales... —Eso tenlo por seguro. —Pero hay algo —dijo Oliver con gravedad— que debo decirte y tengo que decirte. —¿Con respecto a mí? —¿A tu mujer? —Oh, no —saltó Jac molesto—. Judith no me exigirá dinero. Ya sabes, el altruismo de ciertas mujeres feministas y contestatarias... Judith no va a pedirme dinero.
—Lo cual te congratula. —Por lo menos me evita un problema. —No es eso, Jac... —¿Eso qué? —Lo que yo quiero decirte. —¿Te refieres a mi precaria salud? —Tampoco. Eso es cosa tuya —ya con dureza, algo despiadado—. Según te controles, así vivirás y dilatarás esa vida tuya. Es sobre Judith y yo. Jac se tensó. —No sé —murmuró algo cohibido— qué quieres decirme. —Lo que estás entendiendo. —¿Entiendo? —Tienes que entender. Porque no creo que ignores que siempre amé a tu mujer. —Vaya... pensé que se te había pasado. —No se me pasó. Tan pronto tenga la sentencia, nos casamos. Jac no se inmutó. —No me digas que Judith te ha comprendido. —Me ha comprendido plenamente y yo tengo que decírtelo. —Pues está dicho, Oliver. Y además, para que sepas, me siento satisfecho porque dado que los dos trabajáis, que tú eres amigo y si ella te ama... —Te dejaremos en paz y no exigiremos una parte de tu patrimonio. Jac enrojeció.
Era eso, sin más. Para qué negarlo. A él no le acuciaban las pasiones. Sólo los intereses inherentes a su vida. Y si podía inhibirse de deberes personales, pasionales, mejor. Eso lo sabía Oliver. Porque se puede engañar a una mujer y al mundo entero, pero nunca al amigo que vivió, en la pubertad, las primeras experiencias contigo. Eso era todo. —Mejor que Judith se acomode, Oliver... —Está acomodada. —Pues todos más tranquilos, ¿no? No... Él, de ser Jac, mataría a su rival. Pero no había que llamarse a engaño. Jacques era así. Y lo fue toda su vida. ¿Cambiarlo? Era demasiado tarde.
* * *
Fue un día cualquiera.
No muchos después que se dictó sentencia. El divorcio estaba consumado. Era firme, absolutamente, sin responsabilidades económicas de parte y parte. Jac había regresado a Boston, a su fábrica, a sus intereses. Era así como era. Sin más. ¡Y era tan poco! Y ellos se casaron. Un día cualquiera. Un anochecer ya fenecido. Burt, Lisa, los padres, dos amigos... Pero ellos. ¡Ante todo ellos! Sabiendo lo que suponían uno para el otro. ¡Todo! Fue una ceremonia sencilla en apariencia, pero ni para Oliver que estuvo amando tanto tiempo, ni para Judith que conoció el amor, la pasión y la posesión plena a través de Oliver, lo era. Y después, dejando a los amigos y familiares en un restaurante comiendo, ellos en el auto buscando un refugio en la carretera, en aquellas largas autopistas, a cuyos lados se erguían paradores de turismos. Fue en uno. ¿Cuál? ¿Importaba eso mucho? Nada.
Importaban ellos. Sus sentimientos y sus pasiones y una compenetración absoluta. Así entró ella en aquel motel. Y él detrás. Pegado a Judith Su amor de siempre. Su amante, su amiga, su esposa... La esposa amada y tan querida. La asió contra sí. Le busco la boca. Jugosa, movible, hurgante y hábil. ¿Le había enseñado él a besar? Pues sí, porque antes... no sabía. —Dos años —decía él apretándola contra sí, desnuda, palpitante, emotiva, conmovedora al máximo— viviendo con un hombre, y no sabía nada de la vida amorosa. Claro. Pero sabía ya. Había aprendido con él. Era su esposo. ¿Lo que viniera detrás? Que viniera como le diera la gana.
Lo esencial era aquello. Lo que vivían los dos. Lo que tanto y tanto se habían reprimido. Y en aquel momento, relajados, conocedores uno del otro, compartiendo las pasiones, los labios en los labios, los ojos semicerrados saboreando una entrega compartida. ¿Algo más? Mucho más. Un futuro... ¿Había futuro en la vida? Pues era problemático. Pero sí, sí que había presente y ése se vivía. Con intensidad. Con goce, con palpitaciones emotivas, con ternura, con pasión... Eso era todo. Allí surgía el secreto. La entrega. El goce. El placer inmenso. La compenetración absoluta. El hombre, la mujer. La pareja...
FIN
Sombras Corín Tellado
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