ÍNDICE PORTADA DEDICATORIA CITA MASACRE EN KOVNO TRABAJOS Y DÍAS DE PROHASKA (1914 - 1945) ADIÓS EN BERLÍN TRABAJOS Y DÍAS DE PROHASKA (1946 - 1962) ANAGNÓRISIS EN FLORENCIA CRÉDITOS
A mi padre y a mi madre, por su amor en tiempos difíciles
Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de barbarie.
WALTER BENJAMIN, Tesis de filosofía de la historia
MASACRE EN KOVNO
Existen dos arcanos: el Mito y la Historia. La aspiración de todo Mito es pasar a formar parte de la Historia; la aspiración de toda Historia es alcanzar el grado de inteligibilidad del Mito. Mito e Historia se necesitan en virtud de lo que respectivamente adolecen: aquél de la mayoría de edad de su hija adusta; ésta de la fascinación que provoca un padre temerario. El Mito educa sin tener que legitimar necesariamente sus presupuestos; la Historia, porque habla desde la legitimidad, no siempre triunfa en su propósito por educar. Pero ambos —Mito e Historia, Historia y Mito— rescatan al hombre del sinsentido. Porque Mito e Historia trabajan con el lenguaje, y el lenguaje del Mito que conspira para ser Historia y el lenguaje de la Historia que anhela convertirse en Mito, son el instrumento que hace tolerable el desconcierto sobre el que la humanidad discurre. Descubrí el Mito de Prohaska mientras intentaba escribir un fragmento de la Historia que Prohaska ayudó a construir. Fue en 1994, cuando acopiando documentación para asuntos relacionados con mi tesis doctoral acerca de la iconografía de la maldad durante el siglo veinte, vi una película de tres minutos y veintisiete segundos prosaicamente titulada Einsatzgruppe en Kovno. Lo hice en Vilna, en el apartamento de una antropóloga finesa especialista en la Segunda Guerra Mundial, que recopilaba toda la información existente acerca de la presencia nazi en los territorios de la Unión Soviética entre los años 1941 y 1945. La película era aterradora en su sencillez, pulcra y devastadora como una máquina de eviscerar. La cámara había sido colocada en una pequeña elevación, en un ángulo unos grados por encima de donde tenía lugar la acción, una extensión de campo raso, sin flores ni arbustos. La imagen quedaba, pues, un tanto inclinada, de modo que el espectador tenía la certeza de contemplar algo que ocurría unos metros por debajo del filmador. La secuencia, rodada en blanco y negro, era brutalmente monótona. Una fila de prisioneros lituanos esperaba a la izquierda. La cámara mostraba,
indefectiblemente, a tres de ellos. Ni uno más ni uno menos: siempre tres. Un muro de piedra basta, de una altura aproximada de cuatro metros, aguardaba por los prisioneros a diez pasos. A derecha e izquierda del muro había dos del cuerpo de Stahlecker, el nefando Einsatzgruppe A. Cuando el prisionero llegaba ante el muro, se ponía de cara a él, uno de los asesinos le disparaba en la sien y el otro retiraba el cadáver. Con el siguiente prisionero se invertía el orden. Quien antes había disparado, ahora retiraba el cadáver; quien antes había retirado el cadáver, ahora disparaba. La película no tenía banda de sonido, pero en la actitud de los prisioneros — resignada, mecánica, casi escéptica— se adivinaba que la matanza se ejecutaba en silencio; tampoco, por más que uno visionara una y mil veces la macabra danza, se advertía que los labios de los ejecutores se movieran. De hecho, la secuencia era tan demoniaca en su reiterada simplicidad que por un instante el espectador sentía la tentación de pensar que era siempre el mismo prisionero quien moría ante sus ojos. Sólo la alternancia de los verdugos y las distintas formas de desplomarse de los cuerpos informaban de que la acción no era un bucle perpetuo. Aunque después de verla varias veces, se advertía que el elemento más aterrador era que la película transcurriera in media res; es decir: que a la primera imagen la antecedían sin duda otras ejecuciones y que la última imagen no cerraba el ciclo de la muerte, pues en la toma volvían a aparecer las tres cabezas inclinadas, sometidas, insobornables, de las inminentes víctimas. Sencillamente, el cineasta había considerado que tres minutos y veintisiete segundos era tiempo suficiente para mostrar lo que quería. Tardé unos cuantos visionados en sumar los asesinatos que la película recogía. En concreto, doce, lo que daba una media aproximada de dieciocho segundos para cada crimen. Una velocidad asombrosa, si se piensa que el espectador contempla cómo el prisionero camina diez pasos, se para, recibe el tiro en la sien, es conducido fuera de campo y los papeles de ejecutor y transportador se invierten, una mecanización implacable y aviesa del arte de matar, la lógica del capitalismo —optimización de recursos y maximización de beneficios— convertida en aquelarre. Pero si necesité distintos visionados para llegar a esta contabilidad perversa, me bastó uno para reparar en que, al final de la filmación, aparecía escrito, al modo de los viejos títulos en las películas mudas, como una runa asombrosa, lo
siguiente: Prohaska me fecit.
TRABAJOS Y DÍAS DE PROHASKA (1914 - 1945)
Nació —varón, sietemesino, indeseado— la Nochebuena de 1914, tercer y último hijo de una familia hoy extinguida, en el corazón de un invierno crudísimo, en una remota aldea del norte de Alemania, donde el mar acuchilla hombres, rocas, barcos. Quizá porque no conoció a su padre —un obús ruso le arrancó la cabeza en la batalla de Tannenberg—, desde niño sintió el impulso de las imágenes, como si allí pudiera encontrar consuelo por la ausencia del progenitor. Escrutaba el horizonte y veía; leía la Ilíada en una edición infantil ilustrada y veía; trazaba monigotes con palos en la arena y veía. Sí, veía a su padre pilotando mercantes, combatiendo ante las murallas de Troya, brotando como por ensalmo del prodigio del dibujo, besando el rostro vacío y blanco de su esposa. Una madre, la suya, que no lo amaba, que nunca lo hizo, que lo rechazaba en silencio, sin acritud, pero también sin desmayo, del mismo modo que sus hermanos lo ignoraban sin palabras. Como si fuera hijo del azar, y no de la carne. Creció, pues, así: rodeado de cuerpos pero sin afecto, con el lastre mitológico del padre desconocido, contaminado desde niño por el poder vesánico y a la vez purificador de las imágenes.
* * *
En su primera pintura conservada, de 1924, Prohaska muestra una pelea de cangrejos. Dominan el rojo y el amarillo, y un manchurrón de color óxido parece insinuar el escenario del combate, un arenal desierto. Las pinturas las conseguía en casa de un pastor protestante, paisajista aficionado en sus horas libres y que en tiempos de paz, tras un viaje a París, había descubierto a los fauvistas. El religioso, apellidado Löw, y a quien la Historia concede el beneficio del origen, fue el primer interlocutor de Prohaska en el universo del arte. Murió antes de que el entonces adolescente viajara a Berlín, en 1929. Los archivos médicos hablan de septicemia; ciertos rumores apuntan a una esposa
casquivana que lo condujo al suicidio. En una nota de 1960, dirigida a su biógrafo Jakob Stelenski, Prohaska recuerda a su primer maestro «como un hombre bueno, pero débil».
* * *
Existe una paradoja profunda en Prohaska, el hombre que cultivó las tres cimas del icono —pintura, fotografía, cine— del siglo veinte, pero de quien no se conserva un solo retrato, una sola imagen de pasaporte, una sola huella en celuloide. Un hombre que lo vio todo, pero a quien nadie logró ver. En consecuencia, fantaseamos con la peripecia de un niño solitario, sin rostro, a quien habrá que concebir entre el frío y la sal, cautivo de sus ensueños, construyendo su futura impiedad en un escenario tan hermoso como desangelado, algo que una y otra vez corroboraremos en su estética. Ese gusto por la ausencia de juicio, esa vocación de mostrar las superficies del mundo — una mano amputada, una pirámide de gafas, un cementerio de caballos— sin quitar ni poner: la mano, la lente, la cámara como meros contempladores. El arte como testimonio, el arte como testamento, el arte como notario: espectral, transparente, antipedagógico.
* * *
1918, una época de hambre y privaciones, en que la gripe española diezma Europa con su cimitarra insolente. El hermano mayor de Prohaska muere de consunción, sin queja, en su camastro humilde y levemente tibio. Las dos vacas de la familia viven durante un año dentro de la casa. El calor de sus cuerpos alimenta el sueño de los niños. Serán sacrificadas en la primavera de 1919, mientras la población come hierba para saciar un hambre que parece ya de
generaciones. Todos juntos forman entonces un pesebre extraño: sin Magos, sin José putativo, sin Virgen ni Niño. Un pesebre alemán. Un día de 1920 llega un hombre para reclamar el puesto en la cama del genitor sin cabeza. Prohaska hablará siempre de él con respeto. «Mi padrastro», escribe en Al dictado de un dios cruel, sus memorias póstumas publicadas en 1975,
era un hombre educado y silencioso, contable de profesión en un mundo donde no había contabilidad que llevar. La primera vez que escuché el nombre de Hitler fue de sus labios. Cuando me fui de casa camino de Berlín y él ya hacía tiempo que nos había abandonado,
concluye Prohaska,
recordé que durante el tiempo que vivió con nosotros le gustaba cultivar su soledad. En ese sentido, fue un hombre importante en mi vida, pues me enseñó que los demás, los otros, a menudo suponen un estorbo, y que la misantropía es un bien incalculable.
* * *
En 1919, año de la Revolución Perdida, Alemania naufraga en sangre. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht son asesinados como perros. Hamburgo, la ciudad roja, es aplastada. Miles de obreros son exterminados. La esperanza de construir una Alemania diferente se desvanece de forma dramática. Años después, de la mano del nacionalsocialismo, el país entrará en la senda de la autodestrucción. En esa espiral infausta se inscribe el destino de Prohaska. «Si Alemania hubiera sido comunista», confiesa en su último texto en vida, Carta a los futuros homicidas, «yo hubiera sido su fotógrafo, su pintor y su
cineasta. Pero mi Alemania adulta fue fascista. Y yo, que no tengo ideología, estaba allí.» La doble pregunta, imposible de satisfacer, lo contamina todo: ¿se puede vivir sin rostro ni ideología? El niño, entonces de cinco años, caminando por las jorobas de las dunas, absorto en su soledad sin testigos, dialogando con el cadáver del padre muerto hace tiempo por defender un Imperio en descomposición. Una ola viene a lamer sus pies. Prohaska la contempla desapasionadamente, contando en voz alta los segundos que la arena tarda en engullir los restos de espuma. Eins, zwei, drei. Prohaska, el forense.
* * *
«Todas las familias felices», etcétera, etcétera, etcétera. El clásico no miente. Por eso es clásico. Porque por su boca habla el Tiempo. La felicidad de los Prohaska, apadrinados ahora por un hombre apellidado Müller, es una rapsodia reconocible: paseos junto al mar, hambre compartida, hermosas puestas de sol, bondades del sacrificio común, cierto jansenismo nunca explicitado. Es en la desgracia donde Prohaska comienza a construir su singularidad. La llegada de Müller redistribuye la economía de los afectos. Una vez más, el benjamín sale desfavorecido. Su soledad se acentúa cuando un nuevo hombre, un adulto, penetra en la ronda de los corazones. Su madre, definitivamente, abandona a su hijo pequeño al tedio, la melancolía, el cuidado de sí mismo. Prohaska, sin embargo, no languidece. Bebe de su infortunio como el árbol que busca los manantiales profundos con ahínco, y busca fuera del hogar lo que el hogar le niega. A veces, a orillas del mar del Norte, su refugio predilecto, sueña que el padre sin cabeza desciende de un buque de guerra ruso, vestido de cosaco o convertido en un príncipe como los que pueblan las páginas del clásico. «Allí», confesará al cómplice Stelenski en una de sus cientos de conversaciones,
en aquel finisterre que eran las playas, aupado al estribo de la fantasía, la vida se hacía tolerable. Es un misterio que no me haya dedicado a escribir novelas.
Aunque siempre me he sentido más cómodo en el vacío del lienzo o la habitación de revelado que en el interregno de la página.
* * *
Un amanecer del invierno de 1922 cientos de miles de arenques invaden las playas. Es un paisaje anterior al hombre en la Tierra o posterior a su estancia en ella: preapocalíptico y posapocalíptico a un tiempo. Un paisaje que susurra al hombre su inanidad, su escaso peso en la contabilidad de los seres, el volumen de esa plétora de organismos que lo precede y que lo sucederá. Prohaska, que calza botas de cazador, forradas con piel de cerdo y untadas en grasa, camina sobre la alfombra de peces como el viejo taumaturgo sobre las aguas. Sus pasos se pierden en la enormidad del cementerio. Camina, y camina, y camina, y cuando vuelve la vista sobre sus pasos se descubre en medio de la sábana de plata, como un niño perdido en los bosques de los viejos cuentos. Lo sostiene una montaña de carne que empieza a pudrirse. El hedor es intolerable. Difícil sustraerse al hechizo de semejante cuadro, una visión del destierro de nuestra especie, sometida a la multiplicación infinita de otros entes. Difícil ignorar que en el futuro Prohaska, el hombre que fotografió los crematorios, establecerá con su arte una ecuación entre aquellos peces suicidas y las carnicerías que la Historia le tenía reservado contemplar.
* * *
Un día el contable abandona la aldea. Cierta mañana en nada distinta a las otras, con el habitual frío y la habitual escasez de alimentos, Müller toma el camino a la ciudad para no regresar. Nunca más sabrán de él. Abandonada otra vez a su suerte, la madre de Prohaska maldice en silencio, sabedora de que los malos tiempos están llamando de nuevo a su puerta. Sus dos hijos la contemplan
expectantes, esperando que ella diga o haga algo. Pero todo lo que se le ocurre es mirarlos como si fueran gallinas asustadas. Luego señala al pequeño con el dedo y lo insulta: «Inútil.» Esa palabra, ante la que el otro hermano humilla la mirada, explota en la boca de la madre como una bomba de rabia. Prohaska la observa con fijeza, se dirige hacia ella, avanza una mano y acaricia su rostro. Luego, acercándose al clavo de donde cuelgan sus ropas, coge la zamarra, se calza las botas de cazador, sale al frío y echa a andar. Tiene ocho años. Tardarán setenta y dos horas en encontrarlo. Cuando lo hagan, en las dunas devastadas por el viento, lo hallarán al borde de la muerte, hambriento, exhausto, abrazado a sí mismo como una bandera al mástil que la sostiene.
* * *
El mérito de haber sobrevivido a su propia desesperación convierte a Prohaska en alguien insólito, augural, en cierta medida temible. Él, que sólo ansiaba el afecto del padre sin cabeza, se convierte de la noche a la mañana en el alma de una familia cansada. Su hermano acude a su cama para arreglarle la almohada y besarlo en los párpados; su madre lo contempla con algo parecido a la atrición. Cuando dos meses más tarde, gracias a los cuidados médicos y a una constitución inesperadamente poderosa, consiga sobrevivir a la pulmonía, nada volverá a ser igual bajo el techo azotado por los vendavales de arena. Por boca de Prohaska, como por boca de los inspirados y los locos, hablará desde entonces la verdad. O al menos una de sus máscaras. Es allí, durante ese periodo de convalecencia, donde amanece su vocación por capturar el mundo en imágenes. Aunque no se conserva un solo trabajo anterior a la pintura de los cangrejos de 1924, Prohaska confesará a Stelenski que pintó cientos de retratos de su hermano y de su madre durante aquel periodo de reposo. Que pintó soperas y cucharas y tenedores y cuchillos y alimentos que nunca se ponían sobre la mesa; que pintó las manchas de humedad del techo y el mapa secreto de la piel de unas vacas que sólo existían ya en su memoria; que pintó las dunas en las que había sobrevivido a su propio deseo de morir; que pintó lo humano y lo plausible, lo soñado y lo legendario, la prosa y la epifanía; que pintó hasta agotarse y que un día, cuando sintió que las fuerzas volvían a llenarle, y que como un viento fresco la salud regresaba a sus pulmones, se
levantó, se puso la zamarra, se calzó sus botas, caminó hasta los arenales y entonces, como en un holocausto incruento, arrojó al mar todos y cada uno de sus dibujos.
* * *
El mar se lo llevará todo. No es un verso, ni una entelequia, ni un paradigma de cierta fatua solemnidad. Es la verdad que los norteños iran desde que nacen. Ese mar mercurial que es a la vez cauterio y herida, que en su mansa o devoradora intensidad prohíbe a quien lo contempla cualquier tentación de sentirse perdurable. El paisaje de Prohaska, la feliz circunstancia para Prohaska de nacer frente al mar que nadie agota, el escenario de los primeros años de vida de Prohaska. También el lugar al que regresará por azarosos derroteros décadas después, cuando haya completado su obra. «Di la vuelta al mundo», escribirá en el prólogo a Los ojos vacíos, su alucinado retrato de fotógrafo de guerra, sin duda su obra cumbre,
pero sólo en el mar sentí que me hallaba ante una casa. Su infinita paciencia, su rostro siempre idéntico y siempre cambiante, la indiferencia con la que nos contempla, me han enseñado más acerca del sinsentido de las causas finales que todas las filosofías del mundo. El mar es la prueba de que no sólo Dios no existe, sino de que el hombre pasará.
* * *
En 1939, en Varsovia, durante la Blitzkrieg, en la que acompaña a la Wehrmacht en calidad de documentalista, Prohaska dibuja veintiún retratos de su madre con
un único tema: el paso del tiempo. Para ello, repite siempre la misma escena. Su madre, sentada ante una ventana, dibujada desde atrás, levemente girada, mostrando al espectador la mitad de su rostro, contempla ante ella, en una mesa desnuda, cómo se agota una vela. Desde el primer dibujo, titulado Plenitud, hasta el último, titulado Extinción, lo único que cambia es el tamaño del pábilo y la luz que incide sobre el rostro de la modelo. En el último dibujo ese rostro es apenas perceptible; como a la propia Polonia, la oscuridad lo ha invadido todo. Prohaska comienza los dibujos el 10 de septiembre de 1939 y los termina el día 12, a una media de siete retratos diarios. El día 14 un telegrama de su hermano le comunica que su madre ha muerto en la «noche del 11 al 12». Prohaska mencionará en alguna ocasión «la presciencia del artista, capaz de leer la entraña de su tiempo con mayor intensidad que cualquier otra persona». Nunca, sin embargo, se jactó de que aquel hecho íntimo, familiar, innegociable, fuera otra cosa que una casualidad. «Mi madre jamás me amó», recordó en más de una ocasión a Stelenski,
pero yo nunca deseé su muerte. Aquellos dibujos de Varsovia no nacían del amor ni del odio, sino del agotamiento, y a falta de otros modelos que me atrajeran, pinté lo que mi memoria retenía con mayor fidelidad: el rostro de mi madre y mi luz natal.
Resulta imposible, sin embargo, por muy cínicos y desencantados que seamos como espectadores, no sentir que en los Veintiuno de Varsovia, como hoy son conocidos los dibujos de Prohaska, sobrevive encarnada cierta idea de la fatalidad.
* * *
Una noche de agosto de 1926, con doce años recién cumplidos, resulta clave en la vida de Prohaska. Reunidos en un ágora inesperado, los habitantes de los
arenales ven proyectado, sobre el inmenso nido de araña que forman diez grandes sábanas tendidas, tensas en el viento del verano septentrional, El gabinete del doctor Caligari. «La primera vez que vi a Werner Krauss aparecer en aquella insólita pantalla», confesará Prohaska treinta años más tarde a Stelenski, «supe que había encontrado refugio para toda una vida.» La alucinada interpretación que del espacio, el tiempo y el trabajo de los actores realiza Robert Wiene en su obra maestra acompañará a Prohaska el resto de sus días.
Me alegra la palabra vocación. Es una palabra limpia, por mucho que algunos quieran pervertirla. Mi vocación de espectador, de contemplador, de ojo, si se me permite la expresión, debe mucho a aquella película arrebatada y arrebatadora. Y aunque mi trabajo siempre se ha mantenido del lado de cierta ascesis, luchando por que lo visto no contamine el modo de mirar, El gabinete del doctor Caligari me habló del poder implacable de las imágenes y de su capacidad fascinadora.
Pescadores poco o nada ilustrados, esposas habituadas a remendar redes, hombres y mujeres heridos por los muertos de la Gran Guerra y por los muertos del 19, niños enfermizos y a la vez salvajes, crecidos entre la fetidez del pescado y la crueldad del mar del Norte, todos allí, bajo el hechizo de la proyección, mirando en la boca negra de Werner Krauss, en la estolidez abracadabrante de Conrad Veidt, en las callejuelas empinadas e imposibles de la soñada ciudad de Holstenwall. Pocas veces el arte soñó un público tan extraño.
* * *
Los maestros de Prohaska: Tonio Kuntz, muerto en Dresde, en 1945, durante el atroz bombardeo aliado; Sara Rubinstein, huida a Estados Unidos en 1938, tras la Kristallnacht, y viva hasta 1962, año de la desaparición de su pupilo. Quedan
dos retratos de ellos: huidizo él, con unos quevedos sobre la nariz ganchuda, la frente generosa, las orejas grandes, pintado con un libro de Adalbert Stifter en la mano derecha —lecturas inocentes— y a su espalda un mapa del Sacro Imperio Germánico —imágenes peligrosas—; pequeña y hermosa ella, más parecida a un ama de cría que a una maestra, con una sonrisa triste y sosegada en el rostro, una balanza en la mano derecha y un cartabón en la izquierda, a su espalda una torre de Babel inspirada en la obra de Brueghel. Ambos retratos, fechados en 1950, poseen el clima severo y mórbido, atroz pero al tiempo exacto, de la futura obra de Lucien Freud. El retrato de Kuntz está en una colección privada, en Praga; el de Rubinstein es propiedad de la única hija de la retratada, de nombre Oona, quien lo recibió, para su sorpresa, en diciembre de 1956, acompañado por una carta manuscrita de Prohaska en la que se leía:
Su madre, cuando yo era muy niño, me educó en el amor a todos los hombres, sin distinción de sexo, raza o religión, y en la caridad con los animales. Era una mujer buena en el sentido más noble del término. La he recordado a menudo, a lo largo de mi existencia, en la que he tratado de mantenerme fiel a sus enseñanzas, aunque estoy seguro de que cuando se juzgue mi vida, si es que alguien lo hace, nadie estará de acuerdo con semejante afirmación.
De su maestro, el señor Kuntz, Prohaska dirá a Stelenski que era «un hombre varado en las dunas, mantenido a flote por la pasión de la literatura». Prohaska vio siempre en él un firme candidato al suicidio, preso en una época que no era la suya, y recuerda sus migrañas, que lo asaltaban en mitad de las clases dejándolo «sudado y sucio, como un soldado llegado del frente». Cuando tuvo noticia de su muerte en el ataque a Dresde, Prohaska sintió un vago pesar y un ambiguo sentimiento ante la astucia de la razón. Quizá por ello escribió:
No hay justicia poética en el mundo: a Kuntz no debería haberlo matado una bomba, sino él mismo. O a lo peor sí existe ese ajuste preciso en la contabilidad de los hechos. Porque la guerra, para los que como Kuntz son cobardes por naturaleza, es el atajo idóneo para llegar al lugar que hace tiempo la muerte les
tenía reservado.
* * *
Noches del Norte: qué hermosas son. Una quietud balsámica adormece el mundo. El mar, monocorde, viene a morir ante las playas; las viejas estrellas palpitan en su armadura celeste. El mundo transcurre: pulcro, fatal, exacto. Ninguna ecuación lo contiene, ningún álgebra lo resume. Es la luz de acuario de Vermeer, la calidad fría de los signos del cielo, la ceniza derramada desde una altura prodigiosa sobre los niños del domingo, que a orillas del océano, sirviéndose de fanales y linternas de sodio, recogen berberechos. Prohaska se llevará esa luz consigo cuando viaje por el mundo. Toda su pintura está saturada de esa luminosidad herida, ajena a los esplendores mediterráneos o a la insípida musculatura del trópico; todo su cine, que desconoce el color, produce esa sensación de estar viendo una lámina sin adherencias ni asomo de mácula; todas sus fotografías —retratos de hombres o animales, ruinas de guerra u objetos cotidianos— reproducen esa sensación de apagamiento y lasitud, también de calma innegociable, que es más una atmósfera que un sentimiento. Rousseau sabía que, como máquina blanda, porosa y sensible, el cuerpo es una esponja a la que todo se adhiere. Pero en el cuerpo de Prohaska, como en su arte, siempre ha hecho frío, siempre ha soplado el viento del Norte, siempre —casi siempre— ha sido de noche.
* * *
Desde el descubrimiento del cine, en 1926, hasta 1929, cuando marcha a Berlín, abundan las hipótesis. Años de formación intelectual y afectiva, cabe suponer: nuevas pinturas acaso (no se conserva obra alguna entre la pelea de cangrejos de 1924 y los dibujos a lápiz de principios de 1930, ya en Berlín), nuevos conflictos con su madre (destinada ya, después de la defección de Müller, a convertirse en antagonista irreconciliable) y con toda seguridad la experiencia, si no del amor,
al menos sí del sexo. El propio Prohaska narra ese descubrimiento años después, en una de sus habituales confidencias a Stelenski:
Conocí el sexo a los trece años, un mediodía de agosto, en las mismas playas en las que transcurrió mi infancia. Un lugar simbólico, sin duda. En mi casa nunca se había abordado con honestidad el tema, aunque soy consciente de que, durante un tiempo, mi hermano y yo convivimos con la pasión sexual de mi madre por Müller, algo así como la resurrección de una vieja llama, largo tiempo apagada. Quiero decir que nuestra casa era pequeña. Y que ciertos ruidos no se podían evitar. Aparte de eso, a mi padre no le dio tiempo a ejercer ningún magisterio al respecto, y mi madre, como educadora, satisfizo la mojigatería y la decencia que se le suponían. Resultado: un silencio blanco y deslumbrante. Y aunque algunos de mis compañeros en la escuela hablaban de ello sin tapujos, mencionando a sus padres, a sus hermanos mayores e incluso, en algún caso, a sí mismos, lo cierto es que cuando tuve mi iniciación sexual yo era algo así como una página sobre la que nada estaba escrito. Ella era sueca. Había muchos suecos entonces en Alemania, dedicados a la pesca del arenque. Se llamaba Filipa y era muy bella. Incluso para un muchacho de trece años que nunca había visto una mujer desnuda. Yo la había conocido a principios del verano, y todo había resultado tan natural como respirar. De hecho, después me costó asumir que el sexo no fuera tan sencillo como Filipa me dio a entender. Ella ha sido la única mujer con la que el sexo no parecía un derecho ni un deber, sino sencillamente un suceso. Sé que es paradójico decir esto de una relación entre dos personas de trece años, pero cada vida es irreductible a nada que no sea ella misma. En mi recuerdo, Filipa ha conservado siempre esa edad. Nunca he sabido qué fue de ella, si sobrevivió a la guerra y a la pesca del arenque. Pero ella me enseñó esa verdad que a menudo nos obstinamos en ignorar: que a menudo son las personas que pasan, y no las que permanecen, las que juegan un papel decisivo en nuestras vidas. ¿Por qué? Precisamente porque la vida no las gastó, porque su memoria, para lo bueno o para lo malo, permanece a salvo del paso del tiempo, que todo lo
ensucia.
En una nota a pie de página, Stelenski, biógrafo sagaz y casi siempre oculto, como el bendito narrador decimonónico, se permite a propósito de esta historia una nota íntima, inesperada, de una calidez por ello mismo reveladora: «Fue una de las poquísimas veces a lo largo de una amistad de casi treinta años en que vi lágrimas en los ojos de Prohaska.»
* * *
1929 arranca con la publicación de Tintín en el país de los soviets y se cierra con la expulsión de Trotski de la Unión Soviética. Entre medias, en Alemania llega el derrumbe. El caos de octubre en la Bolsa neoyorquina hace que los inversores estadounidenses retiren los préstamos al gigante herido. El desempleo se dispara; el hambre y la desesperación aprietan; el país se colapsa. Vías de trenes, azoteas y palomares, puentes sobre ríos, cápsulas de cianuro, disparos de pistola: el suicidio adopta múltiples formas. Prohaska llega a una ciudad desolada, monstruosamente humillada, en la que con los libros de Goethe se hacen hogueras para calentar las habitaciones y en la que la efigie de Hegel en los billetes de banco resulta una obscena burla para la aventura del espíritu. En esa ciudad devastada por el paro y el hambre, Prohaska conoce a Martin Helm, fotógrafo de «ritos», como informa pomposamente su placa personal labrada en caracteres góticos a la entrada de su estudio de la Invalidenstrasse. Estos ritos fotografiados por Helm son, en realidad, la vieja trinidad del asombro humano: bautizos, bodas y funerales: el nacimiento, la confianza en que la vida se puede perpetuar mediante el amor, y la muerte: «las bagatelas del exterminio», como Prohaska escribirá un día en Carnets de un escrutador. La abundancia de muertos proveerá a Prohaska de su primer empleo, pues por un prurito de coquetería o por una superstición asumida, los familiares de los desaparecidos, incluidos los muchos e insatisfechos suicidas, se obstinan en regalarse una última imagen de sus seres queridos. No importa que hayan saltado desde balcones o se hayan arrojado a las aguas; no importa que se los haya
llevado la disentería o el tifus exantemático; no importa que el veneno haya convertido en una mueca desagradable su rostro atribulado por las deudas y los hijos desatendidos. Hermosos o feos, en lo mejor de la vida o devorados ya por la carcoma del tiempo, hombres y mujeres, insólitos o comunes, todos, todas, posarán para el ojo de Helm. Y allí, a su lado, callado y terco, siempre atento, aprendiendo el oficio, familiarizándose con la muerte, gestionando la desdicha, estará, otra vez, Prohaska, el notario.
* * *
Cualquiera que intersecte en la trayectoria de una persona tan singular como Prohaska corre el riesgo, o asume el beneficio, de pasar de la historia a la Historia. Para después, claro está, una vez satisfecho el encuentro, regresar de la Historia a la historia. Así como el último médico que atendió a Mozart es, por un momento, parte de la Historia, antes de volver a sus rutinas y convertirse en otro afanoso y nada memorable vienés del siglo dieciocho, así Martin Helm, a quien sus méritos como fotógrafo no tenían reservado lugar alguno en el Olimpo de los perdurables, pertenece a la Historia del pasado siglo por haber sido el hombre que dio alimento y casa a Prohaska entre 1929 y 1933, año en que el artista comienza a trabajar para el aparato de propaganda del NSDAP. Durante ese periodo, con indudable vocación de tirano, pero también, puntualmente, con indiscutible buen corazón de padre putativo, Helm atiende a su pupilo, organiza su inteligencia, impulsa su extraordinario instinto para la imagen y, en definitiva, encauza todo el potencial que el pastor Löw y los maestros Kuntz y Rubinstein quizá habían sospechado, pero que nunca se habían atrevido a disciplinar. La nostalgia del mar no ha quedado atrás, pero sí la indolencia del paseante que, en el horizonte mercurial, escruta la improbable vuelta del padre sin cabeza o mata las horas contemplando pescar a las aves. Ahora la jornada de Prohaska se parece mucho a la de un soldado: levantarse de madrugada, preparar los desayunos, mantener la casa impoluta y los utensilios de trabajo en orden, comprar alimentos y carbón por conductos legales o ilegales, traer noticias de lo
que está sucediendo en todos los rincones de Berlín y de Alemania, informarse con detalle sobre ese tal Hitler que comienza a estar en boca de todos, captar clientes sin parecer servil pero a la vez mostrándose firme, no dejarse tentar por las fáciles recompensas del alcohol o las prostitutas, ayudar al maestro en cada pequeño gesto, organizar el horario de las visitas, cocinar, barrer, fregar, remendar, lavar la ropa de cama, conjugar mil verbos que le salen al encuentro como otras tantas formas de la madurez: ser, en una palabra —decisiva, unánime, inexcusablemente—, un buen muchacho alemán.
* * *
La política interna sufre un terremoto en 1930. Los nazis, que en apenas veinticuatro meses han ganado seis millones de adeptos, pasan de trece a ciento siete diputados. Más del dieciocho por ciento de los alemanes con derecho a voto han depositado la confianza en Hitler y en su programa. A finales de marzo de ese año, el Gobierno Brüning comienza su aventura. Como suele suceder, una serie de medidas acertadas —recorte en el gasto público, subida de impuestos, aplazamiento de la deuda— concitan una impopularidad alarmante. La oposición, por descontado, no hace país, sino negocio, y en apenas dos años, en las elecciones presidenciales del 32, el caporal de origen austriaco recibe el sufragio de trece millones de alemanes. Hindenburg mantiene el poder, pero es ya un presidente exhausto, destronado por el vértigo de los tiempos y acuciado por la edad biológica. Sus ochenta y cinco años lo convierten en algo más que un dinosaurio político. De hecho, sólo tres meses después, en julio, los nazis son ya el partido más votado del país, llegando a los doscientos treinta diputados: treinta y siete de cada cien alemanes les han dado su confianza. Martin Helm, hombre escéptico por naturaleza, desconfía de los extremos. No le agradan los nazis y descree de los comunistas. El atelier de un fotógrafo no se nutre de grandes palabras, sino de pequeños gestos. Quizá por ello Prohaska transita por la mar gruesa de la política alemana como un pez de aguas dulces y calmadas: con indiferencia. Pero, cuando tras el fracaso de los Gobiernos Von Papen y Von Schleicher, el malhadado Hindenburg entrega Alemania a Hitler el
30 de enero de 1933, el punto de no retorno para Europa y para los ateliers de fotografía ha llegado. También para Prohaska, sin él sospecharlo, todo habrá cambiado ese día de invierno.
* * *
Los hombres altos y delgados encarnan la elegancia en su forma más sublime. Si además su piel muestra una calidad marfileña, un poco cadavérica, con ese brillo de los huesos trabajados por el tiempo, la sensación resulta inolvidable. Inquietantemente inolvidable. Algo parecido tuvo que pensar Prohaska cierto mediodía de finales de marzo de 1933, cuando vio entrar en el estudio de Helm al camarada Haas. Años más tarde, ante el Cristo resucitado de Bramantino, Prohaska reencontrará al modelo de aquel arquetipo encarnado. Acerca de esa pintura, hoy expuesta en el Museo Tyssen-Bornemisza de Madrid, Prohaska escribirá:
Creo que es el retrato más hermoso jamás pintado. Incluso mi ateísmo vacila ante él. No concibo que alguien pueda pasar ante esa figura sin detenerse. El rostro de Cristo es como una iglesia en la que el sufrimiento y la renuncia se hubieran desposado. Cada inteligencia, al mirarse en ese redentor, comprenderá cosas de las que nunca había oído hablar, pero que siempre había conocido: el miedo a la muerte, el castigo y la culpa, la fidelidad a una idea, la promesa de la belleza.
Haas era un reclutador profesional, un hombre en la esfera del NSDAP pero ajeno a su intendencia militar, alguien que se movía con idéntica soltura en un burdel que en una reunión de magnates del acero. Hijo de actores de teatro, había heredado de sus padres el talento para la farsa y la brillantez en el discurso, y su apostura era sólo comparable a su impiedad. Devoto de Hitler hasta el asesinato,
Haas representó en la Alemania de los años treinta y cuarenta un espécimen tan paradójico como reiterado: al hombre de enorme talento abducido por un pastor de almas ridículo y a la vez siniestro, una combinación a todas luces peligrosa. Cuando en abril del año 45 se borró el rostro de un disparo en un hotelucho del Báltico, dotó de pleno sentido el círculo trágico que él mismo había comenzado a trazar años antes. Al unir su destino al de su líder, Haas elaboró una metáfora nada desdeñable de una Alemania capaz, talentosa y, a la vez, absolutamente desquiciada, una contradicción que todos los filósofos y novelistas han intentado desentrañar sin éxito desde 1945 hasta nuestros días, en su intento por rastrear los motivos del non plus ultra de la irracionalidad europea. Haas cruzó la vida de Prohaska como un relámpago. Sólo se vieron una vez, durante treinta minutos, y Prohaska nunca contó a nadie, ni siquiera a Stelenski, en qué consistió su conversación, pero hay que colegir que el encanto de Haas, la disponibilidad del aprendiz y la mera, humana ocasión, hicieron el resto. Cuando Haas abandonó el estudio tras hacerse dos fotos vestido de dandi, fumando en boquilla de marfil y con una fusta de cuero sujeta en la mano derecha como atributo guerrero, se llevó consigo la promesa de que Prohaska acudiría a las oficinas berlinesas del Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda. Allí el futuro artista comenzará a desempeñar una labor que, en múltiples facetas y áreas, recorrerá su vida como un calambre de infausto recuerdo, pero al tiempo absolutamente esclarecedor.
* * *
Del breve paso de Müller por la vida de Prohaska, queda una pasión: el ajedrez. El cartesianismo del contable opera en el espíritu del niño sin alegría un gusto acendrado por los sesenta y cuatro escaques; pasión que, desde 1933, lleva a Prohaska a participar en los distintos campeonatos de ajedrez postal que se disputan en Alemania. Del resto de sus corresponsales no queda huella, pero uno de ellos sobrevive como la personalidad clave para comprender el itinerario vital de Prohaska, pues nada menos que veintinueve años de complicidad arrancan con el movimiento
P4R que, escrito a lápiz rojo en una carta con un sello del káiser Guillermo II, viaja desde el estudio fotográfico de Invalidenstrasse a una calle del barrio de Kreuzberg, no muy lejos de donde hoy se alza el Jüdisches Museum de Berlín. El destinatario de la apertura de peón de rey es un muchacho de la misma edad que Prohaska, diecinueve años, que responde al eufónico nombre de Jakob Stelenski y está destinado a ser su biógrafo, su ángel de la guarda, el gestor de su obra y de su memoria, y también, por qué no decirlo, la relación más paradójica establecida por Prohaska a lo largo de su periplo por el siglo más devastador y cruel soñado por la sevicia humana. Porque si realmente algo mueve a asombro son los encuentros y desencuentros, tanto en el tiempo como en el espacio, a los que las vidas de estos dos hombres se verán abocadas. Y porque si la palabra azar, la palabra fatalidad y la palabra amistad poseen algún sentido, es aquí, en la doble carne de estos dos todavía jóvenes muchachos, donde habremos de rastrearlo.
* * *
Tras abandonar el estudio de Helm, la rutina de Prohaska se convierte en algo muy diferente a lo conocido hasta entonces. La palabra judío y su perversa constelación de significado sustituyen a la limpieza de lentes; la obsesión por el adversario comunista hace olvidar al joven aprendiz el acarreo de carbón o patatas; la educación de un espíritu racial desmiente la importancia de convencer a un humilde asalariado de que un retrato luciendo su traje de domingo sería un magnífico regalo para satisfacer a una esposa abnegada en su cincuenta cumpleaños. Sin dejar de ser un «buen muchacho alemán», Prohaska se transforma en educador acaso inconsciente de una colectividad en plena metamorfosis. La numinosa presciencia de los hombres del Reich se combina en las salas atestadas por el humo de cigarrillos del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda con una furiosa determinación por sobresalir. El ideal abstracto, sin mancha, de un Übermensch ario, tropieza, en el día a día, con la infección sin credo ni raza de la codicia personal. Quizá de ahí proceda el escepticismo radical que Prohaska constató en las últimas páginas de Al dictado de un dios cruel:
La estupidez humana procede de su universalidad. Ninguna desnudez es tan obvia como la de la insensata rapiña que mueve a la inmensa mayoría. Por debajo del fondo alucinado y aparentemente diamantino del nazismo, ese mundo de esencias puras lleno de palabras punzantes y hermosas, había una masa fétida, agusanada, de pequeños dirigentes y de aún más pequeños lacayos, presos todos en la agonía de una vida miserable, sin otro horizonte que el medro personal. Las imágenes de una Alemania resistente hasta la última gota de sangre, de las Juventudes Hitlerianas y las Napolas inflamadas por un empeño joven y audaz, son el envés luminoso aunque al tiempo aterrador de una multitud incapaz de ningún gesto glorioso o heroico, que siguió a su guía porque no la habían educado para otra cosa, pero en la que no cabe hallar un solo gramo de audacia. La diferencia entre un nazi y un bolchevique no había, pues, que buscarla en la fe en un ideario, sino en su patronímico: el fondo —el gregarismo, el miedo a la libertad— era común, como el manto del océano.
* * *
A comienzos de 1934, la amistad entre Prohaska y Stelenski ha dado el salto del ajedrez postal a la vida real. Ambos frecuentan las cervecerías de Unter den Linden, donde conversan con la negligencia y el arrebato, tantas veces inextricables, de los veinte años. Stelenski ha reiterado en más de una ocasión que el trabajo de Prohaska en el temible Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda no le resultaba entonces tan lesivo como con el tiempo debería asumir. Prohaska, por su parte, jamás ocultó a su amigo y confidente las tareas que sus superiores le encomendaban. Ambos, en cierta medida, estaban jugando con fuego, y ambos, innegablemente, se abrasaron en la hoguera que los calentaba. Y aunque los dos amigos, por aquel tiempo, ya habían leído a Heine —«Das war ein Vorspiel nur, dort wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen»—, por una suerte de indefensión aprendida habían borrado de sus encuentros la nefanda noche del 10 de mayo de 1933, cuando la historia universal de la infamia alcanzó uno de sus momentos álgidos en Opernplatz, con la quema de libros alentada por Joseph Goebbels y ejecutada por estudiantes, docentes y de las fratrías nacionalsocialistas que
arrojaron al fuego miles de obras de autores judíos, comunistas, pacifistas o degenerados, según el particular nomenclátor auspiciado por los ideólogos de Hitler: Brecht, Hemingway, Kafa, Mann y Marx ardieron juntos aquel día. Cierto aroma a ceniza rodeaba, pues, aquellas conversaciones acerca del mundo loco y la sucia fábula que lo nombra en que Prohaska y Stelenski se enredaban. Años más tarde —después de España, después de Varsovia, después de Kovno— ambos amigos se reencontrarían en torno a otro aroma a ceniza. Pero esta vez el dicho fatal de Heine, como las profecías verdaderas, se habría tornado espantosamente intenso: porque el olor no sería el resultado de una pira de libros, sino de una pira de hombres.
* * *
Y de pronto, el amor. Porque Heidi Knörr vino para quedarse. «Lo supe nada más verla», escribe Prohaska en uno de los más memorables capítulos de Al dictado de un dios cruel.
Lo supe como a lo largo de mi vida he sabido muy pocas cosas: que mi genio era limitado, que todo intento por aprehender una imagen en palabras está condenado a fracasar, que la muerte de mi hijo Baruch supuso un punto de no retorno en mi esperanza por vivir una madurez en paz.
Prohaska no miente. Lo hizo muy pocas veces. Fue, de alguna manera, un hombre impermeable a la mentira, aunque vivió con ella y de ella se nutrió. Hay muchas imágenes de Heidi Knörr. Prohaska la pintó, la fotografió, la filmó. Y siempre lo hizo con una tozudez rabiosa, no dejando que las imágenes se contaminaran del amor innegable que por ella sintió. O sí. Porque el amor, para Prohaska, se concretaba en esta forma de reiteración desnuda, en mostrar a Heidi como era, no como debería ser o como el hombre que la amaba desearía que fuera. Como si Heidi Knörr fuera en realidad inefable y sólo las imágenes, su
multiplicación incesante, pudieran dar fe de ella: Heidi amamantando, Heidi bailando, Heidi bostezando, Heidi cocinando, Heidi cosiendo, Heidi defecando, Heidi durmiendo, Heidi esquiando, Heidi leyendo, Heidi nadando. El amor, pues. Porque lo supo nada más verla.
Era mayo, hacía calor, Berlín se ahogaba en polen y polvo, yo estaba trabajando en los decorados de una película de alpinismo y exaltación alemana, uno de esos extraños cócteles que entonces apadrinaba el NSDAP. Ella apareció por sorpresa ante mi mesa de trabajo. Era maquilladora y buscaba a una estrella de la UFA. Tomó el pasillo equivocado y me encontró a mí. Ni siquiera dijimos nada. Bastó con mirarse. Nunca más nos separamos.
Heidi Knörr murió en abril de 1962. Estuvieron juntos veintiocho años. Algo que, considerado desapasionadamente, es mucho, muchísimo tiempo.
* * *
Stelenski recuerda que, de todos los temas que obsesionaban a Prohaska, desde muy pronto se impuso uno: el empeño por no dejar ninguna huella física de su persona.
Desconozco si en literatura médica existe una palabra que defina la obsesión compulsiva por la limpieza. Pues así era Prohaska. Sólo que, en su caso, la limpieza no pasaba por el cuerpo, sino por su representación. En realidad,
escribe su íntimo amigo en el prólogo a Carnets de un escrutador,
Prohaska sintió siempre la tentación de desaparecer, pero al tiempo enmascaró esa tentación tras el intento por apresar mediante imágenes el mundo que lo rodeaba. Como si estuviera saciado de sí mismo pero hambriento de todo lo que no era él. Como si su empeño consistiera en mostrarlo todo permaneciendo invisible.
Este sueño obliga a Prohaska a toda clase de depuraciones.
Recuerdo que una vez, en el palacio de Sanssouci, en Postdam, en el curso de una excursión que Heidi, él y yo hicimos, Prohaska fue fotografiado por azar por un hombre que estaba tomando imágenes del palacio. Su reacción fue muy violenta: se acercó al hombre y le exigió la cámara. Por supuesto, el hombre se negó. Y entonces Prohaska hizo algo inaudito, muy incómodo para todos: le mostró las credenciales que como trabajador del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda tenía y le requisó la cámara. Fue uno de los instantes más desagradables de nuestra vida en común. Incluso Heidi se enfadó con él durante días.
Imaginemos a Prohaska destruyendo sus huellas en todos y cada uno de los archivos en los que su vida tendrá cabida: Iglesia, escuela, Estado, mundo banal del espectáculo y de la fama, Ejército, ficheros policiales, instancias de todo orden durante el proceso de desnazificación, curatores museísticos, academia, incómodos biógrafos. Y irémonos, así mismo, de la fidelidad de Stelenski hacia su amigo al negarse, taxativamente, a decir una sola palabra acerca del aspecto de Prohaska. «Se lo juré cuando teníamos veinte años y nunca he faltado a mi palabra. A nadie, nunca, le he contado cómo era.»
* * *
En diciembre de 1936 Prohaska firma su primera película, un documental de media hora de duración inspirado por la Guerra Civil española. La película, que narra los sucesivos viajes de un bombardero alemán de la Legión Cóndor, es singularísima para estar concebida por un muchacho de veintidós años. Y lo es porque, naciendo como una pieza bélica de propaganda, se acaba convirtiendo en una obra de autor. En el Heinkel 111 al que Prohaska sigue durante el mes de noviembre de 1936, en dieciséis vuelos de ida y vuelta entre Berlín y Sevilla, el cineasta acopia un metraje heteróclito y anodino —partidas de naipes, prejuicios acerca de las mujeres españolas, prolijas explicaciones sobre la dotación del bombardero— que, gracias a su talento, se convierte en algo parecido a una película de terror psicológico. Varios momentos en los que Prohaska, motu proprio, decide eliminar la banda sonora —como también hizo en la película de Kovno— mientras los de la dotación del Heinkel 111 charlan entre sí y observan de vez en cuando a la cámara, producen un raro desasosiego: el desasosiego de la inminencia. De pronto la guerra en España se ha convertido en un fantasma más o menos patibulario. Los del Heinkel 111 ya no están en el tiempo de 1936 ni en el espacio de una carlinga, sino abducidos en el meditado discurrir de la película. Como a los futuros asesinos de Kovno, la realidad de la lente los ha devorado. Son ectoplasmas cautivos, no soldados alemanes que van a devastar un país ajeno. Y un ruido de fondo alarmante amenaza su cordura. La intervención del cineasta, mínima y a la vez crucial, genera un significado muy distinto al que una operación de transporte militar más o menos burocrática podría encerrar. La huella del futuro genio de Prohaska queda aquí servida por primera vez y en su máxima expresión: mostrar el mundo tal y como sucede pero introduciendo un levísimo desajuste en él, una diminuta corrección (el borrado del sonido, por ejemplo, un error consciente de racord o un leve desenfoque) que dinamita desde dentro lo que la imagen sugiere y por el contrario ayuda a revelar, con una rara intensidad, lo que la imagen esconde. Ensuciar el velo levemente para transparentar lo que el velo oculta. Ha nacido el estilo Prohaska. Y como Buffon dejó dicho: «El estilo es el hombre.»
* * *
Toda representación, desde la más simple hasta la más compleja, aguarda por su intérprete. En los mentideros de cierta intelectualidad oscura, alimentada en el submundo del Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda, el nombre de Prohaska comienza a merecer una atención nada inocente. Quién es ese muchacho, reclutado por el señor Haas, capaz de convertir un material tan prosaico en una película hipnótica, se preguntan algunos de sus superiores tras visionar la cinta filmada dentro del Heinkel 111. Así que la burocracia vertical se pone en marcha y Prohaska es llamado a despachos donde la convicción de que es posible reescribir la vida de hombres y pueblos constituye el abecé cotidiano. Allí, por boca de jefes educados y deliciosamente perversos, que han leído con disciplina a Rosenberg y que cada noche se acuestan con Maquiavelo, Prohaska tiene noticia por vez primera de los planes que Hitler reserva para la vieja Europa: extensión de fronteras, depuración cultural, una flamante Weltanschauung. Mientras las cancillerías europeas proponen cócteles, pierden energías en reuniones bizantinas y celebran con espíritu deportivo la resurrección de la Europa anterior a Versalles, Alemania y su Führer devanan, como arañas industriosas, una política agresiva cuyo objetivo último es la reforma del mapa terráqueo y la conversión del añorado Sacro Imperio Germano ante el que un día Prohaska pintó al señor Kuntz en un juguete minúsculo en comparación con el Tercer Reich. A Hitler y a sus adláteres se les pueden negar muchas cosas, pero desde luego no se les puede acusar de falta de imaginación. Banderitas rojas y amarillas comienzan a ser clavadas en territorios que ya han perdido o pronto perderán sus sentidos habituales: Austria, Bohemia, Moravia. El antiguo cabo tiene un ojo puesto en el Mito y otro en la Historia. También él, a qué dudarlo, sabe de la fuerza de los arcanos. Y hombres como Prohaska, capaces de transformar el sentido de las imágenes, serán imprescindibles para semejante propósito. Amanece la hora de los hacedores de símbolos. La máquina sagrada del Estado necesita constructores de parábolas. Es tiempo de cosechar.
* * *
Entre tanto, Prohaska se convierte en padre. Para alguien que ha hecho de la imagen su bálsamo y su furia, un hijo constituye un océano inagotable. A través del ojo paterno, la mitología de la carne nacida de la carne se vuelve ofrenda y arrebato. Quizá por eso, y contra todo pronóstico — e incluso contra el sentido común de los tiempos—, Prohaska decide crismar a su pequeño con el nombre judío de Baruch, esto es: Bendito. Hay comarcas de alegría a las que la palabra no llega. Sólo las sucesivas, agotadoras representaciones del niño Baruch, alcanzan a celebrar en todo su esplendor la dicha de su padre. También, por descontado, sólo esas imágenes lograrán indicar la insondable pena de su progenitor cuando la enfermedad se lo robe. Contemplando los trabajos de Prohaska en que Baruch aparece, el espectador comprende el fervor que movió la paleta de quienes representaron al Niño Dios de los cristianos, el milagro de ternura de las encáusticas de los infantes muertos de Al Fayum, el respetuoso asombro con que los escultores egipcios impetraron a los hijos de Akenaton y Nefertiti. Pero también puede imaginar el dolor para el que no quedan imágenes que acechó a los padres de los niños arrasados por la guerra en Polonia, en España, en los pudrideros de Auschwitz. Las representaciones del amor mencionan la escasez al mostrar la abundancia. Celebrar mediante una imagen la vida puede ser, en ocasiones, la mejor manera de recordar su pérdida. Cada lienzo desde el que un niño sonríe recuerda a los niños que apenas amanecieron; cada fotografía de un niño feliz oscurece el rastro de quienes perdieron todos sus juguetes; los niños que corren sucios y alegres en las películas del neorrealismo italiano o en los clásicos del Hollywood de los años cuarenta son el contrapunto de una infancia enterrada en el lodo y la sangre de los invisibles. Prohaska recoge en Los ojos vacíos el único poema que se permitió dar a la imprenta. Su título, Kindertotenlieder, «Canciones a los niños muertos», es sumamente explícito. Sus treinta y siete versos merecen ser reproducidos:
Kindertotenlieder
I
No supimos que eras un ángel hasta que seguiste flotando en la memoria una vez tu sangre se hubo evaporado.
II
Los niños que mueren sin ver el mar.
Los niños que mueren antes de que sus dientes florezcan.
Los niños que mueren sin pronunciar palabra alguna.
Los niños que pasan del blando prólogo de la placenta
al negro epílogo de la tierra sin leer lo que estaba escrito en el libro.
III
Yace mi hijo en tierra como yaciera Patroclo a los pies de Aquiles: florecido, hermoso, fluvial pero derrumbado. No tengo aquí escudo con el que combatir, Troya sobre la que derramar mi ira o dioses a los que maldecir.
Sólo vergüenza de seguir vivo.
IV
Algunos pueblos entierran a sus niños con óbolos de plata en los párpados y espliego bajo la lengua, para que paguen a su cicerone en el otro mundo y esparzan en derredor suyo
un rico aroma a verano.
Nosotros los escondemos en cofres sellados, sepulcros herméticos, fatídicas catedrales de silencio desde donde llorarlos sin que ellos nos oigan ni vean. Qué humillación siento ante tan horribles casas.
V
Al nacer pesa tan poco que el fiel de la balanza apenas se mueve. Pero al partir es el fiel de la cordura el que se rompe.
Baruch Prohaska muere en Berlín, víctima de meningitis, el 17 de agosto de 1939, el mismo día en que se estrena El mago de Oz en Estados Unidos. Tiene quince meses de vida, la edad en que una liebre es considerada adulta. Nunca calzó unos zapatos rojos mágicos ni oyó hablar del camino de baldosas amarillas. Quizá, como a su padre años más tarde, la Bruja del Este le hubiera causado una rara sensación de piedad.
* * *
La muerte de Baruch opera en Prohaska una explosión de actividad, como si sólo encerrándose en una labor exhaustiva se pudiera mantener lejos al fantasma de la locura. No existe en alemán una palabra para designar a los padres que han perdido a sus hijos. Existe, sin embargo, la expresión «verwaiste Eltern», que podría traducirse como «padres que se han quedado huérfanos». Tampoco en español existe una palabra que designe al padre que ha perdido a su hijo, salvo lo que la Academia denomina un uso «poético» del término huérfano. Es como si el lenguaje, ante el dolor más grande que existe en el mundo, no se atreviera a nombrarlo más que mediante perífrasis o encubrimientos. No hay un vocablo exacto, unívoco, para designar una pena tan absoluta. El lenguaje es aquí pudoroso. Apenas dos semanas después de enterrar a Baruch, Prohaska llega a Danzig. Durante la campaña polaca filma incansablemente, rollos y rollos de película que, en opinión de Stelenski, afianzan la predilección de Prohaska por una imaginería descarnada y constituyen, a efectos prácticos, un corpus inmejorable para descifrar el entusiasmo con que Alemania se abalanza a la conquista de Europa. Prohaska filma desde tierra, mar y aire. A él debemos las últimas imágenes de la romántica caballería polaca, despedazada por los Panzer en un combate desigual e inarmónico, donde los viejos centauros se apagan ante las flores de hierro de la ingeniería sin dioses; a él debemos la visión dantesca de un Báltico en llamas, asediado por la flota alemana fijada en su horizonte como una avalancha estática; a él debemos la visión de los racimos de bombas como una cornucopia salvaje derramada sobre el mapa de Varsovia, labrando en el surco de la Historia las nuevas runas de un poder abrasivo. Todo cabe en la lente de Prohaska durante aquellas jornadas: soldados sonrientes, mandos ufanos, civiles con los ojos vacíos de las estatuas, perros que llevan manos entre sus fauces, ruinas humeantes entre las que niños de la edad de Baruch dan sus primeros pasos, queserías en llamas, caballerizas con animales tendidos entre los sacos de cebada y heno como en una postal de miedo y ceniza, lactantes desamparados en brazos de militares absurdamente jóvenes, cielos manchados por la tinta negra de los antiaéreos, ofrendas florales de
inesperadas valquirias, topónimos imposibles que en boca del invasor se convierten en risibles trabalenguas, catres de campaña dispuestos junto a bandadas de gansos, el asombro y el miedo, la bestialidad y la alegría, el raro, vertiginoso diorama de la guerra hecho materia de la lente, contenido en el ojo del hombre que ha cruzado una frontera para escapar del país del hijo muerto, enemigo que esconde entre sus ropajes no el deseo hostil de la posesión ni el alivio considerable de la rutina, sino el simple, fatal, humano anhelo de olvidar mediante el obsceno expediente de mirar.
* * *
Tras los funerales por su madre, a los que Prohaska llega tarde, sobrevive aún el dolor por la pérdida de Baruch. La madre muerta no conoció nunca al nieto muerto. El diálogo entre ambos cuerpos es sólo posible gracias a la figura del hombre intermedio, que guarda duelo como hijo y como padre, y en el cual confluyen, como carnes absurdas, una vida agotada y una vida dilapidada. No hay comunión posible, pues, entre ambas pérdidas, pues aquélla nace de la satisfacción del tiempo vivido, mientras ésta procede de la ciega y oscura determinación de un azar sin ternura. Ante la tumba del mar del Norte, Prohaska cancela los vínculos con el pasado y descree de los lazos del presente. Su fe en los hombres abdica allí definitivamente, con la codicia de los despechados. En sus manos, como ofrenda última, lleva los Veintiuno de Varsovia, los dibujos de la vela que se agota y el perfil de la madre. Con un gesto que aspira al sentido pero golpea en el vacío, podemos irarlo allí, depositando sobre la tumba materna ese tardío fruto de una relación compleja, de la que el amor desertó muy pronto. Prohaska se agacha ante la lápida espartana y simple, posa el cartapacio atado con un lazo blanco y respira el aire salobre en el que tantas veces añoró el aliento del padre muerto y las caricias de la madre hostil. Su hermano, unos pasos detrás, contempla a ese extraño del que en realidad nada sabe y busca una palabra que no llega. Es inútil. Hace años que el benjamín de los Prohaska partió hacia comarcas de desconsuelo. El silencio que los rodea, apenas roto por el llanto de las aves,
desmiente toda tentativa de afecto. Cuando horas más tarde Prohaska parta de nuevo hacia Polonia, su hermano rescatará de la tumba de su madre el homenaje que su hijo menor le ha rendido. A él debemos que esos dibujos no hayan sido alimento de la arena y de los pájaros.
* * *
Rutinas de la carnicería. A poco que se indague en el curso de la Historia, y advertidos de que la idea de progreso es una patraña, puede acatarse sin escándalo que la indiferencia es la clave de bóveda que garantiza la cordura de nuestra especie. Casi todos aquellos que han pasado por la experiencia de los Lager o del Gulag han incidido en ese aspecto. Lo más asombroso desde el punto de vista de la razón no es la conversión del cuerpo humano en oficina para matarifes o la degradación del individuo a dígito, sino lograr que, en semejantes condiciones de pesadilla, la maquinaria intelectual y afectiva del prisionero se oriente en la dirección de la supervivencia. Vivir, aunque el precio para ello sea la suspensión de toda forma de credulidad. Un fotógrafo y cineasta de guerra como Prohaska hubo de asumir muy pronto que ese era el nudo gordiano de su profesión. Que juzgar, permitirse un juicio, lo condenaba a la parálisis. El argumento es de Stelenski, empeñado en buscar una salida al dilema que la vida de su amigo plantea: ¿cómo amar a un hombre que no sólo estuvo del lado del Monstruo, sino que, consciente y fielmente, alimentó su imaginario? ¿Se puede defender la obra de alguien que filmó ejecuciones con tiros en la sien, ahorcamientos de niños de ocho años, vivisecciones en embarazadas, inmersiones en tanques de agua helada o amputaciones sin anestesia para investigar los umbrales del dolor, y que hizo todo eso sin emitir una queja? ¿Puede haber piedad, comprensión, afecto para alguien que, como el ojo divino, se conformó con dejar al libre albedrío de los demás las consecuencias de sus actos? ¿Merece la obra de Prohaska el espacio de un museo o sólo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos, que debería haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg? «La desnudez del mundo invita a que alguien la capture», escribió Prohaska en
Al dictado de un dios cruel. «Pero la insatisfacción permanente del hombre, su ansia implacable de razones, es la que exige que alguien la interprete. Ahí», concluye el contemplador del Reich, «en la funesta manía de explicar, se esconde el origen de nuestro concepto de culpa.» No es sencillo satisfacer la duda que nos corroe al leer estas líneas: ¿habla un cínico o un sabio? ¿Un pesimista razonable o un asesino odioso? ¿Una víctima o un verdugo?
* * *
El tiempo se acelera como un reloj ebrio. A Polonia le suceden Francia, Bélgica, Holanda, Noruega, Grecia, Rusia en el verano del 41. Ubicuo como el ángel de Klee, que contempla con sus alas desplegadas las circunstancias del derrumbe de las obras humanas, ansioso por volar y a la vez cautivo del vendaval de la Historia, Prohaska está presente donde el acontecimiento se hace signo, síntoma, metodología del desastre: la caída de París, Saturno devorando los Países Bajos, los fiordos convertidos en mataderos, la Hélade de Leónidas, Píndaro y Platón sometida al logos del nuevo Emperador, la Operación Barbarroja a la conquista de la Asia bárbara y sus improbables límites son los mojones de una ingeniería arrogante. De norte a sur y de este a oeste, Prohaska, cámara al hombro, con sus trebejos de fotógrafo y pintor, procede a dar fe del aullido del hombre y del silencio de los dioses. En todos esos teatros siente el mordisco de la ausencia de Baruch y escribe incansablemente a Heidi: cartas de amor, apenas veladas por la rutina del trabajo diario, en que como un gnomo aplicado advierte la labor titánica que lo rodea: países engullidos como quien devora un pastel, pueblos en tránsito hacia un nuevo orden, disciplina implacable de quien asiste a la redacción de la Historia in situ, a pie de obra, oyendo el discurrir sobre el papel de la pluma de los poetas a sueldo. Las cartas están trufadas de imágenes del aquelarre: a las afueras de Cracovia, en tendejones inmundos, muchachas a las que la vida les tenía reservada un hogar lleno de niños fragantes y luminosos se ofrecen a cambio de patatas y tocino rancio: Prohaska las filma; en la llanura tediosa de Bélgica, como pinturas
capturadas por la mirada precisa de un maestro flamenco, familias enteras huyen llevando en sus carros piaras de cerdos, ajuares manchados, los emblemas de un éxodo sin esperanza: Prohaska las fotografía; a los pies del monte Athos, vedado a las mujeres y célebre por el talento de sus iconos, monjes meditabundos y desasistidos filosofan sobre el ocaso del tiempo que les toca vivir mientras Zeus, en las alturas, languidece como un tribuno sin senado: Prohaska los pinta. Se devora carne de caballo muerto en la estepa ucraniana, se canjean tesoros nacionales por paquetes de cigarrillos alemanes a las puertas de Kiev, la vida se cancela resuelta en una ecuación perversa en cada parada de postas del inmenso cielo soviético: Prohaska entrevista a sus protagonistas y destila en páginas llenas de detalles sórdidos su experiencia del desastre. Heidi, desolada y casta, madre sin hijos y esposa sin marido, lee esas cartas en un Berlín tribal y ceremonioso, que celebra con música wagneriana y desfiles que recuerdan a la Roma de los césares la caravana del horror. En ese tiempo brutal, en que la vida se convierte en una moneda roñosa, una mujer abandonada a su suerte se convierte en la corresponsal muda de un prisionero de las imágenes. Ambos, dignos y desesperanzados, alimentan la crónica de un tiempo en fuga: las llamas los cercan mientras, como pigmeos, ambos danzan alrededor de la hoguera frente a la que se devana la vieja canción del mundo. De fondo, intolerable, el preclaro rumor de las matanzas.
* * *
Paradójicamente, la muerte de la belleza constituye uno de los momentos capitales en la historia del arte. El dadaísmo, Duchamp y los surrealistas, «los asesinos delicados», son la avanzadilla que masacra a la bendita palabra. El mundo se vacía de su esencia mágica, como ropa tendida al sol, aunque la carcasa que queda, el pecio flotante, se llena de ironía, burla y juego. Mientras Eróstrato, al quemar el célebre templo de Artemisa en Éfeso, sólo logra magnificar la estatura de la obra destruida, la escritura automática, el elogio del disparate y la conversión de un urinario en pieza de museo rebajan muchos grados la temperatura de la belleza. Sin embargo, al tiempo que la consideración
irónica del gesto creativo, los homicidas de la belleza inoculan en el organismo de la historia del arte un cuerpo extraño y, a lo peor, inesperado: la prosa del mundo, su fealdad irrebatible, el hecho de que, junto al asombro y la maravilla, habiten el pelo y la mierda, el fango y el pus, el moco y la víscera, sustancias acerca de las cuales el anciano Parménides preguntó al joven Sócrates si debíamos acatar que existiera una idea que las resumiera. En ese sentido, Prohaska recuerda a un artista primitivo, anterior al nacimiento de la propia idea de arte, pues recupera para el oficio su más antigua función: mostrar el mundo tal y como sucede, no tal y como desearíamos que fuera ni tal y como soñamos que debería ser. No en vano, si en Lascaux sólo hay arte desde la mentalidad del hombre moderno, para que llamemos artista a Prohaska debemos acatar que ya vivimos en un mundo poshumano o en las postrimerías de lo humano. Así, en un tiempo en el que el maquinismo hace de su disciplina virtud, Prohaska posee algo de un heraldo que anuncia sin trompetas el Apocalipsis de los siervos.
* * *
Y tras Kovno, el silencio. Desde agosto de 1941 hasta mayo de 1942, Prohaska desaparece. Nadie sabe de él durante esos meses; nadie ha podido conjeturar dónde estuvo, qué hizo ni por qué se mantuvo oculto en ese periodo. Ni su esposa Heidi, ni su amigo Stelenski, ni el Ministerio para el que trabaja aportan datos acerca del paradero de Prohaska. Sencillamente, se evapora. Es tentador suponer que el horror de Kovno, reflejado en la película que vi en Vilna, obliga a Prohaska a unas vacaciones de la locura, aunque ulteriores trabajos suyos, en Dachau por ejemplo, muestran una violencia igual o mayor a la presenciada en Lituania. El historiador debe suspender aquí su juicio y reconocer que nada sabe a ciencia cierta de los pasos y andanzas del artista durante ese periodo. Es uno de los enigmas más hondos de la vida de Prohaska, una vida rica ya de por sí en misterios. ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué esa desaparición? ¿Y por qué, más tarde, regresar a la luz y a las imágenes? ¿Qué pensó Prohaska durante esos meses? ¿A quién conoció y dónde vivió? ¿Cómo
logró, cuando decidió regresar al mundo, no tener que rendir cuentas ante sus superiores y sobrevivir indemne? ¿Existen obras suyas fechadas entre agosto de 1941 y mayo del año siguiente? Si las hay, nada sabemos de ellas. En ninguno de sus escritos hay referencia a esos meses. Ni una palabra. Ni una alusión. Nada. Un silencio opaco, denso, negro, como una película sin revelar o como una caverna oscura, que ninguna antorcha logra iluminar. Da pavor asomarse a esos días, porque uno siente que en ellos hay claves decisivas para comprender ciertas cosas, pero el muro es impermeable, ninguna munición lo traspasa. Tantas noches me ha desvelado este enigma, que al final la imaginación se ha impuesto a los hechos, y me he abrazado como un náufrago a una consideración absolutamente improbable, aunque por ello, al tiempo, imposible de refutar. Entre agosto de 1941 y mayo de 1942 median nueve meses, el tiempo de la gestación de un ser humano. Muerto entre los muertos de Kovno, hundido en el lodo de la masacre mientras redacta ese Prohaska me fecit en su película de tres minutos y veintisiete segundos, Prohaska transcurre en un limbo sensorial, mudo, ciego y sordo, ajeno al discurrir del mundo y sus afanes, como un oso que hibernara a la espera de mejores tiempos. Cuando el sol de mayo lo trae de nuevo a la vida, Prohaska es un resucitado, alguien que ha cruzado al otro lado, ha frecuentado los Campos Elíseos y ha regresado de allí investido de pena y algo parecido a la sabiduría. Quizá no sea más que una ensoñación, pero es cuanto poseo para explicar lo inexplicable.
* * *
Llegará un día en que cada centímetro del planeta habrá sido fotografiado o filmado. El mundo, su física más inmediata, la del paisaje, habrá quedado completamente expuesto. Lo que su desnudez revelará es un enigma. La exposición impúdica de un cuerpo, incluso de uno tan enorme como la Tierra, acaso implique su pérdida de sentido. Vale decir que la pornografía, convertida en norma, destruye cualquier dimensión topográfica que pudiera poseer y se convierte sólo en visión panóptica: sin dentro, sin recodos, sin misterio. Al contrario, el efecto de una desnudez tan rotunda es enervante. Al fin y al cabo, es
cierto que la fascinación por la desnudez es una prebenda de las razas vestidas. También arrancarle los velos a todo paisaje, hacer de la orografía una ciencia exacta del mirar, encerrar la presencia del clima y el agua en simulacros técnicos, quizá obligue a una consideración apática, desprovista de lujuria, de la naturaleza. Toda imagen ejerce una violencia sobre el objeto que captura al duplicarlo en un mundo paralelo. El objeto, hechizado por su copia, deviene otra cosa, doppelgänger que opera en su reproducibilidad una pérdida de su significado primordial y, a la vez, una proliferación de significados posibles. Las pirámides de piezas dentales que Prohaska filmó en los campos de la muerte revelan mediante su mera presencia una gramática inquietante: mostrar resulta infinitamente más poderoso que decir, aunque a la vez sólo la existencia de un contexto faculta que esas imágenes generen un escalofrío. Prohaska no filosofó en exceso sobre su tarea. Sus tesis al respecto se mueven entre cierto sentimiento de incomodidad por formar parte de una maquinaria perversa y un distanciamiento escéptico que parece más propio de un Eichmann de la imagen («Me limitaba a cumplir órdenes», podría haber dicho Prohaska en el juicio de una Jerusalén paralela) que de un fotógrafo del pánico.
* * *
Cuando, semejante al Wakefield de Hawthorne, Prohaska regresa a su domicilio de Berlín, Heidi Knörr se desploma sin ruido. El hombre al que recibe en su casa vacía de llantos de niño se parece demasiado a los escombros del hombre al que ama como para no sentir que la vida le está gastando una broma macabra. Heidi descubre ese día el significado de la expresión «ruina humana». Se suceden semanas en las que Prohaska, como el niño rescatado de la muerte entre las dunas del mar del Norte, retorna a la vida con lentitud. Como alguien que recreara los arbitrarios signos de un idioma que un día fue el suyo y luego olvidó, Prohaska reemprende las viejas sendas y el verano de 1942 lo encuentra ya recuperado. Ha ganado peso, ha vuelto a pintar, ha recuperado la sonrisa. Pero sobre el interludio de los nueve meses de ausencia, ni una palabra. Heidi
calla y su marido agradece el silencio. El hueco que Baruch ha dejado entre los esposos comienza a llenarse. Heidi, sin embargo, se negará a un segundo embarazo. No hay constancia de que Prohaska lamentara semejante decisión. Anuente y fatal, el padre improbable rumia sin queja esa circunstancia. De hecho, otros dos asuntos son los que ahora preocupan al matrimonio rehecho: la cambiante suerte de Alemania en la guerra y la desaparición de Stelenski. Porque el mundo no se detiene. La rueda de la guerra conoce en 1942 un giro inesperado, decisivamente brutal, que una vez más convertirá a Prohaska en testigo de excepción, ojo ubicuo, presencia al otro lado de la lente. La llamada Conferencia de Wannsee, el 20 de enero, permite a los más feroces cachorros de Hitler bosquejar el plan de exterminio selectivo más radical de la historia de la humanidad, la Endlösung o Solución Final, enfocada al asesinato de todo miembro de la comunidad judía. Cualquier hijo bastardo de Lovecraft y Lautréamont, los mismos que hoy se dedican a la angeología, la demonología y el terror espúreo, resultan tan asépticos como la literatura de un prospecto farmacéutico cuando se los compara con la narración de un día entre los intelectos rectores del Tercer Reich. Cualquier novela de espanto puede muy poco ante los extravíos de la razón instrumental. La imaginación más sanguinaria palidece ante la prosa de los quince carniceros de la Endlösung, cuyos nombres, cima de la prosa de terror de todos los tiempos, merecen recordarse: Bühler, Joseph; Eichmann, Adolf; Freisler, Roland; Heydrich, Reinhard; Hofmann, Otto; Klopfer, Gerhard; Kritzinger, Friedrich; Lange, Rudolf; Leibbrandt, Georg; Luther, Martin; Meyer, Alfred; Müller, Heinrich; Neumann, Erich; Schöngarth, Eberhard; Stuckart, Wilhelm. Su decisión, punto de no retorno en la historia del maquiavelismo político, exige, por descontado, decenas, cientos, miles de técnicos. Y alguien al otro lado del discurso, donde no suceden las palabras, sino los hechos, alguien para quien las novelas y el archivo histórico no son suficientes, que deje constancia de que las cosas se han hecho adecuadamente; esto es: con eficacia.
* * *
El 13 de julio de 1942, por mediación de un gendarme sin duda bondadoso, Irène Némirovsky, escritora rusa en lengua sa y convertida al catolicismo aunque de origen judío, hace llegar a su marido, el banquero Michael Epstein, la penúltima carta que de ella conservamos. Camino de Pithiviers, campo de concentración francés desde el cual será deportada a Auschwitz, donde morirá, Némirovsky, con una entereza de ánimo trufada por cierta ironía, le hace llegar a su esposo tres peticiones: un segundo par de gafas (a lo que se ve olvidadas en un portafolio), libros y mantequilla salada. Es imposible no detenerse con un estremecimiento ante esta triple demanda. A la luz de los acontecimientos posteriores, la carta de Némirovsky constituye uno de esos frutos ingenuos y al tiempo aterradores del individuo sometido al devenir de los hechos. Unas semanas antes, el 5 de junio de 1942, un burócrata alemán, de nombre Willy Just, redacta la que es, hasta donde conozco, la prosa más transparente del mal del siglo veinte, su culminación inmejorable. La transcribo aquí con el mismo asombro con que la leí por vez primera:
Carta de Willy Just enviada al Obersturmbannführer Walter Rauff, 5 de junio de 1942
Cambios técnicos para mejorar los camiones de gas
Asunto: Modificaciones en los vehículos especiales actualmente en servicio en Kulmhof (Chelmno), y para aquellos en construcción. Desde diciembre de 1941, noventa y siete mil [judíos] han sido procesados («verarbeit» en alemán) por los tres vehículos en servicio, sin incidentes reseñables. A la luz de las observaciones realizadas desde entonces, se precisan, no obstante, las siguientes modificaciones técnicas: 1. La carga normal del furgón es por lo general de nueve por yarda cuadrada. En
los vehículos Saurer, que son muy espaciosos, la máxima utilización del espacio es imposible, no debido a cualquier posible sobrecarga sino a que la carga a plena capacidad afectaría a la estabilidad del vehículo. La reducción del espacio de carga parece, pues, necesaria. Debe ser imperativamente reducida en una yarda, en lugar de intentar la resolución del problema, como hasta ahora, mediante la reducción de las piezas cargadas. Además, esto incrementa el tiempo de la operación, por cuanto el espacio vacante ha de llenarse con monóxido de carbono. Por el contrario, si se reduce el espacio de carga y el vehículo se ocupa de modo compacto, el tiempo de la operación se puede reducir considerablemente. Los fabricantes nos comentaron que la reducción del tamaño de la trasera de la furgoneta provocaría una grave alteración del equilibrio. Mantienen que el eje frontal sufriría una sobrecarga. En realidad el equilibrio se restablece automáticamente porque la mercancía a bordo muestra durante la operación una tendencia natural a precipitarse hacia las puertas traseras, y se halla principalmente tumbada allí al final de la operación. El eje frontal no sufre, pues, ninguna sobrecarga. 2. La iluminación debe estar mejor protegida de lo que lo está. Las lámparas deben cubrirse con una rejilla metálica para evitar que sean dañadas. Las luces podrían eliminarse, ya que aparentemente nunca se usan. De todos modos, se ha observado que cuando las puertas se cierran, la carga siempre presiona con fuerza contra ellas [las puertas] tan pronto como queda oscuro. Esto se debe a que la carga naturalmente se precipita hacia la luz cuando queda oscuro, lo cual dificulta el cierre de las puertas. Además, a causa de la naturaleza atemorizadora de la oscuridad, los gritos siempre se producen cuando se cierran las puertas. Sería útil, por tanto, encender la lámpara antes y durante los primeros momentos de la operación. 3. Para facilitar la limpieza del vehículo, debe haber un sumidero cerrado en el centro del suelo. La cubierta del orificio de drenaje, de ocho a doce pulgadas de diámetro, debería equiparse con un filtro abatible, de modo que los líquidos fluidos pudieran eliminarse durante la operación. Durante la limpieza, el sumidero puede ser utilizado para evacuar las porciones mayores de suciedad. Las antedichas modificaciones técnicas deben habilitarse en los vehículos en servicio sólo cuando vengan para su reparación. Respecto a los diez vehículos encargados a Saurer, deben ser equipados con todas las innovaciones y cambios que el uso y la experiencia muestren necesarios.
El arco que dibujan estos dos testimonios —puro y afectuoso, emotivo en su candidez, en el caso de Némirovsky; inicuo pero al tiempo de una diafanidad deslumbrante en el de Just, pues no es fruto de una enrevesada operación del espíritu, sino de un lacerante cartesianismo— convoca el vértigo de la Historia y conforma la encarnadura del Mito. Me ira pensar que, mientras estos dos testimonios se redactaban, Prohaska era un peatón más o menos involuntario de ese mundo. Él conoció la intimidad de los campos, los filmó y retrató, los alimentó con sus dibujos. Las Némirovsky y los Just del siglo veinte fueron el paisaje cotidiano de Prohaska. Mujeres como Némirovsky pueden verse en sus trabajos en la Reverie de Dachau. Prohaska filmó sus esqueletos, fotografió sus cabellos, dibujó sus cadáveres antes de la incineración, con sus matrices abultadas por las inyecciones de yeso; hombres como Just también pueblan el trabajo de Prohaska: espíritus dóciles, en realidad poco o nada astutos, operarios del mal asertivos y eficaces, que sobrevivieron cuarenta, cincuenta o sesenta años a los informes que redactaban para los militares, veraneantes en Lanzarote o Malta, abuelos pacientes que acompañaban a sus nietos a partidos de la Bundesliga, jardineros de fin de semana que aplicaron la política de los quince de Wannsee con obscena fidelidad germánica, y a los que Prohaska documentó en aburridas películas en sus despachos de trabajo mientras bajo sus dedos, obediente y exacta, no corrían las cifras de la producción de acero o las hectáreas de bosque talado, sino la contabilidad fría de la demolición de una raza. No existe nada más inquietante que este doble cómputo de logros y pérdidas, las cartas a esposos desesperados y los informes a oficiales escrupulosos. Su simultaneidad resulta tanto más aterradora cuanto que discurre bajo un mismo cielo, un cielo sin duda vacío, y en el que el silencio de los dioses, paradójicamente, resuena con mayor fuerza que los coros angélicos o que cualquier percusión apocalíptica. La vida —sus pesares y su felicidad— se embosca siempre en los intersticios, no en las proclamas de los emperadores, sino en la cartas breves, tiernas y patéticamente humanas de novelistas a punto de morir o en los escrutinios puntillosos de funcionarios sin rostro. En efecto, no es en la plenitud de la marea ni en la bajamar transparente donde la vida acaece, sino en ese instante anfibio, que pertenece tanto al aire como al agua, en el que la marea parece dudar entre seguir subiendo o comenzar a retroceder.
En esos instantes indefinidos, que no son de Dios ni del Diablo, sino del hombre abandonado a su suerte, es cuando las circunstancias decisivas, lo que queda, respira con mayor fuerza. Y lo hace con branquias y pulmones, en una doble atmósfera en la que los actores se convierten en víctimas o en verdugos con sólo equivocar el paso. No en vano, y como en más de una oportunidad apuntó Stelenski, para qué iba a sentir Prohaska la tentación de hacer películas de ficción cuando él conoció, de primera mano, la obscenidad de lo real.
* * *
Bordados. Tramas. Argumentos. El hombre es un ser ganado por la búsqueda del sentido, quizá porque todo alrededor suyo conspira contra ese sentido. Aunque nuestra percepción, según escuelas como la Gestalt, ansía completar las figuras incompletas y se siente más cómoda con la melodía que con la disonancia y con el paisaje que con la catástrofe, lo cierto es que el mundo en torno, las formas que adoptan las cosas y sus relaciones, invitan a considerar el caos y el sinsentido como instancias primordiales. Robert Smithson, el célebre autor de la Espiral Jetty, explicó este desencanto del mundo mediante una memorable metáfora:
Me gustaría ahora demostrar la irreversibilidad de la eternidad usando un experimento vacuo para la verificación de la entropía. Imaginemos un cajón de arena dividido por la mitad, con arena blanca a un lado y negra al otro. Cogemos un niño y hacemos que corra cientos de veces en el sentido de las agujas del reloj por este cajón, hasta que la arena se mezcle y comience a ponerse gris; después hacemos que corra en sentido contrario al de las agujas del reloj, pero el resultado no será la restauración de la división original, sino un mayor grado de grisura y un aumento de entropía.
Contra toda sensatez, y como ya se ha insinuado antes en esta indagación en torno al misterio Prohaska, la vida del artista y de su amigo judío Stelenski constituyen un poderoso contraargumento frente a la dictadura del sinsentido.
* * *
Dachau, al norte de Múnich, está construido sobre los restos de una fábrica de pólvora. Inaugurado en la temprana fecha de marzo del año 33, Dachau no sólo es el primer campo dentro de la red de exterminio, sino que constituye el modelo ideal sobre el que los internamientos más eficaces copiarán su funcionamiento. Dachau es, en cierta medida, el Mercedes Benz del genocidio, el ejemplo a seguir, la metonimia exacta del horror nazi. Prohaska llega a Baviera en otoño del año 42, comandado por el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda con un objetivo preciso: documentar los experimentos de Sigmund Rascher, médico de la Luftwaffe empeñado en una serie de trabajos relacionados con el comportamiento y capacidad de resistencia de los pilotos de combate sometidos a alturas extremas. Rascher emplea para ello a prisioneros encerrados en cámaras de presión. Prohaska es el autor de las escasísimas imágenes en que se ve a estos desgraciados a los que el cráneo, literalmente, estalla en pedazos. Prohaska permanece en Dachau hasta finales de año, y allí se encuentra a su fiel amigo Stelenski. Las narraciones de este encuentro son dispares, dependiendo de que sea Prohaska o Stelenski quien lo transmita. Ello no es sorprendente, pues las circunstancias de ambos son muy diferentes. La lógica del observador y la del prisionero entran aquí en conflicto. Y aunque es difícil deducir de qué lado cae la verdad, es plausible conjeturar que, a su modo, ambos testimonios construyen una única realidad. El infierno se presta a varios narradores, ninguna perspectiva unívoca puede aspirar a agotarlo. Prohaska menciona el ajedrez como vínculo para el reencuentro; más prosaico, Stelenski menciona el hambre y la desesperación como desencadenantes del suceso. Que los haya reunido un gambito inesperado o la más pura aflicción,
importa poco. En Dachau, desconocemos por qué conductos, Prohaska arranca al director del campo, Teodor Eicke, la prebenda de que un prisionero le ayude en su trabajo de documentación. Ese prisionero no es otro que Stelenski, que a efectos prácticos se convierte en la sombra de Prohaska durante los meses que el artista vive en el campo. Sabemos poco de la relación que ambos mantuvieron durante aquel periodo. Stelenski confiesa haber visto cosas que ningún hombre debería ver, pero también concede que la protección de Prohaska le salvó la vida, al menos hasta que su amigo abandonó Dachau a comienzos del año 43. Se conserva una fotografía de Stelenski tomada el día de la partida de Prohaska: en ella un prisionero judío, flaco como un venablo, levanta su mano derecha hacia el observador. La mano izquierda, pequeña como la de una niña, reposa a la altura del corazón, en un gesto tierno y a la vez absurdo. Prohaska tomó la foto desde la ventanilla lateral de un camión de doscientas toneladas en movimiento. Al hacerlo, no podía saber que su amigo no sólo le sobreviviría, sino que algún día ayudaría a escribir su historia.
* * *
Tras Dachau y su macabra colección de estampas, Prohaska regresa a Berlín, hace entrega de las películas de cabezas reventadas como granadas y solicita su baja temporal del servicio, aduciendo fatiga mental. Un subalterno del Ministerio eleva su petición a las altas instancias. El 26 de febrero de 1943, el jefe del Tercer Negociado estampa su firma en el documento que, sine die, aplaza la reincorporación de Prohaska a su trabajo. Este documento marca el fin de su relación con el aparato de ilustración nazi. Inmediatamente después, entre el 1 de marzo de 1943 y el 28 de febrero de 1945, se embarca en su obra pictórica más ambiciosa. Museo de la infancia perdida es un fresco compuesto por setecientos treinta y un dibujos (el año 44 fue bisiesto) hechos a lápiz. La obsesión de Prohaska por la constancia alcanza aquí su cénit. Sin duda, es la obra que con mayor rotundidad informa del carácter metódico, disciplinado, abrumadoramente mecanicista y práctico del espíritu alemán. Desde Kiel, una de las ciudades más
septentrionales del país, y moviéndose siempre en el sentido de las agujas del reloj, Prohaska traza a lo largo de dos años exactos un periplo demoledor a propósito de las consecuencias de la guerra entre los niños. En esos dos años de calendario, Prohaska aborda una labor titánica. Cada día, entre el primer dibujo de la serie (Armin Vogler, siete años, muerto por difteria en Kiel) y el último (Katerina Brand, doce años, muerta por bomba incendiaria en Kiel), Prohaska dibuja a un niño alemán víctima de la guerra. Si se despliega un mapa sobre el conjunto de los setecientos treinta y un dibujos, puede irarse el movimiento de Prohaska sobre su tierra natal, siguiendo la lógica de una gigantesca esfera con punto de partida y llegada en Kiel y pasando por las poblaciones de Rostock, Neuruppin, Berlín, Dresde, Ratisbona, Múnich, Augsburgo, Heidenheim, Estrasburgo, Sarrebruck, Wiesbaden, Düsseldorf, Dortmund, Hanóver, Bremerhaven, Cuxhaven y Schleswig. La lógica es siempre idéntica. En papel de dimensiones estandarizadas, A3 mate de 90 gramos, de 29,7 por 42 centímetros, Prohaska retrata a un niño muerto. En la parte inferior derecha aparecen el nombre, la edad, la causa de la defunción y el lugar de fallecimiento; en la parte inferior izquierda, encerrado en un rectángulo de tres centímetros de ancho por seis de largo, el dibujante reproduce en tinta roja el marbete que me asaltó al contemplar la película de la masacre de Kovno: Prohaska me fecit. Los dibujos iten ser contemplados desde dos ópticas. La más obvia, la entomológica, nos acerca el espectro de la guerra con el furor de Otto Dix y el empeño de un anatomista de la Wehrmacht: niños con el cráneo abierto por efecto de fuego de mortero, niños con los dientes devastados por la piorrea y la falta de vitaminas, bebés con las fontanelas aún tiernas abiertas como flores de sangre, inocentes muertos de tifus, inanición o disparos en la cabeza, pequeños suicidas a los que Prohaska retrata con la soga al cuello. Una lectura más profunda, menos inmediata, simbólica si se quiere, invita a considerar Museo de la infancia perdida un homenaje al hijo muerto. Al retratar a todos esos niños que abandonaron el mundo antes de tiempo, Prohaska establece un diálogo en setecientas treinta y una teselas con Baruch, que falleció antes incluso de poder hablar. El arte de Prohaska satisface así, en esta colección implacable, el viejo anhelo de los enciclopedistas. Porque si por un lado funciona como una conversación de los vivos con los muertos, al mismo tiempo nos regala la evidencia, sombría
pero indiscutible, de que el arte constituye, sin asomo de duda, una forma de conocimiento y una práctica exhumatoria.
ADIÓS EN BERLÍN
Es su última fotografía alemana. El rostro del soldado ruso, inconfundible tras los pómulos tártaros y el gorro sucio y andrajoso, parece desnudo de emociones, aunque si se observa con atención, bajo la aparente máscara de indiferencia cruza un relámpago de piedad y asco. No es para menos. A su derecha, llevándola como un trofeo macabro, una niña de unos diez años, pero en cuyo porte los estragos de la guerra han borrado toda posibilidad de infancia, le tiende, como una Salomé inesperada, una cabeza humana. La de su padre, la de su hermano mayor, acaso la de un vecino. Todas las cabezas del Bautista son esa cabeza alemana, seccionada en los últimos días de la guerra, quizá incluso tras su final, pues la fotografía está fechada el 8 de mayo de 1945, un día después de que Alfred Jodl firme en Reims la capitulación ante los Aliados. Cuarenta y ocho horas después Prohaska partirá con Heidi de Berlín para no regresar a su país hasta diecisiete años más tarde. El artista tituló esta imagen Réquiem por nuestra dignidad. El soldado se llamaba Pavel Pavlóvich Kalianin. Murió en Moscú en la década de los setenta. Siguiendo su huella para documentar la obra de Prohaska, pude hablar con su esposa. Al final de la entrevista la mujer me hizo pasar al estudio de su marido, que en su vida civil había sido escultor, y me enseñó una copia de la fotografía de Prohaska, reproducida en la edición rusa de Los ojos vacíos. Según su viuda, Kalianin conservó aquel libro como prueba de la barbarie y la desolación vividas durante la guerra. «Como casi todos los hombres», me confesó,
mi marido fue un hombre bueno inmerso en una situación indeseada. Nunca pudo olvidar la mirada de aquella niña alemana ni el horrible trofeo del que le hizo partícipe. Sus noches, sus días, toda su existencia en definitiva,
concluyó la mujer aquel mediodía en un mundo nuevo, «quedaron marcados por aquella imagen en que el fotógrafo lo capturó». Le pregunté a la viuda si alguna vez su marido le habló de la persona que estaba al otro lado de la cámara. Pero Kalianin no lo hizo, reconoció ella, o al menos nunca quiso hacerlo. La enormidad del instante impedía recordar cualquier otra cosa que la fuerza del gesto. Porque el horror, qué duda cabe, es su propia expectativa.
TRABAJOS Y DÍAS DE PROHASKA (1946 - 1962)
Cuando se ha convivido tanto tiempo con la sombra de un hombre como yo lo he hecho con la de Prohaska, se corren varios riesgos. En efecto, desentrañar la verdad de una vida es una batalla perdida desde el inicio. Aspirar a revelar el entramado causal que organiza una existencia es como intentar llenar un cubo sin fondo: el agua se derrama fuera. Todo «por qué» es inútil. La esterilidad en las respuestas no es la excepción, sino la norma. La vida de Prohaska, como la mía propia, su perseguidor, su escrutador, su vigía, resulta inajenable de los hechos que la conforman. El problema es que tampoco esos hechos responden a una red comprensible, sino que apenas satisfacen una voluntad superior, inmanente pero irracional, indescifrable. Prohaska se tendió en la cama de su alemanidad porque ya se la encontró hecha; Prohaska se tendió en la cama de su orfandad porque ya se la encontró hecha; Prohaska se tendió en la cama de la masacre de Kovno porque ya se la encontró hecha. Nacer alemán en 1914, carecer de progenitor al nacer y encontrarse en Lituania en 1941 no son circunstancias que se eligen. Suceden, y eso basta. El resto es interpretación; es decir, hipótesis. Hay testimonios, cierto, y mapas, cierto, y documentos, muy cierto, pero la búsqueda de una causalidad acaba desembocando en las aguas de la casualidad. Todo ha sucedido de manera irrevocable y fatal, pero nada resulta tan irrevocable y fatal como la certeza de que las cosas podrían haber sucedido de otro modo. De que Prohaska podría haber nacido en la Rusia zarista o en la España de los Austrias; de que podría haber sido hijo único de rentistas satisfechos y poco o nada escrupulosos con su fe; de que en Kovno, en el verano del 41, podría haber estado de cara frente al muro, ser uno de aquellos desgraciados a los que los del Einsatzgruppe A disparaban sin especial inquina, con una eficacia exenta de emoción. Durante largos, agotadores años, he seguido el rastro de un sueño. No creo haber encontrado gran cosa. O sí. Quizá persiguiendo el enigma de Prohaska haya estado haciéndome preguntas acerca de mí mismo, de mis convicciones y anhelos, de mis miedos y de mi precio como hombre bondadoso o malvado, intentando rastrear en sus gestos mi propia inarmonía, mi absoluta falta de criterios decisivos para discriminar lo contingente de lo necesario, mi animalidad absurda y pusilánime. Porque de esta excursión a los rincones y oscuridades de un hombre sólo me ha
quedado una evidencia: que el daño, el dolor y la culpa son los únicos absolutos que existen. Y que nada en esta vida mensurable y llena de registros, aunque al tiempo sorda a nuestros deseos, puede disipar el misterio y la negrura primordial en que transcurrimos.
* * *
Tras la huida de Alemania, la vida de Prohaska se convierte en una excitante novela de aventuras: falsas presencias, apariciones y desapariciones, brumosa volatilidad, quimeras y embustes, una suerte de cagliostrismo redivivo. Prohaska está en todas partes y no está en ninguna. Quien quiera seguir su pista tendrá que asumir que la biografía es tanto una rama de la literatura forense como de la literatura fantástica: detective y mago, hermeneuta y conspirador a un tiempo, al reescribir los renglones de la vida de Prohaska se tiene la sensación de formar parte de una conspiración o de una leyenda, como si alguien manejara a su antojo nuestra condición de ilustradores. De un lado, la vida; del otro, la obra. Ambas a menudo se rozan, pero en muchas ocasiones discurren sin tocarse, como cursos de agua que se precipitaran hacia mares distintos. Prohaska es un hombre que deja atrás un país vencido, una visión del mundo en ruinas y una paternidad aciaga. Ha visto cosas que muy pocos hombres soportarían sin perder el juicio, ha estado al otro lado de la cordura y de la ley, en cierta medida más allá del bien y del mal, en un mundo desquiciado, que en nombre de una ideología de la pureza ha mancillado hasta límites intolerables la condición humana. Gestionar semejante pasado es tarea para toda una vida, así que es plausible suponer que la fuga hacia ninguna parte de Prohaska constituye la ascensión de una escalera cada uno de cuyos peldaños va desapareciendo mientras se alcanza el inmediatamente superior. La imagen de la escalera que se desmorona detrás del caminante no es gratuita. Cada día en la existencia de Prohaska es un día ganado al recuerdo; es decir, a la posibilidad del olvido. Por ello, la obsesión por desaparecer físicamente se acentúa tras 1945. Ocultarse tras la obra se convierte, definitivamente, en la consigna. La tierra corre bajo los pies, el cielo es sólo un decorado, el mar un yelmo que no resuena: países, idiomas y credos son apenas fronteras mentales
que nada significan. El mundo es ancho y ajeno, y lo puebla gente desamparada. Prohaska es un adalid del simulacro y el ocultamiento. Y en su trabajo desencantado, obstinado y fatal, la raíz del siglo encuentra acomodo. Después de que el pensamiento del siglo diecinueve hubiera sentenciado a muerte a Dios, y después de que la ciencia y la tecnología del siglo veinte hubieran desmitologizado la Naturaleza, quedaba el arte como último reducto para el encanto, la magia, la fascinación. Prohaska es uno de los grandes terroristas de la última frontera. Viendo sus fotos, irando sus películas, rastreando sus pinturas, resulta difícil, por no decir imposible, aceptar que el arte pueda poseer una posteridad. Todo es testimonio, presencia brutal del hecho, sustancia ontológica de un mundo atroz y repulsivo. La inocencia del artista capaz de modelar belleza o verdad se cancela definitivamente tras la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces, en su peregrinaje por el mundo, Prohaska ya no combatirá con los fantasmas de la tradición, sino que se dedicará a dar fe del pánico y sus ropajes. De hecho, toda su desasosegante obra podría recogerse bajo un título asertivo: «Yo estuve allí.»
* * *
La experiencia alemana obliga a replantearse ciertos lugares comunes de la antropología oficial. Prohaska asume en su obra esta corrección del punto de vista de modo superlativo. El salvajismo no remite ya a un mundo físico, incontaminado por pautas civilizadoras, impermeable a los modos y usos de otras culturas, sino que la locura nazi propone una asombrosa inversión de los términos. Si aceptamos que salvaje es quien se regodea en el placer sensual que le provoca el dolor ajeno, entonces la pedagogía de Hitler convierte a los guardianes del legado espiritual de Occidente en el pueblo salvaje por antonomasia. «La Segunda Guerra Mundial», escribe Prohaska en Los ojos vacíos,
supuso para todos nosotros una inmersión en apnea en el mundo del terror. La guerra es la narración repetida de la Caída, la evidencia de que el Edén es sólo
un vestíbulo en el que no se puede permanecer para siempre. Hay que penetrar en la casa, en el palacio, en el templo, y descubrir que todas las habitaciones están decoradas con sangre.
Desde 1946, año en que encontramos a Prohaska en España, hasta 1962, cuando desaparezca en el mar, su trabajo no será más que la recreación, a lo largo y ancho del planeta, de las más refinadas, precisas y abrumadoras muestras de salvajismo que la especie humana ha sido capaz de urdir y manifestar. Y aunque siempre ha sido tentador identificar las palabras futuro, progreso e Historia, lo cierto es que una mirada desmitificadora como la de Prohaska, esa mirada sobre lo que Stelenski denominó «la prosa orgánica del mundo, el denominador común que anula todas las grandes y bellas palabras», demuestra que esta triple evocación, si no abiertamente falsa, resulta, cuando menos, capciosa.
* * *
España es, en 1946, un país triste. Si desde 1898, con la pérdida de las últimas colonias, el viejo Imperio ha entrado en fase de liquidación, con una vida social confusa y convulsa, abrigada por un anhelo de regeneracionismo que los hechos se obstinan en negar, el fracaso de la Segunda República y la humillación íntima de la Guerra Civil colocan a los españoles frente a un espejo que les devuelve una imagen gravosa, en vano eludida. Los pueblos que una vez fueron grandes y a los que la Historia convierte en pequeños recorren este proceso estremecidos por un sentimiento de culpa y bochorno. Y tardan décadas, si es que lo logran, en reponerse. El orgullo es la categoría histórica más tramposa que existe. Prohaska conoce en España un país devorado por el plomo de la autarquía, en el que conviven la verdad de las sotanas y de los generales africanistas con la mirada sombría del gigantesco Goya. Tierra afeada por la subordinación a los cachorros de Dios y al sosia de César, y resumida en el duelo a garrotazos que el Sordo mostró como deporte dilecto de sus compatriotas, Prohaska frecuenta el rencor del fratricidio y su huella poderosa, conoce un agro estremecido por la ausencia de recursos, asiste a una burocracia que ampara laureles cenicientos, se ira ante el folclore variado y riquísimo de un país que es mucho más que
pantanos y toros, pero al que la constancia de su desmemoria obliga a reconducirse hacia el tópico y la brutalidad. En sus fotografías (Prohaska no pintó un solo cuadro ni filmó un metro de película en los años españoles), los ángulos desmesurados del hambre en Extremadura compiten con los cielos cerrados y negros de Asturias; la fantasía enloquecedora de una Andalucía que sólo había sobrevolado desde la carlinga del Heinkel 111 dialoga con la burguesía despectiva de un Madrid convertido en capital del calvario; Cataluña es un enigma de payeses y voluntades cerradas; el País Vasco, un mundo inescrutable. Prohaska lee a Unamuno, Ganivet y Ortega, pero no entiende nada. Casullas y capirotes defenestran a la academia; el ojo ciego del legionario agosta el sol de las pinacotecas; Iberia es un lamento de esplendor perdido, memento mori del animal moribundo. Y lo que queda para el álbum de Prohaska son los cementerios expoliados, la hambruna innegociable, la miseria en los ojos de los vencidos, la debacle en la pedagogía de todos, el tren que descarrila y, al abandonar las vías, condena a varias generaciones de españoles a volver a casa andando. Amparados bajo identidades falsas, Prohaska y Heidi discurren como nómadas hasta 1950, cambiando de domicilio constantemente y dejando atrás el lastre alemán como un fardo pesado e intolerable. O no. Porque desde comienzos de 1946, el artista, preciso y contumaz, envía puntualmente, cada lunes de cada semana, una postal fechada en Alicante, Segovia, Zaragoza, La Coruña o Huelva a una calle del barrio de Kreuzberg, no muy lejos de donde hoy se alza el Jüdisches Museum de Berlín. Esas postales, que en recuerdo de la ya mítica jugada de 1933 van siempre encabezadas por el movimiento P4R, recibirán respuesta en el invierno de 1946, mientras Prohaska y Heidi documentan la vida miserable de los gitanos levantinos. El milagro ha vuelto a obrarse. Stelenski ha reaparecido. Y así, a una fonda de Valencia en la que el matrimonio sobrevive a base de arroz y lentejas, llega la respuesta escrita sobre una vista de Unter den Linden en la que un día dos muchachos felices celebraron su amistad, con un movimiento especular que invita a recuperar el tiempo perdido y a suponer, una vez más, que no todo ha sido en vano. P4R responde, pues, Jakob Stelenski a la postal de su amigo exiliado, y a vuelta de correo recibe en su domicilio berlinés mil seiscientos clichés fotográficos, un
memorando con instrucciones precisas y la promesa, fielmente cumplida hasta la muerte de Prohaska, de que el artista convierte desde ese preciso instante a su amigo en albacea de su obra. «Tú serás mi corresponsal en el mundo de los hombres», escribe Prohaska desde los adarves del castillo lisboeta de San Jorge, dos meses después del reencuentro epistolar. Ni una sola pregunta acerca de cómo sobrevivió el amigo judío al monstruoso escarnio de la Historia. Ni asomo de preocupación por la suerte de sus seres queridos. «Claro que Prohaska», puntualiza Stelenski sin rencor en su biografía, «cultivó siempre los beneficios de la elipsis.»
* * *
En mi escritorio, junto a las fotos de mis hijos y de mi esposa, al lado de carteles que reproducen pinturas de Roger van der Weyden y de Natalia Goncharova, compartiendo espacio con imágenes de Andrei Tarkovski y de Pierre Michon, en ese altar consagrado a los grandes y a los pequeños, a aquellos cuyo nombre la humanidad conservará hasta el final de sus días y a aquellos cuyos nombres sólo importan a unos pocos, ahí, entre la carne propia y la carne ajena, ahí, entre la sangre de mi sangre y la gloria de los elegidos, ahí, en ese espacio privado y único en que transcurren tantas de mis horas, conservo una copia de una foto de Prohaska. Jakob Stelenski me la regaló tras nuestra primera conversación, al saber que yo era español y cuál era mi ciudad natal. Es la foto de una boda. La boda de dos presos republicanos en una cárcel franquista. La boda de dos apestados. Prohaska la fechó en Gijón, en la cárcel de El Coto, en septiembre de 1949, poco antes de dejar el país junto a su esposa. (Menciono a Heidi porque ella aparece en la foto observando desde un lateral, a la derecha de la toma, al dúo protagonista. No los espía ni los escruta. Entiendo que tampoco los juzga. Sencillamente los contempla, imagino que con algo parecido a la lástima. O a la piedad. O a la vergüenza ajena.) La novia está embarazada; el novio se apoya en muletas. Tienen el pelo rapado, ambos. Y ambos miran al suelo, como si delante
de sus pies, de un momento a otro, fuera a abrirse la tierra. Visten ropas bizarras: él un traje imposible, construido con retales de ropas de otros presos, quizá incluso de alguna autoridad carcelaria; ella un remedo de clámide que más parece fruto de una fúnebre fantasía orwelliana: estoy tentado de escribir que lo que arropa su figura es una cortina a la que una funcionaria poco o nada exquisita ha sujetado unos imperdibles. Una banda azul ciñe la gravidez inocultable. La foto está tomada desde la perspectiva del sacerdote, de quien sólo vemos su tonsura matemáticamente recortada. Es la foto de una humillación mental y física, también moral. Es la foto de mi país el año en que nació mi madre, la que un día me traería al mundo. Y es una foto tomada en la ciudad en la que yo vería la luz veintidós años más tarde. Esta imagen, pues, me arroja a un universo pleno de significación. Su inagotabilidad es la inagotabilidad del mundo, contenida en el rectángulo en que esas pobres gentes son obligadas a contraer matrimonio. Porque esa foto, al entrar en diálogo con lo que yo aún no era pero llegaría a ser, con los lugares de los que procedo, me obliga a viajar en el tiempo hacia atrás, me comunica, como por arte de magia, con vidas que se cruzaron con las de mis ancestros. (Es tentador pensar que esa novia embarazada incluso podría ser mi abuela, aunque esa es una fantasía aquí ilegítima.) Prohaska nunca estuvo tan cerca de mí, de aquel en quien yo me convertiría un día. Su alucinada trayectoria por el siglo veinte nunca lo acercó tanto a mi red de rutinas, a mis puntos cardinales, a mis playas, a mis dunas, a mis cangrejos, a la infancia, tan distinta a la suya, en que mis anhelos y mis terrores se conjugaron: a mi propia experiencia del Norte. Porque esa foto, en definitiva, exige, merece, prohíja una serie de reflexiones que la convierten ya no sólo en un documento etnográfico, sino en un objeto familiar. Y porque quizá, en el fondo de esta reflexión, obra la prueba definitiva que invita a contemplar la trayectoria de Prohaska, su cine, su pintura, su fotografía, como un inmenso palimpsesto cultural que vincula, desde China a Canadá y desde Islandia a Sudáfrica, a los distintos espectadores. Pues al ceñirse a lo sucedido, al mostrar sin recato las circunstancias del mundo, Prohaska nos hizo a todos protagonistas de su viaje.
* * *
España, en cualquier caso, no es sólo un teatro áspero. Es también, consoladoramente, una lengua, y una de las más bellas que existen. Aprender español conduce al matrimonio Prohaska casi necesariamente al siguiente periplo de su viaje por el horror: el continente americano. Allí, a lo largo de la década de los cincuenta, recorrerán, de México a Chile, al gigante cautivo de su pasado y de su presente, ese lugar volcánico y urgente en el que, tantas veces, lo peor y lo mejor de la condición humana ha encontrado solar. Los nombres del pánico son enfáticos, operísticos, poseen un raro aroma a condotiero, llevan desde la pila bautismal el aura de hazañas tristes y sangrientas. Helos ahí, como una cábala alucinada: Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, Anastasio Somoza en Nicaragua, Gustavo Rojas Pinilla en Colombia, Carlos Castillo Armas en Guatemala, Alfredo Stroessner en Paraguay, François Duvalier en Haití. Los dictadores de la década, padres de la mística torturadora, genocidas con ínfulas a los que la añoranza de la madre, la fama o el reconocimiento convierte en arrancacorazones, curtidores de piel humana, suplantadores del dios. Si España fue la fotografía, América Latina significa el cine. De las películas que Prohaska rueda en esos años, sólo una se ha exhibido en festivales: Plaga, ambientada en la Nicaragua somocista. Filmada en blanco y negro, con sonido ambiente y los testimonios de sus protagonistas, Plaga es una película de inspiración kafiana, pues lleva como lema una intuición del genio praguense. En efecto —dice Kafa y corrobora Prohaska—, pertenece a la esencia de la plaga el que no se la escuche. Semejante paradoja es articulada por Prohaska mediante la narración alucinada e insoportable de una invasión de ratas en las zonas más depauperadas de Managua, capital del país. Sirviéndose de un montaje en paralelo, al modo de la escuela soviética, Prohaska construye dos historias en abîme que confluyen hacia un nodo evidente: frente a la visibilidad de las ratas, que devastan campos, asuelan edificios y devoran cuanto a su paso encuentran (hay imágenes aterradoras de niños atacados en brazos de sus padres, de perros que corren desesperados llevando sobre sus lomos decenas de roedores, de caballos cuyos ojos, belfos y grupas son una confusa masa de pelo negro y rabos inquietos), esa plaga a la que no se escucha que es el régimen de Somoza, su sordo y absurdo despotismo, devora cualquier
esperanza ya no de rebeldía o de lucha, sino incluso de dignidad. Las imágenes de los de la Guardia Nacional nicaragüense fumando perniabiertos frente a las riadas de ratas que infestan las calles de Managua es una metáfora más poderosa que cualquier plúmbea historiografía académica. Estatuas vigilando el alimento de las alimañas. Las lágrimas de Heidi Knörr, mostradas por su esposo ante las yacijas donde mueren en silencio los niños nicaragüenses, son algo más que las lágrimas de una madre. Su mirada, como la de las madres judías de los guetos de Varsovia, Venecia o Atenas, como la de las madres de las aplastadas ciudades soviéticas y alemanas, configuran un arquetipo del dolor que recorre como un calambre la estructura misma de la realidad. Porque hilo leve pero diamantino, indestructible a pesar de la distancia y el eco del tiempo, el sufrimiento de un pequeño país centroamericano se convierte en revelador de la vieja y angustiosa tenia que se alimenta de la sangre de los inocentes. Mito e Historia, una vez más, dialogan por boca de las ratas de Managua y los guardianes del orden impenetrable. Rehén de tantas cosas, Prohaska se impone desde un lejano rincón del mundo como testigo de cargo de la soberana sevicia humana. Los espectadores que en Karlovy Vary, Moscú o El Cairo vieron Plaga jamás han podido olvidar la estatura de su drama. Rattus rattus. Homo sapiens. Especies endémicas.
* * *
La apelación a los espectadores no es inocente. A partir de mediados de los años cincuenta, gracias al empeño de Stelenski, la obra de Prohaska abandona el anonimato y comienza a ser conocida en todo el mundo. El salto del trabajo de campo al museo convierte a Prohaska en un espectador asombrado de su propio recorrido. Un fragmento de Carta a los futuros
homicidas ilustra este hecho:
Estábamos en México, a punto de tomar un barco que nos llevaría a Haití, cuando [Stelenski] nos mandó un telegrama a nuestro hotel de Veracruz. En él nos decía que los Veintiuno de Varsovia habían sido adquiridos por el Consejo de Artes de Gran Bretaña para la colección permanente de la Tate Gallery. Fue un momento extraño. Recordé a mi madre, la invasión de Polonia, nuestra penuria sentimental, la difícil relación que siempre mantuve con aquella mujer que nunca me amó, a la que nunca amé. Y de pronto, tras la decisión de mi hermano, que había cedido a Jakob los dibujos, aquellas representaciones nacidas del drama de la guerra y de la añoranza de mi hogar perdido, merecían un lugar en uno de los principales museos del mundo para ser contempladas por otras personas.
No menos asombro causa a Prohaska la cifra por la que Stelenski ha vendido las obras. Es obscena. En varias vidas Heidi y él no serían capaces de gastar todo ese dinero. Marx dejó dicho que el dinero es el equivalente general, la mercancía donde el resto de las mercancías expresan su valor, el espejo donde todas las mercancías reflejan su igualdad y su proporcionalidad cuantitativa. El orgullo, el honor, la infancia convertida en libras esterlinas. Cabe imaginar a Prohaska rumiando las palabras del gran revolucionario junto al azul del Atlántico, esa lámina inmensa que, misteriosamente, vincula al niño alemán con el adulto exiliado en México. En su mirada, aquella extensión había de antojársele otra prueba más de la continuidad de la vida y del fecundo diálogo entre historia e Historia. Él y Heidi Knörr, abrazados en un puerto a miles de kilómetros del origen, pensando en las imágenes de la madre y la vela que se agota viajando hacia una pinacoteca londinense, ingresando en la eternidad del arte y las academias, haciéndose un hueco en la memoria colectiva de la humanidad. Y, sin embargo, quizá todo esto sea poesía. Es decir, ensueño; es decir, mentira.
* * *
Pienso a menudo en Heidi. Muchas veces, durante esta quest, en diálogo con la vida fabulosa del hombre sin rostro y de su guardián, en conversación con Prohaska y Stelenski, figuras centrales en esta pintura de desastres, Heidi parece ser apenas una muleta en la que la acción se apoya para avanzar, para progresar, para mostrar otros ángulos del relato, una colina simulada al fondo del paisaje, una arboleda amable en el horizonte del lienzo, el paraguas que protege de una lluvia impertinente. Y, sin embargo, cuanto más pienso en ella mejor comprendo que Heidi constituye un enigma tan grande y profundo como el de los hombres que la acompañan, que Heidi no es el tema secundario, sino la melodía triunfante. Porque Heidi es la figura que convierte a Prohaska en una antorcha humana, el ancla que lo mantiene ligado a un fondo sentimental y vivo, ajeno al escrutinio positivista del mundo, tan diáfano como frío. Qué no daría cualquier biógrafo por conocer los diálogos de alcoba, un dietario de viaje, el diccionario de veintiocho años de vida en común. Pero queda muy poca letra de esa aventura compartida. En los textos de Prohaska apenas hay consideraciones sobre su esposa, y casi siempre pasan por la experiencia común de una paternidad fracasada; Stelenski es también parco al respecto, como si su condición de amigo de la pareja conllevara el secreto de confesión; de Heidi no conservamos textos donde hable de su marido. Así que, una vez más, hay que acudir a la obra, hay que conocer y reconocer a Heidi a través de los ojos de Prohaska, hay que asumir cómo la muchacha suave, de altos pómulos y encarnadura blanda de 1934, se convierte en la presencia madura, ya domesticada por las rutinas, que aparece en las últimas fotografías que Prohaska tomó de su esposa, en el invierno de 1961, imágenes en las que documentó el paso del tiempo con singular destreza. Y entre medias, entre el esplendor de la juventud y el peso de la pátina de la edad, hay que atenerse al homenaje que Prohaska rindió a su esposa de modo obsesivo. Pero volvemos a errar. La obra sola no explica veintiocho años de turbación compartida, esa vida nómada, casi siempre expuesta, sin hogar ni techo, la aceptación de la soledad durante la guerra y la aceptación de la fuga constante a partir de 1945. La obra sola no alcanza a descifrar el núcleo alimentado por eso
que, a falta de otra palabra, seguimos denominando amor. No. Las lagunas en la narración son la pólvora que carga el gesto de la escritura. El oficio de historiador entabla otra vez diálogo con la extensión inabarcable del mitógrafo. Diseñar mapas falsos para operar un remedo de geografía, en este caso del corazón. Pensar en las habitaciones de hotel, en las pensiones infames, en los techos prestados en que Prohaska y Heidi transcurrieron; sentir en la boca el sabor de los alimentos inesperados, el ardor de los alcoholes sin nombre, la sed de décadas, la fatiga en los huesos, el asombro en los ojos; vestir las ropas que llevaron en países tropicales, el frío audaz de otras latitudes lacerando la piel, las formas que adoptaron el insomnio, la fatalidad, la alegría. Un matrimonio más allá de la dicha y su contrario, un voto hecho no ante dios alguno ni ante el tribunal de los iguales, sino ante la existencia gemela, desamparada y triunfante, que durante veintiocho años volcó sobre el mundo —a veces separados por el espacio, siempre unidos en su ánimo— el regocijo de un afecto nacido en las estancias de la juventud, solar y fabuloso, la herida imposible de restañar de la muerte de Baruch, cada día recordada, y, a partir de cierto instante, la loca carrera en todas direcciones, como si sólo en su pasión centrífuga, como pintores cuyos colores lucharan constantemente por escapar del lienzo, el un día joven cineasta del Reich y la maquilladora despistada de la UFA encontraran ya no consuelo, sentido o reposo, conceptos en el fondo intrascendentes, sino un decorado proteico pero edificante en su inexactitud, un paradójico no lugar que les permitiera conjugar en sus propias carnes el misterio infrecuente y nunca del todo comprensible de haberse escogido el uno a la otra, la una al otro, embarcados en el viaje siempre confuso en torno al reconocimiento. Heidi Knörr, pues, musa, cómplice, amiga: esposa. Lo que esa palabra significa. Esposa. Hay que repetirla cien veces para entenderla, empaparse de ella, metabolizarla: esposa, esposa, esposa. La contemplo en la fotografía que más iro de cuantas Prohaska le dedicó. Otoño de 1960. Cubierta del Tomas Jefferson, un trasatlántico que viaja de Nueva York a Yokohama, un mundo azul e insondable entre los viajeros y su destino. Es un día de sol, todavía de mañana, acaso entre la hora del aperitivo y el momento de la comida. Tumbada sobre una hamaca, Heidi rinde un sueño inesperado. Una frazada ligera la cubre en diagonal, dejando a la vista su hombro izquierdo. Su cabeza, levemente ladeada, reposa en ángulo con respecto a la tumbona, mostrando la indefensión y confianza propias de quien duerme ante personas conocidas. En su regazo, abierta como una flor luminosa, reposa la edición argentina de Las palmeras salvajes, la traducción de Borges para
Editorial Sudamericana que más de medio siglo después nadie se ha atrevido a mejorar, el libro feroz en que el mayor escritor del siglo veinte dejó escrito:
No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejará de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena.
La cámara se demora en los detalles: la cubierta rosa y azul, los dos motivos, recto el blanco, ondulado el negro, que cruzándose como aspas rezan «Colección Horizonte», la sobria tipografía de uno de los textos decisivos de la literatura de amor de todos los tiempos, la mano donde el anillo de casada de Heidi cubre el nombre de William Faulkner, los dedos con una cutícula asombrosamente cuidada, las muñecas frágiles, casi de niña, trazas de vello donde comienzan los antebrazos, ocultos como ramas resguardadas bajo la frazada. Y el rostro, sí. El rostro donde todo se intuye: la frente alta, despejada, sobre la cual se derrama el cabello abundante, lechoso y suave, partido en dos mitades exactas dentro del cráneo generoso; las cejas marcadas y ásperas, que hablan de una ascendencia celta, como una línea de hollín; los párpados llenos, abultados, sin duda carnosos, ojos de miope ahora sin gafas, palpitantes como tiernas pleuras detrás del beso del sol; la nariz chata, un poco totémica, plana y sin pecas; las mejillas rotundas, que prestan a Heidi un inequívoco aroma teutón; y sobre todo la boca, la boca que encierra el secreto de esta fotografía íntima y hermosa, esa boca entreabierta de la que candorosamente, como el sagrado aleph que vincula al mundo con sus motivos, escapa un hilo de baba, un gusano plateado y fugaz que Prohaska no ha omitido retratar ahí, en ese instante de pura entrega al sueño, al reposo, a la placidez, esa baba de la esposa que se convierte, alquímicamente, en la piedra filosofal que convierte esta fotografía en un trazo de amor indeleble, estremecedor en su espontaneidad: la saliva de la esposa, la boca amada, el sueño de aquella en que un día engendramos: el otro país natal de Prohaska, la carne de Heidi, la pena elegida.
* * *
Viajé a Japón siguiendo las huellas del matrimonio Prohaska, que vive allí desde los últimos meses de 1960 hasta abril de 1962. Durante ese periodo, por cartas a Stelenski y por fragmentos de algunos de sus libros, sabemos que Prohaska trabaja mucho, con su tesón y disciplina habituales. Días antes de dejar el país, como ya sucediera en anteriores ocasiones, destruye sin embargo la mayor parte de su trabajo, salvo las llamadas Llagas de Hiroshima, en que plasma su particular visión del holocausto. No en vano, fueron la experiencia de la Bomba y la vida y obra de Yosuke Yamahata, el primer hombre en fotografiar la desolación atómica, los impulsos que condujeron a Prohaska a Japón. Yamahata es el portavoz de una verdad incómoda, que hubo de seducir sin remedio a Prohaska. Sus fotografías del holocausto en Nagasaki, que han dado la vuelta al mundo y sobreviven en el imaginario de varias generaciones de japoneses, ponen sobre la mesa una evidencia incómoda: la representación de la vida y de la muerte es infinitamente más desgarradora que la vida y la muerte mismas. Ello sucede porque las imágenes nos dan las cosas, pero nos las dan en tanto que pérdida. Ahí radica la patética verdad de la imagen. La imagen está siempre por algo que fue, pero que ya no es. En mi estancia japonesa, seguí fielmente el itinerario de Prohaska, fijado en sus comunicaciones con Stelenski, así que desde Yokohama, donde el matrimonio llega a bordo del Tomas Jefferson, tomé un avión a Tokio, ciudad en la que Prohaska y Heidi viven casi medio año. Lo primero que llama la atención al viajero que llega a Tokio es el ruido, pero no su presencia, sino su domesticación. El ruido en Madrid, en Nápoles o en Marsella es hace tiempo un animal salvaje; en la ciudad más poblada del mundo, con más de treinta millones de habitantes si se incluye su extrarradio, se respira una paz más propia de una morigerada ciudad de la Vieja Europa, Oslo o Salzburgo, por ejemplo, que de la mayor megalópolis conocida. Los tokiotas hablan en voz baja, sus conductores circulan con extremada prudencia y los miles de trabajadores que se mueven por las estaciones de tren y metro lo hacen con urgencia de atletas, cierto, pero en silencio, como ectoplasmas. El corazón de la urbe palpita sin pausa, aunque sin estrépito, y la mayoría de obras públicas se ejecutan de noche, provocando un ruido de fondo parecido al que generaría un
fantástico electrodoméstico. Como los fumadores que se detienen en los puntos de reunión para apurar ensimismadamente su dosis, Tokio permanece atenta al recogimiento que cada uno de sus vecinos demanda. Esa es la razón de que, paseando por Ginza, el barrio donde se reúnen las primeras marcas del mundo de la moda, la tecnología y el lujo, una especie de Via Tornabuoni elevada a la milésima potencia, al visitante lo asalte la sensación de que, entre lo que ve y lo que oye, no existe correspondencia plausible. Es como llevar puesta escafandra en una boda. Esta escuela del silencio, esta vocación de una actividad no destinada al ruido, sino a la eficacia, revela una verdad más profunda, que Roland Barthes detalló en El imperio de los signos. El centro de las ciudades europeas y americanas siempre está lleno, es un abigarrado onfalos que aglutina el conjunto de valores predominantes: religiosidad (lugares de culto), poder (oficinas), dinero (bancos), mercancía (grandes almacenes) y palabra (ágoras del café y el paseo). Acudir al downtown es tropezar con la encarnación de una verdad social modificada a lo largo del tiempo y de las circunstancias históricas, ser partícipe de lo que Barthes denominó «la plenitud soberbia de la realidad». Pero Tokio, cuyas calles carecen de nombre y cuyos veintitrés distritos son otros tantos fascinantes ecosistemas, presenta una curiosa contradicción: todo su avasallador poder económico, toda la brutal objetividad de sus logros, todo «el anillo opaco de murallas, aguas y copas de árboles», esa asombrosa estructura vertical de férreas jerarquías y colectivismo anímico, gira en torno a un centro espiritual y, en ese sentido, vacío. Ese ombligo vacío, ese vórtice de mäelstrom que los taxis evitan como si fuera una gigantesca mancha de aceite, esa nada que purifica, sustenta y presta sentido a la abigarrada vida material del país, es el Palacio Imperial, en el que habita la destilación última del sueño japonés: el emperador y su familia, los invisibles. Escribe Prohaska:
En Japón, la espiritualidad no es un resultado ni un fin, sino un proceso, un medio. La gente habita lo espiritual, no lo anhela o lo persigue, al modo occidental. Este deseo, que ha dado pie a nuestros mayores desmanes, desde la depuración racial en Alemania al paraíso comunista en la Unión Soviética, me anonadó sin remedio mientras viví en la isla. Mis fotografías estaban vacías; en
mis lienzos sólo pintaba carcasas. El mundo había perdido sus manchas, su suciedad, la sangre primordial. Y, sin embargo, al mismo tiempo, la obscenidad de lo padecido por los japoneses, todo ese mapa de leprosos que la Bomba creó, insinuaba una diferencia de grado para la que ni siquiera mi experiencia en Dachau me había preparado: la delgadísima materialidad del átomo de Álamo Gordo había hecho volar por los aires la sacralidad del emperador. Mi fe en las proporciones, incluso en las proporciones más aterradoras, se tambaleó sin remedio.
Prohaska y Heidi residen en Hakone durante el verano de 1961. Preámbulo a los Alpes Japoneses y lugar de descanso del urbanita alienado, comer, bañarse y dormir en un ryokan de Hakone es una de las experiencias más placenteras que puedan imaginarse, especialmente cuando el Fuji vela en el horizonte con su imponente aspecto de yunque invertido. El Fuji es a la naturaleza lo que el David de Miguel Ángel es a la cultura. Aunque su imagen se haya visto un millón de veces, sólo al verlo se comprende su misterio, su irreproducibilidad. Sabemos que Prohaska lo pintó obsesivamente, cada día que pasó frente a él, aunque esos trabajos son parte de la obra destruida. El Fuji fue su montaña de Sainte-Victoire. Tras ese verano de asueto y paz, el periplo del matrimonio se vuelve eléctrico, mutante, proteico. El viaje hacia el corazón de Honshu, isla en la que se asientan las ciudades más importantes del archipiélago, los conduce a Takayama, enclave que sobrevivió indemne a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y en el cual se respira la paz que dibujan los inmensos arrozales, salpicados aquí y allá por tumbas ante las que resulta inevitable compadecerse de la mayoría de los muertos de Occidente, aprisionados bajo cemento en horribles camposantos. En el entorno de la presa de Mirobu, se esconde Shirakawa-go, aldea célebre por sus casas de techo de paja, cuya restauración, ejecutada cada treinta años, recuerda las ceremonias colectivas campesinas que John Berger recogió en Puerca tierra. Prohaska, que vive en Shirakawa-go los días más plácidos de su estancia japonesa, reconoce en varias cartas a Stelenski haberse emocionado ante este espectáculo comunitario, que anula la fuerza del individuo en beneficio de la pertenencia a un grupo. El epílogo a esta quietud maravillosa lo pone el viaje hacia el mar del Japón y la ciudad de Kanazawa, cuyo Kenroku-en enamora a Prohaska. En una carta a
Stelenski, fechada en otoño de 1961, el artista filosofa feliz:
Jakob, amigo, el pensamiento panteísta, subyacente tanto al budismo como al sintoísmo, conforma el núcleo emocional de la cosmovisión japonesa. La creencia en una comunión que trasciende los conceptos de animado e inanimado, orgánico e inorgánico, vivo y muerto, adopta en este privilegiado jardín ciertas formas de la belleza que, si me permites el anacronismo, incluso el mismísimo Sócrates, disfrutando del rumor del agua bajo los plátanos del Fedro, habría aplaudido con una emoción no muy distinta a la que hoy nos embarga a Heidi y a mí. Al lado de estos jardines, nuestro amado Unter den Linden es apenas un camino de carretas.
Dónde, es lícito preguntarse, ha ido a parar en estas líneas el documentalista del Reich, el voyeur de Dachau, el escrutador de la muerte. Aunque conviene no distraerse. La desgracia es contumaz, y aguarda a la vuelta de la esquina.
* * *
Stelenski, una vez más, se erige en portavoz de la vida dejada atrás. El hermano superviviente de Prohaska, el que asistió a su despedida ante la tumba de su madre, quien rescató para la historia íntima del arte los Veintiuno de Varsovia, el último vínculo con una edad mitológica, se suicida el último día de 1961 no muy lejos de la casa familiar, en un molino harinero dentro del que aparece colgado de una viga. En el bolsillo interior de su loden lleva una nota manuscrita: «No recéis por mí.» Su soledad desmiente el plural del mensaje, un gesto postrero de inútil coquetería. No queda nadie que musite una plegaria en su nombre. El final de una sangre despierta el hambre de arquetipos. El colapso de una
familia posee siempre algo de caída de la Casa Usher. Los caracteres se agrandan, adoptan ropajes excesivos: El Malogrado, La Sublime, El Mago. Cuando su hermano muere, Prohaska ha de advertir el avasallador peso de ser El Último. Quizá ese día contemple a Heidi con otros ojos, quizá al abrazarla piense con más fuerza que nunca en la vida breve e indolora de Baruch, el niño al que la enfermedad privó de continuar la cadena de logros y derrotas. Quizá a la mañana siguiente, el primer día de 1962, a la edad de cuarenta y siete años, Prohaska se percate con espantosa lucidez de que con él acaba la historia de su familia, de que está absolutamente solo en el mundo, de que todo lo que los Prohaska dejarán detrás será el rastro adherido a su nombre, a su obra, al sentido de su tarea. 1 de enero de 1962 en Japón. Siete horas de adelanto horario respecto a Alemania. Prohaska sorbe café, té o zumo de naranja mientras la nieve cae sobre Kanazawa y la voz de Stelenski resuena en sus oídos: «Tu hermano se ha suicidado.» Heidi aún duerme y los árboles parecen fósforos blancos. El mundo es espectral y renace. Pero el Año Nuevo no significa nada para Prohaska. Su calendario no es el de los cielos. Se detuvo en 1914, con la muerte del padre en Tannenberg; en 1922, caminando sobre la alfombra de arenques; el 17 de agosto de 1939, con la meningitis fatal de Baruch. Prohaska aparta el café, el té, el zumo de naranja. Su mano toca la superficie pulida de la mesa. La roña del tiempo adherida en cada poro saturado de experiencia. Cientos de miles de manos posadas sobre las mesas del mundo, depositando en ellas su calor, su sudor, sus olores. El hombre, convertido él mismo en mueble. Porque los hombres son los muebles del mundo. Prohaska lo ha visto por doquier: muebles desvencijados, muebles apolillados, muebles convertidos en serrín y virutas. Hombres desventrados, hombres triturados, hombres devorados. Los ojos de su padre muerto durante la Gran Guerra, soñados tantas veces llegando desde las brumas del mar del Norte, heraldos de un tiempo imposible: el de los juegos inocentes, el de la sangre compartida, el de un primer abecedario de las emociones; los ojos de su hermano muerto en 1918, consumido por el hambre y la gripe española, sus pupilas como canicas de barro cocido: duros, solemnes, indiferentes; los ojos de su hijo y de su madre muertos con apenas un mes de diferencia, mientras Prohaska ahogaba su dolor en un cuartucho de Varsovia, pintando en un acto de amor destinado a la nada, al escrutinio de los otros, no al de la mujer tantas veces perseguida en vano, no al del hijo al que el
futuro le estaba vedado; y ahora, al fin, cerrando el círculo, los ojos del hermano ahorcado en la última noche de 1961, su mirada vidriosa y lacia como un traje sin percha, acusándolo desde una brevísima esquela: «No recéis por mí.» Todos muertos. Todos esos ojos. La soledad de apellidarse Prohaska y haber visto tantas cosas. Toda esa pena acumulada como un fardo intolerable. Recordar las cicatrices familiares el 1 de enero de 1962 en una remota ciudad japonesa llamada Kanazawa. Qué largo es el camino que conduce de casa a ninguna parte.
* * *
La academia considera Llagas de Hiroshima no sólo la cumbre fotográfica de Prohaska, sino una de las representaciones más poderosas que el arte del siglo veinte nos ha legado del dolor humano. Llagas de Hiroshima es el retrato de tres generaciones de la familia Kaneda: el abuelo, el viudo Yasuhiro, el matrimonio formado por su hijo Ichiro y su nuera Sumiko, y el hijo de ambos, Taro. Prohaska fotografió cuatro veces a cada uno de ellos: de frente, mostrando los perfiles derecho e izquierdo, y por detrás. Sólo retrató sus cabezas y cuellos, y trabajó siempre con luz natural, sobre una pared blanca y desnuda. Las medidas de las fotografías son apabullantes: dieciséis cuadrados perfectos de cuatro metros cuadrados de superficie cada uno; en total, sesenta y cuatro metros cuadrados de intolerable humanidad: el modelo catedralicio trasladado al ámbito del fotógrafo. De hecho, cuando uno está ante Llagas de Hiroshima tiene una sensación no muy distinta a la que sugieren Chartres o Colonia: la evidencia, incómoda aunque a la vez consoladora, de hallarse dentro de una obra de arte. Los Kaneda viajaban en autobús, veinte kilómetros al norte de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945. La Bomba los sorprendió mientras el conductor cambiaba una rueda. En su recuerdo no existe sonido alguno; sí una especie de resplandor, la conmoción compartida de que el cielo se había convertido en un inmenso mecanismo expositivo, como una cascada de luz indolora: una fotografía gigantesca.
Yasuhiro perdió el pelo y los dientes. Sufrió diarreas y vómitos durante diez años. Nunca recuperó la libido y confesaba sentir cómo su cuerpo hedía a azufre. En la fotografía de su perfil izquierdo se puede ver que su oreja se ha convertido en una especie de uva pasa, parecida a la oreja de un pilier de rugby. El apéndice es de color ceniciento, como un caracol aplastado, y supura un líquido del color del café con leche. Yasuhiro sobrevivió a Prohaska. Murió de un paro cardiaco en septiembre de 1970, mientras pescaba anguilas. Ichiro perdió el pelo, los dientes y la visión del ojo derecho. Sufrió insomnio hasta el final de su vida, alucinaciones y acúfenos. Impotente por efecto de la radiación, padeció un spleen hondísimo que lo condujo al suicidio en marzo de 1964, a los treinta años de edad. Su mirada es la más impresionante del cuarteto. Es una mirada vacía y aterradora. Una mirada sin juicio y sin futuro. La mirada de un muerto en vida: el zombi de Hiroshima. Sumiko dejó de menstruar, perdió el sentido del gusto y desde 1950 hasta su muerte, acaecida tres décadas más tarde, usó peluca. El pelo del pubis se le caía a puñados. Sufrió cáncer óseo y leucemia. Casada desde 1966 con el hermano menor de Ichiro, Kenji, en la célebre fotografía frontal que Prohaska le hizo, aparece el único ornamento de la serie: un crisantemo prendido de su oreja derecha. Taro nació el 24 de diciembre de 1946, el día del trigésimo segundo cumpleaños de Prohaska. Fue un bebé hermoso y sano, a pesar de que, por los problemas de su madre, no pudo mamar. Cuando cumplió un año de vida, se manifestó su enfermedad: un abultamiento en la zona occipital, una excrecencia de la Bomba, imagen pura y sin poesía de la basura atómica, que privó a Taro de la vista, el oído y el habla, antes de matarlo durante el verano de 1966. En 1962, cuando Prohaska retrata al adolescente, famoso ya en los anales teratológicos de la Bomba, nada sobrevive del niño que amaneció al mundo de la posguerra sin saber que se convertiría en uno de sus símbolos más aterradores. El bulbo brillante y rosado, del tamaño de una pelota de béisbol, que parece palpitar como un corazón ansioso, y que Prohaska capturó en la fotografía posterior de Taro, resume de forma pavorosa su vida de observador: el átomo insomne materializado en el cráneo de un muchacho nacido a miles de kilómetros de Nuevo México, la forma de magia apotética más atroz jamás concebida. En Al dictado de un dios cruel, Prohaska escribe:
En la vida de todo hombre se puede proponer un camino más o menos tortuoso, más o menos inteligible. En la mía, ese camino conduce desde el estudio de Martin Helm hasta el cráneo de Taro Kaneda. Y allí se detiene. Cuando revelé las fotos de los Kaneda y contemplé el bulto en la cabeza del muchacho, algo en mí gritó: «Es suficiente.» Entendí que había llegado. O, dicho de otro modo, entendí que mi viaje podría seguir mientras mi salud mental y física me lo permitieran, pero que ya había cumplido su cometido, pues lo único inacabable en el mundo es el horror. El horror es el único combustible que jamás se agota, la materia prima más y mejor repartida en el universo.
No deja de ser curioso que la enfermedad de un joven japonés logre lo que los cadáveres de Polonia, los cadáveres de Kovno y los cadáveres de Dachau no posibilitaron. Que Prohaska se detenga. Que su mirada toque puerto y repose. Que su peregrinaje llegue a santuario seguro. Claro que un cadáver es perfecto en su impotencia, mientras que un ser vivo, por desgarrado y herido que se encuentre, siempre puede provocar piedad, asco o disimulo. Aunque estoy convencido de que Prohaska miente al recapitular sus intenciones. Pero no lo hace por un prurito de pureza, por una convicción asumida o por náusea, sino por amor. Prohaska miente y, acaso por vez primera en su vida, el escrupuloso observador vacila, trastabilla, pierde pie. Porque en aquellos días de 1962 él ya sabe que la labor más acuciante de su vida está llamando a su puerta, preparándolo para el viaje más íntimo que le queda por hacer. Prohaska ya sabe entonces que Heidi está muriéndose, y quiere dejarlo todo para cuidarla, para devolverle el tiempo robado a una vida en común dedicada a constatar el horror, para pagarle de algún modo el itinerario salvaje que de Alemania a España, de España a América, de América a Japón, de Japón al País de los Monstruos, los convierte en figuras hermanadas por paisajes de pesadilla.
* * *
Evitar la contaminación es una de las principales tareas del historiador. Al historiar, no existe posibilidad de ser un dios epicúreo, que contempla el mundo desapasionadamente, como un demiurgo saciado y benévolo. Hurgar en las experiencias ajenas, recorrer los vertederos del tiempo, arar las capas y capas de significación que conforman cuanto nos rodea, infecta. Si Prohaska menciona un camino que conduce desde un atelier de fotografía en el Berlín de 1933 hasta una familia deshecha por el holocausto atómico en la Hiroshima de 1962, el historiador ha recorrido a su lado esas tres décadas de asombro y escrutinio. Aún más, ha recorrido los años previos, de infancia y adolescencia, asomándose a instancias que empezaron a influir en el niño antes incluso de que hubiera nacido: la ausencia del padre, por ejemplo. La aventura de ese primer hombre sin rostro ni ideología aparente ha dejado poso en este segundo hombre reconocible y con convicciones asumidas. Es imposible no apiadarse de Prohaska y no sentir asco ante él. Experimentar devoción y a la vez repugnancia por su trabajo. Compadecerlo y, al mismo tiempo, denigrarlo. irar sus logros como artista y dudar de sus bondades como hombre. Fatigar con él las sendas de una paternidad defraudada, de una historia de amor que adivino pura y hermosa, y a la vez escandalizarse ante su negligencia con el único amigo que tuvo, Jakob Stelenski, y con los miles de dolientes que alimentaron su mirada. Desde 1994, cuando visioné la película de Kovno, hasta la redacción de este texto, han transcurrido más de quince años. Pronto dos décadas de rumia fecunda y, a la vez, estéril acerca de la personalidad de un hombre. Pronto dos décadas de diálogo con un contertulio que me hablaba desde sus pinturas, fotografías y películas, desde sus libros de memorias, que decía sin decir, que me exigía un constante ejercicio de reubicación, que me obligaba a abrir sendas nuevas para al instante cerrarlas, como si su propia vida fuera una selva que asfixiara al caminante que se internaba en ella. Prohaska ha asistido a mi matrimonio, a la muerte de mis padres, al nacimiento de mis hijos. Ha asistido a algunos de mis triunfos, a la mayoría de mis fracasos. A mis demoliciones, a mis resurrecciones, a mis escasas epifanías. Ha viajado conmigo, en el fondo de mi cráneo y de mi corazón, a lo largo y ancho del mundo, mientras leía unos pocos grandes libros, mientras veía la obra de ciertos maestros de la pintura, mientras asistía a los absurdos y reiterados funerales de la razón. Prohaska me ha acompañado veinticuatro horas al día, durante casi veinte
años, hasta vivir dentro de mí los capítulos del horror que él no pudo llegar a ver: el genocidio en Ruanda, la guerra en Chechenia, la Segunda Intifada, los atentados de septiembre del 2001 en Estados Unidos, la agresión a Irak, el espanto de Madrid en 2004, los estragos de los dioses y las banderas, la anciana pero siempre renovada ambición de la furia humana. Otras miradas han fijado esos instantes de destrucción y locura, pero nunca, a lo largo de estos años, he sentido que nadie pudiera competir con la estatura de Prohaska, con su magisterio feroz y a la vez frío, con esa voluntad de máquina destinada a memorizar cuanto la rodea: intacta, metódica, precisa. Su obsesión por desaparecer tras la fascinación que en él provocaba la violencia es demasiado radical para ser compartida. Prohaska agotó el molde de su obsesión, destruyendo toda posibilidad de epígonos. Nadie ha podido mirar después con tanta distancia. Nadie, tampoco, con tanta codicia. Y, sin embargo, ahora que me acerco al final de este libro, ahora que Mito e Historia asoman ya en el último recodo, como amigos fieles pero obstinados, no puedo dejar de experimentar un estremecimiento, como cuando se abandona un país donde se ha sido feliz y al que sabemos que nunca regresaremos. O como cuando, con un beso y sin palabras, decimos adiós para siempre a alguien a quien hemos amado, junto a cuyo cuerpo hemos comido, hemos dormido, hemos soñado, hemos gozado y hemos celebrado la vida y la muerte, alguien a cuyo lado hemos sentido que el mundo, a la postre, a pesar de los pesares, poseía una razón, un sentido, un para qué.
* * *
Heidi Knörr no llegó a contemplar la catarsis que encierra Llagas de Hiroshima, jamás pudo irar la más sobria destilación del arte fotográfico de su esposo. Desde finales de enero de ese año, cuando Prohaska vive literalmente encerrado en su estudio, dando forma con meticulosidad maniaca al que será su apoteósico mutis, Heidi comienza a padecer vértigo y desorientación. Hasta que la mañana del 18 de febrero de 1962, día en el que Prohaska envía a Stelenski un telegrama de urgencia, se desmaya en su apartamento de Hiroshima y despierta seis horas más tarde en uno de los hospitales de la ciudad.
Cuando lo hace, los médicos certifican que está ciega y que en el lóbulo posterior del cerebelo, atacando al tubérculo, a la pirámide y a la úvula del vermis, existe un tumor. No es difícil imaginar la asociación que Prohaska obrará entre el bulto atómico de Taro y el cáncer secreto de su esposa. Más allá de la razón y de la ciencia, más allá de las estadísticas y el azar, la tentación de irar en la enfermedad de Heidi, en ese súbito eclipse, una prolongación del mal de Taro es demasiado «artística» como para que Prohaska la ignore. Una perversa justicia poética parece haberse instalado en la intimidad de los Prohaska. El terror, el mal, la podredumbre, de pronto no están ahí fuera, sino que infectan y recorren la experiencia cotidiana. Las células amadas se han rebelado. Quizá, después de todo, no sea posible mirar con impunidad. Hay que detenerse ante la belleza de esas esdrújulas: lóbulo, tubérculo, pirámide, úvula. También ante la sugestiva sonoridad de vermis. Parecen palabras inventadas para ser recipientes del asombro orgánico, no de su tumefacción y derrumbe. Prohaska redacta confusos telegramas a Stelenski durante todo el mes de febrero, en que obsesivamente juega con estas cinco palabras: lóbulo, tubérculo, pirámide, úvula, vermis. En los últimos párrafos del prólogo a Carnets de un escrutador, Stelenski diagnostica que su amigo nunca estuvo más cerca de la locura que durante la agonía de Heidi:
Los telegramas de Hiroshima, su recurrencia en torno a aquellas palabras, me hicieron comprender que [Prohaska] estaba cerca de quebrarse para siempre, como un cristal contra el que alguien arroja una piedra. Su inmensa fuerza de voluntad, su acendrado ascetismo, su monstruoso desapego de las pasiones y del dolor ajeno, estuvieron a punto de romperse sin remedio en aquel año japonés.
Stelenski remata su veredicto con una frase tan paradójica como certera: «Fue la muerte de Heidi lo que salvó a Prohaska de la locura.» Por segunda vez, la muerte golpea doblemente a Prohaska en un tramo muy breve de tiempo: si su hijo y su madre mueren en 1939 con apenas un mes de diferencia, sólo ciento veinte días separan el fallecimiento de su hermano y el de su mujer.
Pero si el trabajo salva a Prohaska de la primera doble muerte, en este caso el impulso, la vis movendi del orfebre, se ha detenido: al reloj se le ha roto la cuerda. Porque es cierto que la muerte de Heidi, al acortar su agonía, impide que Prohaska enloquezca, pero no lo es menos que detiene definitivamente su pesquisa. A los cuarenta y siete años de edad, en la madurez de su arte, Prohaska crema en Hiroshima el cuerpo de Heidi y toma un barco rumbo a Alemania. Por único equipaje, lleva las cenizas de su esposa y las dieciséis reproducciones de Llagas de Hiroshima. Viaje inverso al del Tomas Jefferson dos años antes, esta vez no hay fotos de una mujer dormida a la que celebrar. La estela de los grandes buques, como toda trayectoria en el espacio, invita a la melancolía.
* * *
Diecisiete años después de Réquiem por nuestra dignidad y su abandono de Alemania, Prohaska llega al puerto de Hamburgo. Allí lo espera Stelenski. Será la última vez que se encuentren. El Elba, en su camino hacia el mar del Norte, añade una nota de emoción al reencuentro. Algunos de los símbolos decisivos en la vida de Prohaska se concitan: la promesa siempre renovada del mar, el único amigo que tuvo, el adiós definitivo a la mujer amada: círculos que se cierran. Prohaska no quiere volver a Berlín bajo ningún concepto, así que propone a Stelenski que sea él quien conduzca los restos de Heidi hasta el Dorotheenstädlicher Friedhof. Heidi Knörr, ciudadana anónima del siglo, yacerá enterrada en el cementerio de los gigantes pasados y presentes: Lutero, Hegel, Brecht. Yo he visto su tumba, sencilla y pulcra, que Stelenski ha atendido como si fuera la de su propia esposa. Y es que, inquebrantable en su amistad, Stelenski aceptará el encargo y recibirá, de manos de Prohaska, dos últimas entregas: las dieciséis fotografías de Llagas de Hiroshima y una carpeta que contiene en su interior un dibujo realizado durante la travesía por mar. Prohaska ruega encarecidamente a Stelenski que no se lo muestre a nadie hasta después de su muerte. La flecha agota su viaje, no hay aire que la sustente. Como no hay documentos que narren las circunstancias de ese encuentro, más allá de unas pocas notas de
Stelenski al respecto. El amigo fiel jamás ha querido hablar en profundidad de ese encuentro. Pero es innegable que todo posee un aroma de despedida. Mi experiencia a este lado del discurso me dice que Stelenski sabe que no se volverán a ver. Que allí se fragua una despedida más profunda que la de Dachau en 1943. Que su amistad acaba en la ciudad roja, la masacrada en 1919. Yo quiero regalarles un último paisaje, ambos agarrados del brazo a orillas del Elba, contándose los sueños desvanecidos de sus veinte años bajo los tilos berlineses, hablando de literatura, de filosofía, de arte, mientras una urna funeraria pesa en su ánimo. Deseo proponer un silencio largo y seguramente incómodo antes de que Stelenski desgrane, sin rencor pero sin piedad, los años de la posguerra, la humillación inolvidable, un viaje a Israel en 1950, el reencuentro con las heridas y la insidia, el miedo a tropezarse por la calle con hombres a quienes conoció en Dachau, el infierno de la memoria, la memoria del infierno, la lejanía siempre intacta de Prohaska y Heidi recorriendo el mundo como cometas, sus colas de fuego y sin embargo frías como una lluvia de estrellas sobre el telón de fondo de un Stelenski inmóvil, detenido durante décadas en el barrio de Kreuzberg. Y quiero, deseo descubrir a Prohaska asintiendo en silencio, resuelto a no hablar, resuelto a no defenderse de ninguna de las insinuaciones de Stelenski, ese amigo que jamás se permitirá un reproche pero que apuntará con sus palabras a una vida truncada; ansío retratar a Prohaska allí, pasajero del tiempo, a un paso de salir del cuadro, dueño apenas de unas cenizas, de dieciséis inmensas fotografías embaladas con esmero, de una carpeta que contiene un dibujo que nadie ha visto, ese hombre, Prohaska, ese enigma, Prohaska, ese desaparecido, Prohaska, a quien nadie reconoce, de quien nadie sabe nada, esa sombra al lado de la cual sus compatriotas pasan sin sospechar cuánto horror ha visto, qué fruto tan voraz ha cosechado durante decenios, de qué materiales está hecha la invisible, inasible y sin embargo irrenunciable entidad que llamamos «la conciencia de un hombre».
* * *
En 1842, en plena posesión de los misterios del oficio, Joseph Mallord William
Turner, o J. M. W. Turner, o simplemente Turner, el Maestro, concibe dos pinturas complementarias conocidas como Guerra (el exilio y la lapa) y Paz (sepultura en el mar). No son obras excesivamente grandes: de 79,5 por 79,5 centímetros la primera; de 87 por 86,5 centímetros la segunda. Ambas cuelgan hoy de los muros de la Tate Gallery londinense, en el mismo museo que los Veintiuno de Varsovia. En su momento, su vocación conceptual desconcertó a la crítica y fueron tenidos por trabajos menores. Guerra muestra a Napoleón en Santa Elena. Un soldado vigila sus pasos. A espaldas del emperador, un día dueño del mundo, una puesta de sol apocalíptica, de un brutal tono anaranjado, derrama su esplendor sobre una pequeña extensión de agua, menor que una laguna, mayor que una charca, donde se puede ver una humildísima lapa. De brazos cruzados, Napoleón parece meditar. Obra cálida y mesurada, Paz recrea los funerales en el mar de David Wilkie, un pintor amigo de Turner. Aves a flor de agua, algunas naves oscuras, un cielo blanco y azul, el embeleso de una cuadrícula sólo rota por la mañana que ya apunta, una luz fantasmal al fondo y un vago deshacerse de la materia en la materia: sosiego, calma y adiós. Verano de 1962. Una playa a orillas del mar del Norte. Karl Gustav Friedrich Prohaska, o K. G. F. Prohaska, o simplemente Prohaska, el Ojo, rema en un pequeño bote. Lleva el torso desnudo y un bañador azul. Calza sandalias de goma. Dentro del bote, a sus pies, hay un hacha y una cadena de veinte metros de largo con una piedra atada a uno de sus extremos. Prohaska rema suave pero firmemente durante unos minutos, internándose en la aquel día apacible extensión del Atlántico. No hay nadie en la playa. El cielo está limpio de pájaros y de nubes. En el horizonte no hay buques de guerra en los que sea posible adivinar la silueta de un padre con o sin cabeza. El mundo está vacío de cosas, pero lleno de sentido. Cuando el sol, allá arriba, marca el mediodía, el remero detiene su afán, suelta los remos y deja que el bote cabecee indolente, como un pato de goma en la bañera de un niño. Prohaska lanza al agua la cadena, espera unos segundos, calcula la profundidad por el fragmento de hierro que queda al aire cuando la piedra toca el lecho de arena. Después enrosca los últimos eslabones libres a su muñeca izquierda. Sólo entonces toma el hacha. No hace falta demasiado esfuerzo. Veinte, veinticinco, treinta golpes son suficientes para abrir una vía de
agua en el bote. El mar empieza a llegar. Y con él la paz. El bote y Prohaska se hunden lentamente. Atrás quedan las puestas de sol apocalípticas y la sangre derramada por los emperadores del mundo: la muerte sin número, la carroña furiosa, la fractura de la razón. La guerra ha terminado. Nadie, jamás, ha visto esta escena. Yo la he contado como la imaginé. Honestamente.
ANAGNÓRISIS EN FLORENCIA
En la ciudad más bella de Europa, la inmortal Florencia, y en el primer piso de su más bello museo, los Uffizi, tras visitar la sala Gherardo delle Notti y la sala Bartolomeo Manfredi, el visitante, abrumado por las magníficas y en apariencia inagotables representaciones del genio pictórico europeo, penetra con resignada apatía en la llamada sala del Caravaggio. Allí, la abulia del hartazgo queda sin embargo olvidada. Porque de pronto se encuentra con el más seductor Baco soñado por pintor alguno, lo deslumbra el Sacrificio de Isaac más rutilante de la historia de la pintura, y un escalofrío de terror y violencia —la plasmación, hecha icono, de una furia insatisfecha— lo asalta al contemplar el escudo de madera de álamo en que se contiene la Medusa que concibió el gran, irrepetible Michelangelo Merisi. En abril de 1962, poco antes de desaparecer en las aguas del Atlántico, Prohaska fechó su última obra, una copia a tiza negra del monstruo de los Uffizi realizada entre Yokohama y Hamburgo. Durante años esa pieza ha sido considerada un apunte menor, otro trabajo anecdótico en la contabilidad del artista, pura rutina de un copista disciplinado, pero tras destripar los trabajos y días de Prohaska semejante análisis parece débil e insatisfactorio. Sobre todo porque, gracias a la cortesía de Stelenski, propietario del original, he podido irar el estudio, compararlo con la obra de Caravaggio y descubrir entre ambas representaciones una diferencia fundamental. Hermana de Esteno y Euríale, Medusa completa la trinidad de las Gorgonas, criaturas ctónicas del arcaico imaginario griego. Su relato ha conocido múltiples interpretaciones y lecturas, aunque la más seductora es la propuesta por Ovidio, pues en ella el amor y la venganza juegan un papel primordial. Según el poeta latino, Medusa era una hermosa doncella, sacerdotisa del templo de Atenea, que fue violada por Poseidón, hecho que motivó la furia de la diosa de la sabiduría, quien despojó a la joven de su belleza y la convirtió en un horrendo monstruo, de tal fiereza que convertía en piedra a todo el que se miraba en sus ojos. En la obra de Caravaggio, los ojos de la Medusa se muestran en el momento exacto en que se ve reflejada en el escudo del matador Perseo y ella misma resulta petrificada, víctima de la trampa del espejo. Es el instante en que el
tiempo se detiene, algo que acaso exprese de forma íntima el objetivo de todo artista que trabaja con imágenes: no tanto constatar el fluir del tiempo, cuanto cifrar su solidificación, la conversión del instante en eternidad, la cancelación del tiempo mediante el paradójico expediente de su captura. Pero lo que la Medusa de Prohaska está mirando no es el escudo reflector que la petrifica y mata, el artefacto que la sustrae del curso de la Historia y la congela en la sustancia del Mito. Lo que la Medusa de Prohaska está mirando es un rostro humano, el rostro de un hombre que Prohaska pintó en los ojos del monstruo. Lo que la Medusa de Prohaska está mirando, para pasmo de los espectadores de este ejemplo postrero del talento de un artista singularísimo y esquivo, es la figura reflejada con sumo detalle en sus pupilas sin sosiego; sí, lo que la Medusa de Prohaska está mirando es la cabeza calva, la barba pálida, el rostro ya maduro de un hombre anodino, sin rasgos memorables, un hombre entre la multitud, el rostro de un burócrata del mal, el testamento hecho carne de alguien más allá de la culpa y del remordimiento.
Gijón Enero de 2010-Septiembre de 2011
Medusa Ricardo Menéndez Salmón
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)
© de la imagen de la portada, Eugene Smith / Magnum Photos / o
© Ricardo Menéndez Salmón, 2012
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: © Editorial Seix Barral, S. A., 2012 Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) idoc-pub.mejorapp.org
Primera edición en libro electrónico (epub): septiembre de 2012
ISBN: 978-84-322-1006-8 (epub)
Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com