La Hija De La Luna 6f415w

La Hija de la Luna Al principio todo era Caos Sabrina López Bó

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© Sabrina López Bó, 2019

Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

www.universodeletras.com

Primera edición: 2019

ISBN: 9788417926656 ISBN eBook: 9788417927622

Dedicado a mis hermanos y hermanas, aquellas estrellas brillantes en el firmamento que reflejan su luz con la Luna y el Sol, que guían mi camino y encienden mi alma: Emilio, Agustina, Zara y Benjamín.

Capítulo I

Un encuentro desconcertante

Villa Ortúzar, Capital Federal, Argentina. Año 2010.

Todo estaba oscuro e inquietante. Tan solo se escuchaban algunas gotas impactando contra el suelo, producto de una leve llovizna. El camino era de tierra, muy estrecho y estaba rodeado por árboles altos que, con la noche, formaban figuras extrañas y terroríficas que se movían con el viento. Había un olor muy fuerte y desagradable, parecido al de un montón de carne podrida. Tan intenso era el hedor que, respirar cada bocanada de aire, producía puntadas dolorosas en los pulmones y en el pecho. El malestar y las náuseas iban y venían a cada instante. Elizabeth caminaba sin rumbo, orientada por sus sentidos, guiada por una voz interior que le decía qué caminos elegir aunque no supiera muy bien por qué debía tomarlos. Estaba asustada y con frío, pero seguía avanzando. La tierra mojada, convertida ahora en barro, le dificultaba avanzar. Sus pies se le quedaban atorados en cada paso y bajo sus zapatillas sentía el peso de todo el lodo. El dolor de las ampollas —en sus talones y plantas de los pies— aumentaban con cada nueva pisada. Sin embargo, ninguna molestia al caminar o el peso del cansancio serían tan desgarradores y dolorosos como lo que estaba a punto de vivir. De a poco, a medida que ella iba avanzando, una sombra que se veía a lo lejos comenzó a distinguirse y a transformarse en una figura humana... De pronto, de ser solo una sombra, se convirtieron en dos… El pánico se apoderó de ella en cuanto logró distinguir a esa segunda silueta. Comenzó a desesperarse y a gritar como nunca lo había hecho. La segunda

forma que se veía a lo lejos era la de una mujer: delgada, esbelta, con unos ojos brillantes de color celeste cielo y un largo cabello lacio, tan negro como esa noche. Elizabeth se acercó con cautela a estas dos personas y, automáticamente, todas sus sospechas sobre quién era esa señora se difumaron al descubrir lo que temía. Era su madre. —¡¡¡Noooo!!! Por favor, ¡suéltala! —suplicó la joven a la otra figura que estaba junto a su madre, sosteniéndola muy fuertemente del cuello. —No le hagas daño, no la lastimes… por favor… —sollozó mientras se acercaba lentamente hacia ellos. —¿Por qué debería perdonarle la vida? ¡No conoces realmente a esta mujer! ¡Merece la muerte! Tú también deberías desear que muera, querida hija de traditor —contestó la sombra, con una voz escalofriante y tétrica. Parecía ser la de un hombre, pero al que no llegaba a distinguir o reconocer en lo absoluto. Lo único que Elizabeth lograba ver de esa otra persona era que poseía cabello colorado. En la distancia en la que se encontraba la vista no era buena. Sin embargo, distinguió que el sujeto llevaba algo en su mano izquierda. Se acercó un poco más y pudo vislumbrarlo bien... el alma se le cayó al piso. Desde el medio de su palma, la cual tenía cerrada fuertemente, se asomaba una daga que brillaba con el reflejo de la luna. Cuando él notó que Elizabeth se acercaba aún más, la movió velozmente y la presionó sobre el corazón de aquella mujer que tenía por el cuello, pero sin terminar de hundírsela. —Quédate quieta, traditor, ¡no te acerques más! —dijo el extraño. —¡Te estás confundiendo de persona! —gritó Elizabeth—. Ella no es a quien buscas, mi madre jamás haría algo malo a nadie. Y ni siquiera sé por qué me estás llamando de esa forma. Todo esto es una gran confusión —insistió la joven. Justo en el mismo momento en el que se dispuso a correr hacia él para derribarlo e impedir que le hiciera daño a su progenitora, la pequeña cuchilla se hundió profundamente en el pecho de la mujer. Instantáneamente, su madre y la daga se desvanecieron como polvillo en el aire, mientras aquella extraña figura que la asesinó reía a carcajadas y desaparecía a través de la neblina.

Con el corazón en la boca, un grito desesperado y la sensación de falta de aire… la muchacha despertó.

***

Eran las tres de la madrugada en la ciudad de Buenos Aires. Elizabeth no paraba de dar vueltas en su cama, en su casa del barrio de Villa Ortúzar. Las pesadillas la atormentaban todas las noches, todo el tiempo, constantemente. Cada vez eran más frecuentes y reales. Se despertaba gritando, con la sensación de que esos sueños no eran solo eso, sino que eran verdaderos, que estaban pasando en su realidad. Podía sentir la angustia, la adrenalina, el sudor cayéndole por la frente, el miedo que la paralizaba y le oprimía el pecho, dejándola con un sabor amargo en su boca y el corazón latiéndole fuertemente. Desde hacía poco más de cinco meses, en una noche de invierno con luna llena, su madre Selene había fallecido en un accidente automovilístico cuando regresaba de su trabajo. Sin embargo, su cuerpo jamás fue encontrado, ni dentro o a los alrededores del auto. Tan solo estaban los restos de su ropa y grandes charcos de sangre esparcidos por los asientos delanteros y en el volante del conductor. Desde el fallecimiento de su madre, estas extrañas pesadillas se hicieron presentes en la joven y se quedaron para interrumpir sus sueños y atormentarla. Todas las noches, su padre Omar, luego de despertarse con los gritos que la muchacha emitía mientras dormía, se acercaba a la habitación de Beth —como la solía llamar— con un vaso de agua. Se quedaba allí acariciándole el cabello rojizo hasta que nuevamente lograba cerrar sus ojos y volvía a dormir.

Omar era un hombre y padre excelente, tenía el pelo oscuro, un lunar sobre su labio superior izquierdo, ojos marrones, era muy bien parecido y amante de las películas. Tan fanático era que estudió y se dedicó a hacer producciones de estas.

Últimamente estaba muy preocupado por su hija; el tiempo pasaba y no lograba reponerse de la pérdida sufrida por la falta de Selene, no descansaba nunca, no comía casi nada, ni salía como lo hacía antes. Incluso no veía con tanta frecuencia a su novio Joel. La alegría, el buen humor y la simpatía que caracterizaban a Beth habían desaparecido. Sin embargo, él creía que podía ser normal que una chica de diecisiete años se encontrase de ese modo tras la trágica situación de haber perdido a su mamá. Pero, pese a eso, no sabía qué hacer para poder recuperar a su niña, aquella que para todo estaba predispuesta, que se metía tan dentro de cada libro que leía que era imposible separarla hasta que lo terminara, aquella que siempre bromeaba y le encantaba entrar en debates y mantener tan recta su postura que no pararía hasta que el otro cediera a su razonamiento.

A las siete de la mañana, como todos los días, Beth se levantó de la cama, pese a haber dormido mal y muy poco. Se preparó su café con leche y comió unas galletas de avena y pasas antes de irse a trabajar. Hacía tan solo tres semanas desde que había terminado el secundario que, inmediatamente, consiguió trabajo para ayudar a su padre con los gastos de la casa. Siendo fanática de los libros, se anotó en una biblioteca barrial para buscar ser empleada y rápidamente comenzó a trabajar en una llamada «Leopoldo Lugones», la cual se encontraba cerca de su casa, en el barrio de Belgrano. Este barrio era totalmente distinto al que vivía Beth. Aquí, a lo largo de muchas cuadras por la Avenida Cabildo, como también por la calle Juramento, reinaban los comercios, los cines, restaurantes, locales de ropa, cafeterías y galerías de paseo repletas de negocios de diferentes rubros. Lo que se te ocurriera que pudieras necesitar, Belgrano era una de las mejores opciones en la que podrías encontrar todo aquello. Por aquí, puedes ver cómo cientos o miles de personas van y vienen, caminan, se chocan, corren, hablan o gritan; la calle está repleta de colectivos, motos y autos; todo está rodeado por edificios altos, luces por doquier y mucho ruido. Villa Ortúzar, en cambio, es un barrio pequeño y tranquilo, no hay tantas personas, los edificios no tienen más de cuatro pisos y por lo general todos se conocen con todos. En la Biblioteca L. Lugones, Elizabeth disfrutaba de estar rodeada por libros nuevos y viejos, sentirle ese olor característico a las páginas y hojas de cada uno. Lo único malo en ese empleo era que el tiempo se le pasaba demasiado lento, ya

que —pese a que Belgrano estuviese repleto de peatones— no había mucho movimiento en el pequeño recinto literario. Las personas no usaban, ni iban a la biblioteca, tanto como a ella le hubiese gustado o se hubiese imaginado. Por lo que muchas veces, para matar el rato, elegía un libro y se ponía a leer. Sin embargo, sus ganas de entrar en profundidad a la lectura estaban flojas y su atención a lo que iba leyendo era casi nula. Cada texto que agarraba lo veía superficialmente y no podía siquiera terminarlo. La mayor parte del tiempo su mente se iba volando hacia cualquier otra cosa o, en verdad, hacia cualquier otra pesadilla que había tenido. Ese día en particular una palabra no la estaba dejando tranquila y le hacía ruido en la cabeza: traditior… Aquella que usó la sombra del hombre pelirrojo de su último sueño. Una palabra que nunca había escuchado o leído en ninguna parte. Sin saber por qué, esa intriga la tenía perturbada. Buscó en internet y en todos los diccionarios para ver si encontraba algún significado, pero no tuvo éxito con ninguno. Definitivamente no existía, era un invento de su propia mente. A las tres de la tarde, como todos los días, salió de la biblioteca y caminó velozmente hasta el Barrio Chino que le quedaba a unas cinco cuadras de su trabajo. Allí se encontraba con sus dos mejores amigos, Romina y Darshan, que trabajaban en un call center en la calle Arribeños. Más exactamente, a media cuadra del Showcase —un complejo de cine y restaurantes—, sitio donde solían juntarse para ver en el cine algunas películas de terror o también las que estrenaban y eran producidas por Omar, el padre de Elizabeth, quien era productor en una importante firma. Los chicos salían veinte minutos para tomarse un descanso y ese era el tiempo en que los veía durante la semana. Pero esos escasos momentos, compartiendo con sus amigos de la infancia, eran los únicos que la hacían sentirse más completa, más viva, más atada al mundo real que al mundo de sus sueños y pesadillas. Ni siquiera cuando estaba con su novio Joel lograba sentirse de esa forma, sino por el contrario, se ponía peor. Él no comprendía lo que ella sentía tras despertarse cada mañana, y le restaba importancia a lo que le contaba o sucedía. Casi ni la escuchaba cuando se le ponía a relatar sus perturbaciones. Joel creía que sus malestares por dormir eran algo sonso, algo que no existía realmente y que no valía la pena ponerse mal por ellos. Empatía cero. Siquiera algunos mimos al alma para reconfortarla. Por supuesto que no siempre había sido de esa manera con ella. Elizabeth no se

había enamorado de él por su falta de atención a lo que le pasaba. Cuando lo conoció, Joel era el muchacho más hermoso —y lo sigue siendo— de toda la secundaria High School Powell, un colegio bilingüe de Belgrano R., un barrio de personas adineradas, casas enormes y lujosas, con grandes piscinas o jardines; algunas incluso ocupan el ancho de media manzana y un largo de cuadra a cuadra. El muchacho era un año mayor que Beth, súper popular, capitán del equipo de fútbol, presidente del Consejo Estudiantil, líder de la orquesta musical. La combinación perfecta para que lo pusieran en el podio de los más deseados por todas las muchachas del secundario, e incluso por gran parte de los chicos. Era el típico joven por el que se peleaban y derretían. Y claro… como todo galán, él aprovechaba su oportunidad para estar con quien quisiera, sin atarse a ninguna. Sin embargo, Elizabeth logró romper esa desligadura y se ganó su corazón tres años y medio atrás. Cuando ella ingresó al equipo de hockey del Instituto, los entrenamientos eran en el mismo horario que los de él. Cada vez que el joven la veía jugar, se quedaba atontado, mirándola durante horas. El secreto del éxito de la conquista fue que Beth no hacía como las demás chicas, no le estaba atrás, e incluso lo ignoraba en los pasillos y en el patio del recreo. Recién comenzaron a hablarse por primera vez cuando él le ofreció ayuda para reparar su palo de hockey que se le había quebrado luego de una de las prácticas. Desde allí las conversaciones acrecentaron y las salidas empezaron a darse. Al mes de aquellos encuentros y charlas, se pusieron de novios y no se separaron más. Eran tal para cual y se convirtieron en la pareja más perfecta y envidiada por toda la escuela. Sin embargo, en la actualidad, tres años y medio después de aquello, las cosas comenzaron a cambiar, a distanciarlos: él sin comprenderla, ella sin querer compartir más cosas con él.

Cuando Elizabeth llegó a la puerta del call center, donde trabajaban Romina y Darshan, le pareció extraño que no estuvieran fuera esperándola. Pensó en que quizás se habían retrasado con su horario de descanso, por lo que prefirió aguardar unos minutos más antes de mandarles un mensaje para preguntarles cuándo salían. Pasaron diez minutos… luego quince. Beth no aguantó más la espera, sacó su celular y envió un mensaje a Romina:

«Ro, ¿todo bien?, los estoy esperando en la puerta del call».

Luego de unos cinco minutos aproximadamente, recibió respuesta:

«¡¡Ayyy!! Perdón, amiga, me olvidé de avisarte que hoy no trabajábamos porque es el día del telemarketer… Después hablamos y arreglamos para vernos, ¡no me odies!».

Aunque quiso disimular que no la afectó, suspiró enojada, frunció el ceño y miró de arriba abajo al edificio donde trabajaban sus amigos, como si este fuese el culpable de todo. Mordiéndose el labio, se dio media vuelta para regresar por Arribeños hasta Juramento y llegar hasta Barrancas de Belgrano para tomarse el colectivo «80» y regresar a su casa. Mientras caminaba y esquivaba a toda la gente que iba y venía por las calles estrechas del Barrio Chino, iba mirando los distintos locales que había en él. Todo lleno de chucherías: máscaras, ropa, moneditas con orificios y llama Ángeles; gatitos dorados de plástico que movían sus manos de atrás para delante; fuentes de agua en miniatura; juguetes de todos los colores y tamaños; locales de comida con cosas extrañas en la vidriera —en alguna le pareció ver un gato colgado y patas de gallos—; un supermercado con cajones llenos de cangrejos en la puerta; una tienda de helados rectangulares con gustos a distintas frutas; entre otras tantas cosas que inundan al barrio oriental. De pronto, mientras paseaba medio distraída —por estar viendo cómo discutían en chino dos personas—, chocó de frente con una señora bajita. Se notaba que era mayor y, por sus rasgos, de la comunidad oriental. La anciana se le paró de frente con cara de enojada, la miró directamente a los ojos con su ceño fruncido y, cuando aparentaba que estaba a punto de insultarla, algo raro sucedió. De pronto, su expresión cambió. Del enojo pasó al pánico, sus ojos se le pusieron cristalinos, cargados de lágrimas y comenzó a gritarle en un idioma que ella no comprendía para nada —claramente en chino—. Beth pensó que la señora no

estaba para nada bien de la cabeza y, sin saber qué decirle, quiso esquivarla para seguir caminando y dejarla atrás. Sin embargo, cuando lo intentó, la mujer la agarró fuertemente del brazo, se le acercó más y sus ojos comenzaron a temblar hasta dárseles vuelta y ponerse en blanco. Un susurro fue lo único que salió de sus labios, pero una palabra entre medio de ellas fue clarísima: «Traditor». Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, la piel se le erizó tanto como se le eriza el pelo a un gato cuando se siente amenazado o asustado. Elizabeth reconoció esa palabra… Era la que el hombre de sus sueños, de su última pesadilla, le había dicho cuando sostenía apresada a su madre. Era la palabra que buscó por todos lados para saber su significado y que no encontraba. Y claro que no, porque no la había estado buscando bien. No era traditior, era traditor. Un joven se acercó y tomó a la anciana por la espalda, la alejó de Beth y se disculpó con ella. Le contó que era su abuela, que era muy mayor y que a veces hacía tonterías. La joven, pálida como la sal, tan solo movió su cabeza asintiendo y, con la mirada fija en el suelo, siguió caminando por inercia hasta la parada del colectivo. Estaba demasiado atónita y confundida, sentía todo a su alrededor moverse, las náuseas comenzaron a presentarse. Luego sintió sus piernas flojas, su vista borrosa y temblante y, al breve instante, se desvaneció. Cuando despertó, estaba en una cama extraña, en un lugar que no conocía y con un tubo conectado en su brazo izquierdo. Estaba en un hospital. Junto a su cama había una silla y, sobre ella, un libro y unos anteojos que reconoció enseguida como los de su padre. Comenzó a llamarlo desesperada, sin entender bien qué era lo que había sucedido. Solo recordaba haber estado esperando a sus amigos en la puerta del call center y luego… todo era confuso, como si hubiese entrado en un sueño profundo, uno que distinguía vagamente. Era muy incierto todo. A los pocos minutos, Omar apareció y la vio despierta. Corrió hasta ella con los ojos llenos de lágrimas y la abrazó tan fuertemente que Elizabeth emitió una pequeña queja de dolor por el apretujón. Luego de que su padre le contara lo que había pasado: que lo habían llamado desde el hospital para reportar su llegada; que unas personas la habían acercado hasta allí porque la habían visto esperando un colectivo y que había sufrido un pequeño golpe en la cabeza posterior a haberse desmayado. Beth intentó

rememorar el momento, pero no pudo. Pasadas dos horas de monitoreo y chequeo, obtuvo el alta médica. Antes de retirarse, la Dra. Iannaci le indicó que debía regresar en una semana para quitar los puntos que tuvieron que darle en la sien por el pequeño corte que había sufrido. Terminada la indicación médica, la joven arrancó de su muñeca la cinta blanca que le habían puesto con sus datos —Elizabeth R. Hiperión Priamo, DNI: 40 123 652—, tomó sus cosas de la mesita ratona que estaba a un costado de la habitación y siguió a su padre, por un pasillo largo, hasta dar con la salida del hospital. Caminaron dos cuadras hasta llegar al lugar donde estaba estacionado el auto de Omar; sin embargo, a ella le pareció que habían caminado muchísimos más metros. Se sentía completamente agotada y la cabeza le latía justo en el lugar donde quedaría su próxima cicatriz. Una extraña sensación la embargaba, estaba preocupada por lo que le había pasado, ya que nunca le había sucedido no recordar algo. Aunque lo intentara, no podía regresar sus pasos atrás para dilucidar con exactitud qué fue lo que pasó aquella tarde. Cuando por fin llegaron a su casa, la mirada de su padre se clavó en la ventana que daba al cuarto de Beth y cambió su semblante extrañamente. La luz estaba encendida. —¿Qué sucede, papá? ¿Por qué pusiste esa cara? —preguntó la joven. —Creí haber apagado todas las luces antes de salir para el hospital, quizás me olvidé de la tuya. Entre el susto y el apuro, se me pudo haber pasado por alto — le respondió. —Seguramente fue eso, «pá». Pero ahora todo está bien, no te preocupes por una simple luz, bajemos del auto y comamos algo rico antes de acostarnos. ¿Quieres que haga la cena? —consultó Elizabeth con una sonrisa en el rostro. —No, mi amor, estás muy cansada y prefiero que no gastes más energías, me toca cocinar a mí esta noche. ¿Te parece bien una sopita calentita? —respondió Omar. Beth sonrió y asintió positivamente con la cabeza. La sopa siempre le levantaba el ánimo cuando se sentía caída. Le recordaba a cuando era chica y se quedaba por la noche sola con su padre, porque su madre Selene trabajaba y él lo único

que sabía hacer era eso: sopa. Pero le ponía tantas verduras y entusiasmo que tomarla le hacía sentirse cálida y querida. Era la cena más deliciosa. Cuando llegaron a la puerta, algo no estaba del todo bien. La cerradura estaba forzada y se escuchaba música desde dentro. Omar obligó a Elizabeth a meterse en el auto nuevamente, a llamar a la policía y quedarse allí mientras él entraba para ver qué había sucedido. —No, papá, no entres, por favor… vayamos a la comisaría a hacer la denuncia. ¿Y si llegara a haber alguien dentro? Te podría lastimar o quizás hacerte algo peor. No entres… —suplicó ella agarrándolo de la camisa. —Confía en mí, no me va a pasar nada. Y no quiero que nada te suceda a ti, porque si no me moriría de dolor. Hazme caso, Bethy, has lo que te digo y todo va a estar bien. No te muevas del auto… —le respondió mientras le acariciaba la mejilla. Y sin más palabras, Omar entró en la casa y la joven empezó a hacer todo lo que le encomendó. Se encerró en el auto y llamó con su celular al 911. —Comisaría, buenas noches, Irene Fernández De La Puente le habla. ¿En qué podemos servirle? —contestó una voz femenina del otro lado del teléfono. —Hola, mi nombre es Elizabeth, vivo en la calle Tronador 1400. ¡Necesito su ayuda urgente! Entraron unos ladrones en mi casa y mi papá está adentro. Por favor, necesito que vengan para acá lo más rápido que puedan. Tengo mucho miedo de que lo lastimen o le hagan algo terrible —respondió Beth. —Señorita, ¿me puede decir cuántas personas hay en su casa y de qué género son? —indagó la mujer. —No sabría decirle, no vi a ninguno o a ninguna. No entré en la casa. ¡Por favor!, manden a algún patrullero antes de que sea tarde porque mi papá sí está dentro —respondió desesperada. —Bien, señorita, ¿me puede decir desde hace cuánto tiempo su padre está allí? —consultó la telefonista. —No lo sé, llegamos hace cinco minutos, quizás un poco más hasta que pude comunicarme con usted —dijo Elizabeth.

—Comprendo, señorita Hiperión, diez minutos aproximadamente. ¿Dónde se encuentra usted en este momento? —volvió a cuestionar. —Estoy en la acera de mi casa, dentro del auto de mi papá, con las puertas trabadas —respondió. —Es peligroso para usted estar allí, señorita, debería buscar algún lugar seguro al que pueda ir. ¿Conoce a alguien que pueda refugiarla en su casa por esta noche? —le preguntaron desde el otro lado del teléfono. —Sí, conozco, pero esperaré a que salga mi papá, tengo que asegurarme de que está bien. No me puedo ir a ningún lado sin avisarle, se asustaría aún más si sale y no estoy aquí —respondió con desesperación y ansiedad. —Como usted prefiera, jovencita, pero le recuerdo que puede ser peligroso quedarse allí. ¿Existe alguna persona que los odie o les tenga rencor por algún motivo? —continuó la oficial. —No, ¡claro que no! ¡Nadie tiene motivos para hacernos nada! —dijo con ímpetu, se notaba que el nerviosismo se estaba apoderando de ella. —Entendido. ¿Puede indicarme cuáles son las intersecciones de su domicilio? —Mi casa queda entre la calle Zárraga y Avenida De los Incas. Por favor, ¡¡no me pregunte más nada y mande a alguien!! Estamos perdiendo tiempo — respondió con tono encolerizado. —Agradecería que no me diera órdenes, ni que me grite, jovencita. En breve doy el aviso por radio para que el patrullero más cercano a la zona arribe a su domicilio. Buenas noches, señorita Hiperión —dijo enojada la mujer que la había atendido y colgó. De pronto, un escalofrío, como una patada eléctrica, le recorrió el cuerpo. Se dio cuenta de algo que le llamó la atención. Ella nunca mencionó su apellido y, sin embargo, en dos oportunidades la mujer policía la llamó por el mismo. Pensando, dedujo que quizás en la comisaría habría una base de datos con todos los apellidos de los integrantes de cada domicilio y por eso sabía cuál era el suyo. De igual manera, la sensación de desconfianza le quedó impregnada. A los diez minutos del llamado, un patrullero llegó. Bajaron dos hombres del

vehículo, los cuales se identificaron como el agente Zárate y el cabo Damon. Le hicieron algunas preguntas a Beth, y luego entraron en la casa dejándole la misma orden que le había dado su padre, quedarse allí y no entrar. La desesperación y la preocupación se hicieron piel en ella y la vista comenzó nuevamente a nublársele y temblar. Luchaba contra el malestar, debía mantenerse fuerte y lúcida para ver salir a su padre con vida de la casa. De a poco, logró sobreponerse y, mientras miraba hacia todas las ventanas esperando señal de movimiento o de algo que le indicara que las cosas no estaban peor de lo que creía, un susurro le vino desde atrás. Rápidamente se dio vuelta, pero no encontró a nadie, ni tampoco distinguió qué era lo que había escuchado. Nuevamente su mirada se fijó en las ventanas, en la puerta de su casa; agudizó su oído para ver si lograba escuchar a alguno de los policías hablar o a su padre, pero en vez de oír algo de eso, una voz en su cabeza resonó diciendo: «Traditor». De pronto, todos los recuerdos de ese día volvieron a formarse en su mente de a poco y reconstruyó lo que había vivido: el Barrio Chino, la puerta del call center, el mensaje de Romina, la discusión de los dos chinos, la anciana con la que se chocó, la reacción de esta, sus ojos blancos, la palabra de su pesadilla, el joven que la liberó de esa mujer y se disculpó; la parada del colectivo, su sensación de desconcierto, mareo, náuseas y, por último, el hospital. Mientras se repetía la palabra en su mente una y otra vez para no olvidársela de nuevo y buscarla en otro momento para corroborar si existía o no, su padre salía de la casa con los dos policías detrás. Salió del auto y, corriendo hacia sus brazos, se abalanzó sobre él, lo abrazó como nunca y comenzó a llorar de alegría. Había temido perderlo como a su madre y quedarse sola, sin saber qué hacer. Afortunadamente, sus miedos y pensamientos negativos sobre lo que podía suceder dentro de la casa se disiparon. La embargó la felicidad de estar junto a Omar, sanos y salvos los dos. Los policías debían terminar con su labor y, por ello, los llevaron en el patrullero hacia la comisaría para hacer la denuncia y las declaraciones pertinentes. En el vehículo había un fuerte olor a cigarrillo mezclado con un aromatizante de pino, lo que hacía de ese minihábitat un lugar desagradable. Por lo que pudo apreciar Elizabeth, los agentes eran jóvenes, o al menos no aparentaban tener más de unos veinticinco años. El que estaba en el asiento del acompañante, el de menor edad —o que al menos debía serlo— le pareció un muchacho bastante interesante y atractivo, tanto que la hizo sonrojar cuando la miró desde el espejo retrovisor. El joven tenía unos ojos de color verde amarronados, encantaban con

solo verlos, y su mirada era tan penetrante que daba la sensación de que te estuviera embrujando, atrayendo y, al mismo tiempo, leyendo todo tu interior y tu ser. Como si pudiese conocer de esa manera todos tus secretos y tus temores más ocultos. Su cabello era oscuro, pero brillante, y tenía una cicatriz en su mejilla izquierda que terminaba en el borde inferior de su ojo. Esa cicatriz le quedaba tan perfecta como él aparentaba serlo. «¡Basta de mirarlo, Beth! No está bien eso, tienes novio…», se dijo para sí misma y comenzó a mirar por la ventanilla avergonzada.

Una vez llegados a la comisaría, ubicada frente a una plaza en el barrio de Urquiza —otro de los barrios comerciales, pero más tranquilo y pequeño—, Omar y Elizabeth contaron sobre todo lo acontecido durante el día: el hospital y la pequeña internación de Beth, el regreso desde allí hasta la casa y, una vez en ella, haberse encontrado con la cerradura rota y la puerta abierta. Beth contó su parte, que por orden de su padre, se quedó en el auto y llamó a la comisaría. Afirmó que ella no había visto nada, ni a nadie. Por otro lado, Omar declaró lo mismo y agregó que decidió entrar para ver qué era lo que había pasado y asegurarse de que ningún sujeto estuviera aún metido. Una vez dentro, se encontró con toda la casa revuelta: cajones fuera de sus lugares, placares con sus puertas abiertas de par en par, papeles tirados en el suelo, libros con sus tapas arrancadas o cortadas, ropa de ellos desparramada por todas partes; la heladera, el microondas, el lavarropas y el horno con sus puertas abiertas, las luces encendidas, el botiquín del baño hecho pedazos, algunas tablas del suelo desprendidas, entre un sinfín de cosas más. Sin embargo, remarcó que no notó que le faltara nada de valor, pese a que no había tenido la oportunidad de revisar bien toda la casa como para asegurarse de ello. Lo que sí le pareció más extraño aún fue que el dormitorio de su hija, Elizabeth, estaba intacto. Solo tenía la luz encendida, la cortina corrida y un alhajero musical abierto, con la música sonando y la muñequita de dentro bailando sobre ella. Beth y Omar se pasaron toda la noche en la seccional policial. Cansados, con frío y hambre, regresaron a su hogar sabiendo que tendrían una larga tarea por delante. Elizabeth se pidió el día en el trabajo para quedarse con su padre y poder

ayudarlo a acomodar todo el caos que había quedado en la casa. Afortunadamente para ella, su jefa era muy comprensiva y, sin dudarlo un segundo, le permitió faltar a la biblioteca, indicándole que no se hiciera problema y que ella misma sería quien la cubriría. Beth le agradeció y le dijo que podía llamarla por cualquier duda si era necesario. Al comenzar a ordenar, se dieron cuenta que efectivamente nada de valor había sido robado y que, de hecho, nada faltaba. Incluso un cuadro de arte de una artista reconocidísima, que debería salir por lo menos miles de dólares —una pintura de óleo sobre lienzo rectangular, con un paisaje de árboles verdes y amarillos, unas montañas al fondo, y un lago en el medio con dos veleros— seguía allí como si nada, tan solo un poco inclinado quizás, pero ni se percataron de llevárselo. Eso solo hacía más extraña la situación de que alguien hubiese entrado. Si todo estaba, si nada faltaba... ¿por qué se metieron? Una vez que estuvo todo en su lugar y limpio, Beth se detuvo en su cuarto, miró la caja musical —que ya se encontraba cerrada— y recordó a su madre. Para su cumpleaños número diez, Selene la despertó con un gran desayuno y un paquete pequeño con un gran moño. Al abrirlo, una caja relució bajo su mirada y al levantar su tapa una música sonó serena y la envolvió bajo su manto, mientras la pequeña bailarina danzaba al ritmo de la melodía. Ese fue su regalo, la cajita musical con la muñequita que bailaba sobre un fondo de luna y estrellas; en el costado de la luna había inscriptas dos iniciales: una S. y una H., por Selene Hiperión. Ese objeto tan hermoso le pertenecía a su madre desde niña y a partir de ese momento pasó a ser de Elizabeth. Desde entonces, se propuso cuidarlo como si fuese su máximo tesoro. Luego de derramar algunas lágrimas por el recuerdo que se le había venido a la mente, tanto por el dolor como por la alegría, se preparó una gran taza de café negro con azúcar. Necesitaba un shot, pero de cafeína. Se sentó frente a su computadora de escritorio y comenzó a buscar por internet la palabra que no la dejaba tranquila y que se había venido repitiendo una y otra vez mentalmente: «Traditor». Para su sorpresa, la palabra apareció junto a su significado y quedó latente en la pantalla frente a su rostro: «Palabra del latín: traditor, significado: el traidor. Hace referencia a aquella falta que quebranta la lealtad, o la fidelidad, que se debería guardar hacia alguien o algo». De pronto, un gran cansancio cayó encima de los hombros de Elizabeth, como si hubiese estado días enteros sin

dormir y trabajando sin siquiera frenar un instante. Su presión se le desmoronó, palideció de repente. La vista comenzó a temblarle nuevamente, empezó a sentir náuseas y la embargó una sensación de angustia en conjunto con falta de aire, lo que le hacía sentir que le apretaba el pecho, dificultando que pudiera respirar con normalidad. Decidió acostarse para no desfallecer. Pese a que se tapó con dos sábanas y una frazada, no podía parar de temblar, sentía muchísimo frío. Intentó calmar a sus dientes para que dejaran de tiritar. Comenzó a respirar lo más hondo que pudo, tratando de relajarse y de obligar a su cuerpo a que parara de sacudirse. En cuanto pudo lograrlo, se adentró en un sueño profundo.

Con amor, para la auténtica Luna y el verdadero Sol, aquellos que día y noche están presentes y dispuestos a darlo todo por sus pedacitos de vida hechos con amor: mis padres, Ester y Norberto. Sin ustedes no sería quién soy.

Capítulo II

Un portal en sueños

Junín, Agustina, Bs. As., Argentina. Año 1901.

Una bella mujer, de contextura flaca y esbelta, con el cabello rubio platinado enlazado en un perfecto rodete y unos ojos celestes como el cielo, caminaba bordeando las vías del tren de Agustina: un pueblito humilde y con pocos habitantes de la localidad de Junín, en la provincia de Buenos Aires. Había llegado hasta ese pueblo hacía unos cuatro años y se enamoró de la tranquilidad que transmitía el lugar, de las pequeñas casas antiguas que había y, por sobre todas las cosas, de lo majestuoso que se veía el cielo. Extenso, enorme, despejado y repleto de luces brillantes. Al principio encontró refugio en un molino viejo y abandonado que estaba en una zona más alejada a lo que era el centro de Agustina. Había poca gente circulando por ahí, por lo que el silencio reinaba y la tranquilidad abundaba. Sin embargo, el molino no tenía todas las comodidades necesarias, era un buen sitio donde dormir y estar segura de los fríos y tormentas, pero en él no podía cocinar o asearse. Gracias a todos los conocimientos y habilidades que poseía, rápidamente encontró la manera de conseguir un lugar propio, con todos los ambientes y servicios que le hacían falta, cercana a todas las viviendas, locales y tiendas del pequeño pueblo. Cada noche que pasaba, se recostaba en el parque que quedaba a pocos metros de la casita en la que consiguió hospedarse y se quedaba mirando y observando hacia la inmensidad de la atmósfera, quedándose acostada allí durante horas, completamente maravillada y meditabunda. Contaba todas las estrellas, y nombraba todas las constelaciones que aparecían: —Cinturón de Orión, Lucero del Alba, Osa mayor, Osa Menor, las Siete Hermanas, Bellatrix, Saiph, Cruz del Sur, Alpha y Beta, Centauro, Marte,

Júpiter, y tantas otras que habitan en el firmamento… ¿Por qué se ocultan del ojo humano? ¿Acaso los hombres no son dignos de apreciar las maravillas que ustedes crean? El cielo baila todas las noches, los hombres duermen, y por cegar su mirada en un sueño no saben de lo que se pierden —recitaba como poesía. La luna se reflejaba en sus ojos con un brillo único y la empapaba con su luminosidad por completo. Sin dar importancia a su alrededor, la bella dama comenzó a hablarle al cielo y a las estrellas nuevamente. —Querida madre Gea, ¿cuándo será el momento de levantarme nuevamente? ¿Es verdaderamente justo castigar por amar? Juro que jamás busqué enamorarme de ese hombre, sin embargo, no pude despegarme de él en cuanto lo conocí. El amor es así de ilógico: se presenta a tu puerta, la golpea dulcemente y en cuanto permitiste abrirle un poco, inmediatamente te empapa con su luz, dejándote cegada. Te genera la sensación de querer abrir esa puerta aún más y más, alentándote a querer iluminarte por su brillo. Te hace sentir que entra un nuevo aire que te purifica por dentro. No lo esperé, no lo busqué, solo se me apareció… Y la llegada de este hombre fue suficiente para dejarme hechizada bajo el encanto de su mirada; esa fue la culpable por condenarme a amarlo para toda la eternidad. »Ahora que él no está, no sé qué hacer o cómo continuar. Si me dejaras regresar, si me dejaras ser quien soy nuevamente… Prometo brillar como nunca y no volverme a apagar jamás —dijo melancólicamente—. Hermanos, si me dan la fuerza y si me perdonan por haberme alejado de ustedes por este loco amor, les juro que seremos el mismo trío de siempre, aquel que el resto envidiaba con desazón… —agregó. Con los ojos llenos de lágrimas cristalinas, la hermosa mujer se levantó y comenzó a caminar en dirección al viejo molino abandonado que se encontraba a pocas cuadras de allí. Ese sitio donde durmió sus primeras semanas cuando llegó a Agustina, antes de tener el dinero suficiente para alquilarse su casa. Siempre le gustaba regresar, recordar cómo era ella al momento de arribar al pueblo y cómo fue después, cuando entró aquel campesino que la enamoró a primera vista. Mientras caminaba, iba cantando una canción, en una lengua extraña, al compás de una música que emitía una pequeña cajita que tenía entre sus manos. Era un alhajero, que al abrirlo una pequeña bailarina se desplegaba y bailaba al ritmo de la canción. La parte de la tapa que se levantaba para activarla tenía un fondo de

cielo estrellado, con una luna resplandeciente en un costado. Cada tanto, detenía su marcha para cerrar sus ojos e imaginarse que estaba en un escenario diferente, bailando alrededor de las estrellas, rodeada de la luz que emitían. Cuando estaba a punto de llegar al molino, nuevamente sus recuerdos trajeron a su mente al campesino. Un hombre más que importante para ella, uno de sus grandes amores, el que le dio el motivo final para quedarse en ese pueblo y no seguir avanzando. Era la persona más buena y amable que jamás había conocido. Un caballero con todas las letras, un amor sin igual. Aquel que le activó el corazón, le acariciaba el alma, le daba energía y le quitaba todos los pesares, miedos y disgustos que tenía. Al entrar en el molino, empapada de la calidez del recuerdo, aunque con una mezcla de felicidad y tristeza, no pudo terminar de imaginarse todos aquellos bellos momentos que había vivido junto a él. Algo interrumpió su imaginación. Cuando se encontró dentro del lugar, sus sentidos se le activaron y se alertó al notar algo distinto y extraño. En un lecho de paja, que había en un costado, notó un bulto que no había estado nunca en ese sitio. Parecía ser la silueta de una persona recostada allí. Se acercó lentamente, procurando tener cuidado y con la guardia en alto, en caso de tener que reaccionar ante un ataque o algo distinto. No estaba segura si se trataba de un ladrón, un forastero, un animal o algo más. Para cuando estuvo lo suficientemente cerca, descubrió que sus primeras sospechas estaban en lo correcto. El bulto se trataba de una persona, más específicamente un señor que estaba dormido y temblando de arriba abajo por el frío que hacía esa noche. A la joven le dio pena y lentamente, de puntillas, sin hacer demasiado ruido, se dirigió a una escalera rota que había en el otro extremo del molino y agarró una manta que ella siempre dejaba guardada allí por si acaso. Aún más sigilosamente que antes, tratando de hacer el menor ruido posible, se acercó al sujeto que dormía para taparlo con la frazada. Ella recordaba los primeros días en que le tocó atravesar las primeras heladas del pueblo, sin tener a nadie que la ayudase y sin tener nada con qué cobijarse, hasta que pudo conseguir aquel rectángulo de lana que había encontrado tirado y que le brindó el calor necesario para poder sobrevivir. En cuanto apoyó la manta sobre el cuerpo del extraño, este se despertó de inmediato, sobresaltado, pegando un grito agudo cargado de susto. Increíblemente para ella este vagabundo deambulante no se veía como cualquier

otro, por el contrario, estaba bien cuidado. De hecho, era hermoso, joven, musculoso, de cabello colorado y unos ojos negros penetrantes. Intentando calmarlo y no alarmarlo más de lo que ya estaba, la mujer trató de poner su expresión más amable y su voz más suave. Sin embargo, a ella también se le notaba esa misma intranquilidad que le dio a él. —Discúlpeme, señor, no quería asustarlo ni despertarlo, solo lo quería tapar porque es una noche muy fría y usted está temblando mucho, no era mi intención que se pusiera así —le dijo la mujer con una sonrisa, pero con tono nervioso y titubeante. El hombre, sin decir nada, se sentó lentamente, extendió uno de sus brazos y con una mano suave le acarició el rostro, muy cálidamente para intentar calmar la desesperación que se le evidenciaba a ella. En ese momento, la joven de cabello platinado se dio cuenta de que sus manos no estaban frías en absoluto, sino que irradiaban bastante calor, todo lo contrario a lo que demostraba el cuerpo tiritante del muchacho. —No se preocupe, señora, no podría tener o sentir frío estando junto a una persona tan hermosa como usted —le respondió el joven. Sonrojada, le esquivó el halago y le preguntó qué hacía ahí recostado. —Acaso, ¿no tiene algún lugar al que ir? —remató la dama, aún colorada. —No, señora, o señorita, llegué por aquí de casualidad y ni siquiera sé bien dónde estoy. Venía con mi caballo, pero un forastero que encontré en el camino me lo robó. Caminé sin rumbo lo más que pude hasta que me encontré en este pueblo y con este molino viejo. Como vi que no había nadie y que el lugar estaba descuidado, asumí que no pertenecía a ninguna persona. Aproveché la paja que estaba en este costado para poder dormir un poco y descansar. He caminado durante mucho, no sé si han sido horas o días, pero el agotamiento físico que tengo es grandísimo —respondió el muchacho de pelo rojo con expresión de fatiga. —Mire, caballero, mi casa no es muy grande, pero podría quedarse conmigo hasta poder conseguir los recursos necesarios para poder tener un lugar propio —comentó ella.

Y luego, le relató su propia anécdota de cuando había llegado hasta ese pueblo en las mismas condiciones que él, sin familia, sin trabajo o dinero con el que poder hospedarse y que, con esfuerzo e ingenio, logró conseguir lo necesario para poder tener su propio hogar. Se compadeció de él y le dijo que sabía lo que debería estar sintiendo, esa intriga de qué le depararía el destino, el miedo a no poder lograr nada, a quedarse solo y desamparado. —Pero no temas, prometo ayudarte a salir de esto —precipitó a decirle, con una hermosa sonrisa en su rostro. El joven escuchó atento toda la historia y las palabras que ella le compartió, asintió con su cabeza comprendiendo lo que le decía y le agradeció por la grandísima humildad y ayuda que le estaba brindando sin siquiera conocerlo. —No logro entender cómo alguien tan especial como usted no posea un hombre que la mime y cuide. No solo es hermosa y radiante por fuera, sino que también lo es por dentro —la halagó nuevamente el extraño, poniéndola en una situación incómoda y sonrojándola aún más—. No quiero ponerla extraña o distante conmigo con lo que le digo y no quiero que piense en mí como un ser degenerado. No soy así en absoluto, por el contrario, solo soy un hombre sonso que aprecia las bondades y generosidades que las personas le brindan y, por sobre todas las cosas, soy alguien que respeta a la mujer más que a sí mismo. Todo lo que somos los hombres se lo debemos a las mujeres, desde el minuto uno al que venimos y llegamos a este mundo, a través del nacimiento —continuó diciendo—. ¿No cree usted que a veces los encuentros desconcertantes, los no esperados, son señales del destino? Yo creo que sí, porque la veo aquí sentada junto a mí y le juro que la puedo imaginar de esta misma manera por el resto de mi vida —remató dulcemente el muchacho, nuevamente recostado en el lecho de paja. Más ruborizada que antes, acalorada y con gotas de sudor frío cayéndole por su sien, la mujer se limitó a sonreír y posteriormente lo ayudó a levantarse por completo. Creía que el hombre estaba volando de fiebre y que todo lo que decía era resultado de ese malestar. Ella tenía bien claro que lo llevaría hasta su casa, sin ninguna intención rara y que no iba a permitir ningún comportamiento extraño por parte de él. Le ofrecería darse una buena ducha y lo esperaría con un plato de sopa calentita. Descansar le iba a hacer bien al hombre, le bajaría la temperatura que lo estaba

haciendo delirar. Mientras caminaban hacia la casa, el joven no paraba de balbucear; hablaba consigo mismo en voz baja y, cada tanto, miraba hacia su alrededor como si estuviera con miedo a que alguien lo viera, o como si alguien lo estuviera persiguiendo. A la muchacha eso le dio un poco de desconfianza, al fin y al cabo, no lo conocía y tranquilamente podía ser un asesino o ladrón al que estaban intentando atrapar. Para romper el hielo, el momento de persecución y silencio que se había generado camino a la casa, la hermosa dama quiso sacarse la duda de los pensamientos que se le habían empezado a formar en consecuencia a la actitud que él había adoptado. —¿Cómo te llamas, jovencito? ¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó la dama. —No soy tan joven como aparento, pero acepto y agradezco su cumplido de todas formas. Mi nombre es bastante complicado de pronunciar en verdad, es de origen israelí, las personas suelen decirlo mal o no entender cómo se dice. Por ese motivo lo adapté a una manera más sencilla y amigable, a una que me gusta más y todos lo entienden. Por lo que mi nombre es simplemente Ariel. Respecto a cómo llegué hasta aquí, ya le respondí, señorita, me han robado mi caballo — le respondió. —Sí, lo sé. ¿Pero hacia dónde estaba yendo antes de que le robaran? ¿Acaso escapa de alguien? —aventuró a preguntar ella. —Claro, entiendo su desconfianza. No debe preocuparse, no soy ninguna persona mala. Sinceramente, vengo desde muy lejos, huyendo de mi hogar. Mis padres querían obligarme a casarme con una joven que a mí no me agradaba en absoluto. No quiero que me prejuzgue, la dama era muy bella, pero era una mujer cruel, intolerante y egoísta. Mis padres querían que me esposara con ella porque era adinerada y de una familia noble y de jerarquía alta. Luego de discutir con ellos durante meses, decidí irme. No tenía un rumbo fijo, solo quería alejarme lo más posible para que no me encontraran y obligaran a estar con ella —relató el muchacho—. Me gustaría ser yo quien le haga la siguiente pregunta ahora. ¿Puedo ser atrevido y saber qué nombre lleva consigo una mujer tan bonita como usted? —le preguntó con cara seductora.

Colorada como tomate y sonriendo como una niña ante el obsequio del juguete más deseado, respondió casi en un susurro. —Es un lindo nombre el que adoptaste. Un gusto Ariel, el mío es Selene, pero me podés llamar Sele. Nada de formalidades, por favor. Te pido disculpas por haber sido entrometida y haber desconfiado de ti. Sinceramente, noté que observabas intranquilo hacia todas partes y eso me generó un poco de miedo — le respondió ella avergonzada. Ariel emitió una gran sonrisa, asintió con la cabeza y le ofreció su brazo para que Selene se lo tomara. Él ya podía caminar erguidamente, con pasos más firmes; se notaba que estaba recobrando energía y vitalidad. Caminaron agarrados del brazo, bien pegados el uno con el otro, hasta que llegaron a la casa de Selene. Una vez dentro, ella le mostró el baño, le ofreció una toalla y ropa, y le dijo que podía tomarse una ducha el tiempo que necesitara, que no se debía preocupar por hacerlo rápido. Luego de un buen y tibio baño, Ariel salió y se dirigió por un pasillo hasta la única habitación que estaba iluminada. Se encontró con la cocina. Dentro de ella estaba Selene esperándolo sentada con un plato humeante, con un olor delicioso, donde parecía estar aguardándolo una deliciosa sopa de verduras y carne. Limpio y aseado era aún más hermoso de lo que ella había apreciado en el viejo molino. Tenía un rico olor a jabón de almendras, el pelo colorado peinado hacia un costado y unas pecas marroncitas que le resaltaban en su rostro blanco. Selene le prestó una ropa que tenía guardada en un viejo placard, la que le pertenecía a su expareja, su último amor, fallecido hacía aproximadamente tres años. A Ariel le quedó perfectamente la ropa, seguramente deberían de tener el mismo talle. Ella no podía, aunque lo intentaba, quitarle los ojos de encima. No podía negar que el joven que encontró en aquel lugar la deslumbraba y atraía bastante. —Sele, ¿por qué tienes ropa de hombre en tu casa? ¿Acaso tenéis esposo? Yo que creí y dije que no lo tenías… Pido disculpas por mi impertinencia. Acaso, ¿tu esposo está en la guerra? —aventuró a preguntar. Luego de un suspiro, ella respondió, con la mirada baja y tono dolorido.

—No, para nada. En verdad… nunca tuve un esposo, no me he casado nunca. De hecho, actualmente, no poseo ningún hombre a mi lado. Pero en algún momento sí lo tuve y era alguien que me amó y a quien amé muchísimo —se interrumpió un momento, cuando su voz se le quebró—. El tiempo y la vida son crueles, ¿sabes? No entiendo, y no voy a lograr entender nunca, por qué son así con nosotros estos dos impostores. Se terminan llevando a las personas que más queremos y amamos a un sitio alejado de nosotros, a un lugar inexplicable, desconocido, donde de allí no regresan más —terminó diciendo, con lágrimas cayendo por sus mejillas. Ariel rápidamente comprendió lo que ella le decía. Corrió su plato, se levantó de la silla y, puesto en cuclillas frente a ella, le secó sus lágrimas dulcemente. —Lo lamento muchísimo. No he querido hacerte revivir ningún dolor. Si me permitís… me gustaría guardar estas lágrimas que estas derramando. ¿Sabes por qué? —le preguntó él. Selene, intentando dejar de llorar, movió su cabeza de forma negativa mientras refregaba sus ojos. —Primero, porque eres mucho más hermosa cuando sonreís, y verte así me está destrozando el alma y corazón. Me gustaría poder tener la confianza necesaria para poder abrazarte, contenerte y brindarte la calma que necesitas. Y segundo… porque se nota que esas gotas que caen de tus hermosos ojos son de dolor, pero por sobre todas las cosas… de amor. El amor que siempre me hubiese gustado tener, el poder sentirlo intensamente hacia alguien y que esa persona también lo sienta por mí —le dijo. Selene sonrió ante la confesión del joven y apoyó su cabeza sobre el hombro de él. Ariel la comenzó a acariciar y a peinar con sus manos, por su largo cabello blanco platinado. —Sé que recién nos conocemos, pero algo me da la sensación de que nos conocimos desde mucho antes de este encuentro. Incluso presiento que nos estábamos esperando desde hace mucho y que todo esto no es por casualidad. No sé cómo explicártelo, Selene, pero siento que quiero protegerte de todo mal y que quiero todo lo más hermoso contigo —le dijo con ternura. Ella se apartó rápidamente, asustada por el comentario. Lo que él acababa de decirle la puso un tanto nerviosa. Pero al mirarlo de frente, a sus ojos, de una

manera inexplicable, y como por fuerza de un imán invisible que forzaba su atracción, lo envolvió en sus brazos y lo atrajo hacia sí para besarlo apasionadamente. Durante un largo instante se hundieron en un beso profundo, cálido y reconfortante, cortando sus respiraciones y escuchando únicamente el ritmo de sus corazones palpitando con fuerza. Cuando separaron sus labios, ella lo miró fijamente. Observó y contempló toda su persona: su rostro, su boca, su cabello, sus facciones y esos ojos negros que sentía que la envolvían. Al mirar más profundamente en ellos vio una imagen: una chica durmiendo, recostada en una cama, en un lugar distinto al que se encontraban. Con cara pensativa, la comenzó a llamar: —¡Elizabeth! ¡Beth! ¡¡¡¡DESPIERTAAAAAAAAAAAAA!!!!

Elizabeth, como si estuviera del otro lado del reflejo de esos ojos cristalinos, despertó en su casa sobresaltada. Todo había sido un sueño.

La magia sucede cuando crees en ella y la deseas con todas tus fuerzas.

Esas enseñanzas se las debo a los motores de mi vida, que con su imaginación y creatividad me trasladan a un mundo de fantasía soñada, a mis sobrinos amados: Tobías e Indiana.

Capítulo III

Las pesadillas cobran vida

Villa Ortúzar, Capital Federal, Argentina. Año 2010.

Beth despertó empapada en sudor y con las sábanas enredadas entre sus piernas. En cuanto se incorporó en su cama, se quedó mirando la cajita musical que era de su madre e inmediatamente las lágrimas se apoderaron de ella. Como era habitual, no recordaba bien qué era lo que había soñado por completo. Sin embargo, estaba segura de que debió haberse tratado de un sueño horrible, ya que la angustia que tenía no la podía controlar. Sacudió su cabeza con los ojos apretados fuertemente, como para sacarse esa sensación de preocupación de encima. No quería seguir enganchada o pendiente de eso. Al menos, no ese día, ya que, afortunadamente, iba a poder despejarse un poco luego de mucho tiempo. Darshan, Romina y Joel pasarían a por ella en una hora para irse todo el fin de semana de camping. Necesitaba con ansias irse para pensar en nada, estar en o con el verde de la naturaleza y rodeada de la tranquilidad que brindan el viento, los árboles, los animales y las estrellas por la noche. Deseaba ese aire renovador de estar lejos de los problemas. Bajó al comedor, saludó a Omar que estaba en la mesa escribiendo un guion, desayunó rápidamente su café con dos galletitas y, al terminarlo, volvió a subir a su habitación para ultimar el armado de su mochila con las cosas necesarias para la salida con los chicos: protector solar, repelente para mosquitos, linterna, cortaplumas, bolsa de dormir, aislante, bolsa de rancho, bolsa de aseo, juego de cartas, poncho, café instantáneo, sobres de azúcar, algunas cosas de botiquín por si acaso, entre otras cosas que le serían útil para acampar el fin de semana.

A las diez de la mañana Joel estaba en la puerta tocando la bocina de su coche, un Renault Sierra gris. Beth bajó corriendo las escaleras, gritó un «Chau Pá» y salió a la calle con una sonrisa radiante y una emoción que se notaba en kilómetros. Para cuando se acercó hacia el auto, la sonrisa se desdibujó de su rostro y su expresión se puso tan gris como el Renault. Le cambió la cara totalmente cuando notó que Romina y Darshan no estaban ahí. —Joel... tenías que pasar a buscar a los chicos primero y a lo último pasabas por mí. De esa manera, ya salíamos derecho a la ruta desde acá que era más sencillo. Ahora vamos a tener que dar mil vueltas para poder enganchar el camino... ¡te lo dije anoche! —reprendió Elizabeth con su peor cara de enojo. —Hola, mi amor, ¿todo bien? ¡Qué lindo verte! Gracias por venir a buscarme — respondió Joel irónicamente y también cambió su cara—. ¿No deberías saludarme así después de estar tres días sin vernos? Elizabeth abrió grande los ojos y se sonrojó al notar que era cierto. Trató de aflojar su expresión ruda y obligó a sus cejas a relajarse y dejar de estar fruncidas. —Mira, bonita, arranquemos de cero... —Se acercó a ella y le dio un beso—. ¡Hola, amor! ¿Cómo estás? Te pido perdón por no venir con los chicos, pero antes de que me retes te quiero contar por qué y cómo fueron las cosas. La verdad es que sí pasé a buscarlos antes de venir a por ti. Pero para cuando llegué ambos me dijeron que, en ese mismo instante, los acababan de llamar desde el call center donde trabajan para decirles que hubo ciertos problemas y que necesitaban que fueran para allá urgente para solucionar los conflictos. Doy fe de que Romi y Darshan se entristecieron porque vi sus expresiones. Aparte de que lo lamentaron mucho por no poder venir con nosotros de camping. Romi dijo que te iba a escribir —explicó Joel. —Qué raro… —se lamentó Elizabeth—, ninguno de los dos me mandó mensaje avisándome de nada. Es un chiste de mal gusto, ¿no? —sospechó Beth. Joel solo puso cara de compasión y negó con su cabeza. —¡De igual manera nos vamos! Con los chicos o sin los chicos... nos vamos a pasar el fin de semana fuera. Te va a hacer bien y yo tengo la carpa y el resto de las cosas. Además, hace mucho tiempo que no pasamos un rato solos los dos — le recalcó su novio—. Va a estar bueno gorda, ¡la vamos a pasar bien! —

exclamó con una sonrisa de oreja a oreja—. Guardemos la mochila en el baúl y arranquemos viaje —la alentó. Beth guardó la mochila en el compartimento trasero del vehículo y se fue a sentar en el asiento del acompañante, mirando al celular a cada instante, esperando algún mensaje de Romina o de Darshan. Sentía una gran decepción. Nuevamente sus amigos le fallaron y ni siquiera tuvieron el decoro de avisarle de nada. Suspiró, se tragó el orgullo, e intentó pensar en que se iba para despejar la cabeza y no para seguir haciéndose mala sangre o problemas innecesarios. Tampoco era que la estaban dejando sola. Su novio Joel iba con ella, no necesitaba nada más. Al cabo de dos horas andando por la ruta, llegaron a destino: San Pedro. Una ciudad a tan solo 164 kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero colmada de verde, barrancas, peatonales, cosas ricas y a la orilla del río Paraná. Una vez en el centro de la ciudad, comenzaron a buscar recomendaciones de diferentes sitios para acampar. Consiguieron uno bueno y económico, que quedaba justo a unas pocas cuadras de la terminal de micros —en caso de que Romina y Darshan pudiesen ir después—. Era el lugar ideal para ellos, un camping tranquilo, con verde por todas partes, una pileta enorme, un almacén que tenía todo lo necesario para abastecerse, una plaza con juegos, unas canchitas de fútbol, básquet y tenis, baños con agua caliente y parrillas para cocinar. Entre risas y la emoción que los embargaba, comenzaron a armar su carpa en la parcela que les asignaron. Una vez que acomodaron todo dentro de ella, se pusieron las mallas y pasaron por el pequeño almacén para comer unas deliciosas empanadas de jamón y queso. De postre se pidieron un helado cada uno. Mientras estaban bajo la sombra de un árbol, sentados en el pasto para hacer la digestión y luego ir a la pileta, se acercó una niña pequeña rubia, de unos seis años aproximadamente. Con cara de angelito divino les preguntó cómo se llamaban. —Hola, pequeña, yo soy Elizabeth y él es Joel. ¿Cómo te llamas tú? —le respondió Beth. —Qué nombres más raros que tienen... —dijo pensativa la pequeña—. ¡Pero me

gustan! —remató con una sonrisa—. ¿Son hermanos? —preguntó señalándolos, primero a Joel y luego a Elizabeth. Joel sonrió y le respondió: —Por suerte, no. Ella es mi novia, ¿verdad que es muy hermosa? La niña miró a Elizabeth de arriba abajo, esbozó una gran sonrisa y contestó: —¡Claro que sí! Mi mamá diría que se parece a una Diosa del Olimpo. Pero... — Apoyó su dedo índice debajo del labio inferior y miró con los ojos hacia arriba, como si estuviese pensando—. La verdad es que no entiendo qué es lo que significa realmente —comentó mientras se rascaba la parte trasera de la cabeza y comenzaba a reírse avergonzada. Durante un breve instante los tres rieron a carcajadas ante la sinceridad de la niña y su risa contagiosa. —¿Dónde está tu mamá ahora? —le preguntó Beth. —Está con papá en el bosque. Muchas veces van para allá, pero no me dejan ir con ellos porque dicen que es peligroso, que hay muchos monstruos —les contó con gesto exagerado de miedo y susurrándoles. —¿Aquí en el camping hay un bosque? —preguntó Joel con cara de aventurero. —Sí, al fondo de todo el predio, pasando las canchas está. Pero en realidad está prohibido ir. Mi mamá y mi papá van seguido para buscar leña, no les importa que no los dejen. Ahí está lleno de tronquitos que les sirven para hacer fuego, y acá en el camping no hay nada. Y como no hay nada, hay que comprar carbón en el almacén. Mamá dice que es apropósito, «una engaña pichanga» —respondió la pequeña. Beth miró a Joel y negó con la cabeza. Ya lo conocía y podía leer a la perfección el pensamiento que estaba retumbando en la mente de su novio, un deseo de querer ir a ver ese «bosque prohibido». Joel, al ver la negativa de la joven, le puso los ojos en blanco y suspiró decepcionado. —Al final no me respondiste, ¿cómo te llamas, linda? —insistió Elizabeth.

—Me llamo Sele. En verdad es Selene, pero no me gusta que me digan así porque se burlan de mí y me dicen «Sé-nene» —respondió con cara de tristeza, agachando su cabecita. Cuando Elizabeth escuchó ese nombre, hormiguitas le empezaron a recorrer por todo el cuerpo, se puso pálida y comenzó a agarrarle una sensación de nervios en la panza —esa que pone mal a cualquiera—. Se levantó inmediatamente, pidió disculpas y se dirigió corriendo al baño. Al llegar, rompió en llanto automáticamente. Se lavó la cara, se miró al espejo y, para cuando se tranquilizó, se maldijo a sí misma por haber reaccionado de esa manera tan chiquilina enfrente de aquella niña que no tenía culpa de nada y que seguramente no entendió por qué salió corriendo. Regresó a donde estaban antes y, para su sorpresa, Joel se encontraba solo. Se paró en cuanto la vio y la envolvió en un abrazo fuerte. Él sí que comprendió por qué actuó de esa manera. Fue por el nombre de la pequeña, el mismo nombre que su madre. Nuevamente el llanto afloró en Beth, pero esta vez se sentía distinta, protegida, no tan vulnerable como antes. Los dos jóvenes se besaron por un largo rato, se miraban, se acariciaban y volvían a besarse. No hizo falta decir más nada. —Vamos a refrescarnos, bonita. Ya pasó una hora así que la pileta nos está llamando para que la probemos y nos sumerjamos en su agua —le dijo Joel sonriendo de costado, de esa manera tan canchera que le encantaba. —Sí, vamos a enfriar la cabeza y las ideas —le respondió ella. Estuvieron unas cuantas horas en el agua: nadando, jugando entre ellos, disfrutando, sacándose fotos y riendo juntos. Cuando sus dedos se volvieron como pasas de uva, por estar tanto tiempo debajo del agua, y cuando el viento comenzó a dar frío y a poner la piel como gallina, salieron y se sacudieron como un perro lo hace luego de pisar un charco de lodo y embarrarse íntegro. Se recostaron sobre sus toallas al borde de la pileta para tomar sol y secarse del todo. Comenzaba el atardecer y el hambre se hacía presente. Fueron hasta el almacén y compraron unas ricas facturas de sacramento que vendían allí. Y como Joel era un gran cebador, como se les dice a las personas que son fantásticas haciendo

mates, preparó un termo con agua caliente —ni muy hervida, pero tampoco muy tibia, a una temperatura justa para que no queme la lengua, ni quede áspera como la de un gato; y al mismo tiempo no muy tibia, porque si no la yerba mate no desprende bien su sabor—. Su técnica de «buen matero» consistía en tener un buen contenedor donde poner la yerba mate —lo que se le suele decir como «mate» o «porongo», puede ser de madera, metal, vidrio, calabaza, plástico resistente, hasta incluso se puede armar en un vaso o una taza de cerámica—, una vez que pone poco más de la mitad de yerba en dicho contenedor elegido — el de Joel era de madera, de «palo santo», lo que le da a la yerba un saborcito más agregado y particular—, sacude con cuidado el recipiente de un costado para poner la yerba a unos cuarenta y cinco grados. Una vez realizado eso, le agrega un poquito de hierba de burrito para darle más sabor y, como si se tratara de una cirugía donde el pulso no te puede fallar y tienes que ser delicado, le tira solo un poco de agua caliente en el lado que quedó más bajo de la yerba. Con ese poquito de agua, en ese mismo sitio donde la vertió, agrega suavemente la bombilla metálica —la que sirve para tomar luego el mate—. Por último, en el mismo lugar que antes, echa más agua, procurando verterla solo donde está colocada la bombilla y teniendo más atención aún para no «aguar» o «ahogar» la yerba. Es decir, que pone el agua pero sin mojar todos los palos y hojas, tan solo sigue poniendo hasta que parece que sube todo el contenido, producto de seguir vertiendo, pero sin permitir que el agua quede por encima de ellos. Y así quedarán listos los mates más ricos y duraderos que Beth pudo haber probado. Después de tomar la merienda, decidieron ir a pasear al centro de San Pedro. Pasaron por un parque hermoso que tenía algunos puestos de feria, donde Elizabeth se compró una taza grande, artesanal y muy bella, para usarla de tazón para sus desayunos. Mientras seguían caminando, encontraron una iglesia y entraron para conocerla. Estaba llena de esculturas, rosarios, velas, flores, cuadros e inscripciones y, en la parte superior, en el centro, había una Virgen de manto negro. Pese a la belleza de la arquitectura y de las imágenes que tenía el lugar, algo le anudaba el estómago a Beth, dándole la sensación de que pronto pasaría algo que no estaría para nada bueno. Inmediatamente, tomó a su novio del brazo y, sin decirle nada, lo llevó hacia fuera. Se alejaron rápidamente del recinto sin siquiera mirar hacia atrás. Joel no quiso ni preguntar por qué ahora nuevamente corría. Cuando llegaron a pleno centro recorrieron sus calles, miraron vidrieras, probaron la famosa «ensaimada» de San Pedro —popular por ser una masa suavemente hojaldrada, azucarada y horneada, que puede tener relleno de crema,

chocolate, dulce de leche o no tener nada. Al entrar en o con tu boca se deshace como copo de nieve y te empapa con un sabor exquisito—, compraron algunos víveres para cocinar en el camping y pasearon en unas bicicletas que alquilaron en la peatonal. Al caer la noche decidieron darse un gusto y comer en una parrilla. Eligieron el lugar más barato y pidieron unas achuras, algo de carne, pollo y unas papas fritas. Mientras comían se les acercó una señora vagabunda, junto a su hijo, para pedirles plata o comida. En ese mismo momento el mozo del lugar se presentó enojado y echó a la mujer con su criatura. Elizabeth y Joel no estuvieron de acuerdo con la actitud que había adoptado el mesero y como lo que habían pedido era demasiado, terminó sobrándoles comida. Pidieron la cuenta y que les envolvieran las sobras para llevárselas. Cuando pagaron lo que consumieron, y les dieron su bolsita de comida, se fueron. Caminaron una cuadra cuando vieron a la madre con su hijo mendigo a unos metros de distancia. Decidieron trotar un poco para poder darles el paquete con la comida para ellos. Tanto la mujer como el niño no frenaron ante los llamados de atención de los jóvenes y doblaron en la esquina siguiente. El trote no sería suficiente para llegar a ellos, por lo que debieron correr un poco para poder alcanzarlos. Cuando dieron vuelta a la esquina... no estaban. Ni caminando, ni sentados en alguna escalera de alguna casa. Simplemente, no estaban... habían desaparecido. Superextrañados por lo sucedido retornaron el camino hacia el camping, preguntándose qué habría pasado con aquella señora y su nene. Al llegar al lugar donde acampaban, se tiraron en sus bolsas de dormir para descansar y madrugar al día siguiente. —¿Sabes que te amo un montón y que no hay cosa que me haga más feliz que estar contigo? —le dijo Joel mientras, recostados, se miraban de reojo. Beth sonrió. Adoraba a Joel, estaban juntos hacía muchísimo tiempo, crecieron juntos prácticamente, fueron mutuamente sus primeros amores… sin embargo, desde que su madre falleció, las cosas en Elizabeth no eran iguales, ni con ella misma, ni con nadie. Quería mucho a su novio, pero ya no estaba tan segura de si lo amaba como antes.

—Lo sé, bebé —le respondió ella y lo besó, sin responderle nada más.

***

Al cabo de un rato, ninguno de los dos podía dormir. Comenzaron a matar el tiempo haciendo sombras con la linterna, cantando canciones, dándose mimos, hasta que de golpe Joel abrió muy grande sus ojos y puso cara de haber recordado algo. —Gor, no tengo nada de sueño. Y… bueno... nada... es decir... me acordé de eso que nos contó la nena de hoy, eso del bosque. ¿No tienes ganas de ir a explorarlo? Llevemos las linternas por las dudas de que esté muy oscuro —dijo con cierto entusiasmo disimulado. —Definitivamente NO. Es tarde, no conocemos el lugar, no tengo ganas de tomar frío o de clavarme una rama en el ojo, no quiero que me pique ningún bicho, ni quiero ver a ningún animal raro o muerto. Aparte de todo eso, está prohibido ir —le respondió Elizabeth. —¡Pero lo prohibido es tentador! —exclamó él como un niño. —Pero también es peligroso —contestó Beth con cara de enojo. —Dale, amor… lo peligroso posee adrenalina. Además... a ti te encantan todas estas cosas, no me vengas a decir que no. Antes me hubieses dicho que sí de una —le dijo con cara de tristeza. —Exacto, lo acabas de decir: ANTES. Hoy y ahora, no. Si quieres ve tú, en cuanto a mí… me quedo en la carpa. —Dio media vuelta y se tapó la cara con la almohada. Joel suspiró, abrió su bolsa de dormir, agarró su linterna y se puso las zapatillas. Una vez fuera de la carpa, antes de terminar de cerrarla, metió la cabeza dentro y le dijo a su novia: —Detesto cuando te pones así. Últimamente no me apoyas en nada. Conmigo no

quieres hacer un cuerno, ni podemos ir solos a la esquina. Peleamos más de lo que nos reímos. Te enojas y te pones de mal humor por todo, constantemente. Cada propuesta que te hago no te gusta o me pones cara de desagrado. Cada beso que te doy me es devuelto con frialdad. Si tengo suerte, quizás algún beso es sincero o parecido a los de antes. Puedo contar con los dedos de las manos esos casos... y se supone que somos novios. No me dices ni me cuentas nada. ¿Crees que no me doy cuenta de que siquiera me respondes los «te amo» que te digo? No sé qué te pasa y no sé qué hacer para que no estés así. Espero que lo pienses bien ahora que te dejo un rato sola. Para cuando vuelva del bosque, espero que tengas una respuesta para darme sobre qué es lo que se supone que vamos a hacer con nuestra relación. Me cansé... Trato de entenderte, le pongo onda, Beth, pero solo no puedo construir nada y tampoco soy quien lo destruye —terminó de decir y se fue. En el silencio de la noche, acompañada únicamente por las sombras de los árboles, y algunos ruidos de insectos que revoloteaban por allí, Elizabeth se quedó sola. Se sumergió en sus pensamientos, en todo lo que Joel le había expresado, en su madre, en cómo cambió todo desde que ella ya no estaba, en su relación con sus amigos, con su propio novio... «Me gustaría volver a ser quien era antes —se dijo a sí misma Beth—. Desde el día en que mamá murió algo en mí se rompió, algo de mí se fue con ella. Nada de lo que me gusta o apasiona logra motivarme. Es horrible, pero… no me reconozco cuando me miro al espejo. Juro que la que me mira en el reflejo no soy yo. No me gusta estar ni ser así. Sin embargo, no puedo evitarlo —se recriminaba—. No paro de pensar en cosas feas, de recordar otras tantas que duelen; no logro dejar de sentirme mal, de llorar cada dos por tres, de estar depresiva, de lamentar mi vida, de sentirme vacía, incompleta… ¿No debería sentirme bien, acompañada y llena estando con Joel? Me frustra no sentir nada. Lo miro y me gusta. De eso no hay dudas, ya que es muy lindo, o mejor dicho, es el más lindo de todos. Sin embargo, no me genera lo mismo que antes, incluso no me hace sentir nada ni cuando lo beso. Antes, hasta el mínimo roce de él me erizaba todo el cuerpo y hasta me sacudía los sentidos. Ahora ni sus abrazos me unen los pedazos rotos como sucedía anteriormente. Tampoco me nace decirle que lo amo. Siendo sincera conmigo misma, creo que ya no lo haga más de hecho. Y también me da la sensación de que nunca más lo volveré a hacer. Él también está mal con esto, sé que se da cuenta de todo», pensaba la joven tirada en su bolsa de dormir con forma de sarcófago.

«No sé... Estoy confundida y él no. Noto que intenta sacar lo que queda de esta relación hacia delante y es verdad que solo no puede lograr que las cosas cambien. La realidad es que no quiero lastimarlo y me es difícil todo esto. Lógicamente, pese a nuestras peleas absurdas, nuestros pensamientos diferentes y algunas otras cosas que a veces nos molestan, lo quiero muchísimo. Y me tengo que apoyar en eso para decidir lo que tengo que decidir realmente. No tengo que ser más egoísta... No puedo tratarlo bien un momento y después tratarlo mal. No puedo darle un beso y, al segundo siguiente, mostrarme distante con él. No corresponde atarlo a mi duda y pretender que eso no le afecte, porque evidentemente sí que lo está haciendo —seguía diciéndose a sí misma, dándole vueltas a su cabeza—. Es real… no quiero hacerle mal, no puedo inhibirle su propia vida, ni debo pretender que entienda la mía y se quede ahí esperando eternamente. No es mi juguete, ni es ningún tipo de juguete. Lo único que tengo realmente claro es que no quiero perderlo y deseo que siga siendo parte de mi vida de alguna manera. Después de tanto tiempo juntos no me imagino que él no esté ahí. Quizás no esté más como mi pareja, quizás pueda quedarse junto a mí como un buen amigo —la idea de tenerlo como amigo le generó cierta rareza—. No, definitivamente no puedo seguir con él», decidió y, con una mezcla de sensaciones, comenzó a llorar. En ese mismo instante, como si las nubes hubiesen comprendido la situación y lo que a ella le estaba pensando, chocaron entre sí abruptamente y comenzó a llover con gran fuerza. Parecía que el cielo era de cristal y que se estaba rompiendo a pedazos, generando grandes estruendos y cayendo pedazos de vidrio por doquier. Por supuesto que es una metáfora, solo caían grandes gotas de agua y los truenos sonaban tan fuertemente que la carpa y el suelo temblaban. A cada instante la lluvia era más torrencial y abrupta. El viento soplaba fuerte y los relámpagos iluminaban la carpa entera de un color entre rosáceo y violeta. De pronto, un escalofrío y una sensación de preocupación la paralizaron… Joel estaba fuera en el bosque prohibido, sin nadie, completamente solo. Antes de entrar en pánico, Beth decidió esperar unos minutos más para ver si él regresaba o si la lluvia frenaba un poco. Al cabo de media hora todo seguía igual. El cielo continuaba desintegrándose. Ahora sí, el pánico comenzó a invadirla y a apoderarse de cada uno de sus huesos y músculos… «¿Si se cayó y se lastimó…? ¿Si se perdió y no sabe cómo volver? ¿Si su linterna se quedó sin batería y no pudo seguir avanzando por no poder vislumbrar nada con la oscuridad? ¿Habrá aparecido algún animal y lo habrá

atacado? ¿Le habrá pasado algo peor…?», se preguntaba y torturaba con esos pensamientos negativos. Sin dudarlo ni un segundo más salió de su bolsa de dormir, agarró su linterna y su cortaplumas, se puso una gorra, una campera rompevientos, sus zapatillas y salió de la carpa en dirección al fondo del camping, rumbo al bosque. Realmente corría mucho viento y la lluvia no parecía tener intenciones de frenar. Luego de caminar aproximadamente tres cuadras internas del complejo, encontró el bosque prohibido, bordeado por una red que imposibilitaba su entrada. Elizabeth miró a todos los costados y descubrió un hueco que había en un costado. Parecía que por allí podría pasar su cuerpo. Observó una vez más a su alrededor, cerró los ojos y, cuando estaba a punto de cruzar su pierna para el otro lado, vaciló y se arrepintió. Temblando, por el frío y por los nervios, se dio media vuelta para retomar el camino hacia la carpa y seguir esperando a Joel una vez allí. Caminó media cuadra bajo la cortina de agua golpeando todo su cuerpo. Sin embargo, antes de seguir avanzando, volvió a vacilar… «Tú puedes, tú puedes, tú puedes…», se repetía a sí misma. Asegurándose de que no hubiese nadie, suspiró, echó a correr en dirección al hueco que había visto y se adentró al lugar prohibido sin pensar en nada más, lanzándose por el agujero como si estuviese tirando en clavado en una pileta olímpica... Mientras caminaba e iluminaba con su linterna hacia todas partes, susurraba el nombre de Joel para ver si lograba recibir alguna respuesta. Cada paso que daba era tembloroso y débil. Tenía cada vez más frío, estaba empapada de pies a cabeza. La sensación de miedo y de incertidumbre se hacían presentes con gran intensidad. Conforme avanzaba, la lluvia iba deteniéndose. Luego de un rato, tan solo caía una leve llovizna. Para entonces, la tierra ya estaba embarrada. Beth resbalaba cada dos pasos y se sostenía de alguna rama que tenía a su costado. Los crujidos de los árboles la hacían saltar alarmantemente cada tanto. La combinación de la noche y del bosque daban como resultado la formación de extrañas sombras y siluetas, lo que era terrorífico. A medida que pasaba el tiempo gritaba con más fuerza el nombre de Joel. Temía lo peor... Lo imaginaba tirado en el suelo, indefenso, solo, lastimado, inconsciente. Y solo por eso siguió avanzando, impulsada por las ganas desesperadas de encontrarlo y ayudarlo.

Le costaba caminar, sus zapatillas estaban repletas de barro, le pesaban a cada paso. Había perdido la cuenta de cuánto había caminado, le parecía que había sido muchísimo, que estaba así desde hacía horas. No lo sabía con certeza, pero cada minuto que pasaba era una oportunidad perdida para poder socorrer a su novio. El viento seguía soplando y comenzó a traer consigo un olor a podrido muy fuerte, un hedor totalmente desagradable, como si fuese carne podrida. El estómago se le retorció del asco y comenzó a sentir muchas náuseas. De pronto, recordó algo... Esto ya lo había vivido o, mejor dicho, ya lo había soñado. Comenzó a marearse, a sentir una opresión en su pecho y puntadas en sus pulmones. Se detuvo un instante para dar grandes bocanadas de aire, para llenar aquello que sentía vacío. Justo en el momento en el que se empezó a recomponer un poco, levantó la vista y las volvió a ver... A pocos metros de ella estaban las dos sombras de su pesadilla, las dos siluetas y ese cabello colorado brillante del hombre que apresaba a su madre. De pronto, un susurro, con esa voz espeluznante, llegó a sus oídos diciéndole: —Te vine a buscar, hija mía. La joven emitió un grito ensordecedor que vació por completo el aire de sus pulmones y se desmayó, golpeándose las rodillas y el costado de su cabeza. —Beth… Beth… ¡¡¡¡Elizabeth!!!! —gritó Joel. —Por favor, déjala, suéltala —respondía ella sacudiendo sus brazos. —Beth, ¡basta! Abre los ojos, despiértate —la voz del muchacho vacilaba entre el enojo y la preocupación. Elizabeth abrió sus ojos llenos de lágrimas. Cuando logró enfocar su vista, se dio cuenta que era de día. Estaba en la carpa nuevamente y su novio la miraba con cara de desconcierto y tristeza. —Ya está… tranquilízate, bonita, por favor. Me estabas preocupando. Fue solo una pesadilla. Ya está, estás bien —le dijo Joel mientras le acariciaba la mejilla y le secaba las lágrimas. —¡Ay, Joel! ¿Estás bien? ¿Qué pasó en el bosque? ¿Cómo salimos de ahí? Tú

también viste a mi mamá y a ese hombre, ¿no? —le preguntaba desesperada. —Amor… no sé de qué me hablas. Quédate tranquila y respira. Fue un sueño, Beth, no fue real. Quizás lo que nos dijo la pequeñita te quedó dando vueltas en la cabeza y eso te hizo soñar con el bosque y con tu mamá. Pero estamos bien. Siempre estuvimos acá en la carpa, nunca nos fuimos a ninguna parte —le respondió él con los ojos cristalinos, con una mirada de compasión y dolor al mismo tiempo. Elizabeth abrió la boca para decir algo, pero él la interrumpió diciendo: —Creo que es hora de volver a casa. Basta de bosques, de pesadillas con monstruos y no más niñas que te hagan sentir mal —le dijo Joel. Sin hablar más nada levantaron campamento. Subieron al auto y emprendieron el retorno con destino a Capital Federal. Beth no podía más con su cabeza, con sus pensamientos. No podría haber sido un sueño todo aquello. ¿Otra vez lo mismo? Mientras miraba hacia la ruta, apoyada en la ventana, suspiró y dijo: —Perdóname. No lo hago a propósito, no sé qué me pasa. No estoy muy bien últimamente, estas pesadillas me están dejando sin razón, me hacen perder el juicio. Y… bueno, justamente porque no estoy bien, anoche quería hablar contigo. Eso fue antes de que fueras al bosque, que… —no pudo terminar de hablar porque Joel la interrumpe. —Gorda, de verdad que no me fui a ninguna parte anoche. No fui al bosque. Cuando me dijiste que si quería ir que fuera solo, te besé, te abracé y nos dormimos. Solo fue eso, una pesadilla. No me fui, no me pasó nada. Estamos bien, bebé —respondió el muchacho. Ella comenzó a llorar desconsoladamente, tanto que debieron frenar el auto a un costado de la banquina. —Perdóname. De verdad, perdóname. Eres un chico increíble. Jamás conocí a nadie igual y me enamoré de ti por todo ello. Ese ser maravilloso que tienes dentro, por ser tan perseverante, tan fuerte, tan trabajador y tierno; por ser paciente, protector, además de talentoso y hermoso por fuera y por dentro.

Pero… como dije antes... no estoy bien, y estar así confunde. Siento que estoy en un laberinto sin salida, que tengo miles de acertijos por resolver y ni siquiera sé por dónde empezar. Creo que no quiero que sigamos... Podemos tomarnos un tiempo y ver después qué hacer con nosotros —le dijo Beth entre lágrimas. —¿Me estás hablando en serio? —le preguntó él con la voz quebrada. —Sí —le respondió ella. —Sabes qué pienso sobre eso de tomarse un tiempo, ¿no? —le preguntó. —Sí, sé que crees que no existe… que es o todo o nada, porque no se duda de lo que se siente —le contestó Beth llorando. Él solo se limitó a mirar hacia abajo y asentir con la cabeza. Esperaba que su novia, de toda su adolescencia, le dijera que al final no quería ese tiempo. Pero no pasó y luego de unos largos minutos de silencio, se limpió las lágrimas, golpeó el volante con el puño y dijo: —Entonces... Si no hay amor… que no haya nada. Encendió el motor y retomó el camino, pero esta vez con un nuevo destino: hacia el final de su historia de amor.

Para ese amor, que siendo ajena a la lectura, está oculta entre líneas dando vida a personajes.

Que estas páginas despierten en ella lo más hermoso que tiene una buena historia, quedarse por siempre en nuestra memoria.

Capítulo IV

La locura y el amor

Pasaron tres meses y Elizabeth no volvió a saber más nada de Joel. Los mensajes que ella le enviaba no se los respondía; los llamados no se los atendía; a las reuniones que tenían de amistades en común él no asistía. Después de tantos años juntos, de haber crecido y construido tantas cosas lindas, de un momento al otro, todo se acabó. Pasaron a ser dos desconocidos, dos extraños, dos seres que no recordaban que alguna vez existieron como uno solo. El tiempo fue más duro de lo que ella creyó. El dolor por la distancia y la ignorancia total fue terrible. Ese desinterés lo sentía como un azote constante en su cuerpo. Pero como todo sufrimiento vivido, ella lo enfrentó erguida y con la frente en alto. Siempre cargándose sus pesares en una mochila invisible que llevaba a su espalda donde quiera que fuese. Por fuera demostraba estar entera, pero si alguien hubiese visto cómo estaba por dentro se hubiese dado cuenta de que su alma se encontraba devastada y rota en mil pedazos. Para mostrarle al resto que estaba bien, rápidamente regresó a su trabajo pese a que aún tenía algunos días de vacaciones disponibles para tomarse. Prefería estar con la cabeza ocupada, ya sea atendiendo a los clientes o a los chismosos que iban a la biblioteca; o bien tratando de adentrarse a algún libro que llamara su atención. Seguía sin mucha concentración para enfrentarse a la aventura de leer, pero le ponía gran voluntad y lo intentaba. Por supuesto que las pesadillas en esos tres meses no habían desaparecido, pero sí habían disminuido. No estaba segura de si era por estar pensando mucho en Joel o porque quizás estaba mejor sin él y no lo quería aceptar. Sin importar el motivo del descenso de sus pesadillas, lo grato fue que pudo descansar más y dormir mejor. Solo había una cosa que la tenía preocupada, y era sobre una situación que vivió y la perturbó durante varios días unos meses atrás. Fue algo que no se animó a contarle a nadie por miedo a que la trataran como si fuese una loca desquiciada. El día que terminó con Joel y regresaron de San Pedro, ella fingió que todo había

estado perfecto y que la habían pasado de maravillas. En parte lo hizo para no tener que quebrarse frente a su padre y para no escuchar palabras de aliento o consolación, ni tener que dar otras explicaciones. No quería eso en ese momento, no lo necesitaba. Luego, cuando todo hubiese pasado, se lo contaría a él y al resto. Por lo tanto, llegó ese día e hizo de cuenta como si nada malo hubiese ocurrido. Subió a su habitación con su mochila y se recostó en su cama, abrazando a su almohada y llorando en silencio. Después de un buen rato derramando lágrimas, se incorporó y fue a darse una ducha. Sentía que estaba muy sucia, no solo en el sentido físico, sino también en un sentido anímico por haber dejado a Joel y haberlo lastimado. Una vez dentro de la ducha miró fijamente hacia el rociador, ya que este hacía luces de colores con la presión y temperatura del agua, mojándose por completo su rostro. Sentir los chorros de agua tibia, cayéndole con fuerza sobre ella, la alivianaban. Tomó el jabón y suavemente lo recorrió por sus brazos, su cuello, su pecho, su panza, su espalda. Para cuando llegó a sus piernas, la piel ya se le había empezado a arrugar, por lo que decidió acelerar un poco su baño. No le gustaba la sensación de tener los dedos como si fuese una anciana. De pronto, al pasar el jabón por una de sus rodillas, un ardor la hizo estremecerse de dolor. Bajó su mirada para descubrir por qué y, automáticamente, se dio cuenta de que en ambas rodillas tenía grandes raspones. Parecían dos grandes frutillas, una en cada flexión de sus piernas. No recordaba habérselas hecho, aunque tampoco era raro que estuviera lastimada en algún lugar, ya que a veces era media «india», atolondrada o descuidada. Finalizó de enjuagarse el cuerpo y tomó el shampoo para lavarse el cabello. Al pasar la mano por el costado izquierdo de su cabeza nuevamente sintió dolor. Cuando separó su mano de allí, tenía un poco de sangre. Volvió a tocarse minuciosa y cuidadosamente para ver qué tenía. Resultó ser un pequeño corte y allí recordó... Rememoró aquella pesadilla de Joel y del bosque prohibido, del hombre pelirrojo y la voz escalofriante, de su grito y posterior caída al suelo empantanado. Ella tenía razón, no había sido un sueño. ¿Cómo podía serlo si las heridas estaban ahí en la realidad? Decidió no mencionárselo a nadie. Decidió dejar de pensar y olvidarse completamente de ello.

Sin embargo, luego de tres meses, allí estaba la cicatriz en su cabeza doliéndole por la humedad del ambiente, recordándole que, aunque lo intentara, jamás podría hacer de cuenta de que eso nunca pasó.

Mientras estaba sentada en su escritorio de la recepción de la biblioteca, Elizabeth cerró los ojos tan fuerte como pudo y se apretó la cabeza, con ambas manos, para tratar de apagar el dolor y alejar al recuerdo. Por estar de ese modo no se percató en que un cliente estaba parado frente a ella, esperando a ser atendido. Luego de unos minutos de espera sin éxito, el hombre carraspeó un poco buscando llamar la atención de la joven. Nada… Beth ni lo escuchó. —Disculpe, señorita, no quisiera interrumpir su siesta, pero estoy apurado y no había querido ser descortés antes. ¿Me puede ayudar con un libro? —dijo el hombre un tanto molesto. Elizabeth pegó un sobresalto, se ruborizó por su poca responsabilidad y eficacia con el afiliado y se disculpó. —Mil perdones, caballero, ¿en qué lo puedo…? —no logró terminar la frase ya que, cuando levantó la vista para atender a quien estaba delante de ella, se topó con unos ojos que reconoció inmediatamente. Eran verde amarronados, hermosos, envolventes... Luego reparó en todas las facciones de la cara, la cicatriz que iba desde su mejilla hasta el borde del ojo, unos labios perfectamente delineados y su pelo tan negro como la noche. —Perdón, señorita, se puso pálida de golpe, ¿se siente bien? —le respondió el joven. —Sí, ahora excelente… eh... digo... sí, sí. Perdón, estoy bien. Solo que… creo que en realidad me pareció… no sé si usted sabe, pero… bueno, en realidad nada, no tiene importancia. Solo iba a decirle, ¿en qué puedo ayudarlo? — contestó avergonzada, trabándose en cada frase que quería decir. —No hay cuidado, a todos nos pasan esas cosas. Mire, estoy queriendo encontrar un libro de un autor extranjero, creo que es estadounidense, pero no recuerdo su nombre... —le comentó pensativo, pero no prosiguió. —Mmm... Bueno, primero me gustaría pedirle que no me trate de usted ya que apenas voy a cumplir mis dieciocho años y, llamándome de esa manera, me hace sentir mucho más grande. Segundo, imagine que hay miles de millones de autores extranjeros o estadounidenses. No podría ayudarle sin saber el nombre específico, a menos que puedas indicarme el título del libro que estás buscando —respondió Elizabeth.

En cuanto terminó de hablar se dio cuenta de que, quizás, había sido poco amable en contestarle eso. ¿Y si se lo tomaba a mal? —Cierto. Tienes toda la razón en ello, no te dije nada en concreto. El libro se llama Ángeles caídos. Castigo divino y terrenal, ¿lo tendrán aquí? —le preguntó el muchacho. —Mmmm… sinceramente, no reconozco el título, pero aguárdeme un momento que lo verifico en la base de datos —le indicó Beth. —Sí, no hay problema, tengo unos minutos más como para esperar, señorita Hiperión —contestó él. Tal como si hubiese sido automático, el hombre se percató de que había cometido un error al mencionar el apellido de la joven sin siquiera haber cruzado las formalidades de las presentaciones y se puso al rojo vivo. Hubo un instante de silencio. Elizabeth no sabía si reaccionar o no, si decir algo o permanecer callada. Se debatía consigo misma sobre qué hacer hasta que la intriga fue más fuerte que ella. —Por eso me sorprendí al verlo, lo había reconocido de algún lugar, señor. Cabo Damon, ¿verdad? —no le dio tiempo a contestar y prosiguió—. No es un caso raro el de que la chica recuerde a los policías que la vinieron a ayudar, pero sí es raro que el policía que vino a ayudarla la recuerde a ella, entre tantas víctimas que socorren a diario —le dijo de forma acusadora, pero con cierta picardía. —Le pido disculpas, parece raro y tiene razón. Sinceramente, iro todas las películas que hizo tu padre, por eso recordé su apellido. No quiero que me malinterpretes, por favor —contestó él avergonzado. Elizabeth no esperaba esa respuesta para nada, e incluso se decepcionó al oírla. Ella pensaba en que quizás él la había visto atractiva y por eso la recordaba. Pero no era así, y el sentimiento de desilusión la hizo caer con los pies en la tierra. Esa mínima esperanza que tenía, y que se le quebró, le sirvió para darse cuenta de que ya no estaba más de novia. Ahora sí podía ver al joven policía como alguien apuesto, sin necesidad de tener que esconder ese pensamiento o sentirse mal por haberlo creído. —Está bien, no te preocupes, no pensé mal. Discúlpame si sonó acusador lo que

dije, solo me intrigó. Por cierto, mi nombre es Elizabeth. —Le extendió la mano para presentarse formalmente. —Es lógico que un hermoso rostro esté acompañado por un bello nombre —le dijo sonriendo—. Mi nombre es Abel, Abel Damon. Encantado de conocerte por fuera de mi uniforme y de alguna situación fea. De verdad iro mucho a tu papá —se rio tímidamente. A Beth le revolotearon mil mariposas en el estómago en cuanto le dijo «hermoso rostro». Y, por supuesto, en cuanto notó que le estaba mintiendo. Él no iraba a su padre en absoluto, sino no hubiese dicho que recordaba el apellido de Beth por el productor de cine. ¡Ni siquiera era el mismo apellido el que mencionó! Elizabeth llevaba el apellido de su madre primero y luego el de su padre: «Hiperión Priamo». El apellido de Omar era Priamo. Dedujo que en verdad, el policía sí la veía atractiva y que aquello que dijo de irar a su padre y del libro eran solo una excusa. Sintió mucho calor al pensar en ello y comenzó a transpirar. —¿Te sentís bien en serio? Hace un rato estabas pálida como un fantasma y ahora estás sudando. ¿Necesitas que te vaya a comprar algo o que te lleve a algún hospital? Vi que hay una farmacia a una cuadra de acá —observó preocupado Abel. —No… no hace falta, es que… voy a parecerte una verborrágica… pero la verdad es que hace poco terminé con mi novio de toda mi vida y él era el único que me decía algo así de lindo. Sé que es una tontería y no ha sido un acto que halague el que has hecho, sin embargo, fue suficiente para hacerme sentir... no sé qué palabra usar, pero en definitiva, quiero decir que bien —le comentó Elizabeth con un poco de pudor. —¿Toda tu vida? ¡Ni que tuvieras cien años! Eres joven y tienes toda tu vida por delante. Créeme, dispones de mucho tiempo para acostumbrarte a que te digan cosas hermosas. Ojo, no lo digo por compromiso, no hace falta ser cordial con eso. Eres muy hermosa, de verdad —le dijo el cabo Damon. Ok. S.O.S., situación aún peor... Elizabeth, con el nuevo comentario, ya no sudaba, sino que manaba litros de agua por cada poro de su cuerpo. La vergüenza que sentía no tenía nombre. No sabía qué decir, qué hacer, solo se limitó a esbozar una sonrisa y a agachar su cabeza sobre la computadora.

—¡Encontré tu libro! —dijo la muchacha para romper el hielo y cambiar de tema —. ¿Tenés el carnet de afiliado a la biblioteca? así podés llevártelo. En caso contrario, puedes leerlo únicamente estando acá —agregó. —No, la verdad es que no tengo y no puedo demorarme en hacer una credencial, ya tengo que irme para la comisaría. Por lo tanto, vamos a vernos más seguido, ya que vendré a leerlo de a ratos por aquí. Realmente estoy entusiasmado con empezarlo, me lo recomendó un buen amigo —respondió él con una sonrisa encantadora—. En fin, nos vemos pronto, Elizabeth. Espero que te sientas un poco mejor ahora que me voy —se despidió bromeando y se alejó sin decir más nada. Beth no llegó a responder. Se quedó mirando atónita a la puerta, como si él siguiera allí. No podía creer lo que le acababa de suceder. «¿Habrá sido todo por compromiso? ¿No tenemos algo así como una relación de víctima y protector? ¿Puede decirme esas cosas?», pensaba mientras agarraba el libro que Abel le había encargado. Hacía mucho que no se sentía valorada, reconocida, mimada de esa forma. Tal vez estaba exagerando, tampoco es que él le haya propuesto matrimonio o la haya invitado a salir. De igual manera, la sensación que habitó en Beth fue tan satisfactoria que se le dibujó una sonrisa desde entonces y durante todo el día la llevó consigo. Al igual que un pin enganchado en su mochila, ese que no se sale ni se arranca pese a las idas y venidas. Llegó el mediodía y, más que nunca, necesitaba ver a sus mejores amigos. Salió disparada del trabajo como una bala que sale del revólver al que pertenece. Caminó tan velozmente que llegó al Barrio Chino unos diez minutos antes de lo que era previsto. Y esos minutos que tuvo que esperar se le hicieron eternos. Cuando vio salir a Romina y a Darshan, más felicidad la embargó. Se sentía extasiada, excitada, exaltada, exuberante. Todo le sabía a «ex», como ella que ahora era una exnovia. Por lo que podía permitirse sentir atraída por alguien más que no fuera Joel. —¡Rooo! ¡Darshan! —les gritó desde la cuadra de enfrente a la puerta del call center. Los chicos cruzaron y la abrazaron muy fuerte. Romina le dio dos besos, uno en

cada mejilla, tal como lo hacían desde que eran pequeñas. En cuanto a Darshan, él le chocó la palma de la mano y luego el puño. Para el muchacho, Beth era como un amigo más. Jamás pudo verla como una chica común y corriente. Era su mejor amiga y eso le ponía un bigote invisible sobre su labio. Estaba prohibido arruinar la amistad por confusiones o deseos carnales. —¡Qué entusiasmada que te ves hoy, Bee! ¿La ermitaña de tu jefa te aumentó el sueldo por fin? —le preguntó Romina. —Reconozco que sí, que estoy entusiasmada. Pero no, no me aumentaron el sueldo. Y te dije que no me gusta que le digas así a la pobre Ester, es una buena mujer —respondió. —¿Desde cuándo tanto misterio? Estás contenta y no nos decís el motivo. ¿Qué nos estás ocultando? —le dijo Darshan riendo y señalándola con un dedo acusador. —Hoy están filosos, amigos míos. Entre «la ermitaña» y que me hago la misteriosa… creo que ustedes son quienes no me están diciendo algo —dijo bromeando Elizabeth. Darshan y Romina se miraron mutuamente y se sonrojaron cuando volvieron a mirar a Beth. —No me gustan esas caras que están poniendo… esas miradas las conozco. ¿Pasó algo? ¿Qué cosa no me están contando? Me están haciendo preocupar y ¡ni siquiera sé por qué! —recriminó. Hubo un momento de silencio. Nuevamente los dos amigos se miraron de reojo. —Ya, en serio, suelten el pato. Sin pelos en la lengua —les dijo Elizabeth con su peor cara. —Bueno, Bee, te voy a contar. Pero prométeme que no te vas a enojar. ¿Sabes qué día es hoy? —le preguntó Romina. —Sí, jueves 23 de septiembre —le respondió. —Ajá… jueves… 23 de septiembre… ¿no te suena? —dijo Darshan levantando sus cejas—. Hoy es el cumpleaños de Joel y nos invitó a su casa porque quiere…

—no terminó la frase porque Romina lo interrumpió. —Porque quiere festejar su cumpleaños con los amigos de siempre —remató Romina. Darshan le lanzó una mirada amenazadora. —No me están diciendo la verdad… ¿no? —preguntó Beth. —Sabes que te queremos un montón, que eres nuestra mejor amiga del mundo mundial, pero Joel también lo es. Y la verdad es que él quiere que hoy vayamos a celebrar su cumpleaños… —prosiguió Romina. —No hay problema con eso chicos. No me tienen que pedir permiso ni avisar, ustedes si quieren vayan, por mí no se preocupen —les dijo Elizabeth con una sonrisa. —El asunto, Bee, es que Joel... bueno él... ya sabes que pasó un buen tiempo desde que cortaron y... nada... la vida sigue para ambos. En definitiva, lo que queremos decirte realmente es que él nos va a presentar a su nueva novia hoy en su cumpleaños —le contó Darshan con un poco de prudencia, pero siendo conciso. De pronto, la sonrisa que había estado dibujada en la cara de Elizabeth desde la mañana se desvaneció. Miles de sensaciones le recorrían por las venas, por los huesos, por todo el cuerpo. Sentía una mezcla de sensaciones y sentimientos desencontrados e incoherentes que rebotaban en su mente y en su corazón. —Bee, ¿estás bien? —le preguntó Romina. —Le tendría que haber dicho… le tendría que haber dicho… ¡se lo tendría que haber dicho! —fue lo único que respondió ella. —¿De qué hablas? ¿Qué le tendrías que haber dicho? —preguntó Darshan con expresión de incertidumbre y preocupación. —¡¿Estás embarazada?! —gritó su amiga y se tapó la cara angustiada. Darshan se la quedó mirando con la boca abierta, no sabía cómo reaccionar. Lo único que le salió, sin pensar, fue acercarse a ella y abrazarla.

—Se lo tendría que haber dicho, Darshan. ¿Por qué no se lo dije? —insistía Beth. Se soltó de sus brazos y comenzó a caminar, alejándose de sus amigos, dándoles la espalda. —¡Elizabeth Rocío Hiperión Priamo! ¡Ven para acá! —gritó Romina y salió corriendo para frenarla. —Somos tus amigos. No estás sola en esto y tampoco tienes motivo para estarlo. Puedes contar con nosotros siempre que lo necesites. No comprendo cómo no nos lo dijiste antes. Me imagino que estarás asustada, pero todo va a estar bien, Bee. Recuerda que somos los tres mosqueteros, juntos lo podemos todo. ¿De cuántos meses estás? —le preguntó su mejor amiga con expresión de compasión y apoyando una de sus manos en la panza de Beth. —No entiendo de qué me hablas, Roma... ¿Me escuchaste decir que estoy embarazada? ¡NOOO! ¡¡¡No estoy embarazada!!! ¿Pero ustedes qué pueden saber de lo que me pasa o no? Si no fuera por mí seguro que ni nos veríamos. Si YO no vengo a buscarlos, ustedes no vienen a buscarme a mí. Y cuando nos vemos, solo hablamos de cosas sustanciales, irrelevantes, banales, no profundizamos nunca en una conversación de verdad. Pero créeme que si estuviera embarazada os lo diría. Por más que sea yo quien mueva a esta «comunidad mosquetera», por más que hablemos solo de cosas efímeras, eso sí se los contaría —le dijo encolerizada Elizabeth. Romina se quedó tiesa, sintió cada palabra como una bofetada, como una pequeña aguja que iba clavándosele en una parte distinta del cuerpo. Sus ojos se le llenaron de lágrimas y, sin poder contenerlo, rebalsó en llanto. Darshan, que estaba más alejado, no entendía lo que pasaba. En cuanto vio que una de sus amigas estaba llorando, se acercó corriendo. —Chicas, ¿qué pasa? —preguntó con verdadera preocupación. —Tiene razón, Darshan, somos un desastre de amigos. Cada palabra que dijo es cierta. Somos una porquería, ¿de verdad nos llamamos los tres mosqueteros? ¡Qué idiotas! —sollozó Romina. —¿Eh? Beth, cuéntame qué está pasando, así entiendo un poquito esta situación. ¿Por qué Romina dice que para ti nuestra amistad apesta?, ¿de verdad crees que

trece años de estar incondicionalmente el uno para el otro son una porquería? — recriminó él con el ceño fruncido. —¡Cállate un poco Darshan! ¡CALLÁTE! Siempre eres un bocón y no puedes guardar nunca nada, nene. ¡Esto es TÚ culpa! Si no hubieras dicho la estupidez que dijiste sobre Joel, esto no hubiese pasado —le dijo de mala manera Romina. Darshan puso cara de sorpresa y luego neutra. Al breve instante, comenzó a apretar la boca como si quisiera sellarla para no dejar escapar ninguna palabrota, sus ojos comenzaron a ponerse cristalinos, su cara comenzó a acalorarse y las venas de su frente le resaltaban exageradamente. De pronto, sin aguantar un segundo más su silencio, comenzó a gritarle a su amiga y ambos empezaron a discutir a gritos, en medio de la calle. —¡Momento! ¡Deténganse un poco! —quiso interrumpirlos Elizabeth. Ellos no hicieron caso y siguieron peleando. Cada vez aumentaban más su tono y empezaban a sacarse «trapitos al sol», recriminándose cosas que se estuvieron guardando durante mucho tiempo. —¡¡PAREN LOS DOS LES DIJE!! —gritó aún más fuerte que ellos Beth—. No era mi intención armar la tercera guerra mundial en este momento. Estaba enojada, hablé dolida, no quise decir semejantes cosas. Les pido perdón y, por favor, que paren de pelearse —se lamentó sinceramente con ambos. Romina y Darshan dejaron de discutir pero apartaron la mirada hacia el lado opuesto el uno del otro. —Por favor, como dijo Darshan, son trece años. No vamos a tirarlos por la borda por un tonto enojo mío. Fue egoísta de mi parte lo que dije, no pensé antes de abrir mi bocota. Les suplico que dejen de pelear, que dejemos de decirnos cosas feas y que hagamos las paces, ¿puede ser? —dijo con tono suplicante Elizabeth, dándose cuenta de que había actuado de muy mala manera —Está bien, tienes razón. Sin embargo, debemos decirnos las cosas para no acumularlas, solo que hay que encontrar la forma de hacerlo de una mejor manera. Debemos estar más juntos, no solo por breves momentos al día — respondió Romina—. Vayamos a sentarnos, tomemos algo, relajémonos un poco y hablemos como aquellos amigos que se conocen desde los cuatro años — siguió diciendo.

Tanto Beth como Darshan asintieron y estuvieron de acuerdo. Fueron caminando por Av. Cabildo hasta Juramento, donde había un restaurant-bar en una esquina. Entraron, se sentaron en una mesa pegada a la ventana y se pidieron una cerveza. —Por favor, Bee, cuéntanos qué te pasa en verdad. Y qué es lo que le tendrías que haber dicho a Joel —la animó Darshan.

Elizabeth comenzó a contarles todo desde el principio. Cuando falleció su madre en aquel accidente de tránsito; su constante intriga de qué habría pasado con su cuerpo que jamás lo encontraron; cuando comenzaron a acecharla las pesadillas horribles cada noche; les contó sobre todos sus despertares en la madrugada empapada en sudor, enredada en sus sábanas, con el corazón palpitándole fuertemente, con falta de aire, con la sensación de haber estado realmente dentro de cada uno de esos sueños, despertando desesperada y a gritos. itió que Omar siempre se despertaba con los alaridos de Beth y se sentaba a los pies de la cama con un vaso de agua para lograr tranquilizarla un poco. Se animó a contarles todos sus miedos, sus sensaciones, sus sentimientos y preocupaciones. Cuando comenzó a relatarles el primer sueño del pantano la voz se le quebraba. Vaciló en continuar o no. Luego, con un gran esfuerzo, logró terminar de contarles aquella pesadilla. Un paso superado, aunque todavía faltaba el mayor desafío: revelarles el sueño que había tenido la noche del camping con Joel y el descubrir, al día siguiente, que no había sido una simple pesadilla. —Y sé que fue real porque mis lastimaduras estaban ahí, en los mismos lugares donde me golpeé en el sueño —terminó diciendo Elizabeth. Sus amigos se quedaron en silencio durante un momento. Algunas expresiones iban modificándose en sus rostros: desde la suma atención con sus ojos achinados y ceños fruncidos, a sus ojos abiertos bien grandes, con la boca abierta. Por último... caras de desconcierto. —¿No me van a decir nada? —les preguntó. —Es que… no sé qué decirte, Bee. Creo que estás confundida, sinceramente — respondió Romina.

—Yo creo que tantas cosas malas, sumado a tantos sueños horribles, te están haciendo un torbellino en la cabeza y eso hace que te parezca que es cierto. Creo que estás superponiendo las cosas reales con las que no lo son —dijo Darshan. —¿Estás yendo a la psicóloga, Beth? Quizás ella pueda ayudarte a entender qué es lo que te sucede —finalizó diciendo Roma. —Genial. Por fin me animo a contárselo a alguien y me tratan como loca. ¡Lo sabía! Por eso no quería decirlo —contestó enojada Elizabeth. —No, amiga, no creemos que estés loca. Solo que después de tanto sufrimiento puede ser normal que estés así, como extraviada y confusa. No decimos que estás fuera de juicio, ni nada por el estilo. Tranquila, que estamos acá y te apoyamos. Quizás lo mejor sea que lo hables con tu psico. Te haría bien descargarte y quizás puedas entender lo que no estás comprendiendo —remató Darshan. —La verdad... Pensé que me iban a creer. Quizás… si se lo hubiese dicho a Joel, él me entendería. Pero está bien, no tienen que comprenderme. Solo les pido que me escuchen y que no me juzguen. De verdad pasó, no estoy confundida, no lo voy a hablar con la psicóloga y no se lo voy a contar a nadie más. Gracias igual... —dijo Beth algo desilusionada. Cambiaron de tema, aflojaron sus diferencias, rieron un poco y terminaron su cerveza. Luego, cada uno se fue a su casa. Todos menos Elizabeth. Mientras esperaba el colectivo en la parada, decidió caminar un poco. Se sentía bastante triste. Entre que sus amigos no la creyeron y saber que su exnovio ahora era el novio de alguien más, era demasiada desilusión para un solo día. Caminaba y pensaba al mismo tiempo; daba un paso tras otro, pero sin prestar verdadera atención a su alrededor. Era como si el mundo fuese totalmente ajeno a ella. De golpe, mientras solo observaba las vetas del piso, su vista comenzó a temblar. El suelo se le movía para todos los costados, los edificios parecían estar danzando y en su mente solo había silencio. Al principio creyó que se trataba de un terremoto, luego se dio cuenta de que todo era producto de un gran mareo que la invadió. Comenzó a mirar alrededor desesperada en busca de ayuda, pero la acera estaba vacía. No había nadie, ni tampoco pasaba por la calle ningún vehículo. Entró en pánico y se sentó en el rellano de una puerta. Trató de respirar lo más profundo que pudo, rogando que el aire llenara sus pulmones y ventilara

su mente, alejando todo su malestar. Eso la tranquilizó, pero tan solo un poco. Al instante, un dolor de cabeza muy fuerte la atacó. De pronto, como si aparecieran por arte de magia, la vereda se encontraba repleta de gente. Las personas iban caminando en todos los sentidos desenfrenadas, atolondradas, yendo y viniendo por doquier. Las bocinas de los autos sonaban fuertemente, los colectivos dejaban humo tras su pasar. Todo estaba repleto de movimiento, de ruido, de smog... «¿Qué demonios? —pensó Beth—. No había nadie recién». Mientras apretaba su cabeza, por el dolor y por el desconcierto, unas luces azules intermitentes inundaron su mirada. Eran muy molestas y le dañaban sus ojos. Forzando la vista y cubriéndose con la mano sobre sus cejas como haciendo de visera, trató de descubrir de dónde venían. Distinguió que frente a ella un patrullero se había estacionado. —¡Elizabeth! ¿Estás bien? —gritaron desde el móvil. Era la voz del cabo Damon, gritándole desde la ventana del vehículo con expresión de preocupación. Apagó las luces y el motor, salió y se acercó a Beth con una botella de agua. En cuclillas frente a ella le dijo: —Toma un poco de agua, te va a hacer bien. Te dije que te veía muy mal en la biblioteca. Ven que te ayudo a levantarte y te llevo con el auto a tu casa —le dijo con dulzura. Ante la negativa de Elizabeth, el joven insistió. —En este estado no te voy a dejar sola en la calle —remató diciendo. —No te preocupes, Abel, estoy mejor, puedo sola. Gracias igual —respondió. —Para nada... No quiero sonar de mala manera, pero no te pregunté si querías, fue una orden. Toma un sorbo de agua y dame tu brazo que te pongo de pie — remató él con cara autoritaria. La levantó, la envolvió con uno de sus brazos por la cintura y, con el otro, por su tórax. Suavemente y con mucho cuidado la sentó en el auto y cerró la puerta. Luego se subió él, se puso el cinturón de seguridad, encendió el motor y comenzó a avanzar rumbo a la casa de Beth.

—¿Qué sentís, Eli? —le preguntó él con la mirada fija en el camino. —Creo que me bajó la presión mientras caminaba. De golpe me mareé y la vista me empezó a temblar. Después, fue como si me aturdiera. No sé cómo explicarlo... Vi todo mi alrededor extraño y la cabeza me empezó a matar de dolor —le respondió ella. —Ahora, cuando te deje en tu casa, te vas a acostar un rato. Necesitas descansar seguramente. Si cuando te levantas te seguís sintiendo mal le pedís a tu papá que te lleve al médico, ¿sí? —le dijo Abel. —Me pasa seguido, no es nada. Con tal de dormir un poco ya voy a estar mejor. Gracias igual por preocuparte —le contestó Beth. El cabo Damon puso cara de preocupación, pero no le dijo más nada. A los pocos minutos ya estaban estacionados en la puerta de la casa de Elizabeth. Ella se despidió de él, le agradeció y se bajó del auto. Para su sorpresa, Abel apagó el motor y también descendió del vehículo. —¿Qué estás haciendo? ¿Para qué bajas? —le preguntó. —Quiero asegurarme de que haya alguien en tu casa, no quiero que te quedes sola. Y si tu papá está adentro quiero decirle lo mismo que te estoy diciendo a ti: que te lleve al médico si seguís mal —le respondió él. —Te dije que es normal, no tenéis que preocuparte —insistió Elizabeth. Abel se quedó allí, parado firme como soldado al lado de ella, sin decir ninguna palabra. —Veo que eres terco y que de verdad no te vas a ir hasta ver que hay alguien, ¿no? Está bien, entra conmigo y vas a ver que te podéis ir tranquilo —dijo ella y abrió la puerta de su casa. —¡Hola, pá, ya llegué! —gritó Beth al pasar al hall con Abel detrás de ella como si fuese su sombra. Silencio. No hubo respuesta alguna ante su saludo. Entró al comedor y se encontró, sobre la mesa, con una nota:

«Hija, tuve que salir de urgencia. Me llamaron de la productora desesperados. Parece que quieren recortar el presupuesto de la última película y tenemos que hacer algunos ajustes en el guion. Seguramente me demore bastante, no me esperes para cenar. Te dejé en la heladera un plato con verduras que sobraron de la sopa de anoche. Cualquier cosa que necesites, me llamas. Te amo, mi pequeña estrella, con todo mi ser, con todo mi corazón y con todo lo que soy. Con cariño, Papá».

Terminó de leer, cerró la carta y la dejó apoyada nuevamente en la mesa. No se había dado cuenta de que mientras ella la leía, Abel también lo estaba haciendo. —Bueno... creo que al final voy a tener que quedarme hasta que llegue Omar. Ya son las cinco de la tarde, por lo tanto, mi turno de guardia está oficialmente terminado y no hace falta que lleve el patrullero a la terminal de policías —dijo el cabo Damon. —¿Eh? No, no… no hace falta que te quedes. No quiero ser descortés, pero apenas te conozco. No tenemos la confianza como para que te quedes acá conmigo. No sé si eres un asesino serial, un psicópata, un pervertido o qué... Repito, no quiero ser maleducada, pero es la verdad —dijo Elizabeth sin pensar en cómo se lo tomaría Abel. El joven quedó mudo. —¡Ay! Perdón… no quise ofenderte… —se disculpó la muchacha. —No me pidas perdón, es cierto lo que decís. No me conoces y haces bien en tener dudas o miedos. Más de alguien como yo. Suelo tener cara de maniático y raro... De hecho, tengo que confesarte que colecciono ojos humanos y uñas femeninas. Tengo una fascinación por hacer títeres con partes humanas, eso les da mejor aspecto a los muñecos —dijo Abel bromeando y riendo. —Es una manera bastante extraña la que usas para tratar de tranquilizarme — respondió Beth sonriendo—. Sin embargo, creo que funcionó. Me diste un poco de pena, si haces eso es porque estás verdaderamente solo y aburrido. Lo único

que te pido, por favor, es que no me saques los ojos y menos las uñas. Las tengo recién pintadas —remató diciendo con una carcajada—. ¿Quieres que te muestre la casa? —le preguntó Beth, ahora con semblante relajado. —Jajaja, no. Recuerda que ya la conozco, de aquella vez que vinimos a ayudarte a ti y a tu padre. Aunque debo itir que está mucho más ordenada que la última vez —respondió él sonriendo. Era cierto, Abel ya había estado ahí, la había ayudado el día en que los ladrones, si es que así podía llamarlos, habían entrado a su casa. Luego de buscar algo qué tomar, subieron a la habitación de Elizabeth. Primero él se quedó fuera, para que ella pudiera cambiarse y ponerse cómoda para poder recostarse. Cuando terminó, le abrió la puerta de su cuarto y pasó con cautela, no quería incomodarla. Cuando la miró, con cierto disimulo, ella estaba con un shorcito azul con muchas ovejitas y una musculosa blanca con un oveja más grande en el centro. Tenía el pelo suelto y los bucles le colgaban al ras de sus hombros. Estaba simple, pero hermosa. Él se sentó en una silla al costado de la cama. Al principio fue una situación extraña: dos desconocidos en una misma habitación. Ella vulnerable y Abel, con su uniforme, algo intimidante. Pasado un rato comenzaron a conversar, después a reír hasta que por fin Beth cerró sus ojos y se durmió. Elizabeth comenzó a soñar... Afortunadamente, esta vez lo hacía con Joel. Estaban juntos en el parque, tomados de la mano y riendo bajo el rayo de luz que emanaba un hermoso día de sol. Se acostaron en el pasto húmedo y empezaron a besarse. Las mariposas revoloteaban, los pájaros cantaban y se escuchaba correr un arroyo que estaba cerca de ellos. De pronto, el día se convirtió en noche, comenzó a hacer mucho frío, tanto que la piel les dolía. Se sentaron en el pasto que se había convertido en lodo. Joel la abrazaba fuertemente para darle algo de calor con su cuerpo, pero cada vez el viento soplaba más fuerte. Levantaron las cosas que tenían en el parque, las guardaron e iniciaron camino para refugiarse en algún lugar techado. Cuando estaban por cruzar la calle un huracán apareció frente a ellos. —¡Agárrate de ahí, Beth! —le gritó Joel señalándole un poste de luz que había a su costado. En cuanto pudo agarrarse, aún tomada de la mano de él, sintió que su brazo

estaba por separársele del cuerpo. Joel estaba siendo arrastrado hacia el huracán. —¡No me sueltes! —gritaba asustada, apretando su mano con la mayor fuerza que pudo. Aunque lo intentaron… sus manos terminaron separándose y el muchacho fue arrebatado por la atracción del huracán, perdiéndose en su centro. —¡NOOOOO! —gritó Elizabeth sentándose sobre su cama. Abel, al costado de la cama, trató de calmarla abrazándola fuertemente para sostener los brazos que Beth estaba agitando sin darse cuenta. —Tranquila, Elizabeth, fue un sueño. Tranquila, por favor —le dijo él, suplicando y acariciándole el cabello colorado. —Discúlpame, amor, no quería soltarte... Te juro que intenté con todo mi corazón y con toda mi voluntad no abrir mi mano, de no dejar resbalar la tuya. No pude aguantarlo. La atracción del huracán era muy potente, no tuve la fuerza necesaria... ¡Perdón! —respondió ella, aún con sus ojos cerrados. En cuanto terminó de decir eso, devolvió el abrazo que él le estaba dando para contenerla y le besó el cuello a Abel. El joven se quedó duro, sin saber cómo reaccionar. Luego, Beth subió lentamente con su boca hasta la comisura de la boca de él y esta vez le besó en sus labios. —No, Beth. Detente, por favor… —dijo el muchacho con aturdimiento—. Te estás confundiendo, no soy… —No terminó la frase. Elizabeth lo estaba apretando contra su pecho, incrustando sus labios junto a los de él de manera poderosa, besándolo apasionadamente. Abel comenzó a aflojar su cuerpo tensionado y se dejó llevar por esa sensación de deseo que le estaba generando. La tomó por detrás de la cabeza con una mano y con la otra rodeó su cintura, apretándola también contra su pecho. Ambos se hundieron en una nebulosa confusa, dejándose llevar por el calor que emanaban sus cuerpos y sus bocas unidas, por la incontrolable pasión que los estaba impulsando a estar de esa manera. Cada vez la euforia aumentaba más y el calor también. Beth comenzó a bajar sus labios, recorriendo con pequeños besos desde la boca de Abel hasta su cuello. Se detuvo ahí un instante. Luego siguió recorriendo con su boca, pero esta vez en dirección hacia su oreja. El olor a jabón de almendras que

él tenía era intenso y le generó ganas de morderle, débilmente, el lóbulo izquierdo. Pasó sus manos por el pecho de Abel, las deslizó hasta la parte inferior de la remera. De a poco empezó a levantarla, rozando con su palma el vientre marcado del joven. Como si el hechizo magnético de atracción mutua se hubiese roto, el joven detuvo sus besos. —¡Espera Beth! —reaccionó Abel. Elizabeth se separó de golpe, abrió los ojos al escuchar una voz distinta a la de Joel. Lo miró de arriba abajo extrañada, con aspecto de desconcierto. Luego de un breve instante, comprendió que su exnovio no era la persona que tenía enfrente. Rompió en llanto al darse cuenta de que quien estaba en su casa, a quien estaba besando, no era su Joel, sino el cabo Damon. La embargó la tristeza, la vergüenza, la depresión, la incomodidad. No podía aguantar otra pesadilla más. No quería seguir despertando con miedo, con dolor, con tristeza, con una confusión tan grande como le había sucedido segundos atrás. —¡Por Dios! Perdóname, Abel… no sabía que eras tú, pensé que… —dijo sollozando. —Por favor, no me pidas perdón. No es culpa tuya, yo también estuve mal. Intenté decirte al principio que no, pero… me besaste y perdí la razón. No debí dejarte, lo sé... Tendría que haberte frenado realmente, eso era lo que correspondía y no lo hice. Perdóname a mí —respondió él también avergonzado —. Creo que va a ser mejor que me vaya, de igual manera, debe estar por llegar tu papá, es tarde. No vas a estar sola. ¿Te sentís bien como para abrirme la puerta? —continuó diciéndole el cabo. —Sí, claro... —fue lo único que respondió Elizabeth. Bajaron ambos en silencio, sin decir ninguna palabra. Llegaron a la puerta de entrada, Beth se giró sobre sí para volver a disculparse con Abel, pero en cuanto lo vio a los ojos, el recuerdo del beso la acorraló y se paralizó por completo. —Buenas noches —le dijo ella mordiéndose el labio y colorada como carbón recién encendido. —Buenas noches. Espero que te mejores —respondió él con tono monótono, mirando hacia el piso.

Elizabeth cerró la puerta y se deslizó por esta hasta quedar sentada en el suelo. Con ambas manos se agarró de la cabeza y comenzó a moverla de un costado hacia el otro, pensando en que había sido muy tonta por haberse confundido tanto. De pronto, al recordar la forma de los labios de Abel pegado a los suyos, el calor de sus besos, la suavidad de su mano contra su nuca, el latido de su pecho sobre el de ella y su respiración profunda y acelerada, le producían miles de mariposas en el estómago. Escalofríos le comenzaron a recorrer por cada parte de su cuerpo. «¿Qué hubiese pasado si él no me detenía?», reflexionó para sus adentros. Apretó sus ojos, sacudió la cabeza, tratando de alejar el pensamiento y corrió escaleras arriba rumbo a su habitación. Se tiró en su cama, puso la almohada sobre su cara, la mordió fuertemente y se durmió.

Dedicado a la mujer que más iro en la vida, la que ama sin medida y la que hasta con su pensamiento te cuida.

Ella es el motivo por el cual decidí adoptar un tercer apellido, la que con sus historias mi mundo ha sacudido.

Para mi abuela: Beba Bó, con todo mi amor.

Capítulo V

Un portal en la realidad

Elizabeth se levantó temprano esa mañana y se dirigió al subterráneo para ir rumbo al centro de la ciudad. Necesitaba pasar por una librería cercana al obelisco de Av. 9 de Julio para retirar una donación que había obtenido Ester, su jefa, para la biblioteca. Subió al subte de la línea B en estación «Tronador» para dirigirse hasta la parada número diez, llamada «Uruguay». Había avanzado tan solo una estación, estaba por «Federico Lacroze» —sitio cercano a uno de los cementerios más importantes de la Capital Federal—, cuando de pronto las luces del vagón comenzaron a titilar. Era algo que sucedía con frecuencia, pero esta vez se apagaron en su totalidad al arrancar hacia la próxima parada. De pronto, el andar del transporte se detuvo en medio del camino subterráneo. La luz no regresaba. Pasados unos pocos minutos la gente comenzó a desesperarse un poco, a hablar entre ella suponiendo qué era lo que había pasado. —Estimados pasajeros, en este momento nos encontramos con un pequeño desperfecto técnico. En cuanto podamos solucionarlo emprenderemos viaje nuevamente. Permanezcan en sus asientos hasta obtener novedades o, en su defecto, directivas del personal. Para que no se alarmen las centrales están avisadas y ningún otro subte se moverá hasta que nosotros podamos. Desde ya, muchas gracias y disculpen las molestias ocasionadas —dijo una voz por el parlante del vagón. En vez de tranquilizar a las personas, el aviso solo generó más pánico. —¿Sabes lo que significa directivas del personal? —decía la voz de una chica a otra persona—. ¡¡Significa que nos van a evacuar y hacer caminar por los rieles!! ¡Nos vamos a electrocutar! —comenzó a gritar. —Mami, ¿vamos a morir? —le preguntaba un pequeño a su madre. —No bebé. No vamos a morir, están arreglando el tren para que podamos llegar más rápido, como Flash. No te preocupes —le respondió dulcemente la mamá a su hijo.

—Seguro que se tiró alguien a las vías y lo pisamos cuando salimos de «Lacroze», ¿viste que apenas arrancó se cortó la luz y después se frenó? —le dijo un anciano que estaba sentado al lado de Elizabeth. —Espero que no señor. Hay que confiar en lo que nos dijeron por el altavoz y esperar tranquilos. Ya lo van a arreglar —respondió Beth un tanto nerviosa. Los minutos pasaban y no había novedades. La luz no había regresado. Elizabeth comenzó a sentirse acalorada, los aires acondicionados se habían apagado hacía un rato y ya el calor que la gente emanaba se sentía sin disimulo. La muchacha empezó a sentirse mareada y a ver, las pocas cosas que distinguía, de manera borrosa. Nuevamente le temblaba la vista. Al otro lado del vagón, en el extremo opuesto a donde estaba sentada ella, comenzó a parpadear una luz amarilla del tamaño de una puerta. Del otro lado no se distinguía nada. —Su atención por favor. Tenemos un listado con los nombres y apellidos de las personas que están a bordo del subte. Los hemos obtenido gracias a las tarjetas magnéticas que han pasado para pagar sus boletos. Les pedimos que, a medida que los vamos llamando, se dirijan hacia una luz indicativa amarilla que habrá en las puertas de salida de emergencia. Agradecemos que lo hagan con cuidado, sin correr y tratando de no lastimar a nadie. Es sumamente importante que respeten su turno, ya que del otro lado habrá un agente de nuestra empresa para solicitarles el DNI o identificación personal que tengan. Quienes pasen y no sean la persona a la que se llamó, los dejaremos nuevamente en el vagón y los llamaremos en último lugar. Muchas gracias —indicó otra voz desde el altoparlante—. Comenzaremos por orden alfabético: Almeida, Sofía; Andrade, Ezequiel; Azcurra, Maximiliano; Belvedere, Matías; Balboa, Javier; Benítez, Camila; Chelli, Daniela; Estévez, Julián; Echeverría, Mauro; González, Marina; Gutiérrez, Melisa; Gorosito, Raquel; Hiperión, Elizabeth… —La voz siguió enumerando apellidos. Beth se paró de su asiento, agradecida de que por fin iban a salir de ahí, colgó su mochila por delante y con pasos cautelosos se dirigió hacia la luz amarilla. A medida que se acercaba, una leve brisa se fue presentando y aumentando a cada paso que daba. La piel se le erizó, comenzó a sentir frío. Sentía como si alguien hubiese abierto la puerta de una heladera de frigorífico. Al llegar a la luz, la brisa

se convirtió en un fuerte viento. El cabello se le alborotó y le tapaba la cara. Apretó el paso, cruzó al otro lado de la iluminación amarilla de un salto y cayó de trompa al piso. Golpeó su cara contra algo metálico y frío. Cuando se incorporó y miró hacia abajo se dio cuenta de que ese metal se trataba de una de las vías del subte. O al menos eso creyó hasta que levantó su mirada. A su alrededor había un descampado y casas muy bajas y antiguas. Comenzó a dar vueltas sobre su propio eje en busca del vagón del que acababa de bajarse, pero allí no había nada. Estaba oscuro. Parecía ser de noche, cosa extraña, ya que ella se había tomado el subte bien temprano. En el cielo resplandecían todas las estrellas. Se sintió totalmente desorientada. No había nadie, solo ella y, a su alrededor, un lugar totalmente desconocido. «Esto es otro sueño, es otra pesadilla haciéndome una mala pasada», se repetía para sí misma. Comenzó a caminar en dirección hacia los pequeños hogares que tenía a su derecha. Si era un sueño, debía descubrir qué iba a pasar para poder despertarse en su cama, sobresaltada, como siempre. Entró en una panadería que estaba en una esquina abierta. Tenía un diseño bastante antiguo y poseía un farol antiquísimo en su entrada. Un cartel sobre el techo de lona resaltaba: «Desde Italia a Agustina, la mejor Baguetina». —Buenas noches… —dijo dudosa Beth al ver que no había nadie en el mostrador. —Un segundo, por favor, ya estoy con usted —respondió una voz femenina del otro lado. Mientras Elizabeth esperaba, comenzó a ver las cosas que había allí: un inmenso horno de barro; canastas de mimbre con panes de tipo baguete, alargados; panes redondos con marcas en cruz sobre su parte superior; costales de harina, de unos cincuenta kilos cada uno, esparcidas por cada rincón del local. Solo había un mostrador, pero ninguna vidriera o heladera con facturas, sándwiches, tortas u otras cosas. A Beth le pareció extraño, pero era un sueño... ¡Qué más le daba! No importaba si era normal o anormal lo que veía. En cierto momento llegó a pensar que todo era real, que ese era lugar en donde hacían pan verdaderamente. Su

ensimismamiento reflexivo se desvaneció en cuanto apareció por un costado del mostrador una señora bajita y algo mayor. —¡Oh! ¡Eras tú! Pensé que estaba haciendo esperar a alguna nueva aldeana. No te reconocí, me pareció escucharte una voz distinta —le dijo la mujer. —Disculpe, señora, soy nueva por aquí, de hecho. Es más, le voy a contar un secreto: esto es una pesadilla mía y usted no es más que una creación de mi cabeza —le respondió Elizabeth. —Ja, ja, ja, ja —comenzó a descostillarse de risa la anciana—. Está muy bromista esta noche, jovencita. Como se le nota que aquel joven está haciéndole muy bien. Me alegro muchísimo por usted —terminó diciendo. —¿Me está hablando de Abel? Ah... Claro, ya entendí… Este sueño se trata de hacerme dudar de lo que estoy sintiendo por él. Quieren hacerme dar cuenta y de entender por qué lo extraño y por qué pienso, cada vez que cierro los ojos, en aquel beso que nos dimos en mi casa —dijo en voz alta Beth. —¿Abel? Tenía entendido que se llamaba Ariel. Esta mente anciana cada vez me falla más, pero son parecidos. Menos mal que él no vino por aquí. ¿Se imagina si le decía otro nombre? ¡Qué horror! Qué mal hubiese quedado con el joven. —Se agarró la cabeza la señora mayor, horrorizada. —Bueno, señora, gracias por su ayuda. Habiendo entendido todo, creo que ya es momento de despertarme. —Elizabeth apretó fuerte sus ojos y cerró sus puños clavándose las uñas en el interior de sus manos. Al abrir los ojos, seguía parada en el mismo lugar. La anciana la miraba extrañada, pero no le decía nada. Beth volvió a intentarlo sin éxito. —Jovencita, ¿se encuentra bien? ¿Quiere que vaya a buscar ayuda? Me parece que tiene fiebre... Está delirando mucho —dijo preocupada la señora de la panadería. —Hay una manera de poder ayudarme, así logro terminar con todo esto. ¿Dónde puedo encontrar a Abel? —le preguntó. —¿Abel? ¿No era Ariel? —repreguntó la anciana.

—Sí, como sea. ¿Dónde encuentro a Ariel? —cuestionó ofuscada Elizabeth. —A estas horas de la noche sospecho que está en vuestra casa —respondió con cara pensativa la señora. —Me siento un poco desorientada, no recuerdo cómo llegar a mi casa, ¿podría indicarme por dónde debo ir? —preguntó Beth. —De verdad se encuentra mal, señorita Hiperión. Viene todos los días por aquí, compra lo mismo de siempre y regresa a su hogar. No logro comprender cómo no lo recuerda —le respondió—. Siga derecho hasta llegar a la próxima esquina. La casa anterior a la intersección, la de color rosado con una luna en la puerta de entrada, allí es vuestra casa —le indicó. —Muchas gracias, señora. Que tenga muy buenas noches —respondió la joven saliendo de la panadería, sin esperar un saludo de respuesta. Era raro que pudiera estar manejando el sueño a su antojo, decidiendo qué hacer y cómo hacerlo. Pero era mejor así, no quería sorpresas desagradables o desafortunadas. Tener las riendas de su sueño en mano era mucho mejor que no tenerlas. Mientras decidía si ir o no a la casa rosada, se sentó en el alfeizar de una ventana contigua al local de donde salió. Desde el otro lado del cristal, golpearon gritándole que se aleje. Cuando se dio vuelta para pedir disculpas, vio su reflejo… no era ella. Su cabello era muy largo y lacio, tan blanco como la nieve, su nariz estaba más levantada, sus pecas habían desaparecido y los pómulos le sobresalían más de lo normal. Era mucho más flaca, sus expresiones y facciones no eran suyas. Lo único parecido que había entre su propio reflejo y ella misma eran los ojos: celestes como el cielo. Sin embargo, algo en esa cara le era familiar. No distinguía qué, pero pronto lo descubriría. Recordó que seguía en un sueño, respiró profundamente y siguió camino hasta la casa que le había indicado la empleada de la panadería. Llegó a la puerta y, antes de entrar, se quedó contemplando la hermosa luna que decoraba su superficie. Tomó coraje y golpeó fuerte para que alguien abriera. Nadie contestó a su llamado. Nuevamente comenzó a golpear, esta vez fueron tres veces y con su palma de la mano bien abierta.

Pasaron algunos minutos y jamás atendieron a la puerta. Justo cuando Elizabeth comenzó a darse la vuelta para retirarse, escuchó unos pasos que venían desde dentro de la casa. —¿Quién anda ahí? —preguntó una voz masculina. Beth dudó, pero respondió sin pensarlo mucho tiempo más. —¿Ariel? Soy… emmm… soy yo —dijo dubitativa. Abrieron la puerta y, para su sorpresa, no se trataba de Abel. Beth pegó un sobresalto cuando vio a la persona que le había abierto. Allí estaba... Era él, el hombre de todas sus pesadillas, con su cabello colorado, sus ojos negros como la noche y con una cara de amabilidad tan falsa como billete de cincuenta centavos. —Amor, ¿dónde estabas? Dijiste que ibas a dar una vuelta, y pasaron como dos horas desde entonces. Me tenías preocupado —le dijo la sombra de sus pesadillas. Elizabeth decidió seguir la corriente de la conversación y de su sueño. —Perdóname, perdí la noción del tiempo. Pero ya estoy acá. ¿Puedo pasar? —le contestó Elizabeth de manera tajante. —¿Cómo no vas a poder? Es tu casa, cariño, y llegaste justo a tiempo para la cena. Hoy les preparé su plato favorito: arroz con leche —le respondió el hombre con una sonrisa y se hizo a un costado para que ella pasara. Beth entró al interior de la casa. El ambiente era cálido y estaba bien climatizado. Había velas alrededor que iluminaban el pasillo y los distintos rincones. Algunas fotos y pinturas decoraban las paredes, algunos adornos rellenaban las estanterías. Al pasar a lo que parecía el comedor, se encontró con un estante repleto de libros con tapas viejas y un hogar encendido con leña. En la mesa, que estaba en el centro de la sala, había dos cuencos con arroz con leche. —Siéntate, tesoro, te estaba esperando para comer —le indicó Ariel. El hombre tomó asiento de un lado y ella se sentó del otro, justo frente a él.

—Estoy un poco cansada, no tengo mucho apetito —le dijo Elizabeth. —Oh… pero aunque no tengas hambre debes comer igual. Ya sabes lo que te dijo el médico, si no comes es peor para ti y para ella —le respondió el muchacho. —¿De qué me estás hablando? —preguntó desconcertada, con los ojos abiertos de par en par. Ariel se levantó de golpe, con cara de asustado. —Es un chiste, ¿no? ¿Te sentís mal? ¿Quieres que te lleve al médico? ¿Volvieron los mareos y la visión temblante? —le preguntó desesperado. Ante tantas preguntas y verlo tan alterado, Beth intentó calmarlo y convencerlo de que se encontraba bien, de que solo estaba cansada y eso la confundía un poco. Tuvo éxito en su actuación. —Ay, amor. Casi me matas de un infarto. Por poco pensé que te habías olvidado de tu embarazo. Entiendo que te consuma mucha energía y te agotes más rápido de lo normal, pero come, por favor, al menos un poco —le respondió él tomándole la mano. Elizabeth se quedó paralizada. ¿Embarazada? Esa pesadilla se le estaba yendo totalmente fuera de control. Nunca había soñado con algo así, nunca lo había sentido como tan real desde aquella vez en el bosque. Igualmente, intentó seguir la corriente de la conversación. —¿Me suelen agarrar mareos y visión borrosa? —osó a consultarle. —Sí amor, desde que te conozco, te pasa. Supuestamente te sucede seguido, cada vez que… bueno, ya sabes —le respondió. Ante la expresión de extrañeza que ella le había puesto por su respuesta, él prosiguió. —Me refiero a eso que no podemos contarle a los demás, ni decirlo en voz alta —le dijo con las cejas levantadas y cara de complicidad. —Claro, eso… exactamente. Tienes toda la razón, es algo que no podemos

decir… —respondió Elizabeth como sabiendo de qué se trataba, pero que no tenía ni la más mínima idea. Ariel se levantó de la silla sin decir nada y se fue por el pasillo por donde habían entrado, pero en dirección opuesta a la puerta de entrada. Al breve instante regresó con un libro en la mano. —Acá está. Hace tiempo que no lo abrís —le dijo estirando su mano para entregarle el libro. Beth lo tomó y lo observó detenidamente. Con su dedo índice bordeó cada contorno del dibujo que había en la tapa: una mujer con una antorcha en la mano, sobre un carro tirado por dos caballos y una corona con media luna puesta en su frente. Cuando dio vuelta al libro para ver la contraportada encontró, en la parte inferior derecha, dos iniciales: «S. H.». Casualidad o no, le hizo recorrer todo un escozor por el cuerpo. Se quedó un momento tocando esas letras, pensativa, conteniendo un grito ahogado en su garganta. Tragó sus lágrimas y abrió el cuaderno. La primera página tenía cosas escritas con tinta y pluma, pero con una letra inentendible. Prosiguió con la segunda. Esta sí era más clara y decía algo así:

«Al principio todo era un inmenso y gran vacío. No existía vida, ni nada que se pudiera describir. Solo un interminable silencio, recorriéndose a sí mismo, sin extinguirse nunca... Al principio TODO era CAOS».

A continuación de ese texto, le seguía una especie de árbol genealógico, donde CAOS era el primero que aparecía, y de él se le desplegaban docenas de nombres más.

Beth reconoció algunos de esos nombres extraños por haberlos leído en ciertos cuentos o libros sobre mitología griega. Sin embargo, en la quinta y séptima hilera, dos nombres en particular llamaron su atención. Automáticamente el mundo a su alrededor se hizo oscuro, el frío se hizo carne en ella y sin siquiera poder darle órdenes a su cuerpo, este la domó a ella y se desvaneció. Cuando despertó estaba recostada en una cama y tenía un paño empapado en agua fría sobre su cabeza y frente. Se sentía confundida, mareada y no lograba distinguir la habitación como la suya. Cerró sus ojos y, al sentir una mano sobre su mejilla, murmuró: —Papá, tuve un sueño tan desagradable. Creo que me estoy enloqueciendo de verdad y no quiero. Mezclo las cosas y las creo como reales... Pá, no quiero estar loca, pero necesito ayuda. La mano que la acariciaba se detuvo. —Cariño, pienso que es hora de llamar a nuestro doctor. Estás muy pálida y ahora estás delirando —respondió una voz ajena a la de su padre. Elizabeth se incorporó en la cama tan rápido que la habitación le comenzó a dar vueltas y una puntada en su sien la atacó. Cuando pudo estabilizarse un poco, miró hacia su derecha, lugar de donde venía aquella voz. Allí estaba otra vez él, la sombra de cabello colorado que en una de sus pesadillas había matado a su madre por pura diversión y placer, riendo a carcajadas desquiciadas. La joven temía lo peor, que lo que estaba soñando no era un sueño más, sino que era algo real. Ahora era prisionera de esta nueva pesadilla. —Te dije que estoy bien —le respondió ella de mala manera. Él la miró recelosamente, pero asintió con su cabeza. —Bien, como digas. ¿Necesitas que te traiga algo o quieres seguir descansando? —le preguntó. —Solo alcánzame nuevamente el libro, por favor. No pude terminar de leerlo — remató Beth.

—Bueno, pero con la condición de que comas algo. Tu desmayo es por la falta de energía y alimento. Te recuerdo que ahora no estás sola y necesitas comer para que la bebé también se alimente —le reprendió Ariel. Ella se limitó a agachar la cabeza y a decir en voz baja que estaba de acuerdo. De esa manera logró que el sujeto colorado fuera a buscarle el libro para que pudiera leerlo. —¿Te molestaría dejarme sola mientras leo? Es para poder concentrarme —se atajó ella. —No hay cuidado. Sé cómo te pones al leer, así que te dejo tranquila —le respondió él, se levantó, le dio un beso en los labios y salió de la habitación. Horrorizada se refregó la boca con su antebrazo lo más fuerte que pudo, tratando de quitarse el sabor amargo de ese beso que le dio el asesino. Se sentía sucia y asqueada. Tomó el pañuelo húmedo que tenía en su frente y, como si fuese a lavarse, lo pasó por su cara, sus brazos y pecho. Se sentía totalmente impura. Volvió a abrir el libro y continuó leyéndolo. Cada página era como la de un diario de vida mezclado con la fantasía de un cuento. Contaba sobre la creación del mundo, de la tierra; sobre el nacimiento de extrañas criaturas, de enfrentamientos y peleas de poder; sobre el engendramiento de dioses y, por último, de los hombres. Llegó a la página veinte que se titulaba «Mi primer amor, el error de mi vida». Allí, quien fuese él o la propietaria de ese libro, detallaba cómo había conocido a su gran amor:

«Daba mi paseo por los cielos, como todas las noches, iluminando con mi resplandor cada rincón y cada lugar por el que pasaba. Mi recorrido siempre era el mismo, de derecha a izquierda, por la misma ruta. Diariamente pasaba por ese monte, por esa cueva y nunca me había dado cuenta de que allí dentro había un campesino que me contemplaba cada vez que me veía. Un día me animé a pasar y presentarme ante él pero, desafortunadamente, estaba dormido. Cuatro noches más bajé para conocerlo, sin embargo, cada vez que lo hacía lo encontraba de la misma manera y no podía interactuar con él. Era raro, nunca me había sucedido que un hombre terrenal me llamara tanto la atención. Cansada de ir a buscarlo y

que estuviese dormido, me animé a hacer algo que no había hecho jamás: lo besé. En cuanto rocé mis labios con los del muchacho, un calor intenso me abrazó todo el cuerpo y sentí haber brillado más intensamente que lo habitual. Él despertó sorprendido, pero con un brillo en sus ojos que me enamoraron inmediatamente. Me dijo que se llamaba Endimión y que todas las noches me observaba hasta quedarse dormido. Adornó su boca de palabras bonitas diciendo que mi palidez lo encandilaba dulcemente, que mi imponencia lo hacía sentirse atraído y que mi brillo lo sentía como una caricia al alma. Le prometí que, si lograba mantenerse despierto, bajaría todos los días para poder estar junto a él. Aceptó sin dudarlo, pero aunque lo intentaba, no resistía al sueño por mucho tiempo. Me rompía el corazón tenerlo ahí y no poder disfrutarlo, pero de igual manera me tiraba a su lado y lo acariciaba. Un día decidí subir al Olimpo y aclamarle a Zeus que le concediera el don del insomnio, pero no lo aceptó. Sin saber qué más hacer, acudí a nuestra gran madre Gea y le expliqué nuestra situación. Jamás imaginé que reaccionaría como lo hizo... Pese a mis súplicas y explicaciones, no solo rechazó darle el poder de no dormir, sino que me castigó a mí por enamorarme de un mortal. En consecuencia a ello, me envió aquí, a la Tierra, y me hizo mitad humana, por lo tanto, mortal. Por supuesto que, por un lado, este castigo me benefició para estar con mi ser amado, pero por otro lado, me inhibió a poder relucir en el cielo como lo hice durante toda mi existencia. Mi pena, al fin y al cabo, fue amar y sufrir por ese amor. A los pocos años de estar con Endimión, él falleció. Me dejó sola en este pedazo de Tierra incomprensible para mí. Ahora estoy sola y no envejezco, aunque también podría llegar a morir».

Mientras Elizabeth seguía leyendo las hojas de ese diario, sin comprender muy bien del todo las cosas que hablaba, llegó a una única conclusión: quien escribió el libro había sido una mujer. Luego de muchos escritos sobre penas y desamores, de haber leído cómo la dueña de ese libro aprendía a sobrevivir en el mundo de los mortales, llegó a la página cuarenta y ocho:

«El pueblo de Agustina».

«Marzo de 1897. He viajado mucho durante todo este tiempo, he estado en incontables ciudades y países, y recién ahora creo haber encontrado mi lugar. Estoy en un pueblo chico, llamado Agustina, en la provincia de un país denominado Argentina. Aquí la gente que lo habita es humilde y amable. Hablan un idioma distinto al de todos los países por los que pasé. Sin embargo, aprendí fácilmente y rápido el español. Lo que más me gusta de este pueblecito es el cielo. Desde aquí se aprecia como en ningún otro lugar. Ver a mis hermanos y hermanas, tan claramente, me hacen sentir como si estuviese en casa. Me quedaré aquí para poder apreciarlos cada noche e intentaré relacionarme como una mujer más de esta población. Afortunadamente, he aprendido varios oficios en todos estos años, por lo que no me costará conseguir algo que me ayude a encontrar alguna tarea que hacer para conseguir algo de dinero, alimento y poder establecerme en algún sitio seguro del frío, calor y lluvias».

Elizabeth continuaba leyendo aquel diario tan intensamente, que se lo estaba devorando. Página cincuenta y siete:

«No puedo detenerlo». «Agosto de 1897. No sé qué me está sucediendo, hace un mes comenzaron a agarrarme fuertes mareos, mi visión comenzó a ponerse temblante y todo lo que toco lo convierto en piedra. En cuanto los ojos comienzan a arderme, rayos de luz blanquecina salen sin control desde ellos, quemando todo lo que esté a su alcance. Me temo que al no tener más relaciones carnales con un humano, me está despertando lo que algún día se me quitó: mis poderes. Pero no puedo regularlos, no tengo control sobre ellos y, estando aquí abajo, es un peligro para cualquier persona que esté cerca de mí».

—Wow... primero lo de los dioses y mortales. Ahora poderes... ¿Será el libro de alguna autora de fantasía? ¿Estaré leyendo los bosquejos de algún libro que se haya publicado en mi vida real? —se preguntó Beth en voz alta fascinada por la idea cuando terminó el capítulo.

Se sentía tan atraída por esa última descripción, que le era parecida a lo que le estaba pasando últimamente a ella, que continuó leyendo. Página ochenta y uno:

«Recupero mi corazón». «Mayo de 1901. Hace unos días me encontré en el molino a un joven muy apuesto, su nombre es Ariel. Tiene un cabello colorado como la sangre, unos ojos negros profundos y unas pecas que resaltan sobre su piel pálida. Es hermoso por donde se lo mire. En cuanto lo encontré, solo y desahuciado, lo hospedé en mi casa y lo alimenté. Es tan extraño cómo se dio todo... Pero apenas nos conocimos tuvimos algo especial. Él me cuida, me mima y me dice muchas cosas lindas. No puedo describir en palabras todo lo que provoca en mis sentidos. Desde que estoy con él mis poderes fueron desapareciendo, pero no me importa en absoluto, de hecho, era algo que quería. Su amor es lo único que necesito y me hace bien».

—¿Está hablando de este Ariel que está acá conmigo? —se preguntó Elizabeth algo desorientada—. No puede ser... Está fechado en 1901... a menos... a menos que mi sueño esté transcurriendo en esta época. Pero ¿por qué estoy soñando con cosas que no tengo ni noción de que existieran? O quizás no existen... Quizás tan solo sean más creaciones de mi mente. Tendré que acordarme de todo esto cuando me despierte, así busco en internet si es real o no —siguió diciéndose para sí la joven. Continuó con su lectura. Página ochenta y cinco:

«Llevo en mi vientre otro pedazo de Luna». «4 de Febrero 1902. Estamos muy contentos y emocionados. Hace unas semanas nos enteramos de que estamos a la espera de un bebé. Mejor dicho, de una

hermosa niña. Aún no hemos decidido su nombre, esperaremos unos meses para ver cómo continúa el embarazo. Tengo miedo de que me suceda lo mismo que la última vez, cuando me embaracé de Endimión. No pude llegar a dar a luz... Pero mantenemos la esperanza y mimamos a esta panza con todo el amor que tenemos. Confío en que dentro de mí está el pedazo de Luna que me han arrebatado. Confío en el Dios que creen los humanos y que él va a ayudar a esta bebita».

Página noventa y tres:

«Ego autem aliquis scriptor». En este capítulo aparecían frases como: «In liber Enoch», «reprobi angeli», «terrestrium mulieribus», «perperit nephilim» y muchísimas más. Eran inentendibles todas las hojas siguientes, como si estuvieran escritas en algún tipo de código o algún tipo de lengua que Elizabeth desconocía. Para cuando llegó al final del libro, nuevamente la sensación de presión en el pecho la invadió. Otra vez las iniciales «S. H.», solo que esta vez con una firma debajo que decía: «Selene Hiperión».

Beth no pudo contenerse y rompió en llanto. Tan fuerte era su sollozo que inmediatamente Ariel se presentó en la puerta de la habitación. Se acercó lentamente y tomó asiento al costado de ella, con la cautela de un felino antes de pegar un salto. —Amor… me tenés tan preocupado. ¿Qué es lo que sucede ahora? —le preguntó él con tono suave. —Me acabo de dar cuenta de que no hemos decidido el nombre para nuestra pequeña. No le hemos dado una identidad, una fuerza motora para que se aferre a este mundo y crezca normalmente —le respondió ella de manera improvisada, agarrándose de lo que acababa de leer páginas atrás. —Sele, estás muy confundida... Ya le hemos asignado un nombre a nuestra hija,

¿no lo recuerdas? —le contestó Ariel más preocupado que antes. Ante la respuesta del hombre, al oír cómo la llamaba a ella, pudo comprender mejor el sueño que estaba teniendo. Ella era Selene, su madre. No lo había notado antes porque en el reflejo en el que se vio estaba con el cabello platinado y su progenitora, en la vida real, lo tenía de color oscuro. Evidentemente, el diario que estaba leyendo lo había escrito ella, su madre. —Discúlpame, cariño… No estaría recordando el nombre de nuestra bebé. Acaso... ¿eso me convierte en un monstruo de madre? —le preguntó Beth con los ojos llenos de lágrimas. —No, amor mío, jamás quise hacerte sentir eso. Eres dulce, eres buena, eres hermosa y única. Nunca serás un monstruo con nadie, en todo caso lo seré yo — le contestó Ariel. —Entonces, recuérdame, ¿qué nombre elegimos para nuestra bebé? —indagó la joven. —Luego de muchas vueltas y algunos intercambios de opiniones, decidimos ponerle: Elizabeth. Era el nombre que a ti más te gustaba. Decías que cada vez que lo pronunciabas en voz alta, ella te daba pataditas en la panza como respondiendo a que ese sería el nombre correcto —dijo Ariel sonriendo. Este sueño era demasiado fuerte para ella. Beth no quería estar más dormida, quería despertar urgentemente. Nunca le había pasado estar tan consciente, dentro de su cabeza, en medio de las pesadillas. Cerró los ojos, abrazó el libro contra su pecho y se olvidó de que Ariel estaba a su lado. Solo quería abrir sus ojos y estar en su cama. —Es mi nombre… Acaso quien está dentro de esta panza, dentro de este vientre, ¿soy yo? ¡Por Dios, mamá! Quiero irme a casa, no quiero estar más acá —dejó escapar en voz alta. En cuanto terminó de decir aquello, en una de las esquinas de la habitación, apareció una luz blanca. Tenía el mismo tamaño de la que había atravesado en el subte. El resplandor le hizo abrir sus ojos. —¡Por Lucifer! ¿Qué demonios...? —comenzó a decir Ariel, mirando hacia la

luz y hacia Elizabeth. Inmediatamente se levantó de su silla y tomó a Beth de los brazos apretándola contra la cama, poniendo todo su peso sobre ella, impidiendo que se pudiera mover. —¡¡Tú no eres Selene!! Sospechaba que algo extraño estaba sucediendo contigo —le espetó. Las facciones del hombre comenzaron a cambiar de a poco. Ya no tenía esa cara de falsa amabilidad, ahora tenía un rostro malicioso, cargado de ira. Elizabeth no sabía si estaba imaginándoselo o no, pero creía que los ojos de Ariel habían cambiado a un color rojo. Beth forcejeó con él, intentando zafarse de la prisión de sus brazos. Logró darle un rodillazo en el vientre, lo que hizo que se doblara a la mitad por el dolor. Aprovechando ese momento rodó sobre sí hacia un costado y consiguió salir de la cama. Antes de dirigirse hacia lo que parecía ser su salida y el fin de esa pesadilla, se dio la vuelta para verificar que Ariel no se acercara. Sorpresivamente él no estaba más ahí, pero sí el libro de su madre. Vaciló un instante pero, sin pensarlo más, se abalanzó hacia la cama y tomó el libro. Lo más veloz que pudo, se dirigió hacia la luz blanca. Cuando estaba a punto de atravesarla, Ariel apareció detrás de ella y la tomó del cabello. Comenzó a jalarla para impedir que pasara por ese portal. —¿A dónde crees que vas? —preguntó él con tono irónico—. Estaba debatiendo conmigo mismo, ¿sabes? Daba vueltas a mi cabeza intentando entender toda esta secuencia desde que llegaste a mi casa, todas las cosas que dijiste no saber y todas las maneras de reacción que tuviste por cada respuesta que te daba. Y por fin lo entendí… —remató el hombre. —¡Suéltame! Por favor, suéltame… solo quiero irme a casa, no quiero hacerte daño, no quiero hacer nada malo, solo volver a mi realidad —le contestó Elizabeth de manera suplicante. Él sonreía cada vez más, como si estuviera disfrutando el sufrimiento de ella. Seguía con un porte maléfico y una mirada penetrante. Y en cuanto pudo observar bien, Elizabeth se dio cuenta de que sus ojos habían cambiado de color. Ahora eran rojizos, pero con la forma de llamaradas de fuego dentro de ellos. —Antes de que sigas intentando escapar, déjame contarte lo que comprendí.

Desde que me viste comenzaste a «estudiarme» como si me conocieras de otro lado; cada vez que algo se relaciona con Selene te pones pálida; cada vez que pasabas a una nueva hoja de ese librito, que tenés ahora en la mano, el mundo se te desmorona a los pies... Claro que no eres ella. La llamaste mamá y mencionaste que Elizabeth era tu nombre. Todo eso me lleva a una única conclusión… —hizo silencio, esbozó una gran sonrisa y levantó una de sus cejas. —¿QUÉ? ¿Qué quiere decir? —respondió ella incómoda. —Eres mi hija en el cuerpo de mi mujer. Te mentiría si dijera que es un gusto conocerte... tu temperamento no es nada reconfortante, más que nada porque se parece al mío. Y lo que menos me está agradando es que estás en el cuerpo de Selene queriéndote escapar con mi bebé en su vientre. Eso se llama robar, y no te hace ser alguien digna de mi devoción. Por más que seas mi hija, pequeña traditor —le respondió él. Traditor. Él usó esa palabra otra vez, como en su otro sueño. Elizabeth sabía que significaba algo de la traición, pero para no tener que esperar más por respuestas, decidió preguntarle directamente a él por qué le decía y llamaba de esa manera. Antes de hacerlo, ella le negó hasta el hartazgo ser hija suya. —Oh… querida. Qué confundida debes estar. Te voy a contar algo que ni tu madre sabe, aunque creo que lo sospecha. No sé mucho de latín, nunca me interesó aprender esa lengua mundana, pero sí puedo entender algunas palabras de ese apestoso diario que tenés en la mano —le dijo Ariel con desprecio—. Debo itir que al principio, cuando bajé para divertirme un poco con las mujeres de la Tierra, no sabía que tu madre era distinta y especial. Pensé que era una campesina más del montón. Con el tiempo me di cuenta de que no, claramente. Que fuese de esa forma, me convenía y enseguida busqué engendrarle un hijo. No imaginas lo poderosa que puede llegar a ser una criatura procreada entre un demonio y una diosa —continuó diciendo. Elizabeth escuchaba cada palabra con cara horrorizada. No se animaba a preguntar ni decir más nada. Estaba intentando procesar toda la información que él le estaba brindando. No podía creer los absurdos que oía, lo fantasioso que era todo. —Claro que tenemos nuestras reglas. Tenemos prohibido mezclarnos o

relacionarnos. Pero bueno... hay tantas prohibiciones tontas que jamás me interesé por ninguna, ni las seguí. Aunque todo tiene un precio. Mi castigo divino, por pasearme por la Tierra como se me antojara y acostándome con todas las mujeres terrenales que encontrara, fue justamente ese. El quedarme aquí en este plano, quitándome ciertos beneficios demoníacos. Pero soy rebelde... A mí nada me detiene e hice que esta tierra fuese mi propio infierno. Ese es el motivo real de querer engendrarte, hija mía. Para darte todo lo que a mí se me ha quitado. Imagina el poder que tienes en tu sangre: mí poder y el poder de la Diosa de la Luna. Eres lo que cualquier criatura divina o terrenal desearían ser —le dijo él con los ojos bien abiertos y brillantes. Beth respiró hondo tratando de almacenar en su archivo de memoria cada palabra, cada situación de lo que había vivido en ese sueño para después poder encontrar respuestas lógicas a todos los disparates a los que se estaba exponiendo. —¿Hija de demonio y diosa? Es decir, que Selene, mi madre, es una Diosa y tú eres supuestamente mi padre y un demonio —contestó Elizabeth con los ojos achinados, pensante e incrédula. —Exacto, eres una hija de la traición, mi querida. Y sí, es así como te he dicho —le respondió—. Permíteme presentarme como corresponde... mi verdadero nombre es Azazel, creado de manera hermosa por donde se me vea. Fui hijo de Dios y castigado por él por mis comportamientos. Afortunadamente, fui adoptado por Lucifer, el ángel más hermoso creado por Dios, quien también sufrió el castigo de caer en esta Tierra. Soy lo que a los humanos le gusta llamar como ángel caído. Mi verdadero padre no tenía mucho humor y no toleró mis rebeldías y la de unos cuantos hermanos más. Pero realmente… las mujeres de la Tierra son tan apetitosas… —continuó diciendo, dando vuelta los ojos hacia atrás y poniendo una horrible cara de gozo—. En fin, solía bajar a escondidas para acostarme con algunas damas hasta que me descubrió y me envió para siempre aquí abajo. Imagínate... un hermoso ángel condenado a ser un humano, algo repugnante. Por suerte, Lucifer se acercó a mí y me ofreció darme ciertos beneficios a cambio de unirme a su imperio, convirtiéndome en una horrible criatura, un demonio. Sin embargo, como me daba la posibilidad de seguir adoptando una forma humana hermosa para continuar saciando mi apetito sexual en la Tierra, acepté. Y aquí me tienes —terminó por decir, extendiendo sus brazos y haciendo una reverencia exagerada.

Demasiada locura para una misma pesadilla. Elizabeth no quería oír nada más y, antes de que él pudiera reaccionar, lo empujó y atravesó por la puerta lumínica hacia el otro lado.

Para mi familia entera, que sin ella no sería más que un cuerpo superfluo agnóstico del amor y de la magia.

La familia es el primer eslabón de esta cadena imaginativa dentro de mi ser y la que me moldeó desde el barro hasta convertirme en roca sólida.

Gracias por sus historias y momentos compartidos, su cariño, sus retos necesarios, su ayuda, apoyo, risas e incluso llantos.

Capítulo VI

El diario de Selene

Puerto Madero, Capital Federal, Argentina. Año 1992.

Cuando Elizabeth se incorporó de la abrupta caída, se encontró con que aún tenía el libro en su mano. Al mirar hacia su alrededor, se dio cuenta de que estaba en un lugar conocido, pero algo distinto a como lo recordaba. El río de la plata estaba a un costado, colmado de pequeños barcos y, en dirección hacia el otro lado, se veía la estructura del estadio cubierto del Luna Park, lugar de espectáculos y shows de artistas, bandas y celebridades de todo el mundo. Más adelante, siguiendo el camino del río, no lograba ver el emblemático Puente de la Mujer, una construcción bellísima que era motivo de foto para todos los turistas. Parecía como si no estuviese allí, como que no existía. Caminaba bordeando el dique en dirección hacia donde debería estar el puente cuando, luego de varios minutos sin éxito, observó que había una mujer de pelo oscuro, cargando a un bebé en brazos. El bebé lloraba desconsoladamente y la mujer no podía calmarlo. Elizabeth se quedó mirando la escena, sin saber si acercarse a preguntarle a la señora si podía ayudarla con algo. Antes de que pudiera decidirlo, observó que un hombre se acercaba a esta madre y se ponía en cuclillas para hablarle bajito a la criatura que no cesaba de llorar. Su aspecto le era familiar. Decidió acercarse con sigilo hacia ambos, para mirar mejor quién era aquel señor, pero cuando el hombre se dio cuenta de que los observaban, se dio la vuelta y miró a Beth a los ojos. El lunar en su labio era perfectamente reconocible, era Omar, su padre. Por supuesto, se le veía con un aspecto más jovial, parecía un muchacho veinteañero. —¿Puedo ayudarla en algo jovencita? —le preguntó. En ese momento, la mujer que estaba sentada con el bebé en brazos levantó su

vista. —¡¿Mamá?! —exclamó sorprendida Elizabeth. Omar le preguntó a Selene si conocía a la chica y ella negó con su cabeza. —¿Estás perdida? ¿Quieres que te acompañe a la policía? —le preguntó su joven padre sin reconocerla. —No, estoy bien. Les pido perdón, confundí a la señora con mi madre, son muy parecidas. ¿Es su esposa e hija? —se aventuró a preguntar Beth. —No hay problema, a veces nos podemos equivocar. Y no... no es mi señora, ni mi hija. De hecho, no estoy seguro de si es nena o nene. Solo me acabo de acercar porque veía que lloraba mucho la criatura y quizás podía ayudar con algo —respondió Omar, mirando a Selene. —Es una nena. Elizabeth es su nombre —respondió la mujer desde el asiento. La verdadera Elizabeth o, mejor dicho, la Elizabeth grande quedó atónita. Si esa bebé era ella... ¿en qué año estaba ahora? —Puede sonar desconcertante, pero… ¿en qué año estamos? —preguntó Beth. —¿Segura que no quieres que te lleve a algún sitio? Estamos en 1992. Realmente es extraño que hagas una pregunta como esa, quizás tengas fiebre — contestó Omar. Beth le pidió permiso a su propia madre para acercarse a ver a la bebé. Cuando se agachó para verla, se encontró con una pequeña regordeta con algunas pecas en sus mejillas y el cabello colorado. Era ella, se reconocía. Y en cuanto detuvo su mirada en el pelo rojizo, recordó al hombre con el que había estado en su pesadilla anterior. Recordó a Ariel, o más bien dicho, a Azazel. Él también tenía su cabello colorado. ¿Sería real que aquel sujeto fuese su padre? Algo era más extraño... Ahí estaba Omar, su verdadero padre, pero negando ser progenitor de ese bebé, de ella misma. Era demasiado... Dos sueños en uno mismo. Beth no sabía cuánto más podría aguantar y ya su mente le hacía dudar de su propia identidad, de su propia existencia. Saludó a ambos y se alejó lo más rápido que pudo.

Tomó asiento en una escalera que había en el camino frente al río. Agarró su cabeza, la sacudió y se dio pequeños golpes en su sien. Decidida abrió el libro para volver a leer lo que ya había leído. En cuanto pasó las páginas descubrió que aparecieron nuevos escritos que antes no estaban allí. Como si el tiempo hubiese transcurrido y, con él, también las escrituras. Página ciento veintiuno:

«Elizabeth llegó para salvarme». «Noviembre de 1992. Luego de descubrir la verdad sobre Ariel, he logrado escaparme. Por supuesto que primero tuvimos una gran pelea, pero logré crear un portal hacia algún lugar y tiempo desconocido para él y para mí. Ahora me encuentro en una inmensa ciudad. Aquí está lleno de personas, de colores, de luces que no son velas, de negocios... Es muy extraño, muy avasallante, pero ideal para insertarme en esta sociedad y pasar desapercibida. Aquí será muy difícil para él encontrarme. Sin embargo, algo salió mal. Me he adelantado unos cien años a mi actualidad y tuve que conseguir una ropa que se adaptara. La mía desencajaba totalmente con la que tenían los habitantes de este lugar. La civilización es muy avanzada, hay muchas cosas que desconozco, aparatos inmensos que se transportan con gente dentro, estructuras altas que parecen llegar hasta el cielo con ventanas en cada lugar, hay luces por todos lados, fuertes ruidos por doquier. Debo averiguar de qué trata cada cosa, ya que he quedado como una loca en cuanto di a luz a la pequeña Lizzie en un hospital al que me llevaron unas personas desconocidas. Los extraños objetos que había en esa habitación me daban escalofríos y temía que me mataran. Los médicos vestían de forma distinta a los doctores de mi época. Realmente creí que querían asesinarme. Por suerte, me equivoqué y gracias a ellos he podido tener a mi bebé sana y salva. Elizabeth llegó a mi vida, dándome la energía y el valor que necesito para sobrellevar cualquier tempestad. Por ella voy a resistir a vivir en este mundo. Es tan hermosa y buena… Se porta de maravilla, duerme mucho, no llora casi nunca, excepto algunas veces que le agarran ataques de llanto que no puedo calmar. Como no sabe hablar, no comprendo por qué le sucede eso e intento hacer todo lo posible para que mi niña no esté de esa manera. Tiene el color de

mis ojos y la forma de mis labios. Eso me enternece. Cuando sonríe se le hace el mismo huequito que a mí en el cachete izquierdo. Lo que me da un poco de impresión es que posee mucho de su padre también: el cabello colorado, sus pecas y el color de su piel. Le imploro a los cielos que mi hija no sea como Azazel. Suplico para que su alma sea pura. Incluso ruego a mi madre Gea que sea alguien normal como un ser terrenal. Si pudiese ser un ser humano al ciento por ciento sería ideal para que llevara una vida de tranquilidades. No me interesa tener una hija heroína, o una hija reina de ningún lugar. Quiero que crezca siendo una niña común. Imploro por ello cada noche al cielo».

En cuanto terminó de leerlo, pasó a la página siguiente y esta estaba totalmente en blanco. De pronto comenzaron a aparecer letras, una al lado de la otra, formando palabras escritas con tinta y pluma. Era como si en ese preciso instante las estuvieran escribiendo. Página ciento veintitrés:

«Una luz, entre tanta oscuridad». «Diciembre de 1992. Hace unos días que Elizabeth y yo estamos en un hogar estable, refugiadas. Una tarde estaba sentada en un banco cerca del río con mi pequeña llorando sin cesar. No sabía qué le sucedía ni podía calmarla. De pronto se acercó un buen hombre llamado Omar, quien acudió a mí e intentó ayudarme a tranquilizar a Beth, como le gusta decirle a mi pequeña. Comenzamos a conversar, me preguntó por qué estaba sola y le conté parte de la verdad. Le dije que lo estaba porque el padre era una persona muy mala y que por ese motivo huimos de él. Le expliqué que, en consecuencia a ello, no teníamos un lugar donde vivir. Sin que se lo pidiera me ofreció su casa y desde entonces estamos aquí viviendo con Omar. Es un hombre muy amable, nos atiende, nos cuida, nos hospeda y, lo más importante, no me hace preguntas incómodas. Me siento a gusto y protegida cuando estamos cerca, aunque muchas veces nos deja solas porque trabaja en algo donde hacen películas. Esa es otra cosa rara que hay en esta realidad. De a poco voy descubriendo nuevas cosas y entendiendo para qué son otras. Creo que tendré éxito en amoldarme para vivir en esta época. El detalle más importante en todo esto es que creo que me estoy enamorando de

Omar, no tengo en claro si confundo su gentileza y amabilidad con amor. Solo espero no volverme a equivocar entregando mi corazón a otro ser humano».

De pronto dejaron de aparecer nuevas letras o algún tipo de escrito. No había más nada que leer, pero sí muchas cosas por descubrir. Antes de que Elizabeth pudiera ponerse a pensar en algo, delante de ella se formó una luz blanquecina. Ahora sabía qué significaba esa forma extraña que se aparecía frente a sus ojos. Era un portal. Sin dudarlo, cerró el libro y saltó para el otro lado.

—Señores pasajeros, lamentamos los inconvenientes que hayamos podido generarles. Retomaremos la marcha en breves instantes. Hemos podido arreglar el desperfecto técnico. Al bajarse, recibirán dos boletos para viajar gratis en compensación a nuestra falla. Sepan disculparnos —dijo la voz por el altoparlante. Elizabeth estaba nuevamente en el vagón donde subió en un principio. El subte recobraba energía y volvía a encender sus luces. Beth, en cuanto recordó sobre el diario de Selene, miró hacia sus manos con la esperanza de que el libro estuviera allí. Se decepcionó al ver que en ellas solo tenía su celular y su bolso. «Definitivamente, esta ha sido la peor pesadilla que he tenido en meses. Y ya aprendí la lección con Romina y Darshan, no se lo voy a contar a nadie. Estoy pensando seriamente en hacerle caso a Romi, voy a ir a ver a una psicóloga... Me estoy enloqueciendo», se dijo Elizabeth a sí misma. Cuando llegó a la estación Uruguay, se bajó del vagón y subió las escaleras hasta la salida a la calle. Caminó una cuadra y media y entró a la librería donde la había enviado su jefa. Retiró el pedido de libros y volvió nuevamente al subte para emprender el retorno. Esta vez se lo tomó para hacer una sola estación en la línea B, hasta Carlos Pellegrini. Luego combinó con la línea D, en dirección a Congreso de Tucumán, bajándose en Juramento, a tan solo dos cuadras de la biblioteca en la que trabajaba. Ester la estaba esperando ansiosa.

—¡Elizabeth! ¡Qué alegría verte! Hiciste superrápido. ¿Pudiste conseguir todos los libros? —preguntó entusiasmada su jefa. —Por supuesto, Estercita, sin problemas ni altercados —respondió Beth irónicamente con una sonrisa de costado. Le entregó los libros, dejó su bolso en la oficina del fondo y fue al baño. Apenas entró, lo primero que hizo fue mojarse la cara, la nuca y sus muñecas. Aún seguía algo alterada, con las escenas del sueño yendo y viniendo, paseándosele por la mente. Era una sensación extraña, sentía cada recuerdo en carne propia, tan vivo y real... Cuando terminó de mojarse, se miró al espejo fijamente tratando de ver en sus ojos si se reflejaba la locura. Sacudió su cabeza, salió del toilette y fue al mostrador donde atendía al público. Agarró su libreta y birome y comenzó a anotar las palabras extrañas que había leído y que revoloteaban por su cabeza: liber Enoch, angeli, nephilim, scriptor. Luego agregó todos los datos que recordaba: Azazel, demonio, colorado; Selene, diosa de la luna, cabello blanco; pueblo pequeño llamado Agustina; Puerto Madero sin puente, año 1992; mis padres se conocen, pero yo ya había nacido; ¿Omar es mi papá?; visión temblorosa, ver y convertir en piedra; traditor, hija de la traición. Beth prendió la computadora, decidida a buscar las palabras raras para ver si eran reales y qué significaban. Ya había tenido la experiencia de soñar con alguna que existía verdaderamente y que, de hecho, tenían un significado negativo, uno que aquel hombre colorado, aquella sombra de su primera pesadilla, le reafirmó. En cuanto estuvo a punto de ingresar en el buscador la primera palabra sonó la campana de la puerta, anunciando que un cliente había entrado. Al levantar su vista, lo vio. Era Abel. —Hola, señorita Hiperión, hace mucho tiempo que no nos vemos —le dijo sonriendo. —Hola, Abel, sin formalidades, por favor, ¿o ahora tengo que llamarte cabo Damon? —dijo Elizabeth bromeando—. Es verdad, hace mucho que no nos vemos, aunque no tiene mucha importancia igualmente. ¿Qué necesitas? — contestó ella de manera tajante.

—Beth… por favor, quiero que hablemos. No me gusta que estés así conmigo y quiero remediar mi error —respondió el joven. —Es una biblioteca, de lo único que podemos hablar acá es de libros —refutó Elizabeth. —Está bien. Si así vamos a estar… dame el libro ese que estaba leyendo que quiero continuarlo —le dijo Abel frunciendo el ceño. Elizabeth fue hasta el estante que tenía detrás de ella, buscó en la tercera fila, encontró el lomo del libro, lo tomó y se lo entregó sin decir palabra. Él le firmó el papel de la biblioteca, donde declaraba que se hacía responsable por el estado del libro y le entregó su DNI para que se lo retuviera mientras estaba ahí. Como no era socio, no podía llevárselo y solo se le permitía leerlo mientras estuviera dentro del recinto. Que le entregara a Elizabeth su identificación personal era una forma de garantizar que no se iría con el libro a ninguna parte. En cuanto Abel se alejó para sentarse en una de las mesas, Beth volvió a tomar su agenda, agarró el teclado de su computadora y escribió la primera palabra en el buscador. Miles de páginas llenas de resultados aparecieron en la pantalla del ordenador. Abrió las tres primeras que le figuraban para constatar una información con otra. El primer resultado decía: «Enoch —a veces transcrito como Henoc o Enoq; ‫חנוך‬ Janoj—, es un libro intertestamentario que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope, pero no es reconocido como canónico por las demás Iglesias cristianas. Las partes del libro de Enoc cuentan la historia de los ángeles caídos que secuestraron y se relacionaron con mujeres humanas, lo que resultó en la creación de una raza híbrida conocida en toda la historia secular y bíblica como los Nephilim». El segundo resultado citaba: «El Libro de Enoc ha sido traducido al castellano desde varias versiones, a su vez, traducidas de los manuscritos etíopes, cotejados con manuscritos griegos. En una parte del libro, Enoc cita: “…Y Azazel enseñó a los hombres a hacer espadas y cuchillos, y escudos y corazas, y dio a conocer a ellos los metales de la Tierra y el arte de trabajar pulseras, y adornos, y el uso de antimonio, y el embellecimiento de los párpados, y todo tipo de piedras preciosas, y todas las tinturas colorantes. Y hubo mucha impiedad, y ellos cometieron fornicación y se dejaron llevar por mal camino, y se corrompieron en

todas sus formas. Semjaza enseñó encantamientos y cortes de raíces, Armaros la resolución de encantamientos, Baraqijal, enseñó astrología, Kôkabêl las constelaciones, Ezeqeel el conocimiento de las nubes, Araqiel los signos de la Tierra, Shamsiel los signos del Sol, y Sariel el curso de la Luna…».

El tercer resultado de búsqueda señalaba: «Enoc escribió un libro, uno al que catalogaron como evangelio apócrifo. Por “Apócrifo” se quiere decir que este libro, aunque circulaba entre los judíos, se mantenía oculto, y no se le permitía su lectura a todo el mundo, puesto que no se lo consideraba como un libro inspirado como los demás que componen el canon del Antiguo Testamento. El Libro de Enoc cuenta la historia de cómo doscientos ángeles rebeldes, o Vigilantes, decidieron transgredir las leyes celestiales y “descender” a los llanos para tomar sexualmente a las mujeres de entre la especie mortal. Por medio de estas uniones nacieron crías llamados Nephilim, o Nefilim, una palabra hebrea que significa “aquellos que han caído”, que son considerados, en traducciones al griego como gigantes —una forma de expresión ya que no eran verdaderos gigantes—. Aparte de ello, los ángeles caídos se dedicaron a impartir los secretos celestiales a todos aquellos que tenían oídos para escuchar. Uno de ellos, el segundo líder, llamado Azazel, el más hermoso y seductor de los ángeles, fue acusado de enseñar a las mujeres cómo disfrutar el placer sexual y entregarse a la promiscuidad». Entre los tres resultados que leyó, pudo recrear y entender la historia para armarla en su cabeza. También se dio cuenta de que no le hacía falta buscar ninguna palabra más, ya que todas estaban allí a la vista. Sin embargo, saber todo ello ahora le daba argumentos válidos para darse cuenta de que no estaba loca por completo. Evidentemente, esa sensación de que sus pesadillas no eran eso, sino que eran reales, la hacían sentirse nauseabunda y muy descompuesta. ¿Qué pasaría si todo aquello que le generaba dudas era verídico? Solo tenía una forma de asegurarse... Sin siquiera pensarlo por completo, agarró su celular y llamó al número de la oficina de su padre. Desafortunadamente el contestador la atendió antes que él, por lo que decidió dejarle un mensaje. —Hola, pá, ¿cómo estás? Imagino que si me atiende tu buzón de voz es porque

estás muy ocupado. Solo quería saber si esta noche podrías volver un rato más temprano del trabajo… Me gustaría hablar contigo… Pero no te preocupes que no es nada grave, ni tampoco urgente. Escríbeme un mensaje en cuanto escuches mi recado. ¡Te amo! —dejó dicho Beth en el contestador de Omar. En cuanto colgó la llamada le agarró un fuerte dolor de cabeza. Se masajeó la sien y se dirigió hasta la oficina de Ester para buscar en su bolso un medicamento que la ayudara a calmar su malestar. Para su sorpresa, cuando metió la mano para buscar el blíster de pastillas, sintió algo duro, frío y rectangular. Era algo que ella no había guardado allí. Lo tomó con suavidad y lo sacó cautelosamente. Era la tapa de un libro, con un dibujo en relieve. Al darse cuenta de lo que se trataba le dio un vuelco al corazón. Era el diario de Selene, su madre, el que leyó en sus pesadillas. Más allá de su asombro, Elizabeth afirmó lo que tenía en duda... Por algo sentía en carne propia cada acontecimiento soñado, provocándole esa sensación de incertidumbre, de duda existencial sobre la realidad y lo fantasioso de su mente. No habían sido simples sueños, habían sido situaciones que habían pasado realmente. El libro en su mano era la prueba definitiva de ello. Inmediatamente, empezó a sentirse peor que antes... Le bajó la presión, comenzó a sudar y sus manos y pies empezaron a tener hormigueos dolorosos. Las paredes comenzaron a achicarse y a moverse de lado a lado. El aire se volvió pesado y su vista empezó a oscurecérsele. Un segundo después se encontraba en el piso desmayada.

***

Cuando Beth abrió los ojos, seguía en la oficina de su jefa. Ester estaba allí sentada a un costado, entre dormida, con los anteojos resbalándoseles por la nariz. Elizabeth se dio cuenta de que debajo de su cabeza tenía un buzo como almohada y que sus piernas las tenía levantadas sobre un banquito. En cuanto se quiso incorporar el mareo volvió y se puso nuevamente en posición de acostada. Sin querer emitió un quejido, lo que hizo despertar a Ester. —Despertaste, mi niña... ¡Qué susto me diste! —exclamó su jefa.

Ester le contó lo que había pasado. Le explicó que un cliente la había visto desde el otro lado del mostrador tirada en el suelo, que la socorrió al instante levantándole las piernas, poniéndole un abrigo debajo de su cabeza y mojándole la frente con un paño frío. —Comenzó a gritos pidiendo ayuda y llamó al 107 para solicitar una ambulancia, que imagino estará en camino a punto de llegar. No fue hace mucho tiempo —terminó contándole. Despacio y con precaución, se reincorporó y se sentó. Todavía se sentía mareada. —Tranquila, pequeña... No hace falta que te pares, quédate un segundito sentada —le indicó la jefa—. ¡Ah! Antes de que me olvide, me dijo el señor que te ayudó que te agradeciera por el libro y que te lo diera a ti para guardarlo, ya que pronto volverá para seguir leyéndolo —extendió su mano con un libro titulado Ángeles caídos y se lo dejó en el regazo. En cuanto Elizabeth lo tomó supo inmediatamente quién había llamado a la urgencia, había sido Abel. Era la tercera vez que él estaba ahí para ayudarla y que ella, en cambio, lo único que había hecho era tratarlo mal, fríamente y distante… Como aún no había llegado la ambulancia, Ester fue hacia la cocina para prepararle un té. Mientras tanto, Beth abrió el libro que Abel le había devuelto para leer de qué se trataba el prólogo. En cuanto separó la tapa una pequeña nota cayó de ella.

«Querida Elizabeth, lamento que estés tan enojada conmigo. Sinceramente, nunca quise que pasara lo que pasó. No me mal entiendas, ito que me gustó y que tenía muchas ganas de besarte desde antes, pero no quería que eso complicara la poca relación que teníamos. Me hubiese gustado hacer las cosas distintas, invitarte a salir, conocernos bien y luego ver si existía la posibilidad de que entre nosotros sucediera algo. Viendo tu reacción y cómo estás conmigo, entiendo que malinterpreté las cosas y que todo ha sido una gran confusión mía. Noto que a ti no te interesa lo mismo que a mí, pero te pido que al menos me dejes ser alguien con el que puedas contar en caso de que necesites algo. Sé que estás mal y por lo visto ese mal no te deja siquiera dormir tranquila, por eso es que me gustaría ayudarte. Aunque, sinceramente, no sé bien de qué forma hacerlo, salvo escuchándote y acompañándote cuando lo quieras. Te dejo mi

teléfono por si en algún momento cambias de opinión: 11-6434-1876. Por mi parte, prometo no volver a molestarte ni presentarme sin que tú lo quieras. Sin más, me despido esperando que puedas perdonarme. Abel».

Por más que intentara hacerse la indiferente con él, Elizabeth se derretía por dentro. Le pareció tan dulce y tierno que le haya dejado ese mensaje a través de una nota... lo que le había escrito parecía ser sincero. ¿Habría alguna posibilidad de que pasara algo entre ellos? La joven no lo sabía con exactitud, pero comenzó a imaginárselo y decidió darse la oportunidad de conocerlo. Después de todo, Abel se había comportado como un caballero con ella. Lo del beso en su casa, aquella otra noche, fue una total confusión no querida. Aunque pensándolo bien, de haber estado consciente en ese momento, lo hubiese hecho de igual manera. Las ganas las tenía. Guardó la pequeña carta en el bolsillo más chico de su bolso y volvió a agarrar el libro de Abel para leer lo que no había podido; el prólogo. Decía así:

«Enoc, el tatarabuelo de Noé, el hombre que caminó con Dios y desapareció, se hace presente en el Génesis. Sin embargo es minúsculo su protagonismo y la información que dan sobre él. Enoc fue el responsable de escribir un libro que la Iglesia decidió ocultar, excluyéndolo de la Biblia. A lo largo de todo su texto cuenta sobre los vigilantes, ángeles caídos que adoptaron cuerpos humanos para saciar su apetito sexual con las mujeres, hijas de los hombres y queriendo engendrar hijos con ellas, dando a luz a los Nefilim. El libro recita que todo lo que causaron fueron estragos, ya que no solo se reprodujeron, sino que también revelaron secretos divinos y enseñaron a los hombres sobre hechicería, la creación de armas y toda clase de perversidades. En consecuencia, Dios los castigó y condenó a permanecer en la Tierra, en tanto el mundo perdurara. Sin embargo, los Nefilim, hijos de los vigilantes, comenzaron a devorarse toda la comida de los seres humanos y, como ello no los saciaba, empezaron a comerse a las aves, las bestias, los reptiles y todo lo que se cruzara en su camino. Los hombres se quejaron ante Dios en sus ruegos y súplicas, mas no querían a esos seres monstruosos con ellos. Así fue como el Señor envió a sus poderosos

arcángeles Gabriel, Rafael, Miguel y Uriel a destruir a los hijos de la fornicación, incitándolos a autodestruirse. Rafael ató de manos y pies a Azazel, y Miguel aprisionó bajo tierra al líder mayor, Semiaza, y a su descendencia por setenta generaciones hasta el día del juicio. Por último, para terminar de erradicar a los hijos de los vigilantes, Dios envió el Gran Diluvio, pero antes de eso el Señor le dijo a Enoc: “Ve y haz saber a los vigilantes quienes han abandonado el cielo altísimo y su eterno lugar santo, aquellos que han corrompido con las mujeres, y que se han comportado como los hijos del hombre, tomando para sí esposas. Aquellos que han resultado sumamente corrompidos sobre la Tierra; que para los que están en la Tierra no habrá paz, ni remisión de pecado. Pues no gozarán de sus descendientes: contemplarán la aniquilación de sus bien amados, lamentarán que se destruya a sus hijos y aunque suplicaran eternamente, no obtendrán ni misericordia, ni paz” (12:5-7). Según el texto del Libro de Enoc, el gran juicio en contra de los vigilantes aún prevalece. Ángeles caídos. Castigo divino y terrenal es un libro que intentará dar a conocer los secretos ocultos de Enoc, e identificará a aquellos vigilantes y a sus hijos, como seres que aún habitan en la Tierra, entre nosotros, en la vida cotidiana».

En cuanto terminó de leer aquello, sin dudarlo ni un minuto, Elizabeth tomó su celular y envió un mensaje al número que Abel le había dejado anotado: «Me gustaría que nos juntemos, quiero darte las gracias, hablar sobre lo que pasó en mi casa y sobre la nota que me dejaste. También me interesaría que me cuentes sobre el libro que estás leyendo, me ha generado intriga. Saludos. Beth». Luego de que los paramédicos la hayan revisado y recetado hidratarse bien y reposar cuarenta y ocho horas, una vez en su casa, Elizabeth tiró el bolso sobre el sillón del living y fue a prepararse algo de comer. En el apuro no notó que el diario de Selene, que estaba dentro de su cartera, cayó al suelo, quedando debajo del mueble de descanso. Después de comer, fue a pegarse una ducha. Cuando salió y estaba a punto de cambiarse, su teléfono móvil sonó. Era un mensaje de Abel: «Qué lindo recibir tu mensaje. Me encantaría que nos podamos encontrar. En cinco minutos termino mis guardias, si quieres te paso a buscar. ¿Tenés ganas?».

Beth lo pensó un momento, escribió su respuesta en la pequeña pantalla azul de su celular y, sin reflexionar mucho sobre ella, envió su «Ok! Te espero». Apresuró su secado de cabello, se vistió con la mejor ropa que tenía informal y se puso un rico perfume. Los cosquilleos en la panza la ponían en aprietos, pero al mismo tiempo le daba una sensación grata y reconfortante. Pasaron diez minutos desde que había enviado el mensaje y tocaron a su puerta. Abel había llegado. Elizabeth bajó a toda velocidad, le dejó una nota a Omar sobre la mesa avisándole de que iba a volver tarde y salió al encuentro del cabo Damon.

En cada personaje, nombre o lugar, un pedacito de mi vida está volcado. Gracias a esas personas por ser de inspiración a mi creación, sin darse cuenta y sin que fuera su intención.

Capítulo VII

Extrañas sensaciones

Beth volvió tarde de la salida con Abel y la pasó mejor de lo que esperaba. Primero decidieron ir a un lugar más alejado del barrio, para que los ojos y bocas chismosas conocidas no tuvieran motivo de ser. Fueron al Parque Centenario, en el barrio de Caballito, cerca de los barrios de Villa Crespo y Almagro, a unos treinta minutos en colectivo —ya que Abel había tenido que dejar el patrullero en el taller—. Allí tomaron unos mates y conversaron un poco. Él le contó su historia. Le confesó que era huérfano, crecido en un orfanato, adoptado a los once años por una familia de siete integrantes, sus dos padres y cuatro hermanos más. Cuando tuvo la edad de iniciar la secundaria, se anotó en el Liceo Naval «Almirante Brown», en Vicente López. Terminó sus estudios navales y se inscribió en la escuela de cadetes de la Policía Federal Argentina, donde pudo homologar muchas materias gracias a su título de Guardiamarina de la Reserva Naval de la Armada Argentina. Durante sus cortos veinticuatro años, pero largamente recorridos, tuvo dos novias. Sin embargo, confesó no haberse enamorado realmente de ninguna. Según él, siempre anheló poder hacerlo, pero nunca había encontrado a la mujer indicada para que su corazón se desesperara por amar. Elizabeth, por su lado, le contó solo la mitad de su historia. Sí se animó a mencionar lo del fallecimiento de su madre, pero no sobre las pesadillas que la atormentaban y, mucho menos, lo que había vivido... ¿Se imaginan mencionar en una primera cita que tuvieron un encuentro con un demonio que dice ser tú padre y que posterior a ello te encontraste con tus verdaderos progenitores de jóvenes y a ustedes mismos como bebés? No es algo que se contaría sin tanta confianza. Luego de aquella tarde de plaza, Abel la invitó a cenar. La llevó a un restaurante muy fino, en Palermo, cerca del Hipódromo de Buenos Aires —sitio donde corren carrera los caballos y donde hay un casino enorme para que la gente pierda o gane dinero—. El lugar donde comieron era de una cadena norteamericana muy reconocida y tenía ambientes amplios, iluminados tenuemente, con boxes, mesas y una barra ideal para aquellos que debían esperar para ser ubicados en las mesas que se iban desocupando. Después de una

deliciosa cena, Abel la acompañó hasta la puerta de su casa y, esta vez, con su consentimiento la besó. Miles de sensaciones y sentimientos le brotaron a Beth por todo su ser. Sintió la calidez de sus labios, un sabor a dulzura, mariposas en su estómago, el cuerpo aflojándose como si se estuviese derritiendo de ternura, la piel erizándosele... Fue un beso hermoso y mágico. Uno como aquellos que no había tenido desde hacía mucho tiempo, con esa sensación de no querer separarse de sus brazos, sintiendo que todos sus pedazos rotos se le iban remendando y borbotándole en el cuerpo la alegría. Una vez que él se fue, entró a su hogar cerrando la puerta con una sonrisa de adolescente enamorada y con la mirada brillante de emoción. Cuando fue a la cocina en busca de un vaso de agua para antes de irse a dormir, se encontró con Omar sentado en el desayunador. —Papá… te dejé una nota, no sé si la viste. Espero que no te hayas quedado despierto esperándome —dijo Elizabeth sonrojada. —La leí, pero también escuché el correo de voz que me habías dejado en el celular esta tarde diciendo que querías hablar conmigo. Por lo tanto... sí, me quedé despierto esperándote para poder conversar —le contestó con cara seria su padre. Beth se había olvidado totalmente de aquel mensaje que le había dejado. Pero haciéndose responsable por su acto, le pidió disculpas y fueron a sentarse al comedor para sentarse a hablar más tranquilos. Elizabeth comenzó a dar vueltas. Le contó sobre su mañana: que había ido al centro a buscar unos libros, que se había desmayado en la biblioteca cuando volvió porque tenía la presión baja y porque estaba deshidratada y, por último, que había salido en una cita con un chico, que le gustaba bastante, de hecho, y que parecía ser una gran persona. Le contó que era algo mayor que ella, pero que no debía preocuparse porque era policía, responsable y bastante respetuoso. Remató su relato comentándole a su padre que ya había conocido a ese muchacho el día que habían entrado los desconocidos a revolverles la casa. Omar recordó al cabo Damon, por lo que asintió con la cabeza y esbozó una pequeña sonrisa. Algo en su rostro demostraba que estaba inquieto, preocupado. —¿De eso me querías hablar, hija? ¿Del cabo Damon? —le preguntó su padre. —Sí… o mejor dicho, no —le respondió ella—. En verdad, hoy estuve muy

pensativa y… durante todo el día pensé mucho en mamá. Sé que no te gusta que hablemos del tema, pero nunca tuve la oportunidad de preguntarles a los dos juntos cómo se habían conocido —terminó largando Beth, tragando con fuerza y asustada por la respuesta. —Oh…eso fue hace mucho tiempo, pero lo recuerdo como si hubiese sido ayer —respondió sonriente y con los ojos cristalinos—. Estaba estrenando una de mis primeras películas en la pantalla grande y la sala del cine estaba repleta de gente. Cuando terminó y me fui de allí, una hermosa mujer con pelo oscuro y ojos celestes como el océano se me acercó con vergüenza a pedirme un autógrafo. En cuanto la vi, me enamoré perdidamente. Supe desde ese instante que aquella dama iba a ser el amor de toda mi vida. Así que en vez de mi autógrafo le anoté mi teléfono de casa, porque claramente los celulares no existían en ese entonces. Solo tardó dos días en buscarme y desde allí no nos volvimos a separar. Claro, hasta que… —Omar no pudo terminar la frase que se tornó en llanto. Como si hubiese sido reproducido en réplica, Elizabeth también comenzó a llorar. Escuchar su relato, ver a su padre así y haber dudado de que él fuese su verdadero papá, creyendo esa basura de pesadilla, de que era hija de un desconocido que se le presentó, la hizo sentirse despreciable. Nuevamente el malestar se hizo carne en ella. Abrazó a Omar fuertemente, le dio un beso en la frente, le pidió disculpas y se retiró a su cuarto. El mareo iba y venía, la vista otra vez le comenzó a temblar. Dudosa de lo que estaba por hacer, respiró hondo y tocó el velador que tenía en su mesita de luz… pero no pasó nada. Se le había cruzado la loca idea por la cabeza de que si tocaba el velador estando en esas condiciones, este se iba a convertir en piedra, tal como relataba Selene en su diario. —¡Qué idiota! —se maldijo a sí misma y se golpeó la frente con la palma de su mano. Y en cuanto terminó de decir eso, el foco de luz comenzó a parpadear hasta apagarse por completo. Al breve instante, tal como si fuera magia, la base del velador comenzó a ponerse de color gris. Luego fue acrecentando hasta quedar completamente hecho piedra. —¡No puede ser verdad…! —exclamó Elizabeth desconcertada. Había sucedido todo tal y como estaba escrito en el libro de su madre. De

pronto, la sensación de malestar se alejó, dando lugar a un sentimiento de energía que le recorría por las venas. Volvió a intentarlo una vez más con su palo de hockey. Sin embargo... no pasó nada. Comenzó a pensar qué era lo que había sido distinto, si lo habría tocado con la palma o con algún dedo en particular, por lo que siguió probando. No tuvo éxito. —¡Maldición! ¿Qué hice distinto? —se recriminó. Dándole vueltas al asunto, lo único que notaba como distinto era que antes se había maldecido. Probó con eso. —Qué idiota que soy… —dijo en voz alta. El palo de hockey seguía allí delante de ella, tan de madera como siempre. —¡Dios! ¡Conviértete en piedra! —le gritó al objeto inanimado. ¡BINGO! El palo comenzó a ponerse grisáceo, para luego convertirse en cemento. Elizabeth se quedó mirando durante un buen rato y lo tomó con ambas manos irándolo por todos lados. Para su sorpresa, no era para nada pesado, más bien era liviano, pesaba menos que su propia almohada. —¡Esto es realmente increíble! —dijo con una sonrisa en el rostro.

Recordó que en el libro de su madre relataba más cosas sobre lo que pasaba cuando tenía esos síntomas, no recordaba exactamente qué cosas eran. Decidió bajar al comedor y buscarlo dentro de su bolso. Cuando llegó hasta allí, Omar estaba dormido sobre él. Beth intentó no hacer mucho ruido y, suavemente, quitó el bolso de debajo de su padre. Dio media vuelta y comenzó a ir en puntitas de pie hacia la escalera camino a su habitación. Antes de que pudiera avanzar mucho, Omar la tomó del brazo. —¿Tenés pensado irte a alguna parte? —le preguntó con un tono grave. —Perdón, papá, no quería despertarte. Solo quería buscar algo que tengo en mi bolso —le respondió Elizabeth con la cabeza gacha. Omar se reincorporó y tomó asiento en el sillón. Refregó sus ojos con ambas

manos, dio un bostezo y la miró. —¿Buscas esto, hija? —le indagó y sacó de detrás de él el diario de Selene. El alma de Beth cayó al piso. Palideció y abrió su boca para responder, pero no le salió ninguna palabra. —Siéntate a mi lado, por favor —le indicó su padre, golpeando suavemente a su costado para que ella tomara asiento junto a él. Con los nervios de punta, Elizabeth obedeció y se sentó en el sillón con Omar. —Beth… ¿Quieres compartir conmigo qué significa este libro? —preguntó su padre con un suspiro. —¿Lo leíste? —interrogó ella. —Solo un poco, hasta la página que está escrita en un idioma raro. Debo decir que me inquieta muchísimo saber dónde encontraste esto. Es la misma letra de tu madre, pero lo que dice es sumamente incoherente, fantasioso... no entiendo, Beth. ¿De dónde sacaste esto? ¿Qué significa? ¿Lo escribiste tú? —cuestionó sin cesar su padre. Elizabeth no sabía qué hacer, si decirle la verdad o inventar que lo había encontrado en la biblioteca donde trabajaba, o contarle alguna otra mentira. —Papá, ¿por qué no tengo tu apellido primero? —fue lo único que logró responder. —Ya te lo expliqué hace tiempo, hija, tu madre y yo estábamos en desacuerdo con el sistema patriarcal de nuestra sociedad. Es muy machista poner el apellido del hombre únicamente, o ponerlo en primer lugar. No nos gustaba esa idea, no la compartíamos para nada, por lo que decidimos que llevaras el apellido de tu madre al principio —le respondió con un tono suave—. ¿A qué vienen tantas preguntas raras? —remató. Elizabeth respiró hondo, retorció ambas manos apretándoselas mutuamente de forma muy nerviosa y, antes de decidir contarle la verdad, consideró saber algo más. —¿En qué año construyeron el Puente de la Mujer? —preguntó la joven.

—La construcción la arrancaron cerca del 1998, pero creo que la terminaron en el 2001. ¿A qué va todo esto? —preguntó Omar un tanto desorientado. —Eso quiere decir que, cuando nací, el puente no existía… eso significa entonces que es verdad que mamá me decía Lizzie, pero me empezaron a decir Beth porque a ti te gustaba más así. Lo que también significa que a mamá la conociste en Puerto Madero, en el año 1992, a las pocas semanas de que me diera a luz. Te compadeciste de ella al verla sola con una beba en brazos llorando desconsoladamente. No esperabas enamorarte, ni tampoco mamá pensó en hacerlo, pero así pasó. Y me adoptaste como tu hija. Por eso no tengo tu apellido primero, por eso no tengo ningún rasgo físico parecido al tuyo. Mi verdadero padre era un desgraciado, un muy mal tipo, y por eso ella se escapó de él. ¿Estoy diciendo todo correctamente… «papá»? —inquirió Elizabeth con tono de reproche. Ahora era Omar el que había palidecido... Estaba sentado, inmóvil, con la boca abierta y los ojos llenos de lágrimas, parecía estar a punto de desmayarse o de reventarse en mil pedazos. La respiración comenzó a acelerársele y en su cuello se notaba cómo su vena le latía con fuerza y velozmente. —¿Quién te dijo todo eso? —preguntó él con cierta desesperación y tristeza. —De alguna manera, me lo contó mamá. Tenías razón en que se parece a su letra lo que está escrito ahí. Ese libro que tienes en la mano era de ella. Es como si fuese su diario íntimo y está todo escrito. Te contaría cómo lo conseguí, pero primero me gustaría oír la verdad de tu parte, Omar —dijo Elizabeth entristecida y enojada. Su padre sintió una puñalada al corazón cuando su hija lo llamó por su nombre. Sintió que se le desmoronaba todo a sus pies, toda la realidad que habían forjado con Selene se estaba disolviendo como azúcar en agua hirviendo. Llorando, le suplicó que le dijera «papá». Porque eso era él, su padre, el que la crio, cuidó y acompañó en su crecimiento. Beth notó el dolor en el rostro de él, se compadeció y aflojó su enojo. Le agarró la mano y le contó todo lo que había vivido ese día, desde el portal del subte hasta el desmayo en la biblioteca al notar que el libro estaba con ella, al darse cuenta de que todo había sido real. Su padre estaba atónito, no podía creer lo que le estaba contando, parecía tan surreal, tan inexistente, tan de película como las

que él producía. Si lo que Beth decía era cierto, si esas locuras que estaba escuchando eran reales, entonces todo lo que fue Selene para él había sido una mentira. ¿Y qué pasaba con su hija? ¿Qué era? ¿Habría enloquecido? —Tengo que mostrarte algo, ven conmigo —indicó Elizabeth, parándose del sillón para llevarlo a su habitación. Omar permaneció rígido. Comenzó a llorar con más fuerza agarrándose de los pelos y tironeándoselos. —Papá… por favor. Perdóname... Pensé que ya sabías todo esto y por eso me enojé contigo. Veo que me equivoqué. Seas o no de mi sangre, para mí eres y serás siempre mi papá. Incluso… si no te molesta, me gustaría que me vuelvas a llamar Lizzie, eso me recordaría a mamá —dijo Beth, tiernamente, acercándose a él para agarrarle las manos. Luego de un instante de silencio entre ambos, Omar asintió, se paró y la siguió hasta su habitación. Al entrar, notó que el cuarto estaba más frío que el resto de la casa. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y sintió la musiquita de fondo del alhajero de bailarina que su esposa le había regalado a su hija muchos años atrás. —Qué extraño... Esto no estaba así —dijo Beth pensativa, acercándose a la cajita musical y cerrándola. La música cesó y el frío de la habitación se hizo más intenso de pronto. La puerta de la habitación se cerró de un golpe y fuertemente se abrieron las dos solapas de la ventana, haciendo entrar unas ráfagas de viento muy intensas, junto con hojas de árboles a montones. El foco de la luz se reventó y Elizabeth lo único que atinó a hacer fue acercarse a su padre y agarrarle el brazo con ambas manos. De pronto, Omar fue arrancado del lado de ella. Salió despedido hacia atrás y quedó suspendido en el aire, totalmente inconsciente. —¡Papá! —gritó Beth, o mejor dicho Lizzie, como ella quiere que la llamemos a partir de ahora.

Elizabeth, asustada, tomó el palo de hockey que había convertido en piedra, se puso en posición de bateo y comenzó a gritarle a la nada, enojada y con miedo al mismo tiempo. —¿¡Quién está ahí!? ¡¡Dejen a mi padre en paz!! Tengo un palo en mi mano y sé cómo usarlo. Desde la oscuridad de la noche, como si estuviera volando, entró por la ventana, presentándose delante de ella, una mujer joven. Debería de medir aproximadamente 1.68 metros, estaba vestida con una ropa oscura y provocativa, muy pálida de rostro, con un cabello rojizo muy largo y ojos del mismo color, tal como si llamaradas de fuego ardieran en sus retinas. —Qué alegría poder encontrarte, pequeña traditor. No sabes el trabajo de décadas que nos ha dado la fastidiosa de tu madre —fue lo que dijo la mujer, con una sonrisa maliciosa de costado. —¡No hables así de mi madre! —contestó Lizzie con suma molestia—. ¿Quién eres y qué quieres? —remató. —Oh… veo que tienes el carácter de tu padre, eso me gusta. Fui muy descortés. Me voy a presentar y quizás, al escuchar mi nombre, ya sepas quién soy. Me llamo Lilith, un gusto conocerte en persona finalmente —respondió con tono seductor. A Elizabeth le molestó muchísimo que mencionara eso de «su padre», ella no era para nada parecida a ese ser demoníaco del que había leído y al que había conocido cuando viajó en el tiempo. Respecto al nombre con el que se presentó, le sonaba, pero sinceramente, no tenía ni remota idea de quién era. La intriga por saber más pudo con ella. —No tengo ni idea de quién eres y quiero aclararte que mi único padre es el hombre que dejaste suspendido en el aire. Por favor, bájalo y déjalo en paz — impuso la joven valiente. Con un golpe seco, el cuerpo de Omar golpeó contra el suelo. Elizabeth se acercó a él, le corrió el pelo de la cara y le tomó el pulso. Seguía inconsciente, pero respiraba, y los latidos de su corazón eran fuertes, eso la dejaba más tranquila.

—Me ofende que no sepas quién soy. Por así decir, sería como una tía postiza para ti. Claro que no de sangre, pero tu tataratatarabuela Nix, hija de Caos y amante de Érebo, me ayudó y refugió en la noche cuando el Dios de los hombres me quiso someter a su estúpido hijo Adán —relató Lilith. Lizzie recordaba algunos de los nombres que le mencionó, de haberlos visto en el diario de Selene, en la parte del árbol genealógico. Pero seguía sin saber quién era esta mujer. En ese cuadro no figuraba su nombre y no la reconocía verdaderamente. —Me gusta presentarme como la Reina de la Noche, Madre de los Demonios y la verdadera primera mujer de Adán. Aunque para serte sincera, detestaba a ese hombre… Por fortuna escapé del Edén para refugiarme en el mar Rojo, donde la noche se hizo mi lugar y los demonios mis hermosos amantes, padres de mis miles de Lilim, mis pequeños demonitos. Claro que la persecución del Dios de los hombres me hizo enojar muchísimo, por lo que decidí tomar venganza, matando a sus hijos, acostándome con los que tenían matrimonio, matándolos y bebiéndome su deliciosa sangre. No esperaba crear una nueva raza, pero así fue. Somos millones con habilidades extraordinarias, mucho mejores que los inútiles humanos, pedazos de carnes inservibles y débiles de sentimiento —terminó diciendo la pálida mujer. Elizabeth tenía la boca abierta, no podía creer lo que estaba oyendo. Creía tener una leve noción sobre a qué nueva raza se refería Lilith, pero no estaba del todo segura. El miedo fue creciendo y echando raíces en ella. Se puso de pie delante de su padre, dándole la espalda, como protegiéndolo con su cuerpo y volvió a levantar el palo de piedra poniéndose en posición de bateo nuevamente. —¿A qué raza te referís? —aventuró a preguntar. —No puedo creer que seas tan ignorante... Veo que el mundo terrestre te ha vuelto demasiado humana. Es algo obvio a lo que me refiero: a los hijos e hijas de la noche, hijos también de mi querido Caín. Lizzie puso cara seria y pensante. —¿Te referís a vampiros? —preguntó. —Exacto, me refiero a vampiros, vástagos, no vivientes, nosferatus, chupasangres, colmilludos, seres sin alma y todos esos nombres con los que nos

describen en este plano los humanos. Sin embargo, a nosotros nos gusta que nos digan «vástagos» —contestó Lilith. Elizabeth se acercó corriendo a su mesa de luz y abrió el cajón en busca de algún rosario o cruz que creía tener guardado por ahí. Encontró uno viejito que tenía desde hacía muchos años, uno que había comprado cerca de la basílica de Luján, una de las tantas veces que había ido caminando y peregrinando. Era ese tipo de rosario que venía con sus pelotitas de color rojo oscuro con olor a pétalos de rosa y una cruz fina y metálica en su extremo.

—Ja, ja, ja, ¡de verdad que eres ingenua! —dijo riendo Lilith—. Mira, pequeña, no tenemos mucho tiempo, ya hemos perdido muchísimos momentos valiosos. Tan solo nos queda un año para que puedas ser quien debes ser. Por lo tanto… necesito acelerar un poco los procesos. Me entiendes, ¿no? —remató preguntando. A Elizabeth se le abrieron los ojos como platos, su presión bajó hasta el piso y se puso tan pálida como la mismísima Lilith. En un segundo, sin que ella pudiera darse cuenta, y mucho menos reaccionar, estaba tirada en el suelo con el cuerpo de la Reina de la Noche encima de ella, mordiéndole y succionándole dolorosamente la sangre de su cuello, del lado izquierdo. El mundo comenzó a darle vueltas a la joven, un frío comenzó a helarle los huesos; su visión se había empezado a poner borrosa; veía puntitos blancos en toda la oscuridad de la habitación; sus músculos se le pusieron tensos y un nudo en el estómago la embriagó de malestar. Lizzie comenzó a pensar en todo lo que había vivido, a recordar momentos lindos y momentos horribles: crecer con su mamá, su misteriosa y devastadora muerte; el amor y el noviazgo con Joel, su ruptura; terminar la secundaria, empezar a trabajar rodeada de libros; sus amigos Roma y Darshan; su padre Omar, sus sopas nocturnas, los estrenos de películas; las pesadillas, la sombra colorada, el pueblo de Agustina, el diario de Selene y todo lo que había vivido en los últimos meses. De pronto, todo se apagó a su alrededor y se desvaneció.

Por todas mis amistades, que me han permitido ser quien soy sin juzgar, dejándome desatar mis propios ángeles y demonios, mis diosas y dioses internos.

A mis amoras de siempre, a mi cuarteto, al habemus, a los de pañuelo al cuello y todos los que fueron y son parte de mi vida.

Capítulo VIII

Decimoctavo cumpleaños

Viernes 5 de Noviembre. Año 2010.

Lizzie se despertó con su teléfono sonando a todo volumen. El celular no paraba, una y otra vez llamaba sin cesar. Hasta que por fin, sin abrir sus ojos, se dignó a llevar su mano al bolsillo del pantalón y atender la llamada. —¡Feliz legalidad, amiga! ¿Qué se siente tener dieciocho añitos ya? —la voz de Romina sonó desde el otro lado del teléfono. —Hola Ro… —bostezó—. Estoy un poco dormida, pero gracias. ¿Qué hora es? —preguntó Lizzie. —Qué suerte que te den el día libre en el trabajo por tu cumpleaños, «ami». Son como las diez de la mañana. ¿Saliste con el bombonazo de Abel que estás tan dormida? —indagó riendo Romina. —¡No! Que mal pensada que eres. Nada que ver… —detuvo la conversación. Comenzó a recordar lo que había pasado la noche anterior, abrió los ojos y, con un sobresalto, se incorporó en la cama, olvidándose del llamado y dejando el celular tapado con la frazada. A primera vista se notaba que toda la habitación se encontraba normal. La ventana estaba cerrada y los rayos del sol se asomaban por detrás de la cortina. Sintió una gran molestia en sus ojos cuando vio al reflejo de este y automáticamente el miedo se apoderó de ella. Sin estar segura de lo que estaba por hacer, y con temor a lo que pasase, decidió acercarse a la ventana para correr la cortina y exponerse al sol. Si lo que sospechaba era cierto, prefería morir antes que seguir con vida. Ella no iba aceptar, ni iba a ser jamás en su vida un vástago, una vampira, o como prefieran llamar a los chupasangre.

Con mano temblorosa, agarró uno de los bordes de la cortina y, sin pensarlo mucho, de un tirón la corrió totalmente, dejando que su cuerpo se empapase por los rayos de luz. Nada... No pasó absolutamente nada. Sí le incomodaba un poco la vista. Sin embargo, estaba recién despierta y eso le puede suceder y molestar a cualquiera que estuviera recién levantado. Seguramente, todo aquello que creía recordar había sido otra de sus tantas pesadillas. Una bastante rara, pero prefería dejar de investigar sobre esas cosas que soñaba, al menos por ese día, ya que era su cumpleaños. Solo quería ver a su padre, desayunar con él y tener un día lo más normal y feliz posible. Era un día para disfrutar, no para estar preocupada y triste o pendiente de todo lo que soñaba al dormirse. Bajó las escaleras hasta el living, descalza y con los pelos revoltosos, en búsqueda de Omar. Su campera estaba colgada en la silla y había algunos papeles en la mesa, evidentemente, se quedó trabajando toda la noche. Sobre el sillón notó la silueta del diario de Selene, debajo del pullover que había tenido puesto la noche anterior, pero decidió no agarrarlo. El cuadro de la pintura favorita de su papá, que colgaba frente al sofá, estaba levemente inclinado. Fue hasta él y lo enderezó. Al no encontrar a Omar allí, se dirigió a la cocina, imaginando que le estaría preparando algo rico para comer juntos. Al entrar en ella, vislumbró que estaba intacta y vacía. A Lizzie le pareció extraño que su padre no le haya dejado al menos una nota para avisarle de que se iba. Quizás habría ido a comprar y no esperaba que ella se levantara antes de tiempo. Decidió no alarmarse y hacerse un café cortado para calentarse un poco el cuerpo, era una mañana bastante fría y las manos las sentía como si se estuviesen por quebrar. Mientras desayunaba en la mesada, sonó el timbre. Fue hasta la puerta y la abrió sin preguntar. Del otro lado estaba Abel, sonriente y con un pequeño gatito negro en sus manos. —¡Feliz cumpleaños, Beth! —dijo sonriente, pasando dentro de la casa. Con el brazo que tenía libre, la abrazó, le dio un beso en la boca y extendió la otra mano, entregándole al gatito bebé. —¿El gato es para mí? —preguntó ella sonrojada. —Sí, es mi regalo para ti —contestó él—. Me dijiste que amabas a los gatos y justo el otro día que estaba caminando por la calle, lo vi en una veterinaria solito

y pensé que era ideal para ser tu regalo de cumpleaños. Lo único, ya vino con nombre, se llama señor Boltanski. ¿No es muy lindo? —preguntó Abel acariciándole la cabecita al pequeño animal. Realmente era un gato muy hermoso, con unos ojos de color miel, su pelo todo negro, excepto en algunas partes de su trompa y en sus cuatro patitas donde tenía color blanco, como si tuviera puesto zapatitos. —Le diré: Sr. Boltanski… —dijo Elizabeth—. ¡Me gusta! Gracias, Abel, no te hubieras molestado. Me encanta, de verdad que sí. Tomó al gatito a upa y lo acarició durante un buen rato. Fueron tantos los mimos que el pequeño comenzó a ronronear y a quedarse dormido, mientras le succionaba uno de los dedos de Elizabeth, como si estuviese tomando la leche de su mamá gata. —Parece que todavía piensa que es un bebé y tiene que amamantar —dijo riendo Abel. Luego de dejar al Sr. Boltanski dormido en el sillón, Elizabeth fue a calentar una pava para tomar unos mates con el cabo Damon. Mientras tanto, él colgaba su campera en una silla y sacaba de su mochila unos ricos brownies para acompañar. Desayunaron juntos durante una hora, para entonces, Elizabeth había dejado de pensar en dónde estaría Omar. Charlaron un buen rato y rieron otro tanto. Él le contaba anécdotas de su trabajo y ella lo escuchaba y miraba con unos ojos llenos de ternura y iración. Era predecible que se estaba enamorando de aquel muchacho. Luego de un rato, Abel le tomó de las manos, la miró a los ojos y le dijo: —Beth… —no pudo ni empezar a hablar que Elizabeth lo interrumpió. —Decime Lizzie, por favor, me gusta más que Beth —dijo ella con una sonrisa. —Ja, ja, está bien. Entonces… Lizzie, hoy cumplís tus dieciocho años, eso quiere decir que ya serías, legalmente hablando, una adulta. Y quería preguntarte, aunque sé que no se usa más eso de preguntar, si... Bueno, ya sabes cómo son estas cosas… El tema es que… nada… estamos bien y me gustas

mucho y por eso… Bueno, no sé si compartirás lo que pienso, aunque creo que sí… en definitiva, lo que quiero decir, Lizzie, es que me gustaría saber si tú quisieras, tanto como yo, que nos pongamos a salir en serio —terminó diciendo Abel, luego de balbucear varias veces y titubear al hablar. Elizabeth soltó la mano de él para agarrarse la cara muerta de vergüenza. Cuando se destapó el rostro, con los ojos llenos de brillo y una sonrisa inmensa, asintió con su cabeza. Sin dudarlo ni un momento, lo rodeó con sus brazos por el cuello y lo acercó hasta ella, dándole un beso profundo e intenso. Durante varios minutos permanecieron besándose, hasta que el Sr. Boltanski subió a la mesa y comenzó a refregarse junto a sus caras, llenándolos de pelo y desconcentrándolos. —Ya me estoy arrepintiendo de haberte regalado el gato —dijo bromeando el muchacho. Ambos rieron. Él levantó al pequeño felino y comenzó a acariciarlo y le comentó a Elizabeth que seguramente estaría inquieto porque tendría hambre. Automáticamente fue a buscarle un poco de leche a su nueva mascota, se lamentó de no tener algo más para poder darle. Cuando regresó de la cocina, Abel estaba parado frente al cuadro favorito de Omar, observándolo minuciosamente. —Es una linda obra de arte, muy bello el paisaje, nunca la había visto —le dijo. —Sí, es de una de las artistas favoritas de papá, de G. Pissoni —contestó Lizzie. Dejó el tazón de leche en el piso y llamó al gatito, chistándole, para que se acercara a tomar un poco. Luego se acercó hasta donde estaba Abel y también observó el cuadro para buscar si tenía la firma en alguna parte y mostrarle cómo se escribía el apellido de la autora. En cuanto se acercó, notó que algo estaba diferente, pero no lograba identificar bien qué. Lo que sí encontró fue la firma de la autora y se la señaló al joven. Luego de unos mates más, Abel le propuso a Lizzie ir a dar una vuelta y pasar por alguna veterinaria para comprarle comida al Sr. Boltanski. A Elizabeth le pareció una buena idea, e incluso se le ocurrió que podía aprovechar para comprarle otras cosas más, como un collarcito de cascabel, algún almohadón para que durmiera, piedras para enseñarle a hacer sus necesidades ahí y algún juguete para que se entretuviese.

Cuando se dio cuenta de que seguía con la misma ropa del día anterior y los pelos alborotados, decidió irse a cambiar y peinarse antes de salir a comprar y pasear. —Abel, espérame un segundo que voy al cuarto a ponerme algo más decente y peinarme un poco, no quiero que me empiecen a llamar «la loca de Villa Ortúzar» —dijo sonriendo. Corrió escaleras arriba hasta su habitación, buscó en su placar su jean azul clarito, una remera blanca, un sweater a rayas y colgó en su cuello la cadenita con forma de llave que le había regalado Omar para uno de sus cumpleaños. Ahí recordó que su padre aún no había regresado a la casa, ni tampoco la había llamado para desearle un feliz día. Revolvió las sábanas de su cama para agarrar el celular que había dejado tirado ahí y le envió un mensaje de texto: «Pá, ¿recuerdas qué día es hoy? Ahora salgo con Abel, llámame cuando veas mi mensaje. Si llegas antes a casa y ves a un gato, no te preocupes, ahora es nuestro. Se llama Sr. Boltanski. Trata de no pisarlo o asustarlo. Te amo». Miró todos los mensajes que había recibido por su cumpleaños. La lista de amigos y familiares era larga. Luego de responder uno por uno, lo puso en modo vibración y lo guardó en el bolsillo. Fue hasta el baño que había en el primer piso, en el pasillo al fondo, para poder asearse, cepillarse los dientes, pintarse un poco y perfumarse con su loción favorita. En cuanto se hizo la colita alta en el cabello, la cual solía hacerse siempre, miró el collar que tenía colgado y notó que en el lado izquierdo de su cuello tenía dos pequeños puntos rojizos, como lastimaduras. Eran muy sutiles, pero ahí estaban. El recuerdo y la confusión la llevaron a un solo lugar… era la marca de Lilith. —¡No puede ser! —gritó—. Si me puse esta mañana a la luz… no entiendo qué… —susurró y entró en pánico. Comenzó a maldecir y a sentirse mal, como si estuviese con gripe, afiebrada, con escalofríos, dolor de músculos, débil y muy cansada. Al segundo, Abel estaba golpeando la puerta del baño, había escuchado el grito. —Lizzie... ¿Estás bien? —preguntó con voz preocupada desde el otro lado de la puerta.

Elizabeth contuvo las lágrimas, lavó su rostro nuevamente para despejarse, respiró profundamente, tapó ambas marcas con una base que tenía a mano, soltó su pelo e intentó peinarlo de alguna forma para que tapara su costado izquierdo del cuello. —Sí, solo me empecé a sentir un poco mal. ¿Te molestaría mucho que nos quedemos en casa para que me pueda acostar un rato? —consultó ella, cada vez sintiéndose peor. —Para nada, nos quedamos. Mientras tú te acuestas, puedo ir a comprarle las cosas al gato y vengo en un ratito. ¿Quieres? Pero primero sal del baño que te ayudo y acompaño hasta tu cuarto —propuso él. Elizabeth abrió la puerta del baño. Estaba destrozada, transpiraba a borbotones, tenía dos grandes ojeras debajo de los ojos, los labios medio morados, y estaba más pálida que la nieve. En cuanto Abel la tomó por los brazos para cargársela y ayudarla, sintió que hervía como pava metálica recién sacada del fuego. A cada paso que daban, Lizzie comenzaba a flaquear un poco más, como si el peso de su propio cuerpo le pesara, no tenía nada de fuerza. Cuando por fin llegaron al cuarto, él la sentó en la cama, levantó sus piernas y la acomodó hasta poder taparla. Realmente, el aspecto de Elizabeth no era nada bueno. Luego de ir a buscar a la cocina un recipiente con hielos y agua, Abel tomó una media de Lizzie, la mojó, escurrió y la puso sobre su frente, con la esperanza de que la fiebre le bajara. En cuanto apoyó la prenda mojada, hilos de vapor salieron de ella. Se la quitó, volvió a mojarla y a apoyársela, nuevamente sucedió lo mismo. Era extraño, pero evidentemente la temperatura que tenía Elizabeth en ese momento era más alta de lo que podía aparentar. —Lizzie, necesito que me digas dónde tenés un botiquín, así busco un termómetro y algún ibuprofeno o paracetamol para que puedas tomártelo y bajarte la fiebre. Estas más que hirviendo y no sé qué hacer —dijo alarmado. —No… estoy… bien. No tengo… botiquín —respondió en un susurro. Abel agarró su teléfono y marcó al 107. —Servicio de Emergencias, habla Berenice Larrechea, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo una voz del otro lado.

—Buenas tardes, necesito que me manden una ambulancia, por favor. Mi novia está muy mal, tiene muchísima fiebre, no puede moverse de lo débil que está, tampoco puede hablar y está palidísima —respondió el joven con tono desesperado. —Bien, señor, dígame el nombre de la paciente, DNI, fecha de nacimiento, domicilio y un teléfono —pidió la operadora. Mientras Lizzie, por lo bajo y arrastrando las palabras, le iba contestando, él fue repitiéndoselas a la muchacha de emergencias. —Gracias, caballero, en un lapso de dos a seis horas estará llegando un equipo de médicos en una ambulancia. Si se llegaran a desocupar antes de ese tiempo, irán directamente. Sepa disculpar, pero estamos colapsados —dijo la joven telefonista. —Está bien, muchas gracias —respondió él y colgó. Elizabeth se retorcía en la cama de dolor, sentía que sus huesos se le rompían, que su pelo le tironeaba, que le estaban clavando miles de alfileres en la cabeza y en sus ojos. No podía aguantar más, lloraba y se quejaba. El frío que sentía era indescriptible, sin embargo, todo su cuerpo emanaba calor. Abel no podía verla sufrir así y quizás tenían muchas horas de espera hasta que los doctores pudieran llegar a verla. Por su cuenta, el muchacho decidió irse hasta la farmacia, que quedaba a una cuadra de allí, para comprarle algún medicamente que la ayudara a bajar la temperatura. No quería dejarla sola, pero no tenía otra opción. Agarró las llaves de Elizabeth, le dio un beso en la mejilla, le prometió que no tardaría y bajó las escaleras con la velocidad de una bala hasta llegar a la puerta y atravesarla como rayo. Lizzie comenzó a balbucear sola y a tener alucinaciones. La fiebre estaba tomando partido y ganando esa jugada. De pronto, mientras permanecía con sus ojos cerrados, una voz resonó en su cabeza. Ese tono le era familiar, lo reconocía... Era la voz de Omar, su padre. —Hija mía… Cómo lamento que en el día de tu cumpleaños estés así. Cómo lamento no poder abrazarte, cuidarte, ni haberte protegido de esa mujer horrible que está parada junto a tu cama. Sé que no te matará, me lo prometió y eso me tranquiliza un poco. Sin embargo, también sé, porque me lo contó, que sus planes no son nada buenos. Mencionó que un tal Azazel te estaba esperando y

que solo tenía un año, hasta que cumplieras tus diecinueve, para poder formarte y explotar todo tu potencial y dones. Dijo que la luna iba a apagarse para ti, ya que tu destino no era en el cielo, sino en lo más profundo del infierno. Mencionó que solo tú podías someter a todos, hasta al mismísimo Lucifer y a todos los habitantes de esta Tierra, para poder hacerla tuya y de todos los ángeles caídos, los Lilim, los demonios y no sé cuántas criaturas malvadas más. Hija… tengo miedo por ti, aunque sé muy bien quién eres y que la bondad y el amor son parte de tu ser, pero… —la voz de Omar se quebró—. Lilith dijo que en ti abunda la sangre de la traición, el peor de los pecados concebidos y que tu sangre se activará y predestinará al lado oscuro, al que verdaderamente perteneces. También mencionó que un año es poco tiempo para que puedas descubrir y explotar tus poderes. Por eso, ella te mordió el cuello con sus colmillos para otorgarte con mayor velocidad ciertas habilidades que, en conjunto a las que ya tenés dormidas, serán el arma mortal de toda la humanidad, de todo el inframundo y del cielo. Dijo que esta vez ni todos los ángeles, ni todos los santos o dioses podrían detenerlos —continuó diciendo Omar y comenzó a llorar—. No puedo ayudarte, mi bebé... Estoy atrapado aquí y no puedo salir. Es el precio que tuve que pagar por haberte criado como una simple humana —finalizó. Lizzie escuchó cada palabra con detenimiento, pero congelada, sin poder contestar. No sabía si todo eso era parte de sus alucinaciones o si verdaderamente Omar le estaba hablando. La única forma de averiguarlo era intentar abrir sus ojos y ver si realmente Lilith estaba parada a los pies de su cama. Con gran temor, y haciendo un gran esfuerzo, levantó sus párpados. Era cierto... Ahí estaba la Reina de la Noche parada a sus pies, vestida con una ropa distinta, pero oscura como la noche anterior. Sus labios estaban pintados de un rojo tan intenso como su cabello. En una mano tenía el palo de hockey que Lizzie había convertido en piedra y lo levantaba y bajaba, pasándoselo de mano en mano. —Muy interesante lo que hiciste con este simple palo, pequeña traditor —le dijo sonriendo la intrusa en cuanto la vio despierta—. Veo que hay cosas interesantes dentro de ti. ¿Qué más tenés para enseñarme? —preguntó. Elizabeth, llena de rabia, apretó sus dientes sobre su labio inferior. Lo hizo tan fuertemente que se lastimó y comenzó a sangrarle. Automáticamente, Lilith se desplazó flotando a gran velocidad hasta su costado, con los ojos encendidos de fuego, los colmillos para fuera y los pelos volando como si en la habitación se levantara una ráfaga de viento. Inclinó su cara hasta la boca de Lizzie, la olió y

contuvo sus ganas de morderla. Pasó su dedo por las gotas de sangre que le estaban saliendo y se lo relamió con cara de satisfacción y placer. —Qué rica que eres, muchacha... Lástima que no puedo comerte, no sabes lo que me costó no matarte anoche. Tenés la sangre dulce como la miel y espesa como batido de frutilla. No te das una idea de lo que me gustan las cosas dulces —dijo, y comenzó a reír a carcajadas. —¿Qué quieres de mí? ¡¿Qué me hiciste?! —la espetó Lizzie, recobrando un poco de su vitalidad con gran esfuerzo. —Oh…tranquila, querida, lo que te pasa es normal. Se llama período de conversión. Tu cuerpo está sacando todas las cosas «normales» que tapan las habilidades que habitan dentro de ti y empiezan a desarrollarse otras nuevas. Es doloroso, lo sé, pero es necesario. Recuerda agradecérmelo luego —respondió Lilith. —¿Qué me va a pasar? ¿Voy a morir? ¿Perderé mi alma y reviviré en una tumba durante la noche para convertirme en un asqueroso vampiro? —indagó la joven. —Mmmm... Algo así… —contestó la madre de los Lilim—. Es muy largo de explicar y no hay tiempo. Tu muchacho, el que se ve muy delicioso, por cierto, está a punto de llegar en cualquier momento. Solo te voy a decir algunos cambios que vas a experimentar antes de ser una «no viviente». Tu pelo se va a volver más largo, más resistente y brilloso; tus uñas van a ser largas y filosas, al igual que tus colmillos. Lo bueno que tienen estos es que podés ocultarlos de una manera simple, deseando no comer y controlando tu ira. Otros cambios físicos son que tu piel se va a volver mucho más lisa y clara; vas a resistir cualquier tipo de temperatura; tu visión, olfato, gusto y audición van a incrementar considerablemente; tus reflejos, velocidad, fuerza y resistencia serán mayores; tu percepción, «corazonadas» y sensaciones de que algo está mal o que hay una presencia extraña se volverán frecuentes y certeros; por último, cambiarán de color tus preciosos ojos celeste cielo a unos más amarillentos, habrá que ver cómo quedan mezclados con tu propio color. Una lástima, la verdad —rio irónicamente. —Pero, como te dije… me lo vas a terminar agradeciendo. Imagino que en un lapso de dos días, a más tardar, ya tu corazoncito dejará de latir. Ahí vendré a buscarte y seré tu mentora. Habrá que descubrir qué tipo de poderes heredados

de tu padre y madre, como tuyos propios, tenés para explotar —dijo, y se quedó mirándola pensativamente. Elizabeth tenía más bronca que nunca; sentía cómo le subía y bajaba el pecho, con la respiración agitada. Dentro de ella crecía un impulso violento de tirarse encima de la Madre de todos los Demonios y hacerla pedazos. Pero su fuerza no la acompañaba y la frustración solo la hizo sentirse aún peor. Recordó la voz y sermón de su padre... Enseguida la angustia también se hizo presente. Nuestra Lizzie deseó que todo lo que estaba sucediendo fuese un mal sueño, pero desearlo no iba a hacer que las cosas cambiaran. Todo era real, todo estaba pasando en verdad... No estaba segura de si aquella mujer le contestaría, pero osó preguntarle qué había hecho con Omar, dónde lo tenía encerrado y por qué no lo dejaba a él al margen de todo. Justo cuando Lilith abrió la boca para contestarle, el Sr. Boltanski abrió la puerta del cuarto y se le echó encima como relámpago, con sus garras para fuera dispuesto a atacar. Se las clavó profundo en el rostro provocando que la primera mujer de Adán gritara una maldición y arrancara al pobre gato, haciéndolo volar por los aires. La mejilla derecha y el tabique de la nariz de la vampiresa sangraban con un color oscuro. Con su brazo se secó y miró al gato de manera odiosa, mientras este huía de la habitación. Elizabeth no pudo contener una risa victoriosa, lo que enfureció más a Lilith e hizo que la sacara de la cama, levantándola del cuello hasta que, de pronto, se escuchó la puerta de la entrada de calle abriéndose. Abel había regresado de la farmacia y en cualquier momento entraría en el cuarto de Elizabeth. Ella intentó emitir algún grito alertador, pero la falta de aire, producto del ahorcamiento, no le permitió ni susurrar. Los ojos ya estaban poniéndosele cristalinos y colorados, al igual que su rostro. Al breve instante, mientras se escuchaban los pasos de Abel subiendo las escaleras, Lizzie cayó de vuelta en su cama y la Reina de la Noche desapareció.

Para mis primeras lectoras, aquellas devora libros como yo, que sin sus opiniones de profesionales adictas a los libros, esta novela se hubiese estancado en el primer capítulo y no tendría razón de ser. Para las hermanas Davel.

Capítulo IX

El alba de Eos

Domingo 7 de noviembre. Año 2010.

Ya habían pasado dos días desde el cumpleaños de Lizzie y Omar no había regresado, ni aparecido, no había ninguna noticia de él. Elizabeth no se había animado a contarle a Abel nada de lo que había pasado, temía que él reaccionara de mala manera y la terminara dejando sola. Lo único que le dijo fue que su padre se había ido de gira para producir una nueva película en varios países del exterior. Por supuesto que los cambios en Lizzie ya se habían hecho presentes, tal como le había dicho Lilith. Comenzó a sentirse más fuerte, su pelo estaba más hermoso y largo que nunca; sus ojos se habían vuelto de un color mostaza y sentía constantemente una energía que la recorría por todas las venas de su cuerpo. La luz la molestaba muchísimo, e incluso, a veces, le quemaba al tocarle la piel. Para ir a trabajar se vestía con ropas largas, usaba gorro y bufanda, y unos anteojos oscuros. Si hacía calor o si el día estaba nublado, ella se vestía de igual manera. Cada tanto se tomaba las pulsaciones con un oxímetro —un aparato chiquito que se pone en un dedo e indica cuántos latidos tenés y qué nivel de oxígeno hay en tu sangre—. Los resultados que le devolvía eran poco alentadores. Cada vez eran menos frecuentes las pulsaciones y más bajo el oxígeno. Ella sabía que pronto, o en cualquier momento, iba a morir, y la Reina de la Noche iba a presentarse para buscarla y arrastrarla hacia la oscuridad. Cuando llegó la noche de ese domingo, temiendo que fuera esta la última que tuviera con vida, le pidió a Abel que no fuera a visitarla. Se excusó con que debía hacer unos informes para la biblioteca y que no podía distraerse. Él aceptó

y quedaron en verse al día siguiente, luego de su trabajo. Decidió hacer todo aquello que pudiera y de lo que extrañaría de su vida cotidiana. Pensando con angustia en su padre, decidió prepararse la típica sopa cargada de verduras que les encantaba comer juntos. Quizás fuese la última vez que comería comida humana. Luego de beberla, jugó un rato con el Sr. Boltanski y lo llenó de besos y abrazos. Escuchó un par de canciones de sus bandas favoritas, del grupo español de ska y otra de un grupo de rock uruguayo; recorrió toda la casa, aquella en la que creció y vivió toda su vida. En cada lugar en el que se detuvo, pensó en algún recuerdo lindo e intentó aferrarse a él fuertemente. Tomó asiento en el sillón, agarró el libro de Selene y leyó todo aquello que le había faltado leer. Descubrió miles de secretos más: los poderes de su madre, que era hija del Dios Hiperión, hermana de otros dioses y guardiana de la Luna. Leyó más sobre sus huidas de Azazel, las batallas que tuvo que enfrentar con seres demoníacos, vástagos e incluso con la mismísima Lilith. Página doscientos diecisiete:

«La despreciable Lilith». «Agosto de 1993. Omar se fue dos semanas a la India a filmar una película con su productora. Aburrida de estar en casa en un día tan hermoso, decidí ir a tomarme el tren a barracas de Belgrano e ir pasear con Lizzie al puerto de frutos que queda en «el Tigre». Ayer la beba cumplió sus ocho meses. Está grande, fuerte y hermosa. Lamentablemente, el día, que estaba siendo tan lindo, se arruinó completamente. En cuanto bajé en la estación de Tigre noté que algo estaba mal. Ninguna de las personas que viajaban conmigo en el tren había descendido. El andén estaba vacío de pronto y, en cuanto entré a la parte cubierta de la estación, el ambiente pasó de estar cálido a estar helado. De pronto, se apareció delante de mí una mujer vestida con ropa extremadamente provocativa. Tenía el cabello colorado, al igual que sus ojos y labios. Mis sentidos me alertaron de que no era una humana y que quien tenía delante de mí era alguien sin alma y sin vida. Se presentó como Lilith, Reina de la Noche, Madre de los Demonios, Primera mujer de Adán y vástago. En cuanto me dijo su nombre ya sabía de quién se trataba, una vampiresa. Mejor dicho, la mayor vampira de la historia, la culpable de la existencia de estas criaturas del demonio. Intentó arrebatarme el cochecito donde llevaba a mi querida Elizabeth, pero, por

supuesto, se lo impedí. Deslicé con fuerza el coche dejándolo detrás de una boletería y le hice frente a Lilith. Nos batimos a una ardua batalla. En ese momento, tuve que volver a aflorar todos mis poderes dormidos. Gracias a mi madre Gea y a la fuerza de la Luna salí victoriosa y la maldita huyó despavorida, gritando que regresaría por mi Lizzie y se la llevaría a su auténtico padre, Azazel, para cumplir con su destino».

Una vez que terminó de leer todo el diario de Selene, Elizabeth pensó en quemarlo para que nadie pudiese encontrarlo nunca, para que no cayera en las manos equivocadas. Pero se arrepintió y decidió esconderlo en algún lugar seguro. Buscó en cada rincón de su hogar un sitio complicado y medio escondido, pero no lo encontró. De pronto, recordó que Omar tenía una caja fuerte camuflada en la pared del comedor, detrás de su cuadro favorito. Con sumo cuidado quitó la pintura, la apoyó en el suelo y se subió a la mesa para sacar con ambas manos la franja rectangular de empapelado falso que estaba con abrojo, desde el techo hasta el piso. Una vez quitado, digitalizó los números de seguridad de la pequeña caja fuerte que estaba en el centro: 040212. Con un clic la puertita se abrió y Lizzie guardó allí, junto a las cosas de Omar, el diario de Selene. Luego puso todo otra vez en su lugar, asegurándose de que quedara bien tapado. Colgó el cuadro y se quedó observándolo, pensando en su padre. Fue hasta la cocina, tomó su mochila y quitó el cuaderno donde solía hacer algunos dibujos y escribió unas cartas de despedida para varias personas. Una para Abel, otra para Romina y Darshan, una más para su jefa Ester, otra para sus primos más chicos: Benjamín y Zara y, por último, una para su tío Emilio. Pensó en escribirle una nota a Joel, pero… ¿qué pensaría Abel al respecto? No iba a quedar para nada bien y ya era suficiente que no volvería a ver más a su actual novio como para que encima la terminara odiando. Calentó un segundo plato de sopa, lo bebió y, con la panza llena, fue hasta su habitación y se recostó pensativa. Si este era su final, quería que fuera rápido, sin dolores, ni nadie que llorara por ella al verla con su cuerpo inanimado. Lloró a montones, no podía creer todo lo que le estaba pasando. Luego de unos minutos de llanto, el cansancio se hizo parte de ella y se quedó profundamente dormida. Pasadas unas cuantas horas, aún sin la presencia de la muerte, una música la despertó. Se dio cuenta que era casi el atardecer, el sol casi ni se veía. Cuando

notó qué era lo que sonaba, descubrió que se trataba de la cajita musical que su madre le había regalado. Estaba abierta, sonando y con la bailarina danzando al compás de la música. Elizabeth se sentó en su cama, la tomó e intentó cerrar, pero la tapa estaba rígida y dura. Intentó cerrarla nuevamente con más fuerza y, sin querer, se deslizó de su mano y se estrelló contra el piso rompiéndose en tres pedazos. La tapa quedó tirada contra la pata de la mesa de luz, la base con la bailarina sobre otro extremo y la parte inferior debajo de la mesita. Lizzie recogió todas las partes del alhajero y notó que en la parte de abajo de este había un rollo pequeño de papel. Lo quitó y lo abrió.

«Si la luna se ha ocultado para ti, y la noche plena se presenta con su velo para cubrirte… no temas. Tu linaje, familia y herencia tienen mucha luz para brindarte. Hija mía, hija de la Luna, renace en la aurora de tu sangre. Mi hermana, Eos, no te abandonará. Eres tan parte de ella como mía. Para invocarla, repite al son de su canción las palabras que escribo a continuación:

Eos, diosa de la aurora que vaga por los cielos. Hermana de la Luna y del Sol, hija de los titanes Tía e Hiperión. Belleza del alba, que con tu luminosidad nos proteges de la oscuridad, hazte presente que te necesito acá. No hay mayor satisfacción para mi corazón que ser empapada con tu luz y con tu bendición. Como hija de la Luna me presento, hija de Selene Hiperión, tu hermana amada que cada noche canta tu canción. Hoy necesito de tu ayuda, de la fuerza de tu resplandor, pues la noche me acecha y jura que ganará en mí la traición».

Elizabeth terminó de leer la nota que estaba escrita con el puño y letra de su madre, e intentó armar nuevamente la cajita musical para hacerla sonar otra vez y así cantar lo que su madre le encomendó. Luego de varios intentos fallidos,

logró lo que quería y la canción empezó a reproducirse. Con el papel en la mano siguió el ritmo de la música y recitó la invocación a Eos. Sin embargo, nada había cambiado o pasado. Hasta que, de pronto, comenzaron a verse algunos rayos de luz atravesando la cortina de su ventana. Lizzie temió que fuera demasiado tarde, que el día la terminara haciendo polvo. Los rayos del sol que impactaban contra el suelo de madera de su habitación comenzaron a acumularse y a adoptar una forma. En menos de un minuto, esa silueta se convirtió en una mujer resplandeciente, vestida de blanco, con un manto color azafrán. Tenía sus dedos rosados y unos ojos celeste como el cielo, como solía tenerlos Selene y como solía tenerlos ella misma antes de la conversión vampírica. Tenía unas grandes alas saliendo de su espalda, donde le caían unas gotas cristalinas, frías como las del rocío de la mañana. De todo su cuerpo salían rayos dorados que iluminaron todo el cuarto. Su rostro era hermoso y tenía una expresión de bondad y calidez. —Querida sobrina, hija de la luna, por fin te conozco en persona. Me alegra ver que eres muy parecida a tu madre, a mí y a Helios. La sangre Hiperión está bien definida en ti y eso hace inflar mi pecho de orgullo. He venido hasta aquí a través de tus ruegos. Me pregunto, ¿qué es lo que te aqueja? —dijo Eos con una sonrisa encantadora. Su voz era dulce y armoniosa, agradable al oído, tanto que endulzaba. La sonrisa en sus labios, finos y rosados, le formaban un hoyuelo sobre su mejilla izquierda y le hacía achinar un poco sus ojos claros. Por donde se la mirara era perfectamente preciosa. De un momento a otro sus expresiones cambiaron. Del rostro amable y alegre pasó a uno más arrugado y entristecido. Lizzie no había llegado a responderle nada porque se había quedado deslumbrada y maravillada ante la hermosura de Eos. Quería seguir escuchándola hablar, ver qué tenía para decirle, que le contara más sobre su familia, sobre ese tal «Helios», sobre la familia Hiperión. No sucedió así... Eos miró hacia el piso, sacudió la cabeza negativamente y cuando volvió a levantar su rostro, algunas lágrimas caían por su semblante. —Oh… ya entiendo por qué me has llamado. Puedo verlo, puedo sentirlo, puedo detectarlo. Alguien te ha hecho daño, alguien ha intentado acabar con tu alma, infectarte con oscuridad y maldad, quitándote el corazón, tus sentimientos, todo lo que eres —dijo seriamente la dama—. Hay una única cosa que puede

desligarte de esa penuria, y es un halo de luz. El calor de este es el que te hará recuperar el brillo y el ritmo de tu corazón. Pero para serte sincera, temo que sea demasiado tarde. Puedo sentir que mucha parte de ti ya está muerta, la conversión ha avanzado mucho. Cuéntame qué pasó y por qué no me has invocado antes, pequeña luna… Y discúlpame por llamarte así, pero no conozco tu nombre —terminó diciéndole Eos. —Mi nombre es Elizabeth Rocío Hiperión Priamo —respondió Lizzie. Luego de un breve instante de pensamiento y reflexión, Elizabeth intentó explicarle, lo más breve posible, por qué no la había llamado antes. Le relató sobre cómo fue descubriendo muy de a poco todas las cosas que sabía. Le contó que ella desconocía exactamente sobre su origen, que su madre había muerto hacía un año; que empezó a conocer quién era a través de sueños y pesadillas que se le fueron presentando; que de alguna manera había terminado trasladándose al pasado, al lugar donde estaba Selene y que en ese instante ella misma se convirtió en su madre. Relató todo lo que había sucedido en el pueblo de Agustina, haber encontrado el diario de Selene, haber conocido a su «padre» Azazel, haber traspasado por un especie de portal a otro momento pasado, pero posterior al anterior, que ahí descubrió que Omar no era su verdadero papá, sino un hombre que se apiadó de su madre y de ella cuando era bebé y las refugió; que luego ambos se enamoraron e hicieron una vida normal; y que, por último, nuevamente regresó a su actualidad real. Le contó sobre las averiguaciones que había hecho sobre las cosas que relataba Selene en su diario y que allí descubrió que ella misma podía convertir las cosas en piedra. Por último, desarrolló todo lo que había pasado desde la aparición de Lilith en su habitación; sobre la mordida en su cuello, el despertar como si nada hubiese pasado hasta que comenzó a sentirse mal; que la Reina de la Noche la volvió a buscar y le mencionó todos los cambios por los que pasaría hasta que se completara la conversión. Por supuesto, también le contó sobre la desaparición de Omar y el mensaje alerta que oyó de su voz en cierto momento de colapso y malestar. Terminó contándole que no sabía lo del alhajero musical hasta que este se le rompió y que recién allí encontró el papel donde le indicaba cómo podía invocarla para que la ayudase. —Elizabeth, no he estado muy comunicada con tu madre en los últimos siglos. Desde que nuestra madre mayor, Gea, la castigó por enamorarse de un humano y la alejó de nosotros, no volvimos a hablar, aunque algunas noches escuchaba su voz desde la Tierra. No estaba al tanto de que ya no estaba en este plano, ni mucho menos de todo lo que me cuentas. Juro que de haberlo sabido antes

hubiese hecho hasta lo imposible para impedir que sucediera. Intentaré ayudarte con todas las fuerzas que tengo —respondió Eos con gran convicción y lágrimas. Cerró sus ojos y le indicó a Lizzie que hiciera lo mismo. En la habitación comenzó a hacer mucho calor, demasiado. Pese a que Elizabeth tenía sus ojos cerrados podía ver, a través de sus párpados, cómo todo el cuarto estaba bañado con una luminosidad potente. Eos comenzó a recitar en latín:

—Lux aurora est Eos. Lux solis est Helios. Lux lunae, Selene. Fortitudo titanas. Sanguine terra Gea et caelum Uranus. Det vitam, ad hoc corpus. Illuminare anima tua, et tua sit.

Luego, lo repitió en lenguaje conocido por Lizzie, en castellano:

—Luz del alba de Eos. Luz del sol de Helios. Luz de la luna Selene. Fuerza de titanes. Sangre de la tierra Gea y del cielo Urano. Den vida a este cuerpo. Iluminen su alma y su ser.

Por último, lo recitó en una lengua que Elizabeth desconocía totalmente. Parecían como seseos, ninguna palabra era entendible o perceptible. A continuación, Lizzie comenzó a elevarse de su cama. El cuerpo flotaba con todos sus músculos flojos, inertes, caídos. No podía moverse. Era como si su cuerpo entero estuviera ya sin vida, con el peso cayendo por la gravedad. Comenzó a girar, primero lentamente, luego aumentando la velocidad. Sentía el aire golpeando su cara, sus pelos revueltos, sus extremos sacudiéndose de un lado al otro, sus cachetes inflando y desinflándose. Sin embargo, no sentía ningún mareo. Al terminar de dar vueltas, descendió suave y lentamente hasta

quedar recostada nuevamente en su cama. En seguida un fuerte calor, provocándole un leve ardor, le recorrió por las venas, por todo su torrente sanguíneo hasta llegar al corazón, haciendo que este comenzara a latir fuertemente. Empezó a sentirse relajada, placentera, con energía y vitalidad. Eos le indicó que abriera los ojos, Lizzie obedeció. En cuanto enfocó su vista, notó que la Diosa del Alba estaba más apagada que antes y se la notaba cansada. —Elizabeth… he intentado con toda mi valía quitarte la maldición de Lilith. He llegado a tiempo para hacer que tu corazón no se detenga, que tus sentimientos puros queden intactos. Logré darte vitalidad y luz a toda la oscuridad que estaba echando raíces en tu cuerpo y en tu ser. Sin embargo, hay cosas que no he podido quitar o modificar. Un pedazo oscuro quedó intacto, lo deberás quitar con tus buenos pensamientos, tus buenas acciones y sentimientos humanos. Si no logras hacerlo, esta negrura crecerá y se irá ramificando nuevamente por todo tu interior. Debes, por tus propios medios, detenerla. Confío en que podrás —dijo Eos, con tono sutil y precavido, sin intentar alarmarla. Lizzie comprendió lo que la diosa le previó y trató de pensar e imaginar, con todas sus fuerzas, que ella podría contra eso. Lograría vencer con luz lo que la oscuridad pretendía dominar. Era como un enfrentamiento entre el bien y el mal, lo blanco y lo negro, el cielo y el infierno. Elizabeth le agradeció a la aurora lo que había hecho por ella y le expresó que temía no sentir nunca más la tranquilidad de seguir siendo ella misma. La diosa contestó que no era tan así lo que sucedería, que si bien había logrado erradicar mucha parte oscura, logrando introducirle luz dándole vida a su ser y encapsular el alma en su cuerpo nuevamente, otras pequeñas cosas no había podido detener. Estaba a punto de decirle cuáles cosas eran, cuando un maullido chillón sonó del otro lado de la puerta de la habitación. El Sr. Boltanski entró a las corridas con los pelos erizados y los ojos muy abiertos. Llegó hasta Eos con recelo y en cuanto rozó a la Diosa se tranquilizó. Quedó sentado a los pies de ella, observándola. Cada tanto refregaba su cuerpo a su pierna, ronroneando y cerrando sus ojitos de color miel. La diosa del alba sonreía ante el pequeño gato, lo acarició detrás de la oreja y prosiguió con lo que le estaba diciendo a Elizabeth.

—Algunas cosas no he podido quitarte, por lo que deberás aprender a manejarlas y aceptarlas. Todas las cualidades vampíricas siguen vivas en ti: las habilidades, fuerza, destreza y sentidos superdesarrollados; tus ojos, uñas, pelo y musculatura siguen siendo los mismos desde la conversión. Incluso… aún seguirán tus colmillos largos —remató. Ante la reacción de pánico y desesperación de Lizzie, Eos prosiguió. —Quédate tranquila, tu hambre y sed de sangre no están presentes. Ahora tienes tus propios bombeos y latidos, corre sangre por tus venas, por lo que no habrá posibilidad de que se te abra el apetito o deseo de beber sangre de alguien más. Sin embargo, deberás controlar tus colmillos. Pueden aparecerte en cualquier descuido o enojo —terminó diciendo la diosa. Elizabeth no sabía si preocuparse por eso o no. Hasta hacía una hora creía que iba a convertirse en una vampira, oscura, malvada o en algo peor, en un demonio de los infiernos. Tener un par de colmillos y habilidades extraordinarias no era nada en comparación de lo que pudo haber llegado a ser. Habiendo terminado su encomendado y acercándose la hora del amanecer de Helios, Eos decidió despedirse, debía regresar a su lugar hasta el día siguiente. Antes de que pudiera irse, Lizzie le pidió un último favor. —Por favor, no te vayas sin contarme mi historia. Nuestra historia familiar. Me encantaría que me cuentes de mamá, cómo era, qué hacía. Y si es posible… que me enseñes qué puedo hacer yo también, de qué soy capaz —le suplicó la joven. —Mi pequeña, no tengo tiempo para contarte, debo irme pronto. Mi hermano espera que me retire para poder salir —respondió. Elizabeth agachó la mirada con su ceño fruncido lleno de tristeza, pero asintió y dijo que comprendía. Le pidió que alguna otra vez regresara para relatarle todo, para sacarle las dudas, para hacerla sentirse acompañada, o para que pudiera ayudarla en encontrar a su padre, o con cualquier otra cosa que se le presentara. Elizabeth itió que estaba cubierta de miedo, miedo a lo desconocido, a lo que vendría, al no saber qué hacer. —Dije que no tenía tiempo para contártelo, pequeña Hiperión… pero puedo mostrártelo velozmente. Toma mis manos —le indicó Eos.

Lizzie se acercó a la diosa esquivando al Sr. Boltanski que seguía en medio, extendió sus brazos y agarró sus manos. En seguida, como flashes veloces, comenzaron a pasarse imágenes, secuencias, reproducciones de momentos, de secretos, de vivencias por su mente. En un segundo, como si su cabeza pudiera absorber como esponja toda la información, se le grabaron esas escenas y también todos los conocimientos de cada una de ellas. Fijó en su disco duro cerebral cada persona, cada Dios y cada entidad que fueron pasando en esas reproducciones que Eos le estaba haciendo conocer. Ahora ya sabía su historia, su linaje, sus posibles poderes y sus límites. Solo haría falta intentar aflorarlos y luego dominarlos. Por fin pudo aceptar ser quien era en verdad: la hija de la Luna.

Por todas esas noches de insomnio, de escrituras y lecturas; de errores y aciertos, de hojas en blanco y palabras por doquier; de cafés y mates; por todos esos días de vivencias y caminatas, de alegrías, frustraciones y amarguras… Por todo lo vivido en este recorrido que forjó cada paso de Elizabeth y el de mi propio ser.

Capítulo X

Azazel, el padre de Traditor

Salta Capital, Provincia de Argentina. Enero de 2011.

La Navidad y el Año Nuevo habían pasado. Elizabeth decidió pasarla a solas con el Sr. Boltanski, no tenía ánimos para festejar nada. No tenía verdaderos motivos para hacerlo. Descubrir que toda su vida había sido una farsa; que en su sangre corría sangre demoníaca y sangre divina; que era hija de dos personas que, al fin y al cabo, desconocía; que su padre, no era su padre y al que consideraba como tal, seguía desaparecido... NADA de eso provocaban ningún motivo de festejo. Lizzie, para esas alturas, sospechaba lo peor sobre Omar, ya lo daba por muerto. Las fiestas fueron un trago amargo para ella, por lo que se limitó a quedarse en su casa, pedirse por Delivery comida china, mirar un capítulo de su serie favorita, jugar con su gatito y comer de postre helado de menta granizada, sambayón y chocolate amargo. Para no alarmar a nadie y demostrarse fuerte y alegre, tal como si no pasara nada, llamó a su tío y primos, le escribió a Darshan, a Romina y a Abel y les deseó felicidades. Antes de las doce de la noche ya estaba acostada en su cama. En ambas festividades hizo exactamente lo mismo. Para mitad de enero, decidió alejarse de la ciudad aprovechando sus días de vacaciones. Buscó su mochila de campamento, la llenó con ropa, alimentos no perecederos y cosas que le fuesen útiles y se sacó un pasaje de avión con destino hacia el norte, a Salta. El objetivo era cambiar el escenario, tomar un poco de aire fresco y renovar energías. Abel salía de vacaciones dos días después que ella, por lo que pactaron que él iría hasta donde estuviera Lizzie para pasar unos días de vacaciones juntos. Pese a los altibajos por los que estaba atravesando la relación con Abel era fantástica

y estaba yendo de maravilla. Él era divino, atento, protector, amable, dulce, compañero, amoroso y, lo más importante, comprensivo. Siempre estaba cuando ella lo necesitaba y se alejaba respetuosamente cuando le pedía un poco de espacio. A veces parecía como si él tuviera un detector de malestares de Elizabeth que lo alarmaban y le avisaban cuándo estaba mal ella. En esos momentos precisos se aparecía tocando la puerta, mandándole un mensaje o llamándola por teléfono. Una vez que Elizabeth viajó y llegó a Salta, se hospedó en un hostal barato, sencillo, pero con lo necesario para dormir, asearse y cocinarse algo si le hacía falta. Tenía una buena ubicación, estaba cerca del centro, frente a una plaza enorme y a pocas cuadras del teleférico de la ciudad. Como arribó de noche a la capital salteña, tomó un mapa de la recepción del hostal, fue a su habitación designada y marcó en él todos los lugares que le interesaban para ir a recorrer en los días que iba a estar hospedada. Eligió algunos para conocer sola y otros para ir con Abel, para cuando él llegara. Decidió que al día siguiente iría a pasear por el centro, recorrer los museos e iglesias que estaban cercanos y probar, en algún lugar económico, los platos tradicionales de esa provincia. Una vez seleccionado todo, fue inmediatamente a acostarse para poder levantarse lo más temprano posible y así aprovechar el desayuno que servían en el comedor del hostal hasta las ocho y media y ponerse en marcha. Al día siguiente, Lizzie se levantó contenta y animada. Tenía muchas energías y ganas de salir a conocer esa ciudad tan linda, como la suelen apodar —«Salta, la linda»—. Despertó a las siete, bajó al comedor y desayunó un rico café cortado con unas medialunas de manteca recién horneadas. Luego de llenar su estómago, salió en dirección al centro, con su listado de sitios a los que ir. Comenzó por el Convento San Bernardo, que le quedaba cerca del hostal. Tenía una arquitectura muy antigua, tanto que parecía sacada de un cuento, con detalles antiquísimos. Luego, se dirigió a la Catedral Basílica de Salta, construida en 1882. Su interior era irable, con un imponente altar y detalles en metales preciosos, como el oro. Lo que más le había gustado hasta ese momento fue El Panteón de las Glorias del Norte, lugar donde estaban depositadas las cenizas de célebres de la historia Argentina, como los Generales Güemes, Alvarado y Arenales, entre otros tantos guerreros de la Independencia. Prosiguió con su selección en el mapa hasta llegar al Centro Cultural de las Américas, en el Casco Histórico de la

capital, ubicado frente a la plaza principal. El lugar había sido construido en 1913 y era hermoso, cargado de historia. Continuó por el Cabildo, hecho en 1937, declarado como Monumento Histórico. Finalizó su paseo con el Museo de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Salta, un sitio en donde, aparte de brindar formación educacional universitaria, posee un herbario que conserva miles de especies autóctonas, especies que dominan en esa región del norte argentino, las cuales muchas de ellas eran provenientes del valle de Lerma. Ya caída la noche, se dirigió a un restaurante para probar esas comidas tradicionales que quería y le habían recomendado. Ordenó al mozo una empanada frita de carne picada, papas en cubitos, cebolla rehogada en grasa pella, huevo duro y cebolla verde. Jamás había saboreado una empanada tan deliciosa como aquella. Por supuesto que con una empanada no logró saciar su apetito, por lo que decidió probar algo más. Llamó nuevamente al mozo y le pidió un «tamal», que es una chala de choclo cubierta por una maza de harina de maíz rellena de una mezcla de carne de cabeza de vaca o cerdo, grasa pella, huevo, papas, cebolla verde, ají, y otras especias. Algo raro, distinto a lo que usualmente comía, pero riquísimo. Luego de una buena panzada, regresó al hostal para descansar. Otro nuevo día estaba esperándola para enseñarle más maravillas de esa hermosa provincia Argentina. Esta vez se dio el lujo de dormir una hora más, la caminata del día anterior la había dejado exhausta. Recorrió otros museos que tenía la capital y tomó un colectivo hacia el valle de Lerma, que quedaba a unos diez kilómetros de allí, a pocos minutos. Más precisamente se dirigió a la Quebrada de San Lorenzo, un lugar rodeado de naturaleza, una selva y bosques inmensos. Una reserva natural, colmada de arroyos y ríos de aguas claras donde uno podía refrescarse y detenerse a descansar mientras ascendía por sus senderos empinados. Habían pasado dos horas y Elizabeth seguía caminando en subida por la majestuosa Quebrada, deteniéndose cada tanto para observar la fauna que la rodeaba, los pájaros, arácnidos y diversas especies de animales aéreos, como terrestres, que vivían inmersos allí. Todo era maravilloso. El o con la naturaleza y tanta vida animal la hacían sentirse vital y renovada de energías. Para cuando llegó a un lugar llano, decidió frenar unos cuantos minutos y sacar su termo de agua caliente para tomar unos mates, acompañada del sonido del

agua al correr y de las aves al cantar. La paz que transmitía eso no tenía nombre, no había forma de describir lo bien y placentera que se encontraba. De vez en cuando pasaban personas caminando por su costado, ellas también estaban en la travesía del descubrimiento de ese magnífico lugar. Algunos saludaban al pasar, pero no la molestaban; irradiaban un entusiasmo único y contagioso. Para cuando había tomado la mitad del termo, comenzó a lloviznar. Elizabeth guardó todo en su mochila y se puso a pensar en qué haría. No sabía si seguir caminando cuesta arriba o, por las dudas que se largara a llover más fuerte, empezaría a descender. Luego de un momento de reflexión, decidió bajar. Temía subir y resbalarse con alguna piedra o con la tierra mojada. Ella podría volver a la Quebrada en otro momento con Abel y explorarla por completo. Mientras descendía, el camino se volvía cada vez más resbaladizo. La lluvia enlodaba el sendero y, aunque algunas partes permanecían intactas gracias al resguardo que le brindaban los altos árboles, dificultaba el andar. Cada paso que daba lo hacía con precaución y muy lentamente, clavando primero los talones y luego el resto de la planta de los pies para no patinarse y caer al suelo. Pasados treinta minutos ya recorridos, empapada y cansada por la fuerza que estaba haciendo, tomó asiento en una roca para beber agua y recobrar un poco el aliento. Mientras recuperaba fuerza, cinco cuervos bajaron volando de entre los árboles y se le posaron delante, haciendo un chillido aturdidor y escalofriante... Lizzie agarró unas piedritas que tenía a su costado y se las lanzó fuertemente, con la esperanza de que los pájaros se asustaran y se fueran a otra parte. Afortunadamente, huyeron, pero uno se quedó allí parado, mirándola y abriendo su pico en dirección hacia ella. De pronto, algo que era imposible sucedió. Fue tan estremecedor que provocó que Elizabeth se parara de un salto y retrocediera unos pasos. El cuervo comenzó a girar su cabeza a trescientos sesenta grados, a una velocidad inimaginable. Cuando por fin cesó, quedó estático, rígido y reventó como una bomba de tiempo, largando una nube de plumas negras por todo su alrededor. De entre, lo que momentos atrás, fue su plumaje, apareció un hombre, uno que la joven recordaba muy bien... Cabello colorado, ojos negros como el carbón, pecas en su rostro, pálido y con una expresión de suficiencia y maldad que le borbotaban de sus poros. Era Azazel.

—Al fin logro encontrarte completamente sola, hija mía. El fastidio que me estás dando me recuerda al odio que le tenía a tu madre Selene —escupió en cuanto dijo su nombre—. Te tengo bien vigilada por todas partes. Aunque si te soy sincero... no quería presentarme sin que antes hayas sufrido lo suficiente. Claro que, aparte de eso, debía esperar a que pudieras descubrir alguna que otra habilidad que tenías dormida. Sin embargo… me temo que mi paciencia llegó a su límite. Es momento de que te me unas, que hagas florecer la oscuridad que vive dentro de ti, que hagas valer un poco todo lo que te heredé y lo que te hice obtener gracias a la bella Lilith —dijo Azazel. Lizzie ya estaba con los colmillos afuera, su ceño fruncido, los puños apretados, repleta de ira y preparada para enfrentarse con ese ser despreciable que la había engendrado. Meses después del encuentro con Eos y gracias a las revelaciones que le había dado, pudo descubrir, practicar y desarrollar algunos poderes que tenía consigo. Su fuerza, resistencia y velocidad eran superiores. El convertir en piedra las cosas ya lo tenía dominado. Sin embargo, eso era tan solo una habilidad más dentro de las varias que había descubierto. Quizás eso se le había escapado a Azazel. No la tenía bien vigilada, después de todo. Lizzie se concentró y decidió demostrarle a esa bazofia que no le hacía falta irse con él, ni a ningún lugar de la oscuridad, ya que en ella habitaba todo lo contrario a lo que él deseaba. Un halo de luz comenzó a formarse por todo alrededor del cuerpo de Elizabeth e inmediatamente sintió la energía recorriéndole todo su ser, sus venas, su corazón y mente. —Ja, ja, ja, ja. Oh, pequeña… me das cierta ternura. ¿Crees que un par de rayitos de sol me van a hacer algo? —preguntó riendo el demonio—. Me parece que todavía no entiendes la importancia de quién soy y la dimensión del poder que tengo. Tal vez mi aspecto humano te confunda un poco. Permíteme mostrarte cómo soy en verdad —dijo él. Al breve instante comenzó a escucharse y notarse cómo se le iban rompiendo los huesos, cómo su piel se estiraba, desgarrándose, quedando en carne viva. Su cuerpo empezó a adoptar un color grisáceo, con escamas y cosas sobresaliéndosele, como si fuesen pinchos. Sus ojos se le volvieron amarillos.

Cambió su tamaño, ahora medía más de dos metros. Tenía cuernos en su frente, uno largo y puntiagudo, el otro más corto, como si estuviera roto. Se le asomaron dos colmillos, como los de Elizabeth, pero a diferencia de ella, comenzaron a crecerles muchísimo y a ponérseles más gruesos. Eran tan largos y grandes que le sobresalían de su boca de labios negros. El cabello se le cayó y las pestañas también. En la parte donde tenía sus cejas se le abultó, de manera sobresalida, parte de su piel, dando una impresión de ceño fruncido predominante. Con una voz distorsionada, entre grave y áspera, le dijo: —¿Ahora sí entiendes que no podés enfrentarte con el líder de los ángeles caídos? —rio fuertemente Azazel, abriendo su boca, enseñando una dentadura anormal, como de dos hileras de dientes arriba y abajo, muy filosas. Lizzie palideció y el miedo se apoderó de ella. Fue tan grande el pánico que le generó el nuevo aspecto de Azazel que se desconcentró totalmente de lo que estaba haciendo. Su halo de luz y la energía que estaba acumulando para atacarlo se desvanecieron. —Me decepcionas bastante... Pensé que te iba a gustar verme así. Al fin y al cabo, tú también vas a adoptar una forma muy parecida a la mía. Por lo tanto, te recomiendo que te hagas a la idea y que te empiece a simpatizar, hija de la traición —continuó diciendo el demonio a carcajadas—. También noto que aún estás demasiado inmadura con tu autocontrol de poderes. Evidentemente no sirves para ninguna batalla —dijo pensativo acercándose a Elizabeth y acariciándole la mejilla con su mano de uñas largas y negras como si fuesen garras. —Se me ocurre una idea... Voy a ofrecerte un trato, una especie de tregua. Te doy un mes para que te formes como corresponde, para que explotes al máximo tus poderes. Claro que te enviaré cierta ayuda para ponerte a prueba, hasta que estés verdaderamente lista para unirte a mi legión. Necesito que sobresalgas de entre el resto, pues es a ti a quien quiero al mando. Tenemos que arrasar este mundo y los cielos, y por cómo estás… no matarías ni a una mosca. No me sirves para nada, solo para ser la burla entre los demonios y no quiero quedar mal. Eres mi heredera, debes estar a mi altura, o mejor dicho, debes ser superior a mí —terminó diciendo el ángel caído. Al quitar la mano del cachete de Lizzie, le hizo un tajo con su garra. La

muchacha comenzó a sentir un ardor en la herida, tan intenso y fuerte que empezó a ver borroso, a sentir que todo a su alrededor tambaleaba. Un fuerte dolor de cabeza la invadió. Vomitó una sustancia áspera y granulosa, como el yeso semilíquido, pero de color negruzco. Era tanta la cantidad de vómito que largaba y no se detenía que en un momento sintió ahogarse, hasta que finalmente salió de su garganta una araña peluda, seguida por una cucaracha. —No te preocupes, querida, no te quedará ningún bicho dentro. Solo te hice un pequeño regalo para ayudarte en el tiempo que te doy. Al cortarte, mi uña desprendió un sutil veneno que se mezcla con tu sangre y te infecta con un poco de oscuridad y maldad. Los insectos son solamente para hacerte sentir asustada y descompuesta —dijo Azazel riendo a carcajadas de forma exagerada y maliciosa. Elizabeth quería maldecirlo, golpearlo, atacarlo, hincarle los colmillos al cuello venoso que tenía, pero no pudo hacer nada de eso. El mareo que sentía no la dejaba enfocar su vista en él, no la dejaba pensar. Una vez que terminó de lanzar todo lo negro que tenía en su interior, lo que le producía las náuseas y la breve asfixia, comenzó a sentir que su cuerpo ardía por dentro. Se retorcía por la dolencia, tanto que terminó doblándose al medio, flexionando sus rodillas cansadas. Sus fuerzas no la acompañaron más y quedó tumbada en el barro. Con su garganta raspándole, gritó del dolor, pero nadie la escuchó. Azazel, parado frente a ella, la miraba con sus ojos resplandecientes, riendo descostilladamente, hasta que Elizabeth no resistió más y perdió la consciencia. Cuando volvió en sí, estaba en el camino de inicio de la Quebrada, recostada en un apartado techado, rodeada de personas desconocidas. —¡Despertó! —dijo alguien de voz desconocida. Se le acercó una mujer anciana, de cabello rubio y ojos claros. La ayudó a incorporarse y le ofreció un vaso de agua fría para que bebiera. A Lizzie se le partía la cabeza y todavía sentía su garganta irritada a causa de aquel vómito negro y áspero. Sentía odio, repulsión, una ira sin igual. En cuanto terminó de tomar el agua, revoleó el vaso con fuerza lejos de ella. Sintió cómo sus ojos se le incendiaban y que sus colmillos estaban a punto de asomarse fuera de su boca. Rápidamente se dio cuenta de que no debía permitirlo e intentó tranquilizarse respirando profundamente. Se disculpó con la señora mayor que tenía delante.

—No te preocupes, niña. Imagino que debes estar desconcertada. Mi nombre es Susana, pero todos me llaman Beba. ¿Cómo te llamas? —preguntó con tono dulce. —Elizabeth, pero me dicen Lizzie. Discúlpeme de verdad por mi reacción. ¿Qué pasó? ¿Cómo llegué hasta acá abajo? —indagó. Beba le explicó que sus hijos, Tobías, Indiana y Paula, estaban bajando de la Quebrada por la fuerte lluvia que había empezado y la habían encontrado sola y desfallecida en el camino. Entre los tres la cargaron y descendieron hasta allí para atenderla y refugiarla. Después de unas horas con Beba y su familia, una vez ya recompuesta, Elizabeth tomó un colectivo de regreso al hostal. Quería dormir y bañarse. La suciedad que sentía, por fuera y por dentro, era tan grande que necesitaba enjuagarse fuertemente cada parte de su cuerpo. Pensó que de esa manera lograría sacarse toda esa negrura y se deslizaría por su piel hasta irse por el drenaje de la bañera. Por supuesto que era un deseo imposible, pero llevar a cabo su idea le aliviaría un poco la consciencia. Alrededor de las nueve de la noche, sin haber siquiera cenado, Lizzie se hundió en un sueño profundo, a una nueva pesadilla. Todo estaba oscuro, tan solo había un pequeño círculo de luz a unos pocos metros de ella. Del otro lado podía escucharse la voz de su padre, Omar, gritando desgarradoramente por ayuda. —Hija, si estás cerca y me escuchas, sácame de aquí. No puedo moverme, no puedo hacer nada, solo verte en algunos momentos cuando pasas enfrente de mí, pero sin notar que estoy ahí. No puedo salir por mis propios medios, necesito que me ayudes. Esto duele muchísimo, constantemente —decía. Elizabeth, desesperada, intentó acercarse al halo de luz, pero cada vez que se adelantaba el círculo volvía a alejarse. Era imposible alcanzarlo. Comenzó a enloquecer, a correr cada vez más veloz, pero sin éxito. —Papá, no puedo llegar hasta ti… ¡Discúlpame! No puedo ayudarte. ¡Todo es mi culpa! —respondió ella. Miles de risas comenzaron a resonar en ese ambiente oscuro; risas de todos los

tipos, tonos y timbres existentes. Cada una de ellas era más aterradora que la otra. Entraban en la cabeza de Lizzie y rebotaban haciendo eco sin cesar. Se apretó con ambas manos en su sien, cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que parasen. Afortunadamente, se detuvieron. De pronto, un nuevo rayo de luz se hizo presente e iluminó a una persona que comenzaba a acercarse a Elizabeth. Era Abel. —Amor, ¿qué haces acá? ¿Dónde estamos? ¿Qué está pasando? —preguntó él con expresión de preocupación y desconcierto. Elizabeth empezaba a caminar en dirección a su novio, hasta que su padre habló otra vez. —No te acerques a él, Lizzie. No es quien dice ser, es un secuaz, un espía de Azazel, un demonio más. Todo este tiempo te estuvo usando, sembrándote gramos de maldad con cada beso. Es otro demonio disfrazado de hombre, no te dejes engañar. Te vigila, te está detrás como sombra para robarte los sentimientos y convertir tu corazón en piedra, para que seas una más de su legión. Incluso el gato que te regaló es otro tipo de criatura demoníaca que le hace de vigilante. El gato, son sus ojos, cuando él no está contigo, para saber qué haces y qué no. ¡Es un traidor, un impostor! —advirtió Omar. Abel sopló en dirección al círculo de luz e hizo que se apagara. Comenzó a reír a carcajadas y a cambiar su forma humana por una parecida a la que Azazel había adoptado en el bosque de la Quebrada. Su piel era parecida a la del líder de los demonios: escamosa y con pinches, pero de color verde musgo. Sus ojos se volvieron rojos como rubí y su boca de labios gruesos y grisáceos. Como si se hubiera teletransportado, ahora estaba frente a Elizabeth. La tomó por la cintura, con unas manos frías, largas y ásperas, y la acercó hacia él. Con la otra mano la tomó del cuello y la levantó en el aire, hasta la altura de su rostro. Sin que ella pudiera hacer nada, él la aferró contra su boca y le dio un beso. El beso más amargo que jamás había sentido. Lizzie despertó con el sonido de unos golpes provenientes del otro lado de la puerta de su habitación. Cuando miró el reloj, eran las nueve de la mañana del otro día. Se había pasado horas enteras durmiendo, viviendo esa pesadilla que le pareció que había durado apenas unos minutos. Salió de la cama, prendió la luz y de manera imperativa preguntó quién era y qué quería.

—Soy yo, bebé, acabo de llegar —la voz de Abel respondió desde el otro lado, suave y armoniosa. Un momento de pánico e inseguridad la rodeó. No sabía qué hacer. Repitiéndose por dentro que todo había sido una pesadilla, decidió no juzgar a su novio por lo que había soñado y abrió la puerta. Él estaba radiante, con una sonrisa de oreja a oreja, perfumado, con su mochila al hombro y con la camisa a cuadros puesta, una que Elizabeth le había regalado para Navidad. Verlo así le hizo quitar esa sensación de desconfianza e inseguridad que la pesadilla le había instaurado. Los días que siguieron en Salta, en compañía de Abel, fueron difíciles. Lizzie últimamente estaba de muy mal humor, cargada de enojo constantemente. Por cualquier cosa se molestaba y comenzaba a discutir con él. A veces era tal la ira que sentía que le gritaba y empezaba a revolear lo primero que tenía a mano, sin motivo alguno. Ella no sabía bien por qué, pero no podía evitar sentirse irritada todo el tiempo. Un día, mientras estaban subiendo por el cerro San Bernardo, empujó a un chico que iba caminando delante de ella porque iba lento y le impedía el paso. El joven casi cayó por el risco, pero no llegó a hacerlo gracias a que Abel lo agarró justo de la mochila que llevaba puesta. Evidentemente, la maldad estaba haciéndose parte de Elizabeth. Cuando regresaron a Capital Federal, discutieron entre ambos fuertemente y determinaron que no iban a seguir más juntos. —No es justo que me trates todo el tiempo mal, Lizzie. ¡Hago de todo por ti! Pero esto no lo aguanto más... —fue lo último que él le dijo y no volvieron a hablarse más.

Dedicado a todos los soñadores y creyentes de que todo es posible, que la magia vive entre nosotros y dentro de cada uno.

Capítulo XI

Las primeras batallas

Habían pasado dos semanas desde las «vacaciones» con Abel y entre ellos solo quedaron saludos formales cuando se veían en la biblioteca. Durante todo ese tiempo sin él, Elizabeth se dedicó a entrenarse incansablemente en el sótano de su casa. Practicó entre seis a ocho horas diarias para reforzar sus habilidades y dominar más conscientemente sus poderes. Azazel no iba a ganarle, no iba a convertirla en lo que esperaba que fuese. Incluso, luego de tanta práctica, quedó sorprendida al notar que ya tenía más control sobre sus dones. No solo dominó el cuándo sacar para fuera sus poderes, sino también con qué intensidad y a qué potencia. Era mucho más increíble de lo que imaginaba y poder hacerlo la hacía sentirse llena de vitalidad y energía. También descubrió que poseía muchas cualidades de las que no había desvelado hasta ese momento. El Sr. Boltanski siempre le hacía compañía; de hecho, era el único que le quedaba a Lizzie, ya que Romina y Darshan andaban cortados y desaparecidos, demasiado ocupados con su trabajo y sus estudios universitarios. El pequeño gato oscuro, con botitas y trompa blanca, era su fiel amigo. Incluso, a veces, le hacía de ayudante para algunas cosas que ella practicaba. Una vez lo había dejado convertido en piedra y demoró dos días en poder regresarlo a la normalidad. En otra oportunidad le quemó los bigotes y la cola sin querer, lo que hizo que el Sr. Boltanski se enojara con ella y la ignorara durante todo ese día. Faltaban poco para que llegara el 14 de febrero, el famoso día de San Valentín, ese momento de festejo para los enamorados. Eso le traía a su memoria a Abel... Lo extrañaba muchísimo y todavía lo amaba intensamente. Sin embargo, era demasiado orgullosa para itírselo. Cientos de veces imaginó cómo se reconciliaban, que volvían a estar juntos y mejor que nunca. Una vez llegó a imaginar cómo pasarían ese 14 de febrero juntos. Pero por su puesto, ninguno dijo nada al otro. Era evidente que no volverían, que lo de ellos se había terminado para siempre. Por un momento, pensó en que eso sería lo mejor. Quizás si Abel estuviera con ella, y descubriese todo lo que en verdad ocultaba, saldría espantado y le contaría a todo el mundo que Lizzie era un «bicho raro», una endemoniada a la que había que matar o exorcizar... O quizás no, tal vez él entendería bien lo que le sucedía y lo que era. Fuese como fuese, lo malo

siempre sería que él estaría expuesto a muchísimos riesgos y peligros. Azazel lo podría usar como su anzuelo, quizás lo torturaría o lo mataría con tal de que Elizabeth sufriera o accediera a hacer lo que él le dijera. Definitivamente… lo mejor era que no estuvieran juntos. Un nuevo día en la biblioteca. El calor era asfixiante y la humedad terrible. Mucho silencio invadía la sala, no había ni un solo cliente y eso hacía que las horas se pasaran muy lento. Ester, la jefa de Lizzie, se había ido a hacer unos trámites al banco, por lo que no había nadie con quien hablar. Abel no apareció ese día tampoco, lo que era raro, porque iba diariamente a leer su libro. No verlo por ahí la hizo extrañarlo aún más. Faltaban tres horas para que el turno laboral de Elizabeth terminara y, aprovechando que no había movimiento, se puso a practicar algunos de sus poderes en la oficina del fondo. Por supuesto, los menos llamativos y los menos exorbitantes. Un buen rato estuvo metida y concentrada con eso, hasta que sonó la campanilla que indicaba que alguien estaba esperando a ser atendido en el mostrador. Cuando dirigió la vista hacia la recepción no vio a nadie. Se acercó para ver si el cliente se había quedado mirando algún estante de libros, pero no notó que hubiese nadie. —Hola… ¿necesita ayuda con algún libro? —preguntó en voz alta por si acaso. No hubo respuesta. Quizás había imaginado escuchar el timbre. Comenzó a mirar para todos lados y, al verificar que nadie estaba allí, se volvió meter en la oficina. Apenas atravesó la puerta, nuevamente sonó la campanita. Con mayor velocidad que antes, salió hacia el mostrador. Para su sorpresa, la sala seguía vacía. —¡No es gracioso! ¿¡Quién está ahí!? —preguntó, esta vez elevando su tono de voz. Una brisa caliente entró de la nada y la despeinó. A continuación, como si alguien la hubiese agarrado, salió disparada por los aires hacia atrás. Chocó con uno de los estantes y cayó al suelo. Rápidamente se incorporó, dolorida y con un pequeño corte en su cabeza. Una risa comenzó a resonar en la biblioteca. Provenía desde el escritorio de la recepción. —¿No puedes verme, pequeña? Qué lástima... así te ganaré muy fácilmente — dijo la nada misma, con voz chillona. —¿Quién eres y qué quieres? ¡Muéstrate si tienes cojones! —respondió

Elizabeth encolerizada. —Ja, ja, ja, ja, me estoy mostrando, solo que eres demasiado torpe para verme. Soy esa pequeña ayuda que te mencionó tu padre que enviaría. Soy una prueba para ti, para ver qué tan preparada estás. Pero me doy cuenta de que no eres ni lo suficientemente buena como para enfrentarte conmigo. Así que vamos a hacer esto bien rápido —dijo la voz desconocida. Nuevamente Lizzie salió disparada por los aires, esta vez hacia su costado. Una de sus costillas golpeó contra una computadora y crujió al quebrarse. Con un grito agonizante y llena de dolor, Elizabeth se dobló en el piso; sentía que su hueso roto le dificultaba respirar y que le pinchaba la piel. Trató de calmarse, de dejar de gritar, concentró todas sus fuerzas y obligó a su cuerpo a recomponerse. Al breve instante, como si nunca le hubiese pasado nada, el dolor desapareció y su costilla volvió a soldarse quedando como nueva. Sorprendida de ella misma, descubrió que podía autocurarse. Con energía renovada y una ira inmensurable, Lizzie se levantó del piso. Apretó fuertemente sus párpados, como cuando uno se concentra y trata de recordar algo. Con todas sus ganas pensó en poder descubrir aquello que no podía ver, poder distinguir dónde estaba el secuaz de su padre, el maldito que le estaba haciendo daño revoleándola por los aires. De pronto, sus ojos de color mostaza, desde que se había transformado en mitad vástago, se encendieron y comenzaron a brillarle como nunca. Y ahí pudo verlo… Era un demonio horrible, distinto a Azazel. Tenía tres cabezas: una de hombre, otra de carnero y la tercera de toro. Sus pies eran como las patas de un ganso y tenía una cola como la de una serpiente cascabel. Otra diferencia con Azazel era que este tenía todo su torso y piel de color rojiza. —Ahora sí te veo y puedo asegurarte de que eres más desagradable de cómo te imaginé —le espetó Elizabeth, con cara de repugnancia y soberbia. El demonio esbozó una sonrisa y sacó una lengua larga, bífida, que hizo vibrar rápidamente. Se reclinó hacia delante y, estirando su brazo derecho, hizo un ademán de saludo cordial demasiado exagerado. —Un placer presentarme ante usted, hija del Amo. Mi nombre es Asmodeo, demonio de los pecados carnales y otras tonterías más que no tienen importancia —respondió él sonriendo mientras se enderezaba.

Aprovechando la oportunidad de distracción del demonio, mientras este terminaba de pararse derecho con la vista fuera del plano de Elizabeth, ella había comenzado a formar una bola de luz celeste entre sus manos. En cuanto pudo acumular la mayor energía que fue posible, lanzó ese círculo lumínico con todas sus fuerzas en dirección a Asmodeo. Logró golpearlo en una de sus cabezas, en la que tenía forma de carnero. En cuestión de segundos comenzó a endurecerse y congelarse, quedando como un gran cubo de hielo. —Niña boba, ¿eso es todo lo que tienes? —le preguntó el demonio. Enseguida él abrió su boca y comenzó a salirle una masa negra. Eran miles de avispas que volaban en dirección a Elizabeth. Inspirando lo más hondo que pudo, acumuló el máximo de aire en sus pulmones y sopló con tanta fuerza que generó una onda inmensa de aire. El minitornado que exhaló Lizzie por su boca llevó por delante a todo ese enjambre de insectos, golpeándolos y dispersándolos con tanta energía que terminaron aplastados al chocarse en las distintas superficies. Esta vez, Asmodeo quedó alarmado. Frunció el ceño y, con velocidad supersónica, sacó su lengua bifurcada, enredándosela por el cuello a Elizabeth. Mientras ella intentaba quitársela de encima, el demonio la arrastraba hacia él, enseñándole unos dientes muy filosos e irregulares. A Lizzie le estaba costando respirar y comenzaba a ver oscuro y a perder lentamente el conocimiento. Cuando estaba a pocos metros de la horrible criatura, estiró ambas manos e hizo que sus uñas crecieran y se convirtieran como si fuesen pequeñas dagas. Las clavó y enterró en la extensión de lengua, rompiéndola y separando la parte que le aferraba el cuello. Sangre negra comenzó a salir a chorros y empapó todo el cuerpo de la joven, quedándole impregnado un olor desagradable, a carne podrida. Rápidamente quitó el pedazo de lengua que estaba asfixiándola y, más enojada que nunca, desapareció de donde estaba parada y apareció justo detrás del demonio. Aparte de dolorido, quedó desconcertado al ver que Lizzie ya no estaba parada frente a él. Como burlándose de Asmodeo, la joven le tocó el hombro. El demonio se dio la vuelta lentamente y la vio allí con la cara enrojecida, los colmillos para fuera, los ojos prendidos en fuego y con ondas de poder brotándole por todo el cuerpo. Sin vacilar un segundo, ella extendió sus brazos con las palmas hacia delante y gritó con una frecuencia tan alta, tan sobrenatural, que al demonio le estallaron todas sus cabezas. El cuerpo de Asmodeo quedó tirado en el suelo, derramando litros de esa sustancia negra apestosa, hasta que se desvaneció por completo dejando solamente el hedor en el

ambiente. Agotada, la joven decidió llamar a Ester y decirle que se sentía mal, que por eso iba a cerrar la biblioteca para irse para su casa. Una vez se pudo comunicar, tiró por todo el lugar un perfume ambiental, tomó un taxi y fue hasta su hogar. Quería llegar rápido, se sentía mal, sucia y sin energías. Cuando por fin llegó a destino, notó que la puerta de calle estaba sin llave, lo que la alarmó y se puso alerta nuevamente. Muy despacio entró a la sala, con la guardia en alto. Sin embargo, todo estaba demasiado normal... Con más cautela dirigió su vista escaleras arriba, pero tampoco aparentaba haber nadie. En puntitas de pie, y respirando aceleradamente, se dirigió hacia la cocina y notó que todo estaba en su lugar intacto. No quedaban muchas opciones en la planta baja. Si alguien había entrado estaría en su habitación, en la de Omar o en el baño de arriba. Subió, tratando de que los escalones no crujieran con cada paso que daba. Fue a la primera habitación, la de ella. Estaba tal cual la había dejado al irse esa mañana: la cama desarmada, el velador de piedra en el piso, el pijama colgado en la silla y el escritorio lleno de papeles y una taza de café sucia. Aprovechó que estaba allí para agarrar su palo de hockey, aquel que había convertido en piedra el día que Omar desapareció y Lilith la convirtió en mitad vampiro. Recorrió el resto de las habitaciones que había en el primer piso, pero no encontró a nadie, ni nada raro o fuera de su lugar. Quizás, cuando salió a su trabajo bien temprano en la mañana, simplemente había olvidado cerrar con llave. Más tranquila, Elizabeth se tomó una ducha bien calentita y relajante. Luego se preparó algo de comer y fue hasta el comedor para mirar la tele mientras recargaba energía y su panza. Notó que el cuadro de su padre nuevamente estaba inclinado. Cada día y medio, aproximadamente, aparecía así. Lizzie siempre decía que iba a poner un nuevo clavo para que no se cayera de un lado, pero siempre se olvidaba o terminaba sin ganas de hacerlo. Enderezó la pintura favorita de Omar y, como siempre que la tenía delante, se quedaba observándola. Aún sentía que la obra de arte estaba distinta a como la recordaba desde un principio, pero nunca pudo descubrir por qué. Volvió a sentarse para terminar sus croquetas de arroz y ver la película con la que se había enganchado. Instintivamente, estiró el brazo que tenía libre hacia un costado para acariciar al Sr. Boltanski, pero él no estaba ahí. De hecho, recién se daba cuenta de que no lo había visto desde que llegó y que incluso no la fue a recibir cuando abrió la puerta de entrada. Comenzó a preocuparse por su pequeño gato. Imaginó que, quizás, cuando ella se fue hacia el trabajo, la puerta habría quedado abierta del

todo y que su mascota salió para seguirla. Una vez fuera, en la calle, quizás hubo viento y la puerta terminó cerrándose sola, quedando el Sr. Boltanski en el exterior de la casa, solo y asustado. ¿Y si huyó? ¿Si alguien lo robó? ¿Si tuvo un accidente? Lizzie estaba desesperándose con sus propios pensamientos, tanto que explotó en llanto. —Hija, necesito hablar contigo —resonó en su cabeza la voz de Omar. —Papá, ¿dónde estás? ¡No te imaginas cuánto te necesito! —respondió mentalmente ella. —Nunca me fui a ninguna parte, mi amor. Siempre estuve aquí, pero no podía hacerme escuchar, no estabas lista en ese momento. Es la primera vez que respondes a lo que intento decirte —respondió su padre. —¿A qué te referís? ¿Dónde estás? ¿Estás en el cielo? —preguntó con temor la joven. —No, Lizzie, no estoy muerto. La noche en la que la vampiresa nos atacó, luego de que quedara inconsciente y que tú también, Lilith me agarró y arrastró hasta el comedor. Estaba junto a alguien más, pero no pude ver quién era, solo escuchaba su voz y lo que hablaba con ella. Decían aquello que pude advertirte la noche en que comenzaste tu transformación, la única vez que pude hablarte y que me escucharas. La voz de la otra persona era de alguien que no conocía, muy grave y estridente. De hecho, fue esa otra cosa la que me echó una maldición en una lengua desconocida y me puso dentro de este cuadro —terminó respondiéndole Omar. Elizabeth abrió los ojos rápidamente, se paró y se dirigió hasta la pintura que colgaba en la pared. Al fin pudo notar aquello distinto que presentía en el cuadro de Pissoni. Era un detalle que no estaba antes, un dibujo pequeño de un hombre de espaldas caminando por el sendero verde... Era su padre. —¡Papá! ¡Por Dios! ¿Cómo no me di cuenta antes? ¿Cómo puedo sacarte de acá? —dijo desesperada Lizzie, tocando con su dedo esa mancha que formaba la silueta de una pequeña persona. —Hija… no puedes. Pero quiero advertirte algo. Hoy alguien ha entrado a nuestra casa sin permiso. Lo pude ver entrar y tenía el aspecto de un hombre. Desde aquí no noté bien cómo era, pero su contextura no podía ser la de una

mujer. Por los ruidos que sentí que daba con cada pisada estoy seguro de que se dirigió directamente hasta el sótano y bajó. Habrá estado allí durante unas horas, luego lo volví a oír subir las escaleras hasta la planta baja y salir a la calle — relató—. Quiero que tengas cuidado, Lizzie. No sé qué es lo que estás haciendo allí abajo, creo imaginarme qué, pero no sé si lo estás haciendo responsablemente y si estás tomando todos los recaudos necesarios. Quiero que me cuentes todo lo que estás haciendo, hija, y por lo que estás pasando. A veces te veo acá sentada llorando y no puedo hacer nada para calmarte o ayudarte. Estar acá me desespera cada día un poco más —dijo Omar. Elizabeth, con mucha cautela, le contó todo: sobre el primer poder que descubrió en ella, el de convertir en piedra las cosas, aquel que iba a contárselo la noche en que había aparecido Lilith por primera vez; lo que había pasado con exactitud ese día; la conversión que había sufrido pocos días después; la ayuda que había obtenido gracias a Eos y que por ello no terminó de convertirse en un verdadero vampiro; las vacaciones en Salta, en donde tuvo un episodio con Azazel y que luego, estando con Abel, todo se fue al demonio porque ella vivía fastidiada y tratándolo mal; la separación que tuvieron por esas irritaciones, malos humores e ira constante que sentía; las prácticas que hacía en el sótano diariamente y el descubrimiento de muchas cualidades que poseía; hasta lo que había vivido horas atrás en la biblioteca, enfrentándose en una batalla con un demonio de tres cabezas. Con cada relato, Omar emitía exclamaciones de sorpresa y preocupación. —Por Dios, hija… cómo me gustaría estar fuera de este cuadro y poder ayudarte. Las ganas que tengo de abrazarte... No puedo creer todavía que esto esté pasando de verdad, que existan los demonios, los vampiros, los dioses y los poderes. ¡Y que mi hija y mi mujer estén relacionadas directamente con eso! — comenzó a reír y a llorar al mismo tiempo—. Perdóname, Lizzie, a veces creo que todo es una gran pesadilla o que me estoy enloqueciendo —dijo Omar, al notar que Elizabeth comenzaba también a llorar. —Está bien, papá, en parte te entiendo. Por momentos creo y siento lo mismo que tú. Vamos a estar bien, te lo prometo. Y te juro que voy a encontrar la forma de sacarte de ahí —dijo enérgica Elizabeth—. Papá, voy a bajar al sótano para ver qué buscaba la persona, o lo que fuese que era, que entró a nuestra casa sin permiso. Necesito que estés alerta; si llegas a ver algo raro o a escuchar algo fuera de lo común, debes avisarme lo más rápido posible —le pidió Lizzie.

—Sí, cielo. Aunque no creo que nadie más se presente por hoy. En cuanto termines ahí abajo, cuéntame si se han llevado algo o hablemos sobre qué pudo venir a hacer esta cosa —señaló Omar. —Por supuesto. Una última cosa, pá… ¿No viste al Sr. Boltanski? ¿Sabes si salió para la calle o algo? —preguntó ella. —No lo veo desde hace rato, ahora que lo pienso. Incluso creo que, cuando ingresó el extraño, el gato se acercó a la puerta como siempre para recibir a quien entrara. Pero no lo vi más después de eso. Si digo que se escapó, mentiría. Pero si digo que no se escapó también lo haría. Lo siento, hija, no lo sé con exactitud. Ahora ten atención y cuidado al bajar, yo estaré aquí alerta desde mi lugar. Cualquier cosa extraña, te estaré avisando —terminó diciendo su padre. Elizabeth, preocupada por lo que le había dicho Omar sobre el Sr. Boltanski, y pensativa sobre quién habría sido el que había entrado en su casa, decidió que antes de bajar haría un listado de las cosas que tenía en el sótano. Creía que era mejor así, para verificar bien si verdaderamente le faltaba algo. Con la memoria jugando a su favor, fue rápido y completo el listado que armó con todos los objetos que poseía y en qué lugar estaban. Incluso llegó a hacer un pequeño mapa con la ubicación de ciertos elementos. Una vez terminado todo, guardó ambos papeles en su bolsillo de la camisa que llevaba puesta y comenzó a dirigirse rumbo al sótano. Tocó la tecla del interruptor que tenía a su derecha para encender la luz de la escalera. Para su sorpresa, esta no encendió, por lo que pensó que seguramente el foco de la lámpara se había quemado. Con cautela, y mucha precaución, Elizabeth bajó escalón por escalón iluminándose con la débil luz de la linterna de su celular. Para cuando llegó abajo, abrió el tablero donde estaba la térmica de la luz y la levantó con la esperanza de que esta hiciera funcionar las luces del sótano. Sin embargo, no sucedió. No quería estar allí sola y a oscuras, por lo que intentó hacerla funcionar en dos ocasiones más. Subió y bajó la perilla de manera veloz y llena de rabia. El mal humor e ira ya estaban apoderándose de Lizzie, lo que le hacía fruncir su ceño y sacar sus colmillos fuera; tenía ganas de prender fuego a todo. Intentó calmarse un segundo, respirar hondo y pensar de una manera más racional y no tan explosiva. El enojo no le devolvería la luz y prender fuego a las cosas no era la solución a su problema. Por última vez, tomó el interruptor y lo levantó deseando que funcionara. Cargada de esperanza, de que sus ganas y deseos darían como resultado la luminosidad del ambiente, se decepcionó

enseguida al ver que no funcionó. Al breve instante, comenzó a notarse una pequeña iluminación rojiza que se iba incrementando. Provenía del suelo, justo en el centro del sótano. Al prestar más atención, Elizabeth notó que aquella luz era producto de una pequeña llama que estaba encendida en el piso de madera de aquella habitación. De pronto, ese fuego aislado comenzó a propagarse de manera uniforme hacia ambos costados, contorneando como si fuese una línea bien definida. Cuando todos los extremos se unieron, Lizzie notó que formaba un círculo grande con llamas y que tenía una altura similar a la de sus rodillas. No se animó a avanzar ni un solo paso, temía acercarse al círculo de fuego y que las llamas la envolvieran e incineraran. En medio de la confusión sobre el qué hacer y qué no, por inercia, volvió a levantar el interruptor de la térmica de luz. Por supuesto que el foco no prendió, en cambio, se encendieron dos nuevas llamaradas rojas. Una de ellas salía de la parte derecha del círculo y la otra de su izquierda. Ambas llamas comenzaron a propagarse y realizar un camino en diagonal hacia la parte inferior del círculo, juntándose en uno de los puntos de abajo, formando una gran «V».

***

A partir de ese momento, otras tres llamas de fuego comenzaron a surgir, formando nuevas líneas de camino en direcciones distintas, pero siempre uniéndose en algún lugar en común. La muchacha supo de inmediato que, pronto, todo estaría mal... La imagen final que adoptó el fuego delante de ella se trataba de un círculo con una estrella invertida en medio. Era algún tipo de invocación o conjuro maligno. El pánico se impregnó en su cuerpo. Abrió muy grande sus ojos, se puso pálida y comenzó a bajarle la presión. Su estómago estaba lleno de vértigo y su corazón latía como si se le fuese a salir del pecho... Mientras el fuego se reflejaba en sus ojos, al mismo tiempo, la envolvía en una especie de hipnosis. Contra su fuerza de voluntad, la obligaba a caminar en dirección al centro del círculo. Antes de que pudiera ingresar a la figura de llamas, el Sr. Boltanski apareció desde un costado oscuro del sótano y saltó en la cara de Lizzie. Comenzó a salirle sangre de la frente y del cachete. Las garras de su gato le habían dejado

dos grandes heridas, pero gracias a él pudo salir del momento de hipnosis que le estaba generando el símbolo de fuego. Afortunadamente no llegó a ingresar al círculo del demonio. ¿Qué hubiese pasado si su mascota no la hubiese detenido? ¿Qué le hubiese sucedido si hubiera entrado en ese centro de llamaradas? El Sr. Boltanski volvió a desaparecer, perdiéndose en la negrura del sótano, donde las llamas no llegaban a iluminar. De pronto, todo comenzó a sacudirse lentamente, como si estuviera en medio de un pequeño temblor. Su equilibrio no era bueno, pero no era del todo malo. Algunas cosas cayeron de donde estaban, Elizabeth podía escuchar los objetos caer y romperse. Unos minutos después la sacudida cesó. Sin embargo, no todo había vuelto a la normalidad. La estrella de fuego, que estaba a pocos metros de Lizzie, comenzó a flamear más intensamente que antes, a una altura que casi tocaba el techo de la habitación. Del medio de la estrella, más exactamente en el pequeño pentágono que se formaba en la intersección de todas sus líneas, comenzó a borbotar un líquido anaranjado. De a poco, aquella sustancia medio viscosa comenzó a incrementar su tamaño hasta formar una figura bastante parecida a la de un humano. Elizabeth comenzó a adoptar una posición de defensa y a concentrar todas sus fuerzas por si debía atacar y ponerse a pelear. Como si fuese un helado derritiéndose bajo el sol, la sustancia anaranjada se fue desintegrando y resbalándose de la silueta que estaba en el centro. Para cuando bastante líquido ya no estaba cubriendo a lo que estaba en medio, a Lizzie le pareció reconocer algunos rasgos humanos. Una vez que no quedaba más nada que cubriera al ser dentro de la estrella, pudo vislumbrar que era alguien al que conocía. Con sus ojos tapados con una venda, la ropa rasgada, varios cortes y golpes, sangre goteándole en distintas partes del cuerpo, sus manos y piernas atadas, y su cabeza colgando a un costado, como si estuviese dormido, desmayado o… muerto. Allí, parado frente a ella... era Abel. El Sr. Boltanski también lo reconoció y con gran velocidad se dirigió hacia él. En cuanto atravesó la primera línea del círculo de fuego desapareció por completo... —¡Nooo! —gritó Lizzie. Una gran desesperación se apoderó de ella. Ver a Abel de aquella manera y a su pequeña mascota desaparecer sin sentido le retorcieron el corazón y la hicieron sentirse en un mar de penuria. El mundo se le derrumbó, la oscuridad la

atormentó y la soledad se hizo más carne en ella que nunca. Ahora se sentía desolada, quebrada en mil pedazos... No sabía qué hacer o qué iba a pasar a continuación. En reiteradas oportunidades intentó despertar a su exnovio, gritando su nombre una y otra vez, pero él no reaccionaba y seguía con su cuerpo inerte, flotando en el centro del pentágono. Lizzie tomó todo el aire que le fue posible dentro de sus pulmones e intentó soplar y apagar la llama. Exhaló un halo de frío, el mismo que había logrado congelar una de las cabezas del demonio con el que se enfrentó esa misma tarde en la biblioteca, pero esta vez no hizo ningún efecto. Concentró sus fuerzas y lanzó todos los distintos poderes que había desarrollado en ella, pero ninguno funcionó. Nada apagaba la llama, nada la detenía o convertía en otra cosa que le permitiera atravesar el círculo. Desesperada, se acercó lo más que pudo sin pisar el pentagrama. Rogó a su madre, a Eos, a Helios, a Hiperión y a todos los dioses para que Abel se salvara, que pudiese ser liberado de esa cárcel de fuego infernal. Lamentablemente, lo único que consiguió fue que otra silueta comenzara a formarse desde el costado del muchacho inconsciente. Cobrando cada vez una mejor forma, Azazel apareció. —Mi pequeña traditor, hija mía. Qué alegría enterarme de que has estado practicando y mejorando. Vi la paliza que le diste a Asmodeo hoy —dijo el demonio y, con una gran sonrisa, comenzó a aplaudir. A Elizabeth esa voz, su aspecto, su maldad y su simple existencia le daban repugnancia. Quería destruirlo, quería hacerle lo peor y maldecirlo con todas sus ganas. Pero temía que eso lo enojara y tomara venganza con Abel, quien estaba tan indefenso al lado del demonio que matarlo sería algo fácil. Eso destruiría por completo a la joven. El ángel caído había sido muy listo tomándolo como su anzuelo, su presa. Elizabeth se sentía a merced de él, no podía provocarlo aunque así lo deseara. No podía quitarle la vista de encima a Abel, lo miraba con ojos cargados de dolor, de lástima, de culpa, de impotencia... —¿Conoces a este muchacho, hija? Me parece que sí... Incluso creo que hasta sientes algo por él. Parece un buen humano y quizás... si no tuviera tanta mugre y lastimaduras ensangrentadas por todo su cuerpo, podría decir que es algo

atractivo. Sería una lástima que le pasara algo, ¿no? —preguntó con cara de malicia. —No le hagas daño, por favor... —respondió ella con tono suplicante. La sonrisa en el rostro de Azazel creció aún más. —¿Qué estas dispuesta a dar a cambio, pequeña? Si te prometo no hacerle más daño… ¿qué harías por mí? —le cuestionó él desafiante. Elizabeth, dudando sobre lo que debía responder, apretó sus ojos y cerró los puños para controlar su propia ira. Analizó cada respuesta que podía darle, pero ninguna le agradaría al demonio, ni ninguna le convenía a ella. No quería ser egoísta, pero tampoco quería que Abel sufriera. Demoró unos cuantos minutos antes de responderle a su padre biológico. —Si no le haces daño, prometo terminar de explotar, descubrir y dominar mis poderes para luego unirme a ti. En un principio dijiste que tenía un mes para prepararme y todavía faltan unos días para que se cumpla ese plazo. Te imploro que respetes el trato inicial que teníamos, así podría confiar en tu palabra y después unirme a ti. Si no lo respetaras, eso significaría que por más que te prometa aliarme contigo, no dejarías realmente libre de cualquier peligro a Abel. Eso me haría negarme a estar a tu lado y me daría aún más motivos para enfrentarte y negarme a hacer tu voluntad —respondió Lizzie con decisión y firmeza. —Eres inteligente, hija. No esperaba una respuesta de ese tipo, pero me parece un buen trato. Entonces… te dejaré otras pruebas y recordatorios para que te des cuenta de que no te conviene enfrentarme. También te daré y respetaré los días que faltan para cumplirse el mes y formarte como corresponde. Pero eso sí... Luego vendré a por ti y dejaré a tu chico en paz. ¿Tenemos un trato? —indagó Azazel. —No, no de esa manera. Evidentemente me necesitas y me quieres para algo, así que creo que puedo poner una nueva condición al trato que me ofreces. O quizás hasta varias condiciones... Dame el tiempo que hace falta, dame a Abel en este preciso instante, devuélveme a mi gato Boltanski y quita a mi padre del cuadro. Cuando llegue el día en que se cumpla un mes, esperaré por ti y por mi propia voluntad iré donde me digas. En mi caso, no fallé a mi palabra en ningún momento. Dije que iba a entrenarme y lo estoy haciendo todos los días. Por lo

tanto, a cambio de que acceda a estar a tu lado, pido que me devuelvas todo aquello que amo y me arrebataste, ya que una vez que esté en tu reinado, nunca más podré estar con ellos —propuso Elizabeth. Azazel vaciló. Comenzó a caminar y recorrer por las líneas de la estrella y el círculo pisando el fuego pensativo. Cada tanto frenaba su marcha y la observaba, como también miraba al cuerpo flotante del joven. De pronto, cubierto por una llamarada inmensa de fuego, desapareció. Al breve instante, apareció al lado de la muchacha. La tomó del brazo con sus manos de garra, la apretó y le susurró al oído. —Si me engañas… no solo vendrás conmigo, sino que también, antes de hacerlo, verás morir muy dolorosa y lentamente a cada uno de los que hoy pretendes salvar —respondió, y acto seguido se evaporó. El pentagrama se apagó, el cuerpo de Abel cayó al suelo, provocando un gran estruendo; el Sr. Boltanski apareció de pronto al lado de él. En cuanto Elizabeth salió corriendo para socorrer a su exnovio, varios demonios aparecieron desde un rincón. Cada uno de ellos tenía un aspecto distinto, pero se asemejaban en que poseían el tamaño de un niño de once años y que tenían alas como de murciélago. A Lizzie no le quedó otra opción más que pelear. Luego de haber derrotado al tercero, de un total de nueve, la joven pudo alcanzar hasta donde estaba el cuerpo desvanecido de Abel. El Sr. Boltanski había salido disparado hacia la planta baja, por lo que no tuvo que preocuparse por él. Era verdaderamente increíble cómo Lizzie tenía controlados muchísimos de sus poderes; se movía con velocidad, daba puñetazos y patadas con gran potencia, fuerza y velocidad; convertía a algunos demonios en piedra, a otros en hielo y luego los empujaba hasta que se rompían en mil pedazos al chocarse con el suelo. En un momento, algo que no había hecho nunca, afloró en ella. Sus ojos de color mostaza se iluminaron como si tuvieran un propio foco de luz interno y comenzaron a lanzar rayos eléctricos que fundían y quemaban al demonio en cuanto tocaban su cuerpo. Uno por uno fueron cayendo... Claro que también Elizabeth recibió golpes, mordeduras, cortes y otras lastimaduras por parte de los demonios hacia ella. En un momento dado, uno de los pequeños demoníacos se le acercó y logró morderle la oreja, arrancándole un pedazo de esta y produciéndole el típico ardor del veneno infernal.

Cuando tan solo le quedaban dos demonios, la energía que tenía era baja y casi nula... Sentía que le faltaba el aire y estaba muy débil como para seguir peleando... En el momento en que Elizabeth bajó la guardia, un demonio azul con cuernos de cabra, ojos de gato y cola de león la agarró por la espalda. Ella intentó escaparse, pero no pudo hacerlo ya que la criatura tenía una fuerza mucho mayor a la que a ella le quedaba. —Ahora estás perdida, niña sonsa —le dijo el monstruo al oído, mientras llamaba al otro demonio con su mano deforme para que lo ayudara a atacarla. La criatura que quedaba era muy parecida a la de uno de los sueños: piel color verde musgo, escamosa y con pinches, ojos color rojo y su boca de labios grisáceos. Este ser desagradable, al notar que el otro la tenía apresada, tomó carrera y se dirigió a toda velocidad en dirección a Elizabeth, extendiendo sus manos con dagas como dedos, apuntándole al vientre de la joven. Para cuando el demonio estaba a pocos metros de ella, cerró los ojos con el fin de juntar todas las fuerzas que le quedaban y abrir su boca para dejar escapar el grito de tono agudo para poder aturdirlo o hacerlo estallar. En cambio, la voz ni salió de entre sus labios, solo un leve resoplido. De pronto, el demonio azul que la aprisionaba entre sus brazos la soltó. Cuando abrió sus ojos para ver a qué distancia se encontraba el otro ser despreciable de dedos de dagas, notó que no estaba más frente a ella. Rápidamente giró sobre su eje con la guardia en alto y se quedó atónita al ver a Abel tirado encima de la criatura azul, cortándole el cuello con una de las manos que pertenecía al otro demonio. En cuanto este desapareció hecho polvo en el aire, el joven lanzó las dagas a un costado y también desaparecieron como polvillo. —Lizzie, ¿estás bien? —preguntó Abel jadeante, pálido y muy ensangrentado. Intentó dirigirse hacia donde estaba Elizabeth, pero en cuanto levantó su cuerpo del piso, logró dar un paso tembloroso y cayó desmayado automáticamente. Ella corrió hasta él, lo tomó por uno de sus brazos e intentó levantarlo, pero seguía débil y no pudo siquiera alzarlo medio centímetro del suelo. Quedó sentada junto a Abel, acariciándole el cabello y permitiéndose llorar luego de tanto mal vivido. El descargarse le duró poco... Lizzie se alarmó al escuchar pasos que estaban viniendo desde las escaleras. Arrastró como pudo al muchacho, hasta poder ocultarlo detrás de un escritorio que había allí debajo. Armándose de valor, se puso de pie y comenzó a acumular la poca energía que había recobrado,

formando una pequeña bola de luz azul marina entre medio de sus manos. —Hija… ¡Elizabeth! ¿¡Estás aquí!? ¿¡Estás bien, cariño!? —la voz de Omar resonó por todo el sótano. Por las escaleras estaba bajando su padre. La muchacha largó la bola de energía hacia su costado y corrió a los brazos de Omar. Luego de un fuerte abrazo, cargado de emoción y de la alegría por el reencuentro real, el señor Priamo ayudó a Lizzie a cargar con Abel. Lo subieron hasta el comedor, lo asearon y le curaron la mayor parte de sus heridas. Ambos se quedaron en vela, esperando que el joven reaccionara.

No esperes, ni desesperes, todo llega. Solo sueña, anhela y desea con tu alma entera. Sé paciente y esfuérzate al mismo tiempo. No tengas miedo, los sueños se cumplen, no se los lleva el viento.

Capítulo XII

¿Habitante de este cielo o de este infierno?

Principios de febrero. Año 2011.

Luego de varias peleas y discusiones, Elizabeth seguía intentado convencer a Omar y a Abel de que no tenían que preocuparse por ella y, menos aún, debían entrometerse en lo que estaba atravesando. En el fondo, sabía que les pedía algo imposible e irracional. Y era aún más ilógico luego de que, tanto su padre como su novio, vivieran en carne propia las acciones de esos seres maliciosos que comenzaron a presentarse en el camino de la joven. Omar había sufrido durante meses el estar incrustado en un cuadro, hecho una pequeña mancha de pintura, sin poder salir, sin poder comunicarse con su hija, ni acompañarla por todo lo que estaba atravesando. En cuanto a Abel, él había sido víctima de torturas, golpes y cicatrices por culpa de varios de esos demonios, sin menospreciar que fue apresado por el mismísimo Azazel. El tener que pedirles que no fueran parte de lo que ella vivía, que no se preocuparan, ni intentaran ayudarla era como pedirle a un niño que no se comportara como tal. Pese a que Elizabeth los quería al margen de todo porque quería protegerlos de cualquier inconveniente o ser demoníaco que se pudiera presentar, por otra parte se sentía a gusto de que ambos estuvieran junto a ella. Haber estado tanto tiempo sin Omar y ahora, teniéndolo constantemente a su lado, llenaba su alma de regocijo y alegría. Todos esos meses sin él, pero con él en la casa sin saberlo, le habían arrancado una parte de lo que ella era. Recuperarlo fue recuperar esa parte de sí misma. En cuanto a Abel, luego de que recobrara su consciencia, ambos jóvenes se fundieron en un abrazo eterno y un beso pasional. Morían de deseo, silenciado durante semanas, de sentirse seguros el uno con el otro. Cuando sus corazones se unieron en ese abrazo, y latieron al unísono, un gran alivio los recorrió y les hizo

sentirse a salvo. Fue en ese instante que el amor que sentían mutuamente se convirtió en algo mucho más potente de lo que era antes. El volver a estar juntos era solo cuestión de que alguno lo propusiera. Habían sido sonsos y cobardes, y los cobardes solo logran perder las posibilidades de lo mejor que les puede pasar, de amar y ser amados. Así fue que Abel tomó las riendas de ese falso orgullo, inspiró hondo y dejó aflorar y exteriorizar todo lo que su corazón e interior pedían a gritos. —Amor, no puedo estar más sin ti... En verdad puedo, pero no quiero. Estos días que ni hablamos me parecieron eternos, pero en el mal sentido, porque cuando estoy contigo los momentos se me hacen eternos pero memorables, satisfactorios y trascendentes. Son esos instantes que deseas guardar en tu memoria como si fuesen fotografías, pero a las que esperas no se borren nunca. Puedo asegurarte que, estando a tu lado, soy mi mejor versión. Por favor... ¿Volverías a ser mi novia? —le dijo el muchacho y Elizabeth aceptó sin dudarlo.

Los días que le siguieron a la batalla con las criaturas y al pacto con el demonio mayor fueron bastante arduos y cansinos para la joven. En su trabajo se tomó licencia médica para poder entrenarse cada día más de lo que habituaba. Si bien ya tenía bastante dominados sus dotes, no lograba mantenerlos durante mucho sin que su cuerpo o fuerzas se agotaran. Omar y Abel se turnaban en las prácticas para ayudarla, desde controlar que no se desfalleciera, hasta ser sus conejillos de indias para que intentara dominar o desarrollar nuevos dones. Para el Sr. Boltanski eso era lo más alegre que le había sucedido durante los últimos meses, ya que al principio de todo sufrió bastantes malas experiencias con los poderes que intentaba probar su dueña con él. En cuanto a Elizabeth y Abel, estaban más unidos y enamorados que nunca. Él no la dejaba ni un momento sola, salvo cuando ella se lo pedía explícitamente. Sin embargo, cada dos minutos la llamaba o le mandaba mensajes para saber cómo estaba y si Omar estaba cerca. El miedo de Abel era grande, temía que su novia fuese capturada, asesinada o reclutada por esos demonios del infierno. Una noche decidieron tomársela libre y fueron a un restaurante que quedaba en el barrio de Colegiales. Pasaron una hermosa velada, cenaron de maravilla y rieron como hacía rato que no lo hacían. Despejarse, por al menos un momento,

les había hecho sentirse plenos, como personas normales, sin demonios, vampiros o criaturas extrañas en sus vidas. Cuando salieron del lugar, decidieron dar un paseo. La noche estaba cálida, con el cielo despejado, estrellado y una luna llena brillante, inmensa, que iluminaba toda la ciudad con su resplandor. Bordearon las vías del tren por la calle Crámer en dirección hacia la Avenida Federico Lacroze. A mitad de camino llegaron a un puente, decidieron cruzarlo para ir en dirección a la Avenida Cabildo, ya que allí era más transitado y comercial. El puente era metálico de color anaranjado. Debería de tener unos quince metros de alto y era demasiado angosto. Apenas cabían en él si caminaban tomados de las manos. Lo que tenía de lindo el puente era que se podía ver hacia ambos costados, ya que no había paredes que bloquearan la vista. Elizabeth pensó en cuán distinta era la ciudad de noche, sin tanta gente que estuviera yendo y viniendo, sin los autos con sus bocinas y luces, o sin tantos pájaros volando por doquier. Por la noche, todo era tranquilo y satisfactorio, tanto para pasear como para estar quietos apreciando las maravillas escondidas de cada lugar, aquellas que en verdad están a simple vista pero que uno, en el aturdimiento diario, ni les presta atención. Los árboles apenas se sacudían con el viento y las hojas susurraban al rozarse. En algún que otro caso, se veía pasar a una persona con su mascota o alguna otra pareja caminando. El silencio de la noche era la música más hermosa que había escuchado en semanas. Mientras caminaban sobre la estructura, frenaron un momento para poder hundirse en un beso profundo. Los labios de Elizabeth junto con los de Abel se derretían suavemente como manteca y se unían a la perfección. La dulzura de esos besos era tan inmensa, satisfactoria y adictiva como copo de nieve, que al ponerlo en tu boca, se disuelve automáticamente provocando ese deseo de comer más y más, y de endulzarte hasta más no poder. De pronto, sin una nube en el cielo, una leve llovizna comenzó a caer sobre ellos y a interrumpir la pasión que los estaba envolviendo en ese manto de calor. Separaron sus labios, sonrieron y volvieron a retomar camino hacia el otro extremo del puente, hasta que notaron que había alguien parado en esa punta a la que se dirigían. Parecía ser un hombre, algo mayor, de hecho, tenía cabello blanco y una postura media encorvada, en la distancia se podía notar claramente que tenía una joroba en su espalda. A medida que iban avanzando, el hombre también lo hacía e iban acercándose cada vez más.

—Disculpen, jovencitos, ¿podrían ayudarme, por favor? —les preguntó el anciano a pocos pasos de ambos. Abel, instintivamente, se puso delante de Elizabeth, dejándola cubierta totalmente por su cuerpo. —Dígame, señor, ¿qué necesita? Soy policía y puedo ayudarlo —respondió él mostrando su identificación policial. —¡Qué maravilla! Justo lo que necesito, muchachito. Estoy algo extraviado, voy en dirección hacia una parroquia que se llama San Roque, queda por aquí cerca, pero no estoy seguro en qué calle está. Necesito confesarme urgentemente, pero llevo dando vueltas durante horas. ¿Sabe por dónde puedo encontrarla? —indagó el hombre. Abel titubeó, no tenía ni remota idea de cuál era esa iglesia. Conocía varias por el barrio y cercanas a este, pero no sabía bien cómo se llamaba cada una. Elizabeth, en cambio, sí. En esa misma parroquia había vivido muchos momentos lindos y tenía grandes recuerdos consigo. Allí había conocido y formado grandes amigos, conocido a amores platónicos y otros correspondidos, y había aprendido infinidad de cosas que la ayudaron a formarse como persona. En esa parroquia, desde sus seis años hasta no hacía mucho, había sido scout. Como si se olvidara que estaba ahí con Abel y el anciano, se trasladó en su propio pensamiento y recordó una de las charlas que sus dirigentes daban a los nuevos sobre qué era el escultismo, como se lo llama a ese estilo de vida. —¡Camaratti! —gritó la dirigente scout. —¡Atentti! —respondieron varios niños y niñas al unísono e hicieron silencio. —Hoy vamos a hablar sobre qué es el movimiento scout. ¿Alguno sabe? — preguntó la misma mujer de pelo castaño y mirada dulce. —¡Siempre lista, Puma! —gritó una Elizabeth de unos once años—. El escultismo es un movimiento mundial de niños y jóvenes que a través del juego recreativo adquieren distintos conocimientos, habilidades y técnicas que permiten su autoeducación y valerse por ellos mismos. Pero lo más importante es que es un estilo de vida, donde libremente uno adhieren a una escala de valores basados en la familia, la religión, el respeto hacia los demás, el amor, la

ayuda al prójimo, el trabajo y valía de uno mismo —terminó de responder la pequeña joven de cabellos pelirrojo, de ojos celestes como el cielo, vestida con una camisa color beige y un pañuelo azul y rojo colgado al cuello. Elizabeth salió de su ensimismamiento y recordó que el anciano había preguntado por esa iglesia que había sido parte de su vida por años. Decidió salir de detrás de su novio para ponerse a un costado de él e indicarle al pobre hombre cómo llegar. Sin embargo, antes de que pudiera decirle algo, Abel la interrumpió e intentó apartarla nuevamente detrás de él. —Caballero, no sé si lo ha notado, pero es la una de la mañana... No creo que haya nadie a esta hora en la iglesia para que pueda confesarlo. ¿Por qué no regresa a su casa y espera a que se haga de día para ir? —preguntó el joven al extraño. —Es que no puedo esperar, me urge hacerlo inmediatamente. Creo que estoy a punto de cometer algo muy, pero muy malo... —respondió y comenzó a reír a carcajadas. De pronto, la forma anciana comenzó a cambiar hasta convertirse en una mujer joven, de estatura mediana, cabello y ojos colorados, pálida como la nieve y vestida muy provocativamente. Era la primera mujer de Adán, la Reina de la Noche, la Madre de los Demonios. Era Lilith. —Hola, pequeña vástago, ¿me extrañaste? —preguntó con una sonrisa de costado. Y sin siquiera notar sus movimientos, veloz como un rayo, apareció frente a Abel y lo agarró del cuello. El muchacho quedó con su cuerpo colgando por un costado de la estructura metálica, justo por encima del vacío que había entre el puente y la superficie del suelo. Abel ya estaba poniéndose de color bordó, ya que estaba asfixiándose por la presión que ejercía la mano de la vampiresa alrededor de su garganta. Con la mano libre, Lilith levantó uno de sus dedos y lo movió de lado a lado, indicándole la negativa a Elizabeth para que ni se le ocurriera moverse de donde estaba. Si llegaba a hacerlo, la Reina de la Noche soltaría a Abel y lo dejaría caer hasta estamparse contra el piso y quedar hecho añicos. Lizzie obedeció y se quedó quieta en su lugar, pero no enmudeció su boca. —Lilith, parte del trato con Azazel era que Abel estuviera a salvo, en paz y

tranquilo. Si lo llegas a soltar, no respetaré el pacto que hice con el demonio y te echaré la culpa. No creo que a él le agrade saber que rompiste el trato y que, en consecuencia, su «hijita querida» no se una a su legión —dijo Elizabeth con tono amenazante. La cara de suficiencia de Lilith pasó a convertirse en una muesca de asco y desaprobación. Luego de unos segundos, movió al muchacho hacia dentro de la estructura y lo arrojó sobre el puente. Abel cayó a pocos metros, tosió fuerte e intentó recuperar todo el oxígeno que le había estado faltando. Mientras tanto, la Reina de la Noche imitaba y burlaba exageradamente lo que él hacía: tosía, se agarraba el pecho y daba bocanadas de aire gigante. —Patético… —dijo ella—. Basta de juegos y asqueroso amor. He venido esta noche hasta aquí para hacerte un llamado de atención, pequeña traditor — remató. Sin decir otra palabra, comenzó a silbar una melodía que Elizabeth conocía muy bien por haberla escuchado mil veces. Era la de su cajita de música, el mismo ritmo de la canción para invocar a Eos, la diosa del alba, hermana de su madre Selene. —La conoces, ¿verdad? —preguntó, sonriendo nuevamente—. Te advierto que si te atreves a pedir ayuda a alguien más, las promesas a las que ha accedido el tonto de tu padre se romperán y verás morir antes de tiempo a tus seres amados —advirtió la vampiresa. Lizzie estaba enrojecida por la ira que le había provocado aquel comentario, el ceño ya se le había fruncido y sus colmillos comenzaban a salírseles hacia fuera. —¡Qué hermosos que te quedan esos dientes que te regalé! Me hacen sentir una madre orgullosa —dijo Lilith irónicamente, tomándose de las manos y apoyándoselas en la pera. Luego, desapareció entre la oscuridad, dejando una nube de humo violácea detrás de sí. De la humareda, salieron tres figuras disparadas directamente hacia Elizabeth, dos demonios y un vampiro. Una nueva batalla comenzó. Pero gracias a esta, Lizzie pudo notar los resultados obtenidos luego de tanto entrenamiento. Se encontraba más fuerte y ágil. Sus movimientos eran rápidos y precisos; sus golpes fuertes como los de una leona

atacando; su resistencia era aún mayor que antes, toleraba cada golpiza que le daban, algunos golpes ni le dolían, por el contrario, le hacían pequeños cosquilleos. Se había vuelto tan resistente que más de uno de sus atacantes ponía expresión de dolor luego de golpearla en la superficie dura de su rostro o su cuerpo. Iba tomando delantera en la pelea, cuando de pronto sufrió una mordida por parte de uno de los demonios. Evidentemente, todos los desgraciados atacaban de la misma manera. Rápidamente esa herida le trajo un repentino malestar, mareo y náuseas... Veneno infernal de demonio, aquel que no solo quemaba, sino que también sembraba la maldad al mezclarse con la sangre de la víctima. Lizzie recargó su cuerpo de energía y de luz, intentando alejar a la oscuridad y recobrar un poco la compostura para seguir peleando. Afortunadamente, los entrenamientos daban sus frutos. En menos de un minuto, Elizabeth estaba sin ningún síntoma, sin dolor y se erguía resplandeciente, largando un halo de luz blanquecina alrededor de todo su cuerpo. Tan fuerte era su luz, que uno de los demonios quedó ciego, permitiendo que la joven acabara con él en un santiamén. Abel, ya levantado del piso, estaba enfrentándose al vampiro; le daba puñetazos y revoleaba patadas fuertes, con gran agilidad, aunque no era suficiente como para poder derrotarlo. En medio de la pelea, algo lo distrajo… Notó una gran iluminación que venía del otro extremo, lo que le dificultaba ver con claridad. Esa aurora dilataba tanto sus pupilas que su visión era distorsionada. Cuando pudo enfocar un poco la vista, descubrió que la luz potente provenía del cuerpo de su novia. Cuando la observó de reojo sorprendido, la criatura que tenía enfrente, sedienta de sangre, se abalanzó sobre él y lo derribó. Forcejearon durante un buen rato, Abel intentaba que el vampiro no le mordiera su cuello. En cuanto Elizabeth hizo volar en pedazos al segundo demonio, corrió para socorrer al joven. El muchacho seguía tirado en el suelo con el vástago encima, sosteniéndole ambas manos contra el piso de chapa del puente. Con sus colmillos destellando bajo la luz de la luna, e hincándolos sobre la garganta de Abel, Lizzie apreció a su costado y tomó al colmilludo por la cabeza. Sin una gota de piedad, se la giró rápidamente hacia un costado, hasta que hizo crac, y rompió su cuello. El vampiro se disolvió y desapareció instantáneamente como vapor en el aire. Elizabeth ayudó a Abel a pararse. Mutuamente se limpiaron algunos hilos de sangre que tenían en diferentes partes del cuerpo y se abrazaron sudorosos, sucios y con el cansancio de la pelea. Luego de pensar qué hacer, decidieron

volver a la casa ya que creían que era la mejor opción. En un momento se les había cruzado la loca idea de seguir caminando sin rumbo, pero la desestimaron rápidamente. No iban a exponerse a ninguna pelea más. Una vez refugiados en el hogar de Lizzie, sanaron sus heridas, limpiaron sus cuerpos y cambiaron sus ropas. Omar le prestó a Abel un pantalón y una chomba que le quedaron un tanto holgados. Luego, le contaron lo que había ocurrido, se tomaron unos mates para relajarse un poco y comenzaron a idear todas aquellas precauciones que debían comenzar a tener. Quedaba solo un día para que se cumpliera el plazo de tiempo que le había otorgado Azazel antes de llegar en búsqueda de Elizabeth. La joven estaba decidida en faltar a su palabra, no iba a acceder a irse con él y quedar a su merced. Pero para poder negarse, debía encontrar la manera de vencerlo, él no iba a quedar satisfecho con dicha negativa, ni mucho menos se iba a quedar de brazos cruzados. Lizzie temía que fuera mucho más poderoso y fuerte que ella, o que le lanzara un ejército de demonios, vástagos y otras criaturas. De ser así, la muchacha ya se daba por vencida, no podría enfrentarse a tantos. Ese único día que le quedaba debía explotarlo al máximo, entrenarse más duro que nunca, sin comer, sin dormir, sin darse ni un segundo de descanso, preparándose para el peor de los escenarios que podría presentársele. Elizabeth buscó el diario de Selene, que había dejado oculto tras la pared donde estaba el cuadro, y con ayuda de su padre y novio leyeron y analizaron hoja por hoja, buscando aquello que le fuera de utilidad. Quizás, en el cuaderno de su madre, podría encontrar algún nuevo poder para explorar en su interior y ver si también lo tenía. O tal vez encontraría algún relato de alguna batalla que le podría brindar alguna idea o algún plan para lograr vencer a una cantidad inmensa de criaturas oscuras y al mismísimo Azazel. Estuvieron una hora y media leyendo, hasta que encontraron, en la página setenta y dos, el siguiente texto:

«Octubre de 1897. Es definitivo… la no interacción sentimental o carnal con algún humano afloraron todos mis poderes nuevamente. En agosto habían

comenzado a presentarse de manera incontrolable, pero afortunadamente pude ir dominándolos de a poco. Me había convertido en un peligro para la gente que vivía aquí y, por tal motivo, vine a aislarme todo este tiempo al viejo molino, a mi primer refugio durante mis principios en este pueblo. Ahora, habiendo controlado mis poderes, creo que no soy más un riesgo para la comunidad de Agustina. Puedo volver a insertarme en la sociedad sin causar inconvenientes».

En otra hoja, en la página setenta y nueve, decía:

«31 de octubre, 1897. Hoy ha sido una pesadilla. Mientras estaba acostada en la plaza, observando las estrellas, más de una docena de demonios se me presentaron. Intentaron capturarme, gritaban que querían engendrarme un hijo, que debían hacerlo para vencer a los dioses celestiales y gobernar la Tierra, el infierno y los cielos. Me amenazaron, golpearon e intentaron abusar de mí. Por suerte, gracias al nuevo dominio de mis poderes, pude impedirlo. Luego de un enfrentamiento intenso de corridas, puñetazos y patadas, creé una corriente de viento que se transformó en una especie de barrera, lo que produjo que los demonios salieran disparados hacia todas partes cada vez que se me acercaban. Después, hice algo que nunca había podido… Inexplicablemente, de mi ser salió y se formó un aura de energía que rodeo todo mi cuerpo, que me hizo elevarme del suelo y levitar sobre las criaturas de la noche. Como si supiera lo que debía hacer, concentré todas mis fuerzas e hice incrementar cada vez más aquella iluminación que me emanaba. Logré alcanzar un halo lumínico inigualable, poderoso y cegador. Atrayendo el poder de las nubes, del viento, las estrellas y de mi amada luna, lo lancé como un torbellino, como una gran ráfaga de viento repleta de energía, cargada de relámpagos y furia divina. Fue tal la magnitud del poder, que la docena de demonios murieron y desaparecieron al instante y por completo. Espero que no vuelvan a por mí, que la consecuencia de la batalla les haya dado la advertencia de que no deben meterse conmigo, que se están equivocando al enfrentarme. Seguiré alerta y, si es necesario, invocaré a los dioses celestiales para que se pongan de mi lado, para que me ayuden a luchar contra cualquier demonio que quiera presentarse para hacerme daño. No van a conseguir lo que quieren».

Lizzie encontró dos informaciones muy útiles en los escritos de su madre, dos ideas que podía poner en práctica a la hora de enfrentarse con Azazel, el líder de los demonios, su padre biológico. Sin dudarlo, pidió a Omar y a Abel bajar al sótano y comenzar a buscar dentro de sí aquella poderosa habilidad que había usado Selene para enfrentarse con tantos demonios. Algo de lo que había ocurrido esa noche era parecido a lo que describía su madre, aunque no tan poderoso. —Hija, si lo que describe Selene es tan intenso y grande, el sótano no es el lugar adecuado para practicarlo. Podés hacerte daño, o podés hacernos daño a nosotros. Sin mencionar que la casa puede hacerse pedazos —dijo su padre. Elizabeth se sintió desilusionada. Quería con todas sus ganas intentar replicar lo que su madre había hecho. Debía practicarlo, ver si ella también podía crearlo, llevarlo a cabo. —Tengo una idea —dijo Abel—, podemos ir a practicar a un lugar que está abandonado y que nadie se anima a entrar ahí. Tendríamos que ir de noche, así no nos ven tantas personas —recomendó. Luego de que Abel explicara a qué lugar se refería, Omar y Lizzie lo analizaron. Ante la ausencia de ideas sobre qué otros sitios se podían utilizar, terminaron aceptando, pese a que no estaban completamente convencidos. Luego de haber practicado en el sótano durante intensas horas, por la tarde procuraron dormir y descansar un poco. Se había vuelto muy sencillo para Elizabeth manejar los poderes que ya conocía; cada vez eran más potentes y duraderos. Se convirtió en toda una profesional en el arte de dominar sus habilidades, velocidad y potencia, e incluso ya tenía una resistencia y energía mucho mayor a la que esperaba. El vencerla le iba a ser complicado a Azazel, ya que ella no era más la simple niña que en algún momento fue. Su aspecto había cambiado, su contextura física, su rostro, su maduración. Era toda una mujer poderosa, una digna hija de la Diosa de la Luna. Cayó la noche. Los tres prepararon todo lo necesario para ir rumbo al lugar que Abel había sugerido. Guardaron en sus mochilas diferentes elementos de botiquín, comida, agua, linternas, mantas y un pequeño matafuegos. Tenían que estar preparados para cualquier escenario que pudiera presentarse: alguna herida, incendio, congelamiento, desmayo, bajas energías, entre otros.

En cuanto el reloj marcó las dos de la mañana, comenzaron la odisea. Los nervios por ser descubiertos eran intensos, pero estaban listos para cualquier consecuencia. Incluso llevaron al Sr. Boltanski con ellos, iba a ser su excusa por si alguien interrumpía en el lugar. El plan era decir que su gatito se había escapado, entrado allí y ellos habían ingresado para agarrarlo. Llegaron hasta el hospital cercano a la casa de Elizabeth, al Hospital Dr. E. Tornú, pasaron por la entrada principal actuando como si estuviesen yendo a la guardia médica y tratando de no levantar sospechas con los vigilantes que estaban en la garita de la puerta. Siguieron camino al pabellón de emergencias, pero siguieron de largo una media cuadra más y doblaron a su derecha hasta la altura de un buffet que había allí. Cuando se aseguraron de que estaba cerrado, siguieron de largo hacia la derecha y cruzaron la vereda interna, que daba hasta un pabellón abandonado hacía muchísimos años. El edificio estaba en muy malas condiciones, ventanas rotas, persianas oxidadas, basura a los alrededores y olor a orina de animales por doquier. Eso alteraba al Sr. Boltanski, le erizaba los pelos, temblaba, pero se mantenía firme junto a sus dueños. Una vez que entraron por un hueco del edificio abandonado, encendieron sus linternas y comenzaron a buscar el mejor lugar para poder poner en práctica los poderes de Lizzie. La estructura era más tétrica por dentro que por fuera. Un cartel en la entrada interior citaba: «Pabellón de Maternidad y Pediatría». Por lo que se podía apreciar, el lugar debería estar abandonado hacía más de un siglo; estaba cubierto de elementos abandonados, rotos, anticuados; paredes, escombros y vidrios esparcidos por todas partes; manchas viejas que parecían de sangre o alguna sustancia oscura; camillas rotas, colchones tirados y quemados. El ambiente se sentía frío y daba la sensación de que algo muy malo había sucedido en ese lugar. Cada tanto, el aleteo de una paloma los hacía sobresaltar. Por distintos rincones del recinto se veían ojos luminosos en la oscuridad, y resultaban ser los ojos de gatos que estaban escondidos y que seguramente vivían dentro de ahí. Subieron por una escalera rota y encontraron una gran sala de espera, era ideal para que prepararan el espacio para iniciar la práctica. Comenzaron a mover escombros, objetos y a ahuyentar a los animales que se escondían en ese sitio, desde murciélagos, palomas, gatos y algunas ratas. Despejaron lo más que pudieron, asegurándose que nada de lo que estuviera en ese ambiente fuese disparado por el aire hacia alguno de ellos. Elizabeth comenzó a releer el diario de Selene, hasta que el Sr. Boltanski

comenzó a maullar y hacer el ruido característico de los gatos cuando se enojan. Miraba en dirección a una puerta que estaba a espaldas de Lizzie. —Tranquilo, Sr. Boltanski, los demás gatos no te van a hacer nada, solo están acá vigilando para que no arruinemos su hogar —dijo Elizabeth a su pequeño felino mientras lo acariciaba. Su mascota no se tranquilizó en absoluto y salió disparada en dirección a la puerta oscura. Abel le indicó a la joven que no se preocupara, que él iría a buscarlo y que ella debía concentrarse en lo que estaba haciendo. Le quedaban tan solo unas horas hasta que se hiciera de día, lo que indicaría que había llegado el momento para enfrentarse a Azazel. La muchacha asintió y siguió leyendo el diario, mientras su novio encendía la linterna e iniciaba camino en búsqueda del Sr. Boltanski. —Lizzie, no leas más. Ya sabes lo que tenés que hacer, es momento de practicar, hija —dijo Omar dándole un abrazo a su pequeña. Elizabeth le pidió a su padre que se pusiera en algún costado para refugiarse y empezó a concentrar todas sus fuerzas y dirigir sus pensamientos hacia la imagen que había recreado en su mente. Luego de varios intentos fallidos, logró formar el mismo halo de luz que había logrado recrear la noche anterior en el puente, cuando se enfrentó a los demonios y al vampiro que había lanzado Lilith al desaparecer. Lizzie empezaba a sentir una gran corriente energética dentro de ella, sentía que estaba inmersa dentro de un océano de poder, con olas que rompían e impactaban sobre su cuerpo, empapándola con más energía. Estaba como en una especie de transición, se olvidó de dónde y con quiénes estaba y comenzó a hablarle a los cielos, pidiéndole que le otorgaran el dominio del viento, el fuego, el agua y la tierra. Mientras tenía sus ojos cerrados, fue elevando sus pies del suelo, comenzando a flotar en el aire, rodeada por una luz potente e intensa. Omar la veía desde abajo boquiabierto. No podía creer que su hija, su más precioso tesoro, era quien realmente era: una poderosa semidiosa. Él no quería hacer ni el más mínimo sonido, temía desconcentrarla. De a poco, el penetrante y cegador halo de luz que formaba Lizzie a su alrededor crecía y emanaba un intenso calor, como si fuese una ola invisible de energía, que tironeaba hacia atrás a todo lo que estaba cercano a ella, incluso al cuerpo de su padre. De pronto, todo fue expulsado por la expansión de energía, lo que produjo que Omar tropezara con un pequeño fierro y cayera al suelo,

produciendo un leve ruido. Por fortuna, Elizabeth ni lo escuchó, seguía en el aire, con sus ojos cerrados, sus pelos volándole alborotados y el círculo luminoso rodeando su cuerpo. Se escucharon pasos… Omar se levantó enseguida y agarró el palo metálico con el que se había tropezado, poniéndolo sobre su hombro preparado para poder revolearlo. Las pisadas eran cada vez más fuertes y cercanas, se dirigían hacia ellos. Cuando Abel atravesó la puerta, por la que se había ido en búsqueda del Sr. Boltanski, Omar suspiró relajado, aunque itió que durante un instante sintió cómo la adrenalina y el pánico se apoderaban de él. Había pensado lo peor… Por lo tanto, al ver que quien se asomaba era el novio de su hija, le hizo sentir un alivio inexplicable. Sin embargo, algo estaba mal… Mientras Abel se acercaba más hacia el sitio donde estaban ellos, una fila de gatos negros venía marchando detrás de él. En sus manos tenía algo extraño, algo que Omar no distinguía bien, y en sus ojos había un brillo desconcertante y anormal. Cuando se acercó hacia el hombre, notó que tenía los ojos tan colorados como un rubí. Sobre la frente tenía una marca, una cicatriz que antes no estaba ahí: una estrella invertida. —Abel… quédate quieto, por favor. ¿Qué pasó del otro lado de la sala? — preguntó con miedo Omar, retrocediendo unos pasos. El joven comenzó a sonreír. Luego a reír a carcajadas, hasta que al final, de detrás de toda la fila de gatos, apareció Azazel. —Humano sonso… ¿creían que el señor todo tenebroso y oscuro no iba a enterarse de los planes que estaban armando? Los tengo muy bien vigilados, ¿no es así, Sr. Boltanski? —dijo el demonio, y el pequeño gato saltó hasta sus brazos —. Me da lástima tener que convertir a este hermoso ser en un aliado mío. Pero creo que es la mejor arma que tengo para que tu hija, que en verdad es MI hija, no sea tan hipócrita —continuó Azazel mientras tomaba por el hombro a Abel y miraba hacia Elizabeth flotando en el aire. Omar, sin dudarlo un segundo, incrustó el fierro que tenía en sus manos en el vientre del demonio mayor. Con un quejido de dolor, Azazel lo quitó y automáticamente su herida se cerró. —Veo que tú también eres un hipócrita —dijo furioso el ángel caído, y con un solo golpe hizo que Omar saliera volando hasta chocar con una de las paredes y

quedar desmayado. El estrépito que hizo el cuerpo del padre adoptivo de Elizabeth al golpearse contra el muro y luego el suelo hicieron que la joven abriera sus ojos y cayera del aire, desconcentrándose y desvaneciendo todo aquello que había formado. Una vez con los pies en el piso, Lizzie se incorporó y observó a su alrededor. Vio a su padre desfallecido, a su novio poseído y a Azazel con el Sr. Boltanski en brazos. La desesperación e ira comenzaron a brotarle en el cuerpo. —Querida hija, me temo que tu tiempo ha terminado. Es hora de que te unas a mí —dijo Azazel soltando al pequeño gato y avanzando unos pasos hacia Elizabeth. —¡No! ¡No es hora y no me uniré a ti! Aléjate de Abel y enfréntate conmigo si eres capaz —refutó Lizzie sumamente encolerizada. El demonio comenzó a reír con ese tono de voz malicioso que generaba escalofríos. Luego le dio unas palmadas en la espalda al novio de Elizabeth y este encendió sus ojos rojos como llamaradas de fuego, esbozó una sonrisa y con un sonido gutural, se abalanzó sobre ella con las manos extendidas; en una tenía una daga pequeña y plateada, la misma que había visto en su primera pesadilla con aquel hombre colorado. La daga que Azazel hundió en el pecho de Selene, haciéndola desaparecer y acabando con su vida. Pese a que no quería hacerle daño a Abel, comenzaron a pelear arduamente, ella esquivaba los golpes a gran velocidad y lo golpeaba suavemente para no herirlo, pero sí para alejarlo. En cada oportunidad, donde el aliento le era suficiente, intentaba hablarle, hacerle recordar quién era ella y quién era él. Le suplicaba que debía parar, que debía despertarse y salir de la maldición que le había echado el demonio. Suplicaba que reaccionara, pero Abel ni se mosqueaba, no salía de aquella posesión. Tenía los ojos enfurecidos, el rostro pálido y la estrella brillándole en la frente al rojo vivo. A Elizabeth no le quedó otra alternativa que empezar a pelear verdaderamente. Aunque no quería, aceptó que aquel chico, que estaba frente a ella en ese momento, no era más su novio, no era más un ser humano, sino otro demonio, otro ser malicioso gobernado por Azazel. Con lágrimas cayéndole por sus mejillas, con algunos cortes y heridas, la joven

inhaló lo más profundo que pudo y empezó a utilizar algunos de sus poderes menos potentes contra él. Nada lo detenía, ni lo derribaba. Luego de varios golpes, y haberle lanzado algunos rayos de luz que le quemaban la piel, Lizzie decidió utilizar su velocidad. Comenzó a correr rápidamente en círculo alrededor del joven, tan veloz que creó una fuerza centrífuga, quitándole el oxígeno y mareándolo. Después de varios segundos así, el joven cayó al suelo, asfixiado. Azazel comenzó a aplaudir y a sonreír de costado. —¡Excelente, hija! No pensé que te animarías a matarlo. Me sorprendiste gratamente —dijo el demonio con expresión de alegría. Sin embargo, no se había dado cuenta, al igual que Elizabeth, de que el muchacho seguía respirando sutilmente. —Ahora solo queda decidir qué hacer. ¿Crees estar a mi altura? ¿Crees que puedes enfrentarme y vencerme? Lo que ustedes llaman como «bueno», en verdad apesta, muchacha, siempre sucede algo malo. Por eso, lo malo, es la mejor opción con la que puedes quedarte. ¿Qué quieres, Elizabeth…? ¿Ser habitante de TU cielo o de MI infierno? —preguntó sonriendo. Sin responder nada, Elizabeth lanzó una bola cargada de energía hacia la criatura. Logró golpearle en la cabeza, justo en el costado donde tenía uno de sus cuernos enteros, dejándoselo tan roto como el otro. Azazel, lleno de rabia, abrió su boca y lanzó todo tipo de insectos a través de ella en dirección a Lizzie. Arañas, avispas, cucarachas y moscas volaron y posaron sobre el cuerpo de la joven, comenzando a picarle y a intentar entrar en su interior por los orificios de su cara. Reuniendo todas sus fuerzas y concentrándose intensamente, el halo de luz apareció alrededor de su cuerpo y quitó de encima de ella a todos los bichos desagradables. Comenzó a levitar sobre el suelo, pero antes de que pudiera elevarse totalmente del piso, Azazel apareció a su lado y la tomó de una pierna. La empujó tan fuertemente hacia abajo que Elizabeth golpeó su cabeza contra el suelo, quedando atontada por algunos segundos. El demonio no demoró en tomarla por el cuello y alzarla sobre su altura. Lizzie ya comenzaba a sentir la falta de oxígeno en sus pulmones. Intentó zafarse de las manos de él, pero no

pudo, estaba demasiado débil. El golpe en su cabeza la había dejado mareada, los poderes no le respondían, los recuerdos —como tráileres de películas— se le iban pasando uno por uno por su mente. Creía que ese era el fin de todo. El fin de su vida, la de sus seres amados, el de la humanidad entera. Estaba con tanta falta de energía que ni podía concentrarse para que saliera algo de dentro de su ser. De pronto, Azazel gritó de dolor, la soltó y dio media vuelta sobre su eje, mientras caía de rodillas. Elizabeth vio a Abel con sus ojos verde amarronados nuevamente, parado detrás del ángel caído con la mano cubierta de sangre negra. Le había clavado la daga por la espalda al demonio. Y, para su sorpresa, a diferencia del agujero que le había provocado el fierro que le clavó Omar, la herida de la daga no se le cerraba. Era evidente que esa pequeña cuchilla era especial, una que afectaba a dioses y seres oscuros. —¡¡¡Maldito muchacho!!! —gritó Azazel y, de un soplo, hizo que el joven desapareciera por completo, dejando un rastro de humo donde se encontraba antes parado. Con un grito desgarrador, llena de rencor y dolor, Elizabeth se concentró por reunir todas las fuerzas necesarias y se abalanzó contra aquel ser desagradable y maléfico. Abel había desaparecido… Seguramente habría muerto, estaría en algún otro plano y ella no lo volvería a ver nunca más. La tristeza dominaba todo su ser, la ira le emanaba por los poros y el desconsuelo se convirtió en su nueva armadura. Con gran fuerza y lanzando poderes por doquier, a diestra y siniestra, peleó contra el demonio. Este le devolvía golpes, lanzaba maldiciones y otros poderes que la lastimaban y hacían gritar de dolor, cargándola aún más de enojo. En el momento en que su progenitor estuvo lento, rodó sobre el piso, tomó la daga que había quedado en el suelo e intentó clavársela en el pecho. El demonio la esquivó, se la quitó de las manos, tomó a la joven entre sus brazos y apoyó la punta filosa de la daga sobre su corazón. —Si no te unes a mí, traditor, te mataré en este preciso instante —le advirtió Azazel mientras clavaba un poco más intensamente la pequeña cuchilla en el pecho de Lizzie. —Jamás seré tu aliada, ni seré nada que pretendas que sea. ¡Mátame! ¡Mátame si te atreves! —respondió enfurecida la joven.

Sin decir más nada, la daga se hundió en el corazón de Elizabeth. Mientras oía la risa de Azazel, comenzó a sentir mucho frío, a ver borroso, a sentir la sangre derramándosele por el pecho, luego por su vientre, por último, por su pierna… Hasta que llegó la inconsciencia y quedó tirada en el suelo desangrándose. —Una lástima, hija. Tanto tiempo esperándote para terminar llevándome esta desilusión. Me hubiese gustado no tener que haber llegado a esta instancia. Pensé que ibas a ser más inteligente o distinta. Saliste igualita a tu madre: terca, creída, confiada en que la bondad, el amor y lo bueno son el mejor camino. Mira cómo resultó eso... —dijo el demonio, y desapareció del lugar lleno de ira y dejando un grito resonando por todo el lugar. Lizzie estaba aún en el piso, sufriendo, no podía hablar, ni gritar; no podía moverse, ni mucho menos pestañar, ella ya se sentía muerta. Luego de unos breves segundos más de agonía profunda, entró en una transición confusa. Del dolor inaguantable, pasó a sentir muchísimo alivio. Nada le aquejaba más; el frío se alejó y se presentó la calidez, brindándole tanta paz que sus ojos se cerraron y pudo dormirse. Cuando por fin logró abrir sus ojos nuevamente, sintiéndose plena y recargada de energía y vitalidad, notó que estaba en otro lugar y no en el pabellón abandonado del hospital. Frente a ella, se encontraba Omar vestido de blanco, sonriente y pleno, con dos alas doradas que asomaban por su espalda. Se acercó a su padre, lo abrazó y él acarició su cabello colorado, como hacía siempre. —Hija… cuánto siento todo lo que pasó —lamentó Omar. —Papá… ¿esto es el cielo? ¿Estamos muertos? —preguntó Elizabeth tristemente. —Sí, cariño… lamentablemente, lo estamos —respondió su padre tristemente—. Pero aquí no hay dolores, no hay rencores, ni maldades, no hay enfermedades; no hay tristezas, ni sufrimientos, no existen los demonios, ni ningún otro ser oscuro. Verás que aquí solo reina la paz, la tranquilidad, el goce y la alegría. He conocido a muchos ángeles, he visto a muchos de los que estaban mencionados en tu árbol genealógico, en el diario de tu madre. ¡Son seres increíbles, Beth! Incluso Eos me ha preguntado por ti —le dijo con entusiasmo. —¿Están todos acá, papá? No puede ser, no lo puedo creer... esto es, de alguna manera loca y extraña, algo increíble... ¿Has visto a Abel? —preguntó la joven.

Omar, con cara entristecida, agachó su cabeza y la sacudió de manera negativa. Lo había estado buscando por todas partes, pero no logró encontrarlo en ningún sitio. —Lo siento, amor… no está por acá. Créeme que lo busqué, y le pregunté a todos los seres con los que me fui cruzando si lo conocían o habían visto, pero las respuestas siempre fueron negativas. Sé que quisieras verlo, pero hay alguien más a quien me gustaría enseñarte en este momento. —La tomó de la mano y caminaron por un camino blanco hasta llegar a un lago cristalino, tan transparente que permitía ver hacia la Tierra. A orillas del lago había alguien de espaldas: una mujer. Cuando esta se paró y giró hacia donde estaba Elizabeth, la muchacha pudo ver de quién se trataba. Era Selene. Ambas corrieron a su reencuentro y se fundieron en un abrazo fuerte, eterno y apasionado. Lizzie comenzó a llorar por la mezcla de sensaciones que le generaba ese momento. Luego de tanto tiempo, luego de tanto sufrimiento tras la muerte de su madre, pudo volver a verla, volver a tocarla, sentirla. Omar se acercó a ellas llorando y abrazó a ambas. Los tres volvieron a sonreír y sentir la calidez del amor y de la familia. Durante muchas horas estuvieron conversando. Selene les contó su verdad, desde sus inicios como Diosa de la Luna, el haber sido desterrada por haberse enamorado de un humano y convertida en una semihumana; también les relató sobre cómo había logrado engañar Azazel y por todas las cosas que debió enfrentarse para salvar a su pequeña Lizzie. Les ite que recién cuando conoce a Omar, gozó de una vida plena sintiéndose como en su hogar y sin la necesidad de escaparse para proteger a su niña. Elizabeth quería sacarse la duda de cómo había fallecido, qué había pasado realmente aquella noche en su auto. Su madre le contó que todo había sido una farsa montada por el demonio, para no levantar sospechas en el mundo humano, ni en el plano de los sagrados. Cuando comenzó a relatar cómo había sucedido todo realmente, la joven escuchó aquello que sospechaba. Todo había transcurrido igual a como ella lo había soñado. Azazel la había capturado y transportado a un bosque, lejos de la ciudad. Cuando Selene se negó a entregarle a su pequeña, el demonio sacó una daga especial creada por la mezcla de sangre de Lucifer y de Dios, que sirve para matar hasta a los inmortales. Cuando la

hundió en su corazón, todo se hizo polvo y despertó en los cielos. —Es mi culpa, mamá… perdóname —dijo Elizabeth, sollozando. Selene la acarició y secó sus lágrimas. Le dio un beso en la frente y le susurró al oído. —No es tu culpa, cariño. Estoy orgullosa de ti y quiero seguir estándolo por siempre. Para lo que necesites voy a estar, solo tienes que llamarme, ¿sí? —le preguntó al final. Elizabeth, desconcertada, la observó y luego miró a Omar. Su padre seguí llorando, pero sonreía al mismo tiempo. —Te amamos, hija, no imaginas cuánto. Siempre estaremos para ti. Ahora es momento de que te marches —dijo Omar. —¿Marcharme? ¿A dónde tengo que ir? ¿No puedo quedarme con ustedes? Por favor... mamá, papá... —cuestionó Lizzie, mirándolos a ambos. Selene volvió a abrazarla fuertemente. Le pidió que se cuidara y le indicó que su tarea en la Tierra no había acabado, que debía regresar y que, en otro momento, volverían a estar los tres juntos como familia. —Tienes que enfrentarte nuevamente con el líder de los demonios, hija. Su plan de conquistar el mundo y el cielo sigue siendo su prioridad y no va a parar hasta conseguirlo —le dijo Omar. —Nosotros desde aquí arriba no podemos interferir mucho con lo que pase allí abajo, y menos en lo que sucede en el inframundo. Eres la única persona que tiene las capacidades, habilidades y el poder suficiente para poder impedirlo — indicó su madre. —Es broma, ¿no? Mira cómo terminé, mamá… ¡estoy muerta! ¡No puedo enfrentarme con él y ganarle! —respondió Elizabeth a los gritos —Podrás… —respondió su madre. Omar se acercó a su hija y la abrazó. Le prometió que la cuidaría y que alejaría esas horribles pesadillas que se le aparecían por la noche. En cuanto se alejó de

ella, Selene cerró los ojos y formó un torbellino a su alrededor. Cuando los abrió, reflejando el color celeste como el cielo, lanzó un soplido poderoso que hizo volar a Elizabeth hacia un precipicio. Comenzó a caer por los aires, sentía la liviandad de su cuerpo… Pero mientras iba descendiendo, la presión de la caída, a velocidad de la luz, cortó su oxígeno y respiración. Al breve instante se desmayó. Cuando su alma se estampó contra su cuerpo, tirado sobre el suelo del edificio abandonado del Hospital Tornú, despertó de un sobresalto. Refregó sus ojos con ambas manos, intentando que su visión se adaptara nuevamente a la realidad de la vida terrenal. Todo estaba oscuro y sombrío, nadie más que ella estaba allí. Recordando la herida que la mató, aquella que la daga de Azazel le había producido, levantó su remera para ver qué tan grande era y en qué estado se encontraba. Para su sorpresa, notó que ya no estaba, se había curado y cerrado. En su lugar, tan solo había una cicatriz… con la forma de una media luna y un sol.

CONTINUARÁ...

Índice

Capítulo I. Un encuentro desconcertante 7

Capítulo II. Un portal en sueños 29

Capítulo III. Las pesadillas cobran vida 43

Capítulo IV. La locura y el amor 65

Capítulo V. Un portal en la realidad 93

Capítulo VI. El diario de Selene 119

Capítulo VII. Extrañas sensaciones 139

Capítulo VIII. Decimoctavo cumpleaños 155

Capítulo IX. El alba de Eos 171

Capítulo X. Azazel, el padre de Traditor 187

Capítulo XI. Las primeras batallas 203

Capítulo XII. ¿Habitante de este cielo o de este infierno? 227