El Hombre Que Hablaba De Marlon Brando 2c5v56

John Jairo Junieles

El hombre que hablaba de Marlon Brando

El hombre que hablaba de Marlon Brando

© John Jairo Junieles, 2020

© Editorial Planeta Colombiana S. A.

Calle 73 n.º 7-60, Bogotá

idoc-pub.mejorapp.org.co

Diseño de portada: Diego Diaz Pinilla

Departamento de diseño, Editorial Planeta Colombiana

Primera edición (Colombia): abril de 2020

ISBN 13: 978-958-42-8727-4

ISBN 10: 958-42-8727-3

Impresión: xxxxxxx

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

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“El amor es misterioso, es como los fantasmas: todo el mundo habla de él pero nadie lo ha visto, y por eso enamorarse se parece a ver la verdad que hay dentro de otra persona”.

JAVIER CERCAS

—Estás enamorado. —¿Eso es malo? —Para un monje, presenta ciertos problemas. —¿No predicó Santo Tomás de Aquino el amor por sobre todas las virtudes? —Sí. El amor a Dios, Adso. El amor a Dios. —¿Y el amor a la mujer? —Sobre la mujer, Santo Tomás de Aquino sabía muy poco. Las escrituras son claras.

UMBERTO ECO

El nombre de la rosa

Para Amanda, Irina y Germán: en este mundo. Y para Jesús Junieles y Jorge García Usta: en el otro...

Índice

Nuevo testamento sobre una historia antigua

Berlín (alemania) recordar viene del latín “re—cordis”, que significa: volver a pasar por el corazón

Donde brando bendice a santiago barón antes de que el cronista viera la luz del mundo

En calles más oscuras nos ha cogido la noche

Como si estuviera en el paraíso

Viejo es el sol y todavía alumbra

Ave maría, gratia plena

Me gusta saber que no eres un santo, porque yo de monja no tengo nada

Brando es el único actor capaz de reír con un ojo y llorar con el otro

Los tambores llaman

La que habla dormida

Brando en cueros, como un lagarto bajo el sol

¿Ese nombre le recuerda algo?

El que tiene boca se equivoca y el que sale a caminar tropieza

Donde robert de niro hace fila para verse una película en el teatro cartagena

La procesión va por dentro

Del diario de la que habla dormida

“La nostalgia del paraíso es el paraíso”: dice giuseppe tomassi

Todavía me quedan balas

Si usted estuviera en mi lugar, también le parecería sospechoso

Manchas de sangre en un vestido rojo

El silencio de las sirenas es más peligroso que su canto

El evangelio según brando

El que canta su mal espanta

Viene de lejos y se llama tomassi

Welcome al paraíso

El amor en los tiempos de brando

Ya sabes lo que tienes que hacer

Cuando dios manda hasta el diablo obedece

Del diario de la que habla dormida

Los muertos no hablan y tampoco tienen bolsillos

Las cosas significan lo que uno quiere que signifiquen

La memoria es una cosa curiosa, se dice haroldo banquez

Ese miedo azul bajo la luna

Del diario de la que habla dormida

Entre los cazadores hay un rito

Una entrevista con el pasado

Correr, correr, correr…

Un pie en el otro mundo

¿Por qué no quieres que llegue al fondo de todo?

Donde alguien mira hacia atrás antes de emprender un largo viaje

La bendición y tragedia de mi vida fue parecerme tanto a brando

El corazón de nuestras tinieblas

Un trago por las almas de los amigos muertos

Del diario de la que habla dormida

Berlín (alemania) ¿cómo pudiste pasar la página?

Triste, solitario y final

Espérame en el cielo, corazón

La que habla dormida está cansada y delira

NUEVO TESTAMENTO SOBRE UNA HISTORIA ANTIGUA

En aquel tiempo, todos miraban al cielo con ganas de saber quién llegaría primero a la luna, mientras tanto, acá abajo todos se preguntaban de dónde había llegado la gente de la película. Aquellos eran los días del mes de octubre del año de nuestro Señor de 1968. El fantasma de la revolución paseaba por todas las calles del planeta, y en Cartagena de Indias, las cosas también empezaron a cambiar.

Sobresalía entre todos ellos un actor llamado Marlon Brando, que por su figura parecía nuestro señor Jesucristo en el Domingo de Ramos, pero sin burro, como lo describió una anciana centenaria que lo vio caminando por la Plaza de la Aduana. Y así era: Brando tenía el pelo largo y cola de caballo; el bigote y la barba montaraz lo volvían una estampa ambulante del Sagrado Corazón de Jesús, aquella que todavía se puede ver en algunos cuadros de la región donde aparece con ojos de gorrión, capa escarlata de superhéroe y aureola de fuego perpetuo.

Con ese aspecto, Brando tenía que ser el brujo de una magia mayor o el místico de alguna fe poderosa. No faltaron las beatas que, al descubrirlo deambulando por las calles, primero lo seguían con la mirada y después con los pies –sin dar la espalda–, y luego se hacían la señal de la cruz, besando su rosario. Es que daba la impresión, dijo alguien, de que en cualquier instante se quitaría la camisa y saldría volando, se elevaría a los cielos, como Superman o Remedios, la bella.

Durante seis meses se filmaron escenas en muchos lugares de la ciudad y provincias cercanas. Brando salía huyendo de las grabaciones, asediado por lugareños, extranjeros y periodistas curiosos que habían venido de todas partes a espiarle la vida, molestándolo más que el calor, los mosquitos y los caimanes.

Así que, apenas podía fugarse de los sitios de rodaje, se marchaba a una casa cerca del mar, en las playas que todavía llaman Bocagrande, para descansar de sí mismo, del privilegio y la tortura que significaba ser Brando. Al principio, para matar el aburrimiento, salía por las tardes a oler los jazmines de un jardín cercano, pero cuando hizo amigos, empezó a escaparse para tocar tambores en barriadas de gente que sabía de ese arte mayor para hablar con los dioses y los muertos.

Entre aquellos tamboreros estaba un vaquero negro llamado Evaristo Márquez, nacido en un pueblo africano en medio del monte, San Basilio de Palenque. Cientos de años atrás llegaron ahí para refugiarse los negros esclavos que se escapaban de las casas de los amos blancos, los mismos que decían que los negros no eran gente ni que la yuca se comía. Con el tiempo, esa aldea se convertiría en el primer pueblo libre de América.

Con Brando y el negro Evaristo, también andaba un muchacho que hizo parte de aquella errancia: respondía al nombre de Giuseppe Tomassi. A veces Tomassi se sentía solo, entonces se ponía a tocar con su armónica las canciones sicilianas que su abuelo le había enseñado cuando no estaba contándole cuentos de aquel tiempo de la gran guerra, en la que había combatido como guerrillero partisano contra las falanges de Mussolini y los invasores nazis.

Durante la filmación de la película, se contaban muchas cosas en voz alta, durante las fiestas espontáneas de las esquinas, plazas o terrazas, que causaban risa entre la gente. También se susurraban asuntos extraños, curiosos, entre ellos algo que causó una especial impresión: el descubrimiento, por parte de unos pescadores, del cuerpo sin vida de una muchacha que apareció en sus redes, jalonada por las corrientes marinas y los vaivenes del viento, quién sabe desde dónde.

Aquellos lobos de mar que la descubrieron entre algas, peces, cangrejos y caracoles, quedaron mudos ante lo inefable, mirándose entre sí desde la

incredulidad. Uno de ellos recordó a las sirenas de los viejos cuentos, otro cerró los ojos y empezó a rezar el credo, porque aquello parecía cosa de otro mundo. Luego todos miraron hacia arriba, observaron sobre sus cabezas el frenesí de gaviotas que volaban desesperadas sobre el producto de la pesca, como un cortejo fúnebre que venía acompañando el cuerpo, al parecer desde los confines del mundo conocido, allá donde navegan los barcos fantasmas.

A pesar de que el cuerpo estaba mordido de peces, picado de medusas, y castigado por las inclemencias de la muerte, Evangelina Saumeth, como luego se supo que se llamaba, todavía conservaba en el rostro un aura difícil de explicar, una paz que quisieran tener muchos vivos. Parecía una bella durmiente, bamboleándose en la cama de espumas del mar. Una muñeca rota y abandonada, con una larga cabellera que flotaba, como la aureola negrísima de una santa terrenal.

El funcionario encargado de hacer el levantamiento del cadáver, un estudiante de medicina, novicio en los tratos con la muerte, movido por la inexperiencia o la piedad, se atrevió a escribir en el acta de defunción algo que nunca jamás había sido consignado en ningún memorial de esta naturaleza: “También la muerte puede ser hermosa”. Y luego mandó a trasladar el cuerpo al anfiteatro del hospital Santa Clara, donde hoy queda un hotel muy grande.

Esta es, incrédulos de la tierra, la crónica de aquel tiempo cuando el arco iris todavía era en blanco y negro, las brujas y fantasmas se divertían, asustando borrachos en la calle, y a niños temerosos de levantarse a orinar por la noche. En una Cartagena fundada cientos de años atrás por Pedro de Heredia, un bandido que huyó de España después de asesinar tres cristianos.

Una pequeña ciudad que Marlon Brando, el mejor actor de la historia del cine, describió en su libro de memorias como “ese lugar que no estaba muy lejos del infierno”, pero ya todos sabemos lo que se dice: que al cielo todos lo prefieren por el clima, pero al infierno todos queremos ir por la compañía que

encontraremos.

(Crónica sobre la filmación de la película Quemada en la Cartagena de 1968. Por: Santiago Barón Llorente). Primera de tres entregas. Diario La Crónica, Cuadernillo de Domingo.

BERLÍN (ALEMANIA) RECORDAR VIENE DEL LATÍN “RE —CORDIS”, QUE SIGNIFICA: VOLVER A PASAR POR EL CORAZÓN

“El culpable de todo fue Brando”, me dijo una vez Tomassi, “porque ese gringo loco me hizo jurar una noche, por la memoria de mi abuelo partisano, que los dos regresaríamos a Cartagena antes de morirnos, para celebrar la última parranda de nuestras vidas”.

Muchas cosas han pasado desde que Tomassi me dijo eso, desde aquel año en que lo conocí, cuando regresó a la Cartagena de su juventud feliz, casi medio siglo después de haberse marchado de ella después de la filmación de la película, sintiendo que abandonaba lo mejor de sí mismo. Allá en Italia lo esperaba su abuelo, que merecía toda su atención, porque, a pesar de su buena salud, la muerte es tan puntual como el hambre, y el viejo merecía tener alguien que lo quisiera cuando las cosas se pusieran feas.

Y entonces algo pasó sin que yo lo viera venir. Mira tú cómo todo conspira para que ahora se me atraviese su recuerdo acá en Berlín, de la manera más imprevista, cuando en medio de un coctel en la sede del Instituto Cervantes, me aparté del mundanal ruido y me interné por uno de los pasillos laterales del edificio, en busca de un patio interior, tal vez una ventana, para istrarme una dosis diaria de liberación: el tercero y último de mis cigarrillos diarios.

Había asistido porque, Alicia, una compañera de la universidad donde enseñábamos español, me encontró justo cuando salía del edificio donde trabajábamos, me invitó y también prometió acercarme hasta mi casa en su auto, si la acompañaba al lanzamiento del libro.

En mi caminata dentro del instituto, miré por un cristal una foto en blanco y negro que llamó mi atención. Miope como soy, entrecerré los ojos para detallarla, el reflejo de las luces en el vidrio impedía que la observara bien. Mi reacción, más que de sorpresa, fue de incredulidad, y me costó un largo momento confirmar lo que estaba viendo. Me llevé los dedos a los labios, buscando tocar las palabras que no se me ocurrían, entonces me dije a mí mismo: “¡Hijo de puta, no me lo puedo creer!”, sintiéndome testigo de una especie de aparición que solo yo, nadie más, podía entender en su magnitud.

Ahí estaban otra vez los tres: Marlon Brando, el negro Evaristo Márquez y, detrás de Brando, aquel perfil inconcluso, con rasgos indefinidos, que no representaba nada para nadie, pero que para mí entrañaba un significado especial, el perfil brumoso, casi fantasmal, de Giuseppe Tomassi, el último partisano, mi amigo siciliano que había trabajado como asistente personal de Brando en la película Quemada y que un buen día conocí gracias a otro mago de este mundo, el chamán Alsino Bitar, legendario extra de cine y paciente maestro de ajedrez para niños.

Yo, Santiago Barón, que había venido a Berlín buscando poner tierra de por medio entre ese pasado y cualquier futuro que me aguardara, confirmaba lo que todos presentimos: que el olvido no existe, que los recuerdos juegan a las escondidas con nosotros y, como me acababa de ocurrir a mí, ante esa fotografía, que el pasado salta en los momentos más inesperados, haciéndose presente con la fuerza que la nostalgia le otorga.

A mis espaldas escuché unos pasos, alguien con voz autoritaria me preguntó en alemán qué hacía en ese cuarto. Yo, ausente del mundo, no podía quitar los ojos de la foto, hechizado por el milagro del reencuentro. La voz dijo que la exposición estaba cerrada a esa hora, que por favor lo acompañara afuera, que podía venir mañana, pero que ahora debía abandonar la sala.

A pesar de la epifanía del instante, di un par de pasos hacia atrás. La voz no dijo

más, esperando ver qué hacía. Antes de dar vuelta, levanté el vaso de whisky que llevaba, me incliné, hice una reverencia con el gesto de un brindis, y de un solo trago me tomé todo.

Pasé al lado del guardia y asentí con la cabeza. Él me miraba con curiosidad. No pudo disimular la extrañeza en su cara. Si hubiera sido un psiquiatra, me habría diagnosticado algún tipo de trastorno digno de tratamiento.

Ya muchos se despedían del coctel cuando me uní al grupo donde estaba mi amiga. Me dijo que me había estado buscando por todas partes. Me perdí –le dije–, y aproveché para preguntarle al embajador por el origen de las fotografías expuestas. No estoy seguro –me respondió–, quien sabe es el agregado cultural. Hacen parte de una exposición de fotógrafos latinoamericanos que se clausuró al público esta tarde, estuvo abierta dos meses, una lástima que haya perdido esa oportunidad, había cosas interesantes. Mañana regresan a América.

Imposible no sentir que mi reencuentro con esa foto tenía algo de providencial, como si no hubiera querido irse sin que antes la viera. Era un presentimiento nacido de una nostalgia difícil de entender por alguien que no fuera yo y que no hubiera vivido tantas cosas inolvidables en relación con esa imagen. Hay cosas que se aparecen en la vida para recordarnos quiénes somos.

Esa noche mi amiga me dejó a varias calles de casa; se lo pedí con la excusa de que tenía que comprar algo en un supermercado. En realidad, necesitaba caminar lo que estaba sintiendo, porque, así como estaba incompleta la imagen de Tomassi en la foto, sentía que su recuerdo empezaba a borrarse de mi memoria, como también el recuerdo de mucha gente relacionada con lo que pasó, y con ese olvido me estaba perdiendo también a mí mismo, así que pensé servirme una copa y leer de nuevo mi crónica sobre la película.

Habían pasado tres años desde que conocí a Tomassi en Cartagena. Desde que fui testigo de todos los hechos que se desencadenaron con su llegada y terminaron cambiando su vida, la de muchos, también la mía, porque gracias a esas andanzas se me abrieron los ojos al mundo y la fragilidad de la vida ante las cosas que pueden destruirla.

Me preguntaba qué hubiera sido de mí de no haber conocido a Tomassi: aquel hombre que pasaba hablando de Marlon Brando, que conocí cuando yo me sentía más vacío que los bolsillos de un muerto, en medio de un naufragio amoroso, y mis pasiones solo eran meterme a cine cada vez que podía y escuchar música mirando el cielo raso.

Y casi puedo vernos: Tomassi, Bitar y yo tras el rastro de Brando y la gente de la película, por calles y pueblos, para escribir la crónica que él me había encargado hacer, demasiado confiado en mis incursiones como colaborador ocasional en un diario local, pero sobre todo por la recomendación que hizo Bitar. Al final lo que importaba era que Tomassi pudiera volver satisfecho a Roma, con sus recuerdos salvados.

Aquello que empezó como un pasatiempo se fue enredando en el camino. Descubrimos el misterio sobre la suerte de Evangelina Saumeth: aquella muchacha que con su belleza de otra parte y voz de sirena extraterrestre, volvió locos a los que trabajaron en la película y a la ciudad entera. También el gran Brando se chifló por ella, cayendo rendido a los pies de esa criatura, una estrella de luz intensa y efímera, que hoy pocos recuerdan, pero que cuando hablan de ella, ¡La Luciérnaga!, parecen nombrar algo sobrenatural.

Fue entonces cuando el asunto se volvió espinoso: descubrimos –Tomassi, Bitar y quien esto cuenta–, sin querer y debido a las extrañas circunstancias que fueron presentándose, muchas respuestas a misterios del pasado que no sabíamos siquiera que existían. Buscamos la verdad por nuestra cuenta para no tener que andar por el mundo intranquilos, mirando siempre por encima del hombro, con

miedo de ser seguidos.

DONDE BRANDO BENDICE A SANTIAGO BARÓN ANTES DE QUE EL CRONISTA VIERA LA LUZ DEL MUNDO

La primera vez que supe de la película Quemada fue una mañana de domingo en la que mis padres tomaban café en la terraza que daba hacia el pequeño patio de nuestra casa en el barrio Lo Amador en Cartagena. Tenía dieciocho años y apenas había ingresado a la universidad para estudiar Leyes, porque debía ser el abogado que mi padre nun-ca pudo ser.

Estaba tan flaco que mi viejo repetía que un palo de escoba tenía más sombra que yo. Mis compañeros de cur-so decían que no me ponía la ropa sino que me la colgaba. Y, para rematar, me avergonzaban los barros de mi cara, lo cual me producía una timidez que me acompañaría por mucho tiempo.

Me miraba todos los días en el espejo y me decía: “Marica, Santiago, estás jodido, de verdad pareces un Cristo recién bajado de la cruz”. Eso era lógico, teniendo en cuenta el estilo de vida que llevaba: de mañana asistía a clases en la universidad, de tarde trabajaba como notificador en un juzgado, y de noche me quemaba las pestañas en los libros de leyes para las clases del día siguiente.

Por aquellos días, mis dos hermanos, Alegra y Nando, deambulaban de un lado a otro haciendo sus cosas, cada cual en su mundo. Mientras tanto, esa mañana especial se llevaba a cabo el ritual de siempre: papá y mamá tomaban su legendario café con jengibre rallado y un chorrito de ron para despertar el cuerpo y el alma. Ambos, con la mano voluntariosa de su nostalgia, habían intentado convertir ese pequeño patio en algo parecido a la casa del pueblo que habíamos dejado para buscar mejores vidas en Cartagena.

Había varias mecedoras, una hamaca atravesada y en una esquina el pequeño

taller de modistería de mi madre, su máquina Synger y cajas con enseres de costura, así como una pequeña selva de matas medicinales en sus macetas, yerbabuenas, mentas y ruibarbos, y en especial una planta de Ruda para apartarnos de las malas horas. Todo estaba bajo un techo con sombra suficiente para protegernos del sol y ver llover. Papá y mamá escuchaban la radio, organizaban su domingo y yo miraba un cuadernillo del periódico, mientras el locutor proclamaba desde la radio:

No se dé mala vida, mi querido oyente, no se caliente la cabeza buscando resolverlo todo, cada día trae su afán, viva un día a la vez, deje de ser chismoso. No más enfermedades por la angustia de la vida moderna, mejor tómese una cucharada de Emulsión de Scott, que limpia los pulmones, reconstruye el hígado, le quita hierro al alma, además lo reconcilia con la almohada. Ya sabe que nuestro elixir puede encontrarlo, con los mejores precios del mercado, ¡en la farmacia Beetar!

La voz siguió su sermón, leía el boletín de variedades, temas políticos, informes policiales y servicios sociales, hasta que mencionó que faltaban pocos días para el inicio del Festival de Cine de Cartagena y se puso a leer el listado de películas, el nombre de las estrellas confirmadas para el evento y las salas de cine dispuestas para recibir a gente de todo el mundo.

¿Te acuerdas, Jesús –preguntó mi madre– cuando vivimos en el Edificio Benedetti de la Plaza del Tejadillo? Fue la época en que trabajé como costurera en la película de Marlon Brando. La ciudad se puso patas arriba. Ese gringo volvía locos a todos con sus cosas. Salía en el periódico por sus escándalos, y estuvo en más de una pelea en la calle.

Abandoné el periódico, intrigado. Tenía una vaga idea de la anécdota, porque mi madre había convertido ese recuerdo en un tema recurrente que despertaba curiosidad y lo repetía en reuniones familiares: el cuento del famoso actor que había conocido. Mis padres hablaban mucho de esa época en la que habían

llegado a la ciudad, cuando los dos eran jóvenes y felices, a pesar de las limitaciones y contratiempos que pasaron.

Nunca le había prestado atención a esa historia hasta ese día. Vaya a saber Dios por qué, pero en esa ocasión mi madre se ganó toda mi atención: empecé a interrogarla, que también era una forma de jalarle la lengua a mi padre, para que echaran el cuento completo.

Mi madre contó esa mañana que una tarde, mientras trabajaba como costurera en el Colegio Salesianos, en uno de los salones destinados a los trabajadores de la película, el actor gringo llegó de repente. Había más de cincuenta modistas; todas hacían uniformes para los soldados que aparecerían en las batallas que filmaron.

Brando entró, seguido del negro Evaristo Márquez, que también era actor. Saludaba con la mano, miraba con curiosidad lo que hacían las modistas y, gracias a un traductor, preguntaba cosas: que cómo estaban, que si les gustaba lo que hacían. Entonces Brando llegó adonde mi madre y vio que estaba embarazada, le tocó la enorme barriga y sonrió: “¡Good luck, boy!”, exclamó y ella miró al traductor: “Le desea buena suerte con el embarazo”.

¿Cuántas veces me contaron la historia de ese encuentro? Y ¿cómo iba yo a saber que un día, muchos años después de ese café con mis padres, esa historia de Brando y la película tocaría otra vez a mi puerta, y me correspondería escribir las memorias de esa aventura?

La historia tendría un efecto que todavía me resulta difícil de explicar, mucho más cuando yo era aquel niño en el vientre de mi madre, al cual Brando le había deseado buena suerte.

EN CALLES MÁS OSCURAS NOS HA COGIDO LA NOCHE

Tomassi observó desde la ventanilla del avión la ciudad, que parecía un cangrejo gigante remojándose la patas en el mar. Más que una península adentrándose en el agua, parecía una isla dispersa, como las piedras puestas una después de otra para saltar un charco.

Tomassi, después de más de cuarenta años, regresaba a Cartagena desde su Roma de todos los días. Tal vez podía ocultar ante cualquiera lo que sentía en ese momento, pero no podía negárselo a sí mismo. Entonces sus ojos brillaron de lágrimas y tuvo que enjugarlas con gesto torpe y tembloroso.

Muchas veces se había sorprendido en Roma, sentado en el borde de la cama, pensando: “¡Qué bonito sería estar en el Muelle de los Pegasos cantando con los muchachos! Ver a Evaristo, Alsino, Marlon y los demás serenateros con los que se escapaba de parranda por aquellos barrios; Alsino Bitar con una guitarra, Evaristo y Brando con pequeños tambores que no dejaban de golpear toda la noche y él con unas maracas que aprendió a mover como un loco.

Aunque a su barrio, Trastevere, le sobraban encantos, no tenía con sus calles esa relación que conservaba de otros lugares que recordaba con más fervor: el viejo Palermo de su infancia o la Cartagena de su juventud. Trastevere era un barrio atractivo que se había vuelto costoso y a donde llegó por razones prácticas, cuando su mujer aprovechó una buena oferta -casi un regalo- que una amiga le había hecho para comprar su piso.

Aquel mediodía Cartagena lo recibió con su aliento de dragón. Ahí estaba el calor sofocante y espeso: solo faltaba ver camellos atravesando la calle para sentirse en el Sahara. Todos repetían que ojalá hubiera máquinas con cerveza

gratis en las esquinas, para que la gente no cayera desmayada en las calles. Recordó la leyenda según la cual Marlon Brando, cuando vivía en Cartagena, estaba tan desesperado por el calor, que mandaba traer a diario helado de vainilla por vía aérea desde Nepal.

Cuando el taxista preguntó el destino, el vehículo ya circulaba. Tomassi, con su español de tercera mano que lo delataba, dio las indicaciones del hostal en el centro histórico. Tenía previsto quedarse solo un par de semanas, el tiempo suficiente para descansar, reencontrarse con amigos y descubrir qué tanto había sobrevivido de aquello que su memoria recordaba.

Aunque miró muchas fotos antes del viaje, al salir del aeropuerto no reconoció nada. Cómo podía hacerlo después de tantos años, menos entornando los párpados para que el despiadado resplandor de la avenida ni la polvareda levantada por busetas veloces, autos de todo tipo y miles de motocicletas no lo cegara.

Allí estaba ese mar por donde cientos de años atrás el corsario Francis Drake llegó sigiloso a saquear los tesoros de la ciudad. El fondo de esas aguas era un cementerio marino de barcos y bañistas temerarios y distraídos, que habían perdido la vida en las traicioneras aguas de los arrecifes y espolones. A la izquierda, las murallas y sobre los techos más bajos de las casas y edificios, los campanarios de las iglesias del viejo centro. El vehículo entró por una de las bocas y, mientras miraba las fachadas, la gente andando por las estrechas calles, se le juntó un escalofrío entre el cuerpo y el alma, como si se le hubiera juntado todo: el pasado, el futuro, y todo lo que hay en el medio.

Al día siguiente, tras un sueño breve e intranquilo, producto del viaje de dieciocho horas, Tomassi estaba sentado en el borde de la muralla, después de correr un par de kilómetros frente al mar, una costumbre que había adoptado desde hacía mucho y que siempre trataba de practicar a donde llegaba.

Tal vez a eso le debía la salud de hierro, que había disfrutado durante gran parte de su vida y que solo se había alterado meses atrás, cuando un resfriado mal cuidado lo llevó a una pulmonía que lo comprometió con gravedad y lo mantuvo en la camilla de un hospital por cinco días. Salvo esa recaída, a sus 64 años de vida no podía quejarse del cuerpo que la providencia le había dado.

Tenía pequeños problemas de azúcar, nada que no pudiera controlar con dietas. Pero no podía aplazar más ese viaje y, si había un buen momento para hacerlo, era entonces; es decir, antes de que llegara el día menos pensado.

Tal vez fue esa experiencia, la campanada de estar al borde de la muerte por esa pulmonía, lo que hizo recapacitar a Tomassi sobre las cosas que había logrado. Algunas satisfacciones personales, pero sobre todo lo que todavía estaba pendiente y que necesitaba cumplir si quería irse de este mundo con la conciencia tranquila.

Su esposa siempre fue víctima de no pocos malestares; era de salud frágil, tenía muchas dolencias y enfermedades pasajeras, que minaron sus fuerzas, hasta que un cáncer se desencadenó causándole la muerte dos años atrás.

Necesitaba cambiar de aire, olvidarse de sí mismo, dejar por un tiempo esa rutina que lo venía matando en silencio. Unas breves vacaciones no le sentarían mal, se dijo Tomassi. A esas alturas de su vida ya no podía darse el lujo de tener al miedo como consejero. Y lo ilusionaba la posibilidad de regresar a Cartagena para evitar cualquier burla prematura del destino. Cuántas veces había maldecido a Brando por hacerle incurrir en aquella promesa de volver a la Heroica antes de morirse.

No podía decir cómo se sentía ahora de vuelta en la ciudad: su sueño de pronto se había vuelto tan real bajo ese sol matahombres, que se parecía mucho a las alucinaciones que ven los viajeros en los desiertos.

En Roma, se acordaba de Cartagena una que otra vez, cuando por televisión o internet la nombraban. Por instantes recordaba cosas. Sin embargo, la idea de regresar a ella y pasar una temporada, era solo un anhelo que no pasaba de ahí, algo que solo daba vueltas en la cabeza.

Su vida en Roma, durante años, había sido la de alguien que se gana la vida trabajando en su pequeño negocio familiar, un pequeño restaurante que, con el paso de los años, obtuvo renombre por sus platos típicos del sur; mientras, intentaba llevar una vida tranquila al lado de su esposa, con algunas distracciones y pasatiempos.

A Grazia, su mujer por tantos años, la había conocido en una esquina cualquiera de la vida, en una cafetería romana en donde quedaron sentados en mesas vecinas. Afuera llovía y ninguno llevaba paraguas. Era de belleza sobria, y con un optimismo a toda prueba que compensaba la naturaleza melancólica de Tomassi.

Empezaron a hablar y se olvidaron del mundo. Ninguno se movió cuando dejó de llover una hora después. El encuentro sirvió para que empezaran a salir. Durante varios meses fueron al cine, alguna ópera y paseos por aldeas cercanas; un tiempo compartido que creó la confianza suficiente para que muy pronto dieran el paso de vivir juntos.

Meses después, ella quedó embarazada, pero perdieron el bebé. La fatalidad se agravó por el diagnóstico de no poder concebir más. La experiencia terminó acercándolos. Se casaron y empezaron una vida en la que no faltaron momentos

felices. Sin embargo, al mirar atrás, Tomassi sentía que había vivido una vida que también pudo ser otra. Una vez más las conversaciones con Brando, vivas en su memoria, regresaban en su ayuda.

—Y la vida, Marlon, ¿qué piensas de ella?

Tomassi no recuerda cómo llegaron al tema durante un descanso de la filmación, una tarde en que jugaban ajedrez frente al mar. Brando llevaba puesto el atuendo del personaje que representaba en la película: Sir William Walker. Miró a su alrededor, se quedó mirando el mar, a lo lejos estaba un barco.

—Este mundo es como un bote —respondió Brando—. Cuando estás en un bote, bailas, aunque te pisen, aunque te empujen, aunque tengas que cambiar de pareja, aunque tengas que bailar solo, lo cual te hace bailar con más libertad y, a pesar de todo eso, sigues bailando, aunque sepas que el bote se hundirá algún día: eso es la vida.

A Tomassi le costó recuperarse de la muerte de Grazia. Solo tuvo por consuelo el propio llanto. Con el paso del tiempo, de los meses, aprendió a ver en la oscuridad, intentó distraerse para que sus días no resultaran tediosos y rutinarios, así que poco a poco empezó a buscar pasatiempos.

Dedicaba muchas horas al restaurante, sin que fuera necesario, porque la istración del lugar la llevaban con diligencia sus trabajadores. También sobrellevaba la viudez gracias al cine, salidas a trotar y visitas a pocos amigos. También viajaba, dos o tres veces al año hasta Paler-mo, para visitar a parientes. Volvía a ver desde lejos la casa de su abuelo, ya ocupada por otra gente, y ponía flores en las tumbas de la familia.

Una noche de 2004, Tomassi veía televisión echado en la cama, a punto de quedarse dormido, cuando se enteró de la muerte de Marlon Brando. El presentador hizo la necrológica de rigor y pasaron imágenes de archivo sobre sus películas y escándalos.

Todos hablaban sobre Brando: Al Pacino, visiblemente afectado, confesaba: “Recuerdo que me sentí al lado de Dios cuando actuamos juntos en El Padrino. Estoy choqueado y profundamente triste por la pérdida del más grande genio actor de nuestro tiempo. ¿Qué haremos sin Marlon en este mundo?”. Bertolucci decía con lágrimas en los ojos: “Con su muerte Marlon se ha hecho inmortal. Para los amantes del cine, él fue quizás la única auténtica leyenda que alguna vez existió”.

En otro canal, con la mirada perdida en un recuerdo, Jack Nicholson comentaba: “Marlon fue un artista monumental, un genio increíble, como Miguel Ángel o Picasso. Él fue el inicio y el fin de su propia revolución. Nadie está a la altura de ese molde. Muchos decíamos que el día que Marlon Brando muriera, todos subiríamos un peldaño. En mi generación, siempre fue Marlon Brando y siempre será Brando”.

Por su parte, con una voz apagada, casi sin palabras, dijo también el actor Johnny Depp, quien valoraba mucho su amistad con Brando: “Marlon puso el mundo patas arriba, revolucionó todo, antes de Brando los actores no actuaban, no vivían, y vino él para cambiarlo todo, y nada volvió a ser igual. Brando es el principio y el fin”.

Tomassi se sintió removido por dentro. Apagó el televisor, se quedó silencioso en la oscuridad un buen rato. Se levantó, fue al baño, se echó agua en el rostro, se sentó en la taza y miró largamente la pared. El tiempo se disipó. Volvió a ver al chico tímido de diecinueve años, que se marcha a una ciudad en el otro lado del mundo, a trabajar en una película y a aprender a valerse por sí mismo.

Para él, Brando no había muerto, la estrella de cine, la leyenda inmortal; en realidad se había muerto el hombre que, en Cartagena, junto a Bitar y otros amigos, le abrió los ojos a un mundo distinto al que conocía; donde aprendió las cosas más importantes que debe aprender alguien cuando es joven. A ojos de cualquiera la situación podía parecer ridícula, pero era su verdad y nadie tiene que ir por el mundo explicando sus verdades personales. Había muerto el amigo, testigo y protagonista de un pedazo feliz de la película de su vida.

No era el genio del que hablaban, sino el amigo con el que se escapaba junto a Evaristo y Alsino para bailar y can-tar en los patios de Getsemaní, por las faldas del cerro de La Popa, por los callejones de Torices y las terrazas de Lo Amador. También con quien iba a El Príncipe, aquel bar lleno de luces, para luego terminar viendo el amanecer desde las azoteas de las viejas casonas y edificios en la ciudad vieja.

Marlon, el que le daba golpes en la espalda, cuando en alguna fiesta se pasaba de tragos y tenía que devolver el estómago. Aquel que decía, en su español de pirata: “No problema, man, en calles más negras nos ha cogido la noche, take it easy”, cuando Tomassi se ponía a llorar de un momento a otro, como el mocoso que era, en medio de alguna fiesta, sin saber el motivo.

Movido por la nostalgia, al día siguiente Tomassi fue a una tienda y compró todas las películas de Brando que consiguió. No había visto una en muchos años. Pasó varias semanas frente a la pantalla de su televisor. Mientras más las veía, más extraño le parecía que hubiera tenido el privilegio de conocer a alguien así.

Después de la muerte de Brando, el proyecto romántico de volver a Cartagena, urdido por la nostalgia y el delirio, fue quedando en el olvido, al final de la lista de sueños por cumplir. Todo volvió a la normalidad, pero en 2013 llegó de nuevo la mala hora: supo sobre la muerte de Evaristo Márquez. Entonces la memoria de

todo volvió, junto a la certeza incómoda –otra vez– de que él también se moriría.

Giuseppe Tomassi, a quien todos en el rodaje de la película llamaban Bambino, desde que Brando empezó a llamarlo así, era uno de los últimos sobrevivientes de ese grupo de amigos que se conocieron durante los seis meses que duró la filmación de Quemada, un tiempo que en realidad parecieron cien años, por todo lo que ocurrió y marcó la vida de muchos para bien y para mal.

Hizo su mayor esfuerzo por distraerse, por ocuparse de cosas y asuntos que robaran su atención, pero no pudo. Desde entonces la idea de regresar a Cartagena se hizo cada vez más presente, con la diferencia de que ahora no lo dejaba en paz. Se había convertido en una necesidad más que en un capricho de jubilado.

Había una certeza que lo asaltaba en medio de sus ires y venires cotidianos, “agua que se estanca, se envenena” Y eso era él, un agua inmóvil a quien se le estaba acabando el tiempo, como a sus viejos amigos. Un día cualquiera llegaría su turno. Ya era hora de fluir de alguna manera. La decisión estaba tomada: regresaría a Cartagena, pasaría un par de semanas allá y luego tal vez aprovecharía para visitar otros lugares, La Habana, quizá, o Nueva Orleans, en honor a su pasión por el jazz.

El cambio le sentaría bien. Su vida en Roma era la del típico viudo que ocupa su tiempo en rutinas básicas inventadas para llenar horas vacías. En los últimos tiempos, Stefano Tedeschi, cuarentón y solterón empedernido, profesor de Historia en La Sapienza y vecino de su apartamento en el barrio Trastevere se había convertido en su único amigo para encuentros y distracciones.

Stefano armaba y pintaba pequeños aviones; tenía una colección tan grande que ocupaba una habitación completa de su apartamento. Su otra pasión en los

últimos años eran las ciencias ocultas, espiritismo y artes adivinatorias, también películas clásicas de misterio y terror. Muchas las habían visto juntos.

Se conocían desde hacía muchos años y frecuentaban una tabaquería para tomar café o alguna copa de vino, o para fumarse algún cigarro, mientras leían diarios y hablaban del mundo.

—Stefano, ¿sabes que mi abuelo fue amigo de Garibaldi?

—No me jodas, Tomassi. Estás muy viejo para echar mentiras y yo para andar creyéndotelas. Vete a tomarle el pelo a otro. Tú sabes que para mí Garibaldi es nuestro Alejandro Magno, el héroe que logró unirnos a pesar de nuestra sangre revuelta. ¿Sabes que Garibaldi nació hijo de un pescador de Niza, fue marinero, capitán de la marina del Piamonte? También ejerció oficios curiosos cuando le tocó exiliarse: vendedor de espaguetis en Uruguay, fabricante de velas en Nueva York. ¡Una leyenda! Pero termina de echar tu embuste para ver hasta dónde llegas.

—Una vez Garibaldi llegó a Palermo, camino hacia alguna parte —siguió contando Tomassi—, y la gente organizó un homenaje para celebrar su paso. Un profesor de música escogió a mi abuelo para que tocara una pieza de violín ante Garibaldi, en la cena que le ofrecieron, y así fue. Al final del concierto, Garibaldi se acercó a donde mi abuelo, que no podía tener más de diez años en aquel entonces, y lo felicitó con mucho entusiasmo. También prometió que cada vez que pasara cerca de la región, llegaría a Palermo solo para escucharlo tocar el violín.

Y así fue. Garibaldi pasó dos ocasiones más por Paler-mo, siempre preguntaba por el niño violinista, entonces buscaban a mi abuelo, quien volvía a tocar. Al terminar su interpretación, Garibaldi metía una bolsita en el bolsillo de mi

abuelo y le susurraba algo al oído.

—¿Y qué tenía la bolsita?

—Algo que decidió no revelar a nadie, excepto a su único nieto. Eso me cambiaría la vida.

—Vamos, no me dejes con la intriga, que después no puedo pegar el ojo.

—Cuando regresé a Palermo, después de aquel tiempo en Cartagena, pasó un par de años de relativa calma, hasta que mi abuelo enfermó. A pesar de mis cuidados, recayó y, pocos días antes de morir, me dijo que fuera hasta la sala de la casa y buscara un ladrillo suelto detrás de una foto colgada. En la foto aparecían, junto a mi abuelo, sus compañeros de la brigada partisana con los que combatió a los nazis.

Seguí sus instrucciones, retiré aquel ladrillo y, en el agujero, estaba una bolsa que abrí. Ahí estaban tres grandes diamantes. Gracias a eso pude darle un funeral honroso a mi abuelo y, después de su muerte, instalarme en Roma. Luego compré mi restaurante, Apolonia, que nombré así por aquella novia siciliana de Michael Corleone en El Padrino, ¿recuerdas?

—¡Qué golpe de suerte! —dijo Stefano—. Se lo cuentas a cualquiera y nadie te cree, si yo no te conociera también lo pondría en duda. ¿Y alguna vez supiste por qué Garibaldi le dio eso a tu abuelo?

—Nunca lo supe. Muchas cosas no tienen explicación. Tal vez el violín de mi abuelo lo encantó tanto que lo inspiró a hacerle ese regalo. Otro misterio más en este mundo lleno de misterios, querido. Por suerte, hace mucho aprendí a vivir resignado a no saberlo todo.

Una vez al mes Stefano visitaba a Luciana, una espiritista brasileña, para que leyera su suerte a través del tarot de Mallorca, el humo y la ceniza de tabaco, o de la borra del café, entre otras artes oscuras. Había acompañado a su amigo varias veces a esa ceremonia y veía todo eso como un circo privado.

—No sé cómo puedes tomar las decisiones de tu vida tirando caracoles, fumando un tabaco y cortando mazos de cartas.

—Son bastones para ciegos, Tomassi —respondía él—, el mundo es muy oscuro y todos necesitamos bastones.

En una de las sesiones, mientras tomaban café, la mística invitó una vez más a Tomassi para que se dejara leer el destino. Como siempre, el siciliano no aceptó. No creía en la necesidad de hacerlo, le dijo: “Hay cosas que es mejor no saberlas. Bastante tenemos con los problemas de este mun-do, para echarse encima también los del más allá”.

A ella le parecía una falta de espíritu aventurero. “Oye, Stefano, tu amigo debe ser hasta malo en la cama”, dijo alguna vez, lenguaraz como era. La curiosidad es la que ha parido todo, de lo contrario nadie hubiera hecho nada y viviríamos todavía en las cavernas. Lo que creo es que tienes miedo, Tomassi, pero tengo una curiosidad que nos alcanza para los dos”. Ahora Luciana tenía en las manos la taza de café de Tomassi, quien se puso incómodo; ella empezó a ver con los ojos entrecerrados la borra del café.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó ella.

—Acaso no puedes descubrirlo allí, mujer, empiezo a desconfiar de tus dones — Insinuó una sonrisa que se le borró enseguida y respondió—: En noviembre cumplo sesenta y cuatro años, ¿por qué preguntas?

—Porque tienes más vida por detrás que por delante y no lo digo por la edad.

—Te gustan las adivinanzas. Si no tiene que ver con mi edad, ¿por qué me lo preguntas?

—Yo tampoco sé.

—¿Y entonces?

—Veo una bandada de pájaros: son muchos. Bajo ellos hay alguien: una mujer, era especial, pero el mundo le torció el alma. No fue culpa de ustedes, no estaban listos para estar juntos en esta vida. Tal vez la próxima. Y yo que pensaba descubrir otras cosas para aprovecharme de ti, de for-mas más mundanas.

Tomassi respiró profundo. Luego se echó hacia atrás, bajó la cabeza, y Luciana vio en su quijada que él apretaba los dientes.

—Querido, lo siento, no soy muy delicada cuando hablo —y miró a Stefano con vergüenza.

Stefano observó a Tomassi, se puso en pie y le dio un par de palmadas en la espalda.

—Vamos, hombre, me acordé de algo que tengo que hacer y no puedo aplazarlo para mañana —Luego miró a Luciana—. Ya vendré otro día, mujer, para que hablemos, te llamo antes como siempre.

Ambos bajaron la escalera en silencio. Ya en la calle, Stefano encendió un purito, le ofreció uno a Tomassi, pero este se negó. Caminaron en cualquier dirección, se mantuvieron en silencio y Stefano, que ya conocía a su amigo, también mantuvo la mudez. Solo reaccionó cuando vio el brillo en los ojos de Tomassi. Entonces le puso una mano en el hombro y siguieron caminando.

COMO SI ESTUVIERA EN EL PARAÍSO

— ¿Te duelen los pies?

— Un poco –respondió su hermana.

Fabricio miró hacia arriba, se puso la mano sobre la frente, y no alcanzó a vislumbrar ninguna nube, solo el resplandor del sol, el ojo de ese dios que sentía cocinándolo por dentro, como si sus rayos lo atravesaran.

Ven -dijo- descansemos, pobrecita, es culpa mía por olvidar otra vez la sombrilla. La tomó de la mano, ambos se dirigieron hasta uno de los árboles cercanos, que daban sombra en el parque de San Diego, al frente del antiguo convento de Santa Clara. También el pequeño muro, en el que se sentaron, estaba caliente, pero era mejor refugiarse ahí, y salvarse así fuera por un momento de esa luz blanca de juicio final que parecía calcinarlo todo.

Sacó de su mochila una botella de vidrio y le dio de beber agua, que ella tomó como si su vida dependiera de ello. Fabricio le pasó la mano por la frente, secándole el sudor, y también le quitó algunos mechones de cabello que tenía pegados a la piel, sonrojada, y brillante de sudor, a pesar del pequeño sombrero que llevaba. Y entonces, poco a poco, una sonrisa se abrió camino en el rostro de ella, como si estuviera en el paraíso.

Aunque era dos años mayor que él, y un poco más alta, a ella le gustaba que Fabricio se comportara de esa manera, se sentía querida, como solo él la hacía sentir, y debido a eso no se imaginaba en ningún otro lugar del mundo. Gracias

al encantamiento de su presencia, a ella le parecía que no le hacía falta nada más en la vida para ser feliz. Hasta la muerte, de la que todos hablan con miedo, debe ser bonita, si me llega a su lado, pensó; y le devolvió la botella.

Una vez escuchó de alguien, que cuando dos personas pasan mucho tiempo juntas, terminan completando las frases del otro, sin pensarlo, y dándole la sensación a quien escucha, de que hablas con una sola persona de dos cuerpos, como un solo espíritu de dos bocas. Antes de él, para ella, no había antes. Hasta donde la memoria le alcanzaba, ella recordaba estar juntos, y la gente comentaba que hablaban igual, con el mismo tono. No había mejor sentimiento que ese, sentir que ella se parecía tanto a Fabricio, que los dos eran como un solo ser.

En lo que llevaba el día, ya habían vendido tres biblias y seis rosarios, pero apenas eran las doce, y eso era esperanzador, porque todavía faltaban muchas calles que recorrer y puertas que tocar, ofreciendo la palabra de Dios y salvando a la gente de las tentaciones del Diablo, gracias a los rosarios y estampitas de santos, que también llevaban consigo, a precios accesibles, para cualquiera que necesitara el consuelo de la plegaria o tal vez la gracia de algún milagro.

Sombras de palabras temblaban en los labios de ella cuando lo miraba. No era necesario pronunciarlas, porque cuando llegaban los momentos especiales, entonces las manos y los labios eran quienes hablaban. Sobre todo, en la noche, cuando se escabullían entre las sombras, y entonces se amaban; por eso ella no podía esperar a que llegara la hora de dormir y escuchar a su madre, resoplando el sueño profundo, como una señal feliz de que podían buscarse.

Todo había empezado como un juego, desde muy niños, y a escondidas. Un juego que cada vez más, les gustaba repetir, en ocasiones bañándose juntos, o comiéndose un mango entre los dos, con sus labios y lenguas untados de esa pulpa, que no deseaban que terminara nunca. También las veces en que ella se detenía, sin sentido ya del tiempo, en el miembro endurecido de Fabricio, chupándolo sedosamente, como un gato pasando su lengua por su imagen en el

espejo, con el placer y la sed de quien desea llevar algo hasta lo más profundo de sí mismo, y sentirse como en el paraíso.

Sin embargo, desde hacía algunos meses, desde que Fabricio había empezado a prepararse para su entrada al colegio del seminario sacerdotal, ocurrió una transformación en su relación, que sin volverse distante había cambiado. De acuerdo con una conversación, entre Fabricio y el cura párroco, días después de una confesión, su hermano debía mantenerse limpio de espíritu, puro de cuerpo y corazón, para poder emprender sus estudios, ya que solo un alma limpia podía recibir plenamente el espíritu del Señor, y por eso debía decirle adiós a cualquier asunto carnal que estuviera viviendo.

Había ahora una nueva distancia entre los dos. ¿Volvería algún día a tocarla como antes o él continuaría siendo fiel a esa promesa que prepararía su camino como siervo de Dios? No importa, se decía ella, si algo he aprendido de mí, es que tengo la virtud de la paciencia, y por eso esperaré a que todo cambie, para que todo vuelva a ser como antes, aunque se me vaya la vida entera esperando eso.

Así permanecieron algunos minutos más, sentados en la banca, acechados por el resplandor, seguían sudando a pesar de la sombra del árbol, tomados de la mano, esperando a que apareciera alguna nube, una pequeña e indefensa nube, que no apareció, por eso decidieron continuar el camino, con las bolsas llenas de pequeñas biblias, estampas de vírgenes, santos, y rosarios. Todos bendecidos con el agua bendita del Señor, que como todos saben, protege, salva e infunde vida a todo lo que toca.

VIEJO ES EL SOL Y TODAVÍA ALUMBRA

—¡No me jodas, partisano!, ¡¿están resucitando los muertos?! ¿Cómo me encontraste? —dijo Alsino Bitar.

—No fue fácil, hombre, pero ya ves, el que busca encuentra. Tu número me lo dio un empleado del hotel. Tuve que darle unos billetes; le tocó preguntar bastante, hasta que dio con alguien que tenía tu número de teléfono.

—No me gustan estos aparatos, pero ¿qué hago? Para un guía de turismo no es un buen negocio esconderse. Esto ya no es la aldea que conociste; se creció. Tendría que llevarte al Monasterio de La Popa para que, desde allá arriba, tengas una idea del monstruo de siete cabezas que estás pisando. ¿Hombre, a qué viniste, después de tanto tiempo?

¿Por qué estaba de vuelta? Hubiera querido decirle: porque me voy a morir un día de estos y no quería decir adiós sin ver otra vez todo esto, pero Bitar merecía una respuesta menos melodramática.

—Ya ves, cumpliendo la promesa. Volvería algún día. Algunos no podemos dejar las cosas atrás.

—¿De qué promesa me hablas, hombre?

—Tonterías mías…

Un momento antes, cuando Tomassi vio aquel rostro inconfundible de turco desterrado, con ojos enormes y refulgentes, sintió que había empezado a recuperar algo de su pasado joven y feliz. Empezó a sentir que su regreso a la ciudad cobraba sentido, que realmente había valido la pena.

Bitar seguía como un Quijote trasplantado con su exquisita figura a ese mediodía inclemente. Vestía sencillo, igual que antaño, sin arrugas en su camisa guayabera de cuatro bolsillos y se veía muy cómodo en su pantalón de lino crudo que hacía tolerable el calor.

— Y tú, Alsino, ¿qué me cuentas de tu vida?

—Trabajando como negro para vivir como blanco. Cuando me llamaste no me lo creí. Ha pasado un mundo de tiempo, partisano. Apenas me contaste algunos detalles, enseguida recordé: ¡Brando, Evaristo, la película! Aunque estemos vueltos unos viejos de mierda, me alegra recordar todo eso, aquellas rumbas memorables, los toques y serenatas con los muchachos. Ya sabes lo que dicen: lo peor de ser viejo es acordarse de lo joven que uno fue. ¿Te acuerdas que cuando poníamos serenatas, la gente nos gritaba desde las ventanas: “¡Vayan a dormir, hijos de puta!, ¡a esta hora solo sale la Llorona!, ¡vayan a joder a la que los parió!”, jajaja. Nadie nos quita lo bailado, Tomassi.

—Viejo es el sol, Bitar, y todavía alumbra, decía mi abuelo, y ese sí era el verdadero partisano.

—Me acuerdo que eras un espagueti, así de flaco. Los de la película te mamaban gallo, ¿te acuerdas?, y mírate ahora, pareces salido de una película de Fellini: elegante, como Mastroianni. ¿Qué hiciste durante tantos años? Eras casi un niño

cuando estuviste por aquí, aunque en esa época todo el mundo era joven, hasta yo que nací arrugado. Me sorprende verte. ¿Qué ha sido de tu vida? Ya se murieron Brando, Evaristo y tanta gente, ¿hicieron falta tantos muertos para que regresaras?

—No hice nada de otro mundo. Después de la película regresé a Italia. Tocó seguir andando sin mirar atrás. Seguro recuerdas todavía todo lo que pasó: Brando, Evangelina, tantas cosas. Ya tú sabes lo que dicen, esto de la vida es como montar bicicleta; solo tienes que seguir pedaleando, de lo contrario te caes. Y aquí me ves, recogiendo los pasos.

—Me acuerdo un poco de todo, así es, y por eso es bueno que el tiempo pase. Y como así, ¿recogiendo los pasos? ¿Te pasa algo, acaso te estás muriendo, chico? Si es así, cuéntamelo todo, yo conozco una bruja que cura todos los males, hasta los cuernos.

—No pasa nada, Alsino, solo es un decir. Hace unos meses estuve hospitalizado por un resfriado que no me cuidé. Mi primera enfermedad grave en años y eso, por supuesto, me recordó que era mortal. Me dije: todavía tienes cosas por hacer en la lista de antes de morir y, entre esas estaba regresar acá. Ya te digo, aquí me tienes. Tengo tan buenos recuerdos de todo esto, que me vine de vacaciones, mis primeras vacaciones solo en mucho tiempo.

—Más allá de todo, Tomassi, yo te veo muy bien. ¿Cuántos años tienes?

—Sesenta y cuatro. Nunca imaginé que llegara a verlo.

—¡Pero si pareces de cuarenta, hombre!, y no es ninguna flor, que todavía no me

he vuelto marica.

—A veces sufro de insomnio, Bitar. Correr me ayuda mucho, mientras escucho música; me ayuda a controlar todo eso y, como lo hago dos o tres veces por semana, me mantiene firme. Y tú, hombre, ¿qué has hecho de tu vida?, pareces un artista de la Metro con esa estampa.

—En la lucha, Tomassi, y a mi edad, ¿tú puedes creer? Salgo poco, dicto mis clases de ajedrez. También sirvo de guía turístico cuando aparece la oportunidad. Evitando que la gente se meta donde no debe, porque muchos despalomados vienen creyendo que esta ciudad en realidad es el paraíso y eso no pasa en ninguna parte. También me piden de extra para hacer comerciales, alguna telenovela o película que anden filmando por ahí o campañas publicitarias en las que necesiten alguien como yo. En realidad, vivo de mis clases de ajedrez.

—¿Y cómo ves esta ciudad? Yo noto muchas cosas diferentes. En el 68, cuando se filmó la película, muchas casas estaban abandonadas, llenas de murciélagos y a punto de venirse abajo.

—Tal vez piensas así, porque no las has visto en medio siglo. Como tú, muchos piensan que las cosas han cambiado. Yo creo que se mueve más un ojo de vidrio que este pueblo. Es lo mismo de siempre: los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Los políticos siguen haciendo de la suyas con máscaras nuevas.

—¿Y los turistas?

—Aquí los turistas salen a que los vean, nosotros salimos a verlos y todos

terminamos decepcionados.

Los comentarios de Bitar hacían reír a media humanidad, mientras que la otra mitad se enojaba y Tomassi era consciente de ello. Por eso le dijo:

—¿No te parece un poco radical? Vamos, hombre, que eso pasa en todas partes, tú lo sabes.

—¡Radical!, ja ja ja. Cartagena es buena, pero si el bolsillo suena; todo el mundo sabe eso. Nos echamos mentiras entre todos. Nadie quiere andar amargado por la vida. Estamos tan acostumbrados a comer mierda que cualquier limosna nos parece un manjar, pero qué le vamos a hacer. Hay que distraerse. No se puede andar resentido todo el tiempo, aunque sobren razones. A veces no queda otra cosa que seguir echando cuentos en las esquinas, por eso la gente sigue bailando y tomando ron, como si no hubiera mañana. También puedes meterte a una iglesia, escuchar prédicas y pagar con tu bolsillo la buena vida del pastor. Hay dos tipos de lugares que permanecen llenos en este viejo puerto: los bares y las iglesias. Eso lo dice todo.

El espíritu revoltoso, la lengua afilada y el sentido del humor de Bitar no se habían perdido con los años. A Tomassi le alegraba confirmar eso, porque eran señales de que su amigo mantenía su dignidad a pesar de sus circunstancias personales. No le terminaba de gustar su mirada cínica sobre las cosas, pero ¿quién era él para opinar, si quien andaba por esas calles todos los días era Bitar, y no él, que solo estaba de paso?

Algunas semanas antes del viaje, Tomassi leyó una crónica en un diario en el que hacían un pequeño perfil a Bitar, como estrella de los tertuliaderos y personaje popular de la ciudad. Quien monta el caballo sabe cómo es el animal, solía decir su abuelo, y quizá Bitar tenía mucha razón sobre lo que decía de Cartagena.

—A los dos nos servirá este reencuentro, Bitar: no quiero perderme andando por ahí, quiero ahorrarme tiempo caminando la ciudad, recorrer contigo los lugares en que se filmó la película, tomar algunas fotos, hablar con gente que haya conocido esa época. Quiero recordar y, para eso, quiero que me acompañes. No te preocupes, que te voy a pagar, aunque te niegues.

Alsino se quedó callado, se pasó una mano por el pelo y luego alzó los hombros, resignado a no saber qué decir, pero aceptando la propuesta.

—Por otro lado —continuó Tomassi—, hay algo que me viene dando vueltas en la cabeza y no me parece una idea tan loca. En internet, libros y periódicos, aparecen referencias a Quemada, la película. Recuerdan al Brando de esos días, también hablan de Evaristo Márquez y de Pontecorvo, pero no cuentan la historia de la otra gente, como tú y como yo, tanta gente con la que trabajamos en ella, que por no ser estrellas estamos condenados al olvido.

—Te comprendo— dijo Bitar, siempre hablan de las estrellas y no de los estrellados, hasta yo caigo en la trampa de los fanáticos, por ejemplo: ¿Recuerdas a Roman Polanski, no solo estuvo en Cartagena en 1968, el mismo año que filmaron Quemada, estuvo otra vez, creo que en 1972, en el festival de cine, y no estuvo solo, Rita Hayworth y Jack Nicholson también estuvieron invitados. ¡Yo los vi, a Polanski y Nicholson, en la piscina del Hotel Caribe!, discutiendo unas hojas mecanografiadas, y esos papeles eran —nada más y nada menos— que el guion de Chinatown, ese clásico en el que incluso aparece un edificio que se llama Macondo. ¡Este corral de piedras siempre ha sido un Hollywood tropical!

—Sería bueno pedirle —prosiguió Tomassi—a alguien, a un periodista, tal vez, que haga ese trabajo. Quizá pueda escribir una crónica, alguien que entienda el alma del proyecto y se comprometa a sacarlo adelante. Estoy dispuesto a asumir

los costos, pagarle a esa persona, para que se con-centre en eso mientras yo estoy aquí.

—A mí no me suena absurdo lo que me cuentas, Tomassi. Además, podemos aprovechar los recorridos que quieres hacer, a los lugares donde se filmó, los encuentros con algunos amigos, para que este periodista nos acompañe y empezar desde ya a hacer su trabajo.

—Yo me iré en un par de semanas, Alsino, vine solo por quince días, y cuando regrese a Roma, parte del trabajo ya estará hecho y espero que me ayudes haciendo seguimiento a lo que esa persona haga.

—Tomassi, dicen que la historia la escriben los vencedores. Es hora de cambiar ese libreto. Y creo que ya tenemos, sin pensarlo mucho, a un aliado para este proyecto: a primera memoria se me ocurre el nombre de alguien que tiene la vocación y curiosidad necesaria para ayudarnos. Así que, ¡salud, partisano!, y que la buena ventura nos acompañe. Bienvenido a casa.

—¿Cómo se llama esa persona, el periodista?

— No es periodista, o sí lo es, pero no formalmente. Se gana la vida como abogado. Ha escrito cosas curiosas en algunos diarios de aquí. Se llama Santiago Barón y le gusta tanto el cine que pasa más tiempo viendo películas que comiendo o culeando.

—Yo lo comprendo, es que muchas veces el cine es mejor que la vida misma.

AVE MARÍA, GRATIA PLENA

Al padre Fabricio le gustaba oficiar la misa de espaldas a los fieles, durante algunos momentos del ritual, sobre todo los que consideraba más sagrados. Usaba también algunas oraciones y expresiones en latín, una lengua que, desde sus primeros años de estudiante, siempre le había fascinado, algo que estaba unido a su curiosidad por las cosas antiguas o amenazadas en desaparecer.

Durante los cinco años del seminario, lo habían preparado para celebrar la ceremonia religiosa moderna y dejar a un lado la misa en latín o tridentina. La Iglesia no quería que muchos feligreses se sintieran excluidos por el uso de una lengua desconocida, sin embargo, para Fabricio no existía mejor forma de comunicarse con Dios que una lengua muerta, porque pensaba —y sentía— que un idioma misterioso como ese, entendido por pocos, se parecía mucho al misterio mismo de la naturaleza de Dios.

Aquellas bancas, que normalmente estaban más vacías que llenas, ahora estaban más ocupadas de lo acostumbrado. Desde que el joven sacerdote había asumido la dirección de la iglesia, las monótonas ceremonias dieron paso a momentos especiales, debido al coro que el mismo cura había creado, con ayuda de su hermana, perteneciente también a una orden religiosa, y algunos vecinos generosos que habían donado el vestuario, instrumentos musicales y el salario para una profesora de canto.

Sin embargo, era sobre todo la personalidad del padre Fabricio la que ejercía un encanto especial para que la gente de Getsemaní, entregada al fragor de lo mundano, estuvieran regresando a la iglesia, por lo menos los domingos. Les parecía curiosa esa devoción —muchas veces indiferente a todos- con que el padre Fabricio vivía su fe. Los devotos veían al cura cerrar los ojos y elevar plegarias, con gestos en su rostro parecidos a los de los santos, con una alegría

de vida en el semblante, que muchas veces se confundía con una agonía indescifrable que lo convertía en una especie de mártir vivo, con alguna tortura presente o por venir.

Así era como también Evangelina Saumeth, a sus catorce años, veía al padre Fabricio como un Cristo que, con tal de no renunciar a la gloria del cielo, era capaz de darle la espalda al mundo entero, y también a ella, que, a pesar de su juventud, ya tenía noticias de que con su belleza y encanto podía tener al mundo entero a sus pies. ¿Debía combatir con Dios para construir un paraíso con ese hombre que la fascinaba a ella tanto como a los demás?

Durante la misa, de acuerdo con la rutina, el coro de niños intervenía y cantaba canciones típicas del repertorio sagrado. Atrás, en una de las últimas bancas del templo, Evangelina, al lado de su madre, movía los labios y seguía las canciones, que desde hacía varias semanas se sabía ya de memoria y que cantaba, sobre todo, porque la hacía sentirse menos sola.

Después de aquella misa, todos los asistentes se marcharon, uno tras otro. Minutos después solo quedaron el grupo de niños del coro, en compañía de dos mujeres; una llevaba gafas oscuras, bastón, y daba la impresión de pertenecer a otro planeta, porque se notaba que estaba ciega. El padre Fabricio se acercó al grupo de niños, los felicitó, y luego los abrazó uno por uno, dándoles besos en la cabeza.

La madre de Evangelina, seguida de la niña, se acercó a donde estaba el cura:

—Buenas tardes, padre, aquí le traigo mi niña, Evangelina, ¿se acuerda que le hablé de ella?

Se acordaba, sobre todo, de los sueños que había tenido con ella desde el día en que supo de su existencia, un par de semanas atrás, cuando su madre la llevó una tarde a la iglesia para que la niña le ayudara a cargar un par de cos-tales con sotanas, manteles, y otras prendas del servicio que necesitaban lavarse. Sus ojos, los de Fabricio y Evangelina, se cruzaron, y ambos sonrieron, sin pensamientos, como si se hubieran reconocido de otro tiempo.

No recordaba qué palabras usó entonces para saludarla, pero sí tenía presente el temblor de tierra que le sobrevino, esa alteración de la gravedad en el cuerpo y alma, que continuó sintiendo cada vez que la recordaba o la descubría, en la distancia, cruzando las calles del barrio.

—Por supuesto —respondió Fabricio, regresando al mundo, y procurando retomar el control de sus sentidos—, mi hermana y la profesora me dijeron que hoy, después de tantas prácticas, ya la niña estaba lista para la prueba de ingreso al coro.

La maestra de canto intervino y le preguntó a Evangelina si estaba preparada. Evangelina miró las gafas oscuras, aprobó tímidamente con la cabeza, como si la ciega pudiera ver su gesto, susurró que estaba lista, y después de un breve instante empezó a cantar.

Algunos pasos se arrastraban por los pasillos laterales, sobrevivían en los rincones rumores de plegarias, alguien tosía en alguna parte y un perro ladraba en la calle. Todo eso, también la respiración de los presentes, desapareció cuando la niña empezó a cantar el Ave María de Schubert, en español. Fue como si el mundo, de repente, con cada palabra y silencio de ella, hubiera dejado de existir.

Si hay quienes dicen que la eternidad también puede ser un instante, entonces están en lo correcto, porque ninguno de los presentes, incluido los niños, querían

que sus propias palabras o actos borraran la sensación de lo que habían sentido, y que hubieran deseado que durara para siempre, como la misma eternidad.

Algunos ojos, de los niños, sobre todo, brillaban con más intensidad que los cirios que iluminaban algunos velatorios de la iglesia, como si estuvieran a punto de ponerse a llorar. Después de un primer suspiro, la profesora volvió a poner los pies en la tierra, mientras que a la hermana del padre Fabricio, cruzada de brazos, le parecía que aquella voz le había robado el aire del pecho, y sintió un miedo que no se supo explicar.

Por su parte, entre las muchas sensaciones que hacían un remolino sin fondo en su pecho, el padre Fabricio creyó que era la primera vez que había escuchado realmente esa canción, que a su vez había cantado él, muchas veces durante sus años en el seminario, y mucho antes, también, durante su infancia, cuando acompañaba a su madre a las iglesias y monasterios, para vender santos de yeso y artículos religiosos a los curas, monjas y devotos. Tantos lugares que ya le resultaba difícil recordar.

El padre Fabricio puso su biblia sobre una banca cercana y empezó a aplaudir. Sonreía, como jamás lo había hecho antes, y como nunca más lo volvieron a ver. Los otros también empezaron a aplaudir, y así inició una historia de amores, desencuentros y misterios, que duraría hasta medio siglo después de la muerte de ambos, produciendo en algunos la indiscutible convicción de que hay asuntos humanos, pertenecientes al fragor de lo mundano, que sobreviven a su paso por esta tierra y logran alcanzar un poco de eternidad.

ME GUSTA SABER QUE NO ERES UN SANTO, PORQUE YO DE MONJA NO TENGO NADA

Se detenía de vez en cuando para sentir el olor salino del mar. Aprovechaba para tomarles fotos a las fachadas de las grandes casonas. Algunas tenían cortinas de plantas trepadas a las paredes, con flores sombrero de bruja y balcones con helechos llorando sobre los muros carcomidos, florecidos de astromelias perfumadas, que no lograban ocultar el olor de las aceras orinadas, meados concentrados y bosta de caballos con que Tomassi se tropezaba, y que lo hacían escupir de vez en cuando.

No era la misma ciudad de casi medio siglo atrás. Sin embargo, uno que otro detalle lo devolvía al pasado, a ese tiempo en donde el deterioro de todo era evidente. Un tiempo con casas mal conservadas, muchas de ellas abandonadas y otras en ruinas, a punto de venirse abajo en cualquier momento. Cualquier viento fuerte podía derrumbarlas, venido desde ese mar que aquí se encuentra a la vuelta de cualquier esquina. Al desplomarse o ser tumbadas, se presentaba una rara luminosidad en esas calles apretadas.

Aquella Cartagena de su juventud, en 1968, era una pequeña villa que daba la impresión de haber sido escenario de alguna peste bíblica. Tenía esquinas de pueblo fantasma por cuyas calles pasa corriendo una bola de heno, como en cualquier película de vaqueros. Un cuadro triste, sin duda, pero a pesar de eso, y tal vez por la misma razón, la gente se aferraba a la vida de muchas formas: bailaban en plazas y calles, echando cuentos sin fin en las esquinas. Todos indiferentes al pasado glorioso y muerto de una aristocracia local que semejaba un circo donde sobraban payasos para divertimento y burla de todos. Era un pasado hispánico cuyas moribundas huellas se veían en cada rincón. Desde entonces era un buen lugar para filmar películas. El jueves 14 de noviembre del 68, el diario El Universal informaba:

“Son seiscientos, entre técnicos y actores, y llegarán pronto al país para intervenir en varias otras películas, además de Quemada, por ejemplo en: Los aventureros, Misión en altamar, Orgullosos, malditos y muertos, etc. que se están rodando ya en territorio colombiano. Como se ve, el auge cinematográfico en nuestro país es extraordinario, especialmente aquí en Cartagena”.

Sin embargo, ahora era inevitable la impresión de que mucha gente se hubiera marchado para otra parte, dejando muy solo el centro histórico de la ciudad. ¿En dónde estaba el bullicio, la música en cada ventana, la horda de niños saliendo de las escuelas del centro? Todo eso le avivaba la curiosidad, saber cuánto habían cambiado esas calles que habían sido su escuela de vida, donde había aprendido tantas cosas que le servirían para el resto de sus días.

Se internó en el parque Fernández de Madrid. Allí vio un grupo de hombres que mientras tomaban el café callejero, echaban cuentos y se reían a gritos, celebrando chistes que él no entendía demasiado, porque hablaban muy rápido. Se devolvió hasta la iglesia de Santo Toribio, caminó varias calles, cruzó esquinas y se encontró, sin saber cómo, ante una selva entre viejos caserones, que reconoció enseguida como el parque Bolívar.

Sentado en una banca, Tomassi se entretuvo viendo pasar la gente en la creciente noche del viernes. Algunos tomaban café callejero, otros fumaban mientras celebraban a las mujeres, que pasaban con blusas destapadas y ropa ligera por la bendita gracia del calor; vendedores ambulantes de lotería y cerveza, también los mendigos pidiendo una limosna por el amor de Dios. Todos hablando con todos, no importaba el aspecto, porque después de cruzar pocas palabras, parecían entre todos viejos conocidos.

En una banca vecina, un negro, lustrador de zapatos, fumaba un Pielroja, hasta que un cliente llegó. Al poco rato una mujer se sentó a su lado. Tomassi la miró y hubiera querido seguir observándola, tal vez llegar a conocerla, pero la mujer le devolvió una mirada demasiado fugaz, que duró lo suficiente para dejar en

claro su absoluta indiferencia.

Era una muchacha canela, espigada, de rasgos finos, labios gruesos y ojos oscuros, de paloma joven y triste, pensó para sí mismo, que llevaba un vestido blanco con sandalias marrones, quizá esperando a alguien que haría su aparición en cualquier momento.

Tomassi estornudó una, dos, tres veces, pidió perdón por reflejo en su español de marcado acento, sacó un pañuelo y se sopló la nariz.

La muchacha se volvió a mirarlo, brevemente, y dijo: salud…

Tomassi le dio las gracias, vio el perfil de la muchacha, el matorral de las pestañas y estuvo a un paso de decirle algo más, pero se contuvo.

—Si mañana amanece mal, con dolor en la garganta y ojos llorones, será mejor que empiece a tomar jarabe de totumo, —le dijo el lustrador de zapatos, —sin dejar de cepillar unos mocasines que tenía entre manos. Tómelo, amigo, eso cura la mala suerte y hasta los cuernos, remató.

—¿Sabe de dónde viene la costumbre de decir salud después de que alguien estornuda? —dijo Tomassi, después de guardar su pañuelo—. Los emperadores romanos eran muy hipocondriacos, también supersticiosos. Sacaron una ley que ordenaba que cada vez que un emperador estornudara, todos debían decir salud para espantar los maleficios en el aire. Aquel ciudadano que guardara silencio y no dijera salud, era sospechoso de ser enemigo del emperador y lo mataban en el acto.

El viejo lustrador de zapatos frunció la cara e hizo un gesto indescifrable. Tomassi no supo si lo hacía porque no le había entendido, le causaba extrañeza lo que le había dicho o simplemente no le creía. En ese momento el cliente se puso en pie, comprobó el brillo de los zapatos y le pasó un par de billetes al negro.

—¿Eso es verdad o usted se lo inventó? —dijo la muchacha, un momento después, mirándolo de reojo.

—¿Qué cosa?

—Lo de los emperadores.

—No sé si es verdad, pero no me lo inventé. Mi abuelo me lo dijo hace mucho tiempo. Ahora que me hace caer en cuenta, no sé ni por qué lo recordé, qué cosas tan raras tiene uno en la cabeza, y de pronto salen, así debe ser cuando te vuelves loco, simplemente pasa y no te das cuenta.

—Locura la de los hombres —dijo la muchacha—. Son lo más loco que conozco, además de olvidadizos. Solo se acuerdan de lo que les conviene; yo estoy esperando aquí a un amigo y nada que aparece.

—En algún lugar del mundo —le respondió Tomassi— dejar plantada a una mujer como tú debe ser considerado un delito, seguro se paga también con la muerte.

El lustrador de zapatos soltó una carcajada, también el cliente, y la muchacha también amagó una sonrisa que no pasó desapercibida para Tomassi.

A pesar del calor asfixiante y el sudor pegajoso que sentía en todo el cuerpo, Tomassi se sentía a gusto. Sabía que ni siquiera aquellos que habían vivido toda su vida en Cartagena, se acostumbraban a esas condiciones y, como decía el verso de un poeta de la ciudad, Jorge García Usta, todos sus habitantes habían aprendido desde temprano “a saber insultar el verano”.

Más allá de eso, solo quedaba comentar los sucesos diarios, el cambio de las estaciones, disfrutando y celebrando los escasos vientos en la mayor parte del año, las lluvias bíblicas de algunos meses que terminaban inundándolo todo y mientras tanto intentaban distraerse mediante cualquier forma de lo inevitable.

Un par de minutos después, a pesar de su disgusto, la muchacha daba la impresión de no querer marcharse. Tal vez era un error de observación de su parte, pensó Tomassi, por eso debía salir de las dudas. Entonces, ni corto ni perezoso, le dijo sin mucha fe, que tenía calor y le daban ganas de tomarse una cerveza en alguna parte.

—¿Sabes dónde podemos ir a tomar una? Yo te invito, bajamos esta temperatura y de paso le das una lección a tu novio por dejarte plantada, para que sea más serio la próxima vez.

—Seguro —dijo ella—, me cansé de esperar a ese idiota, él se lo pierde.

Ambos se pusieron en pie y echaron a andar. Tomassi, por un instante, se sintió un poco intimidado por la juventud de la muchacha, pero luego, después de seguir hablando, de sentir el pulso de su personalidad, se liberó de sus propios miedos y se dio permiso para relajarse y pasarla bien. ¡Estás vivo, Stronzo, y de vacaciones!, se dijo a sí mismo.

—Oye, muchacha, ¿y cómo te llamas?, mira que hasta ahora caigo en cuenta de que no sé.

—Karina.

—Hummm, bonito nombre, así bautizaron a un huracán que casi acaba con Estados Unidos, ¿recuerdas?

—Y tú, ¿a qué alias respondes?

—Giuseppe, Giuseppe Tomassi.

—Algún día tendré un perro y lo pondré así, para ver si son tan fieles como dicen.

Se dejó llevar por la muchacha hasta Donde Fidel. Ahí tomaron algunas cervezas, hablaron del ambiente y luego, con un entusiasmo que no reconocía en él desde hacía mucho tiempo, bailaron desde clásicos de salsa hasta sones antillanos de la vieja guardia.

Espero no haberte metido en problemas con tu novio, le dijo Tomassi después de bailar un tema de Héctor Lavoe. Fue entonces cuando ella le contó que no era su novio. En realidad, era un turista canadiense con el que había salido un par de veces y la verdad le importaba poco que no hubiera aparecido, porque la estaba pasando muy bien. Lo dijo con un titubeo que bien podía ser una timidez muy genuina o una estupenda imitación.

—Así me gusta, mujer, le respondió Tomassi, que le pongas buena cara a la vida, por mí quédate tranquila, que como ves yo no nací ayer. A mí todo esto me parece maravilloso, tenía más de cuarenta años de no regresar y me alegra que haya sobrevivido algo de aquel tiempo, la buena música, por ejemplo. Hace apenas una semana que regresé, imagínate, y me alegra tener a alguien con quien celebrar eso.

—Y a mí me gusta saber que no eres un santo, porque yo de monja no tengo ni quiero tener nada, dijo ella.

Y así como las canciones se sucedían, otras cervezas llegaron, también unos tragos de whisky, temblores en el cuerpo, continuos roces y movimientos fortuitos que llevaron a un primer beso fugaz, antes de que viniera uno más largo, y luego hasta la música se les fue olvidando y con ella el tiempo. Así que de pronto ya eran las dos de la mañana.

—Me parece que es muy tarde para que tomes un taxi en la calle —dijo Tomassi — mejor lo pides desde mi hotel al que podemos llegar a pie.

Sin embargo, ella no había dejado de moverse, lo tomó de la mano y le dijo que estaba bien, pero después de la última, justo cuando empezaba una descarga de Mongo Santamaría.

Tomassi se asomó por la ventana del hotel: la calle se perdía en la oscuridad azul de esa hora. En realidad, no era azul, sino un azul casi negro que siempre le había gustado, algo ambiguo, incierto. Allá a lo lejos venía el viento, como un fantasma galopante, y también el rumor del mar.

Sabía que esa ciudad ya era el recuerdo de alguien que no era él, después de estar con la muchacha, también sentía que esta vuelta atrás era una forma de beber en ese pasado de juventud gloriosa, que le ayudaría a tomar el impulso necesario para escapar, así fuera por un tiempo de ese presente inmóvil que vivía en Roma.

Aquella era una vida embalsamada, sin mayores expectativas ni promesas, que lo agobiaba por su rutina y tedio, razón por lo que esa vuelta a Cartagena, en vista de lo que había ocurrido con la muchacha, no había podido empezar mejor y tan llena de promesas, quién sabe, hasta podía convertirse en un cambio en su propia historia, una nueva oportunidad de recuperar el paraíso perdido, así fuera fugazmente. Pero en medio de tanta pensadera, lo único cierto que sabía era que todo lo que le estaba pasando lo hacía sentir mejor consigo mismo.

Se dio vuelta, vio el hermoso animal que dormía profundamente, las piernas desmesuradas, su pelo que le cubría la cara, esa mata de pelo que por alguna razón olía a un tipo de yerba que no reconocía. Un cuerpo entregado a la dimensión del sueño, en un estado de abandono que recordaba algunos muertos bellos en los lienzos de algunos pintores que había visto en algún lado, protegidos del paso del tiempo, indiferentes a los asuntos humanos. Pero ella no estaba muerta. Sentía su respiración, como si escuchara una música que también debió sonar el primer día del paraíso.

BRANDO ES EL ÚNICO ACTOR CAPAZ DE REÍR CON UN OJO Y LLORAR CON EL OTRO

¿Por qué no lo llamaste, Santiago, por qué no lo llamaste? No eran buenos tiempos para mí cuando conocí a Tomassi: mi padre había muerto meses antes por una falla en el corazón, que como muchas veces ocurre, llegó el día menos pensado y entonces uno se queda perplejo mirando lejos, volviendo a recordar lo que siempre se nos olvida, que nadie es inmortal y todos somos prescindibles.

¿Por qué no lo llamaste, Santiago, por qué no lo llamaste, si era tu padre? Me repetía una y mil veces todas las noches. Al dolor de su pérdida, se sumaba una circunstancia dolorosa. Algunos días antes de su fallecimiento, los dos discutimos por asuntos de dinero, debido al desorden con que él manejaba sus finanzas personales. ¿En qué momento nos habíamos vuelto perro y gato? Él se había marchado de casa muchos años atrás, a veces llamaba a preguntar por nosotros, otras ocasiones nos visitaba o nos encontrábamos en el centro. Luego se iba de nuevo para seguir su vida en otra parte, en una ciudad cercana. Hasta que una noche mi hermana me llamó para avisarme de su muerte.

Así la herida de no haberme reconciliado con él se volvió más profunda en la medida que pasó el tiempo y tomé conciencia de su ausencia irremediable. Así se aprende que las posibilidades de ser injustos e idiotas en nuestra vida, se multiplican cuando tienen que ver con los seres que uno ama, gracias a las limitaciones y debilidades de ellos, también por nuestra propia mezquindad. ¿Por qué no lo llamaste, Santiago, por qué no lo llamaste? Hay preguntas que pesan como lozas y entonces solo queda practicar el arte de buscar pensar en otra cosa y abstraerte para que los segundos no pasen tan lentamente.

Para entonces, Alina, con quien había salido durante seis meses, sin muchas expectativas de que durara, por la diferencia de edad —veinticinco tenía ella, yo

estaba en la cuarentena— se había marchado aburrida de la rutina, según sus palabras.

Nos habíamos conocido en Los últimos mohicanos, un viejo sitio para bailar salsa en el centro. Yo bailaba solo frente a la barra y de vez en cuando hablaba con el barman. Ella llegó con una amiga y, a falta de sillas, terminó bailando sola a mi lado, hasta que una canción nos juntó.

Siguió una noche de placer que se multiplicó y el resto hace parte de la historia de paseos, salidas a cine, centros comerciales y tardes de playa que todos viven de muchas formas. Luego vinieron los días que uno tras otro son la vida. Fueron surgiendo los desencuentros, horas vacías, algunas reconciliaciones apasionadas, pero al final, una vez más me había mentido, porque en realidad nadie está preparado para decir adiós.

Entonces fue como un choque de autos, inesperado, un freno sentimental, ¡boom!, extrajeron el oxígeno del mundo, los demonios de la soledad y del arrepentimiento llegaron a buscarme, volvía a ser un adolescente errático de 46 años, que otra vez se preguntaba ¿en qué momento empieza la madurez y termina la autocompasión? ¿Algún día llega o es solo un mito? ¡Por Dios, Santiago, no seas tonto!, ¡no puedes seguir siendo un sentimental drama queen toda la vida!

El amor no es como en Hollywood, pero no podemos dejar de ver películas, imitar acciones, diálogos, actitudes, posturas, tratar de convertir nuestras relaciones en historias de amor memorables. Nos gusta ver películas, no solo para distraernos, olvidarnos de nosotros mismos, sino porque también nos hacen creer que la magia es posible.

Un par de semanas después de nuestra última conversación telefónica, en la que

rechazó que nos encontráramos, descubrí en la calle y sin quererlo que Alina andaba con un surfista gringo, un dios bronceado de sonrisa luminosa, melena dorada mecida por el viento, a quien había conocido en uno de los bares para turistas de la Avenida del Arsenal.

Otra muchacha deslumbrada por los ojos celestes, el acento extranjero, los pasaportes verdes o azules, y el sueño de largarse de una puta vez de esta ciudad que no pro-mete muchas cosas. Al poco tiempo quedó embarazada. Lo último que supe en los pasillos judiciales es que había demandado por alimentos al surfista y, a partir de allí, decidí perder el rumbo de la historia.

Lo que me pasó con Alina era una vez más la confirmación de mi imposibilidad de relacionarme con alguien, sin terminar poniendo el corazón de por medio, corriendo todos los riesgos que implica hacer algo tan peligroso. Algo que, según algunos conocidos, resultaba muy ridículo a mi edad, en tiempos en que muchos ya estaban embarcados en su segundo matrimonio, y muchos salían con alguien un fin de semana, pero después si te vi no me acuerdo. Yo era un caso realmente patético.

Durante esos días en los que todavía me la pasaba pensando en Alina, andaba cabizbajo, más flaco que de costumbre, sentía que la tristeza me acuchillaba el cuerpo. Sabía que echar de menos a alguien todo el tiempo es una pésima forma de seguir adelante. Andaba ojeroso, cansado y sin ilusiones. Por esos días visité a mi madre, quien después de un rato quiso saber qué me pasaba. Le dije que nada y terminé de comer. Ella se levantó, me miró fijamente y, con una cuchara blandiendo en la mano, preguntó:

—¿Y ahora qué le pasa?, ¡no ande así aburrido por la vida!

—Ando un poco deprimido, mamá, ya se me pasará…

—¿Deprimido? El que por su gusto es triste que se vaya a quejar en el infierno. ¡Ja!, nunca he tenido tiempo en mi vida para saber qué significa eso, siempre ando trabajando, ¡gobiérnese! —y me dio su espalda, la misma que había cargado a la familia toda la vida, sin quejarse nunca de nada. Mi madre tenía la teoría de que hay dos clases de personas, las que les crecen plumas y las que le salen escamas, unos alcanzan a volar, otros —los de las escamas— se la pasan arrastrándose envidiosos de los que pueden volar. ¿Cuál de los dos era Santiago Barón?

Por otro lado, no me estaba yendo bien en la oficina de abogados, en la que estaba de socio con el Gordo Luis, un amigo de la universidad. Había meses que solo producíamos para pagar el arriendo de un local en un viejo edificio del centro.

Andaba con esa cosa comiéndome por dentro, el recuerdo de Alina, sin calentar silla en la oficina durante varias semanas, vagando de aquí para allá, viviendo con el evangelio en la boca de que cada día trae su afán, cuando un día recibí una llamada de Alsino Bitar, pidiendo que nos viéramos, porque tenía una propuesta que hacerme y estaba seguro de que me llamaría la atención.

Ya no recordaba cuándo nos habíamos conocido. Me venía encontrando con él desde hacía años, en cualquier esquina del centro histórico, sobre todo en la entrada y salida de los teatros, durante los festivales de cine o en las salas de cine del centro, aquellas que desaparecieron ante la indiferencia de todo el mundo y ya son parte del olvido. Coincidíamos en cualquier lugar y nos quedábamos hablando de todo, porque con Bitar nunca se agotaban los temas.

Se había vuelto un ritual: cada vez que nos veíamos hacíamos inventario de películas. Creo que ambos jugábamos a que la vida real era mentira, solo aquello que pasaba en la sala oscura valía la pena ser comentado. Hablábamos de los

casos policiales sonados en la ciudad, porque nos gustaban los relatos policiales de Chandler, Patricia Highsmith y Padura. Caíamos en el chismorreo sobre la vida local o echábamos chistes.

A mí me daba algo de orgullo que la gente que pasaba nos viera juntos. Muchos llegaban a saludarlo y hasta se integraban por algunos minutos a la conversación, después se marchaban riéndose de las ocurrencias de Alsino, agradecidos por habérselo encontrado en el camino.

Alto y delgado como era, con su bigote fino que terminaba en garfios, más una pequeña barba que se jalaba continuamente, Bitar parecía una reencarnación del Quijote, pero sin más armadura que una eterna camisa guayabera blanca o azul cielo, con cuatro bolsillos, en uno de los cuales llevaba una peinilla que sacaba de vez en cuando para peinarse el pelo canoso pegado al cráneo por gracia de la vaselina. Además de profesor de ajedrez y extra de cine, cuando la oportunidad surgía, se rebuscaba de mil formas para ganarse la vida como mucha gente en una ciudad más pensada para consentir turistas, siempre de paso, que para la gente que vive aquí.

Pero esta no es la historia de Bitar, sino la de Giuseppe Tomassi. Atravesaba yo la sombra del árbol de caucho que sobrevive a pocos pasos de la vieja Torre del Reloj, cuando sentí que alguien me llamaba, y era Bitar. Nos abrazamos. A su lado estaba un hombre que, por su cara sonrosada y ropa de veraneo, parecía extranjero, y ante quien Bitar me presentó como un abogado que a veces escribía artículos y críticas de cine en La Crónica, uno de los periódicos locales.

—No crea todo lo que dice Bitar —le dije al hombre que me extendió la mano —. Siempre inventa cosas para que uno parezca mejor de lo que es, por eso siempre es mejor tenerlo de nuestro lado.

Y entonces Bitar dijo algo que repetiría en muchos encuentros con otras personas, durante las próximas semanas en que los acompañé, que yo tenía el gusto de tener al frente a Giuseppe Tomassi, el mejor amigo de Marlon Brando en Cartagena, cuando se filmó la película Quemada, donde también Bitar había trabajado como extra.

—Tampoco creas lo que dice Bitar en mi caso —dijo Tomassi—. Siempre anda diciendo mentiras que son mejores que la verdad, por eso lo necesitamos tanto, para tener más prestigio del que merecemos.

—Al parecer, los años le han dado a Giuseppe toda la timidez que no tenía en su juventud —dijo Bitar, con evidente ironía—. Quiero decirte, Santiago, que estás ante una verdadera celebridad. Esa película jamás se hubiera filmado si este siciliano siete suelas y el negro Evaristo Márquez no se hubieran encargado de alegrarle la vida a Marlon Brando en esta ciudad, y a veces hasta ponerle la camisa de fuerza a ese gringo loco para que se controlara y recobrara el juicio.

Tomassi bajó la cabeza, movió los pies, como si apartara una piedra del camino. Tenía el pelo entrecano, peinado con esmero, y me recordó a Marcelo Mastroianni en una película olvidada en la que camina las ruinas de una villa en la posguerra.

—Los días de la filmación de Quemada fueron tiempos duros —dijo—, pero también afortunados. Brando no la tenía fácil, los periodistas lo perseguían por donde fuera que se metiera. Ya se había ganado un Óscar y era considerado uno de los mejores actores del mundo. ¿Te acuerdas, Alsino, lo que llegó a decir Pontecorvo, el director de la película? Que Brando era el único actor en el mundo capaz de reír con un ojo y llorar con el otro.

Así que terminamos en una cafetería, donde continuaron los cuentos de Bitar,

hasta que al rato Tomassi me preguntó a qué me dedicaba por esos días. Le conté que andaba como gato patas arriba, hablé de mis oficios de supervivencia como abogado, así como el pasatiempo de escribir cosas para periódicos, que por desgracia tenía que hacer gratis, porque los periódicos locales no pagaban las colaboraciones de los periodistas espontáneos.

Bitar me puso la mano en el hombro, miró a Tomassi y dijo, señalándome con el dedo:

—Te recomiendo que leas la crónica que Santiago hizo sobre Evaristo. Te vamos a pasar una copia antes de que regreses a Roma. Cuenta cosas muy curiosas que no había escuchado en otra parte.

—No hay necesidad, yo la conozco —respondió Tomassi—, la leí por internet después de la muerte de Evaristo. Me puse a leer notas de su vida, sobre el vaquero y sembrador de maíz que se volvió estrella de cine; por eso tu nombre me resultaba familiar, Santiago Barón Llorente. Tengo impresa esa nota en mi casa, muy sentida, como si lo hubieras conocido de toda la vida. Ojalá cuando uno se muera también lo recuerden de esa manera. Y, por otra parte, Bitar, ¿tú qué piensas?, ¿Barón?, ¿apellido o título nobiliario?

—Las dos cosas, me parece a mí, al mismo tiempo y simultáneamente — respondió Bitar.

—¿Y a qué Casa Real perteneces, Santiago Barón? — dijo Tomassi.

—A la del glorioso barrio de Getsemaní, allá donde a los niños les cortan el ombligo con una bala y aprenden a bailar antes que a caminar.

Y así fue como Tomassi me propuso que escribiera una crónica sobre Quemada, con el ánimo de que fuera publicada después.

—Vamos, hombre —me dijo—, no pierdes nada y ganas mucho. Yo te pagaré lo justo, por supuesto. Una suma razonable para que te dediques por completo a eso durante las semanas en las que yo esté aquí. Nos acompañarás en algunas visitas, escribirás sobre lo que escuches y, cuando me marche, te metes a los archivos de los periódicos, donde recuerdo que salían muchas cosas, y así la vas escribiendo.

Se me estaba apareciendo la Virgen, pero tenía que mantener la calma, para que no descubrieran que mi nombre hacía parte de la miserable estadística del desempleo. Le pregunté por qué estaba interesado en hacerlo. Sinceramente lo hice más para aparentar profesionalismo que para saber a quién tenía en frente. Me dijo que sabía que llegaría un día en que nadie se acordaría de la película, solo de Bran-do y de nadie más, pero que sería muy bonito que en algún lado quedara escrita esa experiencia que vivimos todos, gente como yo, a quien esos pocos meses nos cambiaron la vida. Alguien tiene que hacerlo para no terminar todos en el cuarto de San Alejo, a donde nadie se asoma. Piensa en tu crónica como en una vacuna contra la peste del olvido.

Yo me le quedé mirando, luego a Bitar. Ya estaba cansado de llegar a casa por las noches, ver televisión hasta tarde, arrancar mecánicamente los días en el calendario de los cigarrillos Pielroja y salir a la oficina de abogados a intentar que el mundo siguiera dando vueltas. Ya era evidente que debía hacer algo más con mi tiempo. No había necesidad de consultarlo con la almohada, solo tenía que meter las manos en mis bolsillos vacíos y aceptar de inmediato.

—Me alegra que se hayan puesto de acuerdo —dijo Bitar—. Muchos recordamos cosas bonitas de aquella época. Aunque los extranjeros que llegaron con la película no la pasaron tan bien, ¿recuerdas, Tomassi? Se querían salir del

cuerpo con los cuarenta grados de temperatura y la terquedad de los mosquitos, que se los querían comer vivos. Yo creo que por eso tomaban tanto ron, para protegerse, como un repelente para ahuyentarlos o por lo menos para olvidarse de ellos. A pesar de todo, varios italianos se quedaron a vivir aquí después de la película. El que se quedó para siempre fue Salvo Basile, que hizo una vida aquí y tiene varios nietos.

Ahí estaba Marlon Brando, apareciendo de nuevo en mi vida, muchos años después de haber puesto sus manos sobre el vientre de mi madre, y de alguna manera abriendo las puertas para salvarme de mi rutina y generarme una oportunidad de trabajo.

Así fue que asumí este compromiso. La empresa de contar la historia de la filmación de Quemada se puso en marcha, el paso fulgurante de Brando por la ciudad y por supuesto rescatar la memoria de la gente que trabajó en esa película que lo cambió todo. Antes de que el mundo se olvidara de ellos y esa época gloriosa de la historia del cine se perdiera para siempre. Tomassi me hizo un adelanto de dinero, suficiente para que saliera corriendo hasta mi casa, entregarle a mi madre una parte del pago y pensar en organizarme para las siguientes semanas.

Además de ganar el dinero que bastante me hacía falta, me dije, podía ocuparme a manera de oficio en algo que llamara mi atención. No era una rutina muy excitante, pero suponía un cambio. Con eso en mente, hice una lista de cosas por hacer para poder escribir la crónica, es decir, acompañar a Bitar y Tomassi en las visitas y encuentros que se darían con sus viejos compañeros de la filmación, viajar a Palenque para rastrear las huellas de Evaristo Márquez, en el recuerdo de la gente de su pueblo, meterme a revisar periódicos viejos de la época para viajar en el tiempo, ver cómo cubrían el día a día de la filmación de la película y cómo era la ciudad de aquel tiempo, y así salir de dudas y corregir los entuertos de la memoria. También, por supuesto, tomar nota de las conversaciones entre Tomassi y Bitar, pues me daba cuenta de que cuando hablaban entre ellos, frente a mí, repetían algunas cosas, pero surgían detalles desconocidos.

Sin embargo, para entonces yo no era muy consciente, ni había motivos para pensarlo, que actos inocentes como desempolvar la memoria de la gente hacen que salgan a la superficie cosas ocultas, inesperadas y peligrosas, que has-ta ponen la vida en juego, porque hay gente para quien el olvido es su mejor aliado. Muy pronto recibiríamos señales de que este era uno de esos casos.

Al día siguiente, me puse a organizar las cosas, de tal manera que pudiera descargarme de obligaciones durante las dos semanas siguientes, tiempo suficiente durante el cual Tomassi estaría en Cartagena. Ante eso, debía aprovechar para conversar con él, apelar a su memoria y la de Bitar, acompañarlos a las visitas que tenían previstas. Luego, cuando el italiano regresara de nuevo a Roma, volcarme a los periódicos viejos y ver qué tanto se había comentado en esas páginas durante los meses que duró la filmación de la película.

No sabía que una corriente misteriosa de hechos, que venía desde medio siglo atrás, traería consigo consecuencias perturbadoras para todos nosotros. Una oleada del destino imposible de detener.

LOS TAMBORES LLAMAN

—¡A mí lo que me gusta de este pueblo es que pone las cervezas más frías que la nariz de un perro! —dijo Bitar en voz alta cuando llegamos a la tienda. Allá en el fondo, entre los compradores, una mujer se puso en puntas de pie y alzó el cuello para ver al altanero que lo había dicho, sonrió y saludó con la mano, una sonrisa indestronable, que parecía a prueba de cualquier cosa, por lo menos eso creíamos todos en ese momento.

—Tómate un respiro, mujer, que hasta Dios reposó después de hacer el mundo —le gritó Bitar desde la mesa donde nos sentamos—: deja que tu nieto haga lo suyo. Hoy es sábado, mira que te vas a morir y el planeta va a seguir dando vueltas como si no hubiera pasado nada.

Muchos años atrás, Mariela se había inventado esa tienda para garantizar la supervivencia de la economía familiar, nos contó Bitar. A la tienda le fue tan bien y creció tanto, que por pura necesidad le nació una terraza con mesas y sillas, a donde llegaba todo el barrio Lo Amador.

—¡No me vengas con cuentos, Bitar! —le replicó Mariela—. Recuerda que solo el ojo del amo engorda el ganado. El mundo da vueltas sin mí, pero la tienda no. A estos nietos míos los adoro, pero para qué me voy a engañar, se la pasan pegados al teléfono y de fiesta en fiesta, como si no hubiera mañana.

Un momento después, Mariela le dijo a su nieto que siguiera atendiendo a los clientes. Salió detrás del mostrador y llegó hasta donde nosotros. Era una abuela de madera dura, no representaba más de sesenta años, y con la actitud festiva de cualquier quinceañera. Cuando llegó hasta nuestra mesa, todos nos pusimos de pie y le dimos la mano.

—Mira a quién te traigo aquí, mujer. ¿Te acuerdas de Quemada, la película en la que trabajamos hace mil años? Este personaje se llama Giuseppe Tomassi, también estuvo en la filmación, era el asistente personal de Marlon Bran-do, y además amigo del negro Evaristo Márquez. Tal vez conociste a Giuseppe, pero ahora no te acuerdas.

Ambos se dieron la mano, Mariela y Tomassi entrecerraron los ojos y se escrutaron los rostros, intentando reconocerse, como apartando las telarañas que el tiempo había tejido en su memoria, luego se quedaron en un silencio que Bitar rompió para presentarme.

—Y este tigre que ves aquí es Santiago Barón, un periodista disfrazado de abogado, que está escribiendo una crónica sobre la película y su gente. Nos sigue los pasos a todas partes, anda tomando notas de todo, por eso queremos hablar contigo, para que nos cuentes las cosas de las que te acuerdes. ¡Es que la filmación de Quemada tiene más cuentos que Las mil y una noches!

—Bienvenido a su casa, Santiago —me dijo al tiempo que nos dimos la mano, y antes de darle un sonoro abrazo a Bitar. Miró a Tomassi y agregó—: Si usted andaba en los tiempos de la película con Evaristo y Bitar, seguro nos cruzamos alguna vez, pero necesito hacer memoria. Hace mucho que pasó todo eso, una vida entera se puede decir, tanto que ya me había olvidado de quién era yo en aquella época. Bienvenidos, las primeras cervezas van por cuenta de la casa.

—Que sean cuatro entonces —gritó Alsino mostrándole los dedos al nieto de Mariela. Al fin la mujer se sentó en nuestra mesa, sacó un cigarrillo que llevaba en el bolsillo del delantal, de donde extrajo también un encendedor, y empezó a fumar.

Cuando el muchacho puso las botellas sobre la mesa, Tomassi se levantó y le dio la mano.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Brandon Preciado.

—¿Brandon?

—Yo no quería que lo nombraran así —intervino Mariela—, pero el abuelo del marido de mi hija es un viejo terco y necio, y quiso ponerle el nombre de ese actor loco. Lávanos con tu preciosa sangre, señor Jesucristo.

—Y qué lo trae por estas tierras, caballero —le preguntó Mariela a Tomassi—, aquí a donde Dios no ha regresado desde que inventó el mundo, ¿verdad, Bitar?, y por algo será. Parece que viniera de lejos; estoy segura de que hay lugares más bonitos que este, donde no hay tantos pobres, ladrones de cuello blanco ni un árbol que haga sombra.

—Ando de vacaciones —respondió Tomassi, después de un trago de cerveza—. Vivo en Italia, hace mucho que no venía. Tenía mucha curiosidad por volver a ver todo esto. Yo era un muchacho cuando estuve. Viví muchas cosas por estas calles, ya usted sabe, a esa edad cualquier cosa le asombra a uno.

Mariela desvió la mirada, chupó el cigarrillo, observó por encima del hombro de Tomassi hacia la calle, donde pasaba la gente, autos, perros y carretas. Por un

instante quedó ensimismada, como si estuviera recordando cosas. Entrecerró los ojos, como si estuviera mal de la vista y buscara precisar algo que tenía delante de sí, pero que solo ella podía ver.

—¿Recuerdas ese álbum viejo que una vez me mostraste —interrumpió Bitar—, donde tenías fotos y recortes de periódicos que hablaban de la película? En uno de esos recortes aparece una foto bonita en la que están Evaristo y Marlon Brando en un descanso de la grabación. ¿La tienes por ahí? Yo tenía algunos archivos de las películas en las que he trabajado, viejas revistas del Festival de Cine, pero esa carpeta se me perdió en alguna de las mil mudanzas.

—No me acuerdo dónde lo tengo, Bitar, creo que se echó a perder hace años, durante un invierno en que la casa se inundó.

—Pero si me la mostraste aquí, hace como seis meses, cuando vine para el cumpleaños de tu nieto.

—Tal vez tienes razón, pero ahora no sé dónde está ese álbum. Debe andar en alguna caja, tal vez se lo comieron los ratones. Yo te aviso si lo encuentro.

—Sería una lástima que se haya perdido esa foto —dijo Tomassi—, porque la foto de la que hablas creo saber cuál es. Se ve a Brando y Evaristo Márquez sentados; yo estoy en la mitad de la foto, mi rostro no se ve porque Brando me lo tapa, además estoy desenfocado, pero ese soy yo.

—¿Y hasta cuándo se queda el señor? —preguntó Mariela—. Me imagino que Bitar ya le dijo que a estas calles los turistas no pueden meterse sin chaperona. Su aspecto de extranjero no le ayuda mucho por aquí y menos cuando es de

noche. A propósito, ¿qué hora es?

—¡Ya deja de meterle miedo a Tomassi, mujer!, ¡mira que solo vino a pasar vacaciones, lo vas a salar si sigues hablando así, no llames la mala hora! —dijo Bitar.

La mujer chupó con fuerza el cigarro, tomó un trago y dijo como si pensara en voz alta: “Qué buenos fueron esos tiempos. ¿Te acuerdas, Bitar, que fue durante la película que conocí a Feliciano, ¿ese maldito hombre que tanto quise? Que Dios lo tenga en su santa gloria. Afortunadamente me dejó con una hija, Guadalupe, que ahora trabaja en un hotel del Bocagrande. Gracias a ella tengo a mis dos nietos, que son mi felicidad y también mi dolor de cabeza”.

—Me acuerdo —dijo Bitar—. Yo en la película hacía de extra principal. No sé qué nombre les dan ahora; yo era un soldado que siempre acompañaba a un general. Y quien hacía el papel de general era nada más y nada menos que Alejandro Obregón, el pintor que andaba con García Márquez. Después de esa película, Obregón y yo nos volvimos amigos. De vez en cuando iba a su casa en el centro, por la Calle de la Factoría, para tomarnos unos rones y hablar del mundo. ¿Se acuerdan también de Evangelina Saumeth? — preguntó Alsino, mirando primero a Tomassi y luego a Mariela—. Era muy hermosa —continuó Bitar—, pero sobre todo una gran cantante, y también trabajó como extra en la película.

Un gato y después un perro se metieron debajo de la mesa donde estábamos, la mujer se quitó una de sus sandalias y solo alcanzó a pegarle un par de golpes al perro, que salió huyendo, mientras chillaba y después gruñía. Por su parte, el gato desapareció de un momento a otro, como un fantasma.

Tanto Tomassi como Mariela, no prestaron atención a la pregunta de Bitar, quizá

se distrajeron con los animales o no la comprendieron, de pronto la anciana intervino:

—¿Y entonces usted también trabajó en la película y estuvo andando con Brando? —preguntó Mariela, chupando su cigarrillo y bajando la mirada frente al humo.

—¿Andaba? —fue Bitar quien respondió—. Tomassi fue como un hijo para él durante esos meses. Iban para arriba y para abajo. Decían que la CIA y las mafias de Estados Unidos tenían vigilado a Brando, porque supuestamente era comunista y financiaba grupos de terroristas negros.

—A Brando también le gustaba andar con Evaristo — siguió Bitar—. El negro no sabía nada de inglés, hasta que Brando le enseñó algunas frases. También fue su profesor de actuación. Antes de la película, Evaristo era un vaquero sembrador de maíz. No sabía leer ni escribir. Él decía que se entendía más con caballos, burros y gallinas que con la gente. Tal vez por eso se llevaba bien con Brando, que muchas veces se portaba como un caballo loco. Y mira esta belleza, cuando empezó la filmación, Evaristo jamás había entrado a un cine a ver una película.

—En cuanto a Brando, al principio no fue fácil tratar con él —dijo Tomassi—. Ese hombre tenía sus diablos adentro, pero también era un ángel, a su manera. Me imagino que no era fácil ser Marlon Brando, ser perseguido por periodistas de todo el mundo. Un día le pregunté: “¿Qué se siente que te pidan un autógrafo, Marlon?”. “Me siento más tonto que el que me lo pide”, respondió. Me acuerdo que hasta tenía un doble que se llamaba Tony, y que se hacía pasar por él. Mientras el doble asistía a eventos y fiestas con el jet set de la ciudad, el verdadero Brando se iba con nosotros a escuchar música y bailar en los patios de Getsemaní. Oye, Bitar, ¿cómo se llamaban esos barrios a los que nos escapábamos a tocar tambores y poner serenatas?

—Se llaman Lo Amador, Nariño y Torices, allá donde queda la famosa Loma del Diamante, donde Alberto Per-nett, un gran periodista, dijo que había empezado el mun-do —respondió Bitar—. Esos barrios pueden darse el lujo de decir que ahí nació y empezó a cantar el gran Joe Arroyo, uno de los mejores cantantes de la historia, y también que vieron a Marlon Brando tocar tambores en las fiestas que se hacían de noche en las terrazas y patios. Brando, como un negro más, tocando tambores, y qué bien lo hacía, tocaba los tambores como Beethoven el piano.

—¿Saben en dónde Brando aprendió a tocar tambores? —pregunté, y para entonces ya tenía mi libreta sobre las piernas.

—Marlon una vez me dijo —dijo Tomassi— que una noche en su juventud se fue a bailar al Palladium, en Nueva York, y descubrió una música que le voló la cabeza de emoción, la música negra que lo transportaba a otro mundo.

—También me dijo —continuó— que en el colegio había sido un baterista muy bueno, pero después de ver a Tito Puente y Willie Colón en el Palladium, se compró sus primeros bongós y se puso a tomar clases. Fue durante esas clases que tuvo su primera novia negra, una jamaiquina con nombre italiano, Floretta, cuya mirada era muy peculiar: sus párpados caían pesadamente sobre sus ojos, lo cual hacía que parecieran siempre cerrados, algo que le resultaba muy sensual.

”Y fue entonces que empezó a frecuentar Harlem, el barrio negro, a tocar tambores en las bandas que le dejaran participar. Debió ser muy raro, porque Marlon me decía que a veces era el único blanco en esos bares. Quincy Jones, el productor musical, que conoció a Brando en esa época, decía que Brando usaba un sombrero rojo y que su frase favorita era: ‘Vámonos por ahí a sacudir las moléculas’, y en realidad no sabía si hablaba de tocar las congas, ponerse a bailar o hacer las dos cosas al tiempo.

”Una madrugada de esas, después de haber bailado y cantado toda la noche, los tres —Brando, Evaristo y yo— nos quedamos hablando y viendo el amanecer desde la playa de Las Tenazas, sentados sobre unas canoas abandonadas en la arena, escuchando las sirenas de los buques entrando a los puertos. Entonces Evaristo nos contó una historia:

”Las lagartijas son animales de sangre fría. Algunas, para calentarse, se posan encima de piedras, pero hay una lagartija que cuando la piedra se calienta, comienza a golpear la piedra con las patas. En Palenque, mi pueblo, creemos que ese animal tiene el mismo espíritu que el tambor y por eso los alumnos de tambor, cuando terminan su aprendizaje, son bautizados con la sangre de esa lagartija. Solo así pueden tocar bien el instrumento.

”Eso que contó Evaristo —siguió Tomassi— tocó algo allá dentro de Marlon, porque se tomó un trago de ron, se puso en pie, me pasó el tambor, ayudó a que Evaristo se levantara y entonces ambos se pusieron a bailar abrazados, felices como dos niños, mientras tanto yo tocaba malamente el tambor, pero con fuerza. Una de las madrugadas más felices que recuerdo, durante esos meses de la película en los que parecía que todo el mundo era feliz. No sé cuántas veces nos bañamos juntos los tres en el mar a la luz de la luna, después de esas parrandas inolvidables. ¡Que nadie nos quite lo bailado!”.

—No recordaba esa historia de Evaristo, Tomassi, se me había olvidado por completo. ¡Brindemos por eso, partisano! —dijo Bitar.

Dejé de tomar notas y chocamos las cervezas. La señora Mariela escuchaba, asentía y sonreía de vez en cuando. Luego tomaba un sorbo de su cerveza y nos miraba. Después se quedaba con la mirada baja, tamborileando sobre la cubierta de la mesa con las endurecidas yemas de los dedos, que parecían de madera.

—Y usted, Mariela, ¿qué hacía en la película? —preguntó Tomassi.

—Yo era cocinera en aquel entonces, primero en una de las casas donde llegaron a vivir los italianos. Luego me preguntaron si podía encargarme de manejar la comida de otras casas, incluida esa en que estaba Marlon Brando, que era un buen tipo después de todo. Me acuerdo del día en que se enfureció porque supo que a los extras negros de la película les daban una comida diferente a los demás. Dijo que, si no mejoraban la comida de ellos, él no trabajaba más. En algunas escenas de la película, llegaron a usarse hasta 15.000 extras, lo cual puede dar una idea sobre lo que en materia de comida eso significaba.

—Así fue que Mariela y yo nos conocimos —dijo Bitar—, entrando y saliendo de las casas donde estaban los italianos. Ella prepara unos platillos sorprendentes, deberíamos organizar una comida para Tomassi antes de que se devuelva a Roma, quizá un pescado Bocachico en cabrito, con mucho ajo machacado, cebolla roja y en rama, ¡ají topito y pimentón!

—Y lo que dices de Brando es muy cierto —continuó Bitar—. Era un tipo difícil, no le gustaba firmar autógrafos. Debido a esto, su propio autógrafo llegó a ser tan valioso que muchos cheques que escribió nunca fueron cobrados, ya que su firma en ellos valía más que el valor del cheque. Pero también tenía su tripa moviéndose en el pecho; era muy enamoradizo. ¿Recuerdas, Tomassi, cómo era que se llamaba la cantante con la que estuvo saliendo? Angelina o algo así, aunque yo lo veía con muchas al mismo tiempo. Si hasta en la prensa salieron varias veces sus aventuras eróticas y en verdad no me extrañaría que haya dejado algún hijo por estas tierras, como ese otro actor, Franco Nero, ¿recuerdas?, eso fue un escándalo.

—Entonces ustedes quizá conocieron a mi madre — metí la cuchara yo—. Ella era costurera, trabajaba con muchas mujeres haciendo el vestuario de la película.

Me contó que una vez Brando entró a saludar donde ella trabajaba, con otras modistas en el colegio de los salesianos, y él le tocó la barriga cuando estaba embarazada de mí.

—Tal vez la conocí, muchacho, uno nunca sabe, fue hace tanto tiempo —dijo Tomassi.

—Imagínense la cantidad de historias que debe haber, detrás de las más de cien películas que han sido filmadas aquí, historias de calle que nadie se cree y que sin embargo son verdad —dijo Bitar—. Hace poco me contaron una, cuando filmaron El amor en los tiempos del cólera. Imagínense que Javier Bardem, el actor español, estaba caminando un día de descanso por la ciudad y pasó por una calle en la que estaban unos obreros montados en una escalera. “¡Hey, tú!”, lo llamaron. “Hola, tíos, ¿qué pasó?”, respondió Bardem. “Tú eres el que sale en esa película de la gente desempleada, ¿verdad?”. Se referían a Los lunes al sol, una película donde Bardem actúa de parado en la crisis esa de allá. “Así es, muchachos, yo trabajé ahí, ¿y ustedes por qué saben eso?”, preguntó Bardem. “Porque una vez nos estábamos viendo esa película, pero el disco era pirata, se dañó y nunca vimos el final, nunca nos enteramos cómo terminó esa cosa, ¿cómo termina esa vaina?”. Y entonces Bardem se quedó allí, un buen rato, contándoles a los obreros el final de la película. Después de eso, los obreros le dieron las gracias y él siguió su camino, sorprendido y riéndose por lo que había pasado, sabiendo que nadie le creería si lo contaba.

Mariela también sonrió, levemente, y dio una nueva chupada al cigarrillo. Luego se puso en pie.

—Ya está bueno, Bitar, tengo que ayudar a mi muchacho. Llámame y tal vez nos ponemos de acuerdo otro día. Se está haciendo de noche, no es bueno que anden por aquí, esto es Fuerte Apache, entras fácil, pero te cobran por salir.

—Tranquila, mujer, vuelve a tus cosas, ya nos pondremos de acuerdo para la comilona.

Mariela se despidió con un abrazo a Bitar y nos estrechó la mano a nosotros. Tomassi sacó unos billetes de su bolsillo, preguntó por la cuenta que se debía, y le pagó al nieto de Mariela.

—Vámonos, muchachos —dijo Bitar—, lo que dice Mariela es cierto, estos barrios de noche son más peligrosos que se te caiga un jabón en el baño de una prisión.

Se fueron hasta una esquina próxima y se montaron en un taxi. Mientras Bitar le daba las instrucciones al conductor, Mariela miraba desde la entrada de la tienda, apoyada en una pared, terminándose un cigarrillo con tal inspiración, que hubiera podido fumarse hasta los dedos. Disparó la colilla hacia la calle y se dio media vuelta.

Su nieto, Brandon, seguía atendiendo a los clientes cuando la vio tomar discretamente una botella de ron del armario. A pesar de la curiosidad que le produjo ese gesto, prefirió guardar silencio y concentrarse en los compradores que seguían llegando al negocio. Su abuela apartó una cortina doble, se volvió y dijo:

—No dejes la tienda sola, muchacho, vengo en un rato. —y Brandon la vio desaparecer en el interior de la casa.

En realidad, el muchacho tenía más curiosidad que preocupación. Un rato después, aprovechando que ya no había clientes, siguió los pasos de su abuela,

como contaría días después en estado de agitación. A través de una puerta entreabierta la descubrió de espaldas, sentada en la orilla de una cama, mientras observaba unas fotos sueltas que tenía sobre sus piernas. Pensó en preguntarle si se encontraba bien, pero se contuvo. Entonces vio cómo ella se tomaba un trago directo de la botella y de pronto en silencio se puso a llorar.

LA QUE HABLA DORMIDA

Ojalá pudiera volver al principio, cuando todo empezó, y entonces estaríamos otra vez bajo la lluvia, bañándonos juntos, antes de todas las desgracias, cuando el mundo todavía era un lugar para caminar de frente, sin necesidad de voltearse a mirar ante cualquier peligro.

Si alguien me dijera que el mundo, el sol, y todas las estrellas giraban en torno a ti, yo estaría segura de que así era, contra toda evidencia, porque cuando no teníamos nada, nos teníamos el uno al otro, y eso ya era suficiente.

Yo siempre fui el coraje y tú la ternura. Yo, la de los pies en la tierra. Tú, el perdido en los propios pensamientos, con ese corazón grande para tanta gente, que te llevaba muchas veces a dejarnos sin comida para dársela a quien la necesitara.

Hay muchas formas de morir, pero hay una en especial, dolorosa por lo lenta, y porque a veces no tiene solución, y es tener que vivir en el pasado. No podía creerlo, pero aprendí a seguir adelante, después de todo eso, porque hay que saber soportar las cosas en este juego. Todos debemos hacerlo.

Muchos decían que el mundo llegaría a su fin al llegar el año 2000. A mí no me interesaba en lo absoluto esa posibilidad, porque mi mundo se había acabado ya, en 1968, cuando te marchaste, mi amor, y entonces empecé a poner los ojos más en el pasado que en el futuro, porque recordarte era un consuelo, y tenía que seguir viva para hacerlo.

¿Y el perdón? El perdón es lo que dicen que Dios otorga, sin necesidad de intermediarios, pero para eso hay que sentirse primero culpable. Además, si me sintiera culpable, como no es mi caso, ya no tengo un Dios a quien pedírselo.

BRANDO EN CUEROS, COMO UN LAGARTO BAJO EL SOL

—Yo no sé por qué, Santiago, pero a esta ciudad siempre la veo como en una película en blanco y negro, aunque en realidad haya mucho color por todas partes, tanto que a veces hay que cerrar los ojos, para descansar la vista de tanto rojo, amarillo y verde, que hace pensar a cualquiera que vivimos en un permanente carnaval, cuando esto tiene mucho de moridero.

Bitar se quedó en silencio, de pronto, como quien intenta precisar una imagen en la memoria, luego siguió fumando su cigarrillo Pielroja. Lo puso en el borde, equilibrándolo entre el vacío y el muro donde estaba sentado, mientras sacó su peine del bolsillo trasero del pantalón y empezó a peinarse el pelo con fuerza, hasta que su cabellera quedó planchada por sus manos, cada pelo en su sitio, y luego siguió hablando.

—Ya sabes que Quemada se filmó en 1968, pero tal vez no tienes presente que tres años antes ocurrió una de las grandes tragedias en la historia de la ciudad, hablo del incendio del mercado popular de Getsemaní, que funcionaba donde hoy se levanta la mole del Centro de Convenciones. Sucede que un local que vendía pólvora explotó, se presentó un incendio y, aunque los bomberos llegaron a controlar las llamas, el saldo fue de más de cuarenta muertos y muchos heridos. Se declararon siete días de duelo. Ese año no se hicieron las fiestas de noviembre, tampoco ese circo del concurso de belleza. Yo todavía me encuentro por ahí una antigua vecina, una abuela que sigue vistiendo luto por los muertos de ese día, ¡medio siglo después!, ¿puedes tú creer?

A veces Bitar se quedaba mirando, estudiando, las volutas de humo del cigarrillo, espirales, círculos, siluetas blancas ascendiendo, como si se confundieran con el otro humo, el del incendio del que hablaba de casi medio siglo atrás.

—Yo sabía lo del incendio del mercado, Bitar, pero no sabía que había sido tan grave. Muchos de los recuerdos de aquella época son confusos y pasajeros. Tengo una vaga memoria: que alguna vez mi mamá me llevaba de la mano y pasamos por el mercado o lo que quedaba de él. Se oía como un zumbido de abejas. Yo tenía como siete años. Fue el año en que llegamos a Cartagena desde el pueblo, pero no sé si es un recuerdo o me lo estoy inventado todo.

—No lo soñaste, es más cierto de lo que crees —respondió Alsino—, porque tardaron mucho en trasladar al mercado después del incendio. Siguió funcionando ahí muchos años más. Los comerciantes hicieron de las suyas y permanecieron. No es fácil cambiar las costumbres de la gente y muchos continuaron llegando normalmente al mercado después de la tragedia. Tal vez fue por allá en el 78 cuando los pasaron al mercado nuevo de Bazurto; no recuerdo muy bien.

Volvió a chupar el cigarro. Nada en el rostro de Bitar denotaba que estuviera recordando, en realidad parecía estar reviviendo de nuevo las cosas que contaba, como un sonámbulo que con los ojos abiertos está viendo sus sueños en medio de la realidad que lo circundaba, y siguió hablando:

”A la gente le dolió mucho lo del incendio, porque ese mercado era muy importante para todo el mundo. En esa época las neveras no eran populares, por eso las patronas con sus sirvientas tenían que ir a diario a comprar lo que se iban a comer cada día. Además, tenía la gracia de dos vidas, muy movidas ambas, una por el día y otra por la noche. Por el día era el sitio de comercio típico de la ciudad; en la noche se convertía en la zona de venta de licores y comida. Me acuerdo que varias putas se parqueaban en el Muelle de los Pegasos, ejercían dentro de un sitio que llamaban “las tablitas” o en los mismos barcos anclados en el muelle.

”Desde que los viejos tienen memoria el barrio siempre tuvo contrabandistas en el mercado y en Getsemaní, pero no era un delito en realidad, por lo menos no para la gente. Más bien era una forma de hacerle frente a la pobreza. Sin embargo, el mercado fue creciendo. Un ambiente cada vez más peligroso se fue haciendo presente. Llegaban al mercado muchos delincuentes con uñas cada vez más largas y los puestos de drogas crecieron.

Tras una pausa, inclinándose hacia delante, poniendo los codos en las rodillas, Bitar continuó su relato con la mirada aún más remota, allá lejos en los tiempos que intentaba recobrar y contar:

—Había, me acuerdo, en el Callejón Angosto una señora que llamaban La China que vendía marihuana. Todo el que era adicto, delincuente o el que fuera, venía al mercado a conseguir su droga ahí. Había alguna gente que llamaban braceros; se ganaban la vida cargando bultos en el mercado, pero muchos consumían droga y comenzaron a robar a los visitantes del mercado para cambiar por marihuana y otras cosas. Entonces el negocio del expendio se fue ampliando. De una casa que vendía droga, se pasó al callejón completo negociándola. Para cuando se filmó la película, había más de sesenta puestos de droga en el barrio.

”La filmación de una película no puede dejarse a las bienaventuranzas del azar. Se trabaja mucho haciéndolas. Los italianos contrataron al empresario Humberto Rodríguez Puente, muy conocido y respetado en la ciudad, para que los apoyara, y él recuerda que la producción fue ¡colosal! Nadie pensó que algún día en Cartagena pudiera llegar a filmarse una película ¡tan grande como esa! Todo el proyecto empezó con una gran fiesta que se hizo en el Club Cartagena para que la gente de la película se conociera con la sociedad cartagenera. Luego toda la ciudad se movió en función de la película. Durante seis meses ricos y pobres trabajaron juntos, actuaban en Quemada y hablaban de ella.

”Pasaron toda clase de cosas. Brando tomaba mucho vodka, cuenta Rodríguez Puente, y al día siguiente, por supuesto, estaba con mucha resaca y

congestionado. Gillo Pontecorvo, por su parte, el director, era un ser extraordinario, un genio del cine, gran caballero y siempre estaba trabajando en el proyecto. Él llegaba a realizar las tomas. Entonces, al encontrar a Brando en ese estado, hinchado y con malestares, empezaban a pelear. A Pontecorvo no le quedaba otra solución que marcharse a su casa y se cancelaban las filmaciones.

”Cartagena, para qué negarlo si es una realidad, era un verdadero infierno. Hacía demasiado calor, mosquitos por todas partes. Imagínese a todos ellos con esas vestimentas y uniformes tan gruesos, todas esas luces. Estaban desesperados. Brando tenía que esperar siempre al lado de un ventilador mientras lo llamaban para filmar. Los italianos trabajaban mucho, con la misma energía con que se entregan a la fiesta. Adoraban el sol, andaban todos en pequeños vestidos de baño, en las playas de Bocagrande y les gustaba mucho el bar El Príncipe, un lugar al que fui varias veces con Brando y Evaristo a tocar tambores. En cuanto a Evaristo, no se le apareció la Virgen sino el mismo Dios. Ganó mucho dinero con las películas, pero sobre todo me conmovía ver la ternura con que Brando siempre lo trataba y le enseñaba a actuar.

Recordar es como reinventar el mundo, me digo, mientras observo y escucho a Bitar soltar su lengua. Tal vez el mundo es ese lugar al que venimos para que nos recordemos los unos a los otros y así evitar hundirnos todos en el mar del olvido y la resignación. Además, aunque no queramos, muchas veces es necesario volver al pasado para que se vuelva comprensible el presente.

—Uno de los primeros en llegar a Cartagena, para empezar a organizar la producción, fue Pontecorvo, el director, junto a su equipo, en el que estaba Salvo Basile, uno de sus asistentes de dirección. Este cuenta que llegaron en noviembre de 1968 y que, cuando el avión estaba a punto de aterrizar, los pilotos recibieron la orden de que abortaran el aterrizaje. Todos los pasajeros se asustaron, se asomaron por las ventanillas y descubrieron la razón de la alarma. Vieron que un toro estaba en la pista de aterrizaje embistiendo a la gente; decenas de personas corrían por todos lados para salvarse.

”Al llegar a Cartagena, lo que atrapó de entrada a Basile fue la magia de la ciudad, fantasmagórica y real al mismo tiempo, con muros carcomidos y árboles raquíticos. Veía fantasmas en las ventanas, pero toda esa decadencia era maravillosa. Él acababa de leer en Barcelona Cien años de soledad, de García Márquez, publicada en 1967, un año antes de la filmación de Quemada, en cuyas páginas encontró una fascinante referencia, que le pareció muy cercana al espíritu de Cartagena, el encanto de sus misterios en medio de aquellos edificios ruinosos, con patios donde uno de pronto descubría que vivían veinte familias.

”Bocagrande, el barrio de blancos, tenía tres edificios nada más y una sola calle pavimentada, el resto eran calles de tierra y arenas de mar. Había casas señoriales con patios y traspatios, con árboles frutales y maíz. La caravana de taxis desvencijados de la filmación llegó al hotel Caribe, con su piscina olímpica y su jardín, que semejaba una selva húmeda. Y allí se quedaron. Se instalaron en diez habitaciones en el primer piso y estuvieron siete, ocho, once meses, de feliz vida en Cartagena. Sus vidas tenían una belleza impoluta: buceaban en la bahía que aún no era una cloaca y se sumergían todos en el mar más limpio.

”Algo muy curioso pasó cuando Brando se dispuso a coger el avión en Miami con destino a Cartagena. Al actor se le ocurrió gastarle una broma desafortunada a la azafata. Resulta que para dar realismo al personaje que iba a interpretar en la película, se había dejado crecer la barba y también llevaba una melena que recogía en una cola de caballo. Con ese aspecto, por supuesto, nadie lo reconoció. Al entrar al avión recibió el habitual saludo de cortesía de la azafata. Entonces a Brando no se le ocurrió otra cosa que preguntarle a ella, sonriendo, si aquel avión era el que se dirigía a La Habana.

”En 1968 muchos revolucionarios de todas partes del mundo secuestraban aviones para luego desviarlos de su trayecto y llevarlos a La Habana, con el propósito de apoyar y solidarizarse con la entonces joven revolución cubana de Fidel y sus barbudos.

”Aquella azafata, cuando escuchó a Brando, quedó absolutamente perturbada. Se fue hasta la cabina y puso en alarma al capitán del avión. Claro está que, ante el pánico que generó, dejaron a Brando en tierra y el avión partió hacia Cartagena. Ante eso, a Brando no le quedó de otra que conseguir otro vuelo.

”Si el fantasma de la revolución alguna vez caminó por todas las calles del mundo fue durante ese año bisiesto de 1968 en que se filmó Quemada. La mecha encendida por los jóvenes del Barrio Latino de París corrió como la pólvora por todo el planeta y llegó a lugares como Berlín, México, Chicago o Praga. Se hacían masivas protestas contra la guerra de Vietnam y condenando el asesinato ese año de Martin Luther King. También una importante lucha se dio en Checoslovaquia para liberarse de los tanques soviéticos, esa lucha de Praga que abrió el camino para que 20 años después cayera el falso “socialismo”. En Alemania los padres fueron confrontados y cuestionados por su pasado nazi: “Papá, ¿qué hiciste en la guerra?”. En México fueron asesinados estudiantes por el ejército en la Matanza de Tlatelolco: llovieron balas contra miles de estudiantes y trabajadores que manifestaban en la Plaza de las Tres Culturas contra el gobierno represor y fueron asesinados unos 25 estudiantes según el gobierno, pero más de cien según dijeron los estudiantes.

Bitar guardó silencio de nuevo, tenía los ojos enormes nadando en un mar brillante de luz, encogió los hombros, como quien se da cuenta de que mucha gente recordando se olvida de vivir, confundiendo los recuerdos con la vida misma, y continuó con su pastoral:

—Brando llegó a Cartagena el sábado 26 de octubre de 1968, pero todo había empezado meses atrás. Se había enamorado del guion de Quemada porque había visto en su casa La batalla de Argel, dirigida por Guillo Pontecorvo. Le había gustado el guion porque la historia se vinculaba con su defensa de los derechos humanos y civiles: una historia sobre esclavitud en una isla en el Caribe donde los conquistados se quieren rebelar contra sus conquistadores. Una historia así, en el contexto de los revoltosos años sesenta y con temas como el racismo y la inclusión social debatiéndose, se podía leer como una oportunidad para sentar

posición. El Marlon Brando que llega a Cartagena venía de interpretar a Napoleón y al revolucionario mexicano Emiliano Zapata, entre otros personajes demandantes.

”Pero sobre todo era famoso por Un tranvía llamado deseo, que lo había revelado como un monstruo de la actuación. Muchos actores trataban de imitarlo, sin conseguirlo, aunque James Dean estuvo cerca de su nivel artístico. Sus cintas eran aclamadas por la crítica. Los productores se peleaban sus contratos, una tensión que afectaba al actor en su vida personal, que empezó a revelarse muy temperamental, enigmático, rudo y difícil de tratar. Por eso en el aeropuerto de la ciudad lo recibieron cientos de iradores. Estaba consagrado mundialmente, tanto que ya lo empezaban a llamar el Monstruo Sagrado.

”Se bajó en una casa del barrio Bocagrande, en la carrera primera, entre las calles novena y décima, donde llegó a vivir solo con su cocinera personal, pero por donde empezaron a desfilar durante meses muchas mujeres, pero todas parecidas, como si fueran hermanas, todas con apariencia exótica, oriental, y algún aire mestizo con ojos rasgados.

”Mira, Santiago, lo que encontré hace algunos días, entre mis papeles y recortes de periódicos viejos —Bitar sacó de una mochila que llevaba un cuaderno escolar que adentro tenía un amarillento recorte de prensa —, esta noticia en especial dice mucho sobre lo que fueron los meses de Brando en Cartagena, y leyó:

Diario de la Costa, domingo 6 de julio de 1969:

De Marlon Brando, el temperamental cointérprete de Quemada, rodada en Cartagena y sus alrededores, se ha dicho que está muy interesado en adquirir una propiedad en las islas de San Andrés y Providencia, para pasar allí las

temporadas de descanso. Lo de que se iba a retirar de la pantalla y se metería a monje, todavía no ha tenido confirmación. Por lo pronto, sigue muy activo con las muchachas, especialmente las de tipo oriental o exótico”.

—Cuando Brando se instaló —prosiguió Bitar—, de inmediato pusieron a tres policías para que vigilaran la casa durante las 24 horas. Su misión, decían los gendarmes, en un diario de la época era “impedir la entrada de cualquier ser viviente a las habitaciones del actor”, que pagaba diez mil pesos de la época por su alquiler.

” “Si lo dejo entrar, me botan de la policía”, le dijo uno de los agentes al periodista Edgar García Flash, del Diario de la Costa de Cartagena, quien dijo a sus amigos que no descansaría hasta no saltar el cerco que rodeaba al actor y su misteriosa vida, lo cual tendría consecuencias inesperadas para la película y Brando.

” “Hasta ahora nadie ha podido entrar sin nuestro permiso”, se ufanaban los guardias en los diarios, posando con sus manos en las pistolas, como en una película del lejano Oeste. Y es cierto, no entraba nadie, porque no había necesidad de eso; muy pronto todos supieron que Brando se escapaba de su casa por las noches, por eso era mejor cruzárselo en la calle de los lugares que ya todo el mundo sabía que frecuentaba: el bar El Príncipe y los barrios de Torices, Nariño y Lo Amador.

”Mientras tanto, para las “señoras bien” del barrio de Bocagrande, vecinas de Brando, el escándalo era mayúsculo cuando desde de sus ventanas veían pasar desnudo al enigmático actor gringo por las habitaciones y el gran jardín interno de su casa. Por supuesto que la piscina en el patio de la casa era el lugar favorito para librarse del calor de la ciudad. Brando, el tipo musculoso, no tenía problemas para acostarse al sol como un lagarto, mientras sus vecinas se santiguaban unas y se divertían otras, atisbando por los techos y paredillas.

”No obstante, este no fue el único escándalo que protagonizó Marlon Brando en su paso por Cartagena. También se recuerdan sus parrandas interminables, así como el obvio desfile de bellas mujeres por su casa y hasta el golpe que le propinó ebrio a un fotógrafo del entonces Diario del Caribe.

”En ese mismo diario aparece el 28 de octubre como la fecha en que empezaron las filmaciones de la película, para los días de las fiestas de noviembre las grabaciones tomaron fuerza. Había que aprovechar las festividades de la ciudad, el bullicio plebeyo de la multitud inundando las calles y plazas, para imágenes de apoyo que luego pudieran servir de algo.

”Un par de horas antes de iniciar la primera escena, apareció un hombre de ojos azules, limpiándose con un trapo el sudor. La grasa lo bañaba y espantaba moscas con una toalla. Al ver el desorden a su alrededor, sentenció premonitorio: “Madre mía, por lo visto habrá más guerra fuera de la película, que dentro de ella; que la buena suerte nos acompañe”. Como buen supersticioso que era, cruzó los dedos, se persignó y escupió en sus dos zapatos.

”Se llamaba Gillo Pontecorvo. Era el director de la película y Brando lo recuerda con afecto en sus memorias, a pesar de las muchas dificultades que vivieron.

”¡Y préstame atención, hombre! —dijo Bitar—, ¡que tengo otra cosa que mostrarte! —Metió de nuevo las manos en la mochila y esta vez sacó un libro: Canciones que me enseñó mi madre, la autobiografía de Brando, —y ahora deja que te lea un par de cosas:

Gillo era un hombre buen mozo con cabello oscuro y hermosos ojos azules, que venía de una familia que había logrado diversos éxitos; un hermano, me contó,

había ganado el premio Stalin de la Paz, otro era premio nobel y su hermana era misionera en África.

Y llegó ese primer día de rodaje, la primera escena se filmó desde la ventana de una estrecha habitación que supuestamente era la celda de una prisión en un viejo fuerte, con la cámara apuntada hacia abajo sobre un patio donde a un prisionero se le sometía a garrote.

Estábamos en esa estancia diminuta, rodando a través de los barrotes de la celda en dirección al patio, y él —Gillo Pontecorvo— llevaba un abrigo de piel para invierno. No podía creerlo. Cartagena era una ciudad caliente, húmeda, y que no parecía estar muy lejos del infierno. ¡Dentro de esa habitación la temperatura era de cincuenta a sesenta grados! Allí dentro también tenían grandes pantallas de luz. ¡Y él tenía puesto ese abrigo! Yo le dije: “Gillo, ¿qué estás haciendo con el abrigo, por qué no te lo quitas?”. Y él respondió: “No te preocupes, tengo un poco de frío, no sé por qué, tranquilo, todo está bien”. Y yo le dije: “¿Acaso estás resfriado?”. Todo eso era muy extraño. Un momento después, durante un descanso, vi que Gillo sacó un puñado de pequeños objetos de un bolsillo del saco y luego los pasó a otro. Me acerqué a él y le pregunté:

—¿Qué es eso, Gillo?

—¿Crees en la suerte?

—¿Quieres decir en el destino?

—Suerte, fortuna.

—No lo sé —le dije—. Creo que sí. Algunos días uno se siente con suerte, otros no.

Hundió la mano en el bolsillo y sacó un pedacito de plástico que parecía un pimiento rojo curvado.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—Un amuleto para la buena suerte. Tócalo —me dijo, agregando que le daría buena suerte a la película.

Lo hice y le pregunté de dónde era ese talismán de la buena suerte.

—Italia.

—¿Cuánto cuesta ese tipo de amuleto?

—Nada.

—Volvió a meter la mano en el bolsillo, sacó docenas de docenas de pimientos diminutos y me dio uno. Parecía feliz de que lo hubiera aceptado y dijo que eso ayudaría a que la película fuera un éxito.

—Desde entonces he conocido a otros italianos que no van a ningún lado sin talismanes en los bolsillos, pero Gillo llevaba su superstición a niveles exagerados y no tenían límites.

Nadie le podía preguntar nada los jueves. No podía ver ni un trozo de tela o papel púrpura, morado, en el set de filmación. Si había cualquier cosa de ese color cancelaba el rodaje y se marchaba. Si alguien derramaba sal, tenía que correr alrededor de la mesa y arrojar más sal en el suelo según un modelo establecido por Gillo. Si se derramaba vino, hacía que el culpable se mojara el dedo y se lo pusiera detrás de la oreja de todos los que se hallaban sentados a la mesa. Era extraño y gracioso.

Varios meses después, con el rodaje a punto de terminar, abrí la puerta de mi casa rodante, tomé un espejo que dirigí hacia él y diciéndole: “Eh, Gillo, buon giorno…”, tomé un martillo y rompí el espejo en pedazos (Brando ríe). También me pasaba por debajo de las escaleras cuando él me estaba viendo y derramé sal por todas partes, la tiraba por los suelos.

Cada día Gillo estaba más muerto de miedo, vacilando contra las cuerdas, temblaba y con los ojos a punto de salirse de la cara. Es que Pontecorvo era puñeteramente serio con ese asunto de las supersticiones. También recuerdo que le prohibió a don Mario del Papa, productor ejecutivo de Quemada, pisar el set de filmación, aduciendo que el pobre señor llevaba consigo la mala suerte. No hubo voluntad superior que le hiciera cambiar esa absurda idea.

Bitar me pasó el libro, empecé a hojearlo, dijo que me lo prestaría en los próximos días, apenas terminara de releerlo, y mientras yo pasaba hojas, él continuó contándome toda clase de cosas, como el que pasea por el museo de su memoria personal, y muestra sus tesoros ganados al olvido:

—Ese primer día de filmación uno de los extras, cerca del actor palenquero Evaristo Márquez, dijo y todos escucharon: “Miren, ese man es Marlon Brando, el chacho de la película”, y se hizo el silencio. Así fue que durante todos los meses que duró la filmación, cuando Brando entraba en escena casi no necesitaban dar el grito de “¡Silencio, luces, cámara, y acción!”, porque toda la tropa quedaba muda y reverencial cuando aparecía, preparados para escuchar a Dios decir sus parlamentos en un inglés que la mayoría no entendían, pero bastaba ver su rostro y todos sus movimientos, para saber que algo milagroso estaba pasando.

”El Brando que yo vi actuar en Quemada, me dijo una vez Salvo Basile, no me pareció que se volviera el personaje de William Walker, sino más bien que prestaba su arte histriónico incomparable para interpretar el rol de Marlon Brando, sin necesidad de ninguna metamorfosis. Uno entiende por qué Robert de Niro, Al Pacino y tantos más, ven a Brando como su gran maestro, porque no cabe duda de que es el mejor actor de todos los tiempos. También era un hijo de puta, pero era un genio, ¡todos los genios son unos hijos de puta!”.

”Volviendo a esa primera escena, la que más nervioso tenía a Pontecorvo, que renegaba del calor a cada rato, a pesar de andar en camiseta, bermuda y un asistente detrás con una botella de agua cada vez que la angustia se lo pedía.

”En esa escena Brando insultaba y le pegaba dos cachetadas de verdad, verdad, a Evaristo Márquez, el muchacho negro de veintinueve años que habían contratado para la película, sin ninguna experiencia en la actuación y que habían tropezado por accidente cabalgando en su caballo mientras arreaba vacas en un monte. “Yo para no repetir mucho las escenas y las trompadas que me iba a dar Bran-do, me preparé bien”, me contó Evaristo después, “memoricé lo que iba a decir y no hubo necesidad de hacerla otra vez, porque a Marlon le pesaba la mano, le cuento”.

”A veces me encuentro con un amigo, Fernando Gómez, otro de los que trabajó de extra. Me dijo que pasó doce días en el set y casi siempre le tocó ponerse un traje militar, que la única vez que vio a Brando en las grabaciones fue cuando se asomó en un balcón de la Gobernación y los extras tenían que sostener pancartas y letreros, como en una protesta, yo también me acuerdo de esa escena. Se filmaba, me acuerdo, de lunes a sábado, de ocho a cuatro de la tarde, siempre bajo esa fiesta caníbal del sol con la gente.

”Me acuerdo de otro amigo, un periodista barranquillero, a quien aprecié mucho, tal vez tú lo conociste, Alberto Duque López, quien fue uno de los pocos que tuvo la oportunidad de entrevistar a Brando. Le pregunté sobre la experiencia a Alberto y me dijo que fue algo muy fugaz, y que teniendo en cuenta el comportamiento grosero y patán de Brando, fue un verdadero milagro. Me dijo que recordaba especialmente la imagen del gran Brando entrando a caballo por la puerta de la Torre del Reloj de Cartagena, llena de arena para esa escena.

”Y es que el de Quemada fue un rodaje muy accidentado, no solo por el temperamento de Brando, sino porque Pontecorvo, el director, ya tú sabes, también se sacaba la espina a su manera. Me acuerdo de que lo puso, por ejemplo, a repetir como 40 veces la misma escena, al rayo del sol del mediodía y junto a una plantación en llamas.

”Por eso, no es de extrañarse que Brando de vez en cuando cogiera el primer vuelo a Los Ángeles huyendo del rodaje. Alguien de su confianza tenía que buscarlo en el aeropuerto, antes de que pudiera tomar el vuelo, casi siempre era Evaristo Márquez junto a Tomassi para convencerlo de que regresara a la filmación.

”Con razón Salvo Basile, el asistente de dirección, dice que no vacilaba en afirmar que lo primero que se le viene a la cabeza para describir a Brando es que era un perfecto hijo de puta. Y sabes, por qué lo dice, Santiago, porque durante gran parte del rodaje tuvo que hacer de intérprete y conciliador entre Pontecorvo

y Brando, llevando y trayendo razones cuando durante muchas veces dejaban de hablarse entre ellos. Basile dice que entendía un poco el estado de Marlon, ya que en aquella época de Quemada estaba peleando en los tribunales de Estados Unidos para que su mujer le entregara la custodia de su primer hijo, algo que afectaba mucho su estado de ánimo.

Alsino se interrumpía, solo para chupar el cigarrillo o tomar un poco de cerveza, pero luego seguía hablando y hablando sin parar, como si fuera una verdadera radio humana, que no necesitara tomar aire para respirar, o le hubieran dado tres lenguas para no dejar de contar todo lo que pasaba por su cabeza:

—Y Salvo y yo llegamos a la conclusión de que a Pontecorvo, el director de la película, lo que más rabia le daba es que todo ocurría en las narices de la gente. Poner en cuestión su dirección era exponerse a perder el control del caballo salvaje en que se convirtió la película en un momento. No podía permitir que la situación se le escapara de las manos. La actitud rebelde de Brando era un mal ejemplo para todos. Eso le producía desesperación.

”Y bueno, Santiago, ya está bueno, tengo que irme, debo dictar mis clases de ajedrez y tengo que tomar rápido un transporte. ¿Has visto a Tomassi?

—No lo he visto desde hace una semana. Me pareció bueno hacer algunas entrevistas por mi cuenta, como esta, sin que él esté presente, para que cada uno recuerde cosas sin la muleta del otro. Espero que cuando volvamos a vernos los tres, yo haya encontrado varias cosas que puedan ayudarles a ustedes a recordar cosas que tal vez hayan olvidado.

—A propósito de entrevistas —dijo Bitar—, sería bueno que preguntaras o intentaras localizar a Cesáreo Reyes, si es que ese Diablo todavía está vivo, porque hace mucho que no sé de su persona.

—¿Y ese quién es, Alsino?

—Un comerciante. Tenía contratos con la producción. Se encargaba de suministrar casas, locaciones, y alimentos. Si lo encuentras, pregúntale por Evangelina Saumeth, y me cuentas cómo reacciona, ¿recuerdas?, ¿la cantante de la que hablamos hace unos días? Tal vez ese viejo quiera con-tar algunas cosas antes de estirar la pata.

¿Por qué Tomassi tenía esa expresión? ¿Hablaba en serio o bromeaba sobre algo? En todo caso, le dije que investigaría por mi cuenta, y luego nos despedimos. A los pocos pasos me volví a ver a Bitar, le dio una última chupada al cigarrillo y lo botó. Me acordé cómo había empezado la conversación esa tarde, algo que años después me haría recordar lo que Bitar me había dicho para empezar, sobre cómo a veces recordaba la ciudad como si fuera en blanco y negro. En una entrevista al director John Boorman, él dice:

—Cuando pasé cierto tiempo viviendo en el Amazonas con una tribu primitiva tratando de explicar en qué consistía el cine y cómo te permitía viajar de un lugar a otro, observar las cosas desde ángulos diferentes y atravesar tanto el espacio como el tiempo, recuerdo que el viejo Chamán de la tribu dijo: ‘Oh, sí, yo también lo hago. Cuando entro en trance, viajo de esa manera’. Así que creo que el poder del cine está vinculado a la manera que tiene de relacionarse con las experiencias de sueño de la gente; sobre todo, si es en blanco y negro, porque tendemos a soñar en blanco y negro. De modo que, cuando colocamos la cámara, lo que estamos haciendo es, nada más y nada menos, tratar de concretar un sueño.

Me hubiera servido mucho tener muy presente esa reflexión en ese momento en que apenas empezaba a investigar la crónica, cuando solo pensaba en cumplir mi compromiso con Tomassi y Bitar, antes de que el tema se fuera ganando poco a

poco mi atención, imperceptiblemente, como si de un amor imprevisto se tratara; antes de que días después las cosas tomaran un giro inesperado y diferente. Empezaron a ponerse difíciles, sin que nadie, menos yo, pudiera esperárselo.

¿ESE NOMBRE LE RECUERDA ALGO?

El hombre estaba concentrado en la pantalla de un computador. Al entrar en la oficina después de su secretaria, desvió la mirada del aparato por un momento.

—Deme un segundo por favor— dijo, y levantó el índice.

La secretaria me lanzó una sonrisa mecánica y salió. Me quedé un instante a la espera, hasta que se puso en pie, salió detrás de su escritorio y nos dimos la mano. Me invitó a que me sentara frente a él, regresó a su silla de cuero de gran espaldar y con una voz cordial preguntó si deseaba agua, una taza de café o alguna otra cosa.

—Un café estará bien, por favor, muchas gracias.

Cuando la secretaria cerró de nuevo la puerta, se puso en actitud de escucha detrás de un escritorio enorme cubierto de papeles y carpetas. Sin embargo, lo que realmente despertó mi curiosidad, fue la cantidad de diplomas, reconocimientos y fotos con gente famosa, colgadas en la pared o en portarretratos, en la que aparecía siempre: Cesáreo Reyes Jr., un tipo que, por la montaña de documentos al frente, parecía necesitar tres vidas para terminar de hacer todo lo que le hacía falta.

—Me dijo por teléfono que era periodista y estaba trabajando algo sobre el cine en la ciudad, y que por eso quería entrevistar a mi padre. ¿Cómo supo de mi padre?

—Me comentaron que él tuvo un papel importante, como comerciante, apoyando en la producción de Quemada, y que podía compartir algunos recuerdos sobre eso.

—Algo me han contado sobre ese tema. Mi padre está bastante enfermo y los médicos le recomiendan mucha tranquilidad. Quizás yo pueda ayudarle, no tengo tan buena memoria como el viejo, pero tengo recortes de periódicos con algunas entrevistas que le hicieron en diferentes momentos. Saqué copias para usted, tal vez le sean de ayuda.

Abrí la carpeta que me extendió y miré por encima las copias. En todas vi el rostro del viejo, blanco, con un vago parecido a Paul Newman, el actor gringo.

—Muchas gracias por recibirme. Así es. Estoy trabajando en una crónica sobre ese tema. Cuanto le agradezco las copias de estos recortes. Voy a leerlos con atención, es muy posible que encuentre algún dato que me sirva.

—Mi padre empezó con un pequeño negocio inmobiliario, luego invirtió en restaurantes, hoteles, bares y también negocios relacionados con producciones de cine y televisión, entre ellas Quemada, la película de la que me habló.

—Antes de continuar, señor Reyes, ¿le molesta que lo grabe? Es un apoyo para la memoria, solo yo escucharé esto, a veces se me escapan cosas importantes, no alcanzo a tomar nota de todo y no quiero correr el riesgo de olvidarme de algo.

—No se preocupe, puede grabarme, estoy acostumbrado. Últimamente he tenido

que dar muchas entrevistas, estoy empezando mi campaña política para la alcaldía, espero contar con su voto, por supuesto. Mire, aquí le doy un folleto con toda la información.

—Gracias, voy a leerlo con atención. Así es, tal como le comenté, vengo trabajando sobre la historia del cine de la ciudad, en especial la historia de Quemada. Varias personas me han mencionado a su padre. Como usted dice, él colaboró con los productores italianos y con otros extranjeros que vinieron después. También ayudó a que varios artistas hicieran su carrera musical.

—Me pone en un aprieto, eso pasó hace mucho tiempo. Recuerdo cosas cuando niño, que escuchaba en reuniones familiares, amigos y parientes que a veces hablan de eso. Mi padre fue contratado por los italianos, ellos necesitaban casas en donde meter su gente, guardar sus equipos, también les ayudó con la alimentación, el transporte, lo normal, y así fue durante los meses que duró la filmación.

”La ciudad no estaba organizada para recibir una producción de ese tamaño. No se lo tome a mal, pero usted y yo sabemos que la fama de los negros no es gratuita. No me acuerdo quién dijo que la civilización es hija de la barbarie y nieta del salvajismo. Aquella Cartagena, por lo que me dijo mi padre y alcanzo a recordar, era más que pobre, socialmente primitiva, y todavía seguimos muy atrasados. Debido a eso, surgieron muchos contratiempos, se fue complicando el rodaje de la película, muy accidentado por el clima, al igual que las peleas entre la estrella de la película, Marlon Brando, ¿recuerda?, y aquel director, que no recuerdo cómo se llamaba.

—Pontecorvo.

—Así es, Pontecorvo y Brando se la pasaban discutiendo, Brando se marchaba

de la grabación sin decirle nada a nadie, entonces había que ir a buscarlo, y convencerlo de que regresara, incluso desde el aeropuerto. Alguien me dijo que una vez Brando se dio cuenta de que los extras de Quemada comían un almuerzo diferente al de los actores, entonces puso el grito en el cielo, se indignó, eso lo comentó alguna vez Salvo Basile, el asistente de dirección de Pontecorvo, que se quedó a vivir aquí en Cartagena, ¿ya hablaste con él?

—No he podido, me dicen que está de viaje, pero he descubierto columnas de prensa escritas por él, que relatan muchas cosas interesantes. En cuanto a usted, me han dicho que su padre, como empresario, conoció en los tiempos de la película Quemada a una cantante llamada Evangelina Saumeth, que la apoyó en su carrera artística, hasta que ella murió.

Se movió en su silla, cambió de postura y miró hacia el techo, como quien hace el esfuerzo en recordar algo.

—Es posible, a él le gustaba invertir en artistas, grupos musicales, en todo eso. Era un visionario, sabía reconocer el talento. Eran los tiempos en que en Cartagena estaban los estudios de grabación de Discos Fuentes, de don Toño Fuentes, amigo de mi padre. Fue una época de oro de la música en la ciudad. Tenía varios hoteles donde llegaban muchos turistas que necesitaban atracciones, música, bailes, diversiones para pasarla bien, entonces le pareció necesario apoyar a algunos artistas.

—¿Y ese nombre le recuerda algo?

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Evangelina Saumeth.

Se cruzó las manos, se acodó sobre el escritorio, y me miró a los ojos. Me sentí incómodo, abrumado por una repentina y extraña sensación de inseguridad.

—No recuerdo nada relacionado con ese nombre —Se encogió de hombros, como si no recordara o simplemente el tema no mereciera su atención—: ¿Por qué es importante eso? ¿Acaso el tema que investiga no es la película? ¿Esa mujer está relacionada?

—Sí, me interesa todo lo relacionado con la película. Ella era una empleada de servicio que terminó trabajando como extra, como muchos otros. Su padre la escuchó can-tar y la apoyó, le pagó lecciones de canto, se alcanzó a presentar en varios lugares nocturnos y tuvo mucho éxito local. Muy pocos se acuerdan de ella, pero aquellos que sí, lo hacen con mucha pasión.

—¿Y dice que murió?

—La encontraron muerta en la bahía de San Lázaro y la gente sintió mucho su muerte.

—¿Y qué tiene que ver ella realmente con su investigación de la película?

—Nada, en realidad, no estoy interesado en ese aspecto, sino que me pareció curioso, y uno a veces siente el pálpito de que, detrás de cosas como esas, hay buenas historias, por lo menos curiosas. A veces no hay explicación para eso.

—Ha pasado mucho tiempo, casi medio siglo, mucha gente que trabajó en la película se habrá muerto ya.

—Así es, han pasado más de cuarenta años, me ha costado trabajo que la gente recuerde algunas cosas, he tenido que apelar a los viejos periódicos de aquella época.

—Bueno, le deseo mucha suerte y ojalá las entrevistas que le he pasado le ayuden en algo. Lamento decirle que tengo que despedirme, tengo una reunión pendiente y debo prepararme para ella. Los negocios no duermen, caballero.

—Muchas gracias por su tiempo, me ha ayudado mucho facilitándome las copias de estos periódicos. Ojalá encuentre algo ahí que pueda ayudarme.

—Ojalá así sea.

Se levantó, me acompañó hasta la puerta. Apenas salí, busqué un lugar para leer con calma las copias que había recibido de Reyes. Tal vez si miraba entre líneas, si unía los puntos que estaban dispersos, como los astrónomos unen con líneas las estrellas, podría descubrir no una constelación sino algunas cosas que valieran la pena ser contadas.

EL QUE TIENE BOCA SE EQUIVOCA Y EL QUE SALE A CAMINAR TROPIEZA

Cuando Tomassi despertó en el hospital, el dolor también lo hizo, un tormento disperso, repartido por los entresijos del cuerpo. No supo dónde tocarse primero para intentar aliviar su malestar con alguna caricia. Así estuvo por unas horas, buscando en su memoria alguna claridad, que le permitiera entender la situación extraña y confusa que lo tenía en esa cama. Además, ¿por qué ese hombre le había dicho eso, cuando él estaba tirado en el suelo, después de los puños y patadas que recibió? No tenía sentido. Y de pronto se abrió la puerta.

—¡Muchacha!, ¿qué haces tú aquí?

—En Cartagena todo se sabe, italiano. No somos chismosos sino adictos a la información —Karina puso su bolso sobre la cama, se sentó en el borde junto a él y se cruzó de brazos—. Con decirte que a veces no han pasado las cosas, cuando ya la gente está inventándoselas, como si tuvieran boca de profetas.

—Explícate, mujer, porque la verdad no entiendo.

—Don Giuseppe, que se me ocurrió llamarte anoche para saber en qué andabas, porque estaba aburrida, con ganas de pasear, y entonces en el hotel me dijeron lo que te había ocurrido, que estabas en el hospital.

—Y ellos, los del hotel, ¿cómo se enteraron?

—Yo qué voy a saber, ya te dije, aquí todo se sabe. Ahora, cuéntame, qué fue lo qué pasó. ¿Es cierto que te fuiste detrás de una putica de la calle y por eso fue que te atracaron?

—Así no fueron las cosas. ¿Quién pudo decirte algo así?

—¿Y cómo pasó entonces? ¿Acaso esa muchacha te puso una correa en el cuello, como a un perro, y no pudiste zafarte de ella?, ¿o usó alguna pistola para que la siguieras?

—Solo te pido que me escuches. Ustedes, los de por aquí, dicen que el que tiene boca se equivoca y el que sale a caminar tropieza. Por favor, déjame contarte qué pasó en realidad, por lo menos hasta donde me acuerdo.

—Anoche no podía dormir, así que decidí dar un paseo por las calles cercanas. Ya era tarde, como las once, pero estaba corriendo mucha brisa en la calle, eso hizo que me relajara, y caminara más de la cuenta.

Yo estaba paseando, pensando cosas, cuando me di cuenta que había llegado hasta el monumento a la India Catalina. Allí me encontré con una muchacha que estaba llorando en una banca. Le pregunté qué le ocurría y me dijo que le habían robado la cartera, que no tenía dinero para regresar a su casa y, cuando estaba buscando en mi bolsillo algún billete para dárselo, aparecieron de la nada un par de hombres, que me pusieron navajas en el cuello y las costillas. Se llevaron el teléfono móvil, mi cartera y un dinero que llevaba en el bolsillo. No contentos con eso, me levantaron a golpes hasta que a lo lejos alguien gritó. Lo último que recuerdo es que estaba en el suelo tirado.

Mientras Tomassi hablaba, volvían, como relámpagos iluminando el caos de su cabeza, algunas imágenes fugaces de la noche anterior, y en medio de ellas, las palabras sin sentido del hombre cuando se agachó para hablarle y lo tomó con fuerza por el pelo para luego decirle: “¡Viejo pendejo, váyase ya por donde vino, o lo ponemos a comer barro en la ciénaga! ¡No siga metiendo las narices donde no debe!” Y luego de nuevo la oscuridad, el miedo, el dolor físico y también la vergüenza. Se pasó una mano por la cara buscando limpiarse de todo eso.

—Allá tú y las razones por las que le seguiste el juego a esa muchacha —dijo Karina—, no me debes ninguna explicación. No estamos montados en ninguna película romántica —Mientras hablaba, Tomassi no podía dejar de ver el movimiento de sus labios pulposos, los grandes dientes blancos. Luego se calló, se hizo un silencio incómodo y se quedó mirando la pantalla del televisor apagado colgado en la pared. Entonces él le tomó una de las manos.

—¿Estás celosa?

—¿Celosa yo?, ¿pero tú por quién me tomas, hombre, si nos conocemos de nada, ya te dije, en qué película te estás montando?

—No importa, Karina, relájate, más bien ayúdame a ponerme en pie, que quiero salir rápido de esta cama, regresar al hotel y tratar de descansar. Por favor, acompáñame, mira que acabo de resucitar de entre los muertos y puedo devolverme. Además, estando contigo me curo de muchas cosas, más de las que tú crees.

Mientras Tomassi se vestía, Karina fue hasta el baño y se miró en el espejo. Un momento después, sin dejarse de mirar, preguntó:

—¿Tú crees que yo soy bonita?

Tomassi se tomó un tiempo para responder, mientras terminaba de ponerse los zapatos, y le dijo:

—Te lo voy a decir de esta manera, lo escuché el otro día en una esquina cerca de aquí, por boca de un muchacho que llevaba una caja de bananos en el hombro y vio a una mujer que le pasó al lado: Muchacha, eres como una fruta madura; si te me pones más dulce, te me dañas.

—Qué bonitas cosas estás aprendiendo en la calle, hombre, como sigas así no te voy a dejar salir a ninguna parte. Y bueno, ya me voy, tengo cosas que hacer.

En el momento en que ella se inclinó para darle un beso en la mejilla para despedirse, el teléfono sonó y ella se volvió a ver el aparato. Tomassi aprovechó el desconcierto, la atrajo y le dio un beso. Ella sonrió, pero se fue apresuradamente diciendo adiós, mientras él levantaba el teléfono por donde le anunciaban que el señor Alsino Bitar había llegado para visitarlo.

—No te voy a preguntar cuántas vidas te quedan, de las siete que tenías, sino quién es la muchacha tan divina que acaba de salir.

—Karina, se llama Karina, la he conocido el otro día en el parque Bolívar.

—Mucho más que bonita esa mulata, caballo viejo. Tiene ángel; hasta un ciego lo vería.

—Apenas estamos conociéndonos, hemos salido un par de veces, nada más.

—¿No se te ocurre decir algo mejor?

—Qué más te voy a decir, hombre, que se parece a Sonia Braga, ¿recuerdas?, qué portento de mujer.

—¿Y cuándo la conociste? Apenas llevas unos días, ¿y ya tienes una novia de ese calibre como enfermera?

—Me prometí no volver a enredarme en relaciones, pero la verdad esa actitud no conduce a nada. Como dicen acá, si del cielo te caen limones, aprendes a hacer limonada.

—Casarse con viejos turistas es una de las formas más fáciles de fugarse de esta ciudad.

—Sí, ya lo sé.

—¿Y entonces?

—Que prefiero morir engañado a vivir sin intentarlo.

—No te pongas dramático, hombre, que te entiendo perfectamente. ¡En la batalla entre el mundo y uno, hay que ponerse del lado de uno!

—¿Alguna vez estuviste casado, Bitar?

—Una vez, pero duró poco, y a lo hecho pecho. Yo soy muy romántico, crecí en los tiempos del bolero, la vida no es complicada, tú lo sabes, en realidad es uno quien termina enredándola.

—Te comprendo, Bitar, más de lo que tú crees.

DONDE ROBERT DE NIRO HACE FILA PARA VERSE UNA PELÍCULA EN EL TEATRO CARTAGENA

Todo este asunto de la escritura sobre Quemada, de escribir y armar la crónica de esa experiencia que involucró tanta gente, me había puesto a pensar en mis propias andanzas, cuando pasaba a toda hora frente aquella gran pared blanca del Teatro Padilla en la Calle Larga. Aquella pared donde cabía todo el mundo y ocurrían todas las cosas posibles o imposibles.

El tiempo es tramposo, la cédula decía que yo era un cuarentón, pero en mi cabeza de alguna manera seguía siendo aquel niño que se escapaba de casa para meterse a escondidas al cine, distrayendo a los porteros y colándose por debajo del torniquete, porque no teníamos dinero para entrar. También saltábamos paredillas hasta los techos vecinos del Teatro Padilla y Rialto para ver a esa gente que se daba plomo, cantaba y bailaba en aquel muro blanco, gente que ponía a dar tumbos el corazón y parecía más real que aquellos que estaban a nuestro alrededor. Más creíbles que nosotros mismos.

Descubrí que muchas de esas criaturas de sueño que veía bajo las estrellas en la gran pared del Teatro Padilla, o de otros cines, habían estado junto a nosotros muchas veces, caminando las calles de este Hollywood de piedras, ciénagas y mares de leva, donde por ejemplo un día de 1985 muchos vieron a Robert De Niro haciendo fila como cualquier parroquiano para verse una película en el Teatro Cartagena, aquel De Niro de Taxi Driver y El Padrino II, entre tantas otras historias.

Fue para los días en que vinieron a filmar La Misión, aquella película que ganó premios en Cannes en 1986, que dirigió Roland Joffé, con música del gran Ennio Morricone, en la que De Niro hace el papel de un cazador furtivo de indios.

Hay un diálogo en esa película, que resulta muy revelador:

—Tenemos que trabajar en el mundo. El mundo es así.

—No, nosotros hacemos el mundo así.

Supe después que el productor de esa película fue Fernando Ghía, quien años después regresó a Cartagena para hacer otra película, Nostromo, basada en una novela de Joseph Conrad, dirigida por Alastair Reid, con la actuación de la gran Claudia Cardinale.

“Aquí en Cartagena lo tienes todo —dijo Fernando Ghía—. Saltas del siglo XVIII hasta Miami en pocos minutos —Y expresó algo que descifró el alma de la ciudad—: Todos estos son pobres que han aprendido a ser felices a pesar de todo”.

Algunos años después, en 2012, cuando Roland Joffe regresó a Cartagena para un festival de cine, en una entrevista recordó la filmación de La Misión, y decía que encontraba a Cartagena muy cambiada. “Ahora hay más edificios y lugares para que vengan más turistas. Sin embargo, la Cartagena de hace 25 años era más bohemia. Los turistas estaban interesados en la historia, en las historias de la gente. Porque la gente era gente. Ahora el turista es otra cosa: eres lo que consumes. Así ha sucedido en todo el mundo. Antes los viajes eran una aventura. Ahora hay cada vez menos aventuras. ¿Eso es el progreso? Aun así, Cartagena no ha perdido la magia”.

Así poco a poco, en la medida en que me fui metiendo de cabeza en la crónica sobre Quemada, fui entendiendo la necesidad de Tomassi de que se contara toda esa historia dispersa, ojalá no solo de la película, también de la ciudad y su relación con el cine, por ejemplo: Paul Schrader, el guionista de Taxi Driver y Toro salvaje, de visita en Cartagena, pero encerrado en su habitación por temor a una infección. García Márquez, Werner Herzog, William Styron y Carlos Fuentes tomando jugo de melón en una esquina del parque Bolívar y mamando gallo en tres idiomas.

Y eso me hace acordar una anécdota de Víctor Nieto Jr., el hijo de Víctor Nieto, fundador del Festival de Cine de Cartagena. Nieto Jr. era un amante del cine más allá de cualquier lógica, como corresponde a todo amor. Me la contó el gran periodista y poeta Jorge García Usta, quien trabajó para el festival muchos años: “Cuando el mítico director alemán Werner Herzog estuvo en Cartagena filmando su película Cobra verde, ya Víctor Nieto Jr. estaba enfermo y en cama, pero le pidió a su hermano Gerardo que fuera a saludar a Herzog en su nombre y que después del saludo, sin cometer el sacrilegio de lavarse la mano, regresara directamente a donde él. Entonces le estrechó la mano a Gerardo, y en ese instante a Herzog, y luego mostró una de las mejores sonrisas que le quedaban”.

Una llamada me sacó de mis pensamientos. Era Bitar contándome lo que le había ocurrido a Tomassi la noche anterior, el atraco que había sufrido y los golpes que recibió, pero me dijo que ya estaba en el hotel, acompañado por una amiga, y tratando de recuperarse de la mala hora. Tomassi le había comentado sobre las amenazas que los atracadores le hicieron, pero de las que tampoco estaba muy seguro, y que para Tomassi no tenían ningún sentido.

—¿Y sabes si necesita algo? Yo podría visitarlo, tal vez necesite medicinas o ayuda —le propuse a Bitar.

—Santiago —respondió Alsino—, no te preocupes, toda la medicina que necesita se la está dando esa muchacha con la que está saliendo, ella sola debe

hacer más milagros que cualquier médico y todos los santos del calendario.

También me informó, antes de colgar, que tenía que dictar varias clases de ajedrez durante los siguientes días. Me recomendaba aprovechar mi tiempo, intentando avanzar con la crónica, quizá buscar y localizar otras fuentes, que hablara con quien pudiera sobre el tema.

—Vamos, Santiago, pon a prueba tu olfato, ojalá puedas darnos alguna sorpresa.

Así que me puse a revisar de nuevo mis notas y encontré un recordatorio para mí mismo. “Ojo: revisar noticias sobre la película en periódicos del año 68 y 69”, ya que Tomassi había mencionado que, durante la filmación, varios diarios y revistas habían publicado cosas relacionadas. También dijo: “A mí me tocó recortar todas esas notas para el archivo personal de Brando”. Así que me fui nadando en el espeso sudor de esa mañana, hasta el edificio de la vieja Biblioteca Bartolomé Calvo, en pleno centro de la ciudad antigua.

Allí me informaron que los periódicos que existían de aquella época eran el Diario de la Costa, Diario del Caribe y El Universal, único sobreviviente de aquellos años y célebre porque Gabriel García Márquez publicó ahí sus primeros artículos periodísticos. Aquellas memorias reposaban en tomos empastados de pliegos amarillentos. En algunas zonas el papel era quebradizo; parecía transformarse en los dedos en aquel polvillo que queda cuando se atrapan mariposas por sus alas. Todos aquellos años reducidos a polvo. Inevitable recordar aquella sentencia bíblica, según la cual polvo somos y en eso nos convertiremos.

Así fue que empecé a esculcar entre aquellas páginas, y al final de la jornada me dejaban las manos tan sucias que, al lavármelas, parecía que hubiera trabajado todo el día en una mina de carbón.

Encontré varias notas sobre la filmación de Quemada, preparativos para la producción y otras cosas relacionadas, entre muchos artículos de béisbol y boxeo, golpes de la policía contra el tráfico de drogas, y noticias de la carrera espacial entre rusos y gringos para llegar a la luna. También descubrí una nota sobre la cantante Evangelina Saumeth que estaba fechada en noviembre 14 de 1968. Un periodista que escribía con el seudónimo de El Guardafaro hacía un breve perfil de ella.

Me parecía que la página del diario se iba romper en cualquier momento. Se veía el efecto de los muchos años que me separaban del día en que se imprimió. Era ya un papel quebradizo; en varias zonas de la página la tinta se había desgastado, desaparecido o fundido con las demás manchas. La foto que acompañaba el artículo era un rostro fantasma en una sombra amarilla. La mitad del rostro estaba cubierto por una neblina que impedía ver con claridad los ojos y sin embargo me parecía familiar, como esos rostros que uno ha visto en sueños, pero que no alcanzas a recordar cuando despiertas. Un rostro que conservaba la pureza incorruptible de esos sueños.

Noticia: Murió la cantante Evangelina Saumeth, La Luciérnaga: se apagó la estrella, pero nos queda su luz en la memoria

Por: El Guardafaro

Hace un tiempo tuvimos el privilegio de ser testigos de una experiencia sublime, el debut de una de las voces y presencias escénicas más sobrecogedoras de los últimos tiempos, Evangelina Saumeth, la cantante, bailarina y criatura sobrenatural que murió hace pocos días.

Desde esta columna seguimos y comentamos sus presentaciones en varios escenarios de la ciudad, bares, hoteles, casinos y agasajos particulares. Hoy no quisiéramos tener que escribir esta nota, en la que registramos la desaparición de una artista que logró en poco tiempo ganar la iración de muchos y que hoy merece nuestra buena memoria.

A este periodista, como a tantos lectores de este diario, nos sorprendió la noticia por lo trágica y absurda. Evangelina era una joven llena de vida que merecía la oportunidad de desarrollar ese talento que tanta gloria prometía. Sin embargo, ya sabemos que nadie tiene comprada la vida, tampoco seres excepcionales como ella que merecían mejor suerte.

Tenía luz propia esta muchacha. Parecía que las luces del escenario sobraban ante su figura y el portento de su voz, que venía del paraíso de su boca y llegaba hasta nosotros para anidarse en el corazón, llenándonos de alegría, gozo y un sinfín de sentimientos gloriosos en el público que la escuchaba.

Quien esto escribe y muchas personas más la vimos por primera vez en el bar El Príncipe, que desde hace mucho es la plataforma de lanzamiento de los artistas locales más prometedores de nuestra ciudad. Valga mencionar también al jovencísimo cantante de sones y boleros, Joe Arroyo, cuyo nombre artístico inicial fue Johnny Moré, nacido en las entrañas del barrio Nariño y cuya versatilidad vocal nos lleva a pensar que tendrá sin duda un futuro destacado en su arte.

Pero volvamos a Evangelina Saumeth. A pesar de su breve pero intensa carrera, en la que solo pudo sacar un disco que ni siquiera fue lanzado oficialmente, todos recordaremos a Evangelina, porque fuimos testigos de su energía y la especial forma que tenía de hacer sentir al público que hoy la llora. Estar a unos pasos de ella era como estar muy cerca de una llama que nos podía herir,

pero, a pesar de eso, la aceptábamos con placer.

Hablando con alguna gente que la conoció, descubrimos que desde siempre estuvo en pie de lucha contra todo, como si desde sus primeros pasos el mundo hubiera conspirado para mostrarle su lado más amargo, haciendo de su vida terreno para cosecha de todo tipo de dificultades. Supe por boca de algunos vecinos de Getsemaní, testimonios dispersos sobre la vida de Evangelina, por ejemplo, que su madre, Lucinda, era oriunda de Santa Cruz de Lorica, Córdoba, y de allí salió cuando era joven para Cartagena, buscando mejores vidas.

Para alguien con el espíritu de Evangelina, dejar pronto un mundo como este fue casi una bendición, un mundo donde la libertad del hombre y su promiscuidad son celebradas y se convierten en motivo de orgullo por parte del clan que habita, pero que en una mujer son objeto de burla, la única aspiración que tienen es casarse lo mejor posible, tener hijos y pasar el resto de la vida sirviendo a su prole, dejando de lado los sueños e ilusiones que puedan tener.

No sobra decir que la opinión pública de la ciudad, los iradores del arte de Evangelina Saumeth esperamos el resultado de las investigaciones sobre su muerte, porque existen muchas dudas razonables al respecto. ¿Por qué a alguien, en pleno crecimiento de su vida artística, le pasó esto? Estaremos muy atentos para que se despejen las dudas sobre la suerte de esta estrella fugaz, cuya luz seguirá viva en nuestro recuerdo.

Cuando ese día terminé mi trabajo en los archivos, al momento de entregar los grandes libros de periódicos empastados, me puse a conversar con el viejo director de la sección. Se llamaba Januario Valero. Por su aspecto, podía llevar ahí trescientos años cuidando celosamente ese material. Por supuesto que lo emparenté con Borges y su eterna biblioteca, porque detrás de sí había cientos de anaqueles con los grandes libros que guardaban la memoria de periódicos, días y días llenos de noticias que esperaban a muchos estudiantes en busca de material para sus tesis, o gente removiendo el pasado, como yo, olvidando que eso puede

llegar a ser peligroso.

—Gracias por su ayuda, —le dije—. Ojalá pueda venir mañana para seguir investigando. ¿Se deja invitar un café?

—Claro que sí —me respondió y dejó a cargo a un muchacho que estaba organizando unas cajas detrás de él.

Cuando llegamos a la cafetería, pidió una Coca-Cola en vez de café, y mientras preparaban el mío, me preguntó qué estaba investigando.

—Ando buscando información sobre la filmación de la película Quemada en Cartagena, para una crónica que me han encargado. Tal vez usted se acuerda de eso, fue por allá en 1968.

—Me acuerdo de eso y mucho más. Yo todavía vivía con Maritza, mi primera mujer; ella trabajó en la película como extra. Yo también. Nos pusieron unas camisas y pantalones de esclavos. Filmaron en varias partes, en la Plaza de los Coches y la Aduana, también en la iglesia de Santo Domingo, el mercado de Getsemaní, por la Calle del Arsenal, y las cercanías del Puente Jiménez en el barrio Manga. Todas esas calles estaban sin pavimentar, muchas no tenían adoquines, entonces los italianos tuvieron que echarles tierra y pisarla, como en las películas del Oeste.

”También estuvieron en varios pueblos cercanos, Bocachica, Palenque, en San Cayetano, donde recuerdo que Marlon Brando vio una mujer del pueblo y se enamoró a primera vista. Se fueron en un carro y se perdieron juntos por varios días. Allá en Galerazamba se filmó una batalla con cañones y todo eso. Es que

aquí donde usted me ve debieron darme un Óscar al mejor extra de esa película —se tomó un largo trago de Coca-Cola, mientras cerraba los ojos con profunda satisfacción, y preguntó—: ¿Y ha encontrado algo de lo que busca?

—Varias cosas. Me fui directo al año de la filmación de la película, 1968, pero también quiero ver los meses previos, cuando se estaban haciendo los preparativos, antes de que llegaran los italianos. También quiero ver los meses posteriores de la filmación, a ver qué efectos tuvo la película en la gente, como cuando la estrenaron. Hay muchas cosas curiosas. Por ejemplo, hoy me topé con un artículo sobre una cantante que trabajó en la película como una extra figurante.

—¿Quién escribió el artículo? Por esta ciudad ha pasado mucha gente famosa: el nobel García Márquez, por supuesto, pero también estuvo Zapata Olivella, el gran Clemente Manuel Zavala, Jorge García Usta y Rojas Herazo. ¿Ha leído a Rojas?

—Por supuesto, ese viejo Rojas era tremendo. Escribía como los ángeles, pero el que firma la nota sobre esta cantante que se llamaba Evangelina Saumeth, era un periodista que firmaba con el seudónimo de El Guardafaro.

—¡Alberto! Claro que sí, hombre, aquí en los diarios muchos tenían que escribir con seudónimo, para no meterse en líos porque se pisaban muchos callos. Esta ciudad es hermosa, aquí he pasado los mejores momentos de mi vida, pero también es muy clasista y corrupta. A los negros solo los empiezan a respetar cuando se alisan el pelo y se aclaran la cara. ¿Se acuerda de lo que dicen en la calle? ¡Ellos son blancos y se entienden!, ¡ellos son negros y se entienden!, ¡está más feliz que negra preñada de blanco!, ¡se cree muy café con leche!...

—¿Y quién era El Guardafaro?

—Era nada más y nada menos que Alberto Pernett, quien fue amigo mío. Un tipo muy gracioso, inteligente, también un poco loco, pero ya sabes, de músico, poeta y loco todos tenemos un poco, a mí me dolió mucho su muerte.

—Su nombre me suena, pero no sé por qué, tal vez alguien me lo ha mencionado antes. ¿Alberto Pernett?

—Debe sonarte, porque él era muy famoso, escribía muy bonito, unas crónicas y artículos que le gustaban mucho a la gente, donde hablaba de todo lo que pasaba en los barrios, personajes populares de la ciudad y todo eso. Alberto era del barrio Torices. Me acuerdo mucho de una crónica muy divertida llamada “¡En Torices nació el mundo!”. Hablaba hasta de los locos del barrio. Yo no he vivido nunca en Torices, pero visitaba mucho por allá, me lo encontraba de vez en cuando, en alguna tienda o barcito, nos poníamos a beber cerveza y conversábamos de todo.

—¿Y de qué murió?

—Se alcoholizó, pobrecito, se mató a punta de trago, pero ¡qué inteligente era! Lo encontraron en su casa un día cualquiera. Dijeron que había sido por un despecho amoroso, una mujer con la que salía y luego lo cambió por otro con más plata.

Saqué la cámara fotográfica del morral, la encendí y le mostré en la pantalla la foto de la crónica que había escrito Pernett.

—No veo muy bien —dijo, entrecerró los ojos y se quedó mirando un rato, luego se tomó otro trago de la bebida, y remató con algo inesperado—: Sabes que ahora me acuerdo de algo, que no tiene que ver con la película, pero sí con esa cantante.

—¿Qué cosa?

—Mi mamá tenía una pensión para estudiantes, en el centro histórico, en la Calle de los Coches. Allí vivió un muchacho que estudiaba medicina, del que fui paciente un par de veces. Se llamaba Haroldo Banquez. Hacía sus prácticas en Medicina Legal. Nos contó una vez que le había tocado hacer el levantamiento del cadáver de esa cantante, Evangelina, y que le había sorprendido mucho, porque era muy hermosa.

—¿Y ese médico dónde vive, será posible hablar con él?

—Si tienes un buen espiritista, tal vez, para que hables con su fantasma, porque Haroldo Banquez murió hace algunos años. No sé dónde vive su familia, pero debe ser fácil encontrar algún familiar por el directorio telefónico o preguntando a cualquier otro médico, ya que todos ellos terminan conociéndose entre sí. ¿Y qué tiene que ver eso con la película?

—Nada en realidad. No tiene que ver con la película de manera importante —le respondí al jefe del archivo—, pero quién sabe, tal vez sirva para alguna otra cosa que se atraviese en el camino.

LA PROCESIÓN VA POR DENTRO

—Ha ocurrido algo muy extraño, por eso los llamé y les pedí que nos viéramos aquí —dijo Bitar—. Quise decírselos personalmente, me pareció lo mejor y saber qué opinan. Necesitamos privacidad y ¿dónde mejor que aquí en la habitación de Tomassi?

Se quedó en silencio. Su semblante era de un animal nervioso, mientras se sobaba una mano con otra, como buscando algo con qué llenarlas, un cigarrillo tal vez que no encontraba.

—Déjate de películas de terror, hombre. ¿Por qué tienes esa cara de acontecimiento? Cuenta qué pasó —dijo Tomassi, mirándome a mí primero, luego a Bitar, quien bajó los ojos y empezó a explicar.

—La hija de Mariela, mi vieja amiga, la que estuvimos visitando, me llamó esta mañana. Primero me insultó, mientras lloraba, pobrecita, luego me amenazó y, cuando pude hacer que se tranquilizara, me explicó el motivo de su angustia. Sucede que Mariela desapareció el día después que conversamos con ella y nadie sabe dónde está. Eso es muy sospechoso, porque ella no acostumbra hacer esas cosas. Es una abuela, sin muchos compromisos, salvo los relacionados con su tienda, la familia y un culto cristiano al que asiste.

”Sus familiares cercanos no saben nada, tampoco sus vecinos. Su hija informó a la policía, quienes ya hicieron un reporte con su fotografía, que ya está circulando para hacerle seguimiento a la situación y tratar de encontrarla”.

—¿Y por qué te llamó su hija? No entiendo, ¿qué tienes que ver tú con su desaparición? —dijo Santiago.

—Yo también se lo pregunté. Lo que ocurre es que algo muy extraño ocurrió después de nuestra visita del sábado y Brandon fue testigo, el nieto de Mariela, ¿recuerdan?, el que ayudaba en la tienda. Brandon dice que la notó diferente después de que nos fuimos. La descubrió llorando en su cuarto. Durante el día siguiente pasó distante, distraída, se irritaba, discutía por todo y en la tarde de ese domingo salió sin decir a dónde. Solo dijo que tenía que hacer una diligencia. Por eso los llamé, para que nos viéramos, y me ayudaran a pensar en todo este asunto.

—Muy extraño. Esa señora se veía tan normal, aunque eres tú quien la conoces y quien puede decirnos si lo que dijo su nieto tiene algún sentido.

—Quién sabe, Santiago. Muchas veces la procesión va por dentro, pero sin duda es muy extraño.

—La hija de Mariela también dijo que le dio mi número de teléfono a la policía, para que ayudemos a descubrir lo que está pasando. Antes de venir acá, me llamó un detective, que dijo que necesitaba conversar con nosotros. Yo le dije dónde estaríamos, aquí en el hotel de Tomassi, y que podía venir a esta hora para conversar sobre el tema.

—No entiendo Bitar cómo pudiste hacer eso sin saber qué pensábamos nosotros primero. Ni siquiera nos llamaste. Me siento como en una emboscada, hombre —dijo Tomassi.

—Por favor, Tomassi y Santiago, lo hago por nuestro bien. Piensen las cosas. El que nada debe nada teme. A mí tampoco me gusta lo que está ocurriendo. Yo tenía mi vida tranquila y ahora se presenta esto. Todo ocurrió muy rápido y por eso preferí contarles esto frente a frente. Yo entiendo a la familia de Mariela. Están preocupados y es lógico que piensen en nosotros después del comportamiento de la vieja.

—No sé qué decir… —fue lo único que dije.

Miré a Tomassi, después a Bitar, me levanté y me fui a la ventana de la habitación, llevándome las manos a la cabeza.

Todo esto estaba tomando un rumbo inesperado, a una velocidad que no permitía a nadie comprender las cosas, y por la cara de todos en la habitación, incluida la mía, esa sorpresa inicial estaba dando paso a una inquietud muy cercana al temor, nacido por supuesto de la posibilidad de que la situación se agravara por alguna razón, y eso sí era algo en lo que era mejor no pensar, porque los pensamientos también son imanes de todo tipo.

El hombre que llegó a los cinco minutos se presentó como el detective Rafael Sabalza, de la Oficina de Investigaciones del comando de policía. Vestía de civil y precisó que estaba encargado de las indagaciones iniciales en casos de desapariciones y otros asuntos, para luego, de acuerdo con los hallazgos, determinar si existían méritos para investigar a fondo los casos.

Era de estatura baja, apariencia pesada, y un rostro con ojos grandes que recordaba el de las tortugas. Su piel tenía un semblante rojizo, del color de la carne cruda, y caminaba con solidez de un lado a otro de la habitación sobre las gruesas suelas de unos zapatos negros que se veían lujosos. Venido del calor exterior, tenía la frente sudorosa y brillante. Se movía y hablaba lento; daba la

impresión de que todo lo hacía así, tan lento que parecía no tenerle miedo al paso del tiempo.

—Estamos aquí para conversar informalmente —dijo—, a ver si ustedes pueden ayudarnos a entender esta situación que se ha presentado con esta señora, Mariela Escalante, cuyos familiares la reportaron como desaparecida. Ustedes pudieron haber sido citados en un lugar oficial, pero me pareció mejor hablar aquí, antes de cualquier diligencia y papeleo, en un lugar donde se sientan cómodos. En conclusión: tenemos la esperanza de que nos ayuden a saber algo del paradero de esta mujer.

—Yo creo que hablo por todos si digo que puede contar con nosotros para resolver esto, Mariela es una vieja amiga mía, a quien aprecio mucho y me preocupa lo que está pasando. Lo que no sabemos es cómo podemos ayudarle, pero estamos dispuestos a hacerlo —dijo Bitar.

—La situación me tiene algo confundido. De acuerdo con información de la familia de la señora Escalante, ella desapareció de su casa el día después de que ustedes fueron a visitarla. Por otro lado, el nieto de la señora, Brandon, se llama, dice que la vio comportarse de forma extraña, como si no fuera ella, exactamente después que terminó la visita de ustedes. Insisto, necesito que me ayuden a entender esto, para su propia tranquilidad. ¿Pueden decirme algo sobre lo que pasó durante esa reunión, creen que su visita la afectó y eso fue el origen de su desaparición? —Sabalza levantó sus tupidas cejas, que parecían dos bigotes, y luego las bajó. Su mirada hizo un recorrido que abarcó a todos.

Nos miramos los tres, Bitar, Tomassi, yo, en busca de algo que decir, después respondimos negativamente con la cabeza, susurrando, cada quien a su manera, que no sabíamos nada.

Casi enseguida Bitar se puso de pie, se atrevió a mirar al policía de frente y dijo con seguridad:

—No se nos ocurre nada para explicar la desaparición de ella, por una sencilla razón, y es que no sabemos nada al respecto, detective —y terminó recalcando con los brazos abiertos.

—Lo que Bitar quiere decir —agregó Tomassi— es que no sabemos nada sobre el asunto. Todos estamos extrañados por lo sucedido. Hace muy poco que la vimos y estaba tranquila, muy amable y no dio señales de nada extraño. No somos responsables de su desaparición.

—No estoy culpándolos de nada. Solo quiero comprender qué está pasando. Tal vez dijeron algo que la perturbó. ¿En algún momento discutieron? Hasta ahora lo que sabemos es que todo estaba normal en su vida, hasta que ustedes hablaron con ella y empezó a comportarse de forma diferente.

—No hablamos nada fuera de lo común –dijo Bitar—. Fue una conversación de amigos que no se veían hace mucho tiempo. Yo llevaba cerca de un par de meses que no llegaba a su negocio y aquí mi amigo Tomassi, que está recién llegado de Italia, la conoció ese día.

—Señores —continuó el detective sentándose en una silla—, estoy pidiendo su ayuda para resolver esto. Tal vez ustedes dijeron algo que pudo afectarla, algo que pudiera explicar el posterior comportamiento de ella. Y aquí entro en detalles. Su nieto dice que después de que ustedes se fueron, ella tomó una botella de licor de los estantes de la tienda y se fue a su cuarto a llorar. Y eso, señores, tienen que estar de acuerdo conmigo, no es normal. Ustedes están en posición de saber qué pasó. Algo dijeron o hicieron para que ella se comportara así.

Y uno piensa, ingenuamente, que cosas como esta no le pueden pasar a uno —se dijo Santiago—, al mismo tiempo debía darle la razón al detective por sus presunciones y sospechas. ¿Una mujer está conversando, riéndose, y un instante después asume esa actitud tan inesperada? ¿Por qué llorar a escondidas? ¿Dolor, algún mal recuerdo, vergüenza? Al intentar resolver un misterio como ese, nadie dejaría nada por descartado, y eso volvía más compleja la situación, porque, ¿quién se atrevía a adivinar en esas circunstancias?

—No tengo otro remedio que pedirles que no abandonen la ciudad, hasta que sepamos algo sobre ella. Y eso de manera especial va para usted que es extranjero, caballero. Estoy en capacidad de evitar que salga del país, mientras prosiguen estas investigaciones.

Tomassi se cruzó de brazos, impotente y guardó silencio.

—No sé cómo podamos ayudarle —dije—. Yo no la había visto nunca, salvo esa tarde que la conocí. Además, el señor Tomassi vino de vacaciones. Todavía estará algunas semanas por acá. Usted sabe que legalmente no puede impedir su salida. Se presume su inocencia, ¿recuerda?, hasta que no haya una investigación y una orden formal, en la que esté acusado de algún delito, no puede impedirle nada. No soy abogado penalista, pero, antes de una decisión como esa, debe existir un documento oficial.

—¿Ahora me va a decir usted cómo hacer mi trabajo? —dijo Sabalza.

—Vamos, señores, por favor cálmense —dijo Tomassi—. Solo tenemos que pensar cuál es la mejor forma de colaborar para encontrar a esta señora. Por otra parte, detective, usted debe creernos que de verdad no tenemos idea del por qué

se dio el comportamiento de la señora Escalante.

—Ya dejen de repetir eso. No ayuda en nada. Más bien, piensen entre todos — dijo el detective al levantarse—, que ya bastante angustia está sufriendo la familia de esa mujer. Piensen también en el bienestar de ustedes, no está demás decirlo. Ustedes se metieron solos en este lío, ya tengo sus datos y ustedes los míos —el detective se encogió de hombros, con despreocupación, y les dio la espalda marchándose.

Nos quedamos en silencio, mirándonos entre todos, sin saber qué decir.

—No hagamos una tormenta en un vaso de agua —dijo Bitar—. Yo sé que todo esto debe tener una explicación. Ya verán que pronto Mariela aparecerá. Todo volverá a la normalidad. Ya ven que lo mejor era conversar con ese policía y decirle que no tenemos velas en ese entierro. Que mejor investigue por otros lados, pero dimos la cara y eso es algo.

—Para mí que ese detective está lanzando el anzuelo. Quiere meternos miedo para ver qué pesca y, en última instancia, que nosotros hagamos su trabajo —dije por mi parte—. A pesar de eso, me parece que lo más sensato es seguirle el juego. Por ahora, hacer lo que aconseja y pensar en lo que pasó esa tarde, lo que se dijo en el encuentro con ella. No perdemos nada.

—Su forma de comportarse fue normal. Si hubiera visto o escuchado algo que me hubiera causado extrañeza en ella, estoy seguro de que lo recordaría —dijo Bitar—. Además, cómo sabe uno todo lo que pasa por la cabeza de una persona; eso es imposible.

—Yo tengo algunas notas al respecto que hice para la crónica —comenté—. Y aunque tal vez no tengan que ver con esto, voy a revisarlas para tener más claridad. Ustedes deberían recordar cualquier cosa que hayan pasado desapercibida. Por lo menos eso nos dará la tranquilidad de haber intentado algo. Ahora me voy, tengo un compromiso y no quiero quedar mal con alguien con quien tengo que verme. Por favor, infórmenme si hay alguna novedad.

Me despedí de ambos y salí a la calle. No tenía ninguna reunión con nadie. En realidad, solo sentí la necesidad de quedarme solo y pensar un poco en lo que estaba ocurriendo, analizar por mí mismo la situación, tratar de ver los árboles que el bosque no dejaba ver y tal vez descubrir aquello que estaba pasando por alto.

Cuando llegué a casa, duré un buen rato revisando mi libreta de apuntes, las notas breves y palabras sueltas, una que otra expresión dicha por alguien, tal vez una observación sobre cualquier tema que hubiera pasado por alto y me ayudara a reconstruir aquel encuentro con Mariela Escalante. Me acordé de aquel instante en que, ajena al delirio de la conversación, se quedó mirando lejos mientras fumaba y luego apretó con una mano el cristo de su escapulario, con los ojos absortos.

Una de estas cosas no es como las otras, decía una canción en un programa infantil que veía cuando niño y eso es lo mismo que se aprende leyendo las historias de Chandler y Simenon. Y eso hice por un largo rato cuando llegué a casa: me puse a explorar mi libreta de mano, esa selva de palabras mal escritas y sin control, para que no se me escapara nada de lo escuchado.

A ver si encontraba alguna señal, la rendija por la que entrara la luz en esa sombra de confusión, sin saber muy bien qué estaba buscando o incluso si realmente valdría la pena el esfuerzo. Algo que sirviera de llave debía estar allí, en medio de las palabras y silencios que se dijeron. Sin embargo, por más que volvía una y otra vez a los apuntes, no descubría nada especial. A veces, si jalas

de un hilo, encuentras un elefante, pero la punta de ese hilo tal vez estaba en otro lugar.

DEL DIARIO DE LA QUE HABLA DORMIDA

Un día llegaste y mi mundo se puso patas arriba.

Me acuerdo entre la neblina de los años que por ti abandoné a mis muñecas, rendida como estaba ante esos ojos que abarcaban el mundo entero, y que podían ver a través de mí, allá dentro de mí, hasta lo profundo de mi corazón, tomarlo entre tus manitas y comértelo, mientras yo era feliz con cada mordisco que me dabas.

Descubrirte cada día de nuevo, crecer a tu lado, sufrir junto a ti dolores, por cuenta de nuestra pobreza, hombro a hombro, hambre y hambre, pero siempre las pequeñas alegrías, inesperadas, bañarme contigo bajo la lluvia, los diluvios y sus chorros que caían, inviernos felices bajo los techos de Getsemaní.

Y la felicidad de encontrarte, yo sudando de angustia y al borde de las lágrimas, cuando jugábamos a las escondidas en la casa o la calle, después del miedo que crecía en cada rincón donde no te encontraba.

Tirados en la yerba, de cara al sol, bajo todo eso cielo nuestro, contando pájaros, escuchándolos con los ojos cerrados y nuestras manos entrelazadas. Corriendo por la playa, coleccionando caracolas, escuchando las campanas de los barcos naufragados, allá lejos.

Comer contigo, junto a ti, del mismo plato, una sola risa, que empezaba en alguno de los dos, pero no terminaba en ninguno, durante horas, y luego el Padre Nuestro en el coro de nuestras voces siempre juntas, todas las noches, y

luego el abrazo y las mejillas, cabelleras y sueños enredados en una sola almohada.

“LA NOSTALGIA DEL PARAÍSO ES EL PARAÍSO”: DICE GIUSEPPE TOMASSI

Conversé muchas veces con Tomassi durante el tiempo en que duró la investigación y la escritura de la crónica, esos diálogos con el hombre que no cesaba de hablar de Brando y los muchachos de su época cartagenera, se mantuvieron a pesar de los hechos que fueron presentándose, y que vendrían a enrarecer cada vez más los asuntos que rodeaban el tema de Quemada, y algunos personajes que estuvieron cerca de la filmación de la película.

A veces hablamos formalmente. Yo con las botas puestas del periodista, haciéndole preguntas directas, grabándolo con el teléfono, y otras veces tomando notas mentales de sus palabras y silencios, historias que a veces surgían sin esperarlas, cuando caminábamos solos, o en paseos y reuniones junto a Bitar, casi siempre rumbo a citas con gente que pudiera contar algo nuevo y olvidado sobre el tema.

Los recuerdos personales de su vida, antes de llegar a Cartagena en 1968, surgían dispersos. Tuve que irlos juntando para que pudieran ser parte de una sección de la crónica, de tal manera que tuviéramos idea del pasado de aquellos que estuvieron por acá, buscándose la vida como cualquier parroquiano más. Alguien dice por ahí que la vida se vive hacia delante, pero se entiende cuando miramos hacia atrás, por eso me interesaba saber algo de su pasado.

Su abuelo, Aldo Tomassi, por ejemplo, le contó que la madre de Giuseppe se había caído de una silla cuando estaba en el octavo mes de gestación, y durante cerca de tres días ella dejó de percibir todo síntoma de vida en su vientre.

El médico comunicó que su embarazo se había interrumpido definitivamente.

Pero a los pocos días, una mañana después de un sueño agitado, algo que podríamos llamar fe, porque no sentía dolores, hizo que se pusiera en pie, despertara a su marido para que fuera a buscar la comadrona y entonces, sin ningún aviso previo, parió a voluntad a un niño de siete libras de pesos, que pasó a llamarse Giuseppe, en recuerdo de un bisabuelo paterno famoso por haber pescado a una ballena solo con un cordel. A pocas horas de dar a luz ella murió.

Tomassi había nacido en Altofonte, Sicilia, no muy lejos de Palermo, a donde después se mudaron debido a que su padre perdió la cordura y la voluntad de vivir tras la muerte de su mujer. Mi tragedia, me dijo Tomassi, no era que mi madre se hubiera muerto al parirme, sino que mi padre nunca perdonó que su hijo viviera, por lo menos eso le hizo sentir de muchas maneras, sobre todo con su indiferencia, desapego y alguna mirada ocasional de rencor. Algo se quebró en la mente de su padre, porque se entregó al alcohol, llorando su mala suerte en los bares, rincones y esquinas, para luego morir de un infarto cuando Tomassi tenía apenas once años.

A partir de allí la vida pareció retomar su cauce de normalidad. Tomassi creció a la sombra de su abuelo, Aldo, en cuya casa vivían también un par de mujeres que ayudaban en las cosas del hogar y que eran más amigas que empleadas de la casa. Así abuelo y nieto vivieron solos durante años, manteniéndose con las lecciones de violín que daba el viejo en un par de colegios, cuidando casas y fincas en los alrededores, y recibiendo la ayuda de amigos cercanos y parientes lejanos que a veces aparecían.

Contra todo pronóstico, Giuseppe Tomassi era uno de los hombres con más pies en la tierra que he visto, para nada supersticioso si tenemos en cuenta su origen y el prejuicio de que los sicilianos se entienden mejor con los dioses que entre ellos mismos, debido a las tradiciones y costumbres nacidas de su relación con la tierra y gracias a lo cual aún saben artes para protegerse de las vueltas del destino y el carácter voluble de los hombres.

Su abuelo había peleado en la guerra junto a las fuerzas partisanas, combatiendo en varios frentes de batalla, primero contra las fuerzas de Mussolini y luego contra los destacamentos nazis que invadieron la isla. “Mi abuelo era muy callado”, decía, “tal vez su experiencia en la guerra lo marcó de muchas maneras, volviéndolo silencioso e introspectivo. Andaba siempre de un lado a otro haciendo oficios o limpiando su vieja escopeta de guerrillero partisano”.

Fue una cuestión de suerte que llegara de la nada la oportunidad de trabajar en la película, porque muchas circunstancias se juntaron y condujeron el destino de Giuseppe hacia Cartagena. Aldo había heredado la amistad de Benicio Conti, nieto de uno de sus compañeros de armas en la compañía partisana, a quien le había salvado la vida en una incursión militar.

En una de esas visitas, gracias a la hermandad que habían creado, a pesar de su diferencia de edades, Benicio y Aldo llegaron a la conclusión de que al joven Giuseppe le venía bien apartarse de los calzones de su abuelo por un tiempo, ver algo de mundo, antes de que llegara otra guerra, nunca se sabe, porque la locura siempre anda en busca de cabezas dónde hacer el nido, decía Aldo, y en ese caso era mejor que el muchacho tuviera experiencia para seguir solo por la vida. Te juro que quisiera ser inmortal solo para cuidar de este muchacho, decía Aldo, pero yo sé que estoy viviendo más de lo que estaba planeado.

Por aquel entonces, Benicio, que se había titulado como de empresas, estaba relacionado con inversionistas de la industria del espectáculo y estaba encargado de algunos asuntos de una película que se iba a filmar en Cartagena de Indias, al otro lado del mundo, Quemada se llamaba el filme y la dirigiría Gillo Pontecorvo, quien era también su amigo personal. Era la oportunidad ideal para que el muchacho, Giuseppe, supiera lo que es salir adelante por sí mismo y labrarse un futuro propio.

Se despidieron con la promesa de verse un par de días después, tiempo suficiente para que Aldo pensara las cosas y conversara con Giuseppe, y así fue como se

tomó la decisión de que el muchacho acompañara a Benicio a Roma para organizar todo lo relacionado con su viaje.

Después de un par de semanas en Roma, Giuseppe emprendió su viaje a Cartagena, así se sumaría a la producción de la película, en la que trabajaría haciendo múltiples oficios. Allá donde viviría lo que tenía que vivir, el Paraíso y sus placeres, pero también el fin de la inocencia, esa expulsión necesaria para aprender el arte de resucitar en vida, porque muchas veces se tiene que morir para poder seguir viviendo.

Ahora que conversaba con Tomassi, pensaba que las fichas de dominó continuaban cayendo, a pesar del paso del tiempo: Tomassi recordaba y hablaba de Brando, yo ahora recuerdo y hablo de Tomassi, de Brando, Evaristo y Alsino Bitar. ¿Algún día alguien me recordará, tendrá en cuenta que nadie nace sabiendo, que todos vivimos una vida improvisada, aunque pongamos cara de jugadores de póker o de putas arrepentidas, alguien hablará de mí o de quién lee estas cosas?

“Ha pasado mucho tiempo, Santiago, es difícil recordar todo eso. Me acuerdo de que en esa época yo estaba flaco y pálido: vestía como salido de una película de vampiros. Por eso me parece importante, te repito, que eches un vistazo a los diarios de la época y hables con toda la gente que puedas, cuando no estés andando con nosotros”.

Hace poco Bitar me dijo algo y me pareció bonito: que esa película, Quemada, había juntado por fin a todos los cartageneros. La ciudad no volvió a ser la misma después de ella. Hubo un antes y un después, porque blancos y negros, ricos y pobres, hicieron parte juntos, durante meses, de un sueño que soñaban todos por igual. Ni siquiera las fiestas anuales habían servido para eso, para juntar la gente, porque los ricos acostumbraban hacer sus fiestas en los clubes privados, a donde no podían entrar los negros, salvo para servir platos, tocar música o sacar la basura.

—Una noche cualquiera, después de la filmación, yo iba con Brando, en el mismo auto, junto al negro Evaristo y Bitar. Ese día había visto a Brando más intranquilo de lo acostumbrado. Si bien muchas de sus reacciones era imprevistas, también era muy profesional a la hora de asumir su trabajo como actor. Sin embargo, varias veces lo vi, entre las interrupciones de filmación, alejarse de la gente, caminar como un león enjaulado, mirar largamente el suelo, rascarse la cabeza y regresar a donde estaban todos.

”En el viaje de regreso, Brando también guardó silencio, él cuya curiosidad hacía que se quedara como un perro mirando por la ventanilla. Cuando llegamos a su casa en Bocagrande, le dijo al chofer que se marchara y, cuando el auto se perdió de vista, extendió el brazo y le silbó a otro taxi que pasaba. Entonces dijo, acompáñenme, muchachos, antes de que este calor y el cansancio nos mate a todos. Evaristo, Bitar y yo nos miramos, preguntándonos qué pasaba, pero ninguno dijo nada, solo nos montamos al taxi detrás de él.

”Muchas veces me he preguntado después qué habría pasado si me hubiera negado a participar en aquella primera noche con Brando en Cartagena y ser cómplice de esa escapada a todas luces irresponsable. Seguramente Pontecorvo se enteraría, pensé, pero más terrible sería que a Brando le pasara algo y no estuviéramos nosotros ahí para auxiliarlo. En eso estábamos de acuerdo Evaristo, Bitar y alguien como yo, que hacía pocos años todavía usaba pantalones cortos.

”El conductor echó a andar la máquina, viendo de reojo a Brando que se había ubicado a su lado, y quien visiblemente acalorado se soltó los botones del pecho. Llevaba un pañuelo en la mano que se pasó por la cara, luego por el cuello y de pronto se volteó hacia atrás, donde íbamos los tres, y le dijo a Bitar: dile al hombre que nos lleve a donde haya buena música y cerveza fría. Luego quedó en silencio concentrado en la calle.

”Había desconcierto en los ojos de todos, pero Bitar tuvo el sentido común de seguirle el juego a Brando y le dijo al taxista: háganos el favor de llevarnos al Príncipe, y que Dios con todos sus santos y la Virgen de la Popa nos acompañen.

”Muy poco hablamos en el camino —siguió contando Tomassi—, tal vez porque la estación de radio era muy buena: ¡aquí Radio Bahía, desde la heroica Cartagena, poniendo sabor a su vida, con la mejor música de sus artistas favoritos, y ahora suena Benny Moré, más luego tendremos a Los Corraleros de Majagual con lo mejor de su repertorio, para que saquen a bailar a cualquiera que tengan al lado, vamos con esos timbales, que con radio Bahía nadie se queda sentado: ¡Suelten los caballos!

”Atravesamos un buen trecho de la ciudad. Era la primera vez que yo veía todo eso, al igual que Brando, por eso Bitar todo el camino nos fue señalando los lugares más reconocidos: aquí a la derecha está el barrio Chino, esos son los Cuatro Vientos, por aquí se entra a las playas de la ciénaga, y así hasta que empezamos a ver que las fachadas cambiaron. De locales normales pasamos a letreros de colores, algunas ya tenían encendidos sus anuncios de neón.

”Nos bajamos del taxi frente a un gran local que por fuera parecía bar de lujo, casino y hotel, todo al mismo tiempo, con un solo nombre de letras encendidas: El Príncipe, sobre el cual había una corona que palpitaba como si fuera un corazón. Cuando Bitar y el hombre que aguardaba en la entrada se saludaron, se me disipó un poco el miedo, luego se dijeron algo al oído, después de lo cual entramos escoltados por una muchacha con un trajecito de lentejuelas.

”No habíamos dado muchos pasos, cuando quedamos ante un recinto de mesas y sillas elegantes, más allá una tarima donde un grupo de músicos instalaban micrófonos y cables, mientras otros probaban trompetas, guitarras eléctricas y un par de tambores con los que un muchacho jugaba. Ninguno tuvo tiempo de agarrar a Brando, cuando salió corriendo y subió hasta la tarima, saludó al muchacho con mucha efusión, pidiéndole prestados los tambores, así que Bitar

intervino y tradujo al muchacho la petición de Brando.

”Nadie había dado señales de nada, cuando Brando ya estaba sentado frente a los tambores, tocándolos y poniendo el oído en el cuero del instrumento, como si estuviera afinando un piano. Bitar se había acercado a un par de músicos más y les había dicho de quién se trataba.

”A los tambores de Brando se unieron los músicos, primero las trompetas, luego un viejo que tocaba la clave, y de un momento a otro estaban todos improvisando un tema que tenía mucho ritmo y sabor, lo cual puso a bailar a varias parejas que ya habían llegado al lugar.

”A veces Brando dejaba de tocar para escuchar por dónde iban los otros músicos. Pedía tragos de ron para él y también para los demás, luego volvía a concentrarse en sus tambores, desatadas las manos, sacando humo de los cueros y poniéndole un ritmo endiablado que luego bajaba, tratando de acompasarse con los demás instrumentos, y seguía su viaje musical.

”¿De dónde sacaste ese blanco, Bitar?, llegó a preguntar Castel, uno de los dueños de El Príncipe, un hombre rollizo, con un bigote de mexicano, quien sacó una caja de cigarrillos Camel, prendió uno y se quedó fumando, absorto, como todos en el local, viendo a Brando, sudando a chorros, imprimiéndole un ritmo seductor a los cueros, como si fuera lo único que le importara en el mundo, tanto que los demás músicos dejaban de tocar por momentos para escuchar ese solitario de tambores.

”¿No sabes quién es?, respondió Bitar, es Marlon Bran-do, el actor de Hollywood, que llegó a la ciudad para filmar Quemada, la película que trajo más de cien italianos y que están filmando en varias partes.

”Dile que si se queda algún día sin trabajo, yo le ofrezco que sea el tamborero mayor de mi orquesta. Toca como negro a pesar de ser un gringo y eso llama la atención por aquí.

”Un par de horas después Brando se bajó de la tarima. Los músicos lo despidieron en medio de felicitaciones y se quedó abajo mirándolos tocar, sonriendo, tomándose traguitos de ron que terminaron por dejarlo tumbado sobre la mesa, de donde lo levantamos hasta un taxi, que nos dejó en su casa cuando ya era de madrugada.

”En otra ocasión Brando dijo: “Odio la gente que pisotea a los otros. ¿Cómo era posible que un director comunista, Pontecorvo, que fue secretario mundial de las juventudes comunistas, permitiera que los actores negros comieran una comida y el resto otra?, ¡cómo es posible semejante discriminación!”, gritaba Brando. “¿Cómo es posible que en esta película que habla de la explotación de los negros por parte de los blancos, nosotros practiquemos lo mismo que pretendemos mostrar?, eso es un adefesio”.

”Y la razón para que Brando dijera eso —aclaró Tomassi—, es que en medio de la filmación descubrió que los negros recibían un trato distinto con respecto de los blancos. Había una comida para blancos y otra para negros, además los sueldos también eran diferentes; a los extras blancos les pagaban más. Varias veces encaró a Pontecorvo, le gritaba enfurecido: “¡Esta película es sobre blancos explotando a los negros!”, y terminaban gritándose y mirándose como perros de pelea.

”Pontecorvo no tomó en cuenta el reclamo y siguió filmando otra escena. Esa misma tarde, Brando armó su maleta y se fue al aeropuerto, pensando en subirse a un avión rumbo a Los Ángeles. Sin embargo, Pontecorvo, que sabía del aprecio que Brando nos tenía, a Evaristo y a mí —dijo Tomassi—, nos pidió que

nos fuéramos detrás de él, para que no le pasara nada, también para convencerlo de regresar. Lo seguimos en otro auto, lo alcanzamos y hablamos con él en la sala de espera, compramos una botella de ron y lo convencimos de que antes de viajar fuéramos a conocer algunos lugares bailables de Barranquilla. Entonces pasamos toda la noche con él, viéndolo bailar y tocar tambores, hasta que se cayó del cansancio, lo montamos en un taxi y nos lo llevábamos para Cartagena de nuevo.

Por un par de días el choque de egos se suspendió. Se les cambió la comida a los extras de Quemada: un almuerzo más balanceado, menos arroz, más verduras, frutas. Pero ahora los que pusieron el grito en el cielo fueron los extras por quitarles el “am” (arroz, carne, plátano maduro). Entonces, a espaldas de Marlon, poco a poco, se volvió al almuerzo inicial, intentando que él no se enterara, para no agravar aún más la situación tirante entre Gillo y Marlon, que ya no se hablaban.

Al día siguiente se levantaba, desayunaba y pasaba un par de horas desnudo en la piscina para escándalo de las vecinas, que comentaban el espectáculo que estaban obligadas a ver desde sus ventanas y azoteas.

—Mira, Santiago, hay gente que sirve de espejos, o son espejos de otros, es decir que se convierten en aquello que quisiéramos ser, pero que no podemos ser por miedo e inseguridad, aunque se tenga el pálpito de muchas cosas en común con lo que esa persona es.

”La historia de la película está llena de muchas cosas, por lo menos para mí, durante el tiempo en que se filmó y después, cuando bajamos de la nube y volvimos a montarnos todos en la película de siempre, la de todos los días, la de sobrevivir a pesar de todo. Y a esa parte de mi vida es lo que yo llamo felicidad, Santiago, cuando era feliz, y no me daba cuenta.

TODAVÍA ME QUEDAN BALAS

¿Qué estaba pasando? Estaban ocurriendo cosas graves, inexplicables, o en todo caso muy sospechosas: Mariela Escalante había desaparecido, sin explicación alguna, y en circunstancias extrañas. ¿Qué más? A Tomassi lo habían atracado en la calle, no solo le golpearon, sino que le hicieron algunas amenazas. Y todo eso parecía conspirar contra la escritura de la crónica sobre Quemada y su gente.

¿Esa era la razón detrás de esos sucesos, impedir que siguiera investigando, entrevistando gente, buscando en archivos: removiendo el pasado? ¿Era descabellada esa conclusión tan prematura? El mundo está lleno de chiflados y provocadores. Quedarse de brazos cruzados, no parecía una actitud que ayudara a comprender lo que ocurría, sobre todo a encontrar alguna solución. A pesar de que tenía los nervios de punta, me dije que todo esto era un misterio que merecía una explicación. ¿Quién dijo miedo?

Alsino fue el Ángel Guardián de la crónica desde el principio. No solo buscaba y encontraba gente que quisiera hablarme de la película, sino que varias veces me acompañó a entrevistarlos. Una vez me llamó y dijo:

—Santiago, me encontré un personaje que no veía hace mucho tiempo, te va a hablar de alguien que habíamos olvidado y que todos conocían en la película. Es una sorpresa, solo lo sabrás cuando lo tengas al frente.

Me dio las coordenadas y quedamos para el siguiente domingo. Nos encontramos frente a un viejo edificio en el barrio Torices. Subimos las escaleras sorteando niños que bajaban y subían corriendo. Matronas rumbo a la iglesia, vestidas de luto y con el rosario colgando de las manos, rodeadas por su parentela. Tocamos en una puerta del cuarto piso y pareció que el mismo

Matusalén nos hubiera abierto, un viejo de una barba abundante, imposible de concebir en un calor como aquel.

Se trataba del maestro Alberto Tejada, vestido de bermuda, sandalias y camiseta manchada de colores. Un pin-tor bogotano que había llegado con su familia en su adolescencia a la ciudad y nunca más quiso abandonarla. Si decía que tenía cien años se le podía creer. Sacó un par de cervezas de su nevera y sin preguntar siquiera nos sirvió. No eran ni las diez de la mañana.

—Así que andan desenterrando momias, como yo, para que les eche el cuento de la historia del origen del mundo antes de morirme.

—No, mi querido Alberto, puedes ahorrarte ese capítulo, solo queremos, tal como te dije, que nos cuentes lo que recuerdes de la filmación de Quemada, y sobre tu amistad con Alejandro Obregón, que también trabajó en ella.

Se dio unas palmadas en las piernas, como para despertarlas. Se dirigió a un estante donde reposaban lienzos, frascos de pintura, un radio viejo y varios papeles. Se dedicó a revisar y, entre varias carpetas, sacó una y regresó a su silla. Abrió la carpeta, que contenía papeles, recortes de diarios y muchas fotos metidas en bolsas de plástico.

Me pasó una foto y dijo:

—Este recuerdo se lo debo a la mirada de Alfonso Cano, el fotógrafo del Diario del Caribe, un viejo y querido amigo que ya se fue a remar por otros mares.

A pesar del paso del tiempo y que el retrato ya se había tornado rojizo, en la imagen se le podía ver a Tejada, disfrazado de militar, junto a Brando, Evaristo Márquez y otros extras negros.

—¿Cuándo la tomaron, maestro? —pregunté.

—Uff, por allá en mi primera juventud, ahora voy por la séptima, todavía me quedan balas en la recámara.

—Eso veo, maestro, eso veo…

—Tuvo que ser en el 68, por supuesto —continuó Tejada—, cuando se filmó la película, que duró mucho, alrededor de seis meses. Alzó los ojos, ese gesto parecía que le permitiera viajar en el tiempo, y luego siguió hablando de cosas como si las tuviera en frente.

El cuarto donde trabajaba era pequeño, pero tenía una ventana que iluminaba todo el ámbito y permitía ver pinceles, recipientes, trapos sucios y, por supuesto, lienzos, marcos y dibujos en papel por todos los rincones. En medio de todo un ventilador de aspas oxidadas, con algo de pequeño monstruo mitológico, un cíclope con cuatro brazos moviendo frenéticamente el aire, zumbando y revolviendo aquella pegajosa atmósfera de calor.

—¿Seis meses?, tal vez fueron más, maestro, en alguna parte vi que habían sido nueve.

—No recuerdo bien, pero lo que sí te digo es que esos meses parecieron diez años, pasó de todo, cada hora de filmación eran como diez días. No solo era la película como tal, sino las aventuras que vivimos, toda una locura, éramos jóvenes y parecía que todo eso duraría para siempre. Mira, aquí tengo un recorte de prensa, la foto en donde anuncian la llegada de Brando a la ciudad, 28 de octubre de 1968, Diario del Caribe. Ah, mira esta otra nota, qué bueno que la encontré, mira lo que tú dices, que fueron nueve meses…

—Interesante —esperé a que tomara un largo trago de cerveza para preguntarle: —¿Y qué recuerda de Obregón, maestro?

—Brando en Cartagena andaba con poca gente. Tú sabes que esos tipos son raros y él vio a Alejandro en un par de escenas, la primera cuando ambos cabalgan al frente de la tropa disfrazados de generales y Obregón atisbaba con un catalejo y recitaba parlamentos en inglés. La segunda, cuando impartía órdenes de disparar en una batalla.

—Entonces gracias a eso, Brando y Obregón se conocieron y se hicieron muy amigos —dije yo.

En una crónica sobre Obregón, que luego encontré, el periodista Daniel Samper cuenta:

“Mala bestia era Brando –Obregón toma un trago largo de cerveza, lentamente, sin afán—. En la escena de los caballos, tenía almorranas y no podía cabalgar. Tuvieron que armarle un burro de madera encima de una mesa y colocarle almohadones, mientras siete ayudantes agarraban las patas de mi yegua para que no se moviera. Nos filmaron de la cintura para arriba, siendo que lo más bello de mi disfraz eran las botas”.

Volví a escuchar al viejo Tejada:

—¿Sabes que Obregón siempre quiso llevar al cine la historia de Don Blas de Lezo, aquel viejo lobo de mar aventurero, al servicio del rey de España, al que Obregón llamaba “su antepasado loco”, protagonista de 21 batallas navales — que lo dejaron sin un brazo derecho, sin el ojo izquierdo y sin la pierna izquierda —, un valiente militar, honorable y buen estratega, que consiguió resistir en 1741 el ataque de la segunda flota inglesa más grande de la historia: 195 buques, 3.000 cañones y unos 25.000 soldados, y Blas de Lezo logró ganarles con solo seis barcos, humillando a los ingleses, al mando del Almirante Vernon. La vergüenza inglesa fue tan grande para el país que se tomaron medidas para acallar la derrota; el rey prohibió todo tipo de publicación sobre la batalla. Obregón hizo muchos cuadros, retratos y carboncillos de Blas de Lezo; siempre fue su héroe personal.

—He visto los retratos que él hizo de Blas de Lezo en algunas revistas, pero no sabía sobre ese proyecto de película. Siempre me pregunto qué hubiera pasado si Blas de Lezo no hubiera logrado proteger a Cartagena del ataque de los ingleses, y por lo tanto si la Nueva Granada se hubiera vuelto una colonia inglesa…

—Pero Obregón nunca pudo hacer la película —Continuó Tejada—, se enredó con muchos proyectos. Mira que cuando acabó la filmación de Quemada, yo me encontraba con Alejandro en el bar Quemada, que se convirtió en la sede del club secreto de los que se pasaban recordando la película, añorando esas épocas felices, y pensando que el cine es una de las cosas que no ha dejado que el mundo se acabe.

”También nos encontramos allí con Divo Cavicchioli, uno de los fotógrafos de la película, que se enamoró de Cartagena. Volvió muchas veces aquí, antes de instalarse. Yo estaba presente cuando se encontró con Alejandro en su casa y le

dijo en su jeringonza: “Il Ministerio di Gobierno me dicco que para darme la visa colombiana debía comprar cualquier finca raíz. Yo volví donde él, una semana después, con el título de compra de una tumba en el cementerio de Cartagena, y me dije que no necesitaba más, entonces me dieron la visa de residencia de inmediato”. Mira eso, ¡Ja, ja!, tuvo que comprar una tumba para poder conseguir la nacionalidad.

”Divo dejó la familia en Italia —mujer, hijos y nietos— para instalarse en Cartagena. Era el fotógrafo de cabecera, el que toma las placas que adornaban las marquesinas de las salas de cine, los afiches, las propagandas.

—¿Y Evangelina Saumeth, ese nombre le dice algo?

Su cara pareció iluminarse, como si sobre su viejo rostro, surcado de arrugas, alguien hubiera puesto de nuevo la máscara de su juventud, y así Tejada empezó a contar:

—Sí, por supuesto, todos caímos de bruces ante el encanto de esa chiquilla, que parecía una sirena de tierra fir-me. Todos querían ser arrastrados por las olas de su risa. Me acuerdo que para esa época también empezó a cantar y mostrarse con el Joe Arroyo, que luego se fue para Barranquilla y siguió allá su carrera musical. A Evangelina le fue muy mal, una verdadera lástima, porque tenía talento, luego se dio su muerte, me parece que fue suicidio, no recuerdo muy bien qué pasó.

Ella se presentaba en El Príncipe. Allá todos llegaban en búsqueda de figurar y también de las mujeres más guapas de la ciudad, entre ellas estaba Evangelina, una diosa que ya era demasiado para este mundo. Muchos se enamoraron de ella y le daban todos los gustos. Me acuerdo que una noche ella cantó boleros, entre ellos Espérame en el cielo corazón, que es divino —de pronto Tejada empezó a

cantar, se puso en pie, abrió los brazos, mientras miraba el techo con los ojos cerrados:

Espérame en el cielo, corazón si es que te vas primero espérame que pronto yo me iré ahí donde tu estés.

Espérame en el cielo, corazón, si es que te vas primero. Espérame en el cielo corazón para empezar de nuevo.

Nuestro amor es tan grande y tan grande que nunca termina y esta vida es tan corta y no basta para nuestro idilio.

Por eso yo te pido por favor me esperes en el cielo y allí entre nubes de algodón

haremos nuestro nido.

Todos celebramos el número de Tejada y chocamos nuestras botellas.

—Bitar, no pude entrevistar a Cesáreo Reyes, el empresario que patrocinó a Evangelina. Al parecer está muy enfermo, pero pude hablar con su hijo. ¿Qué tan bien conociste al viejo? —Pregunté.

—Ella tenía varios amigos con los que salía, era un espíritu libre, adelantado a su tiempo. Y claro que sí, yo conocí al viejo ese, Cesáreo Reyes, un malandro que hizo dinero con el contrabando de cigarrillos y licores que venía de La Guajira y Panamá, tenía su centro de operaciones en el mercado de Getsemaní, todos los sabían, pero ya tú sabes que aquí mientras le llegue plata a los políticos, jueces y policías, no pasa nada. Ese viejo luego se metió a la política y se hizo todavía más poderoso. No deja de ser basura lo que en el suelo se barre y aunque suba a las alturas será basura en el aire. ¡Qué horror!

—¿Y qué andas pintando ahora, Tejada?,¿todavía aquellas mujeres desnudas con ojos de pájaro y tridentes en las manos sobre caballos con seis patas? —dijo Bitar.

—No querido, volví al origen, ahora estoy pintando santos y ángeles como ese que cada vez cobra más vida en la casa, una noche dejo el caballete en la sala y al día siguiente lo encuentro en la cocina frente a la ventana con vista al Cerro de La Popa. Me llevo bien con estos fantasmas, ojalá no se les dé por abrir la nevera y tomarse mi vino, porque enseguida busco una bruja para que haga una limpieza en toda la casa.

—Y eso, ¿por qué se te dio por pintar santos y ángeles?, que yo sepa tú no eres tan religioso —dijo Bitar.

—Tiene que ver con mi niñez, últimamente pienso mucho en mi padre, que vivía con mi hermana cerca de aquí.

—Nunca lo conocí, qué lástima, lo siento mucho —dijo Bitar.

—Una buena persona, no se metía con nadie, y hacía más obras de caridad que todos esos curas juntos con quienes se relacionaba. ¿Te acuerdas, Bitar, de la tienda de artículos religiosos que estaba cerca de la catedral?

—Sí, por supuesto, muchas veces pasaba al frente de allí, como toda la ciudad.

—Mi padre era el arrendatario del local, vendía rosarios, estampas de santos, restauraba vírgenes y santos de yeso, también ángeles como ese que nos está mirando con ojos saltones. Hubo un tiempo en que al viejo le fue muy bien, de todos los barrios venían a comprarle cosas. Ya después tuvo que cerrar y dedicarse a otras cosas.

—Más allá de la Iglesia católica, el arte religioso es muy bonito, —dijo Bitar—, a mí me gusta ver por televisión esos especiales donde muestran a Roma y sus miles de templos y jardines, también cuando le dedican programas especiales al arte ruso, esas grandes iglesias ortodoxas con todos esos colores.

—Tener fe es importante, Alsino, porque es necesaria en este mundo, esa fe hace

que mucha gente haga cosas que, de otra manera, sería imposible que lograran, fe en cualquier cosa que ayude a seguir adelante. ¡Mierda!, ya nos pusimos filosóficos, estamos jodidos.

—¿Cuántos hermanos son ustedes, Tejada? —intervino Alsino.

—Somos solo dos, mi hermana, que atendió siempre a mi padre, con ayuda de mis sobrinos, y yo que me pasé la vida entre pinceles, caballetes, y pinturas. También se criaron con nosotros unos chicos, allá en Getsemaní, donde vivíamos, antes de que nos mudáramos, como tantas familias que tuvieron que salir de allí, después de vivir hasta trescientos años en esas casas. No sé por qué últimamente recuerdo tanto a esa pareja de hermanos, tal vez sea por la reciente muerte de mi padre, que cuando estaba agonizando mencionaba el nombre de uno de ellos, ¡Fabricio!, decía, ¡Fabricio!

—¿Y quién era él? —Pregunté.

—Fabricio y su hermana María de los Ángeles eran hijos de la señora que atendía en la tienda de mi papá. También vivían en Getsemaní, eran muy pobres. Yo creo que él tuvo algo con esa mujer, pero nunca lo supe, tú sabes que los viejos son muy mañosos y andan con sus secretos. Nos criamos con ellos, los cuatro jugábamos juntos, tanto en el barrio como en el parque Bolívar, a donde nos íbamos a correr mientras los mayores atendían el negocio. También, en varias ocasiones, salimos a vender biblias de bolsillo y rosarios, de puerta en puerta, y así ganábamos algunos pesos, con los que comprábamos dulces o nos metíamos a ver películas en los teatros.

”Fabricio era muy especial, nadie se sorprendió cuando dijo que deseaba ser sacerdote, y mi papá lo ayudó mucho con eso.

”Entró al seminario, sus profesores lo adoraban, era inteligente y le gustaba mucho la música, y se ordenó como sacerdote muy joven. Mi papá habló con el obispo, de quien era muy amigo, y logró que le asignaran la iglesia de la Trinidad. ¿Por qué te estoy contando esto?: tal vez porque ese santo lo hice pensando en Fabricio, no tengo fotos de él, pero tengo buena memoria para los rostros.

—También tocaste el tema porque dijiste que tu padre lo había llamado cuando estaba muriendo, a Fabricio, y por eso lo recordabas tanto últimamente —dijo Bitar.

—Así es, gracias, es que a veces empiezo a mencionar algo y salto a otra cosa, siempre ha sido así, salto de un tema para el otro, como Tarzán en la selva con las lianas.

—A todos nos pasa, no te preocupes, la locura no es algo exclusivo de los pintores. ¿Y qué pasó con Fabricio?, por tu descripción era una especie de iluminado, un místico, o algo así. Me basta mirar ese ángel para saber que tenía algo especial.

Tejada guardó silencio, tomó un trago de su cerveza, y dijo:

—Terminó suicidándose… —Se levantó, encendió un cigarrillo y agregó—: A mí me dolió mucho. Como te dije, había sido como un hermano para mí, compartimos muchos momentos, éramos amigos de juegos.

—¿Y por qué se suicidó?

—Al parecer por una decepción amorosa que tuvo, una especie de crisis, yo nunca supe por qué. Tal vez mi padre se enteró de algo, pero nunca nos dijo, él también sufrió mucho con la muerte de Fabricio, era como un hijo para él. Además, era alguien tan especial, como tú dices, apacible, uno lo veía y se acordaba de las estampas y películas de San Francisco de Asís, santo patrono de todos los animales.

”Yo estaba en Bogotá cuando ocurrió su muerte, viviendo donde un hermano de mi padre, allá estaba haciendo mis estudios en arquitectura, que nunca terminé, porque me dediqué a mis pinturas y esculturas, esa distancia y el paso del tiempo hicieron que me separara de Fabricio y su hermana, que era muy bonita, recuerdo, un poco extraña en su forma de ser, pero también dulce. Yo estaba enamorado de ella cuando niño.

Tejada quedó en silencio, tomó un largo trago de su cerveza. En sus ojos las pupilas brillaban, líquidas e incandescentes. Se levantó, tomó un pedazo de tela sucia y se la echó encima al ángel de yeso, que había escuchado toda nuestra conversación con sus ojos vacíos y misteriosos, del mismo color del agua sucia de los floreros.

Seguimos hablando sobre Quemada. Muchas cosas ya las había escuchado por boca de otras personas que había entrevistado, así que esperé un momento oportuno, y le dije a Bitar que tenía un compromiso con una amiga, que tenía que dejarlos. Ya teníamos media caja de cervezas consumidas cuando salí mareado de su apartamento.

En la calle, esperando por un taxi, volví a recordar lo que me callé en toda la tarde. Tal vez para que no se mezclaran los recuerdos. Quería que Tejada se

concentrara en sus propias memorias y no contaminarlas con las mías. Tiene que ver con que yo conocí de niño al viejo Alejandro Obregón, en la Calle de la Factoría, por allá en la Cartagena de los años ochenta del siglo pasado.

Aquellas tardes jugábamos fútbol o béisbol en la calle, todos a pie descalzo y sin camisa, sudados como caballos. Alejandro salía de la puerta azul de su vieja casa, con pantalones cortos y camiseta siempre sucia de pintura, a fumarse un cigarrillo en su andén, luego se levantaba y se ponía un rato a patear pelota. Hacía muchas bromas, se burlaba de nosotros y también nosotros de él. Era como uno de esos tíos que nos alegra la vida cuando aparece de vez en cuando.

SI USTED ESTUVIERA EN MI LUGAR, TAMBIÉN LE PARECERÍA SOSPECHOSO

—Los he citado de nuevo para ponerlos al tanto de los últimos acontecimientos —dijo el detective Sabalza—. También para dejarles en claro que, en vista de ellos, las cosas se han vuelto color de hormiga. No está demás decirles que, incluso por su propio bien, todo lo que se hable aquí quedará por lo pronto entre nosotros, por el bien de la investigación, ya que no queremos curiosos. Muchas moscas en el alambre terminan ocasionando más confusión, en una situación que por sí misma ya es muy compleja, y con los periodistas que ya están enterados de esto, tenemos suficiente.

Sabalza quedó en silencio, cruzó los brazos, se reclinó en el espaldar de una enorme silla de cuero negro, en su oficina del comando de policía, un lugar estrecho con archivadores que, a pesar de tener una pequeña ventana, no alcanzaba a iluminar las paredes, cubiertas de mapas y papeles; parecía uno de esos callejones sin salida, en donde la gente entra con facilidad, mientras se da un inocente paseo, y después resulta muy difícil salir de ellos.

La actitud de Sabalza cobró tirantez, frunció la boca y buscó uno a uno los ojos de nosotros tres. Su mirada fue rápida, se inclinó hacia delante, puso los codos en el escritorio frente a él, y con el semblante endurecido, continuó:

—La señora Mariela Escalante fue encontrada muerta, en las afueras de la ciudad —reveló por fin—. Su cuerpo fue hallado en un paraje montuno, cerca de una carretera secundaria, que conduce a uno de los municipios cercanos. El perro de un campesino lo descubrió y lo alertó. El primer informe del forense, es que, además de estar quemado, tiene muchos golpes en el rostro, hechos con un objeto contundente, aunque todo eso tiene que confirmarse con más exámenes.

Se hizo el silencio en la oficina, solo nuestros ojos, mirándonos los unos a los otros intentaban decir algo, consternados, como si hubiéramos quedado cegados por una luz repentina. Yo me eché hacia atrás y me apoyé en la pared. Antes de bajar los ojos, vi a Tomassi llevándose una mano detrás de la cabeza y también bajar la mirada. Ahora la oficina se había convertido en una tumba, tanto que el miedo parecía palpable, como una gruesa capa de pintura sobre la piel.

Una palidez anormal se acentuó en Bitar, quien se apoyó en el espaldar de una silla y desfalleció en ella, desolado, con las manos entrelazadas, en actitud meditabunda. Se le veía respirar grandes bocanadas de aire, quizá tratando de recobrar el dominio de sí mismo y de la situación. Era como si un cuento de terror se estuviera volviendo realidad.

—A partir de ahora, ustedes y yo vamos a empezar a conversar en un idioma en que podamos entendernos, porque si bien no existen pruebas reales de que tengan que ver con esto, hay algunos indicios muy fuertes en su contra, así que trabajaré con la única pista que tengo y esa pis-ta son ustedes —El timbre de su voz indicaba que ya no era hora de negociar.

Un instante después fue Tomassi quien pudo por fin pronunciar algo audible y preguntó cuándo la habían encontrado.

—Ayer por la mañana.

Al parecer Bitar no sabía qué decir, a veces alzaba la mirada, nos observaba a todos y luego se llevaba las manos al rostro, como si se esforzara en conservar el control de sí mismo en ese momento, o estar en cualquier lugar del mundo menos en esa oficina.

La voz del detective reanudó su discurso con evidentes intenciones atemorizantes, casi de modo impersonal, como si aquel enredo le fuese odioso, resignándose no obstante a tener que hacerlo:

—Me intriga un poco que todo esto ocurra desde su estadía en la ciudad, señor Tomassi. Por qué regresó, entre otras cosas, qué lo motivó a hacerlo, justo ahora. Si usted estuviera en mi lugar, también le parecería sospechoso.

—Vine por vacaciones, como cualquier otro turista en esta ciudad, con la única diferencia de que ya había estado aquí, pero hace muchos años, en 1968, por motivo de una película que se filmó, Quemada, donde trabajó como actor Marlon Brando, no sé si recuerda.

—Hummm, algo escuché una vez sobre eso. No me gusta el cine, me duermo, así que seguramente no la he visto, quién sabe. Soy todo oídos —continuó Sabalza—, atento a las explicaciones que puedan darme sobre lo que está pasando aquí. ¿Se acuerdan que les pedí el favor de colaborar, que pensaran por dónde empezar a investigar esto?

Había un tono cínico de incredulidad en la voz de Sabalza. Siguió con su discurso:

—He aprendido en este trabajo, desde mis tiempos de policía de bolillo y calle, a no creer en nadie, a no confiar en nada. Ni siquiera cuando veo las cosas por mis propios ojos, porque para eso también hay trucos y magos en todas partes. Tenemos que empezar en alguna parte, les digo, y hasta ahora ustedes son el único hilo que tengo para jalar y traer el elefante, si es que me hago entender.

Su voz se detuvo y de nuevo reinó el silencio entre las cuatro paredes.

—Alguien mató a esa mujer, quien lo hizo debe estar en algún lugar y tengo la impresión de que ustedes saben quién es, no llevo casi veinte años en esto por nada —antes la mirada de Sabalza denotaba suspicacia, ahora por fin confesaba su contrariedad—. Si hay algo bueno en las películas, es que te enseñan a fingir que sabes comportarte en cualquier situación, aunque te estés cagando del miedo por dentro.

—Detective —dije yo—, por favor entiéndanos, ninguno de nosotros está acostumbrado a vivir situaciones como esta, queremos ayudarle, pero estamos tan perdidos como usted.

—Aquí hay un misterio y ustedes me tienen que ayudar a resolverlo. No tendrán tranquilidad hasta que me ayuden a soltar este nudo. Alguien tiene que pagar por esto, debo arrestar a alguien, y no sé si tenga que ser uno de ustedes, así que pongan a trabajar esas cabezas y esos pies, si quieren librarse de mí.

—Agente, lleve a estas tres personas a que rindan una indagatoria sobre su relación con la fallecida que encontraron ayer, ya es tiempo de registrar en papel lo que dicen, así que piensen bien lo que van a declarar. Me trae las declaraciones cuando acaben para estudiarlas.

Durante toda la reunión, un funcionario había estado presente tomando notas durante la conversación con Sabalza y con esas notas se encargó de hacer las mismas preguntas, pero esta vez ante una secretaria que llegó a tomar nuestras declaraciones.

A la salida de la comandancia, nos dirigimos otra vez al hotel donde se alojaba Tomassi, y durante el viaje en el taxi compartimos un silencio incómodo, que rompíamos al mirarnos de vez en cuando, acompañados de algunos gestos de intranquilidad, ya que deseábamos llegar para desahogarnos entre nosotros sin que nadie, incluido el chofer del taxi, se enterara de lo que estábamos viviendo, lo que menos necesitábamos eran curiosos opinando y hasta burlándose de nosotros.

Cuando llegamos al hotel, ya estaba oscureciendo y nos quedamos en un patio interno, rodeado de plantas y varios parasoles. A un mesero le pedimos cervezas. Imagino que todos teníamos la boca seca, los nervios de punta. Veía en las caras de Bitar y Tomassi la batalla de pensamientos que había en nuestra cabeza.

A pesar de nuestras caras, también presentí que la curiosidad se estaba apoderando de nosotros, tanto como el miedo.

Sin decir nada, Bitar se levantó, atravesó el pasillo del hotel, salió a la calle y volvió unos minutos después con un cigarrillo en la mano.

—No puedo evitarlo —dijo Bitar—: cuando las cosas se ponen así alguna gente se mete a las iglesias, o piden cita al psiquiatra, yo empiezo a fumar como una puta presa.

Yo le pedí uno. Quería hacer algo con las manos, no recordaba la última vez que había fumado, pero después de la tercera inspirada sentí que con el humo me libraba de algo muy pesado.

Tenía que decirlo, así fuera para romper el silencio:

—Oigan, esto les va a sonar un poco extraño, pero durante la charla que tuvimos con esa señora Escalante, hubo un momento en que me pareció ver algo, como si le hubiese caído un rayo en la cara, y fue cuando mencionamos a esa muchacha, Evangelina, y no creo estar muy loco para habérmelo imaginado.

—Quizá estás viendo fantasmas donde no los hay —respondió Bitar—, mira que yo a veces me levanto de noche, y donde hay un monstruo en realidad lo que hay es una toalla colgada. Yo creo que no podemos dejarnos presionar por ese policía, nos quiere echar la culpa de todo esto, solo para él poder quedar bien.

—No creo que estemos en situación de descartar nada —dijo Tomassi—, tengo miedo, debo confesarlo, y por eso hay que tener presente cualquier detalle. Nada perdemos analizando lo que ha pasado —dije y chupé con fuerza el cigarrillo.

—Señores, me parece importante compartir con ustedes algo —Tomassi se frotó las manos y nos miró de una forma que yo desconocía hasta entonces, con el miedo antes de la confesión, como quien teme volverse vulnerable ante los ojos que tiene al frente—: Cuando hablamos por primera vez con ese policía, sobre la desaparición de Mariela Escalante, yo callé algo que me pareció un error compartir en ese momento. Me dio miedo involucrarme en un asunto que pintaba tan grave, además todavía tengo dudas sobre si tiene alguna relación.

”Me consta que parece una locura relacionar todo con lo que está pasando. Y es que mentí en cuanto a que nunca había pasado por una situación como esta, una persona que primero desaparece y luego la encuentran muerta. No es la primera vez que vivo esto, y en ese sentido tú puedes ayudarme, Bitar, con los detalles porque tú estabas presente cuando eso pasó”.

—¿De qué estás hablando, Tomassi? Me pones la piel de gallina, explícate porque no entiendo nada.

—¿Acaso ya no recuerdas todo lo que pasó con Evangelina Saumeth?

Un incómodo Bitar asintió con la cabeza y chupó su cigarro, al final habló:

—No había querido mencionarla durante estos días para no incomodarte, Tomassi, ¿para qué hablar de algo tan triste y trágico, sobre todo cuando se supone que tú viniste por vacaciones, en busca de tranquilidad? Qué mal todo esto, tú regresas a la ciudad en busca de paz, y tienes que revivir cosas tan terribles como lo que le pasó a esa pobre muchacha, y pobre tú también que fuiste tan cercano a ella. Me acuerdo que todo eso fue un golpe grande para ti.

—A ver, señores, que no entiendo nada, por favor pónganme al día, en dónde me perdí.

—Es cierto, Santiago, mereces una explicación —dijo Bitar—, estás metido en esta situación sin saber muchas cosas, y tres cabezas piensan más. A ver qué te digo, Evangelina era cantante, una muchacha de origen humilde, que también trabajó durante algunos meses en la filmación de la película. No era extra, hacía asuntos domésticos, lo que se necesitara. Y de la noche a la mañana se hizo famosa como cantante, gracias al apoyo de un tipo de mala fama en la ciudad, dueño de varios negocios y muchas propiedades. Evangelina murió durante la película, la encontraron ahogada.

Bitar dejó de hablar y miró a Tomassi, que en algún momento había bajado la cabeza, para luego levantarla, fruncir el ceño, pensativo, y empezar a explicarse, con voz trémula:

—Uno se pasa la vida tratando de olvidar cosas, para vivir otras, solo así la gente consigue no volverse loca, y seguir adelante. A Evangelina, a pesar del tiempo, siempre la tengo presente. Tú sabes, Bitar, y Brando también lo supo, que estuve enamorado de ella, no puedo negarlo, así como tengo que reconocer que yo era muy ingenuo entonces, creyendo que una mujer tan hermosa iba a tomar en serio a un muchacho como yo, que no sabía nada de la vida, y que no podía aportarle aquello que ella y su pobre madre necesitaban.

—No alcanzo a entender por qué hablan de esto —intervine—, qué tiene que ver lo que pasó con esa cantante, Evangelina, y la muerte de Mariela Escalante, cuarenta y tantos años después.

—Tal vez nada, quién sabe, pero es como si se estuviera repitiendo todo de nuevo —dijo Bitar—. No sé por qué Mariela se hizo la olvidadiza, cuando hablamos con ella, si estoy seguro que se conoció con Evangelina. “Después de la muerte de Evangelina, se comentaron muchas cosas, sobre la vida que llevaba, que salía con cualquiera que pudiera pasarle un buen fajo de billetes, en fin que mucha gente la cuestionaba. Señores, en una ciudad pequeña, todo es pequeño, menos las lenguas de la gente, largas como la cola del Diablo. No saben el daño que puede hacer un comentario de esquina contra alguien, dicho por envidia, egoísmo o lo que fuera. Nadie entendió que Evangelina era una muchacha pobre, con su madre enferma, intentado salir adelante con lo único que tenía a mano, su belleza, para intentar tener una vida mejor. Solo ella sabía en dónde le apretaba el zapato”.

—¿Sabes algo, Bitar? —dijo Tomassi—, Vengo dándole vueltas a algo que quiero hacer desde que vine, me gustaría llevarle flores a la tumba de Evangelina. Recuerdo que estaba en el antiguo cementerio de Manga. Era una

tumba pequeña, un nicho en la pared al fondo del lugar.

—No creo que sea posible, Tomassi. Hace algunos años estaba yo en el cementerio, sirviendo de guía turístico a unos arquitectos que estaban haciendo una tesis sobre el camposanto. Hacía mucho tiempo que no visitaba el lugar. Unos trabajadores nos dijeron que casi todas las paredes donde estaban los nichos habían cedido por inviernos e inundaciones. Había cientos de huesos dispersos entre maleza y ladrillos, y habían decidido echarlos en una fosa común con la presencia de un sacerdote. No eran más que tumbas de pobres, muy antiguas, ya sin nombre, tampoco números, o alguna identificación.

—Allí hay mausoleos que parecen palacios —continuó Bitar—, están también los mártires fusilados de la Independencia. ¿Te acuerdas? Hay cientos de santos con cruces y ángeles con los ojos perdidos y un dedo en la boca pidiendo silencio.

—¿Y entonces eso significa que ya no queda nada de Evangelina, ni siquiera una tumba sin nombre…?

—¡Ha pasado casi medio siglo! El tiempo no pasa en vano, ni siquiera para los muertos. Así es, partisano, ni siquiera una tumba sin nombre a donde se pueda llegar a poner unas flores.

Todos quedamos en un silencio que rompió Bitar:

—Vamos a tomarnos un tiempo, analicemos las cosas, ya veremos mañana cómo intentar resolver esta situación, cada día trae su afán, y un poco de paciencia tal vez nos haga pensar mejor.

Ya en casa me acosté bocarriba en la cama y me puse a pensar en lo que estaba ocurriendo, juntar las piezas en todo este asunto de Mariela Escalante, procurar recordar y tener presentes aquellas cosas que podrían ayudar a una respuesta posible, que nos sacara de este problema, alguna solución para este caos debía existir, un caos que como suele ocurrir no debía ser nuevo, ese desorden, esa anomalía venía de algún momento del pasado, alguien había tirado la piedra ayer y las ondas de su golpe habían atravesado más de cuarenta años hasta llegar a ese momento en el tiempo. ¿Qué otras ondas llegarían en el futuro, producto también de esa situación?

Tal vez la respuesta estaba más cerca de lo que uno podría pensar. No se pierde nada creyendo la esperanza de que quizá la respuesta está bajo nuestras narices. Volví entonces a mis libretas de apuntes, saqué en limpio algunos garabatos ilegibles incluso para mí, también notas sueltas de las entrevistas y conversaciones que había tenido sobre el tema. También escuché las grabaciones que había hecho con mi teléfono, las voces de Tomassi, Bitar, Mariela Escalante, más yo mismo, hasta que me venció el sueño.

Al día siguiente, después de un café, continué revisando los papeles, por lo menos tenía varias cosas que resultaban curiosas o que producían inquietud a cualquiera obligado a profundizar en lo absurdo de la situación. Y todo surgía de las preguntas obligadas, necesarias, a las cuales no se les podía dar la espalda. ¿A qué se debía el misterioso comportamiento de la señora Escalante, antes de desaparecer? ¿Por qué todos los caminos conducían a Evangelina Saumeth?, ¿por qué la visita para una crónica sobre una película había terminado originando hechos tan descabellados, en los que ya se podía hasta contar un muerto? Porque en última instancia, eso era lo que más debía preocuparme, ¿en qué coño de problema me había metido?

MANCHAS DE SANGRE EN UN VESTIDO ROJO

Se había fogueado desde niña en la calle, con los muchachos del barrio, aprendiendo a rebuscarse la vida desde siempre. También a mirar para el suelo, las mujeres aprenden eso temprano, así se libran de las miradas de los demás. Tal vez la experiencia más significativa que Evangelina vivió fue una que ocurrió una noche sin luna ni testigos.

Tenía catorce años, andaba por la calle haciendo compras para ayudar a su madre en los quehaceres de las casas donde trabajaba. Sintió de repente que unas manos, a sus espaldas, la halaron por el vestido, alguien la arrastró hacia un callejón oscuro, donde había muchas cajas de madera. Sin tener tiempo de defenderse, se vio de pronto boca abajo en el suelo, con una mano grande que le tapaba la boca y aquel peso de cuerpo grande sobre su espalda.

La penetró con fuerza, después de pocos pero fuertes movimientos. Sintió una y otra vez las embestidas, el dolor inicial dio paso a una sensación extraña, mezcla de sorpresa, miedo, rabia. Por alguna razón sentía todo como si no fuera ella, experimentaba todo como si no fuera ella la que estuviera viviendo eso.

Sentía la nariz del hombre resoplando, los dientes mordiéndola en una de las orejas. No podía decir cuánto había durado todo. De pronto el hombre se detuvo, seguía respirando con fuerza, esperaba tal vez recuperar la normalidad. Luego ya no sintió el peso del otro cuerpo, vio entre la basura del callejón un pedazo de vidrio, y allí reflejado al hombre levantándose el pantalón, amarrándose el cinturón, limpiándose la tierra, el polvo y diciéndole: “Si hablas quedarás como una puta; si me meten preso, te buscaré cuando salga y te mato, así que te quedas callada, perra. ¡Yo veré, yo veré!”.

Vio cómo el hombre tomaba del suelo varios pliegos de lotería, luego dio la vuelta y se alejó de ella como si no hubiera pasado nada. Nuevamente sintió que no era ella la que se movía, tomó entre la basura una botella que había estado a su lado todo el tiempo, se puso en pie y empezó a correr tras el hombre, quien no tuvo tiempo de volver el rostro cuando recibió un golpe en la sien.

Cayó de rodillas, intentó decir algo, balbuceó un insulto, pero el segundo golpe ahogó el murmullo. Cayó de cuerpo entero boca abajo. Mirando hacia un lado, intentó buscar el rostro de Evangelina, quien rompió la botella contra una piedra y enterró el pico en el rostro y en el cuello del hombre, que empezó a desangrarse, abría la boca, cerraba la boca, la abría, intentado decir algo, quizá solo buscando aire, pero ella ya estaba en pie, limpiándose las manchas de sangre en el vestido rojo que llevaba, mirando impasible, ninguna expresión en su rostro, como si lo que hubiera pasado fuera una secuencia natural de hechos.

Cuando salía del callejón, todavía limpiándose las manos, miró de lado hacia el fondo oscuro, en medio de las cajas vio el movimiento de la sombra en el suelo, convulsionando y siguió su camino. No derramó ninguna lágrima, sus pasos eran firmes y esa noche durmió sin ningún tipo de remordimientos, como una recién nacida.

EL SILENCIO DE LAS SIRENAS ES MÁS PELIGROSO QUE SU CANTO

—Miren lo que me encontré en mi búsqueda de archivos. Un cronista local, apellido Pernett, lo escribió un par de semanas después de la muerte de Evangelina.

Santiago le extendió la hoja y Bitar empezó a leerla en voz alta:

“Apareció jalonada por las corrientes marinas y los vaivenes del viento, en las redes de unos pescadores en las aguas de la laguna de San Lázaro, después de varios días sin señal de su paradero. A pesar de su estado, porque gran parte de su cuerpo estaba mordido de peces y su piel castigada por las inclemencias de la muerte, Evangelina Saumeth todavía conservaba un aura difícil de explicar en el rostro, una paz que ya quisieran tener muchos vivos, lo cual sorprendió sobre todo al funcionario encargado de hacer el levantamiento del cuerpo, para luego llevárselo al anfiteatro del hospital Santa Clara.

Aquellos pescadores que la descubrieron entre los otros peces, cangrejos, algas y caracoles, se quedaron mudos, mirándose entre sí con incredulidad y luego observando sobre sus cabezas el alboroto de gaviotas que volaban desesperadas sobre el producto de la pesca, como un cortejo fúnebre que venía acompañando el cuerpo quién sabe desde dónde”.

A Bitar se le humedecieron los ojos y se le trabó la garganta.

—Me vas a dar una copia de esto y terminaré de leerla en mi casa.

Se tomó un sorbo de café, fue al baño y regresó con la peinilla en la mano y el pelo mojado. Su semblante, antes compungido, había mejorado.

—Qué gran estilo tenía este hombre, Pernett, voy a tomar algunos de los pasajes de su artículo y los meteré en la crónica de la película.

—Mira que entre más lo pienso –dijo Bitar— estoy de acuerdo con García Márquez, por quien nadie daba un peso acá en Cartagena cuando era joven, salvo cuatro amigos que lo ayudaron de muchas formas. ¿Sabes que lo llamaban Trapo loco, por las camisas de colores que usaba? Tuvo que irse de aquí, por supuesto, muchos lo han hecho, porque nadie es profeta en su tierra. Salió adelante lejos de esta ciudad y así pudo regresar, tal vez buscando reencontrarse con el muchacho que fue y no con la ciudad, fíjate, un poco lo que quiso hacer Tomassi ahora que regresó.

—Siempre empiezas hablando de una cosa y terminas en otra, Bitar. ¿Qué decía Gabo?

—Hombre, sobre el eterno dilema, Santiago, sobre si es verdad que se puede amar a varias personas al mismo tiempo, con la misma sinceridad, él decía que el corazón tiene más cuartos que un hotel de putas.

—Eso me recuerda un poema de Cernuda, que leí en alguna parte, pero suena más bonito así como lo dice Gabo, ¿y por qué hablas de eso ahora?

—Por Evangelina, por supuesto, el primer amor de Tomassi. Y cuando se habla

de amor, todo se vuelve más complicado, porque la gente le pone nombres a lo que siente, pero eso es una mentira, una falsa seguridad, porque nadie tiene certeza de eso, se mienten a sí mismos, y eso fue lo que le pasó a Tomassi y Brando con esa muchacha durante la filmación de la película.

—Cómo así, no entiendo. ¿Qué fue lo que pasó?

—Ni siquiera entre nosotros hemos hablado sobre el tema. Yo no se lo he tocado, porque para qué remover todo eso, con la muerte de Evangelina, alguien le echó tierra a ese asunto, entonces para qué abrir viejas heridas, pero, teniendo en cuenta las cosas extrañas que están ocurriendo, resulta inevitable que se lo preguntes, es mejor así.

—De qué estás hablando, ayúdame a entender esto, Bitar, mira que prometo ser muy reservado, no voy a usar en la crónica aquellas cosas que puedan resultar demasiado imprudentes, puedes estar seguro de eso.

—Te lo voy a decir, pero al margen de lo que te diga, no juegues con esta oportunidad, que es muy bonita para que por fin te decidas a dejar de ser abogado y meterte de lleno a escribir cosas, que es lo que veo que te quita el sueño.

—Bueno, a mí lo que me gusta realmente es bailar y ver cine, el resto va y viene. Pero entonces, ¿me vas a contar o tendré que sacártelo con una pinza?

—No es nada de otro mundo, tiene que ver con Evangelina, con esa muchacha. Mira, Santiago, mi abuela decía que todos los hombres llevan el pecado en la piel, un infierno entre las piernas y mil demonios en el alma. A pesar de todo

eso, son unos ángeles y este puto mundo no tendría sentido sin esa contradicción. Evangelina llegó a la película, con su piel cobriza y unos ojos de color indefinible, que hacía que todos se voltearan para verla por segunda vez, para ver si tanta belleza pertenecía realmente a este mundo.

”Yo había sido contratado para la película, estaba ayudando un poco a los italianos a escoger a la gente, a los extras, así que fui testigo privilegiado del efecto que creó esa mujer en los italianos que le hicieron la entrevista de trabajo. Me acuerdo de aquella oficina, mujeres recibiendo llamadas en tres idiomas, gente llevando y recibiendo recados, el lugar era una revoltura de idiomas, siempre parecía en estado de emergencia.

”Evangelina vivía en Getsemaní, su madre era de un pueblo de la sabana, allá donde dicen que existían muchas brujas desde los tiempos más viejos. La muchacha era bonita, ya te lo dije, pero no me cansaré de decirlo, tan bella que cualquiera que estaba a su lado se veía feo, por eso se ganó la mala voluntad de muchos en el barrio. A los hombres, porque nos les prestaba atención, y a las mujeres porque al lado de ella todas parecían comunes y corrientes.

—¿Y qué tiene que ver entonces esta muchacha, Evangelina, con Tomassi y Brando?

—Que los dos se enamoraron de ella, al igual que muchos que tuvieron la fortuna de conocerla, porque además de bonita era muy agraciada: tenía una risa que podía hacerte olvidar hasta un dolor de muelas. Por eso me parece importante que le preguntes a Tomassi por todo esto.

Sin pensarlo, llamé a Tomassi y le dije que necesitaba conversar con él sobre un par de temas relacionados con la crónica, que tal vez él podía ayudarme a precisar cosas. Me dijo que podíamos encontrarnos al día siguiente en la mañana

en su hotel.

Cuando colgué, Bitar me miró, se encogió de hombros y bajó la mirada. ¿Me estaba metiendo más de la cuenta en todo este asunto, debía dar un paso al costado, salirme de toda la confusión que representaba esta historia? Y, sin embargo, la curiosidad seguía viva. Saber la verdad detrás de todo eso era una ambición que me quemaba por dentro. Más allá de cualquier prudencia, no perdía nada siguiendo el rastro de todo eso. De todas formas, qué más podía pasar.

EL EVANGELIO SEGÚN BRANDO

¿Quién era realmente Marlon Brando? ¿Estuvo enamorado de Evangelina Saumeth o solo fue una de las aventuras que tuvo en Cartagena? ¿Algo sobre su vida podía dar luces acerca del asesinato de Evangelina? Yo solo conocía de Brando lo que cualquier aficionado al cine sabe, pero dicen que donde menos se piensa, salta la liebre, y por eso me puse a la tarea de saber un poco más sobre él.

“Nací el tres de abril de 1924, en Omaha, en el estado de Nebraska, y todavía no me arrepiento”, dijo Brando en una entrevista. Su padre también se llamaba Marlon Brando, el apellido realmente era Brandeau, de una región sa llamada Alsacia, pero algún antepasado lo cambió a Brando, para que sonara más norteamericano. Su padre era muy viajero, un típico vendedor ambulante con novias en todas partes, que casi nunca estaba en su casa, por su trabajo y voluntad propia.

”Lo que más recuerdo de mi infancia es que mi padre me ignoraba —dice Brando en otra entrevista que encontré en una página web de fanáticos—. Yo llevaba su mismo nombre, pero nada de lo que hacía le gustaba, ni siquiera le interesaba un poco. Él había peleado en la Primera Guerra Mundial y nadie sale cuerdo de cosas como esa, por eso le tenía compasión. Se volvió un maleducado peleador de taberna, que llegaba untado de pintalabios, oloroso a alcohol y perfume de mujer, vociferando y destrozando los muebles de la casa. Una de esas noches llegó y empezó a golpear a mi madre, entonces derribé una puerta de una patada, entré y me lancé sobre él, apretándole el cuello y tratando de matarlo. Si no nos hubieran separado, lo habría asesinado, estoy muy seguro”.

”Mi padre no tenía mucho amor dentro de él —también reveló Marlon en una crónica sobre su vida—. Creo que disfrutaba cuando me decía que yo nunca serviría para algo. Nada de lo que hice jamás le gustó y tampoco le interesó. Era

un hombre abstraído, rígido, un ser realmente espantoso. Cuando nació mi primer hijo, Christian, lo abracé y me hice una promesa: a este niño nunca lo tocará mi padre.

”Pero por otro lado estaba su madre, la hija de irlandeses, que conocía todas las canciones del mundo. Brando memorizaba todas las letras que podía de esas canciones. Su madre se llamaba Dorothy Pennebaker; y fue ella quien lo llevó por primera vez al teatro junto con sus hermanas s y Jocelyn. Decía Brando: Yo sé que era un niño díscolo, muy pendenciero, pero inteligente, decían algunos de mis maestros, sin que yo pudiera creerles, porque siempre fui un mal alumno.

”Su mejor recuerdo de infancia, los únicos cariños que recibió de niño — contaban en una biografía sobre él—, provinieron de Ermeline, una jovencita de dieciocho años que se convirtió en su nana, cuando él tenía cuatro años. Una holandesa de piel morena y brillante por la sangre indonesia que tenía. Con ella vivió sus primeros juegos eróticos; tenía senos enormes y la costumbre de dormir desnuda. Uno de los primeros recuerdos sexuales de Brando se relaciona con los senos de esta mujer y su cuerpo desnudo bajo las sabanas. Ella se dejaba acariciar interminablemente hasta cuando quedaban dormidos y por la mañana se hacían los desentendidos.

”Una relación especial, sutilmente erótica, que duró cinco años, hasta que ella tuvo que abandonar la casa para casarse, cuando Brando tenía siete años. Marlon agrega que tal vez este fue el golpe más duro que recibió en su infancia.

”La familia se mudaba mucho, constantemente, en parte por las separaciones y reconciliaciones de sus padres, que influyeron en que Marlon conociera todo tipo de gente, jugara con niños negros y también con indigentes. De niño pensó ser sacerdote, a los once años sufrió la primera separación de sus padres, a los catorce se obsesionó tocando la batería. Ya en su adolescencia se marchaba de casa, duraba dos o tres días por fuera, durante los cuales dormía en casa de sus

amigos, donde le preguntaban: ¿Oye, Marlon, tu mamá sabe dónde estás?, y era muy triste porque él respondía: no creo que sepa ni siquiera dónde está ella misma. Y lo decía porque su madre era alcohólica, se escapaba todos los días y se encerraba en cualquier bar de mala muerte, hasta cuando el hijo aparecía, la rescataba de los otros borrachos, le limpiaba el vómito y se la llevaba en un taxi de regreso a la granja. Sin embargo, borracha o no, Brando adoraba a su madre.

” “A menudo he pensado —también dijo Brando en sus memorias— que habría resultado mucho mejor para mí haber crecido en un orfanato”.

”En la escuela Lincoln, en Evanston, cuando cursaba el sexto grado encontró su alma gemela en un chico que usaba gafas, delgado y tímido. Se llamaba Wally Cox, un muchacho sin atractivo físico, y que era objeto de burla de muchos. Brando pensaba que Wally Cox era diferente de los demás, que había que aprender de él, no perderle palabra y por eso andaban juntos a todos lados, corriendo, jugando o leyendo en la biblioteca, o simplemente haciendo bromas que solo ellos entendían. Varia veces Brando peleó en el colegio o en las calles para defender a su amigo del acoso que a veces sufría por su apariencia delicada y enclenque. Varios años después en Nueva York, mientras la ansiedad y las preocupaciones lo sacudían, encontraría de nuevo en este amigo su apoyo principal a nivel emocional.

”Después de muchas vueltas, Marlon llegó a Nueva York sin saber muy bien a qué, salvo que su madre y una de sus hermanas estaban allí. Su hermana, Jocelyn, estaba estudiando teatro, así que entró a estudiar actuación con Lee Strasberg y Stella Adler, quienes aplicaban el método de aprendizaje de actuación de Stanislavski, reelaborado por el Actor’s Studio, que consiste en que el actor tiene que alimentar el personaje con memorias emocionales y recuerdos personales. En ese sentido a Brando le sobraban experiencias vividas para vestirse con el dolor y la alegría que se necesitaran para interpretar cualquier papel. Por ejemplo, cuando tenía escenas dramáticas de furia le bastaba recordar a su padre golpeando a su madre y toda su furia salía a flor de piel.

La vida y milagros del actor aparecen en miles de páginas en internet, en donde apasionados devotos rinden culto a San Marlon Brando, como predicadores de un culto pagano y universal, contando experiencias curiosas de su paso por la tierra, como por ejemplo:

”Marlon es un muchacho que llega a Nueva York con agujeros en los calcetines y muchos proyectos en su mente, al que le gusta sentarse en la calle a observar las personas, interesado en adivinar las cosas que no sabía de ellas. De Estella Adler aprendió algo muy importante; su consejo era: “Marlon, no hay que actuar, hay que comportarse”. Ella prácticamente lo adoptó como un hijo y reconoció en él una teatralidad innata poco convencional.

”Todavía en las escuelas de teatro del mundo se repite una anécdota que ocurrió entre los dos:

”Stella pidió a los estudiantes que se comportaran como gallinas de corral amenazadas por la caída de una bomba.

”Todos los alumnos corrieron de un lado a otro, cacareando, chillando moviendo las alas, como gallinas histéricas.

”Brando se hizo en una esquina, se acurrucó y puso un huevo.

”Recibió el mejor comentario que la maestra podía darle a un alumno: “¡Extraordinario!”.

”Él se volvió parte de su familia. Marlon me dijo en otra ocasión: “Yo cuando llegué no era más que un muchacho con un sombrero rojo y sin ninguna idea de cómo se gobernaba el mundo. En aquella época, cuando estaba sufriendo y desorientado en la vida, Estella siempre fue amorosa conmigo. Yo nunca había hecho en la vida algo que fuese considerado bueno para alguien. Ella puso su mano en mi hombro y me dijo: no te preocupes, mi niño, lo que yo he visto en ti, el mundo lo verá”.

”Brando amasó una fortuna colosal que de igual forma dilapidó en decenas de proyectos, especialmente en Tetiaroa, una pequeña isla ubicada en medio del océano Pacífico, que compró para refugiarse cada vez que se sentía hastiado del mundo. Su reino sin fotógrafos y con la compañía de gente que ignoraba la noción del pecado y del remordimiento. Allí nacieron cinco de sus hijos.

Una cosa era leer sobre la figura histórica de Brando, otra diferente conversar con alguien que compartió momentos con él, como Tomassi, quien después de evadirme en varias ocasiones, y gracias a la intervención de Bitar, aceptó que nos reuniéramos en la habitación de su hotel. Sacó una botella de whisky de una pequeña nevera y sirvió dos tragos, como quien busca un paliativo para tomar un avión o hacer frente a una situación inevitable.

Así empecé a preguntarle a Tomassi por su relación con Brando, lo hice también para que se sintiera confiado, y no se alarmara por las preguntas que tenía preparadas sobre la relación amorosa que Tomassi había vivido con Evangelina.

—Brando me hablaba muchas veces sobre sí mismo — empezó diciéndome—, cuando estaba sobrio como borracho, y lo hacía durante horas. Cuando me invitaba a su casa, tras alguna jornada especialmente difícil de grabación, él me gritaba desde la hamaca, ¡Giuseppe!, tráeme un poquito de ron con hielo y pon el disco de Chano Pozo. Y eso, por supuesto, ya sabía lo que significaba, que debía prepararme para otra jornada de monólogos y confesiones, que duraba hasta que el sueño lo venciera, e incluso más allá porque a veces hablaba dormido,

entonces yo, en medio de su delirio, lo ayudaba a levantarse de la hamaca, para que por fin se fuera a descansar en su cama, y luego me marchaba para mi hotel.

Tomassi tomó un sorbo de su vaso y continuó su relato: —Marlon era un rebelde de tiempo completo, una vez me contó que, para intentar corregirlo, su padre lo internó en una academia militar. Allí jugó rugby, perdió el menisco y esa lesión lo libró de ir a la Segunda Guerra Mundial. En el ejército creyeron que también estaba loco. Cuando llenó los formularios, debajo de raza escribió: humana; debajo de color puso: depende.

”Me convertí sin quererlo en su psicoanalista de cabecera —Dijo Tomassi—, algo que Marlon parecía disfrutar, como si eso le ayudara a quitarse un peso de encima, encontrarles sentido a muchas cosas y aguantar el calor, la humedad, los mosquitos, los periodistas y tantas molestias más que lo acosaban. Yo creo que solo intentaba mantener la razón en medio de tanta locura a su alrededor.

—Sabes algo, Santiago, y esto no me lo contó él, sino que lo leí en alguna parte: la noche en que asesinaron a Martin Luther King, un fotógrafo estaba con Marlon, quien quedó espantado con la noticia, se puso furioso y también lloraba. Se abalanzó sobre el teléfono, temblando de la desesperación, triste y dolido por lo que le habían hecho a Luther King. Entonces llamó al cuartel general de los Panteras Negras para organizar una marcha sobre Washington, ¡con armas!

Sé que Tomassi podía hablarme durante horas sobre Brando y al final cualquiera terminaba sintiendo más curiosidad por Tomassi que por el mismo actor. Quizá era la manera de Tomassi de agradecer lo que a sus diecinueve años aprendió de Brando, Bitar y la gente de Quemada: a valerse por sí mismo. Era como si Tomassi buscara ocultar su identidad y ser recordado solo como el hombre que hablaba de Marlon Brando.

Ya en otra oportunidad volvería a tirar de la lengua de Tomassi, para que siguiera contando sin respiro confidencias sobre Brando, pero ahora mi curiosidad la despertaba otra cosa, por eso, casi sin pensar, le pregunté lo que tenía entre ceja y ceja:

—Tomassi, ¿y cómo fue tu relación con Evangelina Saumeth?

Me miró a los ojos, luego bajó la mirada, se levantó de la silla, se quedó mirando por una ventana, y luego se metió las manos a los bolsillos, Una oscura melancolía pareció descender sobre él y después de un largo silencio, empezó a hablar:

—Cuando conocí a Evangelina, me produjo el mismo trastorno que despertaba en cualquiera que se la tropezaba en el camino. Yo estaba presente, en mi papel de asistente, en un salón, a donde llegaban las personas que buscaban ser extras de la película, allí estaban Pontecorvo, su asistente de dirección, Salvo Basile, que trabajaban desde las cuatro de la mañana y a veces hasta la madrugada, y un par de personas más de la producción.

”Siempre entraban en grupos de cuatro y ese día estaban concentrados en las extras mujeres, cuando hicieron pasar un grupo, después de una mañana completa en que habían desfilado centenares. De pronto nosotros, que estábamos hablando de varias cosas, hicimos silencio en coro; nuestro murmullo cesó, como dicen que ocurre cuando pasa un ángel.

”Una muchacha al parecer recién bajada de una estrella fugaz estaba ante nosotros. No podíamos quitarle la vista de encima, estábamos fascinados en un solo delirio, se escuchaba la respiración de todos. Hasta la luz se volvió diferente y recordé aquella película en que Charlton Heston, en el papel de Moisés, observa un resplandor sobre la cima del monte Sinaí y recibe las leyes de Dios.

Una aparición.

”Y fue entonces cuando Pontecorvo tosió, quizá para despertarse a sí mismo de aquel ensueño, y creo que todos también queríamos pellizcarnos, pero no lo hicimos, nadie quería despertar.

”Ella no parecía de aquí, parecía venir de otra parte, como Brando, seres especiales que se sienten incómodos en el mundo, ajenos a todo esto, y sin embargo están forzados a vivir entre nosotros, pero tienen que seguir aquí, seres expulsados de quien sabe qué otro mundo.

”—Buenas tardes —dijo Pontecorvo—, ustedes cuatro tienen lo que necesitamos para algunas escenas, salgan por aquella puerta y les entregarán los documentos para el contrato. Ya pueden marcharse.

”Cuando las cuatro personas empezaron a retirarse, Pontecorvo entonces agregó:

”—Usted no, muchacha, por favor. Me gustaría saber cómo se llama.

”—Evangelina Basanta.

”—Yo creo que usted puede servirnos para algo especial. Hay un par de escenas en que necesitamos que aparezcan unas muchachas como usted. Por favor, dele su información de o a mi asistente—y me señaló.

”Cuando la tuve en frente, ella me pasó un papel donde estaba anotado su nombre y un teléfono a donde dijo que podían llamarla. También dijo que ella no vivía allí, pero podían dejar la razón cuando la necesitaran. Yo le dije que conversaría con el director y los asistentes para saber más detalles. Ya los otros estaban mirando nuevos extras al frente, pero cuando ella volvió a moverse en el aire, todos se volvieron para ver cómo desaparecía tras una puerta lateral.

”Al día siguiente la llamé, porque se había decidido que trabajara en el Hotel Caribe, donde estaban las oficinas de producción. Ella se encargaba de ayudar en servicios generales, llevar y traer documentos, atenta a cualquier necesidad que se presentara, como yo también hacía.

”Muchos la miraban con el deseo evidente de cargarla y llevársela consigo. No faltó quien la acosara en una escalera, en algún rincón de una oficina o que intentara pellizcarle las nalgas, que cuando caminaba parecían dos pequeños planetas con vida propia. A veces yo intervenía, tomaba su mano y decía que la necesitaba para alguna diligencia, lo cual me perdonaban porque era muy cercano a Pontecorvo.

”Así fue como empezamos a compartir momentos, almorzábamos o cenábamos juntos, y muchas veces caminamos hasta el centro. Yo la acompañaba a la casa alquilada donde vivía desde que su madre había muerto. Me bebía el aire que ella dejaba tras de sí. No era un asunto físico, era algo más, siempre fue algo más, porque en serio sentías que cuando te miraba te derribaba un resplandor, era algo sobrenatural. En una de esas conversaciones, mientras paseábamos, yo tomé su mano, pero ella me la retiró y a su vez puso su mano en mi hombro.

”Me dijo que me veía solo como un amigo, que por favor la perdonara, “tú sabes, Tomassi, que en el corazón no manda nadie”. Me confesó que alguien se lo había roto, por eso nunca más volvería a creer en esos cuentos del amor, que estaba concentrada, y en eso ocupaba todo su tiempo, en ser una gran cantante, tal vez una actriz famosa, como Brando. Me dijo que algún día yo la vería en

alguna película, como esa que estaban filmando, y que estaba segura de poder salir adelante.

”Algunas semanas después, yo estaba presente cuando Brando llegó al Hotel Caribe a participar en una reunión. Ella entró a donde estaba la gente de la producción y repartió vasos de jugo a los presentes. Noté la transformación en el rostro de Brando, cómo dejó de prestar atención a todo y se concentró en los movimientos de ella, y la siguió con la mirada hasta que salió de la habitación.

”Al día siguiente noté que Evangelina no había llegado, pregunté a las secretarias de Pontecorvo, y me dijeron que ella ya no trabaja más ahí, que el señor Brando había solicitado que fuera asignada a su casa, para que lo ayudara con la organización de esta.

”Ya el resto pasó de forma natural. Me enteré de que andaba saliendo con Brando, varias noches se escapaban juntos a divertirse en los casinos de Bocagrande, veían películas en los teatros o se marchaban a El Príncipe a ver los espectáculos. Yo me estaba volviendo loco, pero no podía hacer nada, estaba muy lejos de casa para poner en riesgo la estabilidad de mi trabajo, era demasiado peligroso hablar de mis sentimientos con alguien, solo conversé con Bitar al respecto, y él me recomendó que tratara de olvidarla, aunque resultara difícil, que él había pasado por algo parecido.

”Tuve que esforzarme mucho para controlarme y no reaccionar con rabia cuando a veces me la tropezaba en las oficinas, en los lugares de filmación, entonces lo mejor era excusarme, decir que estaba ocupado, dar la espalda y marcharme. Me dolía mucho hacerlo, seguía enamorado, tenía diecinueve años y nunca había experimentado algo así, tan de repente que nunca me sentí consciente cuando empecé a sentir algo por ella, como si hubiera sido desde siempre.

”Una vez me decidí a caminar desde el centro de regreso al hotel, donde estaba alojado inicialmente, después de unas filmaciones en las playas frente al baluarte de Santa Catalina, cuando sentí que alguien empezó a caminar jun-to a mi lado. Miré y allí estaba ella, más bonita que de costumbre. Me detuve y le dije hola. Me preguntó adónde me dirigía. Le dije que hacia el hotel.

”Me preguntó si podía acompañarme, contesté que no había problema y seguimos andando juntos, como hacía muchos días no lo hacíamos. Me preguntó cómo me estaba yendo en el trabajo, empecé a contarle que Brando y Pontecorvo nos tenían locos a todos con sus peleas. Ella me dijo que todos estaban al tanto de esa situación, que tal vez con el paso de los días mejorarían las cosas.

”Un viejo pasó vendiendo hielo picado con salsa de tamarindo, esos que ustedes llaman raspados de hielo, y ella pidió dos sin preguntar si yo en realidad quería. Seguimos caminando, conversando de muchas cosas, volvimos a reírnos de tonterías. No sabía en realidad qué hacer, pero no quería separarme de ella, tal vez presentía algo, quién sabe, así que me dejé llevar por el momento. Cuando llegamos al hotel, me preguntó si podía dejarla usar el baño de mi habitación.

”Ya dentro no quise hacerme ilusiones, estaba resignado, entonces ella salió del baño. Y como casi todo en mi vida pasó algo sin que me diera cuenta, porque no hubo advertencia ni anuncio alguno. Salió desnuda. Yo me sentí como si estuviera presente el día en que Dios creó el mun-do. ¿Recuerdas ese momento en las películas en que las imágenes empiezan a verse más lentas? Ella me tomó de la mano, hizo que me sentara en el borde de la cama y quedó de pie frente a mí. Me sentía como un niño ante ella, entonces me besó y yo me dejé llevar.

Yo era consciente de que Tomassi ya no conversaba conmigo sino con su propia conciencia, con aquel muchacho que también había sido Tomassi. No podía ni deseaba interrumpir aquel estado de evocación, que hacía posible que sobrevivieran detalles tan especiales. Dejé que continuara como quien camina por una habitación intentando no despertar a alguien dormido en ella. Su voz

venía de un ámbito ajeno al espacio y al tiempo.

—Muy pronto se hizo de noche y el tiempo desapareció en la oscuridad. Nunca había experimentado algo así. Si existe algún nombre para algo así, yo no lo conozco. Me sentí por fuera de mí mismo, más allá del tiempo, alguien nuevo estaba naciendo en mí, pero era yo mismo. Sensaciones nuevas, manos libres y bocas que subían, bajaban en absoluto desconcierto y recorrían los temblores en que los dos nos habíamos convertido.

”Yo había estado con algunas chicas allá en Italia, pero siempre lo sentí como algo producto de la curiosidad, una especie de prueba personal entre los pocos amigos de aquel entonces. No tenía nada que ver con aquel genuino sentimiento de pasión, deseo, mezclado con ternura y ganas de nunca separarme de aquella Evangelina, que parecía una música encarnada, con sus ritmos y movimientos que atravesaban mi cuerpo. Éramos dos lenguas desatadas, ansiosas y calientes que se hundían en una nube de sudor y frenesí. Aunque pasaban las horas, juntos retornábamos con más fuerza. Después de los breves descansos que nos dábamos, volvíamos otra vez a relamernos los labios adoloridos y soltar aquellos jadeos infinitos en los que la saliva no se acababa.

”Nos aventurábamos, yo sentía sus senos, los impulsos eléctricos de su cadera, tambaleábamos de felicidad mientras nos reíamos y luego otra vez queríamos tragarnos el uno al otro. Nos sacudíamos y movíamos hasta que resultaba difícil respirar. Todos los sentidos incursionaban, arrasando y asaltando con furia, un cataclismo, un mar de fiebre donde ambos nadábamos y nos quedamos dormidos, abrazados, dándonos pequeños besos. Ella, en algún momento de la noche, me dijo: “Acuérdate de mí, Giuseppe, aunque ya no quieras acordarte”. No sé si me lo dijo despierta, ¿o escuché sus palabras cuando ya estaba dormido?, nunca lo sabré.

”Y de pronto se hizo la luz, me di vueltas y miré a mi lado, pero ella ya no estaba. Eran las diez de la mañana. No sabía qué hacer. Me sentía feliz, también

con miedo. Muy rápido me fui a bañar, pero preferí no hacerlo, quería seguir sintiendo eso que emanaba de mí y que estaba tan lleno de ella, ¡siempre fui un romántico perdido!, el cine me hizo así, entonces me pareció que lo mejor era seguir la rutina, que ya estaba alterada, porque me había despertado demasiado tarde y muchas cosas pendientes ya estaban atrasadas.

”No me pareció bueno buscarla ese día. Un par de veces tomé el teléfono para llamarla, pero enseguida colgué. Seguramente no iba a estar en su casa, sino trabajando, en algún lugar, tal vez junto al mismo Brando, en la casa de él o en cualquier otro lugar. Al día siguiente me la encontré en una de las oficinas del centro. Estaba con unos paquetes en las manos, acompañada de otra mujer, y me saludó sin ninguna señal de afecto en especial.

”Y pasó una semana, hasta que tuve que hablar de eso con Bitar, que seguro tenía mucha más experiencia en asuntos como ese. Él me dijo que tratara de calmarme, que tal vez ella necesitaba tiempo, sin duda lo mejor era que no la buscara: el que se va sin que se lo pidan regresa sin que lo llamen, y muchas veces funciona así, aunque con estas cosas del amor, yo creo que en realidad nadie sabe nada.

”Y entonces, una semana después de haberla visto de lejos un par de veces, en algunos sets de filmación, apoyando a Brando en lo que necesitara, tuve conocimiento de que había renunciado a la película, porque al parecer había recibido una oferta de trabajo mejor, relacionado con lo que a ella en realidad le gustaba: cantar… Además, no quería ya estar cerca de Marlon, quien se había convertido en alguien con demasiados diablos adentro para aguantarlo.

”Me fui al día siguiente hasta su casa, pregunté por ella, pero me dijeron que se había mudado, no sabían a dónde. Me quedé sentado en una banca de la Plaza de la Trinidad, sin saber qué hacer. Un perro de la calle vino y se enredó en mis pies. No podía dejar de ver a Evangelina aunque abriera los ojos. Me acordé del consejo de Bitar y entonces decidí meterme a ver una película. Cuando llegué al

Teatro Cartagena, había mucha gente, entonces la descubrí caminando rumbo hacia otra sala de cine que estaba cerca, acompañada de un hombre, alguien muy bien vestido, que llevaba un reloj dorado y un par de cadenas en el pecho.

”Supe por comentarios de varios extras que había empezado su carrera de cantante. Estaba tomando clases de canto profesional y había encontrado un empresario musical que deseaba financiar un disco. Vi su cara por primera vez en el periódico, cuando anunciaban que estaría de invitada en un programa radial muy famoso a nivel local, donde cantaría su repertorio.

”Había escuchado su voz, un par de veces, cuando caminábamos juntos, cantando pequeñas tonadas. Me había gustado, sin embargo, esa voz que escuché en la radio era otra cosa, sin duda tenía talento, tenía algo especial, su voz conmovía, era algo natural, no me atrevería a compararla con otras cantantes que luego escucharía a lo largo de mi vida.

”Yo solo quería pensar en otra cosa, concentrarme en mi trabajo, pensé que eso tal vez me salvaría del recuerdo de Evangelina, y así fue hasta que supe un par de meses después que haría su presentación oficial como cantante en El Príncipe. No sé por qué no fui a verla. Esa noche me marché a Getsemaní y entré a un sitio que se llamaba Habana Club, que no era ese lugar en la Calle Larga que está funcionando hoy día, sino un pequeño barcito de mala muerte a donde muchos llegaban a ahogar las penas. Ni siquiera supe cómo llegué a mi cama esa noche.

”Al día siguiente, varios en el hotel comentaban entusiasmados la presentación de Evangelina en El Príncipe. Decían que Brando había estado presente, muy emocionado, tanto que se puso a tocar tambores. Sin embargo, todos estaban impresionados sobre todo con Evangelina; su voz y belleza le prometían un gran futuro como cantante.

”Y luego, un par de meses después, durante los cuales tuve la cabeza metida en el trabajo, para no pensar en ella y olvidarme de todo, ocurrió lo impensable. No supe qué hacer cuando uno de los extras de la película llegó a contar que habían descubierto su cadáver. Ya habíamos terminado de grabar ese día unas escenas en la casa del Marqués de Valdehoyos, aquella mansión en la Calle de la Factoría. El extra dijo, “¿ya se enteraron?, encontraron a una muchacha muerta flotando cerca del puente Román, parece que es Evangelina, la cantante que trabajaba en la película”.

”Me quedé en silencio, alguien dijo que ya sabía la noticia, otro empezó a recordarla, dijo: “¡Qué lástima, carajo, con lo bonita que era!” No daba crédito a lo que escuchaba, me marché hasta el traspatio de esa casa, mientras los demás trabajadores recogían la iluminación y otros artefactos. Sabía que me pasaba algo adentro, que estaba creciendo a dimensiones que para mí eran desconocidas. Y entonces me puse a vomitar.

”No sé cuánto tiempo pasé allí atrás caminando entre árboles y matas, queriendo que me tragara la tierra, sin saber qué hacer. Uno de los obreros que ayudaban con el transporte llegó hasta donde yo estaba, avisó que ya se marchaban y que el celador debía cerrar la casa. Yo le di las gracias, salí detrás de él y, cuando estuve en la calle, tomé un taxi, me marché al hotel y me encerré en mi habitación.

”Tal vez ha sido la noche más extraña de mi vida. Me puse a dudar de mi propia existencia. Me trastornó por completo la noticia de su muerte. No sabía qué hacer con la rabia y la tristeza que sentía. Al día siguiente salió la noticia en el diario, allí pude enterarme de los detalles, y que empezarían investigaciones para determinar las causas de la muerte.

”No salí de mi habitación durante un par de días, hasta que uno de los asistentes de producción me fue a buscar, necesitaban apoyo para unos permisos de filmación. Así empezó mi andar como un autómata, sin mucho o con la

realidad, actuando sin pensar y haciendo de mala gana los trabajos que me encargaban. Todo parecía sin sentido, no me encontraba, y algo se apoderó de mí que no me permitía seguir adelante.

”Entonces Brando me pidió que fuera a buscarle un par de botellas de un ron especial de Jamaica que llegaba de contrabando. Al regresar, me vi obligado a tomarme con él algunos tragos, aunque no me nacía hacerlo, pero qué le iba a hacer, si era mi jefe directo. Ya entrada la noche, después de haber hablado él pocas cosas y conservar mucho silencio, se inclinó, me puso la mano en la rodilla y empezó a decir cosas que entonces no le encontré sentido, pero luego, con el paso de los años, vino a iluminarme muchas veces:

”—Mira, Tomassi, aunque sepamos cómo va a terminar algo, no significa que no podamos disfrutar el camino. Qué puedo decirte, fue muy triste lo que le pasó a esa muchacha, sobre todo la forma en que ocurrió, pero tú ya no puedes hacer nada ni pudiste hacer algo. No quiero hablar de los muertos, pero esa muchacha estaba jugando con fuego y no creía que se iba a quemar.

”Todos sabían que ella andaba en lo suyo, también tú, no te hagas el tonto, ella estaba buscando lo que necesitaba, alguien que la sacara de la pobreza. Yo, Marlon Brando, a mis cuarenta y cuatro años, nunca jamás he estado seguro de lo que una persona quiere decir cuando habla de amor. ¿Acaso crees que eres al único a quien le ha pasado?, ¿cómo se te ocurre?

”Lo que tú necesitas, más que nada, es que alguien crea en ti, y eso ya lo tienes conmigo, con Bitar y Evaristo, por supuesto que con tu abuelo allá en Italia; pero necesitarás también empezar a creer un poco en ti mismo, y eso lleva tiempo, aún tienes que vivir muchas cosas.

”El mundo es así, qué podemos hacer, todo tiene un límite y ella lo cruzó varias

veces. No me gusta verte así, mejor tómate unos días, relájate, ocúpate en otras cosas y después, cuando te sientas mejor, regresas y seguimos adelante. Yo te cubriré las espaldas, Tomassi, si es que Pontecorvo o algún otro me pregunta por ti —terminó diciendo Brando—.

”Yo estaba esperando que él me confesara que Evangelina había estado con él, Santiago —dijo por su parte Tomassi—, como muchos otros, pero Brando nunca lo hizo. Para qué decir lo evidente, si además no hay peor ciego que aquel que no quiere ver, como yo en ese entonces.

”Después de esa conversación con Brando, duré varios días intentando ocupar mi mente en otras cosas, también deseaba olvidarme de la película, que seguía retrasándose por muchos motivos. Me fui a la isla de Bocachica, pasé un par de días en una cabaña de la playa, pero también de eso me cansé, entonces regresé a Cartagena y busqué a Bitar para hablar al respecto. También le pedí que me acompañara a ponerle flores a la tumba de Evangelina, en el cementerio de Manga, y aceptó.

Aquella tumba pequeña de 1968, todavía tenía el cemento fresco, algunas flores, y restos de algunas velas. Bitar se alejó, dejó solo a Tomassi ante la tumba, y se puso a pasear por los pasillos cercanos. Allí estaba ella, pensaba Tomassi, él tenía ganas de hablar con los muertos y solo le respondía el silencio. Sin escultura, cruz, estatuas o lozas. Solo un nombre escrito al parecer con carbón. Más allá, floreros caídos y lápida ilegibles, ladrillos mordidos por el tiempo, zumbido de insectos que pasan de una rosa hasta un girasol, uno que otro pájaro perdido, y el murmullo de una voz tratando de recordar una oración.

Regresaron del cementerio a pie y por buena parte del camino los acompañó el silencio. Sin embargo, Tomassi tenía cosas dentro que le resultaba necesario compartir, un peso del cual descansar, para intentar regresar a la normalidad, a pesar del absurdo de toda la situación y el sopor de aquella tarde. Después de ver la tumba de Evangelina, todas las palabras le parecían inútiles, sin embargo, se

desahogó con Bitar:

—Brando es un hijo de puta, Bitar, sabía que yo estaba enamorado de ella. Tal vez para él solo era una puta más. Debió tener en cuenta lo que yo sentía, ¿era mucho pedir? —En el rostro de Tomassi podía verse que buscaba algo, tal vez otra forma para decir eso, quizá con menos melodrama, para decir lo mismo que había dicho, pero al parecer no lo consiguió—. Estaba locamente enamorado de ella.

—¿Vas a pedirle a un zorro, como Brando, que no persiga gallinas? —respondió Bitar—, por favor, Giuseppe, no seas iluso. Es cierto que todos hemos hecho una amistad con Brando, a pesar de su carácter, pero no le pidas a un hombre como él más de lo que puede dar de sí mismo.

—Supongo que debo parecer un tonto —dijo Tomassi.

—No conozco a nadie que no haya hecho el papel de tonto, Tomassi, eso no tiene que ver con la edad y tampoco tiene fecha de vencimiento. Sé lo que estás sintiendo, todo el mundo se vuelve loco de amor, hasta los más curtidos en los avatares de amores tormentosos. Aquí donde me ves, a mí también me pasó, pero hay aguas que tienes que dejar pasar si no quieres hundirte con ellas. Un amigo mío dice que los amores son como un dolor de muela que va y viene, y que se pasa colocándose un algodoncito, hasta que uno decide ir al dentista y sacarse esa vaina de una vez.

—¿Fui un pusilánime, Bitar? —dijo Tomassi—, ¿debí gritarle en la cara de Brando su deslealtad?

—Quién sabe, Tomassi, todo depende cómo se mire, las personas enceguecen tanto que muchas veces no sabemos cómo actuar. Nadie nació sabiendo. Tranquilo, hombre, muy pronto todo esto quedará atrás. No hay mal que dure cien años.

—Pero uno necesita a alguien en quien confiar —dijo Tomassi, volviendo a verlo.

Bitar también lo miró y le contestó, como si fuera un ultimátum: —Entonces aprende desde ya confiar en ti mismo.

Se dirigieron caminando hacia el centro, cada uno absorto en sus pensamientos, y sintiendo que sudaban hasta por debajo de las uñas. Una bandada de loros cruzó sobre ellos, con un escándalo que pareció espantar hasta las nubes, y que después fue desapareciendo, igual que aquella tarde de 1968 que estaba llegando a su fin.

Tomassi empequeñecía los ojos, como si intentara ver algo distante, pero de pronto se puso perplejo, como si hubiera despertado de un sueño o regresara de un lugar muy lejos en un tiempo que solo sobrevivía en su cabeza. ¿Estaba confundido? Yo tenía todavía demasiada curiosidad, sobre muchas cosas, y no quería ponerme a jugar a las adivinanzas, por eso le pregunté de repente, para devolverlo a la tierra:

—¿Y qué pasó después de la muerte de Evangelina?

Me miró con los ojos muy abiertos, me puso una mano en el hombro, y me dijo:

—Lo siento, Santiago, me distraje un poco…

Y empezó a hablar de nuevo:

—Durante las siguientes semanas, la policía interrogó a todos los que de alguna manera estaban relacionados con Evangelina: a sus vecinos y amigos más cercanos, al mismo Brando, pero con el paso de los días y las exigencias a todo momento de la película, la investigación por el aparente suicidio en el mar de Evangelina, se fue dilatando, ella quedó reducida a chismes de esquina y bares, y una que otra referencia, un breve comentario sensacionalista de algún periodista de tabloide, pero nada más. Muy pronto la atención de la gente se dirigió hacia otras cosas más terrenales, más de este mundo y no del otro. Yo no pude hacer lo mismo, una vez que pruebas cierta clase de amor, ya no puedes conformarte con algo menor a eso.

”Evangelina fue sepultada en un nicho del viejo cementerio de Manga. Yo fui un par de domingos a llevar flores a su tumba, donde siempre veía otros ramilletes de rosas, jazmines o azucenas, puestos ahí por su familia, tal vez, o por parte de algunos de sus amantes más cercanos, quién sabe. También a veces me adentraba en la iglesia de San Pedro Claver, a elevar una plegaria, en contra de mi propia incredulidad al respecto, porque hacerlo me traía un poco de paz.

”Así pasaron las semanas. De vez en cuando alguien recordaba a Evangelina, hacía algún comentario sobre ella, ya fuera bueno o malo, pero pronto pasaban a otro tema y su recuerdo se fue perdiendo en el murmullo de los días. No se volvió a tocar el tema de su muerte en los periódicos. Sobre investigaciones, avances o resultados en su caso no se decía absolutamente nada, mientras tanto la ciudad seguía entregada en cuerpo y alma, todos los días, a la filmación de la película.

”No puedo quejarme de lo que ha sido mi vida, Santiago, sería muy injusto si así lo hiciera.

—¿Qué significa eso?

—Que tampoco sería sincero de mi parte, si no dijera que me gusta más el pasado que mi vida de hoy.

—¿Por qué?

—Sencillamente, porque en mi pasado todavía está Evangelina, no hay nada peor que la nostalgia de lo que nunca pudo ser. Hay amores que se nos presentan como misterios o secretos para ser descifrados, pero a veces nun-ca logramos hacerlo. Siempre que me han faltado ganas de seguir adelante, me ponía a recordarla y me sentía bien cuando pensaba que, a pesar de todo, todos alguna vez habíamos sido jóvenes, hermosos e inmortales.

Ambos guardamos silencio.

—Tomassi, te pido un favor, no solo para intentar resolver este misterio que tenemos entre manos, lo cual es urgente, también para el tema de la crónica. Es muy importante que nos cuentes todo lo que recuerdas sobre los días previos a la muerte de Evangelina, tal vez alguna curiosidad de la que te hayas dado cuenta, y pueda arrojar luces sobre todo esto.

—Voy a intentar hacerlo —dijo Tomassi—, es que ha pasado mucho tiempo y después seguí mi camino. De todas esas experiencias que viví aquí me armé de valor para olvidar a Evangelina, regresar a Palermo para hacerle compañía a mi abuelo, quien ya estaba mal de salud. A mi regreso ayudé a que se recuperara, volvimos a salir a pescar y a cazar conejos, pasaron dos años durante los cuales recobró su ánimo de vida. Sin embargo, el tiempo se cebó con él una noche cualquiera y amaneció muerto en su cama. El médico dijo que había muerto dormido y para alguien como él, un partisano que había sobrevivido a la gran guerra, y a tantas otras cosas, eso fue como un premio a su valentía y el coraje de vivir.

EL QUE CANTA SU MAL ESPANTA

Dar un paso después del otro, de alguna manera me hace sentir que me alejo de mí mismo, incluso de mi propia mente. Algunas veces creo que puedo mirarme desde afuera, entre el tumulto y la prisa, con todos esos vehículos circulando tan cerca, como martillos volantes que pueden arrollarme en cualquier instante. Es como si fuera dejando cosas detrás, no solo en el camino, también en mi conciencia, y fuera al encuentro de nuevas cosas. Por eso siempre salgo a caminar, a poner a pensar los pies, cuando me pesa la cabeza de oscuros pensamientos.

Me rondaban fantasmas difíciles de espantar, sobre todo el de Mariela Escalante, quien con su muerte había venido a darle una siniestra rueda de tuerca a todo. Al paso que íbamos, las cosas marchaban por mal camino, especialmente para Tomassi, quien vino por vacaciones, y ahora no solo había sido atracado en extrañas circunstancias, también —nada más y nada menos— era sospechoso de un asesinato, al igual que nosotros.

Tal vez exista gente de sangre fría para la que una situación así solo significa un tropiezo en el camino, un inconveniente al cual no se tiene que prestar mucha atención, porque es cuestión de dejarlo todo en manos de las autoridades. Pero eso, en un país como Colombia, es convertirse en oveja de matadero, es ver cómo van a la ferretería, compran la soga, hacen el nudo, cuelgan la horca en el madero, de pronto patean la silla y eres tú quien terminas pataleando.

Intentar comprender lo que estaba pasando era parte de la solución. Hice recuento de los hechos a ver si podía entender algo. Recordé, por ejemplo, lo que el nieto de Mariela había dicho, que su abuela, después de aquella visita que hicimos, antes de su desaparición, fue a la habitación y se puso a llorar. Sin duda, nuestra conversación removió algo dentro de ella y la afectó hasta el punto

de trastornarla.

Luego estaban los recortes de diario y fotos que la policía encontró en el álbum maltrecho, casi deshojado, de Mariela, y que ella se puso a ver tan pronto nos fuimos de su casa. El nieto dijo que son fotos de escenas de Quemada. También estaban varios recortes de noticias sobre la película. Qué bueno hubiese sido echar un ojo a ese álbum, saber que imágenes estaban ahí y si de alguna manera podían ayudar a saber un poco más sobre la muerte de esa mujer. Seguramente el álbum ya estaba en manos de la policía, del investigador Sabalza, entonces había que llamarlo, pero eso era algo que tal vez había que consultar con Bitar y Tomassi primero.

Por lo pronto, más a mano estaba la posibilidad de conversar con los familiares o conocidos de aquel estudiante de medicina que, según el viejo jefe de archivos de la biblioteca, había realizado el levantamiento del cadáver de la cantante Evangelina Saumeth. Me acerqué hasta un local de comunicaciones, busqué por internet el nombre del médico, Haroldo Banquez, primero en buscadores, luego en redes sociales: no logré nada. Se me dio por consultar la página del diario; ahí encontré varias referencias al médico, entre ellas una noticia que me hizo morder los labios, porque decía que su funeral había ocurrido tres años atrás. Además, que “la esposa del destacado médico, Alcira Padrón, así como su hija Tiziana Banquez, también médica, y demás familiares y amigos invitan a una velación en la Funeraria El Último Reposo”.

Así que retomé la búsqueda en la red, ahora con el nombre de su hija, y a los pocos minutos, después de filtrar varios datos, ya tenía tres clínicas en las que aquella mujer trabajaba. A la tercera llamada una mujer me dijo que había dejado de laborar allí. Me preguntó para qué necesitaba a la doctora Banquez, entonces me inventé que andaba escribiendo un artículo para una revista médica, sobre la historia de la medicina en la ciudad, y necesitaba entrevistarla para saber más sobre su padre, que también había sido médico. No debería hacer esto, me dijo la voz al teléfono, y si ella pregunta no diga que fui yo, voy a darle su número y espero no arrepentirme.

—¿Aló?

—Buenas tardes, ¿hablo con Tiziana Banquez?

—¿Con quién hablo?

—Hola, me llamo Santiago Barón, espero no interrumpirla.

—No se preocupe, que ya me interrumpió, ¿qué se le ofrece?

—Voy a resumirle, estoy haciendo un trabajo periodístico, me gustaría conversar con usted sobre su padre, cuando sea posible.

—¿Sobre mi padre?

—Así es.

—¿Y cómo sé que usted es quien dice ser y no un asesino en serie buscado en siete países?

No pude evitar sorprenderme, reírme o no sé qué. Le dije que por favor buscara

en internet mi nombre, que allí encontraría algunos de mis artículos y que luego podía darle algunas referencias personales, si las necesitaba.

Yo le llamo más tarde, me dijo, para cortar la conversación. Antes de que colgara escuché a un niño llorando y la voz de ella intentando calmarlo.

Me quedé un poco perplejo, no sabía si había actuado bien, pero era un avance y de todas maneras se había abierto una puerta que quién sabe a dónde podía llevar.

Había ya decidido marcharme de nuevo a casa, cuando recibí una llamada de Bitar. Me preguntó si podíamos vernos en una dirección que me dio del barrio El Cabrero, ya que estaba con alguien que necesitaba conocer y entrevistar para la crónica. Así que, sin pensarlo mucho, tomé un taxi y me dirigí hasta allá, de tal manera que en menos de veinte minutos estaba en la puerta de una pequeña casa republicana, que podía tener más de doscientos años, y que sin embargo estaba muy conservada.

Me encontré a Bitar en la puerta, esperándome, y con una bolsa de plástico en la mano. Nos saludamos y me dijo que esa era la casa de Cenelia Alcántara, profesora de canto y directora por muchos años del coro de la escuela de Bellas Artes y la Universidad de Cartagena.

—No te vayas a sorprender, es ciega de nacimiento, una vieja amiga que fue asesora musical en Quemada y actuó como figurante en algunas escenas.

Al entrar a la casa no pude evitar sentir que retrocedía cien años, gracias a la decoración de la sala, donde un teléfono móvil sobre una mesa parecía el objeto

dejado por descuido por parte de un viajero en el tiempo.

Mi sorpresa apenas empezaba, porque cuando vi a la mujer sentada en una mecedora y detallé sus ojos blancos, sentí que estaba mirándome por dentro.

—Cenelia, tienes al frente a mi amigo Santiago, es el periodista que te dije que vendría.

—¿Usted entonces es el periodista?

—Sí, señora, mucho gusto en conocerla.

—Bienvenido, hijo, ven acá déjame verte la cara.

Se inclinó hacia delante, con los brazos extendidos, y yo me acerqué un poco más a ella. Me puso las manos en el rostro. Estaban frías, pero eran suaves como la piel de un gato dormido.

—No te pareces a nadie que conozco, y eso es bueno, siempre cae bien conocer gente nueva —Y justo cuando separó las manos, preguntó—: Bitar, ¿trajiste el remedio?

—Así es Cenelia, aquí lo tengo —Bitar señaló la bolsa como si ella lo estuviera viendo.

Cenelia hizo un gesto con la mano y Bitar se acercó donde ella, que entonces le susurró algo en el oído, justo cuando una mujer salió de una habitación. Tenía un vago parecido físico con la ciega. Llevaba un bolso colgado y estaba vestida y maquillada para salir.

Atravesó la sala con prisa, se detuvo un instante, miró a Bitar de forma sospechosa y dijo:

—Señores, ahí les dejo a mi hermana, me la tratan bien, y salió de casa diciendo adiós con la mano.

Bitar se asomó con cautela por la ventana, con un gesto receloso, y de pronto sonrió, sacó entonces de la bolsa una botella de ron y se la puso en las manos a Cenelia.

—Aquí tienes tu remedio, mujer, y espero que te guste.

—Ahora sí, caballeros, para qué quieren hablar con esta vieja, qué es lo que necesitan preguntar.

Hice algunos comentarios generales, para explicarle brevemente sobre el motivo de la entrevista, y después de un trago de ron, ella contó todo lo que recordaba sobre la película y Evangelina Saumeth. Parecía como si no tuviera muchas oportunidades de conversar, por eso no quise interrumpirla hasta el final, cuando fuera oportuno. Y la escuchamos:

—Ahora que ustedes me ponen a recordar esas cosas, no sé si realmente viví eso o solamente lo soñé, lo cierto es que un día cualquiera de 1968, me llamaron para que ayudara con el tema de la música en la película Quemada. Yo era profesora de canto en la Escuela de Bellas Artes, venía trabajando en eso desde joven, mi madre tuvo la buena cabeza de contratar al maestro Adolfo Mejía para que me enseñara todo sobre música. ¡Ese hombre era un genio!

”Alguien ciega de nacimiento, como yo, tiene que pensar seriamente cómo se va a ganar la vida. Así que, al mismo tiempo que estudiaba, intentaba poner en práctica lo que sabía. Llegué a enseñar canto en varios colegios y coros de algunas iglesias de la ciudad, entre ellas el coro de la Plaza de la Trinidad, que era uno de los mejores, porque tenía unas voces negras maravillosas. Tienen algo las voces negras que no encuentras en ninguna otra voz.

”Allí fue que conocí a Evangelina Saumeth. Hace años que no pensaban en ella, Dios mío, cómo pasa el tiempo. Ella tenía quizá solo catorce años. Varios años antes del tiempo de la película. En aquel entonces su madre y ella ayudaban al cura de la iglesia en el mantenimiento del lugar, haciendo aseo en el templo, cocinando para él. Si no estoy mal, se llamaba Fabricio. Evangelina y su madre eran muy pobres y era una oportunidad de ganarse la vida”.

¿Era posible semejante coincidencia? —Me crucé con Bitar una mirada y eso significó todo; ambos recordamos la conversación con el viejo pintor Tejada y sus recuerdos sobre aquel hermano de crianza, el cura que al parecer terminó matándose por un asunto sentimental.

”Ella empezó a ser parte del coro de niños de la iglesia —continuaba contando Cenelia—, del que hacían parte niños del barrio Getsemaní, y que cantaban en bautismos, sepelios, matrimonios y todas las fiestas religiosas. A todos los niños les daban parte del dinero que se recogía en diezmos y ofrendas, lo cual les

ayudaba en algo a sus familias, y era mejor que nada, por supuesto. Su gran alegría era cuando los dejaban tocar las campanas de la iglesia para llamar a misa. Todavía puedo escucharlos correr y reír por los pasillos.

”Yo hice una prueba inicial para seleccionar a los que iban a hacer parte del coro. Me encantaba escuchar esas voces fundidas en un solo espíritu, el de la música. Allí fue que me llevé la sorpresa cuando escuché a Evangelina. Madre mía, qué voz, casi me puse a llorar con estos ojos muertos que Dios me dio.

”Al final de la sesión, les dije a su madre y al sacerdote que estaba sorprendida con la niña, que yo estaba dispuesta a ayudarla, pues consideraba que tenía un talento natural para el canto. Quería que su voz no se perdiera, así que logré hacer una buena amistad con ella. Una niña muy dulce, encantadora, un angelito, y ahora que el tiempo ha pasado creo que puedo contar lo que pasó”.

Cenelia extendió su vaso y Bitar atendió el llamado sirviéndole otro trago de ron. Movía los labios sutilmente. Al ver la expresión de su cara, se podía pensar que buscaba sentir el sabor de la madera, las manos que lo hicieron, el viento y el sol sobre las cañas de azúcar. Y siguió hablando.

”Un mediodía de domingo, después de dictar la clase con el coro, me quedé sola esperando en la casa cural a que una amiga me recogiera, pero ella se tardó más de la cuenta. Me senté en un rincón a esperar. Entonces me dieron ganas de ir al baño. Como conocía un poco el lugar, me aventuré y pensé que podría llegar sola, creí que estaba cerca de donde me encontraba. Muy lentamente caminé, tocando muebles y paredes, cuando escuché de pronto unos susurros, sonidos de jadeos y besos; eran dos voces declarándose amor. ¿A qué no adivinan quiénes eran?”.

—No puede ser, Cenelia. ¿Estás segura de lo que dices? —exclamó Bitar.

—Yo tampoco podía creerlo, me asusté, no hubiera querido enterarme de lo que estaba pasando entre ellos dos, entre el sacerdote y Evangelina, por supuesto. Sin embargo, por otro lado, estaba el hecho de que se escuchaban y sentí que estaban realmente enamorados. Me acordé de aquella trágica historia de amor, ¿recuerdan?, la de Pedro Abelardo y Eloísa.

”Entonces decidí marcharme, desandar el camino, pero tropecé con una silla. Se hizo un silencio absoluto a mi alrededor. Tuve que esperar algunos minutos hasta que escuché la voz de mi amiga que por fin había llegado. Me fui sin despedirme, por supuesto, y mi amiga se dio cuenta de que estaba nerviosa. Me preguntó si estaba enferma, porque me veía pálida y extraña. Respondí que me dolía la cabeza. Le pedí que por favor me llevara rápido a casa para poder descansar.

”Tal vez se habían olvidado de que yo estaba ahí, quién sabe, no me hubiera gustado enterarme, porque pasé varios días pensando en ello. Sentí que tal vez debía hacer algo, por lo menos hablar con la madre de la niña. Sin embargo, yo era una joven temerosa, no quería meterme en problemas y fui cobarde. Unos días después, recibí una llamada de la hermana del sacerdote, me contó que lamentaba informarme que debido a unas reparaciones locativas que realizarían en la iglesia, tenían que interrumpir el cur-so de canto y que esperaba llamarme pronto para informarme cuándo se reiniciaría. Nunca más me llamó, por supuesto, y sentí un gran alivio”.

Bitar y yo nos miramos de nuevo. Entonces fui yo quien pedí un trago. Ellos también apuraron los suyos.

—¿Y me dices que ella tenía catorce años?

—Así es, estoy segura, porque alguna vez su madre me dijo que estaba triste porque no podía hacerle una fiesta para celebrarle los quince años. No tenía recursos, aunque le hubiera gustado.

—¿Y qué pasó después?

—Varios años después, antes de que empezara la película, me volví a encontrar con Evangelina, cuando me llamaron de la rectoría de la Escuela de Bellas Artes, porque necesitaban un favor especial. En una reunión me presentaron a un hombre, alguien que olía mucho al perfume María Farina y que acompañaba a Evangelina, quien me saludó como si no hubiera pasado nada.

”Querían que yo le dictara clases de canto a ella. Por supuesto, me pareció extraño, pero al mismo tiempo estaba entre la espada y la pared, porque no podía negarme a un pedido especial de la directora. Así que acepté y trabajé con Evangelina durante un par de meses, le enseñé todo lo que sabía sobre técnica vocal, una relación estrictamente profesional, nunca hablamos de asuntos personales. Era como si nunca hubiera pasado aquel encuentro en la casa cural. Además, este hombre muchas veces estaba presente, y era evidente que existía una relación entre ellos”.

—¿Nunca hablaron de eso?

—Nunca. Además, ella cambió mucho con el tiempo. Era otra persona, poco quedaba de aquella niña que conocí. Me llegaban rumores, decían que muchos tenían las rodillas peladas de tanto rezar por esa muchacha, que muchos la cortejaban porque se había vuelto muy bonita.

”Y después vino lo de la película. Sé que el hombre que la acompañaba era uno de los empresarios encargados de la organización de la película y por eso ella participó en algunas escenas. Ella se volvió muy famosa, una cantante reconocida. Cantaba en programas radiales, hacía presentaciones en El Príncipe y en otros bares y hoteles de la ciudad. Una vez fui a El Príncipe, invitada por ella. Me hizo llegar con alguien una tarjeta para una gala especial en la que hizo su presentación oficial como cantante. También anunció que estaba grabando su primer disco.

”Aquella noche en El Príncipe fue inolvidable. Yo escuchaba la gente y podía imaginarme lo que pasaba. Además, la voz de Evangelina, tan maravillosa como siempre, se había vuelto mágica. Tal vez gracias a mis clases mejoró algunos detalles, pero todo el mérito se lo llevaba ella, su capacidad para tocar el corazón de la gente con ese prodigio de voz que tenía. Por otra parte, todo el mundo hablaba de lo bella que era. Eso, claro, despertaba mucha envidia.

”Y como Dios los hace y ellos se juntan, resultó que esa noche el universo conspiró de buena manera, porque llegó la gente de la película a El Príncipe, ¿recuerdas Bitar?, me acuerdo que tú estabas ahí. También llegó el actor Marlon Brando con el pintor Alejandro Obregón, el negro Evaristo Márquez, aquel actor de Palenque. Llegó un momento en la noche en que estaban todos allá en el escenario. Evangelina cantaba boleros y sones, mientras Brando tocaba tambores, junto a otro muchacho que se llamaba Johnny Moré, pero que hoy todos conocen con el nombre del Joe Arroyo”.

—Algo he oído, ¿entonces es cierto que Joe Arroyo se hacia llamar Johnny Moré?

—Claro, hijo, se puso así como un homenaje al gran Benny Moré o, mejor dicho, Bartolomé Maximiliano Moré Gutiérrez, el Bárbaro del Ritmo.

—Mire las cosas de las que uno se viene a enterar, qué interesante, entonces esa noche realmente fue legendaria, con razón muchos la recuerdan: Brando tocando tambores, mientras Evangelina cantaba con el Joe Arroyo.

—Uno de esos momentos milagrosos que pasan inesperadamente, cuando las estrellas se alinean y todo sale mejor que si alguien lo hubiera planeado. Y mientras tanto Alejandro Obregón, yo y otras personas aplaudíamos como locos después de cada canción. Me acuerdo también que Alci Acosta, el que luego cantó La copa rota, también estaba allí. Yo me puse a llorar, sobre todo cuando Evangelina con el micrófono en mano me dedicó unas palabras, me dio las gracias por haberle enseñado tantas cosas, cuando en realidad ella sabía que con su talento era suficiente.

Me acuerdo de la gente pidiendo a gritos que Evangelina cantara Cómo fue por tercera vez en una misma noche, aquella hermosa canción del cubano Duarte Brito, cantada por muchos intérpretes, entre todos por el gran Benny, pero que en la voz de Evangelina se volvía algo sublime, como una voz recién bajada de una nube.

Y entonces Cenelia empezó a cantar, con los ojos cerrados y a viajar de regreso en el tiempo:

¿Cómo fue? No sé decirte cómo fue, no sé explicarme que pasó pero de ti me enamoré.

Fue una luz que iluminó todo mi ser tu risa como un manantial regó mi vida de inquietud…

Fueron tus ojos o tu boca, fueron tus labios o tu voz. Fue a lo mejor la impaciencia de tanto esperar tu llegada…

Más no sé, no sé decirte cómo fue, no sé explicarme qué pasó pero de ti me enamoré…

“Ya Evangelina era una estrella local. Hasta El Príncipe llegaba gente de todos los barrios a escucharla, también muchos turistas, periodistas, jalonados por la curiosidad. Me acuerdo de uno en especial, Edgar García Flash, que también cayó por allá para verla, ya que un amigo le comentó que por fin había visto a una sirena cantando fuera del mar, y se llamaba Evangelina Saumeth, que antes de morirse todos deberían ver ese milagro ambulante”.

Mientras hablaba, había destellos en Cenelia Alcantara de algo que podríamos llamar los ecos de una melancólica sensualidad. Cualquiera, escuchándola, se

sentía transportado en el tiempo al lugar en que ocurría lo que ella contaba. De pronto, empezó a toser. Alsino se levantó, se fue hasta la nevera y trajo un vaso de agua que ella se tomó por completo.

Así que después de unos minutos, esperando a que ella se calmara y se tomara el último trago de la botella, Bitar me hizo un gesto. No quería cansarla más de lo que ya estaba. También quería ahorrarse una discusión con su hermana, en caso de que la encontrara agotada cuando volviera de sus diligencias, así que lo mejor era que descansara. Ya nos había colaborado bastante.

Al darle la mano me di cuenta de que su temperatura había cambiado. Ahora Cenelia tenía una calidez llena de vida, muy diferente a la frialdad que había percibido al principio. Cuando salimos de esa casa, estaba semidormida en su mecedora, tenía un pequeño radio de mano en el regazo y me pareció que sonreía.

VIENE DE LEJOS Y SE LLAMA TOMASSI

Tomassi invitó a Karina para que vieran juntos Quemada en la habitación de su hotel. Había traído consigo desde Roma una copia de la película. Ahora, después de haberla visto, estaban en la cama, uno junto al otro, en un estado de serenidad y plenitud que hacía mucho tiempo Tomassi no experimentaba. La presencia de ella le resultaba cada vez más necesaria, por razones y deseos que iban más allá de lo carnal y comprometían su espíritu.

—¿Te gustó? —preguntó él.

—Algunas partes… A mí me gustan las de aventuras, James Bond y cosas de esas, con persecuciones, misterio y todo eso. Reconocí varios lugares de la ciudad, la Plaza de la Aduana… ¡Cómo estaba de destruida la ciudad! Era terrible, como al fin de una guerra.

—Karina, me gustaría saber algo más de ti.

—¿Más de mí?

—En realidad lo que tú quieras decirme, esto no es un interrogatorio, solo quiero saber más de la persona que tengo al lado.

—A ver qué te digo, Tomassi, cuando estaba en el bachillerato quería estudiar para azafata, operadora de vuelo, algo relacionado con aviones, porque desde

que tengo memoria, siempre he querido irme de aquí. Todo iba bien, yo estaba en noveno grado, me faltaban solo dos años para graduarme. Entonces fue cuando mi papá tuvo un accidente de pesca. Él pescaba mucho, surtía varias tiendas del mercado, lo malo era que trabajaba con dinamita, entonces tuvo un accidente, una explosión que lo hizo perder un brazo y un ojo. Yo tuve que dejar el colegio para poder ayudar a mi mamá durante su recuperación. Mi hermano estaba muy pequeño y no había quien lo cuidara, salvo mi mamá, que durante un par de años se dedicó mucho a mi papá, para que pudiera salir adelante, pero por supuesto él no volvió a ser el mismo.

Tomassi la vio bajar la mirada, tragar saliva con dificultad, como si le costara mucho poner en palabras lo vivido, y luego esbozó una sonrisa forzada, de resignación, tal vez buscando endulzar los recuerdos amargos que siguió contando:

”En todo caso, justo cuando mi papá ya estaba estable, fue mi mamá quien se enfermó y entonces este pecho tuvo que ponerse al frente de las cosas. Y desde entonces ando rebuscándome de aquí para allá, en una cosa y otra, del colegio no me volví acordar. A veces discuto con mi madre por eso, ella dice que no soy un buen ejemplo para mi hermano, quien anda en malas compañías con una pandilla en el barrio y con el que hoy día no tengo buenas relaciones.

”Todo ese ambiente hizo que, apenas pude, me marchara de la casa y ahora comparto apartamento con una amiga. No los desamparo, por supuesto, a cada rato visito a mamá, llevo regalos y mercados para que estén bien, como, por ejemplo, mañana, que cumple años papá y vamos a hacerle una fiesta familiar. Si quieres me acompañas”.

Al día siguiente, por la tarde, Karina y Tomassi tomaron un taxi. El conductor escuchaba una emisora cristiana, en la que un pastor invitaba a que fueran a salvar sus almas a un templo de nombre apocalíptico y que no olvidaran llevar la ofrenda económica, el diezmo necesario para el mantenimiento del glorioso

ministerio de Nuestro Señor de los Últimos Días. Karina y Tomassi no podían hablar; la cantaleta en el radio era insoportable.

—Señor, por favor, bájele al radio —dijo Karina. El taxista se volvió y respondió que su taxi era templo del Señor, que en él se hacía lo que él quisiera, que si no estaban a gusto se bajaran y llevaran sus malas energías demoníacas a otra parte.

—Está bien, señor, nos bajamos —Karina sonrió, se volvió a mirar a Tomassi y no pudieron evitar echarse a reír juntos.

—¿Qué se le debe? —preguntó desde afuera y el taxista dijo una cifra más allá de lo normal, pero Tomassi estaba tan de buen humor, que le pareció justa por el número cómico que había visto. Mientras pagaba, él intentaba disimular la risa. Atrás Karina era una sola carcajada, el taxista la miraba con ceño amenazador y mordiéndose los labios.

—Ahora tendré que pedirle al pastor que me bendiga el carro, por su culpa. Ustedes no tienen temor de Dios, par de hijueputas —dijo el taxista, que echó a andar el vehículo, mientras gritaba más insultos.

Karina y Tomassi siguieron riéndose por largos minutos. El sol estaba ensombrecido por una amenaza de lluvia, así que pudieron caminar unas calles. Otro taxi pasó, el conductor les hizo señas, pero llevaba una canción de reguetón a todo volumen, entonces mejor prefirieron caminar un rato.

A un lado estaba el mercado de Bazurto con toda su revolución de gente y carretas llevando y trayendo cosas, carros y camiones descargando pescados, cocos, plátanos y carnes colgando en ganchos y maderos. Al otro lado, la

ciénaga con sus orillas invadidas de cajas y bolsas de basura acumuladas, una cordillera de desperdicios en la que perros y personas se peleaban los restos de algunas cosas. Hasta se podían ver las nubes de moscas que parecían dominar todo.

En medio de la podredumbre, estaba la música para salvarlo todo con su distracción. Pasaron por un lugar donde vendían jugos naturales y sonaba un tema de Johnny Ventura, que puso a bailar a Karina en medio de la calle. Algunos hombres la piropearon. Tomassi le tomó la mano y ella se volvió a decirle, mucho cuidado, viejo, van a empezar a decir que somos novios.

A su lado pasó un taxi, manejaba un anciano con una gorra de los Yankees, lo detuvieron y le dieron las indicaciones. Sonaba una canción jíbara, de los campesinos puertorriqueños, a un volumen que no quemaba los tímpanos, como en los dos anteriores taxis. Karina dijo que esa música le encantaba a su papá, que ya vería la colección que el viejo tenía en su casa, que estaba escuchando jíbaros desde antes de que naciera.

—Señor —le dijo Karina al taxista—, usted se parece a un cantante que le gusta mucho a mi papá, es uno que can-ta boleros, usa gafas y un bigote grande como el suyo.

—Me lo dicen todo el tiempo, muchacha bonita, el cantante se llama Daniel Santos, el Jefe, y lo conocí aquí en Cartagena, hace muchos años, cuando estuvo por acá. No sé si dejó hijos, pero no me extrañaría, ese viejo era un caballo loco.

—Todos los hombres son caballos locos, también el que tengo aquí al lado, me resultó un quinceañero disfrazado de viejo.

—Por ahí dicen que con canas el polvo con más ganas, también que los hombres canosos hasta los huesos son sabrosos –dijo el taxista.

Todos se echaron a reír.

—Cada vez que llego a una ciudad —dijo Tomassi, dirigiéndose a ella—, los primeros sitios que visito son el mercado y el cementerio de Manga, donde hay más vivos y donde hay más muertos. Fíjate que el mercado no estuvo mal, hay de todo, aunque me dio miedo sacar la cámara.

—Hasta allá llegaba mi abuela —dijo Karina—, para rezarle a uno de sus hijos y se quedaba también rezando a los muertos ajenos, llorándolos, siempre y cuando le pagaran algún dinero. Cada vez que podía escaparse se marchaba para allá. Ella decía que era su manera de ganarse el cielo, distraerse, matar el tiempo, y de paso ganarse unos centavos.

Avanzaron. Al principio aparecieron altos edificios blancos, dispersos; de pronto, un paisaje árido y agreste, cientos de construcciones levantadas en desorden, de la noche a la mañana, por varias generaciones de sobrevivientes de otras tierras. Comercios con vitrinas coloridas, gente en las orillas de las calles, aglomeradas en pequeños puestos de comida y enseres, mientras otros empujan carretas y ventas ambulantes, ofreciendo esta vida y la otra.

El taxi dejó una calle principal, se internó a través de un par de caminos secundarios, y de acuerdo con las indicaciones que dio Karina, se detuvo frente a una casa rosada. Más allá y casi en mitad de la calle, un grupo de hombres jugaba dominó encarnizadamente. Entre los cuatro sostenían sobre sus rodillas una tabla de madera que hacía las veces de mesa. Varios muchachos fumaban sentados en una terraza, miraron el taxi con curiosidad.

—El de camiseta roja es mi hermano— dijo Karina— quién sabe en qué andará metido esta vez.

Se bajaron del vehículo.

El padre de Karina, que se llamaba Alberto, estaba solo en la terraza, sentado en una mecedora, con un radio en el regazo. Karina le dio un beso y presentó a su acompañante como un amigo que andaba de turismo. Al padre le faltaba buena parte del brazo derecho, donde tenía un muñón que terminaba en cicatriz, el viejo extendió la mano que le quedaba y se saludó con Tomassi.

Karina y Tomassi entraron a la casa, cruzaron la sala y llegaron a la cocina donde encontraron a la madre, doña Refugio, quien después de saludarse con Tomassi se puso a explicarle todo sobre la comida que estaba preparando:

—Mire, caballero, estos son los famosos pasteles de arroz costeño, llevan cerdo, gallina criolla y carne de res. También se les echa mucho picadillo de cebolla, ajo y otras verduras; yo también le echo aceitunas, pero solo verdes, porque las negras se ponen muy amargas después. Se remoja el arroz con vinagre, aceite, condimentos y se deja al sol por unas horas revolviendo bien. Aparte, en una olla, se cocinan a fuego lento las carnes con el guiso y un poco de agua hasta que estén blandas.

”Se arman los pasteles acomodando las hojas de bijao en forma de cruz, colocando sobre ellas un poco de arroz, las carnes, la papa, la cebolla, el tomate, el ajo, los ajíes y las alcaparras. Se cubre todo con un poco más de arroz, una hoja de col y se baña con un poco de guiso de la cocción de las carnes antes de envolver en forma de paquete. Se amarran con pitas y se ponen en agua que los

cubra, con sal y un poco de vinagre. Se cocinan por tres horas aproximadamente añadiendo más agua caliente si es necesario”.

Karina dijo:

—¡Ya es suficiente! Va a estar todo el día aquí metido, con este calor, mira cómo se puso colorado.

Tomassi tomó una silla y se sentó en la terraza, junto al padre de ella, que llevaba unas gafas puestas, uno de los lentes era oscuro y el otro transparente. Eso, sumado al muñón, le daba la apariencia de un pirata.

—Bonito perro, don Alberto, ¿cómo se llama? —dijo Tomassi.

—Se llama Salmo 91.

—¿Salmo 91? ¿Cómo así? No entiendo.

—Ese nombre se lo puso mi mujer, que es muy religiosa. Cuando una vecina vino a regalárselo, ella estaba leyendo la Biblia. Dice que es un ángel con patas, hocico y rabo. ¿Recuerda lo que dice el salmo 91?

El viejo se levantó, tomó una biblia que estaba abierta en una mesita de la sala, con el dedo índice alzado, y empezó a leer. Tomassi suspiró y empezó a mirarse la punta de los zapatos con resignación disimulada.

“El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: Esperanza mía y castillo mío; mi Dios, ¿en quién confiaré? Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá y debajo de sus alas estarás seguro; escudo y adarga es su verdad (…)”.

Al terminar de leer, Tomassi levantó de nuevo la mirada.

—Qué interesante —dijo—, muy poético. Es usted muy religioso, por lo que veo.

—Un paso a la vez, caballero, ya usted sabe que no es fácil. La gente empieza a rezar cuando se cansa de pecar. Además, por ahí leí en las Selecciones de Reader’s Digest que hay más de 2.500 religiones en el mundo, solo hay que escoger alguna. Casi siempre le digo a mi hijo, el menor, que acepte al Señor en su corazón. Yo lo hice por mi mujer, para darle tranquilidad. Le digo a él que deje de andar con esos malandros, pero la juventud de estos tiempos no es fácil. ¿Y usted cree en Dios?

—A mí me crio mi abuelo, en el sur de Italia. La Segunda Guerra Mundial lo afectó mucho. Mi abuelo decía que había visto mucho en la guerra, como para dejarle todo el trabajo a Dios, así que uno tenía que prepararse… ¿Y si es tan buen animal por qué está amarrado?

—Porque todavía es un cachorro, un poco travieso y loquillo. Cuando se escapa, le gusta perseguir los autos de lujo que pasan por la calle; tiene delirios de grandeza. Me recuerda mucho a mi hijo.

—Le gustan los crucigramas, por lo que veo.

—Así es. Aquí dice: “Nombre del autor de Un tranvía llamado deseo”. Sabe quién es, tiene muchas casillas, es larguísimo.

—Pruebe con Tennessee Williams.

—Uno, dos, tres, cuatro… Diecisiete letras, ¡coño!

—Y cómo sabe usted eso, qué nombre tan largo, más largo que un día de hambre.

—Porque he visto varias películas basadas en sus libros. Tennessee era un gran amigo de Marlon Brando, el actor de El Padrino y de Quemada, ¿recuerda esa película?

—Claro que sí, hombre, quién no recuerda en Cartagena esa película. A ese Brando lo vi varias veces en la calle cuando la filmaron. En esa época yo era pescador. Cuando me iba muy bien, vendía mucho pescado en el mercado, a restaurantes en los que comía la gente de la película y recorría varios barrios también. Pero bueno, ya ve usted, todo cambia, la felicidad no dura mucho, mire lo que me pasó.

Mostró el muñón de su brazo, chupó el cigarrillo y el humo le hizo entrecerrar el ojo que tenía sano.

—Sabes que lo más jodido de todo esto, no es que esto me impida hacer muchas cosas, como atarme los cordones, o cosas de la vida privada de uno, sino que no pude volver a pescar, le cogí terror al agua y eso es lo peor que le puede ocurrir a alguien que toda su vida se la debe al mar, y a la música, por supuesto.

—¿Cómo pasó?

—Fue el accidente típico de un novato. Hubo una temporada difícil por allá en los años ochenta. Los grandes barcos atuneros se llevaban todos los peces con sus grandes redes y nos dejaban a nosotros los pescadores de canoa y atarraya, sin poco que sacar, así que, para facilitar las cosas, mis compañeros y yo empezamos a pescar con dinamita y no era raro que se presentaran accidentes, como el mío.

”Después del accidente pasé muchos meses de recuperación. Me deprimió mucho no volver a salir a pescar. Me tocó ponerme a vender pescado durante algunos años, hasta que me fui haciendo viejo y entonces decidí quedarme en casa, rebuscándome de alguna manera. Aquí en la casa vendo cervezas, bolsas de hielo y algunas cosas más. También loterías y chances. El que se queda con los brazos cruzados se lo come el tigre del hambre, caballero.

—A propósito de música, el taxista que nos trajo era igualito al cantante Daniel Santos, nos habló de él y dijo que vivió en Cartagena un par de años, y de acuerdo con Karina usted es un gran irador de él.

—Hummm, Daniel, sí, estuvo aquí, pero no duró tanto tiempo; en realidad estuvo algunos días, grabando con Discos Fuentes. Lo sé porque muchos nos quedamos esperando sus salidas fuera de la sede de la casa de grabación que quedaba en el centro, no recuerdo en qué calle. Grabó con los Pelayeros un disco que tengo aquí, ya vengo.

Algunos minutos después el viejo regresó con un disco en la mano y le entregó a Giuseppe solo la cubierta de cartón, porque el vinilo ya estaba dando vueltas en un viejo tornamesa. Y de pronto empezó a sonar una música que hacía bailar cualquiera.

—Ese fue el primer trabajo de Daniel en Colombia. Se llama Candela. Fue grabado en el mes de junio de 1958, con el acompañamiento de Pedro Laza y sus Pelayeros. Qué bonito suena, ¿verdad? En el contrabajo está Pedro Laza; en el piano, el gran Lalo Orozco, y en el saxofón están Clímaco Sarmiento y el Blas, Michi Sarmiento, a quienes todavía se les encuentra a veces caminando por el centro de la ciudad.

Ambos se quedaron en silencio escuchando la música y siguiendo el ritmo con el cuerpo, bailando en las mecedoras donde estaban sentados. Karina había regresado a la terraza y no quiso interrumpir el momento; también se puso a escuchar.

—No me quejo, he conocido gente importante nacida por aquí, pero uno siempre quiere mejores cosas para los hijos, porque esto es Territorio Apache, caballero, hay mucha pobreza, no hay que prender el televisor, te quedas mirando por la ventana, esquivando balas, y ves películas de acción todos los días; aquí las peleas de pandillas son diarias. Cada vez que mis hijos se iban a jugar al escondido o a bailar en una tómbola, o una fiesta, nos quedábamos con el credo en la boca, rogando porque no les pasara nada.

”Karina es muy fuerte. Una vez fui a recogerla al colegio y ella vio cuando mataron de una cuchillada en el cuello al papá de una compañera de clases, una amiguita suya. Toda la calle quedó roja, estábamos todos sorprendidos, pero mi niña nunca cerró los ojos. Tengo miedo con mi muchacho, anda con unos amigos de mal aspecto, de esos que les dicen al profesor: “Cuando salgas te voy a pegar

tu puñalá”. Imagínese que ahora el barrio está dividido en dos pandillas, pero hay un solo cementerio. Cuando van a sepultar a alguno de los dos bandos, se forman batallas campales y queda otro muerto. A muchos de ellos se les tiene que sepultar en el Cementerio de Manga o en otros lados, para evitar esas peleas.

”Aquí te matan por llevar plata; si no llevas, también te matan. Me gustan estas calles; de aquí han salido deportistas, reinas de belleza, cantantes, hasta médicos, pero aquí la vida es dura como una sopa de tornillos. Los políticos roban mucho y lo peor es que la gente los aplaude en las calles, cuando debieran gritarles ¡ladrones!, y hasta escupirlos.

”Karina me dijo que usted anda escribiendo una crónica sobre la ciudad. Ojalá diga algo de todo eso en lo que está escribiendo, así tal vez las cosas cambien algún día”.

—Yo no la estoy haciendo. En realidad, un amigo nuestro está metido en eso, Santiago Barón. Yo apenas estoy colaborando y el tema es Quemada, la película en la que trabajó Brando.

—Por supuesto, donde también trabajó el palenquero Evaristo Márquez. Y ese periodista, ¿quién es? No lo conozco.

—Me lo presentó un amigo hace unas semanas.

—Dígale que hable conmigo. Yo también estuve de extra en la película. Le puedo contar varias cosas. Ese gringo, Brando, tenía cojones.

En ese momento llegó hasta la entrada de la casa un muchacho delgado, con manchas oscuras en la cara por un acné mal tratado. Llevaba una camisa roja y bluyines cortados en la rodilla, calzaba unas zapatillas deportivas que se veían nuevas y llevaba unos audífonos puestos.

—Vamos, Andy, ven aquí muchacho, saluda —dijo el viejo—. Conoce a un amigo de tu hermana, viene de lejos y se llama Tomassi.

El muchacho se quitó los auriculares con gesto de aburrimiento, disgustado por la petición y le dio la mano a Tomassi con desgano; movió los labios para decir algo que nadie escuchó con claridad. Cuando pasó por el lado de Karina, que había llegado en ese momento, la miró con menosprecio y luego se adentró en la casa.

La madre llamó a todos a la mesa, dijo que era mejor comer antes de que llegaran los invitados a la fiesta de cumpleaños.

—¿Quiénes vienen mamá?

—Los de siempre, hija, algunos vecinos y amigos de tu padre. ¿Y tu hermano, dónde está? Dile que venga.

—Mejor dile tú —le respondió a Karina en voz baja—, ya sabes lo que pasó la última vez.

Todos, incluso la madre, ya tenían sus pasteles de arroz, abiertos y humeantes

frente a sí, cuando el hermano salió del baño y llegó a sentarse, seguido de una nube de marihuana. Se sentó y empezó a comer. Se había vuelto a poner los audífonos. Su madre le hizo una señal para que el muchacho se los quitara.

Su madre no pudo evitar mirarlo con desencanto, movió la cabeza, quizá involuntariamente con negación, y luego siguió comiendo.

—No me mires así, mamá, que el mal de ojo no funciona conmigo —dijo mientras seguía comiendo con voracidad.

—No le hables así a mi mamá —dijo Karina—. Vamos a comportarnos que hay visita, por favor. Vamos a poner todos de nuestra parte; recuerda que es el cumpleaños de papá.

—No te metas donde nadie te está llamando, ¡perra!, ya tú no vives aquí, apareces de la nada como una reina de carnaval y no eres más que una puta.

—No le hables así a tu hermana —le dijo el padre esta vez y bajó la cabeza avergonzado.

—Entonces que no se meta conmigo, ella no vive aquí. ¿Por qué mejor no se va para la calle Media Luna a seguir puteándose, en vez de traer sus clientes por acá?

Todos inevitablemente miraron a Tomassi. Se sentían avergonzados con él, que no sabía realmente qué decir o hacer. Guardó silencio y simuló estar concentrado

en su comida, pero en sus facciones la incomodidad era evidente.

Después de varios minutos de tenso silencio, Karina no pudo aguantar más, se levantó y con los platos en la mano le dijo a su madre que la comida le había quedado tan bien como siempre. Volvió a la mesa, recogió los platos de su padre y los de Tomassi, y los llevó a la cocina. Solo al regresar, Karina se dio cuenta de que su madre estaba llorando en silencio, se acercó a ella y le dio un beso en la cabeza.

Cuando el muchacho se levantó, con la intención de dejar su plato vacío en la mesa, el padre se le atravesó y le dijo que llevara su plato a la cocina.

—No lo voy a llevar, que lo lleve la puta de tu hija, para que se acuerde cuando era pobre. Y fue entonces cuando el viejo le dio una bofetada con la única mano que tenía, pero también con la fuerza de la que le faltaba.

—¿Y a mí por qué me pegas?, ¡deberías pegarle a ella!, ¡todos mis amigos se burlan de mí porque es una puta!, se ríen en mi cara y yo termino siempre peleándome con ellos.

—Hace más tiempo del que quiero recordar, te cargaba en mis brazos completos, durmiéndote, y ahora te comportas así, avergonzando a tu hermana y a tu familia. Ni siquiera sabes orinar derecho y me vienes con estas cosas. Vete de la casa, de todas formas pasas todo el día en la calle y no haces nada. Por lo menos tu hermana se aparece de vez en cuando y siempre ayuda. Ya es hora de que te bus-ques una vida, muchacho, y deja de meter drogas en la casa, por lo menos respeta a tu madre.

Durante un momento el muchacho se puso a llorar, luego se secó los ojos con la misma camisa que llevaba y dijo mirando con rabia a Karina:

—No te metas nunca más en mis cosas, deja de jugar conmigo a la hermana mayor, ¿ok?, porque tú no tienes que enseñarme nada, no eres más que ¡una puta!, ¡una puta!...

El muchacho lo repetía una y otra vez, enardecido, como si también quisiera convencerse a sí mismo. Todos los presentes podían sentir que debajo de la fogosa afirmación, de rabia, arrogante e inconsciente, latía una inseguridad y un miedo profundo.

—Así es, soy una puta, pero una puta que pone comida en tu mesa, ¡idiota!, además del techo sobre tu cabeza, mientras que tú solo traes problemas. Sabes qué, me enfermas, qué vergüenza con papá y mamá, también con Giuseppe.

Cuando el muchacho dio un giro y se dirigió hacia ella, al tiempo que levantaba una mano para golpearla, Tomassi no pudo evitar interponerse en el camino y terminar empujando al muchacho que cayó de espaldas. Cuando buscó ponerse en pie, habían llegado ya un par de vecinos y con la ayuda de ambos pudieron contenerlo, ya que intentaba alcanzar a Tomassi. Procurando mantenerse alejado, este miraba aquellos ojos rojos desorbitados.

Karina entró a una habitación y su madre la siguió. Mientras tanto, el padre de Karina alzó la vista.

—Por favor, perdone todo esto —le dijo a Tomassi—. Desde hace años intentamos ayudar al muchacho, pero es difícil con su problema. Ya ha estado en

dos centros de recuperación y no ha podido superarlo. Y bueno, como todos los locos, se hace el loco.

Un momento después Karina salió con su bolso, secándose las lágrimas de los ojos, le dio un abrazo y un beso a su padre, también a su madre, y dijo que era mejor que se fueran.

—Lo sentimos mucho —siguió diciendo Karina—, ya volveremos otro día.

La madre pedía disculpas de mil formas por el comportamiento de su hijo, a quien los vecinos habían sacado ya de la casa y ahora estaba en una esquina cercana, rodeado de otros muchachos. Tomassi, como pudo, se despidió de ambos, prefirió decir solamente gracias y salió detrás de la muchacha hacia la calle, donde algunos se asomaban por las ventanas.

Mientras caminaba a su lado, Tomassi le dijo:

—Lamento lo de tu hermano, siento mucho lo que hice, no intento ser un héroe, solo que reaccioné. Creo que ni siquiera pensé cuando lo empujé.

Ella siguió guardando silencio.

Un par de esquinas más allá empezaron a caer gotas. Tomassi intentaba tranquilizar a Karina, le decía que solo había sido un mal momento, que eso pasaba en todas las familias, que no era el fin del mundo y, buscando hacerla sentir querida, la tomó de la mano. Avanzaron juntos algunas calles. Ella se

aferró a su mano hasta que afortunadamente un taxi se aparcó cerca de ellos para dejar unos pasajeros. Aprovecharon y se embarcaron. Justo cuando ya estaban dentro, como una señal de buena fortuna, empezó a llover, como si el cielo hubiera esperado.

—Salgamos rápido de este barrio –dijo el taxista—, que cuando llueve por aquí las pandillas aprovechan para pelear entre ellas y desquitarse por cualquier cosa. Saben que la policía no vendrá, porque no quieren mojarse el uniforme. Cualquier cosa puede pasar.

Tomassi le dijo al taxista que se dirigiera al centro. Ella lo abrazó, puso su cabeza en el pecho y comenzó a llorar. Entonces alguien afuera dijo ábranse los cielos y llueva de lo alto. Se vino toda el agua del mundo, de repente y con fuerza, nubes terrosas anunciaban un largo aguacero, la gente empezó a protegerse de los chorros de agua que se escurrían de los filos de los techos, saltando y corriendo por el suelo pantanoso y empedrado. Adentro de Tomassi un sentimiento nuevo se estaba abriendo paso, no podía negarlo, y sin embargo…

—Todo va a estar bien, mujer —le dijo Tomassi mientras le sobaba el pelo y le daba besos en su frente— todo va a estar bien.

Ya en la habitación del hotel, él encendió el aire acondicionado, cansado del calor y sobre todo de tantas emociones. Cayeron en la cama, agotados. Solo se quitaron los zapatos, pero a pesar de todo él se quedó mirando el techo.

Karina se volvió hacia él, lo vio con esa actitud y le preguntó si le pasaba algo.

—No sé, me siento viejo, cómo me hubiera gustado conocerte hace algunos años.

—Joven no eres, pero tampoco estás muerto, que es la peor manera de estar viejo. Además, en los últimos días me has dado pruebas de que tienes gasolina para rato. Estás en tus papeles, italiano, y eso que yo soy exigente en ese campo. Al principio estabas tímido, pero después se te soltaron los caballos.

—Karina, conoces esa sensación de querer concentrarte en lo que dices, más que en lo que escuchas, porque lo que deseas decir quieres decirlo lo mejor posible, pues eso me está pasando en este momento.

—Por favor, puedes dejar de mirarme de ese modo. ¿Qué te traes entre manos?

Sentía algo, él no sabía darle nombre, pero a pesar de todo lo dijo, salió sin pensamiento:

—Quiero decirte que me gustas mucho.

—No entiendo, como así que te gusto, a mí me gusta un helado, un pescado frito.

—Contigo no se puede, muchacha, ven acá.

Tomassi le apartó un mechón de cabello de la cara, tomó su cabeza entre las

manos, y le dio un beso. Al final puso su cabeza en el pecho de Tomassi y se quedó ahí respirando.

—Tomassi, ¿eres como uno de esos viejos que llegan a las ciudades como esta, conocen muchachas que se rebus-can como pueden, para vivir y ayudar a su familia, mientras esperan un golpe de suerte, y después si te vi no me acuerdo?

Tomassi guardó silencio.

—Lo siento —dijo ella—, no sé qué me pasa. No eres responsable de cómo me siento, solo sé que no estoy bien.

—¿Qué sucede?

—Ya sabes. Mi hermano está metido en esa pandilla del barrio y está consumiendo drogas, eso tiene la familia destrozada.

—No te preocupes, puedo soportar la sinceridad, tanto como la mentira, todo eso se aprende. Voy a proponerte algo, no tienes que responder enseguida, y por favor no te asustes ante lo que voy a decir, no es cosa de otro mundo, y de todos modos podemos hablarlo. Solo piénsalo: me gustaría que viviéramos juntos por un tiempo…

Se hizo el silencio, seguían abrazados, luego ella se levantó sin decir nada, rehuyendo la mirada. Entró al baño y cerró la puerta. El silencio se prolongó. A través de los muros podía escucharse el paso de los autos y otros ruidos naturales

de la calle. Tomassi se acercó al baño.

—Voy a caminar por la playa un rato, ¿quieres venir? —preguntó en voz alta—. Se mantuvo el silencio, detrás de la puerta del baño y él supo que lo mejor era dejarla sola.

Salió del hotel, se dirigió hacia la muralla, luego caminó por la avenida del mar, rumbo a la playa de Las Tenazas. Se quitó las sandalias, sentía la arena diluyéndose entre los dedos de sus pies, le parecía ver al pasado resucitando, Evangelina, la nostalgia de aquel amor que el mundo hizo imposible, y se dijo: “Ni de amor se muere, ni de recuerdos se vive”. Tampoco podía mentirse a sí mismo y llegó a la misma conclusión de los últimos tiempos, que al llegar a cierta edad hay que arrojar por la borda todo lo que no sea rigurosamente necesario para ser feliz.

Recordó a su abuelo, a veces pescaban en las costas de Terrasini, frente a un mar como este, una presencia creciendo hasta lo desconocido. Aquel viejo partisano, junto a él en un bote, con una botella de vino en mano, delirando: “El mar es eterno, niño, cambia de nombre en todas partes, pero sigue siendo el mar”. Y ahora Tomassi, muy lejos de aquel recuerdo, se preguntaba si el amor también era así. Inevitable recordar una vez más a Evangelina, entonces se quedaba en silencio en su propia cabeza, como había pasado durante muchos años, y algunos días atrás, cuando alguien mencionó su nombre. Así es, a Evangelina los periodistas le habían puesto un bello sobrenombre: La Luciérnaga. Eso era ella, algo que no dejaba de palpitar y alumbrar en la memoria, y en esa luz él siempre podría encontrarse con ella.

Regresó al hotel, encontró a Karina mirando por la ventana, se puso a su lado, sin tocarla, y de pronto ella extendió la mano, le peinó el cabello, lo abrazó y le dijo al oído:

—No tienes veinte años, pero te defiendes bien, y como dice una amiga, que le gustan las canciones románticas de Juan Gabriel, si todo es tan pasajero en esta vida, que lo nuestro sea eterno mientras dure, ¿me comprendes?

—Te comprendo… —respondió Tomassi—: ya sé que soy muy grande para que me enseñes algo. Sin embargo, tal vez seas tú la que quieras aprender algunas cosas. Ven acá, que la ropa se hizo para ponerse y quitarse...

WELCOME AL PARAÍSO

Aquella mañana el sol era un gallo con las espuelas más afiladas que de costumbre. Era muy temprano, pero la estrella ya parecía de mediodía. En su camino hacia Getsemaní, con las ropas sudorosas y pegadas, Tomassi, Bitar y Santiago se refugiaron en el parque del Centenario. Un vendedor de café, con pómulos enfáticos, ojos achinados y un pequeño bigote con perlas de sudor, les sirvió mientras fumaba un cigarrillo. Tenía la camisa medio abierta, un corazón con iniciales tatuadas con puntos azules, hecho por un pulso ordinario, y en la caja de madera donde llevaba los termos tenía escrito con pintura de uñas: “El que se cansa pierde”.

—Este parque estaba lleno de animales, ¿te acuerdas? —dijo Bitar—. Venía gente de todas partes a verlos. Daba gusto pasear por aquí. Era como un zoológico. Ahora los únicos que merodean son bestias de dos patas que no hacen sino echar basura por todas partes.

Se reposaron y pronto retomaron el camino. Salieron del parque, atravesaron la Calle de la Media Luna y tomaron rumbo a la Calle del Guerrero, para luego internarse en el viejo barrio, hasta que llegaron a la esquina de la Calle las Carretas con la Plaza de la Trinidad. Allí encontraron a Mayelo, un viejo negro y gordo, famoso por la mano de santo y cuchara de diablo que tenía para cocinar.

Por el borde de la camiseta se le veían las canas ensortijadas del pecho. Sudaba como si fuera un día de agosto. Mirando a Tomassi le dijo casi cantando:

—¡Caballero, welcome al paraíso!, ¿usted no es de por aquí, verdad? Está pálido como la barriga de un pescado, mejor dele gusto al hambre —Y apuntó con los labios a una montaña de arepas de huevo.

Mayelo y Bitar se preguntaron por medio mundo, has-ta que Bitar le contó el motivo de la visita. Entonces el negro recordó que había sido extra de la película, en varias escenas, también fui cocinero en una de las casas de los italianos, ellos trabajaban mucho, sí señor, y también les gustaba el ron y la marihuana, jugaban con la comida, me acuerdo, imagina que un día se metieron a mi cocina, hicieron arepas y las rellenaron con fideos, ¡qué horror!, eso solo se lo comieron ellos.

Santiago aprovechó una pausa, y le susurró algo a Bitar, quien retomó la conversación mientras tomaba una empanada.

—Tú que eres la biblia del barrio, Mayelo, ¿recuerdas a una muchacha, muy popular en aquella época, que trabajó también en Quemada, y que se llamaba Evangelina Saumeth?

Se quedó callado, mientras estrujaba una masa de harina, concentrado. El silencio se alargó, un par de clientes llegaron y un muchacho que la ayudaba en los menesteres los atendió. Él siguió moviendo la masa, se saludó con una mujer que pasó y le dijo: “Adiós, comadre, ¿ya tomó tinto?”, y Mayelo respondió: “¡No he visto a Dios!”. Y un momento después, como sorprendido por su propio recuerdo, levantó la vista, y miró a Bitar.

—Ya sé de quién me estás hablando, claro que me acuerdo, tengo memoria de elefante como dice la National Geographic, esa muchacha era famosa, yo la vi crecer por aquí, un par de veces jugamos juntos a las muñecas y luego terminó saliendo hasta en los periódicos. Un día dejé de verla, le perdí el rastro, es que yo tuve que renunciar a lo que estaba haciendo en la película, porque me salió un trabajo en Venezuela. Me fui por varios años y regresé cuando los italianos ya no estaban. Eran los tiempos en que todos se iban para Venezuela o Estados Unidos, tú sabes, en la tierra de los ricos algún centavo se recoge.

—¿Y qué recuerdo tienes de ella?

—Me acordaba de su nombre, pero no de su apellido. Evangelina, por supuesto, esa niña se me quedó grabada en la memoria, porque una vez yo estaba sentado en la terraza de una casa en la Calle del Guerrero, cuando ella salió de algún lado a comprarle plátanos a un vendedor que pasaba con una carreta. Después de que el negro le dio los plátanos, no quiso recibirle el dinero a ella. Se puso el sombrero que llevaba en el pecho, como sorprendido por la emoción, ¡tú sabes el teatro que hacen los hombres para conquistar a las mujeres!, y le dijo a ella que no le debía nada, que ya le había pagado con dejarse ver, que podía morirse tranquilo sabiendo que había visto la mujer más bonita del mundo. Ay, mi madre, cómo me habría encantado que ese piropo me lo hubieran echado a mí.

”Claro que la recuerdo, porque la madre y su hija se la pasaban aquí en el barrio. Éramos vecinos en un callejón donde estaba la pequeña pieza en la que ellas vivían. Me acuerdo también de que Evangelina era la hija natural de un turco podrido en plata, que tenía una casa en el barrio de Manga. Su madre había trabajado de sirvienta en esa casa, de la que tuvo que marcharse con una mano adelante y la otra detrás, cuando empezó a notarse la barriga.

”Qué suerte tan contraria la de esa niña, pobre Evangelina. Vivía encerrada porque desde pequeña no había hombre o mujer que no cayera rendido apenas ella se dejaba ver la belleza. Se volvían locos con solo ver a esa turquita morena que andaba descalza por ahí, casi siempre jugando sola, y también me acuerdo que…”.

Amagó con querer agregar algo más, pero no le salió la voz.

—¿Qué ibas a decir?

—Nada de importancia, Bitar. El Diablo que pone las ollas al fuego, pero no les pone tapas.

Se quedó en silencio. Un auto pasó con su aparato de sonido encendido; adentro sonaba la voz de Henry Fiol cantando Oriente.

Cuando el auto ya estuvo lejos, Santiago se atrevió a preguntar:

—¿Y qué recuerdas de la mamá de la niña?

—Si no me falla esta que me separa las orejas, se llamaba Lucinda. Siempre andaba con cara de necesidad, la muy pobre y martirizada mujer. Es que hay gente muy de buenas y otros que sí son muy salados. Llegó por aquí a buscar mejor vida desde un pueblo de la sabana; empezó a trabajar como doméstica en la casa de esa familia turca, los Saumeth, también en los almacenes de esa gente. Así fue como ella conoció al hijo menor de los turcos, Nadir, creo que se llamaba, quien de noche gateaba hasta la habitación de servicio donde dormía ella.

”Por aquella época era normal aprovecharse de las muchachas del servicio. No se tomaban en serio eso de andar reconociendo hijos para darles el apellido. Además, el muchacho, Nadir, creo que así se llamaba, era una especie de bobo grande, el papá lo dominaba, vivía detrás de los mostradores en uno de los tantos comercios que tenían, hasta que un día lo atropelló un carro en la avenida Pedro de Heredia.

”Los Saumeth enviaron a la muchacha embarazada de regreso a su pueblo, algo de dinero llevaba en la bolsa, suficiente para que guardara silencio y se olvidara de todo, como dicen: la dejaron a su suerte. Ella estuvo allá el tiempo suficiente para parir la criatura, y cuando ya tenía tres meses de nacida, regresó a Cartagena a reclamarle a los Saumeth el apellido que su hija merecía, pero nunca se lo dieron.

”Hubo un tiempo en que la Calle del Guerrero fue la más concurrida del barrio, la tienda de la esquina se volvió un gran negocio, por la cantidad de hombres que llegaban a tomar cerveza solo para ver a Evangelina pasar por ahí. La belleza fue la perdición de esa muchacha. Tenía que andar con sombrilla, más para esconderse de la gente que para protegerse del sol”.

—¿Y los Saumeth?, ¿qué pasó con ellos?

—A esa gente se la llevó el perro del Diablo en la boca. Quebraron en todos sus negocios, ya tú sabes, Bitar, la vida es como un restaurante, aquí nadie se va sin pagar. Hace años alguien me dijo que se fueron para Barranquilla, otros tomaron rumbo hacia Bogotá. Que yo sepa nunca más regresaron por aquí. Pobre niña, nació pura y el mun-do la corrompió, pero logró desquitarse, porque pasó el tiempo, se volvió mujer y luego ella empezó a reírse de aquello por lo que los hombres lloraban.

Mayelo hizo silencio, los demás se miraron, sorprendidos por las cosas que había contado. Siguió preparando comida, luego llegaron varios extranjeros con mochilas, invadieron la mesa de fritos y engulleron papas rellenas, empanadas de carne y pasteles de arroz. Sin darle importancia si no hablaban el mismo idioma, empezó a contarles a sus comensales la receta de sus empanadas, mientras algunos de ellos lo grababan con sus teléfonos y se reían, tal vez sin saber por qué.

—Todo este cuento de Evangelina —dijo Santiago, mientras terminaban de comer las delicias de Mayelo—, me hace pensar en alguien, una muchacha que conocí, también muy hermosa y con un aura especial. Yo la quise mucho, pero las cosas no terminaron bien. Su recuerdo se me aparece, como un fantasma, pero cada vez menos. Yo acepté trabajar esta crónica en gran parte para olvidarme de ella.

—Yo soy experto en dar consejos que nadie me pide, Santiago, y te digo una cosa: se puede saber mucho de matemática, química, jugar ajedrez, como yo, y hasta tocar piano, pero si alguien no aprende a hacerse el loco en este mundo, no está preparado para la vida y sus trampas. No hay mejor cura para esas cosas del amor que mantener la cabeza ocupada, una mente entretenida no extraña a nadie, recuerda que cuando el Diablo no tiene nada qué hacer, mata moscas con el rabo.

—Lo felicito, Mayelo —dijo Tomassi poniéndose en pie y haciendo una reverencia—. No se ofenda, pero los antiguos tienen toda la razón: ¡nunca confíes en un cocinero flaco!

—¡Gracias por la flor, caballero! Si pudiera me la pondría detrás de la oreja. Es que el hambre es el mejor condimento de la comida y se ve que usted hace tiempo que pasa trabajo.

—Hace mucho, Mayelo, casi medio siglo de hambre.

—Las hambres viejas son como algunos amores: duran para siempre, yo sé por qué se los digo.

—¡Amén, hermano! —exclamó Bitar poniéndose también de pie y sin dejar de masticar.

—Vaya película que es la vida —dijo Santiago pensando en voz alta y siguió comiendo.

—Así es, Santiago, la vida es toda una película —dijo Tomassi—. Lo malo son las partes aburridas, que a veces duran mucho. ¿Sabes lo que me dijo Brando una vez? Me dijo: “La vida es una película que te vas inventando a medida que ruedas”.

—Pero sin esas partes aburridas, el resto no tendría sentido. Ya lo dijo Mayelo, la comida es buena porque existe el hambre —dijo Bitar.

—¡Amén, hermano! —dijo Mayelo, y su carcajada espantó un par de perros que se acercaban demasiado a la mesa.

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE BRANDO

No me cuesta mucho trabajo imaginar a Brando durante los meses de filmación, seduciendo o a su vez siendo cortejado por mujeres y hombres en las calles y plazas, durante el descanso de las escenas, los pasillos, ascensores, restaurantes y habitaciones de hoteles. Vapores de baños en clubes y luces de sombras en bares, copas de vino en casas privadas, charlas, risas y bailes en terrazas y patios de los barrios a donde se escapaba con Evaristo, Tomassi y los italianos, a quienes tanto les gustaba celebrar.

Marlon Brando llegó a Cartagena de Indias el 28 de octubre de 1968. Fue recibido por un “numeroso grupo de iradoras”, cuenta el diario El Universal en el pie de foto de una imagen donde se ve bajando de la escalerilla del avión. También encontré una nota social en el mismo diario, esta vez del 26 de noviembre. Se titulaba “Itinerario de una noche con Marlon Brando”, firmada por alguien con el seudónimo de Melómana, y contaba sobre un even-to social, una cena que ocurrió en un barco llamado Andrea, y donde se lee lo siguiente:

Brando es un hombre muy distinto al que todos imaginan. Es joven, arrogante, distinguido y maneja una mirada de esas que las mujeres llamamos ‘matadoras’. En pocas palabras, un hombre encantador con modales de príncipe. Se sentó de espaldas al pasadizo para que no lo molestaran los curiosos, pero yo no le perdí el más mínimo movimiento.

Estaba de verdad impresionada por sus modales y por su seriedad imponente. Durante todo el tiempo se mostró muy solícito con la muchacha que lo acompañaba, muy linda por cierto. Brando vestía todo de blanco y llevaba el pelo amarrado atrás en una colita, al estilo torero, y si quieren les digo hasta lo que comió. La comida terminó en medio de la mayor cordialidad y Brando gustoso y con la mejor de sus sonrisas nos dio autógrafos a todos. (Aquí me

volví a pellizcar para volverme a convencer de que era yo).

Pasamos luego a sentarnos a un gran salón a escuchar un poco de música, ¡y aquí fue Troya! Una dama, pasajera del barco, sacó su cámara fotográfica y… Allá te va, le tomó una foto a Marlon, quien se sorprendió, pero se sonrió con la señora. No mostró el más mínimo desagrado y hasta le causó gracia el detalle.

Todos desembarcamos y regresamos al Club de Pesca y en este punto cada cual tomó para su casa, porque la reunión social que luego se iba a llevar a cabo en casa de Brando fue exclusivamente para el personal de la película y nosotros, “Los Patos”, nos fuimos a dormir.

Me devolví a las páginas ya vistas, con miedo de haberme perdido de algo, y afortunadamente lo hice, porque había pasado por alto una nota en el mismo periódico, esta vez del 21 de noviembre, en la sección Cine y Farándula. Un periodista que firmaba como WH comentaba que Brando estaba divorciándose de su segunda esposa, Movita Castañeda, con quien tuvo dos hijos. Es decir, el actor no pasaba por el mejor momento de su vida cuando llegó a la ciudad. Y además revelaba:

Marlon Brando tiene una especial debilidad por las mujeres exóticas. Aquí en Cartagena se le ha visto muy amartelado con una delicada muchachita que dizque figura como secretaria de él.

¿Quién sería la delicada muchachita con quien se le vio varias veces? ¿Amartelado? Me fui al diccionario y confirmé lo que suponía: “Conjugación del verbo amartelar. Adj. Rendido o que está enamorado”. Tomé nota de eso y por supuesto pensé en Evangelina Saumeth. Sobraban los indicios de que Brando no había sido ningún monje en la ciudad, que tuvo varias relaciones durante los meses que estuvo aquí, pero pensaba con el deseo que ojalá pudiera encontrar

alguna referencia directa a Evangelina y su relación con Brando. Había que seguir buscando.

Todo eso está relacionado con algo muy curioso que me contó otro personaje que me encontré en el camino, Marlon Brando Aparicio Miranda, un muchacho estudiante de derecho que conocí a través del Gordo Luis. Una mañana pasé por la oficina que compartía con el Gordo, nos tomamos un café, me dijo que las puertas siempre estaban abiertas, que no me preocupara, los negocios en los juzgados no iban tan bien como él quería, pero seguía pedaleando por los dos y me preguntó qué andaba haciendo.

Le conté lo de la crónica y me dijo que conocía a alguien que tal vez podía interesarme, un estudiante de derecho que trabajaba como asistente judicial, se conocían de los pasillos de los tribunales, se llamaba Marlon Brando Aparicio Miranda, de una familia palenquera asentada en Cartagena, a quien el Gordo le preguntó el porqué de su nombre y respondió que su mamá había trabajado como extra en la película Quemada. Aquí tienes su número, llámalo, el resto de la historia que te la cuente él.

Y así fue que lo llamé enseguida, quedamos en tomarnos un café en un lugar del centro y nos vimos dos días después.

—Ya debes estar aburrido, Marlon, mucha gente debe hacerte esta pregunta, pero así es la vida, qué vamos a hacer, cuéntamelo todo, ¿por qué te pusieron el nombre de Brando?

—Te cuento que al principio me fastidiaba el tema, que hicieran comentarios al respecto, bromas y esas cosas, pero luego cuando llegué a la universidad a estudiar leyes, me puse a investigar quién había sido ese tal Brando, y te digo que hoy me siento orgulloso de llevar su nombre, ¡era alguien salido del molde!,

un rebelde que luchó siempre por los derechos de nosotros los negros, con decirte que fue amigo personal de ¡Martin Luther King!, también defendió la causa de los indígenas nativos de Norteamérica.

—¿Y quién te puso el nombre de Marlon?

—Mi mamá, ella lo decidió, contra viento y marea quería que me llamara así, Marlon Brando. Siempre me ha parecido curioso, incomprensible, el por qué estaba tan empecinada en eso.

—¿Por qué lo dices?

—La historia viene de atrás. Resulta que mi mamá trabajó en la filmación de Quemada, fue extra en unas escenas que filmaron cerca de Palenque. Era muy hermosa, ya murió lamentablemente.

—¿Y entonces?

—Resulta que mi mamá tuvo un hijo muchos años antes que yo, un tiempo después de la película, pero el niño murió al nacer y ella quedó muy afectada. Cuando yo nací, ella le dijo a mi padre que el niño debía llamarse Marlon Brando. Mi papá dijo que no estaba de acuerdo. Ella dijo que el niño se llamaría así, aunque a él no le gustara, y eso generó una pelea entre ellos. Al final, él dijo que si insistía en llamar al niño así, Marlon Brando Aparicio Miranda, entonces se acababa el matrimonio, y ella prefirió terminar la relación con mi padre a cambiarme el nombre.

—Muy extraño, ¿no te parece?, ¿alguna vez le preguntaste a ella el por qué te había puesto ese nombre?

—Varias veces, pero ella decía que siempre le había gustado, y luego salía con evasivas. Si insistía en preguntar se molestaba, entonces preferí no hacerlo.

—No sé qué decir, todo eso es muy curioso, cualquiera se pone a pensar y especular cosas.

—Yo creo que lo mejor es dejar eso en el pasado. A veces suceden cosas que luego no pueden probarse.

Nos despedimos. Me acordé de García Lorca: “Todas las cosas tienen su misterio y la poesía es el misterio que tienen todas las cosas”. Tal vez en este caso todo estaba unido, causas y efectos mordiéndose la cola, como en realidad sabemos que ocurre en este mundo, pero el hilo de Ariadna estaba convertido en un manojo de filamentos que intentaba mantener separados en las manos, evitando que se enredasen, pero no era posible. Y caminando y pensando todas esas cosas, me entró una llamada que me confirmó que todavía eran muchos los secretos bajo la superficie de las cosas.

—¿Con Santiago Barón?

—¿Con quién hablo?

—Cesáreo Reyes.

—Señor Reyes, cómo está.

—Muy mal. Oiga, no sé qué se trae usted entre manos con todo este asunto de su investigación, pero no le autorizo a que use la entrevista que le di. Quiero que le quede claro.

—No entiendo, ¿qué pasa? Por favor, explíqueme qué ocurre.

—No debiera decirle nada, pero mejor que lo sepa, tal vez así sea más consciente de lo que está haciendo. Hace algunos días visité a mi padre. Él tiene principios de alzhéimer. Le conté sobre su visita y los temas de los que hablamos el otro día. Se llevó las manos a la cabeza, luego se tapó la cara, no pudo disimular la angustia, se dirigió a su habitación, visiblemente alterado, yo no sabía qué hacer, él no me quiso decir nada, fui por un vaso de agua y una pastilla, y lo encontré desmayado en su habitación. Ahora está en el hospital tratando de recuperarse del infarto que sufrió esa noche.

—No entiendo, ¿y eso qué tiene que ver conmigo?

—No se haga el idiota, mi padre no pudo ocultar su reacción, se trastornó apenas escuchó el nombre de esa cantante de la que usted me habló. No sé qué hay detrás de todo esto, pero no me gusta nada, será mejor que me lo diga, no ande con juegos conmigo y mi familia, si no quiere verse en problemas serios.

—Pero le insisto, no sé de qué me habla, no entiendo cómo puedo ayudarlo, me parece una locura que usted me esté culpando de lo que le pasó a su padre.

—Ya le dije lo que me interesaba, ahora usted me va a decir lo que se trae entre manos con todo este tema.

—Señor Reyes, ya le dije que no hay nada extraño en todo esto, no estoy ocultando nada. Escúchese, por favor, lo que está diciendo es una locura.

—No me parece gratuito que mi padre haya tenido esa reacción. Por lo pronto no quiero saber nada más de usted. No deseo volver a verlo en mi oficina, ¡entendido!, y vaya con cuidado porque no me gusta nada esto.

Y colgó.

YA SABES LO QUE TIENES QUE HACER

Toma, muchacho, aquí tienes, suficiente para que seas el nuevo rico del barrio — dijo Sabalza, y le puso el morral al frente sobre la mesa—: además, tal vez podamos seguir trabajando juntos, pero eso depende de cómo te comportes, recuerda que con los fantasmas no se puede hacer negocios.

El muchacho observó el morral, miró con suspicacia al detective, y después a su alrededor. No había más nadie en la terraza, que estaba frente a una avenida, congestionada, con un polvo permanente que envolvía todo como en una nube, debido al paso apresurado de vehículos de toda clase, sobre todo motos veloces que no parecían tocar el suelo.

El muchacho abrió la cremallera. Volvió a ver a Sabalza. Metió la mano, luego probó el sabor de la coca, y cerró de nuevo el morral:

No entiendo.

—¿Conoces al viejo extranjero que anda con tu hermana? ¿Karina es que se llama?

—¿Quién?

—¿Tu hermana se llama Karina?

El muchacho se quitó la gorra con evidente fastidio, se peinó un mechón tinturado de rubio y se acomodó la gorra de nuevo:

—Sí. Lo conozco. ¿Qué tengo que ver con eso?

—Ese viejo, Tomassi, y un par de tipos más están de sapos, metiendo la nariz donde no deben. Molestaron a un amigo al que le debo varios favores. A nadie le gusta que lo molesten y el que busca problemas encuentra problemas.

Sabalza hablaba pausadamente, palabra por la palabra, una detrás de la otra, como si las acabara de descubrir, y continuó:

—Quiero que le des un susto al viejo, vigílalo, que nadie te vea. Rómpele un brazo, un par de costillas, yo no sé, y dile que se largue del país. Si mencionas mi nombre te lleno la boca de hormigas. Tal vez así entiendan la advertencia.

Se hizo el silencio entre los dos, Sabalza fumó su cigarrillo, y el muchacho se quedó observando el morral, con aire ausente, luego miró al hombre que tenía al frente, lo tupidas y negras que eran sus cejas, como si las hubieran pintado con betún oscuro.

—¿Y yo qué gano?

El detective le contempló desafiante, incluso agresivo, como si de un momento a otro fuera a levantarse y patearlo. Pero poco a poco una sonrisa se abrió camino

en su rostro de tortuga y dijo:

—Lo que tienes en la mano, y, además, si quisiera ya estarías en la cárcel, y me aseguraría que para mañana ya estuvieras muerto, pendejo…

Sabalza chupó el cigarrillo, miró hacia una esquina cercana, el muchacho también miró hacia allá, en donde estaban dos hombres, con anteojos oscuros, de cara dura, y recostados a un auto negro, en actitud de espera. También miraban, de vez en cuando, a la mesa en donde Sabalza hablaba con el hermano de Karina.

—Ya tienes lo tuyo —dijo Sabalza—, ya sabes lo que tienes que hacer. Ahora estás en deuda conmigo.

Al frente, el muchacho vio otra vez la sonrisa formándose, una sonrisa extraña, como si aquel hombre en realidad sonriera detrás de una máscara.

Sabalza se levantó de la mesa, se llevó las manos a la cintura y se ajustó el pantalón, luego lanzó el cigarrillo a un perro que estaba cerca, después le dio la espalda al muchacho, se metió en el auto con los otros dos hombres, y se marchó.

CUANDO DIOS MANDA HASTA EL DIABLO OBEDECE

Hacía un sol como para pagar penitencias esa mañana en que crucé, una vez más, las calles de Getsemaní hasta llegar a la Plaza de la Trinidad. Otro día sofocante en un verano que no se acaba nunca, ni siquiera cuando llueve, porque entonces el calor se transforma en ahogamiento, y el asfalto y las paredes, con sus aires acondicionados expulsando vapores ardientes, hacen de las calles una olla en la que se cocinan todos.

Me dirigí a la sacristía, en el extremo derecho de la iglesia, donde eran atendidos los asuntos mundanos, desde bautismos hasta defunciones, pasando por confirmaciones, matrimonios, divorcios y todos los sacramentos de los tristes mortales que pretenden salvar su alma. A pesar de los horarios de atención, pues recibían al público hasta las doce, encontré la puerta abierta, como si me hubieran estado esperando.

Del cura Ascencio sabía que llevaba más de diez años como párroco de la iglesia de la Trinidad, que era oriundo de ese mismo barrio y que cuando niño había sido monaguillo en esa misma casa de Dios. Luego había estudiado en el seminario de la ciudad, y uno de sus mayores sueños se había cumplido cuando lo nombraron párroco de la iglesia de la Trinidad.

Ascencio me recibió amablemente. Me presenté como un periodista que estaba haciendo una crónica sobre el barrio. Habló de las actividades de la iglesia, los oficios y jornadas recreativas que buscaban entretener a los muchachos del barrio intentando evitar que no se metieran en alguna pandilla y se perdieran en el camino de la vida para siempre. Me autorizó a tomar fotos del altar, de las estatuas de vírgenes y santos, así como de los cuadros colgados representando las estaciones del viacrucis. Toda esa ornamentación religiosa que busca reflejar el poder de Dios sobre la tierra.

Llegó el momento en que le dije que no solo estaba escribiendo sobre ese tema, la iglesia y el barrio, sino que también me habían pedido que hiciera perfiles de personajes populares olvidados de la ciudad, entre más desconocidos, mucho mejor, para tratar de rescatarlos del olvido.

—Una profesora de la escuela de Bellas Artes me dijo que una de las mejores cantantes que ha tenido la ciudad había empezado su aprendizaje en la música precisamente aquí, en la iglesia de la Trinidad, en un grupo del coro del que hacían parte los niños del barrio. Años después, ella se volvió muy popular; se llamaba Evangelina Saumeth.

Se llevó una mano a la boca, me dio la espalda y dio unos pasos alejándose de mí. El silencio se extendió y luego, de pronto, pareció volver en sí mismo al presente que estábamos viviendo.

—Me siento como si estuviera en un confesionario —dijo finalmente—. No sé por qué voy a decirle esto, de todas maneras, ha transcurrido tanto tiempo que la verdad no encuentro razón para no decírselo. Claro está, que si mañana me preguntan si yo se lo dije, lo negaré y diré que miente con todos los dientes, como dicen los niños. Tal vez sirva para lo que está escribiendo, aunque de verdad no creo que deba usarlo. Siempre he creído que uno debe quedarse con lo mejor de la gente.

—Yo pienso lo mismo —dije—, por eso me gustan las novelas policiacas de Chesterton: porque en ellas, como en el mundo real, nadie se salva, todos terminamos manchados de maldad y, sin embargo, seguimos siendo inocentes.

Abrió una puerta pequeña, que hacía parte de la gran puerta principal de la

iglesia, se asomó por ella como quien intenta adivinar el tiempo que se avecina, la volvió a cerrar quizá por el resplandor del sol y se pasó las manos por el pelo.

—¿Realmente valdrá la pena volver a hablar de aquellos días? —dijo el cura—. Solo es una pregunta que me hago en voz alta. Dicen que hay que dejar a los muertos enterrar a los muertos. No sé, tal vez sea mejor dejar las cosas así, dejar tranquilo al pasado y que la vida siga su curso. Ya sabemos que el conocimiento no es garantía de felicidad.

—Tenga presente, padre, que los muertos están muertos, son los vivos los que tienen memoria para los vivos y para los muertos, somos los vivos los que necesitamos saber la verdad sobre las cosas.

Se hizo de nuevo el silencio.

—Cuando Dios manda hasta el Diablo obedece –dijo caminando por el pasillo derecho de la iglesia.

—¿Por qué lo dice, padre?

—Lo digo por Evangelina, por supuesto. Tanta belleza tenía que venir del mal. Había que ver cuando ella pasaba por la Plaza de la Trinidad. El mundo se detenía, el sol apartaba las nubes para poder verla, los hombres dejaban de hacer cualquier cosa que estuvieran haciendo para ser testigos de su paso.

—Al parecer, la conoció muy bien.

—Así es, estuvimos juntos en ese coro del que usted habla, ambos cantábamos allí, junto a otros niños, hace más de cuarenta años —señaló una esquina del altar—. Aprendimos pentagrama, solfeo, armonía y muchos temas más. Tuvimos diferentes profesores, pero recuerdo muy bien a la maestra de la que usted me habla; me parece recordar que era ciega, nos enseñó muchas cosas, era muy dulce.

—¿Y qué pasó?

—Yo en ese entonces no entendí mucho lo que ocurrió, era un niño, ya usted sabe, luego con el paso del tiempo y lo que algunos decían, fui comprendiendo lo que había pasado. El hombre y la mujer son estopa, llega el viento y sopla, en este caso el viento fue el Diablo.

Volvió el silencio y me pareció notar algo de duda.

—Todo eso parece una adivinanza, padre, no entiendo.

—Lo que quiero decir es que quién sabe cómo pasó, pero el padre Fabricio Allende y Evangelina se enamoraron. Yo creo que muchos niños del coro ni se dieron cuenta, tampoco sus familias, creo que ni siquiera la hermana del padre se enteró, no recuerdo su nombre, y ella lo apoyaba en muchas actividades de la iglesia.

”Me acuerdo que de un momento a otro dejamos de asistir a las clases de canto, el coro no se reunió más, el padre Allende pidió traslado a otra iglesia, luego un

descanso y todo quedó allí. Yo luego me fui al seminario para estudiar teología y hacerme sacerdote, pasaron algunos años, me enteré después por la radio que Evangelina había empezado su carrera como cantante y un día supe de su muerte por el periódico. Afortunadamente el escándalo no trascendió.

—¿Cuál escándalo?

—¿Y usted en qué planeta vive? ¿Le parece poco el rumor, entre la gente que asistía a la iglesia y los mismos curas, de que una niña del coro de una iglesia termine enredada en amoríos con un sacerdote? Creo que fue una carta anónima la que alguien hizo llegar, informando lo que estaba ocurriendo entre el padre y Evangelina, ya ni me acuerdo quién me dijo eso en el seminario, la memoria es tan caprichosa. Y el secreto, por supuesto, no quedó reducido al círculo de la iglesia que atendió el caso. Ya todos los testigos de aquello deben estar muertos o lejos de aquí.

Más allá de lo que decía el cura, además del tono de su voz, sobre todo era la expresión indefinible de su cara lo que empezó a producirme escalofríos.

—¿Y la hermana del padre?

—No sé, ella vivía aquí en el barrio y le ayudaba mucho al padre con su trabajo. Nosotros como monaguillos la veíamos varios días a la semana. No sé qué pasó con ella luego del suicidio del padre Allende, creo que se marchó del país hace muchos años.

—¿Y eso cómo ocurrió?

—¿Qué cosa?

—El suicidio del padre Fabricio.

El cura Ascencio guardó silencio y se quedó mirando con cara de recuerdo. Mordisqueó con suavidad su labio inferior entre sus dientes amarillos. Las aletas de su nariz se dilataron momentáneamente. No quise interrumpir su silencio. De un momento a otro pareció poner los pies en la tierra de nuevo y retomó la palabra:

—Un tiempo después de que cerraron las clases del coro en la iglesia, el padre Allende se suicidó, pobrecito, lo encontraron colgado en la habitación que ocupaba en un hotel, a donde se fue a vivir después de abandonar su sotana. No se habló mucho de eso, las autoridades eclesiásticas dijeron que había sido producto de una afectación psicológica, por lo menos eso escuché en el seminario algunos años después. Tal vez fue la mejor decisión.

—¿Por qué lo dice?

—Por el escándalo, usted sabe que siempre hay una pira de leña seca y antorchas para quemar los herejes. Vaya uno a saber los designios de cada uno, solo podemos brindar compañía y apoyo espiritual. Algo tiene la belleza de fatalidad y Evangelina la tenía de sobra, un atributo que se vuelve maldición y dolor, tanto para el que la ostenta como para aquel que la ira. ¿Se acuerda de Ulises y el episodio de las sirenas? Él se tapó los oídos para no escucharlas y sobrevivir a su encanto. Uno veía a Evangelina por primera vez y se arrepentía de haberla visto porque, ya usted sabe, uno no extraña lo que no conoce, pero ¿cómo regresas a la normalidad, al infierno, después de que has visto el paraíso?

—Me dicen que ella era una buena muchacha, que le colaboraba mucho a su madre con las obligaciones de su trabajo.

—Así es, Evangelina era un ángel, recuerdo mi primera vez en las reuniones del coro, el primer día que la vi, cuando toqué la puerta se abrió y ahí estaba esa criatura. Conversábamos mucho, era muy tierna y curiosa, pero con el tiempo todo cambió, me imagino que se volvió consciente del efecto que producía su belleza en todo el mundo, eso hasta para el niño que yo era en aquel tiempo resultaba evidente. Me imagino que tener esa belleza, ese poder, resultaba muy peligroso: siembra en el corazón la vanidad, que se vuelve terreno fértil para el orgullo. Y eso pasó con Evangelina, cada uno lleva su cruz, y la de ella era su belleza. No se engañe, el infierno está vacío y todos los demonios están acá abajo. Tal vez nosotros seamos el infierno de otros mundos, y si es así, deberíamos tratar de portarnos como ángeles.

Caminamos unos pasos en silencio. El cura Ascencio miraba algunas litografías de santos en las paredes. De pronto, volvía la mirada hacia mí, que bajaba la vista, mordiéndome los labios, un reflejo de ansiedad o de impotencia, o de las dos. Seguramente se dio cuenta de la maquinaria que había empezado a moverse, después de su revelación y mi intento por encontrarle sentido a los que había escuchado.

—Mire usted esa belleza —dijo el cura y señaló con el dedo la fotografía en un gran calendario, colgado en la pared—. Es el martirio de Chrysanthus y Daria, una pareja de santos, que sufrieron mucho por su lealtad a la fe. Tuve el privilegio de ver la pintura original en Roma, hace varios años, cuando estuve haciendo estudios por allá de teología. Así tal vez sufrían, el padre Allende y Evangelina, por su amor imposible. Me resulta fácil saberlo, porque recibo confesiones sobre delirios de amor por parte de los de la comunidad a quienes confieso constantemente. Yo mismo, hace muchos años, cuando era muy joven, antes del seminario, también tuve mi tentación terrenal, solo Dios me dio fuerzas para superarla, porque, como le dije antes, cuando Dios manda hasta el

Diablo obedece.

Sentí un momento casi espiritual, casi una epifanía, no precisamente por el lugar en el que estábamos, sino por la actitud del viejo, ese temperamento y aura me hizo recordar al Sean Connery de El nombre de la rosa.

—Ojalá le haya servido de ayuda, caballero, por lo menos lleva consigo una historia curiosa. Ya sabe, agradezco que no mencione mi nombre en sus escritos, mejor así, ya estoy viejo para meterme en camisas de once varas, escándalos y cosas parecidas.

—Tranquilo, padre, entiendo sus razones, y si llega a surgir algo me comunicaré con usted, antes de cualquier cosa, téngalo por seguro. Gracias por su tiempo y la confianza.

—Forsan et haec olim meminisse juvabit.

—Es latín, ¿verdad, padre?

—Así es, ¿cómo sabes?

—Estudié derecho y reconozco algunas palabras. ¿Qué traduce realmente?

—Dice: Tal vez, algún día, aún a esto lo avivará el recuerdo. Es de la Eneida, de Virgilio.

—¿Y qué significa?

—No sé, tal vez, como muchas cosas, signifique lo que cada uno quiere que signifique.

Me acompañó hasta la puerta, nos despedimos y nos dimos la mano.

Salí a la calle con sentimientos encontrados. Si dicen que por la belleza hasta los santos tropiezan, ¿qué se deja para el resto de los mortales? Había escuchado del cura una vieja historia, tan vieja que en realidad era la misma que desde siempre se repetía una y otra vez en el tiempo. Me lo dicen las miles de películas que he visto, los cuentos e historias que he escuchado con rostros y nombres nuevos, pero con sentimientos tan antiguos como ese sol que desde arriba nos cocina todos los días en esta ciudad.

Toda leyenda tiene un grano de verdad. Pensé en la historia de amor de Pedro Abelardo y Eloísa, esa que había mencionado la profesora de canto, y de la que había visto cientos de versiones en cine y, sin embargo, seguramente venía de alguna versión más antigua que ellos, atrás en el fondo de las horas, allá donde se perdían los nombres del origen. Luego vinieron otros nombres, almas amantes, sobrevivientes por la gracia de nuevos mártires que los relevaban en el tiempo.

Como estaban las cosas, ya no importaban pálpitos y presentimientos, como los que yo sentía en ese momento, ya era necesario tener certeza, no había en el panorama algo más que nos ayudara a descubrir lo que había pasado, o tal vez sí, sin duda había que revisar. Al parecer todo un misterio giraba alrededor de Evangelina Saumeth, pero qué tenía que ver Mariela Escalante en todo esto,

¿dónde estaba el eslabón que unía todas las piezas dispersas de esta historia? En el control remoto de la vida me hubiera gustado oprimir el botón que me llevara al final de la película y saber cuál era la respuesta para todo este misterio, pero la vida no es una película, aunque muchos momentos de ella nos hagan sentir eso.

DEL DIARIO DE LA QUE HABLA DORMIDA

Me hubiera gustado saber leer las líneas de las manos, solo para salvarte de cualquier mala jugada del destino y para confirmar que ahí, en medio de tu palma, nuestras vidas unidas desde el principio seguían trenzadas una sobre la otra.

Y dijiste adiós al mundo por mano propia, amor mío. No te bastaba esta adoración que te profeso. Se abrió la tierra como arriba se abren las nubes para dejar pasar los rayos de luz que alimentan la tierra y hacer que germinen los frutos nuevos.

Pero la que menos se quiere a sí misma, como yo, ha resultado ser más fuerte. Así pasó con nosotros, ¿por qué hermanito, por qué, acaso fue el Diablo con faldas que embrujó tu corazón?

Cuando la veo en la calle, beso mi crucifijo, empiezo a rezar el padrenuestro y la sigo. Si a sus pies tenía a todos los hombres del mundo, ¿por qué fijo sus ojos en ti? Acaso el Diablo guiaba sus actos, que había llegado a perturbar la paz del corazón de un hombre de Dios como tú.

Te me fuiste a jugar a las escondidas. Sin embargo, me gusta la idea de la muerte, esa puerta que algún día se abrirá para mí. Tal vez allá volveremos a encontrarnos, posiblemente en un lugar donde sea posible lo prohibido. Mientras tanto, dejaré que la vida decida por mí, y cuando se me olvide por qué debo respirar, entonces me acordaré de ti.

LOS MUERTOS NO HABLAN Y TAMPOCO TIENEN BOLSILLOS

Sonaron tres golpes en la puerta. A falta de una mirilla para ver quién era a esa hora tan temprana —faltaba poco para las siete de la mañana—, y extrañado por la dureza del llamado, me asomé sin precauciones por la ventana lateral, como alguien que tiene su conciencia tranquila y sabe que no le debe nada a nadie.

Esperaba descubrir algún mensajero con facturas de servicio, un vecino pidiendo ayuda para algo, pero nunca pensé ver instalado allí, mirándome y haciendo un gesto con la mano, al detective Sabalza y su cara de tortuga, fumando un cigarrillo y con su rostro más contraído que de costumbre, esa que en las novelas llaman “cara de poco amigos”. Ante la sorpresa no se me ocurrió sino darle los buenos días, pero él no respondió nada, lo cual reafirmó mis temores de que algo andaba mal.

A su lado estaba un hombre negro y alto, que también se volvió ligeramente a mirarme, y que solo hasta entonces reconocí, porque ya lo había visto varias veces en el barrio, no sabía desde cuándo, primero en una esquina cerca del apartamento, después en la entrada de una tienda cercana, y luego dentro de un auto parqueado.

Antes de que abriera la puerta lo escuché, con esa voz donde parecían arrastrarse las palabras antes de que alguien pudiera escucharlas: “Señor cronista, tenemos que hablar y no tengo mucho tiempo”.

No podía hacer nada. Me llevó el que me trajo, me dije, cuando abrí la puerta. Pude sentir cómo me cambió el ritmo del corazón y hubo una leve alteración de la temperatura en mi cara. Aunque no hizo ningún ruido al entrar, sentí sus pasos

pesados, afuera quedó el otro hombre recostado a la pared, con los brazos cruzados, y aunque por un instante pensé en dejar la puerta abierta, Sabalza extendió la mano y la cerró, justo después de que una vecina, con un niño en los brazos, se asomó por su ventana, y al vernos a todos, desapareció dentro de su casa.

Sabalza atravesó la sala, echó un vistazo rápido al único cuarto, que tenía la puerta entreabierta, miró la cocina y luego se regresó hasta la ventana por donde antes me había asomado.

—Buenos días, detective, cuénteme en qué puedo ayudarlo.

Siguió observando alrededor, luego se sentó en un viejo sofá, que estaba al frente de un pequeño televisor y suspiró.

—Mire, ya le dije, no tengo mucho tiempo, así que vamos al grano. Yo sé que les dije a ustedes que ayudaran en lo que pudieran suministrando información para resolver el caso de la muerte de esa señora Escalante. Sin embargo, parece que las cosas no están resultando como queríamos y a ustedes se les está yendo la mano, sobre todo a usted.

—No sé de qué habla, detective, no comprendo qué pasó para que usted diga eso.

—No se haga el pendejo conmigo, ya sé que se entrevistó con el hijo del señor Reyes en busca de información sobre el padre. Quiero decirle que el viejo no tiene nada que ver con todo eso y antes de que se forme algún problema, quiero que usted detenga cualquier tipo de investigación.

—Estuve entrevistándolo para la crónica que estoy escribiendo, porque él fue uno de los empresarios que tuvo negocios con los productores de la película, le pregunté por muchas cosas, una cosa llevó a otra y toqué el tema de Evangelina Saumeth. Me pareció bueno saber si se acordaba de algo relacionado con ella, recuerde que usted dijo que estuviéramos atentos a cualquier información posible.

—Mire —se puso en pie y se me acercó con una expresión dura—, una cosa es una cosa y otra es otra. Eso que usted me dice funciona bien para una película, pero esto no lo es y lo más jodido es que usted no tiene ni puta idea de cómo son las cosas. Yo no voy a discutir con usted estos temas. Mi trabajo es advertirle. No le pise el rabo a un perro que no conozca.

—Y mi trabajo es investigar para la crónica, escribir lo que encuentre, para cualquier cosa que pueda servir eso.

—Mire, huevón —dijo, mientras se rascaba el cuello—, a partir de ahora no vuelve a meterse en este asunto. Si me entero de que anda molestando a alguien, se ganará un problema, le voy a estar vigilando, me rendirá cuentas y le aseguro que yo cobro muy caro —se llevó un dedo a la sien y abrió los ojos como si quisieran salirse de las cuencas—: además, está entorpeciendo una investigación, así que puedo joderlo cuando yo quiera.

No me tocaba, pero el índice con el que continuamente me señalaba, lo sentía como una espada atravesándome. Su aliento a cebolla también hizo que me alterara y bajara la cabeza, en un gesto que seguramente Sabalza entendió como una sumisión a sus amenazas.

Abrió la puerta, echó un vistazo afuera y el otro hombre asintió. Sabalza se volvió a mirarme de medio lado, cuando ya estaba en el umbral, mientras se mordía los labios, y de pronto sentí el golpe que no vi llegar. Me dio con el revés de la mano, un golpe que me paralizó, me llevé las manos al rostro que me palpitaba de dolor y rabia, porque sabía que no debía reaccionar.

Ambos hombres bajaron la escalera, un perro salió de un rincón y se puso a ladrar, abrieron una verja que daba hacia la calle, Sabalza se volteó y me dirigió una mirada, ambos se montaron en un vehículo y se marcharon.

Cerré la puerta, al parecer ningún vecino había visto nada, qué consuelo tan idiota. Me quedé un rato echándome agua en la cara. Me fui a la sala y me apoyé en el marco de la ventana. Me di cuenta del pedazo de cielo abierto que se podía ver entre las paredes cercanas, el mundo seguía dando vueltas, como si nada hubiera pasado y en realidad solo yo tenía que estar alterado. ¿Amor propio, supervivencia, instinto de conservación, miedo? Algo había hecho que guardara silencio después de la bofetada, paralizado por la impotencia.

Tenía todas las de perder, como para ponerme a defender el orgullo herido, pensé para darme un poco de coraje. A pesar del temor que sentía crecer dentro de mí, me preguntaba qué estaba pasando. Era el mundo mostrando los dientes. Tenía la sensación de haber esquivado una bala, pero no sabía cómo. Me pasé las manos por la cabeza y el rostro, también por el cuello, en el que sentía un peso inesperado, hasta que miré mis brazos y vi que tenía la piel estremecida de una gallina sin plumas.

LAS COSAS SIGNIFICAN LO QUE UNO QUIERE QUE SIGNIFIQUEN

¿Me arrepentía de estar en medio de todo eso? Más allá de la respuesta, me preocupaba estar haciéndome la pregunta, porque la duda era peligrosa en sí misma, sobre todo existiendo ya de por medio el cadáver de Mariela Escalante, aunque ¿podía dejar por fuera la muerte de Evangelina Saumeth, así existiera medio siglo entre esas dos almas? ¿En realidad estaban relacionadas o era mi imaginación trabajando más de la cuenta? ¿Me arrepentía de estar en medio de todo eso? Hacerme esta última pregunta, otra vez, era síntoma de muchas cosas, todas malas, porque revelaba una seria despreocupación frente a los riesgos, peligros y consecuencias que podían desencadenarse.

Todo eso sentía y pensaba, enredado en especulaciones que daban vueltas y vueltas en mi cabeza, los miedos y las dudas trenzadas, hasta que el taxista me informó que habíamos llegado al centro médico del barrio Olaya.

—Que la noche no lo coja por acá —dijo el conductor, con los billetes en la mano—, apenas el sol baja, esto por aquí se pone caliente y después salir resulta un problema. No faltan los ladrones, tampoco las pandillas, y le va mal a quien no reconocen como vecino.

Al frente había una casona de dos niveles. Entré y todas las sillas de la sala de recepción estaban ocupadas, algunos pacientes tosían, otros se recogían en sí mismos, tenían la cabeza entre las piernas, producto del dolor o el cansancio. Un hombre descamisado tenía la mano cubierta por una camiseta sucia de sangre y le dictaba sus datos a un enfermero que anotaba en un formulario.

Me acerqué a la ventanilla. Frente a ella había una fila de personas que me

miraron con desconfianza ¿Otro avivato buscando saltarse el turno? Pedí disculpas, dije que solo haría una pregunta, y le comenté a la muchacha tras el vidrio que buscaba a Tiziana Banquez, la médica de turno, con quien había quedado para encontrarme a esa hora.

La recepcionista suspiró. Después de pedirle permiso a cada centímetro de su cuerpo, se levantó con desgano. En la fila se multiplicó el disgusto. Con unos papeles en la mano, la chica desapareció tras una puerta. Un par de minutos después salió con una mujer que le seguía los pasos, vestida con una bata blanca y jeans, venía arreglándose el pelo, y cuando cruzó la puerta de vidrio me miró: —¿Usted es Santiago?

—Así es, gracias por recibirme —le respondí, mientras intentaba seguir las zancadas largas de la mujer que ahora se dirigía hasta la puerta de salida. Ella intentaba recoger en un moño la selva de su pelo. Hablaba consigo misma, mirando el bolso que llevaba colgado del hombro, preguntándose si estaba dejando algo olvidado y tocándose los bolsillos del jean que llevaba. Ante la puerta se detuvo, hizo un ademán con la mano y me dijo al oído —por favor, salga y consiga un taxi, yo estaré atenta para subirme.

Bastante perplejo por el aire misterioso de la petición, seguí sus instrucciones y, cuando el taxi estuvo detenido frente al lugar, entonces la busqué y nos montamos al vehículo. Vamos al centro, dijo ella, y me pareció atractiva la seguridad con que andaba por el mundo esa mujer, el aire de suficiencia que emanaba su presencia.

—Hola de nuevo —le dije y extendí la mano—, ¿puedo preguntar qué fue todo eso?

—Gajes del oficio —respondió, dándome la mano, sin vacilaciones—. Hace

quince días llevaron un pandillero herido al centro médico, murió cuando intentamos revivirlo. Desde entonces la pandilla a la que pertenecía nos echó la culpa por su muerte y me amenazaron. Aquel día la policía llegó para evitar que incendiaran el lugar. Aunque no he sabido más nada sobre las amenazas, prefiero no tomar riesgos.

—¿Y sigue viniendo a trabajar, a pesar de eso?

—Ya pedí traslado a otro lugar, una verdadera lástima, porque venía trabajando varias campañas de salud con gente de la zona, sobre todo para niños con problemas de alimentación y, como van las cosas, tendré que abandonar todo eso. ¡País de mierda!

Me tomé un breve instante, miré por la ventana y le dije buscando calmar los ánimos:

—Entonces soy algo así como su ángel de la guarda.

Apenas las palabras salieron de mi boca, me arrepentí de haberlas dicho, porque me pareció una ligereza y tragué saliva.

—No necesito ningún ángel guardián, de todos modos, le agradezco que haya venido. Ahora cuénteme todo de nuevo, para qué quiere hablar conmigo, no recuerdo bien lo que me dijo por teléfono, estaba en medio de algo y eran muchos detalles.

Mientras se hacía de noche, el taxista avanzaba rápidamente por la avenida, como un murciélago salido de lo profundo del infierno, con ganas de dejar atrás eso muy pronto. Le conté el motivo que me había llevado hasta ella, repetí lo mismo que venía diciendo: que estaba escribiendo una crónica sobre la filmación de la película Quemada, por eso estaba recogiendo testimonios y tratando de armar con eso una historia, luego hablé sobre su padre, el médico. Para cuando llegamos a ese punto, ya estábamos pasando frente al viejo playón de Chambacú y a punto de entrar a la ciudad de las murallas.

—De verdad, no sé cómo podría ayudarle, mi padre murió hace pocos años, soy la última de sus tres hijos y la única que se quedó aquí, todos mis hermanos salieron huyendo de la ciudad. Siempre fue alguien muy activo, no solo estaba metido en temas de su profesión, era muy popular entre sus amigos, era empresario deportivo y hasta participó en política durante algunos años, pero se retiró decepcionado de la corrupción infinita que existe aquí, y no volvió a interesarle nada que tuviera que ver con eso. ¿Qué necesita realmente?

—¿Usted vive en el centro?

—En el edificio Ganem, al lado de la universidad.

—Por favor, deje que la acompañe y mientras tanto le daré más detalles.

Miré sus ojos, no sé por qué, tal vez buscando complicidad, luego observé al taxista y después volví a mirarla. Un instante después, el silencio de ella pareció una aceptación. Cuando llegamos a la fachada del edificio, me apresuré a pagarle al taxista. Ambos quedamos en medio de la acera. Le pedí perdón por no darle pormenores en el taxi, en realidad quería ser prudente con respeto a ciertas cosas y prefería que no escuchara el conductor.

—¡Qué cosa con usted, hombre, ya déjese de misterios y diga lo que tenga que decir!

No tuve más remedio que resumirle todo con rapidez:

—Su padre, cuando estaba en su primer año de práctica en medicina, hizo el levantamiento del cadáver de una cantante muy popular por allá en 1968. Me preguntaba si él tenía algún tipo de archivo personal. Tal vez usted lo haya escuchado alguna vez comentar algo sobre eso, quizá su madre tuvo conocimiento y pueda recordar algo, eso me ayudaría un poco para saber más del asunto.

—Mi madre no vive conmigo, está en otra ciudad, así que dudo que ella pueda ser de utilidad. Además, me parece muy extraño todo esto, al principio me dijo que era una crónica sobre la historia de una película y ahora me habla del levantamiento de un cadáver.

—Ya le dije, no quise comentarle nada antes porque no me pareció apropiado. Yo mismo puedo confesarle que también estoy intrigado con el tema. Aunque pudiera darle la espalda a ese asunto, siento que no puedo hacerlo. Nadie más tocó su caso, aparentemente se suicidó, pero que yo sepa la investigación no continuó. Fue como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para olvidarse de ella y de lo que le pasó. Creo que es mi deber averiguar un poco más sobre la muerte de esa mujer.

—No debiera hacer esto, pero todavía es temprano, no tengo nada mejor que hacer salvo alimentar a mi gata. Es la primera vez que nos vemos, pero estuve buscando en el computador y aparecen un par de artículos suyos, al parecer usted

es quien dice ser. Venga conmigo —dijo y entramos al edificio—. Además, creo que tengo algo que podría servirle en lo que está buscando y así me libro de usted de una vez por todas.

Subimos al ascensor y ella siguió hablando.

—Hay un par de cajas, con carpetas y papeles viejos de mi papá, que tengo conmigo y que ni siquiera sé por qué los conservo todavía. Quién sabe, mi padre era muy cuidadoso con sus cosas, no heredé su capacidad de organización, el estado de mi pelo es una prueba de eso.

Salimos del ascensor, caminamos medio pasillo y entonces ella se detuvo.

—Si no quiere ver el desorden cierre los ojos —dijo mientras abría la puerta— pero ya sabe que no lo esperaba.

Desde algún rincón surgió un maullido, la mujer se dirigió hasta allá y se agachó para saludar a su gata y darle besos. Se regresó, quitó unos periódicos y revistas de un sofá, y dijo que me sentara.

Se descolgó el bolso y lo guindó de un perchero, se metió por una puerta y se oyó el rumor del agua en el lavamanos, salió secándose la cara con una pequeña toalla. Abrió una ventana en la sala, por la que entró un viento de mar que refrescó el ambiente, y luego encendió un cigarrillo.

—¿Quiere tomar algo mientras veo dónde están esos archivos? —me preguntó

con la nevera abierta—. Le ofrezco cerveza y también cerveza.

—Gracias, le acepto la cerveza —le respondí y por fin amagó una sonrisa.

Cuando me la entregó pude verla bajo una luz nueva, menos caótica. Ahora era como una música lenta, tal vez porque estaba en su espacio natural, un apartamento que parecía de soltera, con algunos símbolos de hippismo, pero también cuadros y decoraciones que hacían parte de un mundo personal. Eso me pareció interesante, un mun-do de pocas paredes, en el cual sobrevivían artilugios de una memoria particular, entre ellos unos retratos que reposaban sobre el bafle de un viejo equipo de sonido.

—Qué bonitas fotos antiguas, ¿alguno de ellos es su padre?

—Ese de bigote en la esquina es él. Yo todavía no había nacido cuando la tomaron. Fue por él que heredé el gusto por hacer altares, estuvo en México, estudiando una maestría, y de allá trajo la costumbre de tener siempre un altar para sus muertos queridos en una esquina de la sala, y bueno allí están todos, él mismo hace ya parte de ese altar.

—Qué interesante, es como un museo, cada foto tiene una historia y solo algunos saben lo que hay detrás de ellas.

—¡Bingo! Tenemos un romántico, así es, con algo hay que llenar el vacío que dejan los muertos —dijo con el tono de un leñador antes de clavar el hacha en un piano, se quedó en silencio un instante y se tomó un largo trago de cerveza, como si quisiera tragar algo que de pronto hubiera llegado hasta su garganta, desde alguna parte, y que necesitara pasar con urgencia.

Se fue de nuevo hasta la nevera, abrió otra botella, tomó otro trago y se puso a mirar los anaqueles de una biblioteca que ocupaba una pared completa de la sala. Había pequeños adornos, pisapapeles y recordatorios de viajes. De pronto empezó a revisar y sacar libros, tras los cuales había más, también carpetas, agendas de años viejos, sobres y papeles sueltos.

—Si necesita ayuda, me avisa —dijo Santiago—. Debe estar cansada después de un día de trabajo.

—No se preocupe, hay que cambiar la rutina de vez en cuando, para que la vida no le pase a uno por encima. Si usted no estuviera aquí, me hubiera bañado, me habría comido cualquier cosa y me habría dormido viendo televisión, así que no me molesta de ningún modo, más bien hace la diferencia. ¿Qué es lo que realmente anda buscando?

Santiago decidió guardarse algunos detalles, para no perturbar la tranquilidad de la mujer, y no despertar su temor frente a los hechos recientes, así que repitió lo que ya le había dicho: que alguien lo había contratado para que escribiera una crónica sobre la película Quemada, pero que se había encontrado con la curiosidad de que una de las personas vinculadas a la filmación había sido una cantante muy popular que fue encontrada muerta, y que el padre de ella había sido el encargado de hacer la certificación de defunción de ella.

—¿Y qué piensa encontrar?

—No sé. Como le dije, se me despertó la curiosidad y quisiera saber más sobre las circunstancias de su muerte. Me estoy apartando un poco del tema de mi trabajo y puede parecer morboso, pero es que el asunto no deja de ser

interesante.

—La curiosidad mató al gato, yo tengo una gata y sé algunas cosas sobre eso. Mire, en esta caja están varios papeles personales de mi padre, bastante viejos por lo que se ve, aquí está su diploma de medicina, certificados de notas de la universidad, constancias de trabajo y otras cosas más de su época de político y empresario. Tome, aquí le dejo para que se entretenga — dijo, y puso la caja a mi lado—. Mientras tanto, yo voy para la cocina y prepararé algo rápido.

—No se moleste, en serio, me da vergüenza que se ponga en eso.

—¿Eres vegetariano? Ya no se sabe nada de la gente, tarde o temprano preguntaremos: ¿Eres terrícola o alienígena?

¿En qué momento pasó de llamarme usted a otra cosa? Sentí una inesperada complacencia.

—No, tranquila, soy tan carnívoro que a veces sueño que soy caníbal, hay cosas contra las que no puedes hacer nada.

—Ya te dije que no pasa nada, en serio, me aburre cocinar para mí misma. Cuando quieras más cerveza ya sabes dónde están.

Sentí una reacción repentina, ¿o era la acumulación de pequeñas cosas inadvertidas? En todo caso no pude evitar mirarle el culo mientras se dirigía a la cocina y tuve que pasarme la mano por la cabeza, alborotarme el pelo, como una

reacción física inútil para intentar borrar sensaciones.

No era delgada, tampoco gruesa, más bien parecía que varias mujeres habitaban en ella, porque las pocas veces que había sonreído revelaban una joven desprevenida y alegre. Sin embargo, en otros momentos, como cuando había comentado las fotos en la sala, un espíritu de nostalgia había atravesado su cara, dando paso luego a una expresión fuerte.

Desde la cocina ella me miró y de inmediato bajé los ojos hacia los papeles. Había del hombre una cédula de ciudadanía, un permiso de conducir, varios carnets de trabajo y tarjetas de presentación profesional. Varios papeles sobre hospitales, ministerios, universidades y otros despachos más, los restos de una vida bastante burocrática que un día cualquiera se apagó y también apareció de pronto la hoja entera de un periódico con una entrevista a Kid Pambelé, el gran boxeador, que lo entretuvo un buen rato, has-ta que ella lo llamó a la mesa.

Mientras comimos sánduches, que acompañamos con una botella de vino, descubrimos que teníamos conocidos comunes. Celebré la decoración de su apartamento, que se parecía mucho a la que yo hubiera deseado tener, si no viviera en un pequeño apartamento cerca del Castillo de San Felipe, que parecía una cápsula espacial para solo dormir y despertarse.

Cuando terminamos de comer, ayudé a llevar su plato y las servilletas. Ella los dejó en el lavaplatos, salimos a la sala, llenó la copa de ambos y se fue hasta un equipo de sonido donde empezó a sonar Bob Marley. Había colgada una litografía de una calle de París, ella dijo que había vivido tres años allá y era lo único que se había traído de regreso, porque era la calle donde había muerto un novio que había tenido. Tal vez era el calor, la cuestión es que sus ojos se enrojecieron. Si era una emoción, la espantó acercándose al equipo y poniendo algo que pareció un son de Portabales.

Y entonces me concentré en una bella fotografía en blanco y negro colgada sobre el aparato de sonido, que era de un artista local, Xicaló Pinaud, a quien ambos conocíamos, y en la que aparecía la esquina del edificio Puerta del Sol, en Getsemaní, donde había dos barcitos que descubrimos que frecuentábamos ambos, Quiebrancanto y la Caponera.

Qué extraño, yo voy mucho a esos lugares, casi siempre con amigos, y como no sé bailar pues me pongo a bailar solo, en un rincón cualquiera para no llamar la atención, pero no falta quien me saque a bailar y me exponga al ridículo. El problema es que tengo dos pies izquierdos y esa es una de mis mayores vergüenzas.

Gracias a la ventana abierta, no sentía el calor. Sin embargo, una sensación febril me había asaltado, quizá a ella también, porque estábamos riéndonos por cualquier cosa, entonces sonó una canción que reconocí. No sé bailar, dije, pero compenso eso intentando saber todo lo que hay detrás de una canción, por ejemplo, esa que suena es Ansias de amar del álbum La voz sensual de Cheo Feliciano; la grabó en 1972.

Sin decir nada, ella puso las copas de ambos sobre la mesa, me tomó de las manos y empezó a enseñarme pasos de baile, primero rápidos y sueltos. Comenzó a sonar un tema de la cubana Fredesvinda García Valdés, más conocida como Freddy y eso hizo que nos acercáramos más.

Esa mujer, a través de la música y sus movimientos, pareció montarme en una nube. Todo empezó a fluir sin tropiezos, hasta que no pude controlar la respuesta natural de mi cuerpo. Ya para entonces estaba al borde de su boca, sin conciencia de cómo ni cuándo empezamos a comernos a besos, en el sofá, camino al cuarto, en la cama, y hasta en los sueños; porque después de todo el juego y el amor nos quedamos dormidos.

Abandoné la cama en algún momento de la madrugada, la miré dormida ajena al nerviosismo que yo sentía, porque hacía mucho tiempo que no me pasaba algo así, tan repentino y fuera de todo presentimiento. Hasta tuve el deseo de extender mi mano y sobarle la cabeza, como se hace con un gato dormido, en un impulso que no entendía del todo, pero me contuve y empuñé la mano.

Me fui al baño somnoliento y salí con la cara mojada y la atención despierta. Cerré la puerta con sumo cuidado, abrí la nevera y me tomé un vaso de agua. Vi la pequeña montaña de carpetas y papeles, me senté al lado y seguí revisando.

En medio de toda esa hojarasca, un sobre amarillo con recortes de prensa, la mayoría sobre equipos de béisbol y peleas de boxeo, y entre ellos, de pronto, reconocí la misma noticia que ya había visto antes, el recorte doblado con fecha de 1968, el mismo artículo sobre la muerte de Evangelina Saumeth, y junto a ella un papel blanco con algunos pliegues amarillos en sus dobleces, con un membrete que decía Hospital Santa Clara-Departamento de Medicina Legal.

Tuve que leer cuatro veces el informe, volviendo a unas líneas más que a otras, para tener certeza de lo que estaba leyendo y lo que eso significaba, deteniéndome en aspectos que no dejaban lugar a dudas sobre los hechos.

“Los exámenes de necropsia determinan que la muerte de la ciudadana fue producto de politraumatismos en la cabeza, ejercidos por un elemento contundente, lo que exige más exámenes para determinar las características de dicho objeto y el número exacto de golpes recibidos”.

Sin duda alguna, Evangelina Saumeth había sido asesinada y, sin embargo, eso no me producía tanto temor como el hecho cierto de que ese papel había estado oculto por casi medio siglo, sin la posibilidad de que alguien hiciera algo con la información que contenía. Ahora esa certeza, que fue asesinada, abría nuevas

preguntas, más inquietantes. ¿Quién la había matado?, ¿por qué lo había hecho?, y ¿por qué ese documento había durado tanto tiempo escondido sin ver la luz del sol? Al principio, me había parecido una buena idea escribir esa crónica, pero ahora no me parecía para nada atractivo, porque uno sabe cómo empiezan estas cosas, pero nunca se tiene la certeza de cómo acaban.

LA MEMORIA ES UNA COSA CURIOSA, SE DICE HAROLDO BANQUEZ

No sé dónde leí que en las películas antiguas los camarógrafos les echaban vaselina a los lentes para suavizar los rostros de los actores, borrando defectos, cicatrices, y arrugas, volviéndolos angelicales a los ojos de los espectadores, al igual que los escenarios, que se parecían a los lugares donde ocurren los sueños.

Y eso fue lo que sentí cuando vi el cuerpo de ella, tirado en la orilla, con las olas jugando en sus pies, coronada por algas y flores marinas enredadas en el pelo, maltratada por la vida, como recién desembarcada de un sueño diferente a la muerte.

Nunca me he sentido dotado de algún don especial, algún talento clarividente, de esos que tienen algunos, y que permiten percibir —más allá de lo evidente— experiencias prodigiosas, que colindan con lo sobrenatural, cosas más allá de lo que los otros pueden sentir, y que no tienen explicación.

Apenas llevaba siete de los once meses correspondientes al servicio social que tenía que realizar, para poder graduarme como médico, sin embargo, ya habían pasado por mis manos tantos heridos, accidentes y muertos, que la misma muerte ya se me había vuelto una experiencia diaria que no me causaba ninguna alteración.

Sin embargo, lo que vi hace tantos años, aquella mañana de 1968, cuando llegué a las playas de la laguna de San Lázaro para el levantamiento de un cuerpo, superó todas las cosas comprensibles y explicables. No tanto por lo inesperado, ya que, afortunadamente, cada día de servicio traía su novedad, así fuera una pequeña variante en esa rutina, sino porque muchos años después la impresión

sigue viva en mí.

¿Cómo había llegado a ese estado? ¿Prostitución, drogas, malas compañías, negocios turbios? Pero sobre todas esas conjeturas y la realidad misma de su muerte, lo realmente curioso era que la difunta inspiraba piedad y el deseo de dejarse tomar de su mano para que lo llevara a uno a cualquier lugar a donde ella se dirigiese.

Uno de los pescadores, con voz muy ronca, se quitó el cigarrillo de la boca. Dijo que sabía quién era. Evangelina Saumeth, una cantante que conocía del periódico y había escuchado cantar en la radio, que le hubiera gustado verla en alguno de sus conciertos, pero nunca pudo hacerlo porque eran en lugares muy lujosos, que no estaban hechos para gente como él, así que mejor esperaba a que pusieran sus canciones en las emisoras para poder disfrutar de su voz.

La memoria es una cosa curiosa. Yo no podía explicarme la sensación de tristeza por alguien a quien no había visto nunca en la vida, y cuyo recuerdo luego me llegaba en sueños a chuparme la sangre. Su recuerdo se me atravesó durante meses bajo los párpados, en aquellas noches largas en las que encendía el televisor, prendía algún porro para intentar conciliar el sueño, o mejor salía a caminar por el viejo centro de la ciudad, en donde me encontraba con celadores, putas y locos para hablar de cualquier cosa, esperando la luz azul del día para recobrar la normalidad.

Solo con el paso del tiempo se me fue perdiendo su recuerdo, así como la vida lo salva a uno de la misma muerte. Me gradué varios meses después de esa experiencia. Me enamoré. Tengo hijos. También amigos y pasatiempos. La vida alcanza para lo que alcanza. Pero de vez en cuando, cuando organizo mis papeles, encuentro el acta de levantamiento del cuerpo que realicé aquel día, también algunos recortes y páginas de los diarios, relacionadas con su muerte, y la libreta de notas en la que tomé los apuntes.

No es como si ella hubiera desaparecido, no, en realidad es como si su propia existencia pudiera ponerse en duda, porque nadie volvió a recordarla. Hasta yo, cuando miro esos papeles donde se menciona su nombre, los guardo de nuevo como si me quemaran los dedos, con miedo a que su recuerdo, como un fantasma, regrese con la fuerza de antes. Nunca he tenido el valor de tirarlos a la basura. Sería como matarla otra vez.

ESE MIEDO AZUL BAJO LA LUNA

Podía marcharse de la ciudad en cualquier momento, porque en realidad no existía ningún impedimento legal que lo evitara. Pero, a pesar de que su conciencia estuviera limpia frente a todos los hechos extraños que habían ocurrido en las últimas semanas, Tomassi no quería dejar solos a Bitar y Santiago haciendo frente a la situación. Sobre todo aguantando las presiones de ese detective, Sabalza, y los temores naturales que infundía la muerte de Mariela Escalante.

Tenía que haber una explicación para todo lo que estaba ocurriendo, que por supuesto no los comprometía, porque no había ninguna razón para creer que ellos tuvieran que ver con la muerte de esa mujer. Algo ajeno a todos ellos tenía que explicar el porqué de su asesinato. Mientras tanto, los días pasaban y su estancia en Cartagena, que había pensado apenas para un par de semanas, se hacía más duradera que todo pronóstico.

Y también estaba por supuesto Karina, esa presencia nueva en su vida que había venido a trastornarlo todo con su juventud y belleza. Con ella había compartido ya suficientes cosas para sentir y pensar que ella estaba con él por algo más que dinero o cualquier beneficio que pudiera conseguir con esa relación. Había nacido la confianza, pero también una amistad y una complicidad que a él le devolvía cosas perdidas desde hacía mucho y que le alegraba haber recuperado a través de ella.

Por eso, después de meditarlo, decidió abandonar el hotel en donde estaba alojado en el centro de la ciudad, y trasladarse a un pequeño apartamento en un edificio del barrio Laguito, muy cerca de la playa, que había conseguido por recomendación del hotel, y que le pareció apropiado para los dos, aunque tuviera una sola habitación, pero con una sala espaciosa y un balcón con una vista que

no alcanzaba el mar, pero sí toda la vitalidad de la gente rumbo a la playa.

Salieron a pasear al final de una tarde por el Castillo de San Felipe, entonces él le contó sobre su mudanza al Laguito. Ella le preguntó por qué había hecho eso y entonces Tomassi le explicó sus razones. Sobre todo le dijo que se había mudado para que los dos estuvieran en un espacio más cómodo el tiempo que compartieran juntos, así que ella podía mudarse para allá cuando quisiera, por lo menos las cosas que le parecieran necesarias, así él también podía cocinar para ella algunos de sus platos.

Karina sonrió, le dio un beso y las gracias por pensar en ambos. Tomassi recibió la respuesta que había esperado. Ese mismo día, con la ayuda de él, ella se mudó con una maleta grande, una caja de libros y un par de bolsas con enseres, que fue todo lo que llevó consigo. Eso no significaba que abandonaba su apartamento, le dijo a su compañera de piso, solo era por una temporada, algo provisional hasta que se resolvieran algunas cosas.

Esa misma noche, después de que ella quedó instalada, Tomassi improvisó unas pastas y cenaron con vino, mientras él contaba todo lo que había visto en sus andanzas por la calle, los cuentos que había escuchado de la gente en las esquinas y zaguanes, y luego en el sofá le mostró las fotos que había logrado tomar, la mayoría a rostros y ambientes en los que parecía rencontrar el alma de la ciudad.

Se fueron a la cama. Allí Karina le preguntó en qué iba la investigación sobre la muerte de esa señora, pero él solo dijo que no había surgido nada nuevo. Sin embargo, le habían pedido que no abandonara la ciudad, para dar tiempo a que las investigaciones arrojaran algo, y se rehusó a seguir hablando del tema.

—Es decir que la razón para quedarte en la ciudad es esa, no existe otra más, y

yo de ingenua pensando que te quedabas por mí.

—Te equivocas, muchacha, tú no eres una razón para que me quede, en realidad tú eres el mejor motivo para que no me vaya de aquí, que no es lo mismo, pero tampoco es igual.

Karina no pudo evitar reírse, y preguntó el porqué de todo eso.

—Porque presiento que si me voy de aquí, no encontraré allá lo que ahora tengo a tu lado, y eso es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.

—Suenas como un enamorado, viejo, no me digas que estás enamorado. Ten cuidado, yo no creo en el amor a estas alturas de mi vida. Tengo veintinueve años en los que ya he vivido de todo, y tengo muchas dudas sobre lo que significa eso.

—¿Entonces tendré que esperar a que tú tengas los sesenta y cuatro años que yo tengo, para que comprendas lo que estoy tratando de decirte, y de pronto vuelvas a creer en cosas como esta que nos está pasando, y entonces te des el permiso de ser feliz?

Ella bajó los ojos mientras jugaba a limpiarse las uñas, después se le quedó mirando y luego extendió los brazos. Se abrazaron y ambos cerraron los ojos como si estuvieran pidiendo un deseo para sí mismos, ella como si fuera un abrazo diferente a todos los demás, él como si agradeciera tener a quien abrazar de esa manera después de tanto tiempo.

Esa noche hicieron el amor con ternura y frenesí. Una noche fresca, contraria al día calcinante de siempre, tanto que no tuvieron que encender el aire acondicionado. Ambos durmieron como dos animales satisfechos, en paz con todo el mundo, y también con ellos mismos. Ya en la madrugada del día siguiente, Tomassi salió al balcón, la luna con su fulgor todavía estaba afuera, vio en la noche los primeros azules de la madrugada sobre un mundo todavía en las sombras.

Así de bella puede ser la vida todavía, dijo para sí, incluso a mi edad, cuando ya no se esperan noticias del paraíso. Y sin embargo, a pesar de todo lo vivido la noche anterior, que lo hacía sentir tan vital, Tomassi sintió algo misterioso, pensó que era el temor natural de estarse metiendo en algo nuevo que comprometiera sus sentimientos.

Sentía alegría, por supuesto, pero también un miedo que no podía explicar, un escalofrío que interpretó como una reacción a los vientos fríos de la madrugada. Se alejó del balcón, le dio la espalda a ese azul del Caribe que no se parece a ningún otro azul en este mundo y llegó hasta la cocina para hacer su primer café del día. Quería sentir otra cosa, sentirse diferente a ese estremecimiento inexplicable, borrar esa impresión, hacer desaparecer esa sensación que parecía la premonición de algo por ocurrir, inminente y extraño.

DEL DIARIO DE LA QUE HABLA DORMIDA

Tengo colgada en el pecho la virgencita que tiene el corazón atravesado por dos dagas de plata; bajo la medalla está mi corazón, también atravesado, mientras sangro por los ojos y mis manos se juntan para no dejarse caer.

Aquí está, la tengo colgada, la tengo colgada, no me dejes caer, virgencita, mira que sin ti somos nadie. Acepté a Dios en mi vida para estar cerca de ti, amor de mi vida, mira cómo me sangran los ojos de mirarte.

Yo no soy la que buscas, amor, pero tú siempre serás el que nunca dejaré de buscar porque este amor que nada pide y todo lo espera es la mejor prueba de Dios que tengo y la única que necesito. En los santos no creo, y además ya los debo tener cansados de tanto rogar.

No es amor esto, tiene que haber otro nombre, junto mis manos en acto de contrición ante la nada, que solo eres capaz de llenar tú. A tu lado ando en el aire. El pedacito de a de mi boca a la tuya, luego otra vez a la mía, más dulce todavía, gracias a tu saliva.

¿En qué momento no volvimos a bailar juntos?, ¿por qué te cansaste de perseguir y cazar mariposas entre los arbustos silvestres que crecían en las murallas?, ¿cuándo dejaste de caminar con mis pasos y tus pies se bajaron de mis pies?

Qué dolor soñar contigo y despertar sola con la almohada a mi lado.

ENTRE LOS CAZADORES HAY UN RITO

Habían pasado algunos días desde la última vez que nos vimos. Con Tomassi y Bitar hablaba por teléfono de vez en cuando, casi siempre porque ellos me llamaban, o porque yo tenía alguna pregunta puntual sobre algo relacionado con la crónica. No llamaba mucho a Tomassi, porque no quería ser imprudente; sabía de la luna de miel que estaba viviendo con Karina, a quien no conocía, pero que Bitar describía como una mulata hermosa que parecía llevar dentro la música de todos los tambores del mundo. Así que lo mejor era eso, no interrumpir, y mejor esperar a que él se pusiera en o con nosotros para cualquier cosa.

Yo seguía metido de cabeza en la investigación, tuve a pocas cosas sobre Quemada que no hubiera ya leído o escuchado, salvo una entrevista con el diseñador Piero Gherardi, que había trabajado como director de vestuario y que llegó a Cartagena después de trabajar con Federico Fellini en Ocho y medio y Julieta de los espíritus. Dijo Gherardi que tuvo que investigar durante casi todo un año los estilos de los vestidos de la época de Quemada a partir de las obras de pintores ingenuos americanos del siglo XVIII, cuadros de Ingres y Goya y la vasta bibliografía del Albert And Victoria Museum de Londres.

Más de dos mil diseños de vestidos se utilizaron en el filme, incluidos los uniformes de los ejércitos reales de España e Inglaterra, los de la burguesía colonial y los ropajes de los esclavos africanos. Brando empleó diez vestidos diferentes con medidas que le fueron suministradas de varias partes del mundo: de los estudios de la Universal en Hollywood y de los talleres de Pierre Cardin en París y de Bermann en Londres.

Una tonalidad pajiza, con variaciones de ocre marrón y negro fueron predominantes en la película, en donde solo los vestuarios de los esclavos utilizan los colores más violentos, lavados en agua de mar para que parecieran

viejos. Los extensos guardarropas de la película estaban almacenados en los cuarteles de la compañía que había instalado en el viejo Colegio Salesiano de la ciudad, el San Pedro Claver, donde reposaban oxidados centenares de auténticos cañones de bronces, coches de gran estilo, trajes ceremoniales del Vudú y enormes tocados de plumas, además de centenares de fusiles, monturas y arneses de caballería, y toda la indescriptible utilería doméstica de la vida en las colonias de España.

Volví al archivo de la biblioteca Bartolomé Calvo, vi muchas fotos de las cosas que Bitar me había comentado y que no creía que existían. Bitar era eso, un echador de cuentos, y a veces tienes que echar mentiras para que el público siga prestando atención. Así descubrí una foto de Rita Hayworth y Roman Polanski en cuerpo y alma, bailando en una fiesta de una edición del Festival de Cine de Cartagena, en otra Jack Nicholson con gafas oscuras caminando las calles de la ciudad, también Fassbinder, el director alemán, de quien el periodista Libardo Muñoz comentó: “Fassbinder se mantenía siempre distante de los tumultos, en ese momento no sabíamos quién era ese tipo de bluyín desteñido, en plan de examinar la arquitectura colonial como un turista más”. Un gran amigo, el periodista Julio Roca Baena, describió a Fassbinder así: “Hubiera podido pasar por el cocinero chino de un barco de contrabandistas”. También vi fotos de Bernardo Bertolucci, el de El último tango en París, cuando llegó al aeropuerto de Cartagena, y muchas imágenes más.

Mantenía informado a Tomassi sobre el estado de la investigación y el avance de la crónica, la relación de los hallazgos, las conjeturas y especulaciones sobre lo que me venía encontrando, y sobre todo aquellas cosas que pudieran revelar algo sobre la muerte de Mariela Escalante y Evangelina Saumeth, porque de algo ya estaba seguro, y era que esas dos muertes no podían ser accidentales, tenía que existir una conexión en algún lado pero eran tantos los detalles, tantas las cosas que me topaba, y la cuestión de que había pasado casi medio siglo de todo, que realmente veía difícil llegar a una conclusión con pruebas en mano, estaba perdido y no podía mentirme al respecto.

Una noche de viernes, después de una semana sin vernos, nos encontramos todos en el apartamento de Tomassi y Karina, quienes habían empezado a vivir en un edificio del barrio Laguito. Nos invitaron para que conociéramos formalmente a Karina, quien nos recibió con una sonrisa que ya quisiera ver uno después de muerto, para que despedirse del mundo no sea tan doloroso.

Me acuerdo que los vimos muy cariñosos, se entendían muy bien y todos echamos cuentos toda la noche, mientras Bitar y Tomassi buscaban en un computador la música que tocaban en las serenatas de sus tiempos juveniles. Ponían a Benny Moré, temas de la Sonora Matancera, Daniel Santos y muchos más.

Ambos cocinaron pescados fritos para nosotros. Habían encontrado en la cocina otro patio de juegos diferente a la cama. Nos cocinaron un róbalo con sal, pimienta y ajo. Vimos cómo los fritaban en el sartén con el aceite y cómo con mantequilla caliente los sellaban por un lado y por el otro. Mientras hacían la salsa de compañía, agregaban cebolla, tomate, más ajo, pimentón, perejil, pimienta de olor, sal, pimienta, un poco de mostaza y soja. Le echaron vino y dejaron que algo del alcohol se evaporara.

Cuando ya se evaporó el alcohol del vino, añadieron la leche y echaron todos los mariscos para que se cocinaran un poco. Añadieron crema de leche y queso parmesano, dejaron que todo cogiera gusto, pusieron los róbalos para que se terminaran de cocinar unos cinco minutos, y abracadabra, estaban listos para servir con salsa por encima y un poco de perejil picado.

Cuando terminamos de cenar, a Tomassi se le ocurrió que fuéramos a bailar en algún lado. Mencionó Quiebracanto, el bar salsero al final del Camellón, en los bajos de la Puerta del Sol.

—Me encanta ese lugar —respondió Bitar—, tiene buena música, pero yo prefiero lugares donde no crean que soy turista y gano en dólares. Mejor vamos a donde se pueda bailar y tomamos cervecita sin que nos rompan el bolsillo.

—No te preocupes —dijo Tomassi, poniéndole la mano en el hombro—, otro día me invitas a cualquier otro sitio, esta vez vamos a Quiebracanto, hoy yo invito.

Se me ocurrió llamar a Tiziana, la médica, a ver si quería unírsenos, pero me dijo que estaba de turno toda la noche, alguien tiene que cerrar las heridas de balas que hacen los muchachos malos de las películas, me dijo, ya quedaremos para bailar otro día.

Salimos entonces. Una esquina más allá, vi un par de muchachos con gorras, montados en una moto aparcada, que nos miraban entre la gente, tal vez nos confundían con alguien. Sin embargo, me pareció curioso. No dije nada, todos la estábamos pasando tan bien, que no le di mayor importancia, ¿acaso era Sabalza?, ¿alguien que trabajaba con él? Aquella visita que me había hecho en el apartamento me había dejado muy preocupado; sus amenazas y el golpe que me dio, los tenía muy presentes. Mejor olvidar todo eso, me dije, justo cuando entré al taxi. Miré por el espejo retrovisor, seguían allí, observándonos, el auto empezó a circular, continué atento a sus movimientos, pero después de un par de giros no los volví a descubrir en la calle.

Me olvidé de ellos y decidimos llegar primero a Donde Fidel. A Karina y Tomassi les recordaba el día en que bailaron por primera vez, así que apenas llegamos los dos empezaron a calentar el cuerpo y la música era tan buena que nos puso a nosotros a buscar pareja. Yo duré un rato con una muchacha andina de cachetes colorados, mientras que Bitar se tropezó con una amiga que no lo quería soltar cuando decidimos marcharnos y llegar hasta Quiebracanto.

Allá seguimos acabando zapatos, bailando mil canciones, y si nos sentábamos era para tomar fuerzas. No sé por qué me acordé de lo que dice Saint-Exupéry en El Principito: “Entre los cazadores hay un rito. Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día laboral, todos los días se parecerían”.

Ver a Tomassi y Karina enamorados me puso nostálgico. Cualquiera que ve a otros montados en la nube del amor, inevitablemente recuerda los infortunios de su propio corazón. Me di cuenta de que llevaba mucho tiempo sin pensar en Alina, ¿Alina?, me había olvidado absolutamente de ella y allá en el olvido estaba mejor, ¿para qué invocar fantasmas, si ya no existe un lugar donde aparezcan?

Ahí estaba Tomassi, un viejo de más de sesenta años, viviendo sin vacilaciones. Toda una lección de cómo había que tomarse los asuntos terrestres, con esperanza en que todo puede salir bien, que la alegría puede ser posible, pero eso depende de uno mismo.

La música creaba, como siempre, un mundo en el que todas las posibilidades de esa alegría podían darse más allá del tiempo. Me fui al balcón del bar, empezó una llovizna leve, inesperada, entonces de pronto tengo siete años otra vez, un niño en cuya cabeza flota todavía el cabello rubio heredado de su madre, razón por la cual mis amigos negros me llamaban “Vasito de leche”.

Ella me toma de la mano y vamos hasta el mercado, donde quedaban algunos pocos vendedores dispersos, sobrevivientes de un incendio que no alcanzó a quemar sus costumbres. Allí, justo al frente, un edificio enorme que no llena el vacío que solo completa el recuerdo, una ausencia sobre el que pongo rostros, gente de un lado a otro, saliendo y entrando del mercado de Getsemaní, vendiendo y hablando cosas de todos los mundos.

Ahora tengo diez años. Me gano algunos pesos junto a mis amigos llevando botellas de whisky y cigarrillos de contrabando, desde los barcos de la bahía, escondidos en bolsas bajo plátanos y cocos, hasta los comercios de Getsemaní y otros barrios cercanos; y a pesar de ese mundo arrabalero, que parece prepararte para todo, era absolutamente vulnerable a muchas cosas.

Tomassi salió al balcón, sentí su mano en el hombro y chocamos nuestras cervezas.

—¿Y qué haces aquí, apartado como la mierda de los gatos?

—Tomándome un respiro, Tomassi, mira como estoy empapado de tanto bailar.

—Ha cambiado mucho el Camellón de Los Mártires. Antes estaba dividido por unas largas jardineras, había más árboles. Qué bueno que hayan conservado las bancas.

—Allí en esas bancas se han elegido alcaldes, gobernadores y hasta presidentes de la República. Muchos amores se encienden ahí todos los días, seguro que hasta se han preparado asesinatos. García Márquez también calentó esas bancas; dice en sus memorias que se sentaba en ellas para ver la luz malva del atardecer y a mamar gallo con sus amigos Rojas Herazo, Ibarra Merlano y seguramente con el maestro Clemente Manuel Zavala. Yo a veces me encuentro ahí con Rocky Valdez, el viejo campeón mundial de boxeo, nos tomamos un café callejero, y hasta un día nos metimos a cine.

—¡Vaya, cavaliere!, tú has vivido por diez, ser callejero tiene sus ventajas…

—También leer de todo y ver muchas películas, recuerda que muchas veces el cine es mejor que la vida.

—Así es —dijo Tomassi y volvimos a chocar las cervezas—: pero oye, todavía no te conozco una novia….

—No es fácil…

—Nunca es fácil, para ninguno lo es, aunque algunos finjan lo contrario. Con cuatro cervezas cualquiera se vuelve filósofo. Déjame decirte algo, la vida siempre está dando motivos para seguir adelante, pero no esperes esa edad — como la mía— en que la vida te quita más cosas de las que te da. Me arrepiento de no haberme venido antes, pero más vale tarde que nunca, algo es algo y peor es nada.

En ese momento llegó Karina, nos sacó a bailar y nos llevó hasta donde estaba Bitar, bailando un son con la punta de los pies, imitando a Benny Moré. Movía sus nalgas con los tobillos juntos, como las rumberas, que según se dice heredaron semejantes movimiento de las negras antillanas que solo podían bailar con las caderas porque tenían los pies inmóviles por los grilletes de la esclavitud.

Todos nos pusimos a bailar en rueda, como cosacos poseídos por el ritmo de las salsas, guarachas, descargas y merengues. Y así se fue pasando la noche, entre copa y copa, Karina haciendo gala de su extroversión cada vez mayor, Tomassi contenido y simpático, hablando de lo divino y lo humano, todos saltando de Ismael Rivera a Héctor Lavoe y luego a Celia Cruz. Una noche de esas que uno

quisiera que nunca se acabaran, que durara para siempre, sintiendo que volvía de alguna manera a vivir.

Al final, cuando bajamos todos hasta la calle, ya era menos noche y cada vez más de madrugada. Nos despedimos. Cuando marchaba rumbo a casa en un taxi empezó una llovizna delgada, pero intensa, bajé la ventanilla, cerré los ojos, sentía la brisa de la madrugada; era un chipi chipi, como cuando dicen que Dios, San Pedro, los ángeles y todos los santos empiezan a escupirnos.

Seguro muchos verían con desagrado esa lluvia, que podría echarles a perder la mañana del sábado, pero a mí me encantaba, porque recordaba todas esas películas con neblina basadas en novelas de Graham Greene. Entonces le dije al taxista que parara.

—¿Cómo? — preguntó, pero le respondí que no se preocupara.

Solo andando, permaneciendo en el camino, podía descubrir lo que me esperaba. Lo que no sabía es que aún existían sorpresas relacionadas con la muerte de Evangelina Saumeth. Mientras tanto, saqué la lengua y seguí caminando bajo la lluvia como en una vieja foto de James Dean.

UNA ENTREVISTA CON EL PASADO

No sé cómo Tiziana me convenció de hacerlo. Verdaderamente la vida no te da paracaídas ni cinturones de seguridad. Muchas veces estamos atrapados en una duda, sabiendo que tenemos que hacer algo, pero sin el valor de llevarlo a cabo, entonces buscamos a alguien que nos impulse a dar el paso, como si la existencia de otro que nos secunde o acompañe, nos hiciera sentir que vale la pena hacer eso que a primera vista parece una locura. La emoción de hacer algo que no debes hacer.

—Tengo que hablar con el viejo Cesáreo Reyes —le comenté a Tiziana.

Tenía que intentarlo por lo menos si quería llegar al fondo de todo esto. ¿Por qué el viejo Reyes se alteró cuando su hijo le dijo que yo había preguntado por Evangelina y su relación con él, hasta el punto de causarle el infarto que lo tenía en el hospital? La llamada de advertencia de su hijo me había transmitido la angustia del padre.

—Tiziana, ¿a veces tienes dudas sobre qué decisión tomar?

—Todos los días me pasa, sobre todo en las mañanas, cuando escojo la ropa para el día. ¿Qué pasa?

—Necesito hablar con alguien, está en un hospital, no sé en cuál, creo que está mal de salud. Me han prohibido que entre en o con él. Algo que es muy largo de explicar, son muchos detalles. Además, no creo que entiendas por qué necesito hablar con esa persona.

—¿Alguna vez tienes problemas que no pongan en peligro tu estado físico? Quien te ve con esa cara de seminarista y andas de aventura en aventura, como Indiana Jones. ¿Podrías vivir tranquilo si no conversas con esa persona?

—No.

—Entonces qué estamos esperando. A mí también me interesa saber por qué mi padre no compartió ese documento, el dictamen de Medicina Legal que me mostraste en donde se prueba el asesinato de esa cantante, Saumeth. Medio siglo de olvido no ayuda a que la verdad salga a flote, quién sabe si en esa oportunidad mi padre también fue amenazado para que no siguiera investigando. Tal vez bastó una mano que sacara ese documento de algún expediente para que empezara a olvidarse lo que había pasado, sobre todo teniendo en cuenta — como me dices—, que esa cantante no tenía hijos o familiares interesados en que se supiera la verdad. ¿Tienes el número de teléfono fijo de la casa de ese señor? En muchas casas todavía conservan esos teléfonos, a menudo responde la muchacha del servicio a quien se le puede sacar información.

—No.

—¿Cómo dijiste que se llama?

—Cesáreo Reyes.

—Con ese nombre tan pomposo será fácil. Se levantó, echó una mirada a su biblioteca y sacó un directorio telefónico. Sin esperar una reacción de mi parte,

tomó su teléfono y marcó al número que encontró en el directorio telefónico:

—¿Aló?

—Buenas tardes, llamo de la empresa prestadora de salud del señor Cesáreo Reyes, necesitamos confirmar una información para formalizar unos procedimientos médicos. Me recuerda, por favor, dónde está siendo atendido el señor Reyes.

—Al señor Cesáreo se lo llevaron a la Clínica del Caribe, pero todos esos temas los está manejando su hijo. Si quiere le doy su número teléfono para que hablen.

—Por supuesto, ok… Muchas gracias…. Ha sido usted muy amable —Y colgó.

Tiziana entró a la clínica como Pedro por su casa, yo la seguía a pocos pasos, según su recomendación. Saludó en los pasillos a un par de enfermeras, conversó unos minutos con un hombre de bata blanca, entró a una oficina donde duró algunos minutos y salió entre risas con unos papeles en la mano. Yo seguí tras ella hasta el ascensor y allí me entregó unos papeles en la mano y un bolígrafo.

—Te vas a hacer pasar por un trabajador social que está haciendo una encuesta sobre el perfil de los s de la clínica y el servicio que prestan en ella, el resto lo dejo a tu espíritu aventurero, Indiana.

Se abrió el ascensor: habitación 202.

—Trata de no durar mucho, yo estaré afuera pendiente a cualquier cosa. ¿Estás seguro de esto?

—Claro que no, pero si no lo hago, no tendré paz.

—Vamos, hombre, adelante, actúa, pon en práctica lo que has visto en todas esas películas, adelante Brandito…

Me agarró el cachete, me dejó en la puerta de la habitación y se sentó en una silla cercana.

El viejo tenía una máscara de oxígeno en el pecho, miraba por la ventana como sumido en sus pensamientos y se volteó a mirarme de inmediato cuando entré.

—Buenos días, ¿don Cesáreo Reyes?

—El mismo que viste y calza.

—Mi nombre es Alberto Martínez. Soy trabajador social del hospital, estoy haciendo algunas preguntas a los s de la clínica sobre el servicio que reciben y el perfil personal y familiar de cada uno de ustedes. ¿Cómo se encuentra en el día de hoy, cree que pueda responderme algunas preguntas?

—Mejor eso que nada. A ver si me distraigo de estos cables y aparatos. Ya llevo muchos días pidiendo una habitación con televisor, pero no ha sido posible y eso

que este servicio vale un ojo de la cara, eso puede ponerlo en su informe.

—¿Cuántos años tiene?

—Noventa y tres años.

—Lo felicito, se ve muy conservado, a primera vista parece de cincuenta.

—La procesión va por dentro.

—Aparte de la habitación con televisor, que otras observaciones tiene sobre el servicio del hospital, tal vez tenga alguna sugerencia, al servicio al cliente le ayudaría.

—Pediría más enfermeras bonitas. Todas las que han venido son feas, no sé qué hace una enfermera negra, fea y gorda atendiendo a enfermos. Se supone que debieran crear un ambiente más estimulante, ¿no le parece?

—Tendré en cuenta su observación. Aparte de eso, cómo se ha sentido con los médicos y el resto del personal, en cuanto al tratamiento que se le están aplicando.

—Todo muy bien. No puedo quejarme.

—¿Por qué fue ingresado, señor Reyes?

—Tuve un contratiempo, se me subió la presión arterial, y sufrí un infarto.

—Si quiere que no le vuelva a pasar, tiene que controlar sus emociones, eso también se aprende y su salud se beneficiará. Nosotros enseñamos técnicas para manejar el estrés emocional y el primer paso es aceptar que no todo es tan grave como parece. ¿Por qué se alteró tanto, qué fue eso tan grave que hizo que fuera recluido en la clínica?

—Me enteré de alguien que anda revolviendo cosas del pasado. No sé por qué la gente se mete en los asuntos ajenos, generando contrariedades, opinando de lo que no sabe nada.

—¿Me puede dar más detalles?

—Mi hijo me llegó con la noticia de que alguien está metiendo sus narices donde no le importa, sobre algo que pasó hace mil años. No quiero hablar de eso.

—Si me lo permite, al no confrontar la situación, usted está dándole poder a ese hecho para que afecte su estabilidad emocional, el que nada debe nada teme, acéptelo y así podrá pasar la página. Nosotros estudiamos psicología también para ayudarlos a ustedes a fortalecerse frente a esos problemas. ¿Por qué cree que en Argentina, por ejemplo, alguna gente tiene hasta dos psicólogos para que los apoyen a nivel personal? Porque es una necesidad. Todos somos humanos, tenemos debilidades, lo importante es que nuestra voluntad salga adelante.

—Una debilidad, así es, de eso se trató, un capricho amoroso, hace muchos años, creí que ya estaba completamente olvidado, pero no fue así. Aunque no lo crea yo también fui joven como usted.

—Tuvo que ser muy importante para que se afectara tanto y que su salud se viera comprometida.

—Así es, pero el tiempo lo cura todo, el olvido a veces es una cura, permite seguir adelante, hace mucho que no pensaba en eso.

— ¿La quiso mucho?

—Tal vez querer no sea la palabra, quizá nunca podré describir lo que sentí, yo tenía algunas amantes, eso es normal, usted sabe, ya le dije que fue hace mucho tiempo, era tan hermosa, tenía esa confianza en sí misma de la gente que ya perdió todo, van por ahí con ganas de ver el mundo arder. Si ellos no fueron felices, entonces el resto no lo será.

—¿Cómo se llamaba?

Se quedó en silencio, se pasó las manos por la cara, el silencio se extendió y solo fue roto por una lágrima que se abrió pasó entre sus dedos y se escurrió por su mejilla. Uno de los aparatos a los que estaba conectado empezó a lanzar una especie de alarma, el pecho del viejo empezó a subir y a bajar en forma rápida, como si estuviera sufriendo una convulsión.

Se me puso la piel de gallina, estoy seguro de que Brando también sintió miedo varias veces en su vida, fuera de las películas. A pesar de eso, intenté controlar la situación, le puse una mano sobre el hombro.

—Por favor, necesito que se tranquilice, vamos a recuperar su respiración normal, todo está bien, está en un lugar seguro, no le va pasar nada malo.

Un instante después el viejo tomó una toalla que tenía a su lado, se la pasó por el rostro, sus ojos y el rostro estaban enrojecidos, la alarma dejó de sonar.

—Ya pasó —dijo después de llorar y se quedó con una mano en la frente. Yo miraba constantemente la puerta. Todo pareció volver a la normalidad.

—Nunca he creído en esos cuentos de psicólogos y esas cosas, es como depender de alguien para saber si estás bien, poner la vida de uno en la palma de la mano del otro. Sin embargo, debo confesarle que después de llorar se siente mucha tranquilidad, como quitarse un peso de encima.

—Todo está bien, señor Reyes, tranquilo, yo creo que ya hemos trabajado suficiente, usted necesita tranquilidad, voy a dejarlo descansar, no le causaré más molestias. No creí que el recuerdo de Evangelina lo fuera a afectar tanto, por favor, discúlpeme.

—¿Evangelina? ¿Y cómo sabe usted que se llamaba Evangelina? Yo nunca dije su nombre, ¿quién es usted?…

El que sale a caminar tropieza y el que tiene boca, se equivoca. Se me había ido la lengua, pero ya había llegado demasiado lejos, como para no hacer la pregunta que me había llevado hasta ahí, sería un verdadero imbécil y cobarde si no la hacía.

—¿Señor Reyes, usted sabe quién mató a Evangelina Saumeth?

—¡Maldita sea!, yo no tengo velas en ese entierro, váyase y déjeme en paz — empezó a toser, intentó incorporarse de la cama, pero no pudo—. ¿Quién es usted, quién es usted? Voy a averiguarlo y me va a pagar este mal rato que me ha hecho pasar…Ya entiendo, usted fue quien habló con mi hijo, ¿verdad? Cree que yo soy idiota…Toda la vida tratando de olvidar a esa mujer del demonio, pero me sigue persiguiendo, de muchas maneras…

El aparato empezó a lanzar su alarma de nuevo, los gritos del viejo se hacían sentir, la puerta se abrió y era Tiziana, detrás de ella venía una enfermera.

—Señor, por favor, por favor deje que la enfermera atienda al paciente, otro día continuará con sus preguntas.

—¿Y este tipo quién es? —preguntó la enfermera que ya estaba intentando ponerle la mascarilla de oxígeno, mientras el viejo insultaba y vociferaba toda clase de cosas.

—Ahora le cuento, ya voy por el médico de turno —dijo Tiziana y cerró la puerta.

Ambos, caminando rápido, nos abrimos paso entre la gente del pasillo, bajamos por las escaleras y en pocos minutos ya estábamos avanzando en su auto.

—Por favor, dime que valió la pena —me dijo ella, mientras conducía, y en realidad no supe qué responderle.

—Valió la pena, yo sí creo que valió la pena, a pesar de que no me dio ninguna respuesta concreta.

—Pero lo noté bastante alterado, eso significa que le tocaste un nervio, nadie se pone así por nada, yo misma siento curiosidad por lo que sepa en realidad ese viejo.

—Se lo pregunté en forma directa, lo confronté, y le lancé la pregunta que realmente quería hacerle, que si sabía quién había matado a Evangelina Saumeth.

—¿Y qué te respondió?

—Nada, en realidad, empezó a insultarme y a gritar. Afirmó que no tenía nada que ver con la muerte de ella. ¿Por qué mentiría un hombre en ese estado, ya casi con un pie en el otro lado? Y, sin embargo, sé que también podría estar mintiendo, entonces ¿quién mató a Evangelina?, ¿fue la misma persona que mató a Mariela Escalante?, ¿por qué razón?, no sé, ¿acaso tengo que mirar en otra dirección?

Ya no estaba seguro si de verdad había sido una buena idea esa visita al viejo Reyes. A pesar de estar poniendo de mi parte más de lo humanamente posible, el misterio seguía sobreviviendo y me parecía que no había logrado nada.

—Me conmovió algo, Tiziana. En algún momento de la conversación, cuando me habló de ella, se puso a llorar con mucho sentimiento, su dolor era real, yo pude sentirlo, lloraba como un niño. Ya no estoy tan seguro de que ese viejo esté detrás de todo esto.

—Por lo visto, tienes que analizar bien todo, Santiago, ¿cómo vas a descartarlo por algo tan banal como que haya llorado? Eso lo hace cualquier frente a un televisor. ¿Acaso los asesinos, como los ricos, no lloran también?

Ambos nos quedamos en silencio. ¿Cómo llegar al punto final de todo esto, a la respuesta para todas las preguntas? ¿En realidad existía en alguna parte, o esto ya no tenía ningún sentido? Ahora sentía más miedo que esperanza de resolver esto. Me acordé de aquel refrán árabe, según el cual quien mira por mucho tiempo un nudo, aprende a soltarlo, pero la verdad es que el nudo que tenía ante mí parecía estar hecho con certezas, dudas e incertidumbres, como un nudo de púas, cada vez más grande e imposible de soltar.

CORRER, CORRER, CORRER…

El primer golpe no lo ve venir. Ante el segundo golpe, en medio del aturdimiento, intenta alzar los brazos, pero lo empujan, cae al suelo bocarriba y pronto Santiago ya tiene encima al negro, que le da uno, dos, cuatro, ocho, diez golpes. En medio de la confusión y el dolor, otra sombra aparece.

¿Son una, dos o tres sombras? Una de ellas se inclina y tiene una voz que le resulta conocida: ¿oiga, huevón, le gusta tener la cabeza pegada al cuello, huevón? La próxima se la arrancamos por andar metiéndose en lo que no le importa. Te vamos a tapar los ojos con tierra, huevón…También podía escuchar su corazón bombeando y la sangre adentro revolviéndose.

No sabía si en algún momento intentó defenderse, aunque en realidad lo ponía en duda, porque todo fue muy rápido. Sintió de pronto que el peso sobre su pecho ya no estaba, entonces empezó a tragar más aire del que le cabía en sus pulmones. En realidad, intentaba salir a flote de ese mar oscuro y doloroso en el que se sentía sumergido. ¿Cuánto tiempo había pasado, dónde estaban las sombras, qué hacía en el suelo? ¿De dónde venía el dolor?

Su primer impulso fue ponerse en pie, codos en tierra. No sabía cómo hacerlo. Se puso de costado, pero el dolor volvía. Su boca gritaba algo sin sentido, el mundo todavía le daba vueltas, esperó un minuto, dos, tres, un siglo que duró un minuto, un minuto en que transcurrió un siglo, no solo era el temblor, también la incapacidad de contener ese líquido caliente que corría entre sus piernas.

Ahora estaba sentado, con la cara apoyada contra una dura pared, resoplando como un caballo tras una larga carrera. Una mujer curiosa lo miraba desde la esquina, luego continuó su camino. Un par de hombres iban detrás de ella; uno

de ellos lo señaló con el dedo, pero siguió andando.

Unos instantes después logró levantarse con esfuerzo. Sintió que las piernas se le podían doblar, pero logró controlar su inseguridad. El cuerpo no le pesaba tanto como la dignidad perdida. Siguió intentando sobreponerse al aturdimiento, algo goteaba desde su nariz hasta la tierra. También había un dolor en algún lugar en el lado derecho, ¿o izquierdo?, de su cara en la que palpitaban otros dolores confundidos.

Se mantuvo un instante con las manos en las rodillas, se llevó una mano a la cabeza, tal vez un instinto para comprobar que, efectivamente, todavía seguía ahí, en algún lugar al final de sus dedos. Al mismo tiempo que el dolor, se acrecentaba la vergüenza por las miradas curiosas pero indiferentes de la gente que pasaba algunos metros más allá.

Se llevó las manos a la cintura, se compuso el pelo, se apoyó en la pared y se limpió la tierra del jean. Desorientado, dudando sobre el lugar donde se encontraba, qué dirección tomar. Por fin empezó a dar unos pasos, su desconcierto no lo dejaba pensar claro, pero logró reconocer la calle. Estaba cerca de casa; ese descubrimiento le produjo seguridad. Se sentía cada vez mejor, tenía que seguir andando, pensó, seguir andando, primero lento, y después deprisa, ahora más deprisa, como si tratara de huir del recuerdo de lo que le había pasado, pero sabía que lo llevaba consigo y que por eso ahora corría.

UN PIE EN EL OTRO MUNDO

Cuando era niño había un juego que consistía en caminar al revés, paso a paso hacia atrás, sin volverse a mirar el camino, a veces con un espejo en la mano reflejando el lugar al cual te dirigías. Apenas mi madre nos observaba hacer eso, gritaba desde donde estuviera, que dejáramos de hacerlo, porque era una forma de invocar al Diablo, porque él caminaba así.

Me acordé de eso y muchas otras cosas más, mientras me atendieron en una clínica, donde dije que había sufrido un atraco callejero. Permanecí dormido por más de diez horas. Desperté sobresaltado, sentía la cabeza a punto de estallar, llena de miedos, dudas y resquemores. Durante una semana pasé encerrado en casa, esperando a que la hinchazón producto de los golpes se me bajara y los cardenales desaparecieran un poco. Me fumé muchos cigarros de marihuana para intentar calmarme, yo que solo tocaba los cachitos cuando me visitaba alguna amiga ocasional.

Tenía comida en el apartamento y una tienda cercana en la que podía pedir domicilios. Tomassi y Bitar me llamaron varias veces durante esos días. Me excusé con que tenía que ayudar a mi madre con unos asuntos urgentes y que estaría fuera de la ciudad por unos días, sin embargo, trabajaría en la crónica en el lugar donde estuviese. También llamé a mi madre, a quien no visitaba mucho desde que me había metido de cabeza en este costal de anzuelos, y me tranquilizó saber que seguía viviendo su vida sin sobresaltos, como los que yo pasaba en la mía.

Allí encerrado, mirando notas, consultando internet y escuchando las entrevistas grabadas, me di cuenta de que estaba caminando hacia atrás, hacia el pasado. Mi madre no me gritaría que dejara de hacerlo, sabría que, si yo dejaba de hacerlo, nunca sabría la verdad sobre este misterio. Entonces seguí investigando,

caminando hacia atrás, aunque también podía estar invocando al Diablo. A veces la vida es el precio que se paga a los dioses de la curiosidad.

Durante todo el tiempo en que trabajé en la crónica, me fui encontrando con toda clase de gente relacionada con la película. Muchos llegaban a través de las referencias de Bitar o por las menciones que hacía esa misma gente que entrevistaba. Otros llegaban producto de mis pesquisas, apelando al viejo truco de que una cosa lleva a la otra y el que tiene una boca a Roma llega tarde o temprano.

También apelé a mi memoria, me acordé por ejemplo de una mis mejores amigas durante los cinco años de mis estudios de Leyes, Rita Almeida, bautizada en honor de Rita Margarita Carmen Cansino Hayworth, mejor conocida como Rita Hayworth, la legendaria actriz y amor platónico de don Lucho, padre de mi amiga, quien le estrechó la mano a esa estrella de Hollywood durante uno de los festivales de cine, cuando era vendedor de boletas en el teatro Cartagena.

Nuestra Rita estudiaba Leyes durante la mañana y en la tarde atendía una cafetería en el segundo piso de El Capitol, uno de los teatros que más tiempo logró sobrevivir a la extinción de las salas de cine, pero que un mal día tuvo que cerrar sus puertas a los amantes del cine porno, última fase de su existencia, para luego convertirse en una de las mil iglesias evangélicas en que se convirtieron casi todas las salas.

El negocio de las cafeterías en los teatros llevaba varias generaciones en la familia de Rita. Una tradición que había terminado con ella, porque fue la primera de su familia en graduarse de una universidad y ahora era esa flamante abogada que no había perdido su voz afónica. Se alegró de escucharme, recordamos travesuras juntos, como escapar de muchas clases aburridas para irnos a pasear en el centro.

Cuando le conté en las que andaba, me dijo que sus padres todavía estaban vivos, a Dios gracias, doña Arminta y su padre, que además de porteros de cine fueron durante algunas temporadas empleados de las cafeterías en los cinemas, según las necesidades que se presentaban.

Me contaron los dos muchas cosas, algunas que ya había escuchado, otras de las que no tenía idea. Saltaron de un recuerdo a otro. Ve esta cicatriz aquí —el viejo me mostró su mano izquierda— me la hizo el doble de Marlon Brando, que trabajó en la película Quemada; eran como dos gotas de agua, se parecían mucho. Una noche se presentó con una muchacha muy bonita, ambos estaban borrachos, tambaleaban al caminar. Cuando fueron a la taquilla, les dije que no podían entrar en ese estado, porque seguro armarían escándalo allá dentro.

”Se retiraron y yo salí a fumar un cigarrillo porque la venta de boletas había terminado. Más tarde vi que nuevamente ambos trataban de entrar pasando el torniquete, aprovechando un descuido del vigilante. Yo, que me crie en la calle, no conozco el miedo. Le dije al hombre que dejara eso, pero él se burlaba; apareció el vigilante y entre los dos lo arrastramos hasta los escalones de salida. No sé de dónde sacó una navaja y me cortó. Cuando mi compañero vio la sangre, empezó a gritar por un policía. Yo me alejé del gringo borracho, saqué mi pañuelo y me dediqué a contener la sangre. A los pocos minutos llegó un policía, que no pudo hacer nada, porque el tipo se había marchado en un taxi con la muchacha.

—¿Y cómo sabía que era el doble de Marlon? —le pregunté.

Me respondió que ya lo había visto varias veces, en diferentes lugares donde filmaban. Además, un amigo periodista, Pernett, se lo había mostrado alguna vez en la calle.

—Mira ese tipo de allá, me dijo. Yo le dije que era Marlon Brando, pero Pernett me corrigió, no es él, ese gringo se llama Tony, pero es increíble el parecido a Brando, cualquiera podría confundirse, ¿verdad?

Me pareció curioso, por supuesto, y tomé nota de eso, ¿Tony? ¿Cuál sería el apellido?, pero estaba demasiado ansioso, intentaba controlar mi impaciencia porque ellos dijeran algo sobre Mariela Escalante y Evangelina Saumeth, o al menos algo que me permitiera, llegado el momento, preguntar por aquellos nombres que me quitaban la tranquilidad. Hacia el final de la conversación, después de casi una hora, mencioné a las dos en forma desinteresada, sin embargo, a pesar de mencionar nombres y anécdotas, en busca de refrescarles la memoria, no pude sacarles algo nuevo.

Tiempo después, reuní varias notas dispersas sobre el doble. Varios decían que se parecía mucho a él, también que estaba obsesionado con Brando. Un extra lo escuchó decir que, si Brando muriera, él podía reemplazarlo sin ninguna dificultad, nadie se daría cuenta del cambio, y me acordé de tantas leyendas de conspiración, como Paul is dead (“Paul está muerto”), leyenda urbana que asegura que Paul McCartney —cantante, bajista y compositor de la banda The Beatles— murió en un accidente automovilístico en 1962 y que fue reemplazado supuestamente por el ganador de un concurso llamado El doble de Paul McCartney.

Ese día me despedí de ellos contento, quedé en verme de nuevo con Rita, con la promesa de volver a meternos algún día, como en los viejos tiempos, a vernos una maratón de cine. A pesar de eso, me fui caminando hasta la avenida con una sensación de vacío, sintiendo que había llegado a un punto muerto, sin saber qué paso siguiente dar.

Creía que lo mejor era buscar el remedio de siempre, cuando llegaban esos bajones que lo hacían sentir a uno por debajo del suelo. Meterme a ver una película, salir a caminar hasta algún sitio para bailar con quien apareciera, tratar

de matar el tiempo, olvidarme de todo eso por algunas horas: el arte de hacer algo que no sea cumplir con tu trabajo es adictivo.

Alguien me dijo que hay muchos cines en la ciudad de Los Ángeles que solo proyectan películas antiguas que ya nadie recuerda, e incluso proyectan películas en un viejo cementerio de la ciudad, donde hay estrellas legendarias del cine sepultadas, aprovechando la pared del mausoleo. Así quisiera yo que me enterraran, en un lugar como ese, acurrucado en mi tumba, al lado de esos actores y actrices, como si todos estuviéramos ahí para ver películas por el resto de la eternidad.

Siempre me ha gustado ir a cine solo cuando me siento así, inseguro, como perdido en el mundo; también cuando andaba con Alina tenía esa costumbre. Sin embargo, no sé de dónde vino el impulso, marqué al número de Tiziana. La deseaba, por supuesto, pero más allá de eso me hacía falta de una forma incomprensible. Ante mi invitación para ir a cine, me respondió que no podía acompañarme porque ya tenía un compromiso, que más bien ella me invitaba a donde tenía que ir, a una casa en Getsemaní, y que pasara por ella enseguida.

—Cuenta conmigo —le respondí—, no tengo nada que hacer por ahora. ¿Y qué vas a hacer ahí? —le pregunté.

—Vamos a un ritual de santería yoruba, en casa de unos amigos —me respondió —, a celebrar las siete potencias africanas, querido, sobre todo a Eleggua.

—¿Y ese quién es?

—Eleggua es uno de los dioses de la religión yoruba, también conocido como el

Santo Niño de Atocha o San Antonio de Padua, es el que abre o cierra los caminos de la vida, soy su hija espiritual, tal vez por eso es que soy tan traviesa. Acá te cuento más...

Me monté en un taxi, agradeciendo que por un momento estuviera pensando en algo diferente a Quemada y su gente, extrañado por las cosas que me había dicho Tiziana, preguntándome con quién me estaba metiendo en realidad. Al llegar a su edificio, ella estaba esperándome. Se veía hermosa, con una falda blanca y una blusa del mismo color, también las zapatillas que llevaba eran blancas,

—Y eso mujer ¿para dónde vas que pareces que fueras a un partido de tenis?

—A donde vamos hay que ir vestido de blanco, de lo contrario no entras, por eso te traje esto —y sacó de su bolso una camiseta blanca—. ¿Qué esperas para cambiarte? —me preguntó, y allí mismo en el taxi me la puse—.

Me quedaba un poco ancha, pero me dejarían entrar con ella, a pesar del jean que llevaba puesto. Aquella casa podía tener cien o doscientos años, quién sabe si hasta más, porque a pesar de estar conservada, se parecía a las casas que había visto en algunos daguerrotipos muy antiguos que mostraban las calles de la ciudad. Era grande y amarilla, ¿qué cosas habrán visto los primeros que se asomaron por aquellos dos balcones?, entre los cuales había una puerta pesada, que tenía por llamador una especie de pez antediluviano, color bronce viejo, y que parecía fugado de las profundidades del mar.

Al entrar, unas personas saludaron a Tiziana, le pusieron un arreglo floral en el pelo y ella me presentó. Nos adentramos por un pasillo, dimos un par de vueltas y de pronto ante nosotros apareció una gran habitación, en cuyo fondo había una especie de altar con ramas, plantas y flores colgadas, además de máscaras, retratos de santos y mil cosas más, alumbradas por la luz palpitante de muchas

velas que hacían movernos entre las luces y sombras del lugar. Había frente al altar varias personas vestidas también de blanco, con collares y bastones. Cuando Tiziana llegó, se saludó tocando sus hombros primero y luego se abrazó a una mujer que llamó madrina. Tenía un turbante blanco y un tabaco en las manos.

Tiziana hizo una reverencia ante el altar y puso unos alimentos que había traído. Me dijo que hiciera lo mismo y me entregó un par de manzanas. Y sin saber muy bien qué hacer, repetí lo que ella había hecho. Así hacían todos los que fueron llegando, negros y blancos, trigueños y mestizos. En silencio iban buscando su lugar alrededor y frente al altar. Tiziana y yo nos ubicamos junto a una puerta lateral, y de repente sentí una mano en el hombro, me di vuelta y de inmediato reconocí la cara inconfundible de Enrique, el Quique Muñoz, mi profesor de filosofía en mis tiempos de bachillerato en el Colegio Central de la Calle de La Magdalena en Getsemaní. A mi lado Tiziana me miró, le hice una señal de ya vuelvo y me fui atrás para darle un abrazo al profe, con quien llegué hasta un patio trasero para evitar interrupciones.

—Me alegra verte, Santiago, ¿cómo va la cosa?

—Muy bien profe, contento de verlo, hace rato que no nos tropezamos en la calle.

—Ahora ando dictando clases al otro lado del mundo, en un colegio muy lejos del centro, y por eso bajo muy poco al corralito. Y tú qué cuentas, ni para qué te pregunto, muy linda la muchacha con la que vienes, varias veces la he visto por acá.

—Vine porque ella me invitó, si no andaría buscando vinilos en la tienda de Julio Discos, con los muchachos en la Plaza de la Trinidad o trabajando para una

crónica en la que ando metido, sobre el cine en Cartagena, especialmente Quemada; gracias a eso la conocí a ella.

Como si hubiera escuchado, desde allá lejos, Tiziana miró hacia atrás, se encontró con la mirada de ambos y luego volvió a concentrarse en lo que pasaba ante el altar. Se le notaba inquieta.

—¡Quemada!, bonita época aquella, todo el mundo era joven, hoy no soy ni el fantasma de lo que fui.

No pude evitar reírme, había olvidado el lenguaje rebuscado con el que Muñoz hablaba, y que a todos nos gustaba imitar.

—¿Y cómo vas con eso, en qué puedo ayudarte?

Me decidí por no contarle todo, menos la presión que la policía estaba ejerciendo, así que le dije que la gente tenía muchos recuerdos, más de lo que yo hubiera creído. Además, pasaban demasiadas cosas al mismo tiempo en 1968; en aquella época no solo se filmaba Quemada, también otras películas, y había un movimiento musical tremendo, parecía una edad de oro.

—Así es, pasaron muchas cosas, yo fui extra de esa película, como la mitad de la ciudad, y me acuerdo cuando la estrenaron en el Teatro Cartagena, fue todo un acontecimiento.

—Sabe algo, profe, hablando con toda esta gente, han surgido personajes

inesperados que me han llamado la atención, como una cantante que se llamaba Evangelina Saumeth, ¿alguna vez supo de ella?

Se llevó la mano a la barba, miró al suelo y empezó a sobársela. De un momento a otro empezó a mover la cabeza, asintiendo, como si revisara algo mentalmente y de repente empezara a aprobarlo.

—Evangelina, hace un mundo de años, pobre muchacha, sabes lo que le pasó, ¿verdad?, morirse así, en la flor de la juventud, no hay derecho. Muchos la adoraban y otras malas lenguas le dejaban la honra por el suelo. Varias veces nos vimos en diferentes lugares y me la presentaron tantas veces, que terminamos saludándonos cuando nos veíamos. Siempre quise una foto con ella, pero nunca estuvo cerca un hijueputa fotógrafo.

”Una vez, me acuerdo, una vieja de esas rezanderas, que se meten en la vida de todos, pero que no tienen una vida, la vio pasar por la calle, con un vestido de flores, seguida de otras personas, entonces le gritó con el escapulario en la mano: ¡Mira, muchacha, busca a Dios!, ¡el mundo se va a acabar y tú andas con el cuerpo y el alma perdida!

”Yo creo que ella era una mujer adelantada a su tiempo, muy libre para una ciudad esclavista como esta. Que fuese promiscua y anduviera en varias aventuras sentimentales tal vez era una salida a sus frustraciones, nadie sabe dónde le aprieta el zapato al prójimo.

—Estoy al tanto de eso, Quique, y de un poco más. Qué extraño lo que le pasó y nunca más se supo nada, es increíble cómo caen las cosas en el olvido, luego pasa el tiempo y parece que nunca hubieran existido. Así qué tú la conociste, ¿qué recuerdas de ella?, me sirve cualquier detalle.

—Algunas cosas —me respondió Muñoz y me fue contando que nunca estuvo en sus presentaciones musicales, porque fueron pocas, pero que la escuchó un par de veces en la radio y que era realmente maravillosa.

Todo me pareció anecdótico hasta ahí. Estaba a punto de regresar a donde Tiziana cuando dijo algo realmente curioso.

—Mira algo que nunca olvido. Una noche, saliendo de una fiesta que ofrecieron para homenajear a la gente de la película me tropecé con Evangelina, que salía en busca de un taxi, y estaba nada más y nada menos que con Marlon Brando, o por lo menos eso creí yo a primera vista. Ni corto ni perezoso, decidí acercarme a donde estaban, saludarla y por qué no pedirle un autógrafo a Brando, pero, cuando me acerqué, el hombre volteó a mirarme y me di cuenta de que no era el actor.

”Yo, al igual que toda la ciudad, seguía todos los días el desarrollo de la película a través de la radio, las noticias y fotos del Diario del Caribe y El Universal; además varias veces lo había visto en la calle, cuando había filmación, por eso estaba seguro de que no era Brando, aunque llevara el pelo largo y recogido atrás en una cola, como el personaje de la película, y me pregunto si Evangelina lo sabía, porque esa noche la vi muy ebria, se apoyaba con un brazo en el hombro del tipo y con el otro llamaba a un taxi.

”Justo se detuvo uno cuando estuve al lado de ellos. Ella me descubrió, me saludó rápidamente, un hola nada más. Entonces el hombre la metió al taxi, me dedicó una rápida mirada y se fueron quién sabe a dónde. A los pocos días me enteré por la radio que habían descubierto su cuerpo en el mar.

”Me perturbó la noticia, claro, sobre todo porque el informe radial decía que la noche de la fiesta fue la última vez que se le vio. Me fui al centro de la ciudad a trabajar, a saber qué más se decía de la muerte de Evangelina. Me encontré con un amigo en la calle, comentamos la situación, le conté sobre la noche en que la vi y lo que había visto, que tal vez debía llamar a la policía y contarles. Mejor quédate callado, Enrique, no te busques problemas, puedes meterte gratis en un lío, deja que los policías hagan su trabajo, me dijo él, y tuve que darle la razón”.

Como una respuesta a las palabras del profesor Muñoz, un tambor empezó a sonar allá donde estaban todos, se veían más velas encendidas, ya no veía a Tiziana entre tan-ta gente, y fue Muñoz quien dijo que mejor volviéramos al salón.

—Ya encontraremos oportunidad para seguir hablando, vuelve donde tu mujer y otro día hablamos.

Yo saqué entonces mi libreta del bolsillo trasero y allí me anotó su número de teléfono. Volvimos hasta el grupo, me costó el trabajo de algunos minutos, pero por fin llegué al lado de Tiziana, quien me lazó una mirada inquieta.

—Oye, hombre, tú si te pierdes —me reclamó cuando por fin estuve a su lado.

—Tranquila, mujer, ya después te contaré, es un viejo amigo que no veía hace mucho tiempo.

Algunos a nuestro alrededor estaban cabizbajos, susurrando plegarias, mientras que otros, con los ojos cerrados, tenían los brazos alzados y entonaban canciones.

¿POR QUÉ NO QUIERES QUE LLEGUE AL FONDO DE TODO?

—¿Santiago?

—¿Bitar?, ¿eres tú…?

—Soy yo...

A mi lado Tiziana también se había despertado. Nos habíamos dormido tarde, yo le había acompañado a cocinar, cenamos y luego vimos Amores perros, esa película en la que alguien dijo algo que anoté en mi libreta, porque sentí que me estaban susurrando al oído: “También somos lo que hemos perdido”.

Me miró con la conciencia tambaleante de quien regresa del sueño, apartándose el cabello largo, pasándose las manos por los ojos, y preguntó con voz ronca, que revelaba fastidio:

—¿Quién está llamando a estas horas?

Le pedí con la mano que tuviera paciencia, me senté en la orilla de la cama, seguí hablando, pero tenía un mal presentimiento.

—Y eso, maestro, ¿por qué me llama a esta hora?, ¿qué pasó, Bitar?

—Tengo que darte una mala noticia.

—¿Qué pasó, viejo?, ya me tienes nervioso.

—Es sobre Giuseppe…

Se hizo de nuevo el silencio, yo también abrí la boca, para entonces Tiziana estaba de pie frente a mí, con los brazos cruzados y mirándome fijamente. Sentí en el silencio de Bitar la inminente llegada de una tragedia.

—Lo mataron, Santiago, mataron a Tomassi… Me acaban de avisar…

Me quedé concentrado en mi respiración, esperando que Bitar dijera algo más, pensando que no había escuchado eso. Yo o el mismo Bitar estábamos confundidos. Él también mantuvo el silencio. Me pasé una mano por la cara, como tratando de quitarme de encima una mancha espesa, invisible, incómoda que parecía haber llegado para quedarse.

—No entiendo, Bitar, qué estás diciendo tú, ¿estás borracho?

—No —dijo, pero fue su silencio, otra vez, lo que me convenció, fue ese silencio el que me hizo creer lo que me estaba diciendo.

—Necesitamos hablar, yo estoy a punto de salir para el Laguito. Mejor vente y te cuento todo acá. Si te parece nos vemos cuanto antes allá, te cuelgo y tomo un taxi.

—Ok, Bitar, me visto rápido y salgo para allá.

Cuando terminé, Tiziana continuaba frente a mí, con los brazos cruzados y mordiéndose uno de los pulgares.

Se lo dije y abrió los ojos más de la cuenta.

—Tengo que ir, Tiziana, tengo que hacerlo, necesito saber lo que pasó. Además, Bitar me necesita en estos momentos.

—¿No estás asustado? Por lo que me has contado, esto ya es demasiado peligroso.

—Claro que tengo miedo, no soy de piedra, pero no me puedo quedar con los brazos cruzados. Solo descubriendo lo que está pasando, llegando al fondo de esto, es que podré recuperar mi tranquilidad.

Y era verdad, sentía náuseas, miedo, un miedo antiguo, tal vez no había nombre para eso.

—En qué lío te has metido, tu ángel de la guarda debe estar mirándote con las manos en la cabeza.

Yo me quedé allí, pensando. En pocos minutos, estaba en la puerta.

—Por favor, avísame cuando llegues, para saber que estás bien, me tendrás aquí pariendo por saber qué pasó.

Me puso las manos en la cara, como si fuera un niño pequeño, y me dio un beso.

Cuando llegué, había mucha gente en la acera frente al edificio. Detrás de las cintas amarillas se veían policías caminando de aquí para allá y gente con batas blancas inspeccionando el lugar. Había una camioneta blanca de Medicina Legal. Llamé a Tiziana, le dije que estaba bien y, justo cuando colgué, Bitar y yo nos descubrimos a lo lejos. Él me tomó del brazo y me llevó a la sombra de un almendro en el antejardín de otro edificio.

Su encanto de pirata echador de cuentos había desaparecido. Tenía los ojos rojos y ojeras más profundas de lo normal. Le puse una mano en el hombro, preferí esperar a que recobrara la calma, se quedó con la mirada baja unos minutos, y luego se pasó por la cara un pañuelo arrugado. Esperé a que se calmara del todo y entonces me contó lo sucedido:

—Esto fue lo que me contó el policía que me llamó y quien está todavía allá adentro, revisando el apartamento, con la gente de la policía judicial. Están recogiendo todas las pruebas, aunque al parecer todo está explicado por los hechos. Tomassi y un muchacho, el hermano de Karina, cayeron del balcón del apartamento, en medio de un forcejeo en el que perdieron el control. Un vecino

alcanzó a ver cómo peleaban abrazados en el balcón, el vecino se fue a llamar a la policía y cuando se asomó de nuevo al balcón ya no estaban ahí; habían caído juntos al vacío.

”A Karina ya la interrogaron. No estaba en el momento en que su hermano llegó; estaba en un supermercado haciendo compras. Al parecer llegaron a robar. Tomassi me contó hace poco que estuvo presente en una pelea familiar, en la que él tuvo que defenderla y se enfrentó al chico, quizá vino a buscarlo por venganza o a robar. Aprovechó un descuido del portero del edificio y logró entrar por la puerta del garaje, y desde ahí llegó hasta el apartamento —Bitar hablaba rápidamente y sin control, manoteaba, tenía la mirada perdida—. Ella no se llevaba muy bien con su hermano, me dijo Karina, pero nunca creyó que él fuera capaz de esto. Alcancé a verla por un instante, no supo qué más decirle a la policía, solo que no estaba en el apartamento cuando ocurrieron las cosas. No sé en dónde está en estos momentos, tal vez con la policía en otra parte. Estaba nerviosa, angustiada, ya te imaginarás, afortunadamente su mamá y una amiga ya están acompañándola”.

Se hizo el silencio. Murmullo de voces, sirenas ululando, exclamaciones, risas, ruido de mundo y Bitar con las manos en la cabeza, ahora en la cara, varios minutos en que miramos todo el revuelo en la calle, gente con uniformes entrando y saliendo del edificio, maniobrando cosas en la calle, allá lejos entre los curiosos los dos cuerpos cubiertos por sábanas blancas. Bitar se pasaba el pañuelo por la cara. Todo esto es absurdo, decía la cara de Bitar, como sintiendo que era una burla del destino.

—Nada de esto tiene sentido —le dije y enseguida me arrepentí. Me dio escalofríos.

—Mira, Santiago, lo que empieza mal termina peor. Tal vez deberías abandonar todo esto de la crónica, ya no tiene sentido, y menos ahora. Ya no tiene sentido… Mantén el perfil bajo por un tiempo y si puedes vete de la ciudad, tal vez sea lo

mejor.

—¿Por qué no quieres que llegue al fondo de todo esto, Bitar?

—¡¿Quién te dijo que yo no quiero?!, esto no es una película, ¡bájate de esa nube, pendejo, aquí la gente se muere de verdad!

Me quedé en silencio… El rostro de Bitar era el de alguien que busca salirse de sí mismo, escapar de la sensación que está viviendo y no puede hacerlo, rabia, tristeza, dolor, qué se yo, se pintaban en su cara y el cuello de un rojo intenso, como el de un gallo de pelea.

Me sentía corriendo a un ritmo para el que no estaban preparadas mis piernas, podía caerme, o peor, que algo me alcanzara. Si de creer en el destino se trata, qué mala suerte la de Tomassi, él no se merecía esto, pero ¿quién soy yo para juzgar al mundo?

Tomassi estaba muerto, esa era la realidad, podía hacer cualquier tipo de conjeturas sobre ese hecho, ¿pero por qué me sentía apesadumbrado ante la muerte de alguien que había conocido hacía apenas algunas semanas? Tal vez no me sentía así por él, sino por las cosas que él significaba, aquello que le importaba. “Santiago, pronto nos moriremos todos, y no habrá quien cuente la historia de Quemada, del paraíso que vivimos en nuestra juventud”.

Adiós, Giuseppe, me alegra haber recorrido las calles contigo, salvando la memoria de la gente, convencidos de que recordar es parte del milagro y da sentido al desconcierto de estar vivos, sacarle risas a la desdicha, hasta que las lágrimas sean parte de la risa. A veces las lecciones más importantes te las da

gente que llega de la nada y cambia tu visión del mundo.

Al día siguiente no hubo gente con pañuelo en mano, coronas de flores y osos de peluche en el lugar de los hechos. En el diario local, la noticia era como cualquier otra nota en la mar de titulares. Apenas ocupó un par de columnas y se redujo a lo dicho por el informe policial, por lo que seguramente duró unos cuantos segundos en la atención de cualquier lector local, acostumbrado a saber de la muerte de extranjeros en la ciudad, típico en cualquier ciudad llena de turistas. Pero, en este caso, me resultaba imposible pensar que, si no fuera por muy pocas personas, Bitar, Karina, y yo, el paso de Tomassi por la ciudad ni siquiera se hubiera conocido y habría quedado en el anonimato total, una cifra más entre otras, un olvido entre tanta desmemoria.

Por fortuna, no se responsabilizó a Karina de ninguna manera, a pesar de la participación directa de su hermano. Bitar y yo, los más cercanos a Tomassi en la ciudad, dimos testimonios sobre la relación amorosa que tenían, sincera y franca. Además, ella no tenía antecedentes criminales, a diferencia de su hermano que ya estaba fichado como miembro de una pandilla. Mi gran temor, así se lo expresé a Bitar y al Gordo Luis, quien nos apoyó legalmente, era que Sabalza interviniera de alguna manera, porque estuvo presente en varias diligencias, atento a nuestros testimonios, sin decir nada, pendiente a lo que nosotros podíamos contar.

Solo Dios sabe por qué pasan estas cosas, dicen muchos, mientras que otros tratamos de calcular y anticiparnos a los hechos, sin permitirnos salir del plan que tenemos —en caso de que haya un plan—, cerrándole la puerta a las sorpresas, epifanías y milagros que varias veces conllevan a la felicidad, pero mi problema es ese, precisamente, que no creo en Dios, por lo menos en ese Dios que inventan desde el miedo a la muerte y la incertidumbre del azar, ¡y eso me deja más solo y desarmado que el putas!

Varios días después, caminando, siempre caminando, poniendo a pensar los pies

otra vez, llegué a la conclusión de que salvaguardar la memoria sobre Quemada, Brando y sus amigos, había sido uno de los últimos deseos de Tomassi y eso me impulsaba a seguir adelante.

Cuando era niño me soñé varias veces en un bote que estaba haciendo aguas. Tenía que seguir remando, era la única posibilidad de llegar a la orilla y salvarme, para que mi conciencia estuviera tranquila. Tenía que encerrarme a escribir y terminar la crónica: ¡ya!

DONDE ALGUIEN MIRA HACIA ATRÁS ANTES DE EMPRENDER UN LARGO VIAJE

Después de la muerte de Tomassi estaba impresionado, hasta la incredulidad, de la extraña velocidad de los hechos. Me sentía como en esos días en que pisas un plátano que te lleva al suelo, llega un perro y te orina, luego te muerde cuando quieres ahuyentarlo y después puede que te caiga un rayo. Es decir que estaba en las malas, me sentía como el personaje depresivo de una novela de Sábato, sin la posibilidad de que alguien metiera la mano en ese libro y me ayudara a salir de él.

Bitar me llamó un par de veces tras la muerte de Tomassi. Me dijo que estaba intentando volver a la normalidad, que por favor lo entendiera. Había vuelto a dictar sus clases de ajedrez y a los rebusques de trabajo con los turistas, todo eso lo estaba ayudando a no pensar en tanto absurdo, sabía que todo eso lo haría poco a poco sentirse mejor. Además, Bitar, me reveló algo que me dio lugar a muchas inquietudes, pero que no me sorprendió:

—Santiago, tengo un amigo, papá de uno de los niños a los que les doy clases de ajedrez, nos conocemos hace mucho, él trabaja en la policía. Se me ocurrió preguntarle por ese tal detective Sabalza. Nos tenemos confianza, por eso mi amigo habló sin reservas. Dijo que es un hampón de siete suelas, lo relacionan con chantajes, sobornos, todas esas cosas. En su juventud se la pasó entrando y saliendo de los cuartelillos de policía, luego encontró trabajo de guardaespaldas con una familia de empresarios y políticos, ¿adivina quiénes?: los Reyes.

—¿Cesáreo Reyes? ¿Con cuál de los dos, el padre o el hijo?

—Seguramente con los dos. Empezó a trabajar como hombre de confianza de

ellos, para evitar extorsiones, posibles secuestros y cosas así, luego apoyaron a Sabalza para que entrara a la policía, ¿cómo lo hizo teniendo esos antecedentes? Ni idea, pero ya sabes cómo son las cosas en este país.

”Ahora Sabalza quiere llegar a ser el comandante de la policía local. No la tiene fácil, hay otros también interesados en el cargo, mi amigo me dice que no le conviene ningún escándalo en estos momentos, casos no resueltos como los de Mariela Escalante y Evangelina sería mejor enterrarlos, que se olviden de eso. Cualquier negligencia de su parte podría ir en su contra, sería una nota roja en su expediente. Esas dos muertes podrían volverse una piedra en su zapato, tal vez por eso anda presionándote para que dejes de investigar.

Bitar me repitió que mantuviera el perfil bajo un tiempo. Todo lo que me dijo me puso a intentar conectar cabos sueltos, analizar detalles e intentar llegar a conclusiones que me ayudaran a descubrir si todo esto que estaba ocurriendo, estaba unido realmente con las muertes de Mariela y Evangelina.

También conversé con Karina por teléfono, a quien el Gordo Luis estaba colaborándole en los asuntos legales y trámites surgidos por la muerte de Tomassi. Al parecer todo marchaba bien, sobre todo porque Tomassi se había puesto en o con un amigo suyo en Roma, alguien llamado Stefano, a quien le había contado, días antes de su muerte, que tenía decidido quedarse a vivir en Cartagena, para darse una oportunidad con Karina, y eso era positivo para ella, porque Tomassi no tenía herederos, y así las cosas el testimonio de su amigo romano era muy relevante.

Durante las semanas que siguieron me dediqué a terminar la crónica; era la mejor forma de honrar la memoria de Tomassi. Conté muchos de los mil avatares que ocurrieron durante la filmación de Quemada, buscando que fuera por lo menos entretenida, teniendo como hilo conductor a Tomassi y su regreso a la ciudad, el reencuentro con sus amigos, pero sin mencionar la muerte de la señora Escalante. Eso podría resultar comprometedor y dificultar la publicación

en algunos medios. Sin embargo, hice referencia a Evangelina Saumeth, su participación como extra en la película, su breve carrera musical, también su inexplicable muerte, sin entrar en detalles, pero enfatizando su olvido inmerecido.

Tenía que terminar el trabajo y hacerlo público, se lo debía a Tomassi, aquel amigo partisano con el que compartí tan poco, un tiempo muy breve para conocer a alguien, pero suficiente para recordarlo con gratitud. ¿Y si nadie se conoce realmente a sí mismo, cómo aspiramos a conocer al otro completamente? En todo caso, ese tiempo compartido dejó una profunda impresión en mí, tal vez la misma impronta que dejó Brando en Tomassi alguna vez.

La sensación de fatalidad era inevitable, abrumadora. Parecía ligada por ataduras inescrutables a todos los que, de alguna manera, tenían que ver con la crónica sobre Quemada. Claro que la muerte de Tomassi, en manos de ese muchacho pandillero, tenía una explicación razonable, ¿resentimiento y una forma de vengarse contra Karina, su hermana?, porque casos de violencia como esos se dan todos los días, basta asomarse a la prensa amarilla, pero no dejaba de ser misteriosa en medio de estas circunstancias. Y por su parte, las muertes de Evangelina Saumeth y Mariela Escalante, ¿qué significado tenían?

Yo iría más allá de las suposiciones; debía tener presente que Tomassi también estuvo enamorado de Evangelina. Quién no podía estarlo, por Dios, de acuerdo con todos los elogios que el mundo tenía para ella; hasta un ciego podía caer rendido ante la presencia de esa mujer. Por eso no me parece imposible que Brando haya tenido algo con ella. Brando era famoso por sus momentos de debilidad con las mujeres y abundan historias al respecto. Hasta yo, inexplicablemente, me sentía atraído por el fantasma de esa mujer, su leyenda que sobrevivía al tiempo y el intento de condenarla al olvido. Siempre me sentí maravillado por el poder que las mujeres tienen, muchas de ellas sin saberlo, pero esto de Evangelina sin duda que pertenecía a otra naturaleza, casi sobrenatural.

Me atrevo a pensar, en el campo de las conjeturas, que Marlon sí estaba saliendo con ella, pero es algo que se comentaba y, aunque podría estar seguro de ello, no hay pruebas que puedan establecerlo, si bien las notas de prensa de la época hablan sin restricciones de las muchas aventuras amorosas que tuvo Brando en Cartagena.

Mejor concentrarse en la crónica. Me puse a organizar el material que había recogido, las entrevistas grabadas, los documentos, mis cientos de notas en libretas. Después de un mes intenso de trabajo pude por fin terminarla. No podía ser muy extensa, si quería encontrar espacio en las páginas de algún periódico.

Se la propuse a uno de los periodistas amigos del diario La Crónica, en el que acostumbraba publicar mis cosas. La leyó y le gustó lo suficiente como para aceptar que saliera en sus páginas. Me llamó y me dijo: “Está muy larga, Santiago, esto parece un libro, te detienes en muchos detalles y repites cosas, pero del resto está bien. Habrá que sacarla en dos o tres domingos, ya veremos, pero cuenta con eso, te mando más tarde una edición con algunos cortes”.

Alcancé a sentir en su tono que no le había sorprendido mucho la lectura. No me afectó; mi intención no había sido escribir una obra de arte, solo que fuera entretenida y sobre todo cumplirle a Tomassi, salvar las memorias perdidas de toda esa gente de la película. Aquellos que no somos Truman Capote también cumplimos un propósito en este mundo, aunque no falten los críticos que hagan de nuestras palabras una vasta hoguera.

Una semana después salió la primera entrega y así durante tres domingos seguidos, en páginas completas, y con algunas fotografías que había rescatado de los archivos de los periódicos, revistas del festival de cine y archivos particulares de amigos.

La reacción de la gente fue positiva, y durante las semanas en que circuló muchos empezaron a comentar, en las esquinas, periódicos y emisoras de radio, no solo recuerdos de Quemada, también sus vivencias sobre otras películas filmadas en la ciudad. La memoria revivió en la boca de la gente que, en cafetines y plazas de la ciudad, recordaba y contaba sus historias.

Algunos periodistas escribieron columnas de opinión. Tuve un par de reuniones con una gente de la televisión local, que querían que hiciéramos algo, pero me limité a decirles, zapatero a tus zapatos, mejor que buscaran a otro para que los apoyara con eso. Pero les dije que, si hacían algo, dedicaran su trabajo a Tomassi, y a todos los que participaron en la aventura de filmar Quemada.

La vida habría seguido su curso y todos seguramente hubiéramos regresado a nuestras rutinas de supervivencia. Sin embargo, muchas de las consecuencias de la publicación de la crónica todavía estaban por descubrirse. Todo esto seguía pareciendo una historia sin pies ni cabeza, has-ta que algo inesperado ocurrió, los avatares de la realidad a veces no juegan en contra de uno, y lo supe cuando una tarde recibí una llamada.

—¿Señor Barón?, ¿Santiago Barón?

—Soy yo, ¿con quién hablo?

—Me llamo María de los Ángeles Allende, usted no me conoce, yo lo llamo por la crónica que publicó.

—En qué puedo ayudarla.

—Me gustaría conversar con usted en alguna oportunidad, si le parece posible, yo lo estoy llamando desde Estados Unidos. Si a usted le parece, le informaré cuando esté en Cartagena, antes de un mes, aproximadamente.

—Por supuesto, cuente conmigo, me llama cuando esté en la ciudad y conversamos, ¿de qué se trata, exactamente, de qué desea hablar?

—Es sobre la crónica, ya le dije.

—¿Y no podemos conversar ahora, por este medio, y conocer algunos detalles?

—Me parece que es mejor personalmente. Ya usted comprenderá.

—¿Quién es usted, nos conocemos?

—Soy la hermana de Fabricio Allende, el sacerdote del que usted hace una mención breve en la crónica, el cura de la iglesia de la Trinidad, ¿lo recuerda?

Por supuesto, respondí, sin pensar, pero enseguida recordé sobre quién me hablaba la voz.

—El sacerdote que organizó el coro de niños en la iglesia de la Trinidad, allá donde Evangelina Saumeth, la cantante, empezó sus clases de música.

—Así es, entonces lo llamo cuando esté en Cartagena para vernos. Adiós.

—Adiós, y gracias por su llamada.

Y como si un imán invisible estuviera arrancando de la tierra todas las cosas perdidas u olvidadas, ese mismo día, horas más tardes, recibí otra llamada. Todo estaba siendo atraído y juntado en forma inevitable por una fuerza incompresible, a través de coincidencias que le estaba imprimiendo una velocidad extraña a todo lo que estaba viviendo, precipitando las cosas quién sabe hacia dónde, pero con una puntualidad que aumentaba la naturaleza misteriosa de las cosas.

—Barón, soy el detective Sabalza, ¿me escucha?

—Aquí estoy.

—Qué bueno que no me haya olvidado, después de nuestra última conversación, porque yo tampoco me he olvidado de usted. Además, he seguido la pista de las cosas que usted está publicando en el diario, esas historias sobre la película, pero esa no es la razón porque lo llamo.

—Cuénteme.

—Esta mañana encontramos un cadáver y me sobran razones para pensar que tiene que ver con esa investigación suya.

—No entiendo, ¿de quién se trata?

—El muerto es un cura, el párroco de la iglesia de la Trinidad, Ascencio Moreno, lo encontraron envenenado en su cama, en el cuarto trasero de la casa cural, y lo más raro es que a su lado estaban las páginas de los periódicos en que apareció su crónica. Explíqueme eso, por qué esa maldita crónica tiene tantos muertos a su alrededor, primero aquella vieja, Mariela Escalante, luego su amigo el viejo italiano y ahora este cura, sin contar a la cantante que murió hace medio siglo. Este problema se está creciendo, no me gusta, algo se puede salir de las manos, hay mucha mierda en el aire y a mí también puede caerme. Quiero que deje eso quieto, ¡ya!

No supe qué decir. Se hizo el silencio entre los dos.

—Oiga, ¡Barón!, ¿está ahí?, ¿me está escuchando…?

—Aquí estoy, tan sorprendido como usted, no sé qué decir.

—El tipo se suicidó, con cianuro.

—¿Y se sabe algo sobre la razón para hacerlo, dejó algún mensaje, hay algún testigo?

—Quién sabe y eso a usted no le incumbe, ya está bueno, lo quiero fuera de todo esto, me entiende, ¿no le gusta la idea? ¿Quiere que nos veamos otra vez y

hablamos de nuevo sobre el asunto?

Una vez más guardé silencio, era mejor así, pero sentí la necesidad de decir algo.

—Yo también creí que el tema estaba enterrado, tan olvidado como esa cantante, pero ahora después de muchos testimonios, tengo muchas dudas sobre lo que está pasando.

—¿De qué mieeeerda está hablando?

—Detective, me llamó la hermana de un cura que fue párroco de la iglesia de la Trinidad y que al parecer estuvo relacionado con la cantante Evangelina Saumeth en los tiempos de la película. Me dijo que leyó la crónica y tiene algo importante que decirme.

—¿Un cura metido con una cantante?, eso no aparece en esa crónica suya, de qué diablos está hablando, ¿ahora se va a meter con la Iglesia también?

—Detective, usted sabe que todo esto tiene que ser aclarado, usted lo sabe.

—¿Usted pretende que yo me ponga a resolver un crimen que pasó hace medio siglo y que no le importa a nadie? No me vaya a causar problemas, ya le dije, regrese al hueco de donde lo sacaron ese par de viejos, no me complique la existencia, para mí esto es caso cerrado, no quiero perder más el tiempo con este asunto, ¿entendido?, y usted se va a olvidar de todo esto, ¡¿entendido?!, yo no estoy pintado en la pared, ¿ya olvidó lo que pasó la última vez? —Y colgó.

Me quedé en silencio un buen rato sin saber qué hacer. Pensé en el cura Ascencio, recordé la visita que le hice en la iglesia, se veía tan apacible, tan dueño de sí mismo, ¿qué pelea de perros se libraba dentro de aquel hombre?, ¿fue Dios o el Diablo quien le hizo matarse? No creo que haya sido tan simple, lo que sí era seguro es que había un perdedor, aquel hombre, Ascencio, acostado en la cama, con el recorte de prensa donde estaba la foto borrosa de Evangelina, como un caminante que mira hacia atrás antes de abordar un barco, entre un mar de niebla que lo borra, antes de emprender un largo viaje.

Resulta fácil presentir que una gran culpa llevó a este hombre a hacer lo que hizo. ¿Acaso fue responsable de la muerte de Evangelina? ¿Se llevó el secreto a la tumba y tal vez nunca se sabrá?

Tantos misterios hay en el mundo que uno más se diluye entre todos, añadiendo injusticia a la injusticia. Buscar justicia es tratar de soñar un orden para el caos que nos rodea, un caos en el que la belleza de la vida es lo más frágil, como la de Evangelina, como las de tantas mujeres, y todo parece conspirar para destruirlas de muchas formas.

Sea como fuere, al parecer no se sabría nunca quién mató a Evangelina y las razones para hacerlo, aunque sospechosos sobraran. ¿No hay nada que ayude a redimir en algo la agonía de saber que no siempre llega la justicia y el orden para darnos fe en el futuro? Al parecer en este caso no, y en muchos otros tampoco, me dije, aprender a vivir con la posibilidad de no saber nunca la verdad sobre muchas cosas, también hace parte de la vida y hay que aprender a aceptarlo.

Acaso el recuerdo vivo de Evangelina, invicto en la memoria de la gente que la conoció, era una especie de consuelo, un acto de justicia contra aquel que atentó contra su vida, cualquiera que haya sido el motivo que lo haya llevado a eso.

Esa noche me sorprendí otra vez, echado en la cama, dándole vueltas y vueltas al misterio de todo el asunto, rodeado de libretas de notas y recortes de periódicos, mordiendo la cabeza de un bolígrafo. ¿Por qué me atrae tanto este misterio?, ¿estaba haciendo las preguntas correctas?, y naturalmente: ¿Quién había matado a Evangelina y Mariela Escalante?, ¿había sido la misma persona o diferentes manos criminales?, ¿qué posibilidades no estaba contemplando?

Desde la cama podía verme en el espejo de un mueble tocador. Allí había puesto junto a otras la foto donde aparecían Brando, Evaristo y Tomassi. Estaba insertada entre el espejo y su marco, servía para no perder de vista lo importante que era el proyecto; se había vuelto una especie de fetiche.

Me levanté, tomé la foto, le di vuelta al cartón y leí la nota escrita atrás: “Cartagena, 1968”. Me vi reflejado en el espejo con la imagen en las manos, vi a dos Brando, el del espejo y el de la foto, y entonces me acordé de su doble, “eran como dos gotas de agua”, me había dicho alguien, ¿quién?, ¿aquel viejo portero de cine o Muñoz, el viejo profesor que me encontré en la ceremonia de santería? Brando lo mandaba a los eventos sociales a los que no quería ir. ¿Y si el doble, aprovechándose de esa circunstancia, sedujo a Evangelina y estuvo involucrado de alguna manera en su muerte?

De acuerdo con el testimonio del profesor Muñoz, él había visto a Evangelina y Brando saliendo de las afueras del Club de Pesca, después de una fiesta, y cuando se acercó a saludarla, no pudo hacerlo porque abordaron un taxi, pero se dio cuenta de que no se trataba de Brando. No podía ser tan fácil, esa no podía ser la respuesta a tanto misterio, frente a mis narices. No dejaba de pensar en forma recurrente, una idea fija, circular, penetrante, que ya empezaba a sentir que me taladraba el cerebro. Cuando la pregunta es importante todo se convierte en respuesta. Me puse a la tarea de revisar el tema, buscar en mis notas las referencias sobre el doble de Brando en Cartagena, no podía ser, no podía ser, y seguí juntando las piezas.

LA BENDICIÓN Y TRAGEDIA DE MI VIDA FUE PARECERME TANTO A BRANDO

Me costaba mucho concentrarme, después de tantos incidentes, y por eso duré un par de días encerrado, sin salir de casa, sin embargo, seguía buscando, entre papeles e inter-net cualquier cosa que pudiera revelar algo inesperado, porque la curiosidad dura hasta que queda algo por descubrir, y mis ganas por conocer la verdad seguían siendo mucho más grandes que mis temores. Mi curiosidad, se había convertido en una vocación suicida, que al parecer no tenía remedio.

Una noche cualquiera de esas, intranquilo, en medio del insomnio, se me ocurrió ocupar el tiempo en buscar por Google los nombres de la gente que habían trabajado en la película, por lo menos aquellos mencionados en algunas conversaciones que tenía anotadas en mis libretas.

Busqué, por supuesto, a Brando, a ver qué nuevas cosas se habían descubierto sobre él después de muerto. También indagué por Pontecorvo; pregunté por Evaristo Márquez y una decena de nombres más. Incluso metí el nombre del actor que había hecho de doble de Brando en Cartagena, llamado Tony Jones, y cuál sería mi sorpresa que en un diario de un pueblo cerca de Miami apareció una breve entrevista con ese hombre, publicada tres años atrás:

(Noticia):

Una estrella entre nosotros

Por Naomi Walcott

Miami guarda muchos misterios y sorpresas, sobre todo en nuestros vecindarios, calles y esquinas a donde llegan todos los días visitantes que vienen a disfrutar de los atractivos de nuestra naturaleza, y luego terminan quedándose para inventarse una vida nueva en este paraíso terrenal.

Un ejemplo de esos nómadas venidos de todo el mundo es Tony Jones, quien vive en Miami desde hace más de veinte años. Fue actor de cine y teatro, músico, y hoy a sus ochenta años, vive pensionado en un hogar de retiro en la Sexta con Avenida Roosevelt. Sus compañeros de hogar y vecinos no tienen idea de que este anciano, en buenas condiciones físicas, vivió gran parte de su vida en sets de cine y televisión, y que incluso fue doble de Marlon Brando en una de sus películas.

Tuvimos con él un breve diálogo, al que accedió gracias a la intermediación de un amigo mutuo, ya que el señor Jones es un poco reacio a conversar con la prensa, y prefiere vivir en privado sus nostalgias y recuerdos de su paso por el séptimo arte.

—¿Así que usted trabajó con Marlon Brando?

—No solo con él, también con muchos actores, actrices y directores en películas y televisión. Tengo que ser sincero, aunque iraba su trabajo como actor, con Brando nunca pude llevarme bien durante los meses que compartimos espacios.

—Ustedes se conocieron durante la filmación de Quemada en Cartagena, Colombia.

—Eso fue en 1968, fue una experiencia muy bonita, a pesar del calor. Qué ciudad tan caliente, no había escapatoria, me la pasaba en aire acondicionado, metido en el mar o tomando ron de caña. Tuve muchas aventuras amorosas. No siempre fui el viejo acabado que ahora ve. Ya no me acuerdo cuántos meses duró la filmación, como cinco o seis meses, y luego que se acabó de filmar ahí continuamos en el norte de África, donde estuve un par de meses más, hasta que todo terminó, pero a mí ya me había picado el bicho de la actuación.

”Un amigo me recibió en Los Ángeles, soñé que podía hacer una carrera en el cine y así fue de alguna manera; no me arrepiento, participé en muchas películas, también en televisión, pero la mayoría de las veces como extra, porque cuando hacía casting todos decían lo mismo, que me parecía demasiado a Brando. Esa fue mi gran desgracia, un monstruo como Brando solo hay uno, así que siempre me terminaban dando papeles de extra. Me hice viejo y terminé viniendo a Miami, aquí donde usted me ve.

”Probé dejándome el bigote, pintándome y rapándome el cabello, probé de todo para no parecerme a Brando, pero fue inútil. No me fue mal del todo, porque varias veces en restaurantes me confundían con él y, con tal de que me dejara tomar fotos, daban comida gratis. Yo trataba de abrir lo menos posible la boca, seguir el juego, hasta que me marchaba. Tenía la precaución de no volver más a esos lugares. Me parece paradójico algo: mientras tantos actores querían parecerse a Brando, como James Dean, a quien Brando le dijo que no lo imitara más, que buscara su estilo, yo, el que más se parecía a Brando físicamente, siempre quise ser otro, para escaparme de esa condena”.

El artículo continuaba, pero no decía nada importante. Seguí buscando referencias de Jones por internet, me apareció un anuncio judicial en el que emplazaban a los familiares y posibles herederos de él, ya que empezaría un juicio de sucesión al ocurrir su muerte en Miami.

¿Había tenido este personaje alguna responsabilidad en la muerte de Evangelina?

¿Cómo estar seguro de su culpabilidad o inocencia? ¿Se había caído el castillo de naipes de mi sospecha? No tenía respuesta. El misterio no solo sobrevivía, ahora era más grande, porque se estaban cerrando más puertas y podían verse menos posibilidades de conocer la verdad. Nuevamente quedaba perdido en el bosque de los actos, nombres, conjeturas, y sin migajas de pan que me ayudaran a encontrar un camino.

EL CORAZÓN DE NUESTRAS TINIEBLAS

Me hubiera gustado mirar para otro lado, pero algo competía con mi razón y el sentido de la prudencia. Eran demasiadas las ganas de descubrir qué era lo que había pasado, por la cantidad de cosas curiosas que desde el principio rodeaban esta historia. Qué bueno sería volver, pensaba, a ese tiempo en que me la pasaba en el cine, incluso en las funciones de última noche, acompañado en la sala por dos o tres desgraciados, como yo, sin nada mejor qué hacer, salvo matar el tiempo viendo películas. Todo parecía indicar que mi vida estaba siendo escrita por Alfred Hitchcock; me creía escuchar su risa desde alguna parte.

Me producían temor las amenazas del detective Sabalza, del que no sabía nada desde nuestra última conversación telefónica, sobre todo teniendo en cuenta lo que me había contado después Bitar, sobre la relación que existía entre Sabalza y la familia Reyes, lo cual aumentó mi paranoia. A pesar de todo eso, decidí aceptarle la cita a la hermana del cura Allende, cuando me llamó de nuevo varias semanas después, informándome que ya se encontraba en la ciudad y quería hablar conmigo.

Quedamos en vernos en un lugar público. Propuse que nos viéramos en un café de la Plaza de los Coches, y cuando llegó puntual a la hora convenida, me asombró los destellos de belleza que sobrevivían en aquella anciana que tenía frente a mí. Tenía puesta una camisa blanca, una falda gris que le llevaba hasta las rodillas y una cruz dorada que brillaba intermitentemente entre los botones de su camisa. Tenía una botella de agua en sus manos.

—Gracias por escoger un lugar con aire acondicionado, aquí el calor siempre puede ser más fuerte que el día anterior. Los turistas disfrutan porque saben que están de paso, pero no saben lo que es trabajar y vivir una vida aquí.

—Yo creo que en realidad nadie se acostumbra a este calor, ni siquiera los que nacimos aquí, en realidad tratamos de olvidarnos de él, pero él no se olvida de uno, y de pronto viene una brisa o un chapuzón en el mar, y la cosa cambia para mejor. ¿Se fue hace mucho de la ciudad?

—Hace bastantes años, más de veinte, pero siempre vuelvo, cada seis meses, para realizar trabajo social en los barrios pobres. ¿Cuántos años tienes, muchacho?

—En realidad ya no soy ningún muchacho, tengo más de cuarenta, pero a veces creo que mentalmente tengo siete…

No solo dije eso porque fuera cierto, también porque pensé que eso nos ayudaría a entrar en confianza, romper el hielo y ayudar a que fluyera la conversación.

—Aparentas mucho menos, tienes cara de seminarista, eso es bueno para aquellos que quieran portarse mal.

—En el bachillerato me apodaban el abuelo, decían que me comía los años, como una especie de vampiro, y en la universidad me llamaban Dorian Grey, como ese personaje de Oscar Wilde, el hombre que no envejece sino un retrato de él que hizo un amigo, ¿recuerda la historia?

—A Dorian también le llegó su hora, muchacho, lo importante es que cuando llegue, uno sienta que vivió realmente una vida. Para alguien como yo, un cuarentón como usted todavía es un muchacho, con muchas cosas por vivir y aprender.

—No recordaba que el padre Allende tenía una hermana, me lo habían dicho algunas personas que entrevisté, pero lo había olvidado, y menos que usted estuviera vinculada también a la iglesia. ¿A qué orden pertenece?

—Soy de la Orden Guadalupana —interrumpió para tomarse un trago de agua que pareció tragar con dificultad, luego se quedó mirando por la ventana, en silencio.

No quise interrumpirla y seguí tomando mi café. Ya sé a quién me recordaba, por supuesto, a Charlotte Ramplin, la actriz inglesa de Portero de noche, la película de Liliana Cavani.

—Y bueno, por favor dígame, en qué puedo ayudarla. Como se imaginará, me asalta una gran curiosidad, ¿por qué deseaba conversar conmigo?, sobre todo viniendo de tan lejos, ¿usted vive en Boston, verdad, así me dijo?

—¿Usted cree en Dios?

No me esperaba la pregunta e intenté ganar tiempo para comprender el rumbo inesperado de la conversación. Mi silencio revelaba extrañamiento, dudas y temor. Me decidí a tomar un sorbo del café que tenía ante mí.

—No sé qué decirle, no soy muy religioso, aunque de pequeño estuve muy cerca de la iglesia, con tías rezanderas y todo eso. Sin duda Dios es el más grande de los misterios, tal vez ni después de muertos sabremos la verdad.

—Yo no creo en Dios —dijo, volvió a tomar de la botella y suspiró—. Hace muchos años leí no sé a dónde una frase, que me puso los pies en la tierra: “Creer en Dios es fácil, amarlo es lo difícil”, la dijo Baudelaire.

—¿Y por qué me pregunta eso?

—Porque usted será mi confesor, Santiago.

—No entiendo.

—¿Sabe por qué la gente duerme? No lo hacen solo para descansar, también para olvidar. Como usted debe saber, se muere más rápido por no dormir que por no alimentarse. Yo he vivido toda la vida aprendiendo a olvidar, pero ahora las cosas han cambiado, ya que me voy a morir pronto, tengo una enfermedad grave, y por lo que leí en la prensa, usted merece saber la verdad.

”No sé para qué le sirva, pero se la diré, como si fuera una confesión, pero sin esperar ningún perdón a cambio. He tenido toda la vida para comprender lo que hice y si seguí viviendo fue por costumbre, también para poder ayudar a otros. Duré quince años en África, con hermanas de mi orden, haciendo lo que podíamos para salvar a la gente, sobre todo a los niños. Alguien ayudó a mi hermano y a mí cuando éramos niños acá en Cartagena: yo tenía esa deuda con la vida, por eso seguí adelante después de la muerte de mi hermano.

—Me impresiona lo que me dice, pero sigo perdido, no sé en qué pueda ayudarla, si necesita que la escuche, aquí estoy, soy todo oídos, hace muchos

años que no me confieso, pero recuerdo que cuando era niño me hacía sentir bien, aunque fuera por muy poco tiempo —Me escuchaba a mí mismo y sonaba como un idiota, no sabía qué decir en realidad.

—Me atreví a llamarlo porque leí su crónica, luego me quedé pensando en lo que usted dijo en ella, que gracias al trabajo de mi hermano y de una profesora de canto, Evangelina Saumeth había logrado pasar de ser una extra de película a una prometedora cantante, y me pareció que había respetado la memoria de mi hermano, que yo debía premiar su discreción, porque estaba segura de que usted sabia más de lo que contó allí.

—¿Sobre qué?

—Sobre la relación entre mi hermano y Evangelina.

—Así es, lo supe accidentalmente, por algunas fuentes. No quise decir nada porque no me pareció necesario. Además, yo estaba interesado en la historia de la película, en nada más. Quién soy yo para andar juzgando a la gente.

—Cuando mi hermano conoció a Evangelina, sabía muy bien por lo que había pasado esa muchacha, porque nosotros dos también lo habíamos sufrido. Verá, mi hermano y yo quedamos huérfanos de padre muy pequeños, a los diez años, y quien velaba por nosotros era mi madre, que estaba muy unida a la Iglesia. Crecimos a la sombra de la Iglesia, ayudándole a ella en sus compromisos con los sacerdotes y monjas.

”Algunos dicen que la niñez es la etapa más feliz, eso no es verdad para muchos, y para saberlo basta asomarse a las noticias. Mi hermano Fabricio y yo no

participamos de lo que otros niños vivieron, éramos muy pobres. Gracias a un amigo de mi madre, que tenía un almacén de artículos religiosos, pudimos entrar a estudiar a colegios de monjas y seminarios de curas. Él decidió escoger la vida religiosa y me pareció lo mejor acompañarlo en ese camino. De no haber sido por los sacerdotes y hermanas que nos educaron, quién sabe qué destino nos hubiera tocado. Éramos muy pobres, ya le dije, quién sabe si hubiéramos terminado en la indigencia.

”En fin, mi hermano y Evangelina debieron sentirse identificados por ese pasado incierto y en algún momento se encendió la chispa. Me alegra que no lo haya mencionado en la crónica, salvo para decir que él junto a una profesora dirigían el coro de niños de la Iglesia. Esa muchacha le causó un gran trastorno a mi hermano; se enamoraron y eso desgració la vida de Fabricio. Su relación era algo imposible, porque ella era apenas una niña de quince años y él un sacerdote recién ordenado a cargo de una iglesia”.

Guardó silencio, tomó otro sorbo de su botella, pero el silencio continuó. Yo también tomé un poco de café. Se notaba que tenía una gran necesidad de hablar y sentía un gran alivio al hacerlo.

—Él no pudo superar la muerte de aquella criatura; fue cuando se retiró de la Iglesia y abandonó el sacerdocio. Algunos trataron de hacer que entrara en razón, pero no hizo caso. Se dedicó un tiempo a ser profesor de canto en los colegios, buscó a Evangelina varias veces, pero ella no le prestaba atención. Un día cualquiera, él no pudo más con su conciencia, y se suicidó.

—Usted me perdonará, pero ¿de qué criatura me habla?

—¿No lo sabe? Evangelina quedó embarazada de mi hermano. Ella se lo confesó, él no supo qué hacer, estaba muy nervioso, también estaba enojado con

ella, sabía el escándalo que vendría, su vida estaría acabada, sería el escarnio público, se aterrorizó, fue apenas natural. Por eso su primer impulso fue darle la espalda, porque ella le propuso que se fueran a otra ciudad, que empezaran en otra parte. Sin embargo, él no prestó atención, se apartó, tenía miedo, no sabía qué hacer, nunca había vivido algo como eso.

”Mi hermano y ella discutieron, él inventó una excusa ante el obispo, se marchó de la ciudad por un par de semanas, no le avisó a ella, estaba disgustado, necesitaba tiempo a solas, y regresó cuando se sintió mejor. Fue a buscarla para aceptar su propuesta, pero ya era tarde. Evangelina se había practicado un aborto, le dijo que lo odiaba, que el culpable de la muerte de la criatura había sido él, por haberlos despreciado, que toda su vida llevaría esa culpa en la conciencia.

”Mi hermano no volvió a ser el mismo, no se recuperó, y unas semanas después se suicidó.

Me incomodaba verla contar todo eso con la frialdad con que lo hacía, como si no le hubiera afectado nada, pero sabiendo que sin duda eso había tocado profundamente su vida.

—Después de leer su crónica sentí la necesidad de que usted supiera la historia completa, sobre todo por la sombra de duda alrededor de la muerte de Evangelina, muchos creyeron que se había suicidado debido a alguna crisis emocional, abuso de drogas o una desilusión amorosa. Y la verdad es que no fue así.

—¿Qué quiere decir?

—¿Recuerda que empezamos hablando sobre la importancia de la confesión?

—Así es.

—Necesito confesarle algo, un pecado a los ojos de otros, pero que a los míos es la pura y simple justicia de los hombres. Tiene que ver con la muerte de Evangelina.

—¿Qué pasó realmente con ella? Según lo que recuerdo, por testimonios y recortes de prensa, un día cualquiera encontraron su cuerpo en el mar.

No hubo preámbulo, pausa, nada que me preparara para lo que me dijo en ese tono con que alguien cuenta cómo le fue en el día, cuando regresa por la noche a casa. Un tono que, al escucharlo, me enfrió toda la sangre del cuerpo y me mantuvo inmóvil por largo rato.

—Yo la maté —dijo—, y no ha llegado el día, tantos años después, en que me arrepienta. Durante varias semanas la seguí, sabía dónde vivía en el barrio Manga, conocía su rutina, porque llamaba a su teléfono, me hacía pasar por algún periodista y así descubría en qué andaba. Una noche en que ella venía de una fiesta, vestida muy elegante, se bajó de un taxi frente a su casa, mientras que yo esperaba en un auto, muy cerca de la entrada, era tarde en la noche y ella, contrario a lo normal, estaba sola. No había ni un perro en la calle, así llegué por su espalda, mientras sacaba las llaves de su bolso, y le di un golpe en la cabeza con una piedra que tenía conmigo. Después, la llevé hasta la parte trasera de mi auto y eché su cuerpo en las aguas bajo el puente Román. Tal vez por eso la llamaban La Luciérnaga, porque no pesaba nada, y eso me ayudó.

No supe qué hacer, salvo quedarme muy quieto y en silencio, tratando de comprender lo que me acababa de confesar. Al final no pude, me llevé las manos al rostro.

—¿Por qué me dice todo esto ahora?, no entiendo. ¡¿Por qué me lo dice a mí?!

—Porque mis días están contados, me diagnosticaron cáncer hace poco, ya renuncié a cualquier tratamiento, solo tomó medicamentos contra el dolor, me he vuelto adicta a la morfina y sé que en muy poco tiempo estaré postrada en una cama, rodeada de cables, médicos y enfermeras. Me regresé a Cartagena para morir, así como dicen que hacen los elefantes. Sin embargo, ya había leído por internet las entregas de su crónica y sentí la profunda necesidad de contarle todo; me pareció de alguna forma un deber.

—¿Por qué?

—Porque después de muchos años, solo usted se preocupó por volver al pasado y tratar de comprender lo que había sucedido. Merece saberlo. Para mí usted no escribió una crónica sino un mensaje dirigido a mí.

—No sé qué hacer con lo que usted me ha dicho. Tengo que preguntarle algo, ¿tiene usted algo que ver con la muerte de Mariela Escalante?

—Mira que el mundo sigue siendo un lugar curioso. Lo digo porque la muerte de Mariela fue producto de una coincidencia, algo que incluso a mí me sorprendió; ya seguro sabes lo caprichoso que puede ser el destino y como juega con nosotros.

”Cartagena es chica, todo el mundo se conoce, aquí las vidas se cruzan muchas veces y de mil maneras. Mariela trabajó por un tiempo en la iglesia, hacía el aseo, cocinaba y nos apoyaba en la organización de los oficios religiosos. En ese tiempo, durante algunos meses, tanto Fabricio como yo, y algunas noches Mariela, dormíamos en la sacristía de la iglesia de la Trinidad, un lugar amplio, dividido por biombos, con espacio suficiente para que tres personas usaran sus camas de abrir y cerrar, y así dormir sin dificultades. Tiempo después, ella dejó de trabajar y se fue sin muchas explicaciones.

”Hace algunos meses vine a Cartagena por unas semanas, que coincidieron con el regreso del señor Tomassi, que tú mencionas en la crónica, el italiano que se la pasaba hablando de Marlon Brando y que luego asesinaron. Ya ves, muchos años después, todos los que tuvieron que ver con esa muchacha terminaron mal sus vidas. Mira todos los escándalos y tragedias que vivió Marlon Brando al final de su existencia.

”No sé por qué Mariela sabía que yo estaba en la ciudad, tal vez alguna monja le dijo, nunca lo supe ni tuve tiempo de preguntarle. Tampoco me enteré cómo supo dónde estaba viviendo por esos días. Ella me buscó después de que ustedes la visitaron, llegó hasta la casa de campo, en las afueras de la ciudad, en la colina que lleva hacia Turbaco, donde siempre me hospedo cuando vengo, huyéndole al calor infernal de la ciudad.

”Supe reconocerla enseguida, siempre he tenido buena memoria, y cuando me vio se puso a llorar. Tenía un rosario en la mano. Me dijo que sabía que yo había matado a Evangelina, que llevaba años con ese peso en la conciencia. Según ella, me había escuchado hablando dormida, algunos días después de que encontraron el cuerpo de esa muchacha. Dijo que yo tenía malos sueños, durante los cuales hablaba de muchas cosas, entre ellas del amor que yo sentía por mi hermano Fabricio y el odio que sentía por Evangelina. Mariela Escalante me confesó, también, que había leído mi diario, un cuaderno que siempre llevaba y en el que hablaba conmigo misma, que me servía para sobrellevar la soledad en que vivía.

”Siempre he hablado dormida, no es algo que pueda controlar, por eso creo que es posible que las cosas fueran como ella dijo. Mariela me dijo que ya no podía cargar con ese secreto, que necesitaba contarlo para darle paz a su alma, y esperaba que yo la comprendiera.

”No podía permitir que eso ocurriera, por muchas razones que ahora por mi enfermedad ya no me importan, además no me sentía culpable de nada. Después de advertirme lo que iba a hacer, Mariela estaba a punto de salir de la casa, empecé a ver todo como en una cámara lenta. Aproveché que me dio la espalda y le di un golpe en la cabeza con un adorno de metal que tenía a la mano, luego otro golpe, hasta que ya no supe más, cuando me di cuenta, estaba bañada con su sangre, fue algo extraño, porque sentí que podía verme desde afuera, como si no hubiera sido yo.

”Me bañé lentamente, tenía que limpiarme de todo eso, por fuera y por dentro. Me fui hasta Cartagena, alquilé un auto y regresé a la casa. Llevé el cuerpo de Mariela lejos de aquí, busqué por la noche una carretera secundaria, poco transitada, y le eché fuego al cuerpo entre la maleza para que no quedara ningún rastro. Ya lo demás usted lo sabe y no merece más detalles.

—Y la muerte de Ascencio, ¿el cura de la iglesia de la Trinidad? Yo conversé con él en una oportunidad, hace pocos meses, y no entendí lo que hizo. ¿Usted tuvo que ver con eso?

—Hay gente que nunca debió llegar a este mundo y ellos también lo saben. Son espíritus en el lugar equivocado, pertenecen a otra parte, y ese fue el caso de Evangelina. No tengo nada que ver con Ascencio, recuerdo que era uno de los niños del coro de la iglesia, pero eso seguro usted también ya lo sabe, otro que también cayó de rodillas ante ella. Supe que Ascencio decidió ser cura después de la muerte de ella, prefirió dedicar el resto de su vida a la Iglesia. ¿Se acuerda

de lo que dicen en estos tiempos, que de amor nadie se muere? Pues todos aquellos que rodearon a Evangelina son la excepción a la regla, ellos y toda esa gente que aparece todos los días en los periódicos, que comete crímenes pasionales en nombre del amor.

Yo no me atrevía a respirar, sentía que, si me movía o hacía algún ruido, algo grave ocurriría. Ante mí estaba un torrente de ira fraguado en quién sabe qué caldera personal de fantasmas y delirios. Me miró como diciendo que no tenía nada más qué decir, que lo mejor era guardar silencio, porque se notaba que yo tampoco tenía qué decir ante todo lo que había escuchado. Me acordé, por supuesto, de aquella críptica e insondable afirmación, según la cual “todo lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal”, tal vez por lo incomprensible.

Justo cuando uno podía decir que la historia ya estaba terminada, no necesitamos de más actores en esta obra, aparece esta mujer a revelar todo esto como si todo el esfuerzo y la búsqueda por encontrar la verdad de parte mía hubiera sido inútil. Sin embargo, ella siempre estuvo presente, detrás de todos los actos. También recordé lo que dijo, que fue después de leer la crónica que había querido conversar conmigo. O sea, que de alguna forma mi investigación sí había servido para algo y había conducido a esto.

—¿Qué pasó?, lo veo demacrado de golpe, está más flaco que hace unos minutos, tómelo con calma. Haga con esto lo que usted quiera, lo que su conciencia mande, de alguna manera usted se ha convertido en una especie de juez o, más bien, en un sacerdote, porque me ha escuchado en confesión. Solo usted decidirá lo que hay que hacer, he llevado este secreto casi medio siglo, ahora el secreto es suyo y, como no necesito la absolución de nadie, ahora puedo descansar en paz después de habérselo revelado. Ya se lo dije, usted se lo ganó.

Tomó de un sorbo el líquido que faltaba en su vaso, otra vez se quedó mirando lejos, desapareció la anciana y era de nuevo la cara de una niña que mira, detrás de una vidriera, los destellos de un regalo inalcanzable, objeto de amor, su

hermano Fabricio. Se levantó, me miró fijamente a los ojos y me dijo: “Gracias, Santiago Barón, que su Dios lo acompañe”.

La vi caminar hacia la entrada, abrir la puerta de la cafetería, y luego perderse entre la gente.

UN TRAGO POR LAS ALMAS DE LOS AMIGOS MUERTOS

El detective Sabalza me llamó a los pocos días desde un número desconocido. Me sorprendió la carga de ironía que representaba esa llamada, después de todo lo que había pasado. Quise colgarle enseguida, pero no pude, mi curiosidad seguía sobreviviendo. Preguntó cómo me había ido con la mujer con quien iba a conversar. Le respondí parco, con evasivas. Le dije que la mujer en realidad no había cumplido la cita y que no sabía cómo localizarla.

—Nos alegra que no haya tocado el tema de esas muertes y que le guste todavía mantener la cabeza sobre sus hombros…

Había un tono de sorna y sarcasmo en el color de su voz. Me cortó abruptamente.

Así estaban las cosas. Todo se había vuelto irónico, después de tanto trabajo en busca de la verdad, para que la memoria prevaleciera y el olvido no ganara como siempre su batalla. Yo había terminado mudo ante esa verdad escondida. Estaba cansado y quería seguir con mi vida, hacia donde fuera, en cualquier dirección donde me tocara.

Tras la publicación de la crónica, en sus tres entregas, vino una calma relativa. Mi vida empezó a volverse convencional de nuevo. No faltaba en la calle alguien que me hablara de Quemada; me contaba alguna nueva travesura de Brando en aquel tiempo, me felicitaba y seguía su camino. “Las manos ociosas son del Diablo”, dice mi madre, por eso me dediqué a tener la mente y las manos ocupadas. Volví a la oficina de abogados con el gordo Luis, a ver qué aparecía en el camino, aunque estaba cansado de los demonios callejeros del rebusque y el trajín. En realidad, más que dar vueltas por los tribunales, me gustaba andar por

la calle. De nuevo no me sentía en mi lugar y así fue como la idea de marcharme de la ciudad empezó a rondarme.

Me absorbió tanto el tema de la crónica y después las cosas que vinieron, que descuidé a Tiziana hasta el punto de que pasaban semanas sin que conversáramos. Me llamó un par de veces para que nos viéramos, pero yo siempre estaba ocupado. No estaba seguro si seguirme viendo con ella era lo mejor para mí, y eso lo vi como algo positivo, porque por primera vez era consciente de que estaba pensando en mí.

Sin embargo, una noche recibí una llamada, y tuve que esperar a que timbrara más de tres veces para tener el valor de responder.

—Acabo de leer las tres entregas de tus crónicas.

—A mí también me da gusto escucharte, Tiziana.

—¿Sabes que eres un cobarde?, lo sabes, ¿verdad? No tengo que decírtelo, eres un cobarde, había pasado el mal trago de que desaparecieras, es normal en ustedes los hombres, y mucho más en estos tiempos, pero que dejes de contar todo lo que sabes, es imperdonable.

—¿Y eso es lo único que opinas de lo que leíste?

—No soy una lectora del montón, Santiago, no me trates como una idiota. Te gustan mucho las películas, ¿verdad? Bueno, pues yo sé lo que hiciste el verano

pasado… ¿Cómo es posible que no contaras nada de las muertes de esas dos mujeres, la cantante y esa otra señora, ¿cómo es posible? Te lo callaste todo…

—Me resulta muy difícil explicar, menos por este medio, por favor hablemos personalmente…

—No…. Yo lo dejo todo a tu conciencia. Tal vez el tiempo te ayude a comprender mejor las cosas…

Y colgó.

Soy de aquellos que no hablan de sus sentimientos, salvo con ellos mismos y con muy contados amigos. Otros no hablan de ellos porque no los tienen. Varias semanas pasaron después de la llamada. No me atreví a arla. ¿Era un pusilánime, como ella decía? Me imagino que Tiziana se cansó de la incertidumbre, lo cual me pareció lógico, porque yo tampoco tenía mente o corazón para algo diferente a sortear las situaciones que estaba viviendo, por ejemplo, evitar que me volvieran a dar otra paliza en un callejón oscuro; entre otros posibles peligros.

También tenía pensamientos inútiles, cuando la nostalgia me vencía, como intentar recordar a Alina y las cosas que habíamos vivido, cuando en realidad ahora me costaba saber, recordar, quién había sido ella, y entonces reconocí que hacer la crónica sí había surtido efecto, olvidar casi todo hasta pensar que algo fue superfluo, hasta el punto de ponerlo en duda, es decir, si en realidad esas cosas —momentos de intimidad, paseos, fiestas, y todo eso— habían ocurrido. Y así fue apareciendo esa grieta, la desazón y el desconsuelo, en medio de la calma aparente.

Me entretuve estudiando inglés, reforzando lo que había aprendido viendo tantas películas. Así pasaron casi seis meses, al mismo tiempo realizaba o con varias universidades de Estados Unidos. En esas andaba cuando conocí una profesora de Boston University, donde fui aceptado para estudiar una maestría en periodismo. No había becas suficientes para extranjeros que me ayudaran a financiar los estudios. Sin embargo, esa profesora me habló de un instituto en Berlín, donde necesitaban, para un programa especial comunitario, profesores de español que supieran inglés o alemán, y que pudieran enseñar español allá.

Sentía que debía marcharme. Estaba rodeado de cosas que me recordaban algo así como un mundo perdido. Después de algunos meses enviando correos y papeles, haciendo exámenes y llenando requisitos, me aceptaron en el proyecto alemán. Cuando se lo dije a mi madre y a mis hermanos, que ya sabían de mis planes, comprendieron y hasta hicimos una pequeña celebración de despedida. Sabía que irse de un lugar no era el remedio para ese desosiego que sentía, que no podía explicármelo, pero sin duda poner tierra de por medio era parte de la solución, y eso era suficiente por el momento.

Me fui de Colombia a la buena de Dios, incómodo, culpable por callar lo que sabía sobre las muertes de Evangelina, Mariela Escalante, los padres Allende y Ascencio, sobre la actitud mafiosa del rufián de Sabalza y todas sus amenazas. ¿Y qué ganaban ellos, los muertos, al publicar una historia que a muchos podría parecer morbosa e incluso intrascendente? ¿Acaso no dicen: dejad que los muertos entierren a sus muertos?

El taxista que me llevó al aeropuerto tenía abierto un periódico sobre la guantera. En el diario tenía señalado un anuncio: “Casting, se necesitan extras, mujeres y hombres de quince a setenta años, rasgos negros y mestizos, Hotel Caribe”. Se repetía la historia, una vez más, la vida no se detenía y Cartagena se preparaba para empezar otra película. En pocas ciudades del mundo existen, gracias a la cantidad de películas que se han hecho aquí, extras de películas con tanta experiencia, como en esta aldea donde la mitad de la gente vive manejando mototaxis y el resto vendiendo minutos para teléfonos.

Muy pocas cosas llevaba en la maleta: algunos documentos, libros y, por supuesto, ropa para una estación adversa. Muy pocas cosas relacionadas con todo lo que acababa de vivir, una carpeta con las hojas de los periódicos con la crónica publicada, fotos de familia y un pequeño disco de 78 revoluciones, regalo del papá de Karina, que no estaba preparado para escuchar, pero del que por alguna extraña razón no quería separarme.

Una semana antes, Karina me citó en el centro.

—Mi papá no pudo venir —dijo—, está de nuevo enfermo de las articulaciones, pero me dijo que te felicitara por la crónica, leyó todo y le pareció muy bonita. También me dijo que te entregara esto; dijo que tú eres la única persona que puede apreciarlo. Dice que este disco es una joya, porque contiene las únicas canciones que grabó Evangelina Saumeth, la cantante que ustedes tanto nombran.

No supe qué decir, salvo gracias, y nos despedimos con la promesa de volvernos a ver algún día.

Había quedado mucho por decir y sin hacer, la certeza de algo incompleto, gracias a mi cobardía, pero, ¿qué podía hacer? Me fui una tarde, por la ventanilla del avión se veía un manchón rojo y violáceo en el ocaso, que parecía una herida incurable.

Pero como dice una canción al borde del melodrama, que me gusta, uno siempre vuelve a los lugares donde amó la vida, eso pasó con aquella foto que descubrí en la exposición del Instituto Cervantes, aquí en Berlín, donde aparecían en blanco y negro los tres mosqueteros, Brando, Evaristo y Tomassi. Y como la

fantasía juega con uno, a la vez que nosotros con ella, recordé que los mosqueteros en la novela de Dumas en realidad son cuatro: Athos, Porthos, D’Artagnan y Aramis; es decir que yo vendría a ser el cuarto mosquetero de los amigos en Cartagena, aquel que logra volverse otro al final de la novela. Y fue entonces cuando se me despertó un arrebato de nostalgia que me hizo volver a leer mi crónica sobre Quemada, sintiendo que un fuego revivía en las cenizas dormidas de mi memoria, como una historia inconclusa que esperaba ser terminada, el final que realmente merecía.

Así que, por la gracia de esa memoria, regresé a un recuerdo en particular, un momento especial en el que Alsino Bitar puso su inevitable cuota dramática en aquella Cartagena amada y odiada, bendita y maldita entre todos los hombres, por muchas y buenas razones que cada quien tiene en las suelas de su memoria.

Vuelvo al final de aquella tarde, semanas después de la muerte de Tomassi y antes de mi viaje a Berlín. Allí estábamos Bitar, Karina y yo en el Muelle de los Pegasos. Karina se acercó a la baranda del muelle, sacó una caja pequeña de madera, destapó la urna con las cenizas de Tomassi, que lanzó hacia el agua de la bahía, mientras que otras se las llevó la brisa, volando sin rumbo ni dirección por la avenida detrás de nosotros, hacia esa ciudad que es puro suspiro, una sirena con el corazón comido por la sal, y todos nosotros estábamos con las manos secas por las cenizas y los ojos mojados, como al final de una película.

—Bueno, mi viejo amigo, ya nos veremos otra vez en alguna parte —dijo Alsino, sin necesidad de decirlo, pero agradecidos todos porque lo hubiera hecho.

Nos invitó a que cruzáramos la calle y fuéramos al bar La Caponera donde ya había empezado a sonar un tema, tal vez, de Ismael Rivera. Nos sentamos en una de las pocas mesas libres que había, arrinconada a la pared y en el fondo del local. A nuestro alrededor unos hombres jugaban dominó, parejas se decían secretos al oído, algunos se comían a besos en los rincones mientras bailaban y

otros grupos de amigos hablaban de fútbol y trabajo.

—Sé que la pregunta sobra, mujer, pero cómo te sientes —preguntó Bitar.

—No sé —dijo ella—, la verdad es que no sé. No he derramado una sola lágrima y eso me da miedo, porque estoy segura de que cuando lo haga, voy a inundar hasta los techos de las iglesias de esta puta ciudad.

—Sabes que puedes contar con nosotros —dije—, en lo mucho o poco que podamos ayudarte.

—Gracias, Santiago, la verdad no sé qué va a pasar conmigo después de todo esto, por ahora solo sé que no quiero más problemas. Lo digo porque desde algunas semanas antes de su muerte, Tomassi me confió su tarjeta bancaria, para que comprara cualquier cosa que necesitara para el apartamento. Me di cuenta de que tiene mucho dinero allí, no sé qué hacer, y me da mucho miedo por lo que pueda pasar.

—Harás lo que tienes que hacer, seguir adelante, muchacha, la vida es caerse siete veces y levantarse ocho, aquí Santiago, que tiene amigos abogados puede darte una mano con eso, para que tomes las precauciones necesarias y garantices un futuro. Todos aquí sabemos que a Tomassi le hubiera gustado que tú siguieras con tu vida y buscando tu felicidad.

—No tenía a nadie —dijo Bitar—. Después de la muerte de su esposa quedó más solo que un perro, y por eso conocerte a ti, muchacha, fue lo mejor que le pasó cuando regresó acá. Yo sé que él estaría feliz de que usaras ese dinero para que retomes tu vida, tal vez quieras abrir algún negocio, piensa que lo más

importante es que eres joven, una ventaja de la que nunca se dan cuenta los jóvenes.

En ese momento Karina depósito su cabeza en el hombro de Bitar. No lloró, solo cerró los ojos como quien desea transportarse en el tiempo, evadirse del presente en el que se está atrapado para poder recuperar algo perdido.

—¿Tienes miedo, muchacha? —preguntó Bitar—: tranquila, también nosotros, porque no sabemos lo que vendrá, no hay bola de cristal para eso. Entre la cuna y la tumba hay muchas puertas. Mañana será otro día, todavía tienes tiempo de vivir tu vida, de escribir tu propia película, la película de tu vida.

—Yo sé que no tiene sentido —le dije a Alsino—, pero me da coraje que Tomassi no haya visto la crónica sobre la película. Sin él, nada de esto hubiera sido posible, mucha gente está agradecida por eso, y al periódico no dejan de llegar mensajes, hay gente que desea que la entrevisten para poder contar también sus historias.

—No importa, Santiago, tú cumpliste uno de sus sueños, donde quiera que esté él sabe que valió la pena y está satisfecho con eso.

—Alsino, te cuento algo, estoy pensando en irme por un tiempo, creo que lo necesito, tal vez a estudiar algo fuera del país, todavía no sé a dónde, tampoco qué estudiar, pero la verdad siento que es necesario, ¿me entiendes?

—Adelante, muchacho, vete de esta ciudad tan maravillosa y horrible. Esta mañana mi vecino me estaba invitando a un culto, pobrecito, aquí la religión sigue siendo el opio del pueblo, la política la chicha y la corrupción el bazuco.

Te diré lo que cualquier viejo diría, tienes el mundo por delante, y acuérdate: el que se cansa pierde…

Abrí mi morral y encontré entre libretas, carpetas y recortes la foto donde aparecen Brando, Evaristo y Tomassi. Bitar tomó la carpeta donde guardaba las páginas del diario y donde había aparecido la crónica. Sacó unas gafas del bolsillo de su camisa guayabera, leyó en silencio algunas partes y sus ojos empezaron a brillar con inusual intensidad, sonrió y tomó un trago de su cerveza.

Cualquier sentimental podría decir que estaba a punto de llorar, quizá por Tomassi, por todos nosotros, hasta por él mismo. Sonrió de nuevo y dijo que al final resultó cierto eso de que Tomassi vino a cumplir una promesa, tal como se lo había dicho.

—Alguna vez, creo que ya se los he comentado, por allá en el año 68, estaba por terminarse la filmación de la película y nos escapamos (Brando, Evaristo, Tomassi y yo; los serenateros de siempre) e hicimos una fiesta en La Boquilla, el pueblo de los pescadores. Yo creo que esa noche cantamos todas las canciones del mundo, nos quedamos sin voz, nos dieron las claras del alba, estábamos muy ebrios, ya hasta bebíamos del pico de una botella, qué horror, y prometimos que antes de morirnos volveríamos a encontrarnos todos. Y ya lo ves, el único que cumplió en realidad la promesa fue Tomassi, el que estaba más lejos y eso dice mucho de nuestro amigo.

Bitar dobló las hojas de los periódicos, me las devolvió y se quedó con la foto. La puso contra la pared, llamó al mesero y pidió una botella de ron Tres Esquinas. Cuando la trajeron, la destapó y vertió un largo chorro al suelo. “Un trago por las almas de los amigos muertos”, dijo y luego todos tomamos.

—Te acuerdas, Santiago, lo que nos dijo Tomassi una vez, que si se moría antes

que nosotros, no dejáramos de poner un vasito de ron, para que su alma también bebiera. Aquí estamos, tal vez no sea esta la parranda que él soñara, pero siquiera nos tomaremos un trago por su memoria y por aquellos que se fueron.

A los recuerdos no les queda otra que agarrarse de lo que puedan para que no se los lleve el olvido y se los coman los ratones. Me puse, cómo no hacerlo, a pensar en Tomassi, recordé su empeño en recordar el tiempo feliz de su juventud en la ciudad, su pelea contra la desaparición.

Me dije a mí mismo, mirando a la imagen, que yo me encargaría de que no fueran olvidados o por lo menos de que quedara un registro de ellos, para que algún día, al que fuera que le picara la mosca de la curiosidad, pudiera saber algo de ellos, de la gente la película y de lo que vivieron.

Así fue como ante la foto en blanco y negro de Brando, Evaristo y Tomassi, levantamos las copas y brindamos. Después, nos pusimos a hablar de mil cosas, y esa noche terminamos tocando la mesa como si fuera un tambor, echando chistes, y bailando juntos; porque en todo velorio también debe haber tiempo para la risa.

DEL DIARIO DE LA QUE HABLA DORMIDA

¿Me equivoqué? ¿Mi optimismo era irracional y no era más que falsas ilusiones?

Señor, no creo en ti, desde hace mucho, y, sin embargo, digo esto como quien hace rato aprendió a estar sola, y por eso ya no se siente sola en su soledad.

Ten piedad de los que, como yo, no tienen fe, y sin embargo esperan un milagro que, tal vez, no sabrán ver, y sin embargo lo esperan.

¿Te acuerdas, amor, cuando pintaba nuestros nombres en las calles y paredes con tizas de colores? ¿Cuántas veces tiene que latir un corazón para que los sueños se hagan realidad? ¿Cuántas vidas?

Pero ya no hay tiempo para preguntas y respuestas. Ha llegado la hora de decir adiós. ¿Adiós a qué? Adiós a todo esto…No temblaré ante el dios de la muerte. ¿Llueve o estoy soñando?

BERLÍN (ALEMANIA) ¿CÓMO PUDISTE PASAR LA PÁGINA?

Cuando terminé de leer la crónica, me asomé por la ventana, regresé a mi presente en Berlín, tres años después de todo eso. Volví a los árboles recortados con el azul de la madrugada. Ya la segunda botella de vino estaba vacía. Contrario a la botella, yo me sentía lleno de muchas cosas, tal vez contradictorias entre sí, pero al final me sentí como si hubiera recuperado algo a través de las palabras, un eco de presencias de otros tiempos, un mapa de susurros gracias al cual podía regresar a casa cada vez que quisiera. También aquellos que por cualquier razón quisieran saber algo de aquel tiempo de gloria en que se filmó la primera gran película en Cartagena.

Ahora, igual que Tomassi, sin saber por qué en realidad, me preguntaba si esa ciudad existía allá afuera en el cruce de algún meridiano y paralelo de este mundo, o si yo sencillamente, al igual que muchos, me la había imaginado a partir del recuerdo.

Cuando volví a ver aquella foto aquí en Berlín, me pregunté: ¿Cómo pudiste pasar la página, olvidarte de todo eso, y no decir la verdad completa? ¿Cómo pudiste seguir adelante como si no hubiera pasado nada? Y pensé que también había sido una tragedia de hermanos, una ironía o paradoja, porque el hermano de Karina, delirando de rabia y adicción, había matado a Tomassi en busca de venganza, y en ese acto se había matado él mismo, en tanto que la hermana del cura Allende, delirando de amor, celos o locura, terminó matando a Evangelina, después de que esta provocara que su hermano Fabrizio se matara. Ambos casos se convertían en un par de espejos encontrados, repitiéndose en el tiempo y sin posibilidades de compresión.

¿Cómo he podido vivir con todo eso en la conciencia sin contarlo? ¿Podría

seguir viviendo sin hacerlo? Al que no lo afecten preguntas de esa naturaleza es porque no tiene un corazón en el pecho. Además, aquella voz en mi cabeza — que muchas veces tenía la voz de reclamo de Tiziana— cada vez era más fuerte que mis pensamientos.

Afuera Berlín es una fiesta de luces moribundas, sombras de piedras antiguas en medio de la noche, un pino se recorta contra el azul de la madrugada, impera un silencio como de fin del mundo.

Entonces lloré por un largo rato. Me quedé dormido, tuve un sueño en el que caminaba por la orilla de una playa, de pronto vi una sombra oscura entre las olas, metí los pies al mar, seguí avanzando entre las aguas, a medida que me acercaba la sombra se convertía en un cuerpo que flotaba, un cuerpo de mujer, y entonces escuché una voz que decía, tengo mucho miedo, no me dejes sola, cuando me acerqué a ver su cara, el rostro que vi fue mi propio rostro, y luego abrí los ojos.

No han despertado ni siquiera los pájaros, me digo en voz alta, volteo y miro el computador sobre la mesa.

Otra pregunta me asaltaba, después de leer la crónica, y no era una pregunta fácil de hacer, como tampoco podía prever respuesta alguna. ¿Persistir en nuestras creencias hasta el final e insistir en ser escuchados puede, en un momento determinado, hacer la diferencia?

Aquella voz me decía, que no era por los muertos que tenía que revelar la tragedia que habían vivido Evangelina, Mariela, Fabricio, su hermana, el cura Ascencio y el mismo Tomassi, sino por los vivos que también podrían vivir, otra vez, de otras mil formas esa historia de injusticias, abusos, traiciones y malentendidos.

Mi silencio estaba contribuyendo a esa injusticia y eso me remordía la conciencia, pero una sensación poderosa se interponía y ubicaba en segundo plano mi dilema moral: la posibilidad de que, si publicaba algo sobre esas muertes y sus circunstancias, podían matarme, como a tanta gente en Colombia, por razones incluso más insignificantes y a pesar de la distancia.

Me preguntaba lo que podía pasar si publicaba por fin los detalles que había callado con respecto a la muerte de la cantante Evangelina, ¿a quién iba a interesarle tantos años después la verdad sobre lo ocurrido, sobre quién había sido su asesina y los motivos para hacerlo? Aunque la hermana del cura Allende ya estuviera muerta, la policía había enterrado el caso para no afectar la reputación de Cesáreo Reyes, una sospecha de asesinato puede entorpecer la vida, sembrar dudas y desconfianzas, malograr negocios, y echar por la borda la reputación de un patriarca y una familia tan distinguida.

Pero nuestros actos importan más allá de nosotros mismos. Olvidamos que un día se acabará todo y quizá solo quede lo que esté escrito o aparezca en una imagen, en una canción. ¿Qué pasaría si publicara todo, si no me guardara nada, en honor a la verdad y para quitarme esta carga de culpa y tener paz conmigo mismo? Tal vez nada pasaría, pero eso no importaba. Era el acto mismo el que valía, ser alguien capaz de buscar justicia más allá del libro rutinario de los días, y era el momento de descubrirlo.

Me sentía culpable, como si yo también me hubiera lavado las manos, porque había escogido el camino del exilio y el olvido. Había callado en la crónica que escribí, muchos detalles quedaron ocultos, y eso me volvía culpable de alguna manera. No me diferenciaba mucho de tanta gente que guardó silencio, agachó la cabeza y miró para otro lado en el caso de Evangelina, alguien en quien el mundo se cebó, dándole dones, talentos y magia, pero también dolores sin cuenta, y no tenía siquiera una tumba a donde llevarle flores.

Solo si digo la verdad la culpa desparecerá y sentiré alivio. Harás lo que tengas que hacer, dije en voz alta, vas a soñar que las cosas saldrán bien a pesar de todos los pronósticos, sobre todo que valdrá la pena decir la verdad, especialmente pensando en Evangelina, para que alguien que ni siquiera tiene una tumba sin nombre quede en la memoria de alguna manera. Contarlo todo, así sea para confirmar, una vez más, que el mundo en realidad es una locura. No se elige cuándo decir la verdad, la verdad está más allá del tiempo, por eso es importante decirla.

Me dirigí al teclado y empecé a escribir todo lo que había callado, los episodios y revelaciones que le faltaron a la crónica inicial, todo lo que había callado sobre la muerte de Evangelina, Mariela Escalante y la asesina de ambas. También sobre las amenazas e intimidaciones que sufrí por parte de Sabalza. Todas las búsquedas, dudas, hallazgos y obstáculos, hasta llegar a la confesión inesperada que recibí aquella tarde en aquel café de la Plaza de los Coches.

Me concentré en eso durante una semana en la que trabajé mucho y dormí muy poco. Antes de encerrarme a escribir, conversé con un par de amigos en el trabajo; ellos me ayudaron dictando las clases por mí y cubriéndome en las reuniones istrativas de la universidad. Así que levanté la barbilla, eché los hombros hacia atrás y me puse a trabajar rodeado de mis libretas y cuadernos de notas, todos esos papeles y fotos de mis archivos que estaban todavía vivos en mi memoria.

No tenía pruebas de que los Reyes hubieran pedido a Sabalza que interviniera, para evitar que los mencionara en la crónica inicial, pero hice alusión al pasado de Sabalza como empleado y guardaespaldas de esa familia, también a la visita que hizo a mi apartamento, cuando me amenazó inicialmente para que abandonara la investigación y no entorpeciera las cosas. Así mismo la golpiza que me dieron en aquel callejón. ¿A cuántos les habría hecho lo mismo o incluso cosas peores?, ¿a cuántos se las seguiría haciendo, si yo no contaba lo que me había pasado y buscaba un poco de justicia al respecto? Permitir una injusticia es abrirle la puerta a todas las que siguen.

Al final de escribir, sabía que con mis palabras estaba prendiendo una mecha y que algo iba a explotar. Me acordé de algo que dijo Brando cuando interpretó al capitán Kurtz en Apocalypse Now, con esa mirada humana, demasiado humana, en la que estaban depositados los sueños y pesadillas de toda la especie, desde hacía millones de años, desde el principio de los tiempos: “He visto un caracol. Se deslizaba por el filo de la navaja. Ese es mi sueño, más bien mi pesadilla: arrastrarme, deslizarme por todo el filo de una navaja, y sobrevivir”.

TRISTE, SOLITARIO Y FINAL

En Cartagena nunca perdieron la esperanza de que después de seis meses de filmación de la película, Quemada se terminara de rodar en sus calles, y no en otra parte. Sin embargo, muchas cosas conspiraron para que no fuera así: el conflicto permanente entre Pontecorvo y Brando, el presupuesto que estaba llegando a sus límites, el efecto que tuvieron las columnas del periodista local, Edgar García Flash, del Diario del Caribe.

Flash tenía una página entera en el diario todos los días. Mucha gente compraba el diario solo para enterarse de lo que contaba sobre muchas cosas. Y fue para entonces que Brando llegó a Cartagena. También con él llegaron periodistas de todo el mundo, no solo porque Brando ya había ganado un Óscar y era una estrella internacional, sino también por las polémicas que generaba como activista defensor de los derechos humanos y civiles en Estados Unidos.

Medios como la revista LIFE, Washington Post, Paris Match, Newsweek, Vanidades Continental, El Nuevo Herald y muchos más enviaron a periodistas especiales para registrar el inicio de la grabación de la película, pero también ansiando una entrevista exclusiva con Brando sobre sus actividades políticas.

Un periodista local, como Flash, tenía una responsabilidad con su público lector. Sin embargo, los tres policías seguían ahí, en la entrada de la casa de Brando, también los cordones de seguridad en los lugares donde llegaban a filmar. ¿Qué podía hacer?

Aficionado a las películas de espionaje y de investigaciones, se le ocurrió un plan y lo puso en práctica. Se hizo amigo del vecino de la casa de Brando en Bocagrande. Este permitió que Flash espiara el patio de la casa de Brando, para

lo cual tuvo que quitar una parte del tejado y así poder sacar la cabeza y vigilar todo lo que pasaba ahí. Así fue como poco a poco, Flash observó durante horas a Brando y sus invitados haciendo toda clase de cosas.

—Yo era flaco, no hubo problema para subir y mover las tejas, desde donde podía ver. Brando se ponía a tocar tambores durante horas, con una gran maestría; parecía un músico cubano. Hacían hasta orgías que a veces duraban varios días, y que dejaban a hombres y mujeres dormidos al borde de la piscina, acostados en hamacas o flotando por horas en las aguas de la piscina.

”Tal vez el descubrimiento que más sorprendió a la gente, cuando aparecieron mis escritos, era que con Bran-do vivía una persona idéntica a él y hacía las veces de doble. Casi siempre salía de la residencia el otro y no el actor, y luego al rato sí salía el verdadero Brando. Los fanáticos creían que el doble era el artista y así lograba distraer a las decenas de periodistas paparazzis que rodeaban los alrededores de la casa. Seducciones, peleas, reconciliaciones, toda clase de cosas pudo observar, y que fue contando poco a poco en su página, lo cual generó mucha curiosidad sobre cómo tenía a esa información.

Algunas personas pensaban que Flash se lo había inventado todo. Naturalmente Brando se enteró de las publicaciones de Flash y él sí sabía que todo era cierto, entonces se puso paranoico. Sintió invadida su privacidad, se alteró muchísimo, pensó que estaba siendo espiado por la CIA y sobraban razones para que así lo creyera. Ya Brando no se sentía seguro en Cartagena, conocía de sobra hasta dónde podían llegar los organismos de inteligencia del gobierno de Estados Unidos, con tal de impedir su trabajo como defensor de los derechos civiles.

Siguieron las semanas de rodaje, continuaron los problemas que había en la filmación porque Brando seguía discutiendo con Pontecorvo. En una oportunidad estaban filmando en el Palacio de la Inquisición la escena de una comida, entonces Pontecorvo, que era muy detallista, mandó a decirle a Brando con su asistente, Salvo Basile, que por favor levantara la copa de vino tres

centímetros más alto, ante lo que Brando enfureció, lanzó la copa contra una pared y le gritó a Pontecorvo que “¡él no era ningún muñeco de cuerda, era un actor que tenía la libertad de crear su personaje como él quisiera, y que estaba cansado de su maltrato!”.

Las peleas eran tan violentas que Pontecorvo consiguió un revólver y se lo puso en el cinturón, y Brando también empezó a llevar un cuchillo. “Años antes, yo había practicado el arte de arrojar cuchillos y era bastante preciso en distancias de hasta cinco metros, de manera que cuando discutíamos, sacaba mi cuchillo y lo lanzaba lo más fuerte que podía contra una pared o un poste a unos centímetros de él. Temblaba ligeramente, se ponía la mano sobre la cintura, la apoyaba sobre la empuñadura del revólver y me miraba con desprecio, como para hacerme saber que él también estaba listo para la batalla”.

Un día cualquiera, semanas después, el fotógrafo del Diario del Caribe, Elías Valderrama, que acompañaba al periodista Edgar García Flash, estaba cubriendo un evento social en el Club de Pesca, donde estaba Brando. El fotógrafo se fue acercando a Brando, con el ánimo de esperar el momento oportuno para una foto espontánea, cuando un hombre que acompañaba al actor señaló a Valderrama y dijo: “¡Ese es el fotógrafo que anda con el periodista que publica cosas sobre ti!”.

Ante eso, Brando se abalanzó sobre el fotógrafo, arrancó la cámara de sus manos y luego la estrelló contra el piso donde se hizo pedazos. Se armó entonces un escándalo porque tanto a Brando como al fotógrafo los rodearon para que no llegaran a los puños. Al día siguiente todos los diarios comentaron el altercado.

Una de las cosas más reveladoras que me contó Flash, cuando fui a entrevistarlo a Barranquilla, tiene que ver con el actor Evaristo Márquez y su relación con Brando: “En una de mis visitas a Cartagena, me encontré con Evaristo Márquez, quien me había mandado a decir que deseaba conversar conmigo. Eso ocurrió durante el escándalo internacional que se formó luego de que el hijo mayor de

Bran-do asesinó al esposo de su hermana. A Brando se le veía por televisión, muy triste, haciendo frente a esa situación.

—Cuando me vi con Evaristo —siguió contando Flash—, me pidió el favor de que le ayudara a escribir una carta a Brando, ya que él no sabía escribir. Deseaba decirle que lo recordaba con mucho cariño y que lamentaba mucho esa mala hora que estaba pasando. Me pareció un gesto muy tierno por parte de Evaristo: me conmovieron mucho sus palabras, la expresión de su rostro, y eso me hizo pensar que sin duda entre ellos hubo una gran amistad durante el tiempo que trabajaron juntos en la película. Yo ayudé a escribirle la carta y se la envié a Brando a través de un amigo que trabajaba en la Embajada. Nunca supe el destino de esa carta, si llegó a su destino y pudo leerla; en realidad es lo que menos importa, porque lo que me pareció realmente importante fue aquel gesto de Evaristo Márquez, quien decía que “Brando había sido un amigo chévere. Él hablaba inglés y yo español, pero nos entendíamos, también siempre había gente traduciéndonos. A veces yo me quedaba callado en una escena en la que tenía que hablar y él me pegaba con el pie para que reaccionara. Él me ayudaba en la película, aprendía bastante de él. Yo puedo decir que con Brando fuimos grandes amigos, ese hombre me apreciaba y yo me dejaba querer”.

Volviendo al tema de Quemada, Brando ni siquiera se molestó en discutir con los productores. Decidió marcharse de Cartagena, dijo que la película se terminaría de filmar en un lugar menos caluroso, más habitable, y con menos problemas con los periodistas.

El cansancio era general después de seis meses de producción, el equipo de trabajo llevaba varios meses en que habían dormido solo cuatro o cinco horas, y caían como moscas del cansancio. Así fue como después de 36 semanas de trabajo en Cartagena, se decidió que las filmaciones continuaran en Marruecos un mes después.

Nada más terrible para alguien que no le gustan las despedidas, que tener que

despedirse. Según me lo narró Tomassi, su último encuentro en el aeropuerto ocurrió sin mayores preámbulos, sin embargo —dijo Tomassi—, creo que fue muy especial. Marlon soltó un bolso de mano que llevaba, se metió el tiquete de avión en el bolsillo del pantalón, se me quedó mirando, puso una mano en mi cabeza y me despeinó. Entonces dijo: —Mantén la cabeza arriba, muchacho, siempre con la cabeza arriba, ¡como si fueras a cantar!

Y entonces nos dimos un abrazo, por alguna razón Marlon y yo nos abrazamos muy fuerte, como la gente que se despide para no volver. Después se volvió hacia Evaristo, dijo que en pocos días volverían a verse para seguir tocando tambores allá en Marruecos en el norte de África y perseguir muchachas que quisieran bailar en el desierto.

Después de eso, Tomassi me dijo que cada quien cogió por su lado, resignados a que la vida no es muy seria en sus cosas, menos Tomassi, que, por un defecto mediterráneo, siguió leal a su promesa de volver a la ciudad antes de morirse.

(Noticia)

Suspenden a comandante de policía, Rafael Sabalza, por delitos contra la libertad de prensa y obstrucción a la justicia

(Diario La Crónica de Cartagena – Primera página y pasa a segunda)

Un nuevo escándalo ha surgido en Cartagena en los últimos días, esta vez relacionado con el actual comandante de la policía de la ciudad, Rafael Sabalza, debido a un artículo publicado el domingo pasado, titulado “Los crímenes detrás de Quemada: la verdad sobre lo que pasó, medio siglo

después”, escrito por el periodista Santiago Barón Llorente, y que sirve de epílogo a una serie de crónicas que también fueron publicadas en este diario, hace tres años, sobre la filmación de la película Quemada en la ciudad en 1968.

En las entregas originales de la crónica, Santiago Barón, quien vive actualmente fuera del país, abordó el tema de las personas que participaron en la filmación, que aún recuerdan muchos cartageneros e italianos. Entre los protagonistas de la nota periodística, se recuerda a Marlon Brando, Gillo Pontecorvo, Evaristo Márquez y muchos más. También a Giuseppe Tomassi, un turista italiano, procedente de Roma, que falleció en un accidente, cuando fue asaltado en su apartamento por el miembro de una pandilla.

En esta nueva entrega, Santiago Barón retoma el caso de una figura popular, que había sido olvidada por muchos, se trata de la cantante Evangelina Saumeth, quien de acuerdo con esta nueva información fue asesinada en 1968 por María de los Ángeles Allende, una monja, y hermana de Fabricio Allende. Este último fue sacerdote de la iglesia de la Trinidad, con quien Saumeth tuvo relaciones sentimentales.

El padre Allende se suicidó meses antes de la muerte de la cantante, debido a una crisis espiritual al enterarse del aborto que se practicó ella, y al parecer el asesinato de Saumeth, por parte de la monja, fue por razones pasionales. Esa versión de los hechos fue confesada por María de los Ángeles Allende al cronista Barón, meses antes de morir producto de una grave enfermedad.

De acuerdo con sus declaraciones, mientras Barón realizaba las investigaciones para la crónica, se presentó la desaparición y posterior asesinato de la señora Mariela Escalante. Esta también trabajó en la película Quemada, como empleada de servicios, razón por la cual fue entrevistada por el periodista. Según la confesión que le hizo María de los Ángeles Allende, Escalante también murió asesinada por ella, ya que la señora Escalante tenía conocimiento de la responsabilidad de Allende en el crimen de Evangelina Saumeth.

¿Y en qué tiene que ver todo esto el actual comandante de la policía? En que cuando el periodista puso en conocimiento de todos estos hechos al funcionario, este le hizo amenazas directas, exigiéndole que guardara silencio en relación con los hechos, pues a nadie le iba a importar ni reclamarían justicia para una “puta que cantaba”, Evangelina Saumeth.

La intención real del detective de echar tierra al caso fue por intereses personales, ya que, si salía a la luz, el hecho de que hubiera sido un periodista y no la policía el que revelara el caso habría sido mal visto por la opinión pública, como una señal de negligencia, justo cuando Sabalza había propuesto su nombre para la comandancia de la policía, cargo del que ha sido suspendido provisionalmente.

Así las cosas, debido a las declaraciones del periodista Santiago Barón, se ha anunciado una investigación sobre las acciones del comandante de la policía para encubrir estos hechos, entre otros aspectos las presiones y amenazas al periodista y otras personas cercanas a él. Así pues, debido a la grave-dad de los hechos y la repercusión que ha tenido este caso en la opinión pública, el comandante general de la policía, después de evaluar las pruebas sobre la omisión del comandante y ante la denuncia del periodista Santiago Barón, le ha ordenado a Sabalza que se retire del cargo para que se encargue de su defensa, mientras que un nuevo comandante asume provisionalmente sus funciones.

ESPÉRAME EN EL CIELO, CORAZÓN

Al otro lado del mundo, Santiago terminó de leer la noticia en la pantalla del computador. Al parecer, necesitamos ver nuestros pecados escritos en diarios, en la televisión o en las películas para aceptar que los cometimos. Lo cierto es que todo estaba pasando muy rápido, una cosa detrás de otra, sin dar mucho tiempo a entender cómo y por qué.

Vio la foto de Sabalza que acompañaba la nota. La inseguridad tiene muchas formas de manifestarse —sutilmente— en algunos rostros duros; en los ojos de Sabalza se podía ver una de ellas. Cada perro tiene su día. Durante las siguientes semanas, las cosas pasaron por cuenta del azar y por efectos de ese ajedrez político de intereses y luchas que hay entre los poderes de una ciudad, donde hacen leña del árbol caído.

A las autoridades no les quedó otro camino que tomarse las cosas en serio, le montaron la perseguidera, le hicieron inteligencia. Sabalza había pisado en su ascenso muchos callos y por eso tenía muchos malquerientes. Salieron a flote otras denuncias graves sobre muchas de sus acciones, extorsiones, sobornos y negocios fraudulentos, que llevaron en pocos días a que lo capturaran por varios delitos.

¿Qué suerte le esperaba? Quién sabe. Algo era seguro de acuerdo a lo que se fue descubriendo y era que Sabalza tenía enemigos de sobra. Seguro le harían la vida difícil para evitar que volviera a su cargo y mantenerlo entre rejas un buen tiempo.

¿Qué sería de Cesáreo Reyes, el padre y el hijo?, se preguntaba. No los había mencionado en la última entrega de la crónica, porque no tenía sentido; eran solo

unas figuras más en el paisaje que desde la sombra habían cumplido su misión egoísta en el mundo. Además, no tenía pruebas que los comprometieran. Seguro el viejo ya estaría muerto, en todo caso tenía la certeza de que el hijo, quizá hasta el viejo, llevados por rabia o venganza, habían presionado al detective Sabalza para que interviniera en el asunto y amenazara y golpeara a Santiago. Tal vez Reyes, el hijo, solo buscaba evitar que su padre fuera mencionado en la crónica, para que no se ventilara la relación que tuvo con Evangelina.

¿Por qué? ¿Pudor social? ¿Capricho de rico autoritario? Son tantas las razones por las que la gente puede sentirse herida, amenazada, lo cierto es que todo gato quiere tapar sus porquerías y eso derivó en las caricias que Santiago recibió por parte de Sabalza, primero aquella bofetada en su casa, luego en aquel callejón oscuro que lo dejó escupiendo sangre y con varios cardenales en el cuerpo.

Desde su llegada a Berlín, se había acostumbrado a conversar con Bitar de vez en cuando. A veces pasaban meses sin escucharse y él no tenía correo electrónico, pero lo llamaba desde alguna cabina a cualquier hora, sin tener en cuenta los cambios de horario. Bitar llamó a Santiago el día en que salió la noticia sobre la captura de Sabalza. Sabía, le dijo, que se necesitaba mucho valor para haber hecho eso, que conversaría con su amigo en la policía para que internamente lo ayudara en lo que pudiera y lo mantuviera informado de todo. Afortunadamente se veían mucho porque seguía dictándole clases de ajedrez a su hijo.

También fue para esos días, una noche después de regresar del trabajo, que encontró entre sus mensajes de correo electrónico algo que casi hace que se le saliera el corazón por la boca:

From: [email protected]

To: [email protected]

Recordado Santiago,

Espero que estés bien,

He seguido por la prensa y las redes sociales la publicación de la nueva entrega de tu crónica sobre Quemada, en la que por fin cuentas muchas cosas que ocurrieron y que habías callado antes.

También sé que ese detective que te causó tantos problemas está en la cárcel y parece que tiene muchas dificultades por delante.

Quiero decirte que me alegra que hayas tenido el valor de contar todo lo que viviste, todas esas experiencias, buenas y malas, a pesar del miedo natural que dan esas cosas.

Me alegra saber que eres más valiente de lo que tú pensabas, más valiente que tú mismo, y puedes estar seguro que ese amigo tuyo, Tomassi, el que te puso a escribir esa crónica, debe estar orgulloso de ti, en alguna parte.

Sabes que cuando regreses, aquí tienes una amiga con la que salir a bailar y fumarte un cachito, recuerda que todas las calaveras son ñatas y no hay esqueleto triste.

Te mando un abrazo y un beso de papel.

TIZIANA

To: [email protected]

From: [email protected]

Querida Tiziana

Me alegra saber que estás bien y agradezco tu mensaje.

No sabes el bien que me hace leer tus palabras.

Cada uno tiene diferentes formas de lidiar con las dificultades y obligaciones que tiene en la vida. Al parecer yo necesito más tiempo de lo normal para descubrir que la mejor almohada es una conciencia tranquila.

Ten la seguridad de que cuando regrese a Cartagena serás la primera persona que llamaré, nos fumaremos ese cachito y volveremos a bailar juntos esa hermosa música tuya.

Si todavía tienes o con tus dioses africanos, encomiéndame a ellos; nunca

está de más una ayuda del más allá, en este lado de las cosas.

Yo también te mando abrazos y besos: ¡Ashé!

Santiago recordó cuando llegó a Berlín, tres años atrás, una etapa difícil que sobrellevó solo. Había aprendido de Tomassi muchas cosas, por ejemplo, que la nostalgia también puede llegar a ser un sentimiento tramposo. No había tiempo para melancolías ni sentimentalismos de exiliado con un solo par de zapatos; solo había tiempo y oportunidades para salir adelante en un mundo desconocido, donde la vida solo limita con el azar y la muerte, y eso era más que suficiente.

Los alemanes tienen fama de ser fríos, muy serios, secos y con la cabeza cuadrada. Se piensa entonces que una sonrisa es lo más extraño que puedes ver en los rostros que caminan esta ciudad. El mundo y su belleza desbaratada. Son mentiras. Yo los he visto llorar de la risa o la emoción por un gol de su equipo favorito, cagarse a trompadas con sus propios amigos y luego ponerse a llorar juntos. También se roban besos en las estaciones del metro. Se les puede ver cruzar los mil puentes de la ciudad, abrazados, dándose calor y compañía. Mientras tanto se toman las mejores cervezas del mundo.

Gracias a esa tranquilidad de conciencia, en los últimos días Santiago sentía que estaba en buena compañía estando consigo mismo, como si no debiera nada, como si ninguna culpa lo cuestionara, como si ya ningún pecado le removiera la conciencia. Somos supervivientes de elecciones equivocadas, que hemos aprendido ya lo que necesitábamos, en esta tierra que puede darle segundas oportunidades, incluso a los muertos.

Se fue entonces hasta la cocina, le quitó el corcho a una botella de vino que tenía empezada y se sirvió una copa. Caminó hasta una pequeña biblioteca, tomó una carpeta de la que sacó un pequeño disco de vinilo de 78 revoluciones, lo extrajo

de su cubierta de papel satinado, una vez más vio la etiqueta circular alrededor del orificio central, escrita a mano con una caligrafía despejada y donde podía leerse: Disco Maestro Grabación Evangelina Saumeth La Luciérnaga.

Santiago encendió el aparato que había conseguido algunos meses atrás en un Flohmarkt, un gran mercado de pulgas cerca de la estación del metro Fehrbelliner Platz, a donde llegaba todos los domingos para curiosear las miles de baratijas que vendían. Entonces puso el disco, alzó el brazo de la máquina, llevó la aguja hasta donde correspondía y empezó a escucharse una especie de lluvia. La música empezó a sonar y pareció que otro tiempo se había establecido en el ámbito.

Un instante después, escuchó una voz que cantaba Espérame en el cielo, corazón, aquel bolero que recordaba de aquella tarde en la casa del maestro Tejada, quien lo cantó junto a Bitar, casi podía jurar que esa voz del disco era la misma que le había hablado en algunos sueños, en algunas ocasiones. No pudo evitar abrir la ventana más cercana, la luna parecía el ojo de un alto faro, y el viento hacía bailar las ramas de los árboles. Se puso a respirar el aire de la noche, el perfume del tabaco de alguien llegaba desde alguna parte. Entonces, poco a poco, empezó a sentir una gran liberación.

LA QUE HABLA DORMIDA ESTÁ CANSADA Y DELIRA

Alrededor de la mujer acostada en la cama del hospital, un par de enfermeras observan los instrumentos y se miran entre ellas, esperando.

Me voy a morir, Fabricio, me voy a morir, mi amor — dice la anciana, susurra... Tiene labios pálidos, marchitos. Su voz resulta casi inaudible, pero los presentes sienten el nervio de su angustia detrás de cada palabra—, me voy a morir, mi amor, por fin vamos a estar juntos, lejos de este mundo.

Acostumbrado a los delirios de los moribundos, el sacerdote observó a una de las enfermeras, quien revisó los signos vitales de María de los Ángeles Allende.

Transcurrieron un par de minutos, mientras tanto el sacerdote dijo una plegaria. Una de las enfermeras observó la señal apagada en la pantalla de un monitor, miró al hombre, asintió y luego se hizo la señal de la cruz.

Sin solemnidad, el sacerdote extendió su mano, le cerró los párpados a la mujer, sin darse cuenta de que en ellos todavía brillaba, levemente, una luz, la lejana reminiscencia de las noches que ella había compartido con Fabricio.

El cura siguió su predicamento: Señor, recibe el alma de tu sierva en el lugar que debe esperar de tu misericordia, no hay Dios fuera de ti, ni comparable en tus obras. Alegra, Señor, esta alma en tu presencia, no te acuerdes de sus antiguas iniquidades, los excesos que suscitó la violencia y el ardor de sus pasiones. Pacis erit vobiscum.

FIN

NOTA DEL AUTOR:

Comencé a escribir El hombre que hablaba de Marlon Brando en octubre de 2013, durante una residencia en Berlín, gracias al Festival Latinale de Berlín, y terminé en enero de 2020 en Bogotá.

Nadie escribe un libro solo, aunque se escriba en sole-dad. Recibí ayuda de muchas personas. Quizá sea un exceso de mi parte tratar de agradecerle a todos, pero lo intentaré. Gracias a Irina Junieles, mi hermana, por su corazón de ángel. A Carolina Durán Negrete, por su apoyo y nobleza. A José Felix Vega Stavro, Milagro Espinosa, Augusto Otero, Patricia Romero, Freddy Ávila, Alberto Salcedo Ramos, Javier Ortiz Cassiani, Gustavo Tatis Guerra, Manuel Guerrero, Carlos Marín Calderín, Frank Báez, Yarley García, Esteban Cruz Niño, Juan Camilo Rincón, Moisés Carreño, René Arrieta Perez, Claudia Ayola, Rodolfo Lara Hernández, Vanessa Perez, Juan Carlos Villamizar y Tadeo Martínez; por su amistad.

A Haroldo Rodríguez, director de la Cinemateca de Cartagena, por permitir el a sus archivos audiovisuales. Al periodista y escritor Rubén Darío Álvarez, por su apoyo en la realización de varias entrevistas. Igualmente al periodista Amaury Muñoz, por sus recuerdo sobre la Cartagena de 1968-69, y a Enrique Luis Muñoz Vélez, por compartir su sabiduría sobre la historia de Cartagena y el Caribe.

Al maestro Alberto Tejada, por aquella noche de recuerdos en Chapinero. A Marlon Perez Ricardo por nuestro diálogo en el Parque del Centenario. A Hugo Merchán por nuestras charlas y sus ocurrencias. Y a Hubert Vane-gas, por las tardes de películas recordadas, como si hubieran sido vividas.

Al escritor Mario Mendoza, por nuestra conversación en Medellín, sobre el arte de la novela y Marlon Brando. A Paul Brito, Erick Duncan y Rodrigo Bastidas por sus lecturas juiciosas de la novela. A María Fernanda Piñeres, por su memoria prodigiosa. Daniel Ángel, Oscar Pantoja, José Arcadio López, Jerónimo García Riaño, Miguel Ángel Pulido, Andrés Mauricio Muñoz, Luis Felipe Núñez y María del Rosario Laverde; quienes con sus observaciones enriquecieron esta obra. A los carnales del Parque San Diego en Cartagena y a los compinches de La Cofradía. A Juan David Correa Ulloa y Miguel Ángel Manrique, de Editorial Plane-ta, por su confianza. A mi editor, Christopher Tibble, por su profesionalismo y humanidad: todos los errores de este libro son míos, y si tiene virtudes son gracias a su trabajo.

El Marlon Brando de esta obra es, por supuesto, un personaje de ficción, pues las historias en que se ve envuelto, él y todos los personajes mencionados, pertenecen al reino de la imaginación; aunque muchos datos, sucesos y diálogos que aquí aparecen sean reales, contenidos en archivos periodísticos, impresos o audiovisuales, y también gracias a entrevistas realizadas a muchas personas reales.

BIBLIOGRAFÍA

• Canciones que me enseñó mi madre. Autores: Marlon Brando con Robert Lindsey. Editorial Atlántida. Buenos Aires, Argentina, 1994.

• Yo confieso: Brando al desnudo. Autor: Lawrence Grobel. Ediciones Manon Troppo. Ediciones Robin-book. Barcelona, 2009.

• Marlon Brando: escándalo y mito. Autor: Alberto Duque López. Panamericana Editorial, 2004.

Agradecimiento a todos los periodistas que, gracias a sus crónicas, entrevistas y artículos contribuyeron a que esta ficción hubiera sido posible, entre ellos menciono especialmente a:

• “Antes de que se me olvide” Libro del periodista Edgar García Ochoa Flash, quien también fue entrevistado en la ciudad de Barranquilla, Colombia, en 2017.

• “Evaristo Márquez, de sembrador de maíz a estrella de cine”. Del libro: La ciudad amurallada, de Gustavo Tatis Guerra. Ediciones Pluma de Mompox, 2002.

• “Ese man es Marlon Brando” (crónica). Del libro: Ese man es Marlon Brando y otras crónicas, de Juan Carlos Díaz. Ediciones Pluma de Mompox, 2009.

• “Evaristo Márquez: el escudero de Marlon Brando”. Por Santiago Santiago Cruz Hoyos. Crónica del autor publicada en su blog personal: santiagocruzhoyos.blogspot.com.co

Gracias a los funcionarios de Archivo del diario El Universal, de Cartagena de Indias, y a los amigos de la Biblioteca Nacional de Bogotá, por permitir el a los archivos periodísticos de El Diario del Caribe, Diario de la Costa; y otras publicaciones.

Otros títulos de la colección:

Érase una vez en el Chocó Cristian Valencia

Las muertes chiquitas Margarita Posada

Búsqueda incesante Felipe Agudelo

Amigo de nadie Juan José Gaviria y Simón Ospina

Bienvenido mal, si vienes solo Jacqueline Urzola

Horóscopo Paola Guevara

Akelarre Mario Mendoza

En sitios más oscuros Juan Carlos Echeverry

Algún día, hoy Ángela Becerra

J.J. Junieles nació en San Luis de Sincé (1970), creció en Cartagena y vive en Bogotá. Ha publicado en poesía: Temeré por mí al final de estas líneas (1996), Canciones de un barrio en la frontera (2002), Metafísica de los patios (2008) y Barrio Blues (2015); en cuento: Con la luz que me queda basta (2007), Todos los locos hablan solos (2011) y la antología de cuentos Mucho gusto, Pablo Escobar Gaviria (2019). Sus trabajos periodísticos han sido publicados en El Espectador, El Tiempo, Semana y SoHo; también en Revista Ecos y Alba de Alemania y en Revista Global de Rep. Dominicana. En 2002 ganó el Premio Nacional de Literatura Ciudad de Bogotá-Poesía; en 2007, la Beca de Residencia Artística Banff Centre for the Arts de Canadá, el X Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén (México-Cuba), y fue escogido en la primera edición del proyecto Bogotá 39. Ha sido alto consejero de Cultura de la Gobernación de Bolívar y consultor de la Universidad Nacional de Colombia. Textos suyos aparecen en antologías de México, España, Argentina y Colombia. Ha sido traducido al inglés, italiano, alemán y sueco.