De Vuelta A Casa - Jim Harrison - 378 533w5s

DE VUELTA A CASA JIM HARRISON

Primera parte I John Wesley Northridge II 21 DE OCTUBRE DE 1952 Es fácil olvidar que, por lo general, nuestra muerte se produce a un ritmo sólo siete veces más lento que la de nuestros perros. La sencillez de esta proporción es algo que percibí a una edad muy temprana de mi vida, pues me crié en una región tan aislada que los amigos más íntimos de mi infancia fueron los perros. Ése es el motivo de que siempre haya sido poco locuaz, aunque de haber tenido las cuerdas vocales colocadas de otro modo es muy posible que hubiese podido gruñir, ladrar o aullar al husmear algún peligro invisible más allá de la luz que creemos nos rodea, pero que muy a menudo nos protege. Mi madre era una sioux oglala (entre sí se llaman lakotas) y mi padre un huérfano del este: un caucasiano blanco como la nieve de marzo, de ésa bajo la cual no crees que nunca nazca la primavera, con ataques intermitentes de locura por una vida dedicada en gran parte a ayudar a los nativos a conciliarse con sus conquistadores. Después de que le desmovilizaran al concluir la guerra civil [¡sic!], y hasta diciembre de 1890, se dedicó en cuerpo y alma a esta tarea, eligiendo la botánica como instrumento de liberalización, y esto en una región como la de las Grandes Llanuras, poco propicia para el cultivo de los árboles frutales y los arbustos productores de bayas característicos del este. El hecho de que fracasara por completo en la misión que se había impuesto en la vida sólo contribuye a incrementar la veneración que siento por él, aunque me resultó mucho más fácil vivir en su compañía una vez hubo muerto que mientras estaba vivo, sobre todo por culpa de los ataques de irracionalidad que le sobrevinieron durante los últimos veinte años de su existencia. Siempre he dedicado los domingos a la reflexión, un hábito que rne fue impuesto desde la niñez, al abandonar mi padre la iglesia y entregarse a mi educación con un vigor que debería calificar de bastante molesto. Poco a poco se había dejado convencer por las creencias nativas de que cada día debe ser domingo por lo que respecta a la devoción, y el hecho de que sus impulsos religiosos carecieran de un objetivo inmediato me convirtió en su presa más adecuada. ¿Qué jovencito preferiría sinceramente que le leyeran las opiniones de Emerson sobre la «Autoconfianza», sentado junto al fuego en las largas tardes de invierno, o en verano cuando tarda en oscurecer, mientras podría estar correteando por las colinas, al otro lado del río Niobrara, buscando puntas de flecha con los perros?

Había una perra airedale terrier, llamada Kate, que sabía cómo encontrarlas siempre que no fuera en busca de algo para cazar o comer, y ladraba con insistencia ante cualquier piedrecita extraña de punta afilada. De manera que todos los domingos por la tarde me sentaba a la mesa de la cocina para reflexionar acerca de la semana que acababa de concluir, y en mi primera libreta, de tapas color azul grisáceo, anoté con letra infantil: «No qiero estar aqí». Ayer por la mañana, cuando empecé a escribir esto, me desperté sobresaltado, convencido deque había oído el coche de mi hijo John Wesley subir por el largo camino de dos carriles que conduce hasta la casa, pero luego pensé que hace ya dos años que murió y que debía de ser el camión de la leche, traqueteando por el tramo de la carretera que pasa a casi dos kilómetros al este de aquí. Aun así, salté de la cama con el corazón palpitando, esperanzado, hasta que su rostro, desde la foto que tenía sobre la cómoda, me habló con mayor rotundidad de la que me había hablado en toda su vida. Panmunjon, Corea. Sin embargo, su hija, mi nieta, me había preguntado el día anterior por qué mis padres murieron con sólo tres días de diferencia allá en febrero de 1910. Dalva tiene apenas once años, y supongo que sentía curiosidad porque una tormenta de octubre había cercenado las hojas de la arboleda de lilas donde se encuentra el cementerio de la familia, y esto hizo que volviera a interesarse por los que están enterrados allí, así como por su padre aunque su cuerpo no esté allí, dado que sus restos reposan todavía en la ladera de una colina nevada en Corea del Sur. De todos modos, al saltar de la cama con tanta precipitación sentí que mi corazón empezaba a palpitar con celeridad, hasta el punto de que rebotaba literalmente contra las paredes del saco que lo envuelve, y experimenté la más estremecedora sensación de mortalidad que haya sentido en mi vida, salvo en los escarceos de violencia física que durante mi juventud tuve por Arizona, México y Francia, por no mencionar a los dos bravucones borrachos que en 1913 lancé al río East de Nueva York, después de una enconada pelea. Las fricciones con la muerte son tan memorables, que varias décadas después aún puedes recordar los poros de la cara del enemigo que tuviste ante ti. No obstante, nadie formula una pregunta con mayor seriedad que las criaturas de once años, y se merecen que la contestemos con amabilidad, en la medida que su atención es casi dolorosa, dado que aguardan una respuesta en vez de urdir la siguiente pregunta. Dalva suele hacer esas mismas preguntas, o parecidas, en relación con los caballos que tuvimos en el pasado, pues le encantan las historias familiares: por ejemplo, ¿cómo alimentábamos Lundquist y yo, en 1934, a un semental belga para lograr que pesara mil doscientos cincuenta kilos: supuestamente el más grande del país, si no del mundo, en aquel entonces? Sin embargo, la pregunta de por qué mis padres fallecieron con sólo tres días de diferencia no puede responderse con un: «Porque la edad y las enfermedades los debilitaron hasta que les falló el corazón». Hay que integrar este acontecimiento en

una historia, que por otro lado no puede ser sencilla: con once años, Dalva ya lee a Dickens y a las hermanas Bronté, y una realidad retratada con descuido y utilizando colores pastel no sería suficiente. Por otra parte, la semana anterior había ocurrido algo bastante extraño, que me produjo una gran inquietud. Lundquist y yo habíamos viajado tres horas en coche hacia el noroeste con mi perra Tess, el único terrier inglés que me queda, para lo que con toda probabilidad será para ambos la última cacería de pájaros, ya que la perra tiene doce años y yo sé desde hace un año que cuando Tess se haya ido la caza se habrá terminado para mí. Habíamos salido antes del amanecer y llegamos a nuestra primera parada cerca de Parmelee, al otro lado de la frontera con Dakota del Sur, desde donde pretendíamos seguir hasta Gordon para visitar algunas zonas de maleza en las que se oculta la caza, y donde la perra tuvo hace tiempo sus días de gloria. A los perros pajareros les gusta visitar de nuevo los escenarios en donde fueron felices, tal como nos sucede a las personas. Como era de esperar, Lundquist protestó ante la idea de ir a Parmelee: según él, tres de su familia habían perdido la vida en la masacre de New Ulm, en Minnesota, cien años atrás, y tenía miedo de los lakotas. Tess levantó a un urogallo de cola puntiaguda y yo le disparé, pero sólo conseguí herirlo, de modo que tuvimos que seguirle la pista en medio de juncias y espinos durante media hora, maldiciendo a Lundquist, que se había despistado como si persiguiera una estrella lejana en pleno día. Tess descubrió de nuevo el ave herida pero, debido a su buena disposición, se negó a rematarla. Cogí al urogallo del cuello y se lo retorcí, percibiendo el chasquido de las frágiles vértebras debajo del pulgar. Por alguna extraña razón, sentí el impulso de besar al animal, pero experimenté un vahído y me quedé medio en cuclillas el tiempo suficiente para preocupar a la perra. Un anciano a punto de arrodillarse en un lodazal, diciéndole adiós a la caza después de medio siglo, sin duda debe de ser una imagen bastante melancólica. Hacer revivir al urogallo fue sin duda un impulso inesperado y sentimental, no menos absurdo por el hecho de sentirlo de verdad. En este mundo espantoso hay más sentimentalismo por las matanzas que por la maternidad. Cuando me erguí y me encaminé hacia el coche, el día, que había comenzado soleado y cálido para mediados de octubre, se había vuelto gris y frío, con un viento que empezaba a soplar del noroeste. El corazón, que tan ansioso se había mostrado por emprender aquella última cacería, tenía que hacer grandes esfuerzos para llevarme de regreso hasta el coche, al parecer situado cada vez más lejos, y las piernas con las que había llegado a recorrer cincuenta kilómetros en un solo día se enredaban con las briznas de la corta hierba y daban traspiés con las flores muertas. Me dije que había transcurrido tan sólo una semana desde que hiciera el amor con especial intensidad, pero eso no fue suficiente para impulsarme hasta el coche, transformado ahora en un punto reluciente sobre una loma lejana. En ese mar de hierba siempre hay que aparcar en lo alto de una loma para obtener una mejor

orientación, así uno no se pierde en el reseco y ondulante paisaje, de un color que los pintores llaman «siena tostada». Tomé un par de tragos de la botella de whisky ante la mirada desaprobatoria de Lundquist, que había conectado la calefacción del coche y comía un emparedado de manteca de cacahuete, cebolla y mostaza con un entusiasmo que, me atrevería a decir, nadie más podría compartir. Trabaja conmigo desde 1919, y su vida está organizada mediante ritos muy especiales: siempre bebe agua antes del whisky. Nunca discutimos, pero, como suele ocurrir entre amigos, nos lanzamos indirectas respecto a nuestros hábitos y creencias. «¿Y vas a beber el whisky antes?» No importa que haya hecho eso mismo cientos de veces y en su presencia. Dormité un rato mientras Lundquist conducía de vuelta a casa, después de abandonar el plan de pasar todo el día cazando. Desperté en cuanto paró el coche y se bajó, y me invadió la sensación de que no habíamos avanzado demasiado. El motor seguía en marcha, así como los limpiaparabrisas, y noté las espinillas demasiado calientes a causa de la calefacción. Lundquist estaba hurgando en el maletero, y al abrir los ojos vi que se alejaba con un saco de harpillera unos cincuenta metros, hasta donde dos docenas de hombres, mujeres y niños recolectaban patatas bajo una mezcla de llovizna y aguanieve. Tres muchachitos, insensibles al mal tiempo, mantenían una batalla de patatas. En mi niñez yo había recolectado muchas patatas bajo un tiempo inclemente, y no solía producirme mucha alegría: era un trabajo y, en ese caso, un trabajo para subsistir. Aunque John Neihardt, el poeta y erudito norteamericano, me contó que hasta el legendario hechicero lakota Alce Negro recolectaba patatas en cuanto llegaba el otoño, y además con un humor que superaba al de cualquiera, si exceptuamos al de aquellos muchachitos. Captó entonces mi atención un anciano vestido con ropas muy gastadas, el cual tenía un brazo tieso que le impedía recoger patatas a la misma velocidad que los demás. Incluso desde aquella distancia, observé la curiosa curvatura del puente de su nariz y el pómulo hundido, provocado por la coz de una vaca cuando apenas tendríamos diez años. No cabía duda de que se trataba de Smith, un nombre que él había adoptado en broma, ya que se trataba de un apellido muy corriente entre los blancos y le podía proporcionar un ligero anonimato. Era descendiente de la familia de Samuel Caballo Americano y, aunque yo conocía su verdadero nombre, no podía divulgar su secreto hasta después de transcurridos cincuenta años. Le había visto por última vez en 1906; ambos teníamos dieciocho años y él partió para Europa como jinete cómico en una compañía de cowboys y guerreros, uno de los últimos espectáculos del salvaje oeste que efectuaban giras por el extranjero. Salté limpiamente del coche y di un traspiés en la cuneta, pero mis piernas recuperaron fuerzas a medida que me acercaba a él. Cuando me hallaba a mitad de camino y todavía faltaban unos treinta metros, Smith se volvió y me reconoció, pero

desvió la mirada con gesto inexpresivo, provocando en mí cierta inquietud. Aun así, seguí avanzando y le llamé por su nombre: —Me alegro de verte —le dije utilizando mis conocimientos rudimentarios del lakota, al tiempo que maldecía el hecho de que mi Padre me hubiese alejado todo lo posible de esta lengua. Al contestar, su voz sonó tan suave y firme como siempre, sin los ligeros temblores que yo había empezado a descubrir en la mía. Deseaba abrazarlo, pero sus palabras fueron en extremo hirientes: se alegraba de ver que yo seguía con vida, y me agradeció la amabilidad que mi familia le había demostrado durante tanto tiempo, amabilidad que no le había permitido prepararse para las brutalidades de la vida que le aguardaban después. Ahora era un wicasan wanca, un hechicero al que no le estaba permitido hablar con los blancos, y, aunque yo fuera medio lakota, vivía como un blanco, y eso era lo que importaba. En aquellos momentos prefería que yo me marchara, pero dijo que me haría una visita el último año de mi vida, en cuanto hubiese superado todas la diferencias que su existencia había provocado. Hizo una ligera inclinación de cabeza y siguió recolectando patatas. Sentí entonces el impulso infantil, aunque sin duda bastante natural, de preguntarle cuál sería el último año de mi vida, pero comprendí que esto sería un error y me fui, aunque de nuevo con el paso vacilante al pensar que había considerado a aquel hombre el mejor amigo de mi vida. Esta mañana, al despertarme con la primera luz del día, tan débil que apenas era un trazo borroso, vi que mi mundo estaba cubierto por una gruesa capa de escarcha. Había dormido con intermitencias, medio obsesionado por la pregunta de Dalva sobre la muerte de mis padres. El deseo de dar con una sabia respuesta seguía camuflándose con los recuerdos en la oscuridad, así que tuve que encender la luz para regresar a eso que consideramos el mundo real, una ficción bastante agradable. Me puse la bata de lana, aunque se me olvidaron las zapatillas, y crucé por el estudio, donde los airedales terrier yacían espatarrados sobre una piel de búfalo. Sólo la perra más joven, Sonta, se levantó para saludarme en cuanto me vio. Los demás se contentaron con un gruñido colectivo ante la interrupción de sus costumbres en un momento en que no se percibía peligro alguno. Tropecé al golpear con el dedo gordo de un pie y tuve que sujetarme del quicio de la puerta, al tiempo que procuraba no dañar con mis dedos un cuadro de Maynard Dixon, una pequeña obra de sus últimos tiempos por la que sentía especial cariño. Sonia se quedó en los peldaños del porche y yo deambulé por la brillante hierba congelada. El frío no tardó en atravesar mis pies y fui dando saltitos, aunque no muy altos. Me acerqué lo bastante a la arboleda de lilas como para ver las tumbas, luego di media vuelta y descubrí que mis pies habían fundido en parte la escarcha, y la coreografía de mis saltos me recordó el juego del infernáculo al que jugábamos antes de que abandonara la escuela para siempre. Era difícil retroceder con

precisión sobre mis pasos, pero lo conseguí saltando a derecha e izquierda con mis pies entumecidos, riendo ante mi torpeza, ante mi bamboleante danza de la escarcha. Metí los pies en un enorme caldero lleno de agua caliente, mientras bebía mi café y observaba cómo la helada desaparecía poco a poco bajo el sol no demasiado intenso de octubre. Paul, el mayor de mis dos hijos, ha viajado varias veces a Sudamérica en invierno: para estudiar geología, aunque me temo que su principal interés era ir al encuentro de unos días más prolongados. De pequeño decía que, de haber podido escoger, hubiese preferido que todos los días pertenecieran al solsticio de verano. Otros inviernos viajaba con su madre a Arizona, mientras que John Wesley solía quedarse conmigo en la granja. Es indudable que se trata más de un rancho que de una granja, pero me gusta llamarla así por la inercia, tan arraigada, del prejuicio popular contra los rancheros. Hubo una vez en que a una insoportable mujer de Kentucky le dije que dirigía un balneario para el engorde de vacas. Eso fue en el Derby de 1947, donde me encontraba con unos cuantos aficionados a las carreras de caballos y tuve la impresión de que aquella mujer hubiese preferido que yo fuera el director de una industria en lugar de un pintor fracasado con cierta habilidad para cultivar la tierra. He considerado siempre que la codicia es el vicio humano más fácil de identificar, y fui su víctima durante demasiado tiempo. Mi padre, para quien Dios era más real que la vaca lechera que teníamos en el establo, también fue culpable en este aspecto, si bien se le puede excusar porque vio a los lakotas sufrir horrores a causa de la falta de tierra. Incluso el gran enemigo de los nativos que fue el general Philip Sheridan reconoció que «una reserva es tan sólo un pedazo de tierra sin valor, rodeada de sinvergüenzas». Hacia el final de su vida, mi padre pudo regocijarse con la opinión radicalmente desfavorable que Henry Adams tenía del «movimiento occidental», mientras a mí su libro (La educación de Henry Adams) me parecía demasiado profuso en ironías y escaso en los colores elementales que la vida es capaz de ofrecer a quienes poseen una curiosidad sin límites. Supongo que el pobre Adams nunca llegó a recuperarse del suicidio de su esposa, aunque es bastante discutible que alguien pueda recuperarse de algo. Yo todavía doy un respingo al oír el disparo de un antiguo rifle, y un recuerdo errante de Adelle, muerta hace ya cuarenta y un años, aún consigue que mi cuerpo se ponga rígido por la aflicción. Sin embargo, en otras ocasiones, sobre todo al ir de paseo, puedo oír su voz con una musicalidad semejante a la de las currucas zarcerillas que pueblan los matorrales a lo largo del Niobrara. Los muertos no suelen prestarse a que los convirtamos en una cómoda evocación cuando los amamos con tanta intensidad. Naomi ha telefoneado de la escuela rural donde imparte clases para preguntar si Dalva puede venir a cenar. Ella tiene que acompañar a Ruth a un recital de piano, algo que Dalva aborrece porque no hacen más que tocar las mismas piezas una y

otra vez. Esta chica no está dotada para las gracias de la repetición, y yo tampoco, aunque existen castigos especiales para esa desazón. Tendré que hacer yo mismo la comida, ya que la mujer de Lundquist, que cuida de la casa, se ha ido a Lincoln, la capital, a una conferencia luterana. Esta mujer está siempre en un estado de gran enojo espiritual, y la lista de sus fobias sería tan extensa como la guía telefónica de Omaha. Se llama Frieda y a su hija le puso ese mismo nombre, aunque Lundquist me contó que él hubiese preferido llamarla Victoria, por motivos que no quiso explicar. Frieda tiene una constitución que recuerda la de las cerdas de Hampshire, y habla con una irritante voz chillona. No obstante, en algunas ocasiones es hasta simpática, y una experta en el cultivo de las flores; y a mí me encantan las flores. Pienso que es el momento ideal para descongelar el urogallo que cacé la semana pasada, pues Dalva disfruta con eso que ella llama «comida india» y que en su casa no puede comer, ya que Naomi es creyente, naturalista por afición, y no permite que en su cocina entre nada salvaje. En una ocasión le pregunté en broma si su Dios quiere más a los ciervos que a las vacas, pero ella va de tan buena fe, que no suelo martirizarla al respecto. Hubo una época en que yo criaba las mejores reses del estado, y tampoco habría estado dispuesto a dar mi brazo a torcer. Hará unos pocos años, Dalva bajó de la camioneta de Lundquist y entró en casa corriendo, con el corazón y el hígado de un ciervo dentro de una ensangrentada bolsa de papel. —¡Son como los nuestros y ahora podremos comerlos para almorzar! —exclamó casi gritando. Lundquist solía recogerla los fines de semana camino del trabajo, y como mínimo un par de veces al año se encontraban con un ciervo atropellado en la cuneta, producto del exceso de velocidad de algún borracho que, a altas horas de la noche, pretendía adelantar a sus propios faros por una carretera secundaria y atrepellaba al animal. En algún recoveco del fondo de mi mente estoy eludiendo la pregunta del día: la muerte de mis padres. Dalva conoce el fin de la historia de su padre y desea saber el de los míos. No es una conversación muy agradable para la cena, pero a los crios les tienen sin cuidado estas distinciones. Ya es hora de almorzar y me he saltado el desayuno contemplando la descongelación de la escarcha. Aún llevo puesta mi vieja bata de lana azul marino, con el dobladillo deshilacliado allí donde Sonia solía tirar de ella cuando era un cachorro, arrastrándola desde el dormitorio hasta la cocina a la hora del café de la mañana; una costumbre que ponía histérica a Frieda. No puedo seguir aquí sentado contemplando cómo se descongela un urogallo, aunque resulta tentador sentirse un viejo chino de La montaña de jade. Tardé mucho en descubrir el placer de estar sentado sin pensar en nada, o en casi nada. Ya en el estudio, de la caja de seguridad que hay detrás de la librería, protegida por una difícil combinación —1, 2, 3—, saco la libreta adecuada. Al salir de la estancia hago una pausa frente a los cuadros de

Burchfield y de Charley Russell, ambos adquiridos por una nimiedad cuando mí mundo era joven, y el de ellos también. Con la edad ya no necesito hacer juicios comparativos respecto a sus méritos, perdido ya el apremio por ser justo. Uno es uno y el otro es el otro. Con la edad, uno pierde el sentido de la supuesta inevitabilidad del arte y de la vida. Los momentos más intensos ya no se engarzan mediante un destino imaginario. El sentido de la proporción entre experiencias buenas y experiencias malas pierde todo su atractivo. Lo malo es malo y dejas que pase. Lo bueno es algo que recibes con alegría mientras pasa con gran celeridad. Los debates mentales se vuelven más lúcidos y se amortiguan con las imágenes particulares que los acompañan, irracionales en cierto sentido, y que escapan a la lógica ordinaria. El dinero se reduce a puro dinero. El miedo se hace reconocible, deja de ser algo vago; es penetrante, y su finalidad es buena también. Si la sabiduría existe como tal, se ve menguada por el cansancio. En las raras ocasiones en.que repaso una antigua libreta, como estoy haciendo ahora, el sudor se me sube a las raíces del pelo, al tiempo que me pregunto: «¿Qué hará ahora ese estúpido?». En mis anotaciones hay una doble melancolía hasta el momento en que partí hacia la primera guerra mundial, a la edad relativamente madura de treinta y un años. Hasta entonces, las libretas aparecen llenas de bocetos; casi en cada página, de hecho. Hay más dibujos que texto. El mundo contemplado, más que analizado. Resultaría casi agradable pensar que la guerra contribuyó a que abandonara lo que yo creía mi vocación artística, pero la verdad es que mi talento no era lo bastante sólido, ni obsesivo, para superar la desilusión. Durante mucho tiempo mi alma permaneció congelada, pero al recuperar su calor yo estaba ocupado en otras cosas. 7 de feb., 1910. — Subo desde muy al sur del río Magdalena, en Sonora, y me dirijo hacia Nogales. Al anochecer hace un frío espantoso y utilizo la manta del caballo para ponerla encima del petate, después de haber reunido hierbas para lograr un acolchado debajo. En las proximidades del camino escasea la leña, así que tuve que internarme algo más por un cañón y logré realizar tres bocetos antes de que el sol se ocultara. Me dolerá tener que desprenderme de este caballo, ya que después de toda una vida entre esos animales, éste es el más inteligente que he tenido. Un ruano castrado que, sin dejar de masticar su hierba, mira por encima de mi hombro mientras dibujo. Pienso que podría entrenarlo para que me traiga leña, pero mi seguridad depende de que le mantenga trabado. No se ha dejado acobardar por la manada de coatíes (aquí los llaman «chulos») que echaron a correr por un cañón lateral al llegar nosotros. Son unas extrañas criaturas, una especie de cruce entre nutria y mapache. En torno al mediodía me detengo en una hacienda para llenar de agua mi cantimplora y conozco a un joven ranchero mexicano muy interesante, de más o menos mi edad, que estudió en la Universidad de Kansas durante dos años. Me dice que es un buen momento para abandonar México, pues la insistencia de Porfirio Díaz a presentarse de nuevo a la presidencia traerá problemas, si no la

revolución. ira mi caballo y se sorprende al decirle yo que desde septiembre, en que salí de Mazatlán, he viajado siempre a lomos de este animal. La mejor explicación que puedo ofrecerle es que voy de un sitio para otro realizando bocetos cuando hace frío, y que durante los meses de verano me dedico a pintar y a comerciar con caballos. Basta con ver en sus ojos la expresión de lejanía para comprender cuánto le gustaría abandonar su gran hacienda y cabalgar más allá del horizonte. Tanto sus padres como su esposa viven en Hermosillo, ya que prefieren la vida en sociedad a la de un rancho. Hace señas a una joven criada para que me sirva algo de comer y luego, algo turbado, me confiesa que en su adolescencia quiso ser poeta. La sirvienta ha depositado a su bebé encima de una almohada a la sombra, pues aquí los días son tan calurosos como frías las noches, y me lo quedo mirando, ansioso por dibujarlo. El pequeño empieza a llorar, así que hago el gesto de ir a consolarlo, pero el hombre me sujeta del brazo y me dice que el niño está desfigurado, que la muchacha cree que esto es debido a que lo tuvo sin estar casada. La sirvienta regresa y descubro que es de una belleza deslumbradora. Me sirve limonada y un plato de estofado, luego se acerca a coger al bebé y entreveo que éste tiene torcida la cara. El pequeño intuye que he descubierto su secreto y desvía la mirada. La joven me mira con actitud bastante desafiante y yo le tiendo los brazos. Se me acerca, deposita en ellos al crío y yo lo sujeto contra mi pecho. Todos guardamos silencio, hasta que la joven formula una pregunta en español y el hombre me la traduce, diciendo que le gustaría que yo le cante una canción de buena suerte. No se me ocurre nada apropiado, y entonces me acuerdo de un poema de Stevenson, el favorito de mi madre lakota, que ella solía leerme:

Cuando la luna y las estrellas se ocultan y el viento sopla desaforado, durante la noche lluviosa y oscura un hombre se aleja cabalgando. Dejo a un lado mi diario y me visto para recuperar la calma. En 1921, al visitar de nuevo la zona, encontré aquella hacienda, pero se hallaba en ruinas, el estuco lleno de agujeros de bala. Estuve dando vueltas por Hermosillo con la esperanza de encontrarme con ellos, pero no fue así. Ignoraba sus nombres para poder investigar; sin embargo, tuve la sensación de que aquella tarde en que me pidieron que me quedara tendría que haber accedido. Estamos convencidos de que la vida es algo sólido, y nos asombramos cada vez que el tiempo nos convence de que es algo líquido... Si el viejo Heráclito aseguraba que es imposible cruzar el mismo río una sola vez, más lo será cruzarlo dos veces. 10 de feb., 1910. — Me alojo en el hotel Moctezuma de Nogales, Arizona, donde hace cinco meses me apeé del tren para internarme en este otro mundo. Hay varias

cartas de tono lastimero procedentes de casa, con las que me envían excesivo dinero, y luego un telegrama de Walgren, nuestro vecino, uno de los carpinteros suecos que construyeron nuestra casa y que más adelante se convirtió en abogado de la gran comunidad de emigrantes que pueblan en la zona. Es un viejo bastardo, severo y austero, que nunca deja escapar la oportunidad de soltar un sermón. Mis padres se encuentran bastante enfermos, y compruebo que el telegrama tiene más de un mes, ya que lo enviaron poco después de Año Nuevo. Efectúo el corto trayecto hasta la estación para comprar el pasaje, y miro con pesar al otro lado de la frontera, hacia la lejana granja situada en la ladera de la colina en donde he dejado mi caballo. He pagado un año de estancia y les he dicho que lo saquen a pasear por el campo, lo cual ha llenado de dicha a un muchachito de unos diez años, que de inmediato se ha puesto a cepillarlo. ¿Qué será de mi caballo si estalla una revolución? Ni Walgren ni mis padres tienen teléfono; apenas los hay en nuestra zona. Envío sendos telegramas a Walgren y al shériff del condado, que no siente ningún aprecio por mí, avisándoles de mi regreso a casa. De vuelta en el hotel, clasifico mis dibujos y los empaqueto, luego me doy el primer baño caliente en un mes. Noto un nudo en la garganta y por debajo del esternón a causa de lo de mis padres, pero también por la turbadora imagen de una muchacha que esta mañana vi cómo de un ágil salto montaba un caballo al estilo apache. Al ver que la estaba observando me sonrió, luego tiró de las riendas y se alejó a gran velocidad, con el cabello flotando al aire, hacia la cumbre de una colina, donde, como es lógico, no se volvió para dedicarme otra mirada. Con una ya era suficiente. ¡Los padres agonizando y el fantasma del sexo! En cierto modo, mi padre siempre se opuso a mi obsesión por el arte, sobre todo a una edad tan temprana, y en cambio se siente feliz ante el evidente talento que he demostrado como negociante en ganado y en terrenos, con lo cual me gano la vida desde que cumplí catorce años. En su opinión, ambas cosas, arte y dinero, no armonizan. Cuando yo era sólo un muchachito que lo fisgoneaba todo, aprovechaba las salidas de mi padre para examinar los documentos que él ocultaba bajo llave, relacionados con el negocio de los viveros de plantas que inició después de la guerra civil. Escondía la llave debajo de la alfombra, al lado de su sillón, pues siempre ha sido muy amante de estos secretos, convencido quizá de que los negocios no armonizaban demasiado con su devoción. Dado que desde muy temprano exterioricé mi interés por dedicarme a la pintura, mi padre eligió la misión de hacer comentarios marginales acerca de las «imágenes grabadas»: sobre la posible blasfemia de Edison al recrear la voz humana, el engaño de las artes fotográficas, el error de la pretensión de grabar imágenes «en movimiento», y el profundo peligro que constituía de por sí el automóvil al cambiar de manera radical el sentido del tiempo, que antes dependía en gran medida de las distancias. O al menos eso decía él... Pico la cebolla y la pongo en la sartén para sofreiría con mantequilla, y luego añado unas hojas de salvia fresca de las macetas de hierbas aromáticas que Frieda cultiva

en el alféizar de la ventana. Además, ella también bate una mantequilla de la que no se encuentra otra igual ni en Chicago ni en Nueva York, sino que para encontrarla es preciso viajar a un lugar tan lejano como Normandía. Pico la molleja del ave y la mezclo con la cebolla en la sartén, después corto un trozo de pan a cuadraditos y se los añado. A Dalva le gusta el relleno del ave tostado, no «pegajoso». Sólo se come el nabo de Suecia si está majado con patatas, y de las coles de Bruselas no quiere oír hablar a menos que estén partidas en dos y fritas en vez de hervidas. Hay pocas cosas en la vida a las que no dedique toda su atención. Consigue que Sonta cruce a nado el Niobrara mientras yo no logro siquiera que cruce un riachuelo. Siendo sólo un cachorrito, Lundquist solía llevarla en brazos para protegerla contra los gansos del corral. Ya de adulta, mató un único ganso para vengarse. Pienso en mi amigo Davis, un excelente cocinero de campaña que murió durante el primer viaje que hice a México en 1909. Era de Omaha y tenía mucho más talento que yo como dibujante, pero era extremadamente temerario y capcioso. Nos hallábamos cerca de El Salto, al oeste de Durango, acampados en un desfiladero entre montañas escarpadas: dos típicos llaneros, pero yo andaba con cuidado y él no. Estábamos a finales de la primavera y había demasiadas serpientes de cascabel para que la exploración resultara cómoda, salvo con el frío de la mañana. Yo dibujaba al calor del mediodía mientras Davis no paraba de beber tequila para combatir un dolor de muelas. Entonces dijo que iba a subir a lo alto de la montaña para tomar el aire. Esto me irritó, así que le contesté: —Hazlo, estúpido, y te romperás la cabeza. Y esto es lo que pasó, aunque no sólo esto. Me llamó desde lo alto de un precipicio situado unos ochocientos metros más arriba, o como mínimo me lo pareció, y al levantar los ojos para mirarle vi cómo daba un traspiés, luego que caía hacia delante, gritaba y se deslizaba cabeza abajo por una barranca. Es curioso, pero junto a su cuerpo, despellejado por completo en medio de los harapos ensangrentados de su ropa, había una enorme serpiente. Tenía la cara tan destrozada que no pudo pronunciar unas últimas palabras, aunque los ojos todavía se movieron unos instantes en cuanto llegué a su lado. 25 de feb., 1910. — Hace ya una semana que regresé a casa, y los últimos treinta kilómetros tuve que hacerlos en medio de una espantosa ventisca de nieve, con un caballo prestado. Pero a última hora de la tarde, cuando a una distancia de cinco kilómetros divisé la zona de árboles que habíamos plantado, de pronto el viento empezó a soplar del sur como si estuviera preguntándome a qué venía tanta preocupación, y la temperatura subió de cinco grados bajo cero a cinco sobre cero. Los dos han fallecido y he tenido que enterrarlos yo mismo, lo cual ha contribuido a que enfermara de agotamiento, y por el espanto de tener que luchar por mantenerlos con vida cuando lo que deseaban era justo lo contrario. Es indudable que habían esperado a que yo llegase, y eso hizo que me avergonzara y les pidiera

perdón, pero mi padre me ordenó que callara, y luego utilizó una broma bíblica: «Hay que dejar que los muertos entierren a sus muertos, pero ahora tendrás que hacerlo tú». Me sorprendió que ninguno de los dos hubiese comido en varios días, a pesar de que la despensa estaba llena. Bebían grandes cantidades de té lakota, que les provocaba una cierta soñolencia pero no ayudaba a calmar el dolor de mi padre. A mi madre siempre la he llamado Margaret, a pesar de que ella utilizaba su nombre lakota: «Pájaro Diminuto». Comprendí que, a pesar de tener veinte años menos que los setenta y cinco de mi padre, no deseaba permanecer mucho más tiempo en la tierra después de que él se marchara, así que decidí vigilarla de cerca. Aparte de Walgren, el único amigo de mi padre en la región era el joven médico, un estudioso aficionado a los temas indios, que les había dejado unas medicinas para el dolor que mi padre había rechazado, pues deseaba estar «plenamente consciente» en el instante de entrar en «el reino». Ignoro si eso era cuestión de valor o de temeridad, pero coincidía con las medidas extremas que habían regido la vida de aquel hombre. Le serví un vaso de whisky, y eso le fue de gran ayuda a pesar de que hizo que se sintiera peor. Aquella misma tarde, ante mis propios ojos, iba a convertirse en un fantasma. Me dijo que, si bien sabía que yo era capaz de cuidar de mí mismo, tendría las espaldas bien protegidas, y que el gran pecado de su vida había sido la codicia. Le aseguré que sin duda nadie más lo habría advertido, porque a pesar de que la casa y la propiedad eran hermosas y sólidas, habíamos vivido con sencillez. Él no quiso escucharme y se echó a llorar. Rezamos ante la chimenea, con Margaret entre los dos. Era indudable que no quedaba tiempo para mandar llamar a sus viejos amigos de la reserva, a las decenas de personas que durante años se habían detenido allí en sus correrías secretas. Se quedó dormido mientras rezaba y tuve que sujetarle para que no se desplomara sobre el fuego; luego me lo llevé a la cama. Margaret me entregó después una piedra dentro de una pequeña bolsa de cuero. Nos quedamos levantados hasta muy tarde, para que yo le contara cosas de México y le enseñara mis cuadernos de dibujos. Todo transcurrió sin novedad hasta que, al amanecer, me zarandeó al tiempo que gritaba señalando al otro lado de la ventana, donde mi padre danzaba por el corral vestido tan sólo con los calzoncillos largos. Me apresuré a salir también en ropa interior, y me lo encontré aullando, ensangrentado e incontinente, bailando en círculos sobre la nieve. Apenas podía dominarlo, y, primero mediante gestos y luego a gritos a través de la ensangrentada barba, comprendí que deseaba que bailara con él siguiendo el círculo, cosa que hice antes de cargarlo para llevármelo al interior de la casa, sorprendido de lo poco que pesaba y, a pesar de eso, de la fuerza brutal que poseía. Le obligué a ingerir la medicina tapándole la nariz para que tragara. Había cabalgado tan sólo unos pocos kilómetros en dirección a la casa de Walgren, cuando me encontré con que éste y el médico venían en mi dirección. Al llegar al rancho, mi padre estaba tendido de espaldas sobre la nieve, ya muerto, con la cabeza apoyada en el regazo de Pájaro Diminuto. Lo único que pudo hacer el médico fue preguntarme qué era lo que ella

cantaba. Le dije que lo ignoraba: yo sólo era un hombre blanco, con independencia de qué demonios significara eso. Dejo a un lado mi diario, pues unas lágrimas reprimidas son un pobre aperitivo para la cena. La imagen que yo tenía de mi padre se había convertido en algo tan extraño que, en cuanto pensaba en él, también veía con mi ojo mental una cabra montes en un saliente de las Pinacates. Su sangre era tan fría como caliente era la de Davis, cada vez más caliente bajo el calor de la tarde, al arrastrarlo hacia el caballo y luego llevármelo a El Salto. Me sirvo mi ración diaria de whisky Canadian y me lo quedo mirando, dubitativo, durante un buen rato. Después lo tiro por el lavabo y abro una botella de excelente vino tinto. Un Ducru-Beaucaillou comprado en Chicago, porque me gusta el sonido de su nombre y porque resulta más que aceptable. Mi padre hacía un espantoso vino de ruibarbo que logró mantenerme apartado de la bebida durante años. Walgren se había empeñado en ayudarme a cavar la tumba, pero padecía de artritis, y la temperatura había descendido por debajo del punto de congelación. El suelo ya estaba helado antes de que empezara a nevar, lo cual me obligó a utilizar una piqueta para los primeros treinta o cuarenta centímetros. A Walgren le castañeteaban los dientes mientras iraba la calidad de la capa superior del suelo, y tuve que rogarle que entrara en la casa. El médico había venido para el entierro, y los cuatro permanecimos de pie en medio del borrascoso atardecer. Me miraron para que pronunciara unas palabras, pero me sentía incapaz y me limité a inclinar la cabeza. Walgren volvió a entrar en la casa, pero Margaret se quedó allí afuera, cantando en su lengua nativa, mientras el médico y yo llenábamos la tumba. Dos noches después, Margaret me arropó en la cama como si yo todavía fuera un niño y, en cuanto me quedé dormido, salió furtivamente de la casa. Nada más despuntar el día seguí su rastro durante unos cinco kilómetros, hasta llegar a un manantial junto a un riachuelo que iba a dar al Niobrara. Estaba sentada erguida, apoyada la espalda en un árbol entre matorrales, apenas vestida y medio muerta. Con aquello demostraba cierto sentido del humor, pues cuando yo era un muchacho la importunaba sin cesar para que me llevara allí, a nuestro lugar de acampada favorito, y al final me había guiado a donde yo quería ir. En aquel lugar habíamos tenido una tienda india hasta mis dieciocho años, en que unos cazadores furtivos la profanaron. Dado que mi padre siempre estaba dispuesto a perdonar a todo el mundo, excepto al Gobierno de los Estados Unidos, yo mismo fui en su busca a una taberna rural y pagaron caro su delito. Pongo el urogallo en el horno, impaciente ya ante la llegada de mi nieta. A través de la ventana de la cocina, y en la fría brisa de otoño, siento por un instante que en el espacio que separa el sitio donde estoy sentado y el cementerio familiar podría ver cómo el tiempo se desplaza en el aire. Soy consciente de que es una estupidez, pero me llama la atención el hecho de que el tiempo no vaya nunca hacia atrás,

salvo en la frágil estructuración de la memoria. Todo el mundo pretende «seguir hacia delante», con independencia de lo que esto signifique, y a pesar de la aversión que sienten por aquello que ya han hecho. En la época en que enterré a mis padres hubiese dado cualquier cosa (un gesto sin sentido, puesto que carecemos de algo apropiado con que aplacar a esos dioses) por ser pintor, o incluso escritor, aunque no sería ni lo uno ni lo otro, atrapado quizás en ese otro mundo intermedio que es el espacio propio que crean los espíritus desesperadamente inquietos. Durante un breve espacio de tiempo quise culpar de ello a la mezcla de genes blancos y nativos que hay en mí, pero esta configuración no influye en absoluto en el don artístico, como no sea para caer a través de la fina capa de hielo que lo convierte todo en un cómico baño de autocompasión, sin duda la más destructora de las emociones humanas. El médico me ayudó a empezar a cavar la fosa de mi madre, pero era un pobre inútil con la pala y no paraba de hacer preguntas inapropiadas para lo que estábamos haciendo. ¿Le dejaría leer los diarios que mi padre le había dicho que guardaba? ¿No sería mejor entregar a un museo su colección de objetos? Ese tipo de cosas. Siempre me ha sorprendido la capacidad de la gente para importunar en las ocasiones más sagradas. Enojado, le envié para casa. Sin embargo, antes de que pudiera echar la última palada, Walgren vino a verme para saber cuándo podríamos discutir el testamento de mi padre. También le eché de allí. Así que enterré yo solo a mi madre, lejos de sus antepasados, aunque del todo consciente de que su espíritu los visitaría, si es que no lo había hecho ya. Justo antes de que anocheciera, nada más entrar en la casa después de haber permanecido arrodillado sobre la tierra recién removida, y sin que de nuevo supiera qué decir ante la tumba, de repente me sentí enfermo a causa de lo que más tarde determinaron como una variedad de malaria que había cogido allá en México. Estuve medio delirando por espacio de varios días, y tanto la mente como los sueños daban unos giros tan extraños, que en dos ocasiones intenté hacer un boceto de mis delirios. La hermana pequeña de Smith, de quien había estado muy enamorado a los catorce años, venía a verme por si necesitaba algo. Se llamaba Willow, y sus padres eran unas personas muy tradicionales, amigos íntimos de los míos desde hacía muchos años. En cuanto averiguaron nuestro amor, la enviaron a Manderson, a unos trescientos kilómetros de casa, con una tía suya, o al menos eso es lo que me dijeron. Pero al ir en su busca no hallé rastro alguno. Esto sucedió a finales de la primavera de 1900 y no volví a dirigir la palabra a mis padres hasta el invierno. Mientras, me dedicaba a construir mi propia vivienda junto al establo y me ganaba la vida negociando con caballos. Fue el primer golpe mortal que recibí en la vida. Los padres de Willow no me querían cerca de su hija porque era medio blanco; más adelante, otros padres tomarían la determinación de rechazarme porque era medio «salvaje», y pronunciarían este calificativo con evidente terror.

27 de feb., 1910. — Visiones extrañas, completamente pavorosas, como si yo, u otro cualquiera, pudiese pintar el panorama de esta fiebre. En el interior de una trilladora. Primero en la reserva, tendría yo tres o cuatro años, después de descuartizar el lote de reses del Gobierno halábamos de sus entrañas en una especie de juego del tiro de cuerda. Los hombres comían tajadas de corazón crudo. Las mujeres nos quitaban los intestinos después de que los perros nos llevaran a rastras en un intento por arrebatárnoslos. Al despertar, el agua que bebo me parece caliente aunque sé que está fría, pues la casa, sin un fuego que arda, está helada. Luego, con diez años de edad, me hallaba a media ascensión del Harney Peak y mi padre estaba empeñado en enseñarme un oso al que sólo divisábamos a lo lejos y a través de sus prismáticos, al borde de un prado junto al bosque. Willow me despertaba al lado del manantial. Ambos estábamos desnudos después de nadar. La arena quemaba al mediodía, y diez millones de cigarras zumbaban en el aire... Ella me decía que había escuchado cómo sus padres pensaban llevársela a Manderson. Me lanzo escaleras abajo para atraparla, y despierto en el húmedo y frío suelo... Dalva entra en el patio montando un caballo castrado color pardo, y los perros la saludan con gran escándalo. Me he quedado medio dormido al pie de las viejas escaleras y, por un momento, es como si Willow estuviera en este mismo patio cincuenta años atrás. Ante la insistencia de Dalva, Lundquist le ha montado una barra delante del porche para atar los caballos. Entra presurosa en la casa y nos abrazamos, pero, al preguntarle qué ha pasado con el autobús escolar, en vez de responder me anuncia que pasará aquí la noche. Lo que Dalva decide, eso hace, lo cual nos ahorra un montón de mentiras. En cuanto le anuncio que no estoy en condiciones para montar a caballo bajo el frío viento de octubre, se apresura a guardar su caballo y regresa con la cartera. Anoche, a mitad de una cena en la que Dalva comió mucho más que yo, me llevé mi merecido. —Siempre que cuentas historias sobre tu vida —me dijo—, ¿por qué aparentas que eras una persona encantadora? Naomi dice que nunca lo fuiste. Todos en el pueblo aseguran que fuiste el hombre más temible de la región. Y en la iglesia los viejos afirman que eras peor que tu padre. Insinúan que ni siquiera eres cristiano. Así que preferiría que no me contaras sólo lo bueno de ti. Ya no soy una cría. Tengo once años. Su comentario me resultó más interesante que turbador. ¿Conozco acaso algún hombre que no prefiera que su hija, o su nieta, se mantengan incólumes ante las personas como nosotros y un mundo sustancialmente diabólico? Pero ¿qué se esconde detrás de este deseo, como no sea la esperanza de que un ser vivo siga siendo una frágil figura de porcelana producto de nuestra mente, con la que no mantiene ningún parecido excepto en nuestra mente, y sobre todo en el engaño

que propugna la sociedad? Aún no he conocido a ninguna mujer que se parezca de verdad a lo que la sociedad desea de ella. No están hechas de esa manera, o al menos no más que nosotros. En lugar de hablarle de la muerte de mis padres, la pregunta que me hizo en un principio, le conté un cuento sobre las consecuencias de que apartaran a Willow de mi lado. Maté al mejor toro de mi padre mientras bebía en el Niobrara. Como confiaba en mí, dejó que me acercara hasta apoyar el revólver Iver Johnson sobre su oreja y le disparé tres veces antes de que cayera de rodillas en el agua, luego se adentró tambaleante en el río, rugiendo y bramando, lanzando salpicaduras de sangre por la nariz y la boca antes de caer de costado y alejarse flotando. Planifiqué la muerte del padre de Willow y del mío, pero lo que me impidió llevar a cabo mi plan, con gran sensatez, fue que si me encerraban en la cárcel nunca podría encontrar a mi amada. A caballo tardé cinco días en llegar a Manderson, y cuando sus parientes se negaron a decirme dónde estaba, volví a desenfundar el revólver, pero un anciano logró someterme. Luego, junto con algunos antiguos guerreros lakotas, me ataron de pies y manos y me llevaron de regreso a casa. Entre aquellos guerreros estaba Perro Macho, amigo de Caballo Loco y de mi padre, y no eran espíritus domesticados, sino que habían sido de crucial importancia en batallas como Little Bighorn y Twin Buttes. Insinuar que me asustaron sería el más suave de los eufemismos. Uno de ellos, tío de Willow, aseguró que si volvían a verme por Manderson, mis pelotas servirían de alimento a los cuervos, y blandió un cuchillo con el que, según los demás, había arrancado la cabellera a más de un centenar de soldados de caballería. Se iba exaltando de tal modo con sus amenazas que, si bien juzgué que tendría más de setenta años, bajó de un salto del caballo y empezó a danzar a mi alrededor como un poseso, gritando y aullando con tanta furia que poco faltó para que me meara en los pantalones. Aquéllos no eran indios de la Iglesia metodista, sino guerreros con una casta que no le debía nada al hombre blanco. No habitamos la misma tierra en que ellos habitaron, y si pensamos que los entendemos es como si nos echáramos piropos a nosotros mismos. Compadecerse de estos hombres es compadecerse de los dioses. El grupo de antiguos guerreros, creo recordar que eran cinco, se quedaría tres días en casa. Tal como habían hecho otros con anterioridad, entregaron a mi padre unos paquetes envueltos en piel de ciervo para que los guardara. Acamparon en el corral, sin duda le dieron a mi padre consejos relacionados con mi comportamiento, y también charlaron de los viejos tiempos, después de la matanza de Wounded Knee, cuando mi padre sufrió un ataque de nervios y permaneció acampado con aquellos amigos en la región de los Badlands. A pesar de que luego lo lamenté, me mantuve alejado de ellos y me fui con mi malhumor al manantial, aunque regresé a la hora de la cena por temor a que si huía me siguieran, lo cual sin duda habrían hecho. Además, para agravar mi pesar, mi padre había salido a montar a caballo el día en que oyó los disparos y se encontró flotando en el río al toro que yo había matado,

pero gracias a Tom, el caballo de tiro belga, había podido sacarlo del agua. En ningún momento me había señalado como el culpable, pero esa noche, mientras disfrutábamos comiendo la carne de aquel toro, el tío de Willow me dio las gracias por ser un tirador tan bueno, y a continuación soltó una sonora carcajada. Después de que se hubieron marchado, empecé a construir mi cabaña, parte de la cual terminaría siendo un anexo del barracón de los vaqueros. Smith quiso ayudarme, pero su talento para la carpintería era menor incluso que el mío. Con gran sabiduría me sugirió que trajera la tienda india de mis padres, que teníamos montada junto al manantial, pero yo no quería nada de ellos. Tuve que robar del sótano algunas patatas de la cosecha anterior, repollos y nabos suecos, pero, por lo demás, me alimentaba de lo que cazaba. Smith planteó el asunto de la calefacción, pero, como estábamos a finales de la primavera, le contesté que ya me preocuparía de eso en cuanto cayeran las primeros copos de nieve. Durante una semana llovió con gran intensidad, y tuvimos que luchar en medio del barro con nuestra inepta habilidad de carpinteros, consultando las páginas de un manual para construir cobertizos que yo había encargado al Nebraska Farmer, una revista que garantizaba el mayor aburrimiento posible a cualquier muchacho aventurero. Fue horrible tener que olvidarme de las tartas de fruta seca que hacía mi madre, ya que al soplar el viento del este podía percibir su aroma flotando desde la granja, situada a unos cien metros de donde estaba yo. Smith tampoco se había olvidado de las tartas y con su sabiduría nativa sugirió que era muy probable que mi madre no tuviera nada que ver con la decisión respecto a Willow, y que podía perdonarla pidiéndole una tarta. Smith no tardó en abandonar la tienda de acampada que ambos compartíamos por la cabaña que sus padres tenían en un extremo de nuestra propiedad, a orillas del Niobrara. Una buena cena todas las noches bien merece una nota de dispensa, aunque Smith regresaba puntual en cuanto amanecía, con un trozo de pan de maíz para mí. Una mañana de junio, a punto ya de concluir mi humilde cabaña, Smith se presentó con lo que consideraba una sólida pista respecto al paradero de Willow. Había salido de casa al amanecer y, al regresar porque se le había olvidado mi pan de maíz, oyó cómo sus padres hablaban de un primo mestizo que trabajaba muy lejos en dirección al este, en una mina de hierro de Ishpeming, en Michigan. Aquello era territorio ojibwa (o chippewa, aunque ellos se llamaban anishinabe), de modo que el primo no podía reconocer que era medio lakota debido a la antigua enemistad entre ambos pueblos. Pero era un tipo muy valiente, reconoció Smith, y en una visita que les hizo les había comprado una vaca lechera y se había casado con una mujer blanca procedente de Finlandia. Monté a caballo y salí de inmediato hacia el pueblo, a fin de comprar papel embreado para el techo de la cabaña, pero también para averiguar dónde estaba Ishpeming. Era indudable que se encontraba demasiado lejos para ir a caballo. Y, en cualquier caso, una desaparición tan prolongada podría despertar las sospechas de

los padres de Smith, y de los míos, respecto a que de nuevo iba en busca de Willow. Tenía que actuar con rapidez, decidí mientras consultaba el atlas y los horarios de trenes en la biblioteca del condado. Consideré que para costear el viaje tendría que vender tres caballos de los once que había logrado acumular: un precio insignificante para un joven Romeo decidido a recuperar el amor perdido. Al llegar a este punto ya era hora de que Dalva se acostara, e interrumpí el relato de mis aflicciones. La chica tenía los ojos llorosos y le di un pañuelo para que se los secara. —Todo esto hace que una prefiera ser un perro —fue su primer comentario, luego se arrodilló sobre la alfombra y besó a los airedales para darles las buenas noches. Sin embargo, de pronto fue como si se asustara de sus propios pensamientos—. ¿Te das cuenta de que si a los catorce años llegas a casarte con Willow yo no existiría? Yo ya había advertido con anterioridad cuánto preocupa a los jóvenes la fragilidad de su existencia, pero esto me parecía prematuro en una chiquilla. —Siempre es bueno saber cómo termina una historia —le contesté bromeando, pero ella ya pensaba en otra cosa: —¿Por qué no quiso tu padre que amaras a una muchacha india? Él se había casado con una... Le dije que ya había pensado en esto, pero que todas mis elucubraciones al respecto habían finalizado por simple consunción hacía ya mucho tiempo. A continuación la envié arriba, al dormitorio de su abuela, que Dalva adora porque le recuerda uno de muñecas, tan distinto del resto de la casa. Mi esposa, que falleció hace ya mucho tiempo, no había dormido allí durante los diez últimos años de su vida: en 1930 me había abandonado por Omaha y Chicago. —Así serás mucho más feliz —me dijo—. Eres un soltero desde que naciste. Me serví un coñac Hiñe y a través del techo del estudio escuché los lastimeros y rayados compases de You Can't Be True, Dear (There's nothing more to say), captando a veces alguna frase que ya conocía. Dalva siempre pone esta canción en una vieja gramola Victrola de manivela antes de acostarse, pues la consideraba «romántica», muy distinta de la continua dieta de Brahms y Dvorak que le impone su madre desde que perdió a su marido, mi adorado John Wesley. Cuan irreparablemente cambiado queda el mundo a medida que los amores de toda una vida van muriendo. Es como si se tratara del último día del veranillo de San Martín. De repente el frío nos sorprende fuera de casa, y no hay ninguna puerta tras la cual podamos resguardarnos. Me regañé por tanto sentimentalismo, y me acordé de las grandes cucharadas de Dickens que mi padre me obligaba a tragar para asegurarse de que desarrollaba un adecuado sentido de la compasión. Mi drástica panacea para Copperfield y Cratchit era disparar contra quienes los atormentaban o darles una soberana paliza, una idea que no fue bien recibida por mi padre. El último trago de coñac me provocó un

de tos y, al notar los temblores en el corazón, pensé en la posibilidad de algo tan impredecible como una visita al médico, pero entonces me acordé de Maynard Dixon y de su animosa respiración jadeante. También había notado en los demás cómo la vida pasa en gran medida por su lado mientras hacen planes para vivirla. Es cierto que nunca he pecado por omisión, pero eso se debe menos a una virtud que a una obsesión. No podía actuar de otra manera. A mi madre le gustaba mirar el mapa cuando le describía los distintos lugares que había visitado en mis viajes para realizar dibujos. Luego callaba, a la espera de sus afectuosas preguntas. ¿Qué comían por allí? ¿Qué clase de caballos montaban? ¿Había indios, los trataban bien? A esto último hubiese preferido no decir la verdad, pero estaba obligado a hacerlo porque mi madre tenía un lúcido, aunque limitado, sentido de la historia de otros pueblos: los seri, los tarahumara, los yaqui vendidos como esclavos y trasladados del sur de su nativa Sonora al Yucatán, donde habían muerto por los rigores del clima; la gran cantidad (miles) de seri masacrados por los vaqueros y por el ejército mexicano debido a un incidente provocado por el robo de ganado. Los tarahumara daban la impresión de estar a salvo en su montaña-fortaleza, pero dudaba de que eso fuera una solución permanente. Recuerdo que los tres estábamos sentados a la mesa de la cocina frente al atlas, y que de pronto ella preguntó por qué los invasores de nuestro país se habían arriesgado a cruzar el peligroso océano, si podían haber viajado hacia el este por las vastas extensiones desérticas de la Siberia rusa que su dedo de piel oscura señalaba. En aquel momento serían las diez y mi padre me miró en busca de ayuda, un gesto extraordinario por lo que a él se refiere. Intervine para decir que tal vez aquella gente prefiriera ir en barco, pero ella no estuvo de acuerdo. Cuando toda la familia viajó a Omaha con motivo de la gran Exposición Trans-Misisipí que en 1897 se celebró allí, mi madre se sintió fatal en el vapor que recorría el Misuri, y cruzar el puente fronterizo con Iowa para satisfacer mi deseo infantil fue como una pesadilla para ella. No se atrevía siquiera a subir a la pequeña balsa que utilizábamos para flotar por el Niobrara o cruzarlo, y en cambio le encantaba nadar a la otra orilla a finales de verano, tras lo cual nos llamaba con voz infantil: —¡Ya estoy en el otro lado! Pero el momento más terrible para ella en la grandiosa Exposición fue la visita a un restaurante chino, donde se negó a probar la comida porque pensaba que los chinos se parecían a los cheyenes. Mi Padre la había mantenido alejada de las peleas ficticias que se celebraban en las reuniones de las tribus, por temor a que esto intensificara el carácter melancólico de su naturaleza. El viaje se había hecho Por mí, para que pudiera ver cómo sería el mundo moderno y me adaptara a los cambios, pero lo que más me impresionó, teniendo en cuenta que era un paleto, no fue la inmensa absurdidad de la afiligranada arquitectura, sino el descubrimiento en el pabellón de Francia de una encantadora mujer que hablaba en francés. Era idéntica a la modelo que había en la reproducción de un cuadro de Courbet,

situado a unos diez metros de donde ella estaba hablando. Me acerqué al estrado lo bastante para poder oler su perfume a lilas y irar su cutis y su esbelta figura, algo que ni a un chiquillo de diez años podría pasarle por alto. La mujer me miró y me sonrió durante una fracción de tiempo que no superaría el segundo, y de esta manera, por una circunstancia fortuita, empezó mi obsesión por la pintura. Me desperté temprano al oír a Dalva en la cocina, y volví a sentirme agradecido por el hecho de que Frieda siguiera todavía en Lincoln con su parranda religiosa. Dalva tiene una única receta para preparar el desayuno, consistente en recortar un agujero redondo en una rebanada de pan y luego freiría en mantequilla, con un huevo en el agujero. Disfrutaba preparándomela así antes de salir a montar a caballo los sábados por la mañana, aunque luego ni la probara, dado que prefería los cereales. Antes de que amaneciera ya había oído llegar a Lundquist con su camioneta, dispuesto a iniciar la faena. Por costumbre, conecté la radio para escuchar el boletín de noticias sobre el ganado, aunque me apresuré a apagarla antes de que empezaran con las sandeces de la política. Me alegré de que al otro lado de la ventana el aire estuviera apacible y que hiciera sol. Un jinete anciano es mucho menos flexible a la hora de montar un caballo asustado, y un viento fuerte pone muy nerviosas a todas las criaturas. Esta conclusión me hizo pensar de nuevo en Willow, que montaba a caballo mejor que cualquier conocido mío, incluidos los jockeys. Era una combinación de temperamento y de forma atlética, capaz de suprimir cualquier distancia entre ella y el animal. Y tanto a Smith como a mí nos aventajaba en lo que respecta a domar caballos jóvenes. Mucho después se me ocurrió que eso era debido a que no la motivaba el deseo de «ejercer su autoridad», sino que había una íntima unión entre sus intenciones y las del caballo. El tono más alto que utilizaba con los animales era un categórico susurro, y los perros cooperaban de inmediato, mientras hacían oídos sordos a los varoniles gritos que les lanzábamos Smith y yo, sin duda convencidos de que tenían cierta semejanza con los de sus congéneres. La madre de Willow debía de darle algún brebaje de hierbas contra el embarazo, porque hacíamos el amor en cuanto el deseo se apoderaba de nosotros, algo que sucedía con bastante frecuencia. Había empezado en la festividad del 4 de julio, prosiguió durante todo el otoño y el invierno, y concluyó entrada la primavera, cuando nos separaron a la fuerza. El 4 de julio montamos a caballo para dirigirnos al pueblo bajo una enorme luna, y nos detuvimos en el parque de las afueras. A Smith y Willow sus padres les habían prohibido bajar al pueblo, así que nos sentamos en un oscuro prado para escuchar de lejos la banda de música y contemplar el castillo de fuegos artificiales, cuyas explosiones interrumpían de manera intermitente la música. Willow se pegó a mí, asustada más por la música que por las explosiones. Esa noche, Smith estaba de un humor irritable, y se marchó con su garrote de guerra, adornado con una pluma, a eliminar en broma algún wasichu de los que

pululaban en torno a los asistentes al espectáculo. En cuanto Smith se hubo marchado, Willow me dio un largo beso, hasta que me di cuenta de que la luna se había desplazado un buen trecho en el cielo mientras hacíamos el amor, y tuvimos que encender algunas cerillas para encontrar la ropa. No lo hicimos nada mal, teniendo en cuenta nuestra inexperiencia. Y cuando aquello se truncó, mis emociones juveniles tuvieron que contentarse consigo mismas para poderlo soportar. Al entrar en el establo, Lundquist nos tenía ya ensillados los caballos; fue un alivio, porque yo aún me sentía algo inestable. Le di las gracias desde la puerta del granero, pero él ya se encontraba en el taller, al otro extremo del pesebre, donde teníamos algunas vacas lecheras. Me irritaba el hecho de que no pudiéramos conseguir un buen queso cheddar como el que hacían en Inglaterra, por eso habíamos puesto en marcha nuestro proyecto para fabricarlo, aunque nos sorprendió que exigiera una dedicación tan intensa. Shirley, la diminuta perra de Lundquist, ladraba a los airedales encima del banco de trabajo, convencida que desde aquellas alturas era idéntica a ellos. Lundquist estaba ocupado limpiando unos arneses de gala que no se utilizaban desde antes de la segunda guerra mundial. Se le veía algo preocupado por la estancia de Frieda en la pecaminosa Lincoln, y de nuevo le tranquilicé diciéndole que era muy poco probable que alguien la importunara. Efectuamos nuestro habitual paseo de dos horas a caballo siguiendo un reborde a lo largo del Niobrara, que cortaba tierra adentro después de cinco kilómetros recorriendo los límites de la hacienda, y luego se dirigía a nuestro sitio favorito: las dieciséis hectáreas de árboles que formaban la franja protectora contra los vientos, con su manantial y su riachuelo, donde muchos años atrás teníamos la tienda india. En su juventud, mis hijos, Paul y John Wesley, habían empezado a excavar un montículo que había al lado, tal vez un lugar de enterramientos pawnee o ponca, pero desistieron en cuanto les dije que corrían el peligro de dejar en libertad algunos fantasmas. Ese empeño por excavar las tumbas de los demás, ya sea por diversión o por motivos científicos, siempre me ha parecido despreciable, otra forma de codicia más peculiar que la habitual. Nos detuvimos allí para descansar, y Dalva sacó dos bollos con arándanos y limonada mientras observábamos a los airedales merodear por el frío estanque tratando de cazar algún ejemplar de una familia de ratas almizcleras que vivía por allí. Como si el agua fuera su elemento, los perros nadaron hasta casi el agotamiento, luego se sacudieron cerca de nosotros y se tendieron junto a la orilla para dormir la siesta, con la excepción de su jefa, Sonia, que se sentó vigilante junto al agua, y siguió atenta incluso al comerse el medio bollo que Dalva le dio. En verano desensillábamos los caballos y dejábamos que se dieran un baño, pero ahora incluso a ellos el tiempo les resultaba demasiado otoñal y se limitaban a

despejar la capa amarillenta de hojas de chopo que cubría el estanque para beber. Miré de reojo a mi nieta y, por enésima vez, me pregunté qué pobre substituto de un padre sería yo. Naomi discrepaba en eso e insistía en que era mucho mejor con Dalva de lo que lo había sido con mis propios hijos. Ella, en cambio, podía ser más severa y ofrecer menos consuelo si la honestidad estaba en peligro. Naomi es una mujer atractiva, e imagino que, en el transcurso de los años, cientos de muchachos granjeros a los que ha impartido clases en la escuela rural se habrán enamorado de ella sin remisión. Hay extrañas ocasiones en que la vida nos propina un inesperado mordisco en el corazón. Dalva, sentada en el banco de arena bajo el nítido sol de octubre, tenía en su rostro una expresión muy similar a la de Willow cuando ésta se hallaba ensimismada. No pretendía domeñar la vida, tan sólo llevarse bien con ella, integrarse en unos procesos que apenas podía entender, en un mundo que no le había permitido un terreno sólido. Después de un profundo estallido de violencia casi universal, ambas habían tenido que reanudar la vida: Willow sin su tierra natal, Dalva sin su padre. Entonces Dalva me preguntó cómo había encontrado a Willow, y añadió que era una vergüenza que la hubiesen mandado a Michigan, tan lejos de su hogar. Bueno, le dije, al final resultó que a ella no la habían enviado allí; aquello había sido una suposición de Smith al pretender ayudarme, y sólo un chiquillo de catorce años era capaz de emprender un viaje como aquél con tan pocas pruebas. Me escurrí dentro de casa y dejé una nota a mi madre, intuyendo que Smith era bastante razonable al decir que Willow no había intervenido en aquella decisión. Mi padre dormía profundamente, pero yo estaba convencido de que mi madre me oyó llenar una bolsa con ropa limpia, un cuchillo de los que se utilizan para desollar, y un revólver. Dejé la nota debajo de un molde de hornear, después de cortar un trozo de tarta de moras para mi desayuno. El viaje en tren hasta Minneapolis transcurrió sin novedad, aunque vi demasiados campos de maíz y estaba seguro de que algunos de los pasajeros de mirada furtiva pretendían robarme la bolsa. Llevaba el dinero distribuido en los bolsillos y en la bota izquierda, la cual me provocaba cierta cojera al no podérmelo sacar. Sentí cierta vergüenza al ver que una joven casada, que cuidaba de un chiquillo, me miraba con descaro. Allí estaba yo, resuelto a encontrar a Willow, y al mismo tiempo experimentando pensamientos licenciosos hacia una mujer casada que me acariciaba la nuca mientras su hijito dormía. La cosa no pasó de aquí, pero ella me dio un leve beso en la mejilla cuando la ayudé con su baúl en Minneapolis. Me apresuré a tomar un tren inadecuado, que salía rumbo al noreste, y lo hice a propósito —el que cruzaba por el norte de Wisconsin hacía una ruta más corta—, pues en el mapa de la biblioteca había advertido que Duluth estaba en el lago Superior, y yo nunca había visto una gran extensión de agua. De inmediato el tren se internó por una región tan densamente poblada de árboles, que unos pocos

kilómetros cuadrados habrían bastado para sustituir a todos los árboles que había en la región occidental de Nebraska. Era una visión maravillosa para mí, incluso las grandes zonas en donde habían talado los árboles para obtener madera, dado que eso otorgaba cierto alivio al paisaje. A mi compañero de asiento, un hombrecito remilgado que antes me había dicho que era un «comerciante de Duluth», como si esto implicara una virtud especial, le pregunté cómo podía uno orientarse en medio de tanto bosque. Me contestó que sin una brújula cualquiera se perdería, a no ser que fuera un «piel roja». Tuve mis dudas de que mi condición de mestizo impidiera perderme en un bosque como aquél. Aun así, era fácil comprender que los habitantes de la región fueran capaces de sobrevivir a los rigores del clima con aquella interminable provisión de madera. Mi propio carácter rebelde y contrariado se sentía atraído por aquellos árboles, pues crecían sin planificación, como al azar, en estado salvaje comparados con las franjas protectoras que mi padre había sembrado, y que tanto tiempo nos habían exigido: casi desde que soy capaz de recordar y durante los diez años que siguieron a la marcha de los terrenos de la reserva. Empecé ayudando con una pala de juguete y pronto me gradué con una de adulto, en cuanto abandoné la escuela rural, la que ahora dirige Naomi, a la edad de nueve años. El grandioso plan de mi padre para esta sucesión de franjas de árboles sobre una cuadrícula de mil doscientas hectáreas era proteger los pastos y los campos sembrados contra la violencia climática de las Grandes Llanuras, impedir que la humedad se escapara, y, por último, subsanar la escasez de leña y madera que caracterizaba aquella región. Aunque también criábamos ganado y mi cada vez mayor colección de caballos, y cultivábamos algunas zonas de maíz, trigo y avena, estuvimos poco menos de diez años sembrando hileras de bamboleantes árboles, en las que se mezclaban pinos de Douglas, pinos ponderosa, algarrobos, oleastros, acebuches, cerezos silvestres, guillomos, ciruelos silvestres, espinos y sauces, con hileras internas en las que abundaban árboles más grandes y robustos, como el fresno verde, el álamo blanco, el arce plateado, el nogal negro, el alerce europeo, el almez y el cerezo negro silvestre. Nunca me cuestioné, al ir a la estación del ferrocarril en busca de los enormes fardos de tallos con raíces, el hecho de que llevaran una discreta y formal etiqueta en la que ponía «Viveros Northridge», ni que procedieran de lugares tan distintos como Illinois, Iowa o el estado de Nueva York. Mi padre me dijo que los enviaba un primo nuestro, y pasarían años antes de que pusiera en duda la existencia de aquel primo, cuando mi padre insistió en que no tenía más familia en el mundo. La idea de que se avergonzara de su perspicacia en los negocios casaba con el hecho de haber hipotecado su vida a cambio de un anticipo en este mundo, de haber ocupado, a cambio de una cantidad de dinero, el sitio de otro en la guerra civil. Cualquiera que no sea un cretino sabe que casi todos los hombres hipotecan su vida, ya sea para sobrevivir, o para obtener un beneficio. Pero era tal la fidelidad de mi padre a lo que consideraba la verdad de los Evangelios que sus propias

actividades hacían que se sintiera culpable hasta la desdicha. Es indudable que la orfandad de su juventud, así como los posteriores esfuerzos que hizo en favor de los lakotas desposeídos de su tierra y sin medios de subsistencia, le dieron motivos suficientes. Todo esto no fue más que un pensamiento fugaz mientras le hablaba a Dalva del primer bosque natural que vi, un bosque que presumiblemente había diseñado algún dios con un nivel de genialidad incomprensible para nosotros, que no necesitaba preocuparse por diseñar ordenadas hileras, ni cavar cientos de miles de hoyos en el suelo ni construir arietes hidráulicos para el agua del regadío. Aunque también amábamos aquel marjal, el manantial y el riachuelo por su auténtico carácter salvaje, en el que nosotros no habíamos intervenido. Ahora, cincuenta años después, en que aquellas interminables franjas protectoras se presentaban ante los forasteros con la belleza de un bosque, debo itir de mala gana que son en efecto muy hermosas, aunque una parte de mi corazón pertenezca a las grandes extensiones de árboles del norte de Minnesota, Wisconsin y Michigan. De no haber sido un joven soñador en busca de pelea, habría advertido que aquellos bosques estaban condenados por los asentamientos y por los enormes campos y colinas cubiertos de tocones gigantescos, pero entonces aún se tenía la impresión de que los restos de bosque virgen eran inagotables. En Duluth hice el tonto en más de un sentido. El puerto y el lago Superior, así como la propia ciudad construida sobre colinas, me parecieron fantásticos; entonces ¿por qué perdí casi la mitad de mi dinero jugando a cartas en una taberna? En un restaurante del muelle me sirvieron un pedazo de carne de res que nadie en Nebraska habría consentido en comer, pagué por una comida que no me comí, luego paseé por una calle y vi una taberna donde ofrecían gratis truchas y percas del lago Superior a cambio de pagar tan sólo la bebida. Yo no tenía experiencia con el alcohol, salvo el vino casero que fabricaba mi padre y cuyo sabor incitaba a la moderación, pero era lo bastante audaz para pedir una copa y una cerveza, que me sirvieron acompañadas por una cestita de pescado frito. A los catorce años estaba del todo desarrollado y era lo bastante fuerte para trabajar, pero mi físico excedía a mi talento para soslayar el efecto de la bebida. Pronto estuve borracho, harto de pescado y perdía en una partida de póquer hasta que un leñador noruego me llevó de vuelta al hotel barato donde me alojaba. Una oronda mujer de la calle intentó arrastrarme con ella, pero el noruego consiguió dejarme a salvo en mi habitación. En mitad de la noche me vomité encima, una experiencia que me mantendría alejado del alcohol y del pescado durante algún tiempo. Y al amanecer me despertó el griterío y las imprecaciones de un grupo de madereros que peleaban a puñetazos en mitad de la calle, con evidentes pruebas de que aún no se habían acostado. De súbito experimenté una fuerte añoranza por mis caballos y por mi madre, aunque aborté de inmediato cualquier tierno recuerdo hacia mi padre. Me bebí una jarra

entera de agua, volví a sentirme mareado y abandoné el hotel en medio de un ataque de náuseas, ansioso por respirar aire puro. Este dudoso amanecer se arreglaría más tarde, en cuanto decidí embarcarme en un vapor que hacía la travesía de Duluth hasta Marquette, cerca de Ishpeming, en vez de viajar en tren. El bochornoso calor se había disipado y soplaba una brisa fresca del noroeste, sin duda bastante rara en Duluth, según me dijeron. Lo que no me dijeron fue el efecto que esa brisa tonificante ejercía en el lago Superior, y nada más salir del puerto de Duluth el barco empezó a dar golpetazos sobre las olas, que resultaban de lo más incómodos. Aquellas olas, a las que nadie parecía prestar la menor atención, prosiguieron durante todo el día y toda la noche, y se volvieron más espantosas al navegar frente a las islas Apostle y recibir la violencia del impacto de aquel mar. Mi desdicha se prolongó durante toda la noche, hasta que el vapor rodeó la península de Keweenaw y recibimos el impacto de sotavento, viajando hacia el sur en dirección a Houghton para efectuar una breve parada antes de proseguir otro centenar de millas hasta Marquette. Por mucho que quisiera a Willow, mi estado me inducía a deplorar aquel viaje. Un marinero compasivo me dio unas galletas saladas que me aliviaron un poco, y me dijo que llegaríamos a Marquette al anochecer. Sin embargo, en Houghton abandoné desesperado el barco, decidido a arrastrarme hasta Ishpeming si era necesario: cualquier medida que me mantuviera lejos del agua. En cuanto el mundo dejó de balancearse, entré en el pueblo e intenté comprar un caballo barato, pero no encontré ninguno que pudiera permitirme, salvo unos caballos de tiro en muy mal estado a causa del exceso de trabajo. Siguiendo el consejo de un palurdo borracho, me subí a un tren maderero y compartí un vagón de plataforma con un grupo de hombres en un estado mucho más lamentable que el mío dado que era domingo por la noche, después de un día libre y una noche de placer. Poco antes de que amaneciera, el tren pasó a gran velocidad por Ishpeming. Me bajé en Marquette y, a primera hora de la mañana, recorrí a pie los veinte kilómetros de regreso a Ishpeming, donde no tuve ninguna dificultad en encontrar al «primo» de Smith. Bastó con que se lo preguntara a un policía, el cual me advirtió primero que en la mina contrataban personal. Esto no me tentó en absoluto, pues no deseaba pasar la vida bajo tierra más de lo que pudiera desear pasarla en el mar. Como no quería llegar con las manos vacías, compré dos pollos y una botella de whisky. El primo de Smith se llamaba Jake y era un tipo enorme, un mestizo con indudable mezcolanza de sangre negra. Llevaba la mano vendada porque se había aplastado dos dedos, pero confiaba en poder regresar al trabajo en pocos días. De inmediato abrió la botella de whisky, y yo, con toda sinceridad, decliné la oferta de probarlo. Su esposa era un finlandesa enorme, que se puso a freír los pollos y me preparó un baño. Como era de esperar, no sabían nada de Willow, pero al cabo de unos tragos Jake dio a entender que tal vez estuviera en Mobridge, en Dakota del Sur, con la gente de Standing Rock. La madre de Willow tenía una hermana en

algún sitio de por allí, según creía, y añadió que era mejor que abandonara aquella búsqueda antes de que «saliese mal parado». Después de cenar salimos a dar un paseo y en el vertedero de la ciudad vimos cómo los osos buscaban entre la basura. Sin duda, una visión melancólica. Regresé sin novedad a casa y por fin hablé con mi madre, que lloró al enterarse de cuáles eran mis nuevas intenciones. Vendí otro caballo a cambio de una cantidad a cuenta, ensillé el mío, me llevé otros dos y me dirigí a Watauga, al oeste de Mobridge, con un revólver Iver Johnson cargado en el cinto y un rifle en la funda. Fueron cinco días de viaje, a caballo todo el día y la mitad de aquellas calurosas noches de verano. Vi a Willow por unos instantes en la puerta de una cabaña, pero luego unos hombres se reunieron y me pidieron que me fuera. Al oponerme con todas mi fuerzas, recibí una paliza que todavía recuerdo con claridad, y además perdí uno de mis caballos. Emprendí el viaje de regreso hacia el sur, pero en las afueras de Pierre el dolor me venció, y un médico tuvo que vendarme las costillas rotas y me arrancó dos dientes mellados. Tardé diez días completos en llegar a casa, pues el vendaje del pecho no contribuía a reducir gran cosa el dolor de las costillas y me resultaba difícil cabalgar. A pesar de todo esto, disfruté de aquel recorrido campo a traviesa como había disfrutado con el viaje a Ishpeming. Los jóvenes son muy adaptables, y yo había hecho todo lo posible para recuperar a mi amor. En cuanto llegué a casa y me presenté ante la puerta de la entrada, mis padres me abrazaron. Luego me metí en la cama, dormí veinticuatro horas, y nada más despertar me comí media tarta de albaricoque. Dalva estaba inconsolable con mi historia, pues había leído varias veces Cumbres borrascosas a costa de desatender los deberes escolares. Naomi había venido a cenar y, al enterarse de la parte final de la historia, se mostró mucho menos condescendiente respecto a mi paliza. ití entonces que había forzado aquel ataque porque percibí que dependía del «todo o nada», actitud aprendida más en las novelitas de aventuras que en las pilas de literatura clásica que mi padre había reunido para mí. Dalva se mostró complacida al enterarse de que había sido yo quien comenzó la pelea, y añadió: —A eso me refería al decir que siempre aparentas ser una persona encantadora. Y el peor caso lo puedes ver en nuestro pastor. Se refería al pastor metodista que, después de llevar residiendo dos años en la región, más adelante en la carretera, habíamos averiguado que pegaba a su esposa y a sus hijos con regularidad. Al no ir yo a la iglesia, la noticia no me había afectado tanto como a sus feligreses. Lundquist, que era un devoto luterano, estaba convencido de que si el pastor hubiese leído a Swedenborg no se habría comportado de esta manera, mientras Frieda era de la opinión de que habría que lincharlo.

Naomi dejó escapar un suspiro y se levantó para ir en busca de la baraja para nuestra partida de gin rummy, que Dalva siempre ganaba gracias a su enorme capacidad de concentración. Ella detestaba al pastor, y no paraba de provocar a su madre con el más doloroso de los temas. Naomi no quería que lo echaran de la región, ya que con esto sólo se conseguiría que su mujer y sus hijos quedaran en una situación de mayor abandono. Incluso había insinuado que, al ser yo alguien imparcial, podía hablar con el pastor, a pesar de que sólo nos habíamos visto de pasada un par de veces. Aquel individuo me parecía una plaga nociva, y le dije a Naomi que, puesto que ella disponía de mucho dinero y no le importaba gastarlo, ¿por qué no intercedía ella misma? Podría facilitar a la mujer y a sus dos hijos el comienzo de una nueva vida lejos de aquel patán religioso. En estos momentos Naomi está reuniendo el valor necesario para decidir si les ayuda. El largo paseo a caballo hizo que me entrara soñolencia durante la partida y jugué muy mal. En medio de las pullas del juego, Dalva reconoció que no había dedicado ni un momento a los deberes, de modo que, en vez de permitirle quedarse otra noche, Naomi la envió arriba a recoger sus cosas y a hacer la bolsa. A pesar de mi soñolencia, seguí con curiosidad la forma de discutir de las mujeres, tan distinta de las disputas entre un padre y un hijo. Aprovechando que Dalva no podía oírnos, Naomi me pidió que aguardara unos años a contarle la historia de Adelle, y accedí asintiendo con la cabeza. Me sorprendió, pues nunca había mencionado aquel nombre, pero imaginé que John Wesley le habría contado la historia. Cuando morimos, en la mente de los demás sólo quedan historias, pensé. Pero deseché esta idea al oír que Dalva se despedía con un «Te quiero», unas palabras que siempre suenan espléndidas. Había en su rostro la ligera esperanza de que yo intercediera para no tener que regresar a casa y ponerse al día con los deberes, pero no tenía intención de hacerlo. El hecho de que yo hubiese dejado la escuela a los nueve años siempre la había intrigado, incluso a pesar de que sabía que mi padre me había triplicado las tareas de aprendizaje. Obedeciendo a los estímulos de algunos muchachos mayores, no necesité mucho más, y durante el recreo prendí fuego a las dependencias anexas a la escuela rural. Luego, ante la incidencia que mi acto había tenido en los demás, huí a casa montado a caballo y me escondí en el henil del establo. El maestro salió en mi persecución, pero con un caballo mucho más lento. A través de las tablas de la pared del establo observé cómo aporreaba la puerta trasera de casa y vociferaba con la fusta de montar todavía en la mano. Al no poder mi madre entregar al culpable, el maestro, un pomposo joven de Hastings, la increpó llamándola «maldita india». Mi padre, que lo había oído todo desde el estudio, salió precipitadamente y le empujó fuera del porche, haciéndole caer dentro de un helado charco del mes de marzo. «Maldita india» no era una sabia elección de palabras para que las oyera un hombre que había pasado veinticinco años con los

lakotas y había perdido a muchos de sus amigos más queridos en la matanza de Wounded Knee. Después de acompañar a Naomi y a Dalva hasta la puerta, me quedé afuera, a la luz de la luna, estremeciéndome bajo el gélido aire, mientras contemplaba las luces traseras rebotar sobre los baches del camino de la entrada y luego seguir por la carretera de grava, y las piedrecitas matraquear contra el guardabarros. La luna sobre los árboles contribuyó a estimular mis recuerdos. Mi madre había estado casada con Árbol Blanco (llamado así porque soñaba con abedules aunque nunca había visto ninguno), un hermano adoptivo de mi padre que murió a mediados de la década de 1880, y mi padre consideró que debía ocupar su lugar. Ella era la más apacible de las mujeres, aunque tenía un fino sentido del humor y una voluntad implacable. Mi padre no creía que valiera la pena criar hijos en este mundo, y mi existencia se debió a la voluntad de mi madre. Su cariño era tierno y carecía de límites mientras yo fuera obediente, algo nada difícil con ella, dado que nunca se comportaba de manera poco razonable. Con anterioridad al último viaje a México, antes de que mis padres fallecieran, mi padre y yo habíamos estado leyendo los Principios de psicología de William James, que tanto me habían ayudado a comprender algunas de las sutilezas del comportamiento de mi madre. Por ejemplo, podíamos estar sentados a orillas del Niobrara durante horas, en una mañana de verano, simplemente observando y escuchando la naturaleza de la naturaleza, o como sea que se llame lo que ocurre sin la intervención directa de los humanos. Y sin que ninguno de los dos pronunciara una palabra, yo tenía la sensación de que nos habíamos comunicado a la perfección. He leído que esto ocurre con personas que llevan mucho tiempo casadas y todavía se quieren. Ignoro si existe algo místico en este hecho, ya que a esa gente nunca se le ha enseñado a prestar verdadera atención, como no sea a las banalidades. Siendo yo muy pequeño, mi madre solía anunciar que su hermano nos visitaría, a menudo varios días antes de que él se presentara. A pesar del carácter en extremo religioso de mi padre, tales experiencias no entraban dentro de sus dogmas, y le desconcertaban hasta el punto de provocarle una gran irritación. Para los blancos, entre los cuales no me queda otro remedio que incluirme, la vida es un conjunto de escaleras muy largas y empinadas, pero para mi madre la vida era un río, un viento majestuoso y pausado cruzando el cielo, un mar de hierba interminable. Cuando al final me tranquilicé, después de los desgraciados viajes para encontrar a Willow, tuve que sentarme y llenar para mi madre el cuadro de mi viaje como si fuera el puntillista Seurat. Nada podía obviarse. Ella se fijaba en los osos del vertedero de Ishpeming y en la profusión de abedules blancos que yo había visto centellear a la luz de la luna desde la plataforma del tren maderero, para luego inquirir más detalles. Por supuesto que esto se debía a que su primer marido se llamaba Árbol Blanco y que de no haber muerto sin duda habría viajado a aquella región. Para ella, lo más triste de haber desposeído a los nativos era que su pueblo

no podía subsistir sólo con las pistas que obtenía a través de los sueños. Me contó que de pequeña había viajado hacia el sur y el este con un grupo de lakotas para cambiar carne de búfalo y pieles curtidas por el maíz de los pawnees, de quienes se dice que llegaron a cultivar catorce tipos. Lo que más recordaba mi madre era lo feliz que fue su abuela durante aquel viaje, porque había soñado que conocería a los pawnees y por fin lo había conseguido. Mucho después de que mi madre muriera, en cierto modo siguió manteniendo una de mis piernas en su mundo, y esto a pesar de la insistencia militante de mi padre respecto a que el futuro del mundo era por desgracia de los blancos. Mi madre era una mujer tan corriente, que cuarenta años después de su muerte siguía siendo para mí tan real como la luna. De modo que allí estaba, un viejo estúpido bajo la fría noche de octubre, y aún podía oír su voz suave, pero de tonos bien timbrados, enseñándome los nombres de los pájaros en lakota, de los que no recordaba ninguno, aunque su voz seguía siendo tan clara como la mía, o como los ladridos de Sonia cerca de nuestro cementerio. Sonia no permite que ninguno de los perros la adelante cuando los suelto para mear antes de acostarse, aunque los dos machos fingen que la protegen por detrás, y su hija deambula justo a su lado, si bien algo retrasada. De pronto me acordé de que mi madre hablaba a los perros en lakota, y que éstos parecían entenderla sin dificultad. Y también me acordé de Smith, cuya marcha a los dieciocho años provocó el llanto de mi madre, pues había soñado que él tendría una existencia muy difícil. Al llamar a los perros para que entraran en la casa, pensé que tal vez ella no hubiese muerto en el sentido que nosotros le damos a la muerte. Esto me provocó un nuevo estremecimiento que la última copa antes de acostarme no logró disipar. En el estudio, un fuerte dolor detrás de la rótula izquierda forzó una sonrisa en mi rostro. Después de que se repitiera la humillante derrota en el intento por recuperar a Willow, mi carácter tendió hacia la melancolía, y Smith tuvo que hacer grandes esfuerzos por animarme, tal como había pretendido mi padre, si bien había fracasado al contarme la pérdida de su querida primera esposa, Aase, a causa de la tuberculosis, poco después de casarse. Esto hizo que aumentara mi desesperación, pues no se me había ocurrido que alguien a quien yo amara pudiese morir. Smith había dado con un plan para conseguir dinero: mediante la captura de un toro de cuernos largos, salvaje y sin marcar, que mi padre había atisbado en una extensa zona de maleza junto al Niobrara, a unos treinta kilómetros río arriba desde nuestro rancho. El toro procedía de un rebaño que unos téjanos conducían al norte, a los ricos pastos de las Sandhills. En la zona había un granjero noruego que había ofrecido diez dólares al padre de Smith si conseguía matar aquella bestia, que se había convertido en un incordio porque no paraba de romper cercas y había impuesto el imperio del terror entre las reses más civilizadas. Los vaqueros de la región habían desistido de atraparlo o matarlo, lo cual ya era un indicio de que el

proyecto estaba por encima de nuestras posibilidades. Pero, si de alguna manera lográbamos atraparlo o conducirlo hasta la subasta de ganado que se celebraba en Bassett, podríamos obtener hasta cien dólares, una fortuna en aquel entonces. También estaba el incentivo añadido de que en las novelas de aventuras, por las que había empezado a perder interés, los jóvenes se convertían en vaqueros o en forajidos después de perder a su amor. Hasta en la prensa se había insinuado que si una muchacha honesta hubiese ofrecido su ternura femenina a Billy el Niño, quizás él no hubiera comenzado su trayectoria de asesino, o, una vez iniciada, la hubiera interrumpido. Un estúpido animal, aunque pesara un montón de toneladas, no sería obstáculo suficiente para dos jóvenes espabilados. Smith era incluso pariente lejano de Caballo Loco, aunque entonces no se nos ocurrió que el toro ignoraba ese detalle. Nuestro mayor error, y poco faltó para que fuera fatal, fue confundir las reses de cuernos largos con las de cualquier otra raza, sin duda todas estúpidas si se las compara con aquella fabulosa bestia de Texas, que no había perdido nada de su compleja inteligencia. Cogimos un caballo de carga y lo abastecimos con martillos, una sierra, alambre, un hacha y víveres para varios días. Mi padre, que estaba muy preocupado con el proyecto, nos prestó el tercero de sus mejores perros para controlar las reses, un animal medio salvaje llamado Buck, al que una vez encontré intentando aparearse con un ternero. Smith trajo un caballo indio, que según él descendía de una raza cazadora de búfalos, sin duda idóneo para cualquier toro del hombre blanco: algo que, por supuesto, no podía aplicársele al toro de cuernos largos. Yo monté mi mejor caballo especialista en conducción de ganado, un castrado de color castaño amarillento que parecía ignorar que estaba castrado. Su idea de lo que había que hacer con una res poco disciplinada era castigarla. Nuestro plan consistía en construir una trampa en forma de corral en el extremo de un pequeño cañón que bajaba hasta el río, empujar al toro hacia allí, serrarle los cuernos por seguridad y atarle las pelotas a una de las patas traseras con una correa de cuero para trabarlo, un truco que había leído en una carta al director de una revista ganadera de El Paso. Fatigado por la batalla, lo llevaríamos luego a Bassett, donde recogeríamos nuestro dinero y, no por casualidad, nos haríamos famosos. Sospecho que lo que ocupaba nuestras mentes era la fama, dado que en aquel entonces el dinero no se había convertido en el elemento general de cualquier actividad. El propio país era todavía un poco adolescente. Smith apenas sabía leer y mi padre no permitía que en casa entrara un solo periódico, pero habíamos visto y oído lo bastante para pensar que nuestro inminente heroísmo podía captar la atención de la gente. Dos años antes, cuando teníamos doce, ambos nos habíamos sentido muy decepcionados por el hecho de que la guerra entre España y los Estados Unidos se hubiese desarrollado sin contar con nosotros. Sin duda era el momento adecuado para que una intrépida hazaña despertara la iración general.

Habíamos recorrido tan sólo unos pocos kilómetros río arriba cuando descubrí que me había dejado en casa la munición de repuesto y que sólo tenía un par de balas para el rifle y tres para el Iver Johnson. Smith dejó escapar una broma sin gracia respecto a las anteriores experiencias en la captura de toros que había dejado escapar, y sentí que todo mi cuerpo se sonrojaba de vergüenza. Mi intención era poner en su sitio aquel valioso toro, aunque no tenía a mi alcance los medios para conseguirlo. Su sangre era sobre todo Hereford inglesa, con unos increíbles cuartos traseros, y estaba obsesionado por añadir carne a nuestros esqueléticos rebaños. Después de un duro día cabalgando, instalamos el campamento en las cercanías del territorio del toro después de renunciar a una manada de ciervos para ahorrar munición, y también para no alertar al toro con los disparos de un rifle. La tarta que mi madre nos había dado para celebrar la victoria se había chafado algo en la canasta de mimbre del caballo de carga, y tuvimos que recoger las migas con los dedos lo mejor que pudimos. En cuanto a la hogaza de pan, no resultaba muy atractiva sin poderla acompañar de un venado asado, cuyo corazón pensábamos comernos crudo para que nos infundiera fuerza y valor, pues Smith insistía en que así lo hacía su pueblo. En cuanto anocheció empezaron a torturarnos los mosquitos, y pensamos en trasladar el campamento del cauce del río a una loma lejana, pero habría sido una locura hacerlo. Añadimos un puñado de hierba verde a la hoguera para que el humo fumigara, pero con los mosquitos sólo nos servía si poníamos el petate junto al fuego. Por desgracia hacía una noche muy calurosa y al final todo se reducía a morir con la incomodidad del humo abrasador o en poder de los mosquitos. Smith había birlado a su padre una botella de aguardiente de ciruelas y al principio me negué a probarlo, todavía escarmentado de mi parranda en Duluth, pero al final tomé un par de tragos para poder dormir. Estuvimos charlando un rato acerca de la inmigrante noruega, una muchacha rubia que se había trasladado con su familia a una granja abandonada y repleta de ortigas, a unos diecinueve kilómetros de nuestra hacienda carretera abajo. Con toda probabilidad, su padre habría adquirido por correo aquella propiedad sin valor, y necesitaría un mes para limpiar de ortigas el terreno. Decidimos que le ayudaríamos en cuanto estuviera a punto de terminar, para así estar cerca de la muchacha. Hablar de la joven noruega no nos ayudó en absoluto a conciliar el sueño. Smith preguntó dónde diablos estaba Noruega y si allí estaban en contra de los indios. Le dije que no lo sabía, pero seguro que la chica no sabría montar a caballo, y que quizá pudiéramos enseñarle. Mi padre me había contado algunas historias sobre los toros de cuernos largos, en un intento por disuadirme de la misión que me obsesionaba. Se había producido un ataque bastante famoso de toros de cuernos largos contra un destacamento de caballería, y esto le gustó a Smith. Otro toro solitario había corneado a dos muías y un hombre y había volcado una carreta cargada de provisiones antes de que consiguieran matarlo. Tomamos un par de tragos más de aguardiente de cerezas mientras reflexionábamos al respecto,

y por último nos dormimos arrullados por los chasquidos del fuego y el zumbido de los mosquitos. Una hora antes del amanecer se produjeron unas fuertes y retumbantes explosiones, se desató una tormenta, y nosotros sin una lona embreada porque el tiempo nos había parecido decididamente bueno. Buck, el feroz perro vaquero, empezó a aullar y se acurrucó a mi lado, bajo la empapada manta. Al final me levanté y fui en busca de la manta del caballo para obtener así una protección suplementaria, ya que el sudor seco del caballo sobre la manta me proporcionaría cierta impermeabilidad. Durante el breve destello de un rayo creí atisbar, bastante cerca del campamento, un animal más grande que Dios, de modo que agarré con fuerza el rifle entre mis manos. Fue increíble que Smith se pasara casi toda la tormenta roncando, aunque era él quien se había bebido gran parte del aguardiente de ciruelas. En cuanto asomaron las primeras luces, Smith estaba en el borde de nuestro pequeño claro, examinando el suelo. Luego regresó y le dio la vuelta a un enorme tronco mojado de la hoguera, removiendo algunas brasas a fin de reavivar el fuego y hacer café. Con gran seriedad, anunció que aquel terrible animal nos había hecho una visita durante la noche, y que teníamos mucha suerte de seguir con vida. Me dirigí hacia los caballos para atenderlos y noté su inquietud, así como el hecho de que estuvieran pendientes de la parte más densa de la zona de matorrales, que abarcaría unas quince hectáreas y estaba situada en un recodo del Niobrara. Allí mismo estaban las huellas de nuestro visitante nocturno, saliendo y entrando de la maleza. Mientras tomábamos el café, Buck se comió una de las hogazas de pan y enterró el hocico hasta el fondo del tarro de la mermelada. El pobre animal no estaba hecho para la acampada, pero entonces alzó la cabeza, miró con fijeza el matorral e inició un gruñido bastante tímido. Entregué el revólver a Smith a fin de que ambos estuviésemos armados, luego montamos llevándonos todas las herramientas y dejamos trabado el caballo de carga. El pequeño barranco que necesitábamos estaba en la parte superior del recodo, y con chopos jóvenes empezamos a construir el redil que serviría de trampa y el improvisado corral. La mañana se había vuelto ventosa, y creíamos oír un terrible ruido procedente del campamento; sin embargo, antes de ir a echar un vistazo nos apresuramos a concluir la labor. Nuestro plan consistía en seguir las huellas por la maleza, obligando al desprevenido toro a huir por delante de nosotros hasta el barranco y a entrar en la trampa cerca del río. Regresamos al campamento y nos encontramos el caballo de carga terriblemente corneado, con un hilera de intestinos colgando tras él y una enorme zona de matorrales destrozada durante una batalla sin duda desigual. Mientras Buck se alimentaba con la carnicería, nuestro valor y nuestro sentido del humor se disiparon. Por razones de seguridad no desmontamos, y disparé el rifle al aire para advertir de

la seriedad de nuestras intenciones. Smith mencionó que había oído contar que un toro de cuernos largos era capaz de correr más rápido que un búfalo, lo cual no ayudó a incrementar nuestra sensación de seguridad. Los dos deseábamos con todas nuestras fuerzas estar lejos de allí, e hice una broma poco optimista de que sería difícil atar las pelotas de aquel toro con una cinta de cuero, así que sería mejor que Smith se encargara de aquello a la vez que yo me dedicaba a aserrarle los cuernos como un barbero contento. Smith se echó a reír y acto seguido soltó un grito de guerra aterrador, al tiempo que se internaba a todo galope en la maleza. Le seguí con mi propio alarido y nos abrimos paso entre la densa espesura de los matorrales, en pos de las huellas del toro, sin detenernos a escuchar los chasquidos que por delante de nosotros hacía el animal al pisar los arbustos. Por suerte, el matorral raleaba en aquella zona y pudimos ver el enorme trasero del toro mientras desaparecía por el borde del barranco, recto hacia la trampa. Aumentamos la potencia de nuestros alaridos y la velocidad de los caballos, y llegamos al borde del barranco justo a tiempo para ver cómo el toro atravesaba nuestro vallado como si fuera de cañas. En la orilla del río estábamos todavía unos doce metros por encima del toro, pero incluso en aquellas alturas, y encaramado en un árbol, no me habría sentido tranquilo con semejante criatura. Vimos con claridad su inmensa mole, negra y rayada, de pie en la orilla del río, los amplios cuernos manchados aún con la sangre del caballo de carga. Se volvió hacia nosotros y bramó, y el sonido reverberó arriba y abajo por el río. Luego, con la arrogancia de su porte, se entretuvo para tomar un largo trago de agua. Nunca llegamos a entender semejante gesto, pero en aquel momento Smith susurró: —Dispara a ese hijo de perra antes de que nos mate. Levanté el rifle, pero en un abrir y cerrar de ojos el toro salió del río y corrió por la orilla hacia nosotros. Mi caballo se encabritó y partió veloz sin que tuviera que obligarlo. Yo me fui por un lado, Smith por el otro, y pasaron varias horas antes de que nos reencontráramos al otro lado del río. Yo daba por sentado que el toro le habría cogido, dado que durante los cinco kilómetros de mi huida mirando por encima del hombro, y al cruzar el río, no le había visto ni una sola vez. Smith me contó que no había podido controlar su caballo y que, después de unos cien metros de carrera desbocada, se había metido en el río, dispuesto a cruzar al otro lado. Entonces miramos hacia atrás y vimos al toro en la orilla, allí donde yo había sacado el rifle. Estaba paciendo con absoluta tranquilidad. Permanecíamos sobre nuestros caballos, reflexionando sobre lo ocurrido, cuando Buck vino trotando, con el hocico rojo y el hinchado vientre lleno de carne de caballo. Proseguimos unos cuantos kilómetros más en dirección a casa, para una mayor seguridad, luego nos detuvimos a nadar y echamos un sueñecito, y llegamos a la granja al final de un largo crepúsculo de verano. Es justo reconocer que aquella experiencia con el toro de cuernos largos desterró durante algún tiempo al vaquero que había dentro de mí, y la melancolía que sentía

por Willow dio un nuevo giro. Mi padre había amenazado con mandarme a la escuela india de Genoa, en Nebraska, en caso de que no me concentrara en los estudios. Allí los jóvenes alumnos eran casi unos cautivos, y le contesté que me escaparía aunque fuese a tiros. Este comentario hecho sin premeditación provocó un sermón y un soborno. Mi padre sabía que mi interés por todo lo relacionado con el arte apenas había quedado saciado con el único libro que teníamos, en el que había ilustraciones de Gustavo Doré, ni con lo que podía encontrar en la Britannica de 1895, que no era gran cosa. A mi mente seguía acudiendo la mujer sa de la exposición de Omaha, y en el atlas estudiaba con detalle el mapa de Francia, tratando de imaginar dónde podría vivir ella. El soborno de mi padre consistió en que me compraría un montón de libros de arte, además de una subscripción a la revista Scribner’s, si reanudaba los estudios de matemáticas, historia natural y literatura que me habían impuesto. La subscripción a Scribner’s era una concesión por su parte a los tiempos modernos, dado que no sólo pretendía protegerme de su obsesión por los lakotas, sino de todo el mundo en general, unos esfuerzos que aquel verano debían de empezar a parecerle desesperados. Sin duda la revista era un ridículo tranquilizante, pero la había visto en la biblioteca del pueblo y había despertado en mí una conmovedora curiosidad por el mundo exterior. Yo era un hijo tan tardío —mi padre estaba entonces en la cincuentena—, que mis correrías sin duda le habían agotado hasta hacerle comprender que ya no había forma de protegerme. La única revista que se recibía en casa por aquel entonces era Philosophical Speculator, que publicaba alarmantes disquisiciones (para mi padre) de William James sobre la naturaleza de la psicología. Yo las encontraba curiosas, pero, al ser entonces un jovencito salvaje de catorce años, no poseía territorios culturales ni religiosos que defender. El tema que conocía a fondo eran los caballos, y ya se discutía el hecho de que, con la llegada del coche motorizado, los caballos pronto dejarían de influir en nuestra existencia. La mayoría de los contenidos de mis estudios resultaban gravosos, y por lo general demasiado avanzados para mis capacidades. Las matemáticas eran fáciles en cierto modo, pero la biología era en extremo difícil, y nuestro anticuado microscopio no revelaba nada interesante para mí. La antropología estaba en su apogeo por el hecho de ser una ciencia nueva, y me fascinaba, desde el drama de los egiptólogos a las obsesiones de Franz Boas. Keats me gustaba bastante, si bien en muchos de sus versos aparecía la palabra «sauce» (Willow), pero encontraba a Pope y a Wordsworth muy aburridos. Shelley era flojo si lo comparaba con las glorias de lord Byron, a quien iraba con todo mi corazón y envidiaba todos sus esfuerzos para que le enterraran con su perro. Consideraba a Tennyson un pomposo charlatán y nunca logré cogerle el pulso a Dickens. Shakespeare me superaba, aunque me gustaba la musicalidad de su lenguaje, que en opinión de mi padre había que leerlo en voz alta. Lucrecio era soporífero, pero las Geórgicas de Virgilio tenían para mí un vivo interés, dado que podía entender sus preocupaciones en la tierra que tenía a

mi alrededor. A Emerson me lo metieron con calzador en un momento que sólo me interesaba leer a Hawthorne. Después de todos los años que mi padre había pasado con los lakotas, nuestra casa no era en absoluto puritana ni victoriana, y yo no podía llegar a comprender a unas personas con semejantes represiones ni a tenerles simpatía. Mi padre veía a Walt Whitman y a Melville como «curiosidades», y en cambio yo me sentía atraído hacia ellos. Melville desmerecía mucho en sus preferencias literarias, pero descubrí que en su ejemplar de Moby Dick había muchas páginas con la esquina superior doblada, y mucha frases subrayadas. Los nativos eran la ballena blanca de mi padre, y a cualquier hora entre el alba y el anochecer se entregaba a excéntricos discursos acerca de cuál sería su destino. En medio de esta vorágine de actividad mental, que solía desencadenarse en las horas centrales del día o a última hora de la tarde, yo era lo bastante osado o ignorante para intentar escribir algunos poemas a Willow, lo cual servía sobre todo para que aumentara mi respeto hacia Keats. Sin embargo, lo más importante era que en mis libretas intentaba trazar retratos de ella y lamentaba que nunca le hubiesen hecho una foto. Olía a arena cálida y a ciruelas, tenía la voz suave excepto cuando reía, el cuerpo flexible y de color canela, y, aunque no diera esa impresión, era muy fuerte. A pesar de la abultada musculatura que teníamos Smith y yo, podía trepar a los árboles mucho más rápido que nosotros. ¿Cómo es posible que no exista ni una sola foto de su esplendorosa belleza? Hoy es impensable que exista alguien a quien nunca hayan fotografiado. Ignoro si eso es bueno o malo, pero para mí supone un gran esfuerzo recuperar su imagen, como no sea durante el extraño sueño, o nada más despertar, en estado de semiinconsciencia, cuando tal vez empieza a disiparse el auténtico contenido de nuestras vidas. En cualquier caso, la torpeza de mis primeros dibujos no consiguió captar su imagen: en uno quizás estaban bien los ojos, en otro los labios, o parte del cuello, con el airoso brazo apoyado sobre el poste de una cerca. A finales de aquel otoño de 1900, en la Feria Estatal de Nebraska, mi vida iba a cambiar de repente. Por aquel entonces la feria era en su mayor parte un acontecimiento agrícola, con innumerables exposiciones de productos agrícolas y ganado, una multitudinaria reunión de rancheros y granjeros que acudían con sus familias, el gran respiro a todo un año de trabajo. Mi madre había insistido para que Smith viniera con nosotros, debido al decaimiento que le había provocado el hecho de que le echaran a punta de escopeta del patio de los noruegos, después de que se presentara para ayudarles a arrancar las ortigas. La chica rubia estaba bombeando agua y Smith se acercó a saludarla, pero ella empezó a chillar y su padre salió presuroso de la casa con una escopeta: un inicio nada prometedor para un noviazgo. Ese día yo estaba poseído por una fiebre extraña, provocada por Keats, y afortunadamente no le acompañé, pero su idea de prender fuego a la casa y arrancarles a todos la cabellera no me

pareció del todo mal. Luego decidió que pasaría cabalgando ante la casa, de pie sobre el caballo y enseñándoles el culo mientras ellos estaban sentados en su miserable patio. Aquella historia incluso hizo sonreír a mi padre, aunque había estado meditando acerca de la familia y, teniendo en cuenta que habían llegado demasiado tarde para plantar la cosecha, ¿qué comerían durante aquel invierno? En la feria nos impresionó sobre todo el Descomunal Bob, un verraco de más de cuatrocientos cincuenta kilos, del que se decía que era el más grande de la creación. Bob se negó a dar señales de vida hasta que no le lanzamos un trozo de salchicha, que engulló de buen grado, demostrando así que era un caníbal, según el ya animado Smith. El cuidador del verraco ordenó que nos largáramos, pero no le hicimos caso y esto desencadenó una trifulca con unos jóvenes de Lincoln, unos chulitos de ciudad, en la que no hicimos un mal papel. A uno lo tiré por encima de la cerca y aterrizó a los pies de Bob, lo cual puso de muy mal humor al verraco. Echamos a correr por detrás del gentío que se había concentrado y, al detenernos para recuperar el resuello, vimos que estábamos delante de una exposición que anunciaba «la única familia de esquimales residente en los Estados Unidos». En el interior de la calurosa tienda, rodeada de bloques de hielo, había un hombre, una mujer y un niño envueltos en pieles. Los tres sudaban a mares, y la escena era en el fondo muy patética. Smith y yo discutimos si debíamos liberarlos, pero ignorábamos si los habían capturado o estaban allí, lejos de la desolada tierra ártica, por propia voluntad. Una de las pieles sobre las que estaban sentados era de oso polar, tan enorme que tuvimos la certeza de que era falsa. La tienda estaba repleta de tipos que.se apretujaban para poder ver a las sudorosas criaturas del gran Norte, y Smith ya no pudo contenerse por más tiempo. —¡Esto es una vergüenza! —gritó. De inmediato, un grupo de fornidos granjeros avanzó hacia nosotros: —¡Largo de aquí, malditos pieles rojas! No nos quedó más remedio que obedecer. Smith decidió recorrer el paseo de varios kilómetros que conducía hasta el centro de Lincoln, pues deseaba ver la capital del estado, mientras yo paseaba con entusiasmo decreciente por la atestada zona intermedia. Quería visitar los establos de los toros y las vacas para ver las mejores reses del año, pero de nuevo Keats me lo impidió. Todo cuanto escuchaba era la habitual «hermosura y abundancia por campos y montañas, notable elevación costillar que nace justo de la tierra». Me sentía tan poco motivado, que ni siquiera la exhibición de caballos programada para última hora de la tarde logró despertar mi interés. Me quedé de pie en medio del polvo que levantaba la gente, al tiempo que murmuraba para mí: «¿Qué es lo que te aflige, miserable, que andas vagando pálido y solitario? Las juncias se secan en el lago, y ya ni los pájaros cantan, etcétera». Esa clase de cosas que, con sólo recordarlas, la sangre se me sube de vergüenza a las orejas. Luego, por casualidad, en un lateral descubrí la tienda dedicada a las bellas artes y a la artesanía, y quiso la

mala suerte que me dirigiera hacia allí. Pasé de la estridente luz solar a la penumbra de la tienda, repleta de cerámica pintada, recargadas almohadillas para calentarse, una vaca hecha con mazorcas de maíz pegadas y negros guijarros de río por ojos, sin lugar a dudas nada que se acercara a mi jactanciosa idea de lo que era la inspiración artística. En aquel entonces la palabra «arte» significaba para mí tanto como la palabra «Jesús» significaba para una monja de clausura, separados ambos por una misma distancia del objeto de nuestra adoración. Al fondo de la tienda, el sitio menos favorable, un grupo de pintores domingueros exponía sus puestas de sol, sus jarrones con flores, sus cordilleras montañosas y unos cuantos caballos, chiquillos y animales de compañía carentes de proporción. En uno de los laterales había un joven ataviado con un blusón y una boina, rodeado por media docena de jovencitas, a las que por turno dibujaba en un gran bloc a cambio de veinticinco centavos cada una. Aunque me había detenido muy atrás, poco a poco me fui acercando hasta que pude escuchar con claridad sus bromas. De inmediato sentí celos de la pericia de aquel joven, que me habría permitido dibujar a Willow de manera que pudiera recordarla. Al finalizar cada boceto, el joven exclamaba: Voilà!, que supuse sería una palabra sa, dado que él llevaba boina. Una frivola jovencita quiso que la dibujara de cuerpo entero, y el pintor acentuó en extremo el tamaño de sus pechos, ante la algarabía general de las otras. Aquello me pareció de tal osadía, que me uní al grupo cuando él le pedía a la de los pechos grandes que se «quedara por allí» y la invitaría a un refresco, lo cual hizo que la jovencita se sonrojara de orgullo y placer. Entonces me descubrió allí de pie y me preguntó si a un «hijo de la tierra» le apetecería que le hiciese un retrato. Le contesté que «no, gracias», y añadí que iraba muchísimo su habilidad artística. Eso hizo que el joven se sonrojara un poco. Luego quiso convertirme en el blanco de la diversión generalizada, preguntándome el nombre de mis pintores favoritos, aparte de Rembrandt y Miguel Ángel, tal vez con la esperanza de ponerme en ridículo. Le mencioné al paisajista inglés cuya historia había leído en la Britannica, y pronuncié su nombre completo: Joseph Mallord William Turner. El joven alzó una ceja y preguntó: —¿Y a quién más? Me esforcé y di con el nombre de Courbet, pero lo pronuncié «Corbit». Eso le dio la oportunidad que buscaba: —«Curbet», paleto. Se pronuncia «Curbet». Me sonrojé hasta las raíces del pelo y de pronto le repliqué: —Puede que a un capullo como tú le apetezca abrir con la cabeza un agujero en la pared de esta tienda. Tanto él como el grupo de risueñas jovencitas guardaron silencio, y yo me sentí aún más avergonzado al darme cuenta de que había amenazado al primer pintor de verdad que había conocido en mi Vlda. Entonces el joven, en un tono de gran seriedad, me preguntó:

—¿Pintas? —No muy bien —le respondí. A continuación decidió tomarse un descanso y salimos a beber unos refrescos en compañía de la jovencita, que sostenía orgullosa su empalagoso retrato. Comentó que le complacía haber conocido a dos artistas de verdad, lo cual me provocó una sensación en extremo embarazosa. El pintor la despidió, diciéndole que regresara antes de la cena para darse un revolcón en el pajar. La muchacha asintió y se fue. Yo me quedé mudo ante semejante descaro, pero supuse que así era como hablaban los artistas en la actualidad. El joven se llamaba Theodore Davis y procedía de Omaha, en donde su padre era un alto ejecutivo de la compañía ferroviaria; «un ignorante capitalista», en palabras de su hijo. Davis nunca podía pronunciar una frase sin adornarla con una hipérbole. Yo creía que era mayor, pero sólo tenía dieciocho años, y al cabo de unas pocas semanas debía ingresar en el Art Institute de Chicago. La boina era una especie de disfraz para demostrar a su padre que un artista podía ganarse la vida. Se le veía satisfecho consigo mismo, ya que hacía tintinear las monedas de veinticinco centavos en el bolsillo: «el fruto de mi labor», solía llamarlas. Antes de separarnos me regaló un gran bloc y varios lápices de dibujo y me prometió que estaríamos en o. Le dije una pequeña mentira al asegurarle que tenía dieciséis años, y él me sugirió que abandonara la escuela y en cuanto pudiera me reuniese con él en el Art Institute. Le informé que había dejado de ir a la escuela a la edad de nueve años y le resumí la historia, que le pareció «absurdamente maravillosa». Salí de allí con la mente inmersa en un torbellino de posibilidades, sin darme cuenta en absoluto de que estaba dando los primeros pasos hacia un cataclismo que me acompañaría durante el resto de mi vida. Mucha gente ignora que las primeras incursiones de un joven o una muchacha en el mundo del arte y de la literatura, y su lucha para realizar su vocación, resultan algo cómicas y están plagadas de desventuras, más que las que figuran en las serias y melancólicas versiones que luego salen a la luz. La sensación de haber recibido el bautismo persistía mientras regresaba al campamento, situado al final de los terrenos feriales, aunque había experimentado el impulso momentáneo de seguir los pasos de Smith al centro de Lincoln. A unos muchachos granjeros les había oído comentar que en el otro extremo de la ciudad había una taberna en donde unas chicas bailaban desnudas: una fascinante posibilidad, aunque quizá no lo bastante seria para alguien que acababa de ver cómo su vocación secreta se reafirmaba. Si al menos hubiese estado allí aquella mujer sa para guiarme, pensé. Llevaba muy poco rato en el campamento cuando se presentaron mis padres; su estado de ánimo era muy distinto del etéreo desdén que yo experimentaba por los que se alojaban en las otras tiendas, ajenos sin duda a la presencia del elevado ser que tenían entre ellos. Ivli padre se sentía feliz como nunca le había visto en mi vida. Los sementales Hereford que habíamos alquilado a otros granjeros y rancheros

habían dado un resultado espectacular, y su progenie había obtenido muchos premios en la exposición ganadera. Poco le faltaba para danzar en torno a la pequeña hoguera donde mi madre preparaba café. No me atreví a exponer los elevados propósitos de mi talante artístico recién hallado, pues no recordaba haberle visto nunca tan contento. Además, estaba la sospecha de que el toro que yo había matado a finales de la primavera quizá fuera más valioso de lo que había imaginado, dado que era hijo del mismo padre que los otros. Añadimos un chorrito de whisky al café, el primero que tomaba con mi padre, y luego mi madre descubrió el bloc de dibujo, que con toda intención yo no me había preocupado de ocultar. De un tirón les puse al corriente de cuáles eran mis ambiciones, incluida la marcha a Chicago, y los dos permanecieron en silencio, meditabundos, mientras mi madre miraba hacia el oeste, como si allí fuera a encontrar un nuevo significado a las cosas. Necesitamos un rato (de hecho, justo el tiempo que tardamos en cenar) para llegar a un acuerdo. Se me permitiría ingresar en la escuela de bellas artes al cabo de un año y medio, después de cumplir los dieciséis, si les prometía probar suerte en el Cornell College, el colegio universitario de mi padre, para el nuevo curso. Tendría que esforzarme mucho en los estudios y abandonar mis hábitos salvajes e irascibles si quería pasar los exámenes de ingreso. Con un asentimiento de cabeza, accedí a todo lo que pudiera facilitarme el ingreso en la escuela de bellas artes al cumplir los dieciséis años. Después de prepararnos una cena sencilla, mi madre se entretuvo hojeando las páginas del bloc todavía en blanco, como si tratara de imaginar lo que iría en cada una. —Haz kahnah —me dijo, que en lakota significa «pájaros». Así que me vi obligado a dibujarle de memoria un escribano triguero, tras lo cual ella imitó el canto del pájaro, sorprendiendo a los que se alojaban frente a nuestra tienda. Desde la lejanía, en el crepúsculo de finales de verano, hasta nosotros llegaba la música de un órgano de vapor, y a mí me pareció tan hermosa como ahora me lo Parece la sinfonía Júpiter de Mozart. Lo recuerdo como la mejor velada que pasamos juntos en nuestra vida. Fue un momento muy específico de solaz y de tiempo dedicado al descanso: para mis padres, del prolongado «ocaso de los dioses» lakotas, y para mí, de la ansiedad de tener que decirles que deseaba ser pintor, sin duda una ambición poco habitual para alguien con mis antecedentes. No hubo ninguna de las estridentes reacciones típicas de la clase media contra el excéntrico y díscolo hijo que uno suele leer, pero, a pesar del reconocido pecado de codicia de mi padre y de las preocupaciones hogareñas de mi madre, ellos eran muy poco burgueses. Pertenecían a una clase muy peculiar. Más tarde, esa misma noche, nos unimos a un grupo de suecos y a una concentración cada vez mayor de gente, en un baile que se celebraba al final de la hilera de tiendas. Había violines y concertinas, 7 unos jóvenes habían encendido una gran hoguera con las traviesas que habían birlado de los ferrocarriles. Los grupos de

granjeros inmigrantes eran muy variados: había de Bohemia, de Alemania, un combinado de los países escandinavos, y estólidos granjeros y rancheros blancos de Nebraska, si bien no de los más ricos, que preferían los hoteles del centro de la ciudad durante la Feria Estatal. A mi padre siempre lo habían tratado con cierta suspicacia por el hecho de haberse colocado en el lado equivocado de la «Cuestión India», pero se le daba el respeto habitual que se otorga a la gente próspera, aparte de que en raras ocasiones, o casi nunca, se mezclaba con la gente corriente como hizo aquella noche. Todo el mundo bebió cerveza de barril y bailó la polca hasta quedar agotados y empapados en sudor. Al amanecer, escuché la última de las piezas desde nuestra tienda. Aunque yo no sabía cómo bailar aquello, lo había hecho con todas, desde la vieja y gorda a la joven y esbelta. El espíritu de aquella reunión resulta muy distinto del que impera en la actualidad, en que rancheros y granjeros hacen parodias de sus virtudes para halagar el sentimentalismo del público. Entonces aún se hacía gala de una exuberancia inexorable y sin refinamientos en un territorio que se había convertido en estado hacía tan sólo treinta y tres años. Me vi arrancado de mis cavilaciones por la llamada de Lundquist. Había estado comprobando que las tuberías del establo estuvieran bien tapadas, anticipándose a la helada que se pronosticaba bastante intensa, a pesar de que sólo estábamos en octubre. De la camioneta trajo una cazuela con su «guiso», una mezcla de bacalao seco, patatas y cebollas, y no me quedó más remedio que decirle que Frieda había telefoneado para avisar de que se quedaría otro día completo en Lincoln, pues el Espíritu Santo había visitado la iglesia de la congregación, lo cual requería un día extra para discutir el incidente. —Esa Frieda se toma muy a pecho su religión —comentó y, como le indiqué, se dejó caer en uno de los sillones. A pesar de que Lundquist trabajaba para mí y éramos amigos desde 1919, poco después de que se firmara el armisticio, en casa nunca se le habría ocurrido sentarse sin que se le invitara a hacerlo. Le serví una buena ración de whisky y se dirigió a la cocina en busca de la indispensable agua a fin de no ofender lo que él denominaba sus «jugos estomacales». Le grité que dejara entrar a Shirley, su pequeña perra, para que no estuviera expuesta al frío, cosa que él hizo complacido. La perra se llevaba muy bien con los airedales, que la hacían rodar empujándola con los hocicos, el tipo de juegos que suelen hacer los perros entre sí. Mientras Lundquist lavaba los platos, puse el guiso al fuego y le añadí ajo y pimienta picante. El lo sabía, aunque prefería no hacer caso, y siempre comentaba que la receta de su «mamá» siempre sabía mejor en mi casa. Además, nunca aceptaba un vaso de vino tinto sin hacer un breve comentario acerca de que era una bebida «papista», al que por lo general seguían unos murmullos relacionados con que la bomba atómica había hecho que el tiempo empeorara y que todos los

políticos llevaban la marca de la Bestia, comentario con el cual resultaba difícil no estar de acuerdo. Sin embargo, en todos los temas relacionados con la agricultura era un verdadero entendido y estaba al día, y reconocía que la mayor decepción de su vida fue cuando yo perdí el interés por ella y por su práctica, al dejar la tierra en barbecho después de la muerte de John Wesley. Por lo que se refiere a nuestros propósitos, sin duda resulta difícil aceptar a los demás, y a nosotros mismos, sin reconocer la disparidad que hay entre ellos y la forma en que vivimos. Lundquist era una excepción a eso: sus pensamientos más íntimos eran los mismos que los más externos, y en su percepción estaban dotados de una peculiar originalidad. Podía iniciar una frase denostando la especulación en tiempos de guerra y concluirla nombrando media docena de nidos de pájaros que había localizado para Naomi. Aunque su época de escolarización formal había sido tan breve como la mía, se mostraba especialmente complacido por el hecho de que Linné fuera sueco. En una ocasión le gasté una broma algo cruel y le presté las memorias de Strindberg, que le produjeron cierta inquietud. —Ese tipo andaba un poco confuso respecto a Dios... —murmuró Lundquist, en una afirmación no del todo errónea respecto a Strindberg. Su único gesto algo carente de modestia era su habilidad para escalar la pared lateral del granero mediante una cuerda que colgaba de la puerta del henil, una proeza impensable para un hombre que había cumplido ya los cincuenta, y que sólo llevaba a cabo cuando Dalva y Ruth bromeaban para provocarle. Con anterioridad me había sorprendido al comentar de los cuadros que yo tenía de Marsden Hartley y de Stuart Davis que estaban «bastante bien», mientras no encontraba nada de especial interés en Thomas Hart Benton o en Charley Russell. Por Benton incluso habíamos discutido: Lundquist opinaba que estaba demasiado familiarizado con gran parte del material de Benton, y prefería pinturas que «estimulen el coco». A pesar de su fe cristiana, en los desnudos veía «la gloria de Dios», un tema en el que Frieda y él discrepaban. Lo que quiero decir es que Lundquist siempre era lo que pretendía ser, pero, a diferencia de mucha gente pragmática, experimentaba una intensa simpatía hacia los que tenían la mente más complicada. A través de la ventana que daba al porche yo había escuchado su explicación a Dalva sobre si los animales van al cielo, una cuestión que la estaba inquietando. Se limitó a decirle que había soñado que veía vacas, caballos, serpientes, gallinas, coyotes, leones y tigres en el cielo, todos bebiendo leche fresca de un mismo cuenco enorme y dorado. Para él, eso ya era prueba suficiente, y confiaba en que también lo fuera para ella. Al verle al otro lado de la mesa, meciéndose y arrullando a su perra, de nuevo me sentí inquieto por los males de la primogenitura, por cómo en el pasado la propiedad de la granja se transfería al hijo mayor para conservar intactos los resultados de un duro trabajo, dejando que los demás hijos deambularan por la vida como empleados a sueldo o como dependientes. Esta enorme población de

descontentos constituía en parte la fuente del malestar populista. Lundquist había sido un brillante granjero predestinado a no tener nunca una granja, de igual modo que los más competentes «braceros», vaqueros o capataces nunca poseerían un rancho. Fue la casi involuntaria providencia de mi propio padre la que me impartió su «bendición», como dicen los fanáticos religiosos, de modo que incluso en los peores días de la Gran Depresión pude comprar tierras, o viajar a Kentucky para asistir al Derby, o a la Exposición de Caballos de Dublín, o surtirme de los mejores Burdeos, sin mayores dificultades. Mi hijo mayor, Paul, del que en cierto modo estoy distanciado, prefirió el dinero de su madre, que resultó una suma bastante considerable, mientras John Wesley iba a recibir esta granja y mis otras pertenencias. Abandoné mis hábitos de consumo en cuanto John Wesley se alistó a la segunda guerra mundial, y mantuve la granja en funcionamiento para el sostén de la guerra, si bien quien la llevaba era sobre todo Lundquist, porque yo perdí empuje, tan grande era mi temor por la seguridad del hijo que llevaba mi nombre, y total para que después muriera en Corea. Un millar de veces he maldecido el día en que, a final de los años veinte, le llevé a dar una vuelta con la avioneta de los acróbatas. Perdí a mi adorado hijo por su afición a las máquinas, pero caemos en un profundo error si pensamos que nuestros hijos son de nuestra propiedad. A veces nos cuesta perdonar a los demás, e incluso a nosotros mismos, porque la propia vida nunca perdona a nadie ni un minuto de tiempo. Pienso en mi hermano de sangre —sí, habíamos realizado aquel rito infantil—, allí de pie, en medio de aquel frío campo de patatas. Estoy condenado a descubrir que mis incursiones en el conocimiento son menos interesantes que la nueva tanda de salmón ahumado casero que Lundquist ha preparado. Esta mañana vino para traerme un trozo, y se inquietó al encontrarme en los barracones de los vaqueros sin haber encendido un fuego, sentado ante el escritorio y pensando en esto, en mi primer estudio y en el patético letrero que una vez colgara de la puerta: «Estudio de Arte, prohibida la entrada». Probamos el ahumado con crítico paladar, tal como otros hacen para catar los vinos. Lundquist también había traído un tarro de rábano silvestre recién rallado, que él mezclaba con un poco de vinagre y nata de Jersey. Además, había huevos, y Lundquist tenía los ojos enrojecidos, medio llorosos por culpa del puré de rábano. A pesar de que sólo era media mañana, decidimos que lo más apropiado era una cerveza. En cuanto le dije que era la mejor tanda que había probado en mi vida se quedó muy contento. A la madera de nogal le había añadido ramitas de manzano para darle un toque nias afrutado, por completo distinto del salmón que se vendía en las tiendas. Aquél era un desayuno apto para los granjeros en activo, así que ensillamos dos yeguas tranquilas para dar un paseo con el frío y no quedarnos dormidos en nuestros sillones. Nos dirigimos hacia los pastos del suroeste, conocidos como los

pastos de Smith porque cuando éramos unos crios mi amigo se había fracturado allí la nariz durante unos juegos violentos. El juego consistía en correr hacia una vaquilla, agarrarla de la cola y darle un tirón, para ver el tiempo que aguantábamos, zarandeados de aquí para allá y a pleno galope. Había que agarrar la cola por el extremo, a fin de evitar los golpes de las pezuñas. Una vaquilla inteligente se había negado a correr y retrocedió al tiempo que lanzaba una coz. El resultado fue que a Smith la nariz se le quedó hecha papilla y le dio la apariencia del indio que hay en las monedas de cinco centavos. Mi padre tuvo que colocarle el hueso en su sitio, si bien antes le dio una dosis de opio, que a Smith le gustó bastante. Los campos de finales de otoño me recordaban a Millet, un pintor bastante banal, aunque aquél era en definitiva el aspecto que los campos tenían. Proseguíamos como a sacudidas, medio dormidos en la silla de montar. Lundquist tenía a Shirley acurrucada detrás de la perilla, su sitio favorito para montar, desde donde de vez en cuando ladraba a los airedales, que correteaban delante de nosotros. Habían estado persiguiendo a la misma hembra coyote durante años, y yo suponía que su intención era matarla, pero en septiembre había visto desde la ventana de la cocina cómo Sonia cazaba ratones junto con aquella hembra por el campo de alfalfa recién segada. Entonces me acordé de que en aquella misma silla había colgado una bolsa de cuero blando, que tensaba mediante puntales de madera de aliso, y en la que acarreaba mi primer cuaderno de apuntes durante las salidas a caballo. Mi padre me la regaló para ese propósito nada más regresar a casa de la Feria Estatal. Dijo que estaba hecha de piel de alce que una mujer lakota había intercambiado con una cheyene durante uno de los intervalos pacíficos, en la época en que todos estaban peleados con los absarocas y los pies negros, después de la batalla de Little Bighorn. Mi padre había conservado muestras botánicas en aquella bolsa, y me sorprendí al ver su cuaderno con dibujos de plantas, donde había plasmado hasta los pelos de las raíces, frágiles como telarañas. Le pregunté si alguna vez había dibujado a un ser humano y me dijo que no, pero que le hubiese gustado dibujar a su primera esposa, Aase, con la que había estado casado ui tiempo muy breve antes de que ella muriera de tuberculosis, ya que eso le habría permitido contemplar su rostro de vez en cuando. No le dije que yo sentía lo mismo respecto a Willow, pero recuerdo que por aauel entonces ya no le veía como un adulto distante y autoritario, sino como a un camarada. Raras veces pensamos que nuestros padres han amado tanto como nosotros. Si al menos Willow me hubiese enviado una carta, pensaba en aquel entonces, pero nunca la había visto leer ni escribir, y dudaba que fuera capaz de redactar una carta. Como es lógico, juré que nunca más volvería a enamorarme si eso era motivo de tanta aflicción, ignorante de que apenas diez años después surgiría un amor que haría que mis penas por Willow parecieran idílicas. En los días fríos de primavera se añora el verano, pero en las calurosas tardes de verano se echan de menos los

primeros fríos que en otoño nos llegan del norte. Empezaba a pensar que el sufrimiento debía de ser inherente a mi carácter y a mi edad, y confiaba en que fuera de utilidad para mi arte, aunque tenía serias dudas de que se pudiera plasmar todo aquel sufrimiento en un dibujo o una pintura, si bien la pintura estaba muy lejos en mis sueños realizables en aquella época. Me fui dando cuenta, de manera gradual, de que Lundquist me estaba hablando y de que mi caballo bebía agua del manantial. Comenté que los berros ya se habían acabado ese año, con la esperanza de que fuera una respuesta adecuada, pues Lundquist se molesta si advierte que no le escucho con atención. —No te des tanta prisa en ir tras las nubes, que no tardarás en verte atrapado por ellas. De inmediato le gustó aquella ocurrencia, pues la repitió verias veces. A mí no me hizo tanta gracia, teniendo en cuenta las recientes palpitaciones en el corazón. Entonces me dio una pista de cuál era el tema de su conversación, un artículo publicado en un número reciente del Nebraska Farmer, en donde un veterinario investigador comentaba que si todos los perros de la tierra se dejaban a su aire, pronto todos los perros tendrían un tamaño corriente y serían de color marrón. Miré a Shirley y a los airedales y me apresuré a darle la razón a Lundquist, pues vi que semejante controversia podría llevarnos a un tipo de pozo negro demasiado agotador para que yo pudiera salir bien de él. Cualquier criador de ganado o de caballos posee nociones de programas de cría que harían enloquecer de aburrimiento a un Profano. Yo he criado demasiados caballos veloces y hermosos que salían dando coces del remolque, mordían a los gatos del establo, se ponían frenéticos durante la luna llena y saltaban hasta el cielo ante la sombra de un pájaro. Los programas genéticos requieren más sentido común que romántica ambición. El Hombre para la Guerra fue un plan condicionado que también creó a otros mil, distintos del modelo y de relativo valor. En la orilla del riachuelo estaba el cerco de una hoguera reciente que me llamó la atención, y Lundquist, al seguir la dirección de mi mirada, me dijo que no se trataba de ningún intruso, sino que Dalva había obtenido una inusitada buena nota en un examen y Naomi le había pedido que la llevara allí para asar sus salchichas en una hoguera: la recompensa que Dalva quería. Entonces Lundquist añadió que la conducta de la muchacha le había inquietado, y que rezaba para que se volviera más normal. Esto me irritó y le dije que ya teníamos suficiente, fuera lo que fuera lo sucedido. Casi pude ver cómo borraba mentalmente de la chica alguna genealogía problemática, incluyéndome a mí, a mi padre y al padre de ella, todos fascinados por la maquinaria de la guerra. Todo aquel invierno me lo pasé estudiando sin compasión, dedicando las frías mañanas a los libros, las tardes a realizar tareas diversas y a dibujar mientras montaba a caballo, y las noches a seguir estudiando. A menudo, en vez de hacer los

deberes, me entretenía con Scribner’s o con los pequeños libros de arte sobre Rodin, William Morris o Millet que mi padre había comprado por correspondencia. Casi todo me resultaba decepcionante o incomprensible, sobre todo los escritos de John Ruskin y Henry James. Con mis escasos estudios, todos los atenuantes de la emoción que narraba Henry James no tenían mayor significado que el estanque de la parte trasera de nuestra propiedad, que tanto Smith como yo veíamos sin fondo. Dado que tenía serias dudas acerca de si era bastante avispado, para consolarme decidí leer a su hermano William James, en especial un ensayo titulado La conciencia del Yo. Me gustaba la parte en que trataba del «yo empírico» y en cómo éste era capaz de preservar su integridad. Cualquier artista en ciernes debe potenciar su ego para poder funcionar en un área en la que nadie se siente cómodo hasta años después. Hay que elegir ser alguien extraordinario y acumular suficiente energía mental para que ésta te impulse hacia delante, algo que para un joven tan iletrado y poco práctico como yo podía ser una tarea descorazonadora. Mi confusión se vería incrementada luego por el artículo sobre arte que leí en la Britannica de 1895, donde gran parte de las notas estaban en latín, y en el que se había utilizado una idea de Shakespeare referente a que «el arte también era la naturaleza». ¿Qué diablos se suponía que iba a hacer yo con la naturaleza, algo que conocía por experiencia propia en todas sus grandes mutaciones, puesto que mi padre me había enseñado lo referente a cada tipo de hierba, cizaña, flores, árboles y arbustos, así como los hábitos de todas las criaturas que habitaban en nuestra zona? Sencillamente, en esa época yo no estaba dotado para el pensamiento abstracto, y lo que me salvó fueron las innumerables tardes que dedicaba a dibujar, un acto sin duda visceral, junto con montar a caballo por los bancos de nieve y los charcos embarrados, o encontrar algún desfiladero soleado y protegido del frío viento donde poderme sentar y estudiar la apariencia de las cosas. Davis me había enviado una nota breve, pero jubilosa, donde me explicaba las excelencias y las tentaciones del Art Institute y de Chicago, y concluía con un «¿dónde están los bocetos?», refiriéndose a mi promesa de enviarle mis obras para que las evaluara. Aunque parezca mentira, ésta fue la primera carta personal que recibí en mi vida. Muerto de miedo, le envié un montón de dibujos junto con una bravata apenas sentida en la que le aseguraba que estaba a punto para empezar a pintar. Pasaron tres semanas antes de que llegara la respuesta, tiempo suficiente para que me deprimiera hasta convertirme en un alma en pena. Decía que mis dibujos eran «la mayoría de tipo medio», con unos pocos «prometedores», y añadía: «Tienes que dedicar muchos años a hacer bocetos antes de empezar a pintar. El ojo y el cerebro captan la apariencia de las cosas, pero la mano, no. Hay que entrenar la mano para que siga las ideas más fantásticas de todas la variedades que observamos en el mundo». También decía que estaba viviendo con una hermosa mujer de veinticinco años, lo cual implicaba que yo no podía compartir aquella carta con mis

padres, aunque, por supuesto, les leí la parte relacionada con mis dibujos «prometedores». Después de enviarle otra serie de dibujos y de que me contestara que mis obras se estaban volviendo «demasiado cuadriculadas», me Sentí bastante deprimido, y sólo vino a salvarme una experiencia que podríamos calificar de trascendental. Había ido a dar un paseo con un caballo no domado del todo, demasiado empapado en alcohol para cargar con el cuaderno de dibujo. La noche anterior, una tormenta de lluvia helada había cubierto la nieve, todavía bastante abundante en algunos puntos. El caballo aborrecía pisar los montículos más profundos, pues la pisada se volvía poco segura al quebrarse la costra de hielo. Había salido el sol, y confiaba en que la temperatura, que juzgué estaría alrededor de los cuatro grados, derritiría el hielo lo suficiente para tranquilizar al caballo, que no solía tener ninguna dificultad con la nieve habitual. Después de dos horas de pelea tensando fuerte las riendas y utilizando a menudo la fusta, llegué por fin a mi destino, un pequeño cañón con un manantial que se escurría hacia abajo hasta desembocar en el Niobrara. Mi intención era observar cómo los trozos de hielo flotaban por el río hasta que mi mente se serenara lo bastante para funcionar de nuevo como la de un «artista». Subiendo por el helado cañón, deslumbrados por el sol, uno de los cascos delanteros del caballo quebró el hielo del manantial y se hundió en los blandos sedimentos, con lo cual el caballo se transformó en un corcoveante potro cerril. Después de varios botes y sacudidas radicales, me vi lanzado por los aires y di con la cabeza contra una piedra, además de dislocarme el brazo izquierdo. A punto de desmayarme, recuerdo que pensé que al menos no era el brazo que utilizaba para dibujar. Supuse que llevaría sin sentido como mínimo una hora, pues era bastante bueno juzgando los desplazamientos del sol, y al rodar encima del brazo herido el dolor me espabiló. Poco a poco me senté y vi que un grupo de cuervos estaba observándome desde lo alto del cañón. Les lancé una graznido y ellos me lo devolvieron, lo cual me animó bastante. Hacía ya un rato que el caballo se había marchado a casa, y tenía ante mí unos buenos ocho kilómetros de marcha a pie. Me palpé el brazo y juzgué que estaba dislocado pero no roto, luego me comí el emparedado de venado con mostaza y una cebolla particularmente picante. Cuando no masticaba silbaba, bastante feliz por estar vivo. La boca del cañón comprimía el paisaje, y por el riachuelo pasó flotando un enorme trozo de hielo con un cuervo encima. Por un instante, nuestras miradas se cruzaron, y entonces deseé haber traído el bloc de dibujo. En su comentario de que mis dibujos eran demasiado cuadriculados, Davis también había añadido que tenía que dibujarlo todo de golpe, en vez de empezar por la esquina inferior izquierda, en un intento por conseguir que fuera perfecto. Llevaba tanto tiempo allí sentado, que el trasero casi se me congeló en el suelo. Noté que la mano derecha estaba fría a la sombra de la pared del cañón, pero que por encima de la muñeca el sol calentaba mi brazo. Observé cómo la sombra

ascendía por mi brazo a medida que el sol iba bajando, como si estuviera viendo materializarse el tiempo. No me moví en absoluto, sólo mis ojos miraron hacia arriba y descubrieron la tierra como algo misteriosamente irreconocible, tanto fuera como dentro de mi mente. Todo parecía mantenerse unido por las conexiones más frágiles: piedras, árboles, pájaros, ciervos, caballos y la mayoría de la gente. Cielo azul. Madre morena. Cuervo negro. Padre blanco. Y el lenguaje que mi mente iba murmurando era, al parecer, la goma que lo pegaba todo. Sólo que no siempre era así, al menos durante aquella hora en que me vi sorprendido por la inmutable presencia de lo que no tiene nombre. No había llegado muy lejos en mi largo camino a casa cuando mi padre se presentó con un caballo de repuesto, mi bayo favorito. Como es lógico, al ver que el otro saltaba al corral, cubierto de espuma y todavía medio enloquecido, supuso lo que habría pasado. En cuanto llegó la primavera vendí aquel caballo a un granjero devoto y confiado, que sin duda se vería sorprendido al ir con él por la nieve después de las primeras tormentas de lluvia helada. Por una estúpida coincidencia, resbalé al bajar las escaleras cuando me dirigía a buscar una botella de vino. Iba distraído, pensando en la colección de objetos nativos que mi padre había escondido y que yo no examinaba desde hacía muchos años, porque en un rincón de aquel cuarto apartado había algunos desagradables esqueletos todavía con la ropa puesta. Un esqueleto vestido es un doloroso recordatorio de nuestra naturaleza mortal, y de eso ya tenía bastante mi cuerpo viviente. Me di un fuerte porrazo al caer, pero no desencadenó ninguna experiencia sobrenatural, o al menos no me deslumbró como la otra en el cañón. El pacto con mi peculiar mundo de los espíritus pretendía mantenerse en vigor hasta que mis nietas, Dalva y Ruth, se graduaran de la escuela superior, y en aquella caída vi con asombro el preludio de un fracaso. Me estiré apoyándome en el último peldaño y me sentí estúpido y dolorido. Luego recordé haber leído en Scientific American un estudio de por qué los mamíferos, exceptuando al hombre, raras veces tropiezan y se caen, salvo durante algún incidente en su primera juventud. La idea consistía en que los demás mamíferos son menos dubitativos, y quizás incapaces de pensar en los detalles de una cosa mientras están haciendo otra. La nuca me dolía bastante por los golpes que me había dado contra el reborde de la escalera, y de repente no estuve seguro de si en realidad había leído aquel artículo o de si mi mente lo estaba inventando al tiempo que lo situaba en los titulares de portada de una revista que hablaba de una galaxia descubierta hacía poco en el borde inferior del cosmos. Yo nunca había mirado a través de un potente telescopio, y me inquietó la idea de que hubiera estrellas más allá de las que vemos en la densa malla de filamentos que se distingue en las frías y claras noches de invierno.

Unas palpitaciones en el brazo izquierdo me devolvieron de inmediato de la realidad sideral a la otra realidad más fría del sótano. Aquél era el mismo cuerpo que en una ocasión había saltado a caballo desde un acantilado de diez metros a un profundo estanque del Niobrara, por una apuesta de cincuenta centavos con Smith. Teníamos que hacerlo en una carrera a ciegas, y aquel caballo ya nunca volvió a confiar en mí. Quería levantarme, pero tenía entumecido el trasero por los topetazos al resbalar sobre los últimos peldaños. Oía a Frieda arriba, pasando la aspiradora por unos dormitorios en los que nadie había dormido hacía por lo menos una década, excepto Dalva en el de mi esposa. Frieda había regresado de Lincoln, una amazona triunfante con lo que ella suponía una aureola del Espíritu Santo a su alrededor, pero sus ojos eran unos estanques poco profundos de insensibilidad hacia todo lo que no fueran sus preocupaciones más inmediatas. En resumidas cuentas, no deseaba solicitar su ayuda, aunque dudaba que mi voz, con toda su potencia, fuera capaz de traspasar el ruido de la aspiradora. Por motivos que escapan a la razón, empecé a pensar en las mujeres de mi vida, y en la vida de aquellas mujeres cuando yo no estaba a su lado. Si las comparo con las cifras de los seductores, no eran muchas las que había conocido, debido al simple hecho de mi dificultad para querer a la gente, con independencia de su atractivo. A mi memoria acudió una mexicana que tenía dos hijos y vivía cerca de Los Mochis. La había estado dibujando durante tres días, para disgusto de Smith, que se alojaba en un hotel del pueblo con una hermosa «Conchita». La mía era india y bastante hogareña, pues sobre la mesa de madera, en la pequeña choza de adobe con el suelo de tierra, tenía un jarrón con flores silvestres. Su hijo, que tendría unos cinco años, rondaba siempre por allí con un gato leonado al que le faltaba una zarpa. Le regalé una docena de gallinas ponedoras y una hermosa cabra que le compré a su vecino. Llevé a su hija de siete años a dar un paseo sobre mi caballo y quise comprarle un potrillo, pero la madre dijo que alimentarlo sería una carga. En aquel entonces yo tenía poco más de veinte años y estaba rebosante de torpe vitalidad, así que le pregunté cómo se las arreglaba para subsistir cuando yo no andaba por allí. Su marido estaba en la cárcel por motivos que no quiso contarme, y el tendero le daba un poco de dinero a cambio de sus favores. Había sido muy amable retirándose en cuanto me fijé en ella, aunque tal vez lo hizo para ahorrarse algún dinero. Al enterarme me sentí avergonzado y molesto, pues yo era bastante estúpido, así que me largué lanzándole algunos billetes, pero ella me los devolvió. Después de ensillar el caballo, metí el dinero en el bolsillo del chiquillo y su gato me dio un zarpazo en la mano, que me provocó una leve infección. Noté un nudo en la garganta al decir adiós con la mano hacia la puerta de la choza, pero la mujer no estaba allí de pie. Un poeta español, cuyo nombre no recuerdo, escribió que vamos dejando por aquí y por allá pequeños fragmentos de nuestro corazón, hasta que ya no queda el suficiente para seguir viviendo. Sentado al pie de las escaleras, y con la sensación de

que se me había clavado un clavo en el codo, dudé de que esto fuera verdad. Siempre que estaba enamorado, el amor me llenaba por completo, y cuando me recuperaba, aún me quedaba más amor para dar. Siempre que nuestras energías lo permitan, el amor es interminable... Y allí estaba yo, un viejo solitario con recuerdos que provocaban una erección dentro de mis pantalones. Nada más pensar en la mujer de Los Mochis pasándose la esponja por su cuerpo fuerte y moreno, a la luz de las velas, sentía como si mis oídos fueran a estallar. Me moví de lado y conseguí ponerme de rodillas, maldiciendo la falta de atención que había provocado aquella caída de culo. Arrodillado tenía la altura de un chiquillo, y al mirar hacia lo alto de la escalera volví a ser un niño oliendo la madera de pino recién cortada. Una vez más, tal como ocurrió al derribarme el caballo en el cañón, de eso hacía ya muchos años, el mundo perdió su coherencia normal y la subyacente. Me hallaba en actitud orante frente a lo impenetrable: el abismo entre aquella mujer de Los Mochis y el presente que es el tiempo; la expresión de mi primer caballo, que tuve desde los siete años hasta los treinta y uno, al partir para el frente durante la primera guerra mundial; Willow desnuda junto al arroyo mientras cantaba una canción que había escuchado escondida entre la matas de lilas de la iglesia metodista: una canción sobre Jerusalén. ¿Qué lejos se encuentra Standing Rock de Jerusalén? Tres nubes que yo había dibujado en las Pinacates pasaron flotando por mi mente, y escuché la voz lastimera, enajenada, de la chica noruega que se escondía en su dormitorio durante la fase más larga de la luna, o siempre que una lejana tormenta de polvo hacía enrojecer el sol naciente, o el poniente. Entonces Sonia se asomó por el rectángulo de luz en lo alto de las escaleras y, olfateando algún peligro, empezó a ladrar y aullar, y Frieda acudió a rescatarme, aunque sólo de manera provisional. Lundquist me acompañó con el coche al pueblo, donde el médico diagnosticó una simple fractura del radio del antebrazo izquierdo, y un conjunto de magulladuras nada graves en la espalda y el trasero. Decidió no escayolar el brazo, ya que me restaría movilidad, así que me puso el codo en cabestrillo y dijo que no forzara la extremidad durante un par de meses. Luego me interrogó respecto al corazón y me sometió a unas detalladas pruebas, al tiempo que adoptaba un falso gesto de preocupación. El médico tenía más o menos mi misma edad, y estaba convencido de que su esposa y yo habíamos hecho el amor una noche de verano treinta años atrás, pero ninguno de los dos se había preocupado nunca de disipar semejante sospecha, que era infundada. También me consideraba un malvado demócrata, aunque era un simple oponente. Su cortesía conmigo venía por el hecho de que yo había donado al pueblo su hospital —en realidad una enfermería con doce camas— cuando John Wesley regresó sano y salvo de la segunda guerra mundial. Me informó de que yo padecía de taquicardia, algo que no tenía por qué ser fatal, y me vendió un frasco de pastillas, puesto que la farmacia más cercana estaba a cien kilómetros de allí.

Luego nos despedimos con una inclinación de cabeza. Hacía años que su mujer le había abandonado por un profesor de Lincoln, y a mí me pareció muy solo debajo del enorme retrato de Eisenhower que colgaba de la pared del consultorio. Nos detuvimos en la carnicería para comprarle un hueso a Shirley, que en las carreteras rurales se sentaba en medio de nosotros dos y apoyaba las patas delanteras sobre el salpicadero, como si quisiera protegernos del tráfico que venía en dirección contraria. En el otro extremo del pueblo, y después de una breve pausa, nos paramos en una taberna rural con el propósito de almorzar y tomarnos unos whiskys, una dudosa recompensa para un hueso roto y una visita al médico. En cualquier caso, no podíamos ir al café del pueblo, propiedad de mi amiga, una mujer de treinta y tantos años que además lo regenta. Había huido de Chicago con su marido y una hija al finalizar la segunda guerra mundial, le compró el café a un primo suyo, y al cabo de poco vio cómo el sinvergüenza de su marido volvía a largarse a Chicago. Hacía varios años que nuestra relación se desarrollaba al ritmo sosegado de dos encuentros al mes. Lundquist se había mostrado muy turbado la mañana en que descubrió en el patio una extraña serie de huellas de neumáticos, y tuve que itir que tenía una novia. Podríamos haber ido al café, pero allí no habríamos podido tomar el whisky; por otro lado, el Rotary Club tenía aquella semana una convención; y yo siempre me he mantenido algo alejado, por decirlo en términos suaves, de los principales hombres de negocios del condado. El dueño de la taberna, un tal Byrnes, había conseguido un excelente costillar de ternera, y fuimos a la cocina a inspeccionarlo. Antes, de manera esporádica, íbamos juntos a cazar, pero a causa de la diabetes él había perdido la parte inferior de una pierna y había regalado sus perros pajareros a un yerno que los trataba muy mal, circunstancia que le provocaba un poco de pena. Tomamos unos whiskys y un corte de carne que incluía el filete y la chuleta, y que para mi vergüenza Lundquist tuvo que cortarme a trozos debido al dolor en el brazo. Cuando llegamos a casa, Frieda preparó un lebrillo con agua y hielo para que hundiera el codo en él. No tardó en adoptar una actitud ultrajada por el hecho de que estuviéramos un poco bebidos, aunque lo hizo donde yo no pudiera oírla, o al menos eso creía ella, ya que reprendió a Lundquist en el corral. Desde la ventana de la cocina observé cómo pretendía que su marido rezara con ella mientras Shirley ladraba, algo que hacía siempre al oír que la gente discutía. Esto animó a los airedales, así que los dejé salir para que se unieran a la juerga. Frieda se marchó llorando y gritando, y Lundquist huyó hacia su taller en el establo, donde se puso a tocar el violín, actitud habitual en él siempre que Frieda le reprendía con dureza. No tocaba muy bien, aunque «suficiente para mí», como le gustaba decir. Había una canción especial que solía tocar, una polca sueca típica de los bailes campestres, que me recordaba las canciones de los músicos norteños allá en Sonora. Davis era capaz de bailar como un Poseído con aquella música, y la naturalidad de su comportamiento nos hacía muy queridos entre los mexicanos. Al carecer de

suficiente cuerda, tuve que amarrar su cuerpo destrozado a la silla con alambre espinoso. En cuanto entramos en El Salto, los habitantes del lugar creyeron primero que se trataba de un bandido al que le había pegado un tiro. Telegrafié a sus padres en Omaha y su padre me contestó diciendo que lo «enterrara allí mismo», cosa que logré con ciertas dificultades después de sobornar a un misionero protestante de nacionalidad alemana. Después, cuando visité a los padres de Davis para devolverles sus pertenencias, la madre lloró desconsolada, pero tanto su padre como sus hoscos y ricos hermanos me dijeron que ya sabían que Davis «tendría un mal final». Al preguntarles qué pensaban hacer con sus obras, me contestaron que eso no era asunto mío. Su madre me acompañó hasta la puerta, me besó la mano y dijo que rezaría para que yo pudiera continuar con mi arte, luego miró furtivamente por encima del hombro hacia los monstruosos burgueses que aguardaban dentro de la casa. Por lo que yo sé, las únicas tres pinturas de Davis que existen están colgadas en mi dormitorio. Dudo que alguna vez vendiera nada, excepto aquellos dibujos que por veinticinco centavos hizo a las chicas de la Feria Estatal. Estaba empezando cuando se cayó por el precipicio, con su dolor de muelas y su botella de tequila en el bolsillo trasero. Sus pinturas no son muy buenas, aunque sí muy superiores a las mías. Aquel año lloré su muerte, antes de llorar la muerte de mis padres; luego partí hacia la casi fatal desventura que supuso el gran amor de mi vida. Me desperté con una extraña mezcla de sensaciones, después de haberme acostado casi borracho y dejar que el frío viento se colara por la ventana abierta de par en par. Durante la noche debí de hacer extraños ruidos al rodar sobre el hueso fracturado, porque tanto mi setter Tess, como Sonia, estaban conmigo en la cama al amanecer, y por lo general solían mantenerse alejadas la una de la otra. Era como si las sienes latieran al unísono con mi brazo, y pensé que ya había tomado suficiente whisky para el resto de mi vida. Una hora antes había oído a Lundquist levantarse del sofá del estudio, donde se había quedado dormido después de nuestra larga charla de borrachos sobre reses, caballos y, ya muy tarde, la propia vida. Me pregunté si mi felicidad se debería al hecho de que Dalva vendría a pasar el fin de semana, pero tan sólo estábamos a jueves, y ella no llegaría hasta el día siguiente. A la obvia naturaleza de beber demasiado hay que añadir el que uno se vuelva bastante estúpido, pero al final advertí que la brisa del amanecer que entraba por la ventana era cálida, y que esto podría significar un inesperado veranillo de San Martín. Conecté la radio para escuchar el boletín de noticias sobre la bolsa, la del mercado del ganado, no la de valores, y capté el final del informe meteorológico, que garantizaba al menos tres excelentes días para finales de octubre. Me levanté de inmediato, pues quería tomar café y un bocado antes de que llegara Frieda y el día se nublara. Di un respingo al descubrir dos botellas de vino vacías, una de whisky casi vacía y una de coñac medio llena junto al cazo de café que puse a

calentar. Metí entre dos rebanadas de pan un trozo de venado congelado, y luego corté a trozos el resto para lanzárselo a los ávidos perros. Acababa de salir por la puerta con mi paquete y estaba a medio camino del establo, cuando Frieda entró con brusquedad en el patio y se detuvo justo delante de mí, con los ojos enrojecidos por el llanto y la mandíbula temblorosa. —Estoy rezando por usted, señor —me dijo. —Pues, si en el futuro sigue haciéndolo, guárdeselo para usted —le contesté. Tal vez fuera demasiado duro con ella, pero había que cortar aquello de raíz. Por desgracia, en cuanto entré en el establo y fui a coger la silla de montar, comprendí que levantar la silla y poner los arneses al caballo era algo impensable con mi brazo herido. Así que decidí no quedarme quieto y partí hacia el norte, en dirección al río, respirando el aire primaveral cuyos olores tostados correspondían a la auténtica estación en la que estábamos: el otoño. Los perros me miraron con ojos interrogantes al ver que no íbamos a caballo, pero luego redujeron su marcha habitual. Reconozco que no había recorrido un kilómetro de los tres que hay hasta el río, y ya me maldije por no haber traído conmigo la cantimplora de mi época de soldado de infantería en la primera guerra mundial. No podía arriesgarme a beber en el río, así que me dirigí corriente arriba, jadeando por el esfuerzo, hasta el pequeño cañón del manantial. No pude ver la roca en que de joven me había golpeado la cabeza, pues mi hijo mayor, Paul, siendo un muchacho, dedicó los esfuerzos de todo un mes a cavar en aquel manantial para incrementar el caudal, después de que les hablara a él y a John Wesley de las tumbas pawnees que había en el otro manantial. Como es característico en Paul, descubrió luego que el sitio le gustaba más en su forma original, y volvió a llenar lo excavado, pero la roca donde me había golpeado la cabeza quedó enterrada. Me arrodillé y bebí con demasiada avidez el agua helada, provocando otro ligero ataque de lo que el médico llamaba «taquicardia», sin duda una palabra que ya me resultaba familiar. Me tumbé sobre la tupida hierba y observé a los perros forcejear y rodar por el fango que había más abajo del manantial, donde los cascos del caballo habían quebrado la capa de hielo. La visión comprimida del río más allá de los perros era muy similar a la anterior, pero no eché de menos el bloc de dibujo. Mientras el corazón seguía con sus aceleradas palpitaciones, reflexioné acerca de la locura provocada por mi arte, que sin duda procedía del hecho de que mi ambición excedía en gran medida mi limitado talento. Tal vez en lo más profundo de mi ser yo ya era consciente de eso y no podía soportarlo, imaginando que los verdaderamente dotados creaban su arte con la misma gracia y facilidad con que se da una cabezadita a media tarde. Y no me refiero a esos dioses incuestionables como Caravaggio, Turner o Gauguin, sino a los de niveles más bajos, y aun así inalcanzables para esos millones de personas que perciben su esencia pero no son capaces de plasmarla; incluso norteamericanos olvidados como Glackens, Piazzoni,

Bellows y Sloan figuraban en el salón del gremio de los inmortales en el que los demás tan sólo podemos atisbar a través de las ventanas. Frente al telón de fondo del río, a la manera de una proyección de diapositivas, revisé sus cuadros, pero pronto los olvidé. Notaba una ligera sensación parecida a la que sentí en 1913 al recorrer los museos de Nueva York, pero también la dejé pasar, y ante mis ojos desfilaron colleja seca, ballueca de los caminos, centeno silvestre, sanguinaria muerta, y una zona repleta de oleastros. En esta parte del oeste había que pintar fantasmas invisibles para poblar la tela de los cuadros, hacer la textura más espesa de lo que se podía ver. Forcé una sonrisa al recordar el comentario de Smith, respecto a que las vacas eran un pobre substituto del bisonte. Esto fue después de que mi padre nos contara la historia de aquella vez en que se vio obligado a refugiarse en un árbol para protegerse de una manada de bisontes, que en un principio confundió con la sombra de una tormenta en la que los truenos salieran de la tierra. No pude evitar pensar de nuevo que aquellos años en que estuve obsesionado por el arte, diecisiete en total, fueron la más irritante preparación para una vida que, a fin de cuentas, yo no podría vivir. Paul, mi hijo mayor, estaba en casa después de un prolongado viaje por Brasil, el año anterior a que John Wesley se fuera a la segunda guerra mundial. Había traído un disco y lo habíamos puesto en la vieja Victrola. La música salía suave por la ventana y nos envolvía en el porche delantero, frente al cual las lilas florecían en abundancia. Una de las canciones, Estrella Dalva, daría su nombre a mi futura nieta, pues John Wesley y Naomi bailaban aquel anochecer en el porche como si los demás, o siquiera el mundo, no existiésemos. Bebíamos vino, y Paul me habló de la existencia de una palabra en portugués que parecía representar nuestra granja y nuestras vidas: saudade, una especie de nostalgia o de añoranza por algo vital que se hubiese perdido sin remisión y que sólo un sueño fuera capaz de recuperar, como si durante un breve período de tiempo hubieras amado a una mujer con todas tus fuerzas y de repente ella muriese. Entonces se quedó mudo, como atenazado. —¡Oh, Dios mío, padre, cuánto lo siento! —exclamó, y se marchó con pasos precipitados. Yo me quedé allí hasta pasada la medianoche, observando cómo la luna amarillenta se volvía blanca a medida que ascendía por encima de las lilas y los chopos. Paul era un joven extraño cuya melancolía esencial era similar a su enorme energía. Aparte de por su parecido físico con John Wesley, sería imposible que un forastero creyera que ambos eran hermanos. Tendría apenas dieciséis años, el cerebro tan viejo como aquellas montañas, y ya me preguntó por qué motivo, siendo yo un artista al conocer a su madre y a la hermana de ésta, había renunciado a tan noble vocación para convertirme en un monstruo. Nos encontrábamos ante el cobertizo de la bomba de agua, cerca de la puerta trasera, y de un golpe lo dejé sin sentido en el suelo. John Wesley, que lo había visto todo desde el establo, acudió corriendo:

—¡Maldito seas, papá! ¿Por qué abusas de esa manera de tu autoridad? Me largué durante un mes sin apenas hacer la maleta, y no fue hasta dos años después, durante una partida de caza, en que tuve redaños para pedir perdón. Aquél fue un acto imperdonable para alguien que pretendía despreciar el absoluto e imborrable primitivismo del hombre en cuestiones de guerra, codicia, raza y religión. La respuesta adecuada consistía en cercenar la mano que le había golpeado. Alcé la mano en lo alto y la miré ante el telón de fondo de una única nube inolvidable que pasaba con celeridad, empujada por un tuerte viento que no estaba presente a ras de suelo. Era una mano sin duda mejor dotada para dominar las riendas de un caballo, marcar vacas o recolectar patatas que para aspiraciones más elevadas. Sonreí al empujarme Sonia de pronto con el hocico cubierto de barro. Se la veía complacida con la espesa capa de barro fresco, como si buscara mi aprobación. A diferencia de lo que ocurre en el orden habitual con que se rigen los perros, ella era la más joven, pero había adoptado el control de la manada, y los demás aguardaban impacientes su turno para que yo los acariciara. La respiración y el ritmo cardíaco habían vuelto a la normalidad, así que seguí a lo largo del río, lanzando ramitas al agua para que los perros fueran en su busca y se lavaran. Sonia se negaba, así que utilicé el tono desprovisto de ironía que tanto éxito le daba a Dalva con los perros, y la perra saltó al río sin pensárselo dos veces, pero salió con gran parte del barro todavía adherido a su pelaje. En cuanto llegamos a casa tuve que cepillarla, algo a lo que también era reacia, y sus negros ojos lanzaban destellos de rabia. Alguien que posea nociones no demasiado profundas acerca de lo femenino, en oposición a lo masculino, debería estudiar las características sexuales de la raza canina para quedarse pasmado. Aquel año en que empezó mi obsesión por el arte, Smith realizó innumerables esfuerzos para apartarme de ella, e hicimos breves incursiones en el mundo del heroísmo involucrándonos en peleas a puñetazos con otros jóvenes cuando íbamos de visita al pueblo. Después de pelearse con sus padres, Smith había abandonado su casa, y mi padre lo había contratado como peón en el rancho, ya que mi afición al arte me hacía cada vez más inútil para él. Aunque disponíamos de habitaciones suficientes, y en contra de los deseos de mi madre, Smith se negó a vivir en la casa. Para mi consternación, se instaló de manera temporal en el estudio donde yo pintaba, pero luego mi padre encargó a nuestro lejano vecino, el noruego, que ampliara aquella parte de la casa. El noruego era un hombre tímido y asustadizo, pero un excelente carpintero al que ayudaba un hijo de diez años tan introvertido como su padre. Smith se compadeció del muchacho y, con bastantes esfuerzos, le enseñó a montar nuestro peor caballo, un viejo jamelgo que conservábamos por sentimentalismo. Durante todo aquel invierno mi padre había llevado comida a su familia, pues había visto demasiada hambre entre los lakotas. El hombre pidió perdón a Smith por haberle disparado con la escopeta, pero había creído que era un

indio salvaje que atacaba a su hija. Smith se alegró al oír eso, y le contestó que «poco le faltaba para hacer diana», ironía que el hombre no captó. A mediados de verano nos vimos involucrados en un asunto bastante vergonzoso, aunque éramos demasiado inconscientes para entender su alcance. Mientras cabalgaba bordeando las cercas de nuestra hacienda, en busca de algún posible boquete, Smith descubrió a la chica noruega, que se bañaba en un estanque detrás de su granja. Supuso que debía de hacerlo durante las calurosas mañanas de verano y me invitó a acompañarle. Fuimos dos días, aunque sin éxito. Luego nos vimos recompensados por una figura femenina sin igual. Aquello resultaba cómico, pues había estado releyendo a William James en un esfuerzo por evitar que la cabeza dejara de dar vueltas sobre el tronco, y aquella chica desnuda me recordó el capítulo de James sobre «la fortaleza y la debilidad de las sensaciones». En aquella visión, el término «deseo» era un eufemismo. La respiración se me paró de repente y la sangre retumbó con todas sus fuerzas. A aquella mañana siguieron otras y empecé a dibujar de memoria mis primeros desnudos, pues teníamos que tendernos demasiado pegados a la hierba para poder dibujar del natural, que era lo que en realidad buscábamos. Durante distintas mañanas vinieron a importunarnos una serpiente ratonera y otra de cascabel, y cualquiera de las dos nos habría sobresaltado en una situación normal. Más o menos al cabo de una semana, un estornudo mío bastante fuerte nos traicionó, con el resultado que menos podíamos esperar. Aunque sólo conocíamos a la muchacha de saludarnos con una inclinación de cabeza, nos hizo señas para que la acompañáramos en su baño. Durante todo un mes, todas las mañanas hacía el amor con nosotros, hasta que su hermano pequeño nos descubrió y nos vimos obligados a huir. La palabra que acude a mi mente para calificar nuestras acciones es «cobardía», pues lo que al principio percibí como algo misterioso y atrayente en el comportamiento de la muchacha, pronto se me presentó como un simple retraso mental. Nos estábamos aprovechando de una muchacha retrasada, y eso asustó a Smith tanto como a mí, pero, aun así, continuamos hasta que nos descubrieron. Los padres de ella visitaron a los nuestros, y mi madre preparó una pócima lakota para asegurarse de que la chica abortaba en caso de estar embarazada. Como es natural, yo no me enteré de esto hasta mucho después. Mi madre, con su pragmatismo habitual, no estaba dispuesta a encolerizarse conmigo, y mi padre me reprendió argumentando que los retrasados eran como niños pequeños. Le dije que yo ignoraba que lo fuera al principio, pero él me replicó que había continuado con mi actitud después de enterarme. Ante su insistencia, terminé cambiando cinco de mis mejores caballos por una yunta de yeguas belgas porque el padre de la chica necesitaba con urgencia un par de caballos de tiro para cultivar la granja. Les llevé los caballos guarnecidos con un precioso conjunto de arneses, se los entregué, me

despedí con una inclinación de cabeza y regresé a casa, el rostro colorado por la risa de la muchacha detrás de la puerta mosquitera. Dalva telefoneó antes de salir hacia la escuela el viernes por la mañana para preguntar por el estado de mi brazo y pedir comida extranjera para cenar, refiriéndose con eso a un bistec y espaguetis, aliñados éstos con aceite de oliva, ajo y perejil. Como siempre, habría que acompañarlos con los relatos del viaje que hice a Francia e Italia el año que siguió a la muerte de mis padres. Habíamos avanzado poco a poco hasta esta parte de mi vida, y yo había tenido mucho cuidado en evitar cualquier referencia a la joven de la que me había enamorado por esa época. Naomi no necesitaba avisarme a este respecto, pero entendí su preocupación, tan graves habían sido las consecuencias de este período de mi vida. Para prepararme revisé mis diarios del viaje a Europa y me sorprendió su banalidad, como si un chimpancé letrado relatara su primer viaje al zoológico. Ninguna de las emociones, sentimientos o estados de ánimo tenía el menor interés, mientras las descripciones de edificios, gentes, comidas o cuadros conservaban una ligera fascinación. Éstas poseían una textura concreta, y en cambio las otras eran una pura filigrana romántica, que requería de un Tu Fu, o de un James Joyce, para darles entidad. Un joven vagando por la Europa de 1911 sin parar de regodearse en su mal humor era un incordio; ni que fuera el único que veía cómo la vida era absorbida por una obsesión. Conocí a Edward Curtis en Arizona, y de nuevo lo encontré en México, y la letanía de sus quejas, la mayoría relacionadas con el matrimonio y el dinero, era sin duda estúpida si se contemplaba a la luz del esplendor de su obra. Por supuesto, yo era culpable de rumiar sin descanso, pero no de realizar una obra esplendorosa. Habría reproducido mejor el bocio de una monja que el Pont Neuf o un rincón apartado del jardín de los Médicis. Mi corazón prefería los lugares más remotos de México, y Europa era una obligación que no podría empezar a comprender hasta que fuera más viejo, cuando, bastante asqueado por la hipocresía de que aquí todo lo hacemos mejor, contemplé de nuevo las glorias de París. Me perseguía el inquietante recuerdo de Davis burlándose de mí mientras intentaba leer a Henry James junto a la hoguera del campamento, en la que asábamos un pequeño cabrito que él embadurnaba con ajo y guindillas picantes. Tuve que itir que su lectura me había agotado después de leer la misma página durante varios días. Por cómico que parezca, lo que interesó a Dalva durante la cena no fueron mis viajes por Europa, sino el comunismo. Se comió el bistec a la florentina y los espaguetis al gusto, pero yo me daba cuenta de que algo no andaba bien. Al final me dijo que esperaba los espaguetis con albóndigas que le había preparado en septiembre, durante el fin de semana de la Fiesta del Trabajo. Me sentí senil pidiéndole excusas, y le dije que podría ayudarme a preparar aquella receta el día siguiente. El temor al comunismo había vuelto a surgir aquella mañana, cuando el

supervisor de la escuela se presentó en clase para advertir a los muchachos de la amenaza que se cernía sobre el mundo. Dalva no conseguía recordar la palabra que había utilizado, que empezaba por be. Le sugerí «bastión», y ella asintió aliviada. Según aquel imbécil, Nebraska era uno de los últimos bastiones contra el comunismo ateo. Después de que aquel individuo se fuera, los crios se quedaron algo asustados y Naomi necesitó un buen rato para tranquilizarlos. Una chiquilla del programa educativo del Ministerio de Agricultura se echó a llorar porque los rusos iban a soltar una bomba atómica sobre su vaquilla. Era difícil apaciguar aquel temor de una manera sencilla si, en parte por culpa del brazo roto, era incapaz de estrangularlo de raíz. La pradera y las Grandes Llanuras podían generar una especie de majadería de patanes que en cualquier otro lugar no tardaría en extinguirse bajo el escrutinio de la inteligencia, excepto en el profundo Sur, donde las travesuras de hombres como el gobernador Huey Long siempre habían proporcionado emociones y diversión a las personas cultas. A aquel individuo en particular lo habían contratado porque se anunciaba como «temeroso de Dios» y lucía un doctorado de una universidad bíblica que yo intuía de dudosa credibilidad. Todo aquello me hacía bostezar con profunda desesperación, al recordar cómo mis hijos habían recibido su auténtica formación a través de los libros que yo guardaba en la biblioteca del estudio. Después de asegurar a Dalva que el ataque de los rusos era por el momento poco probable, miramos el álbum con recortes de fotos de caballos y reses de los años veinte y treinta, y luego la ayudé con sus lecciones de historia para que Naomi no la obligara a irse con ella después de la cena del sábado. A Dalva siempre le habían gustado las rotos de los partidos de polo que se celebraban en Fort Robinson antes de la primera guerra mundial, cuando el fuerte era una estación de remonta para el ejército de caballería de los Estados Unidos, un cuerpo que se había convertido en una agradable ilusión en cuanto tuvo que enfrentarse al horror del armamento moderno en Francia. La lección de historia de Dalva me pareció bastante complicada, pero su profesora era la propia Naomi. ¿A quién habrías votado, a Theodore Roosevelt o a William Jennings Bryan? A la joven señorita no podía contestarle que a «ninguno». Me esforcé por darle cierto sentido de la historia más allá de memorizar unos cuantos detalles del libro de texto. A Dalva le encantaba nuestro cañón, así que le recordé que si uno se detenía en lo alto, las paredes reducían la visión que se tenía del río, pero el movimiento seguía siendo el mismo. Tanto por lo que se refería a Bryan y a Roosevelt, como a Heathcliff y Catherine en su novela preferida, podía imaginarlos como el río fluyendo en una porción de tiempo que luego seguiría su camino. No importaba que los fenómenos históricos desaparecieran, porque seguirían formando parte de la substancia del río y afectándonos en lo que somos. Era muy probable que Roosevelt y Bryan tuvieran directamente menos importancia en la vida de Dalva que las pasiones de Emily Brontë, pero los dos eran una parte

muy importante de la estructura en que se había convertido nuestro país y, dado que aquel país era el suyo, sería mejor saberlo todo acerca de ellos. Dalva estaba de acuerdo con los extenuantes esfuerzos que yo hacía para explicarle la historia, pero vi que su mente se desviaba hacia otros asuntos y sus ojos empezaron a lagrimear, como ocurría siempre que se acordaba de su padre John Wesley. Se contuvo y me sonrió, desechando el punto en donde John Wesley podía encajar con mi gastada metáfora del río. —Hablas como el profesor Rosenthal —me dijo, y le di la razón. Habíamos conocido a Rosenthal dos años atrás, en primavera, poco después de que llegara la noticia sobre John Wesley. Montábamos a caballo por el último tramo de la carretera rural que lleva al Niobrara cuando vimos a un anciano vestido con traje y corbata, sentado debajo de un chopo junto a una cesta de mimbre, una botella de vino abierta en su regazo, y leyendo un libro. Era un sábado por la tarde, y por la radio del coche aparcado transmitían ópera. Por lo general, siempre me he mostrado severo con los pocos intrusos que hemos cogido, en su mayoría cazadores, pero aquel hombre representaba una visión única y extraordinaria, con un atuendo similar a los trajes que los hombres llevaban en Londres en los años treinta. Se puso en pie para desearnos los buenos días y señaló a su esposa en la orilla del río, más abajo, al tiempo que nos informaba que era lepidoptóloga. Al ver el desconcierto en nuestras miradas, explicó que esto significaba que se dedicaba a estudiar todo tipo de mariposas. Añadió que la ópera que se oía por la radio del coche era Cosi fan tutte, de Mozart, y que hasta ahí llegan sus conocimientos en lo referente al entorno más inmediato. Era un profesor emigrado que enseñaba en la universidad estatal de Lincoln, después de haber pasado por Alemania, Cambridge y el Warburg Institute de Londres. Le comenté que no conservaba nada de su acento alemán y me contestó que esto se debía a que se había esforzado por eliminarlo, y por razones obvias. Entonces preguntó si podía acariciar nuestros caballos, y explicó que nunca había tocado a un caballo hasta entonces. Esto nos causó una gran sorpresa tanto a Dalva como a mí, pero fue ella la primera en reaccionar: bajó de la yegua y la llevó debajo del árbol. —Hágalo con suavidad —le dijo, pues su yegua era asustadiza. Y aquel hombre, de nombre Rosenthal, deslizó la mano con suavidad por el flanco del animal. —Asombroso —dijo, y se echó a reír. Entonces apareció su esposa, una mujer jovial, cubierta de lodo y con todos los aparejos de su profesión, que llamó «Rapunzel» a Dalva por sus largas trenzas. Ésta se quedó tan complacida, que me pidió si podíamos invitarlos a tomar el té, y yo de inmediato accedí, a pesar de que soy peor que los ses a la hora de permitir que alguien entre en mi casa. Dalva le aseguró a la mujer, llamada Sarah, que Lundquist conocía todas las mariposas que figuraban en el libro, y Sarah dijo que le encantaría conocer a semejante criatura. Dalva tenía sólo ocho años en aquel

entonces y, después de guardar silencio ante el calificativo de «criatura», le replicó que Lundquist era en realidad un sueco. Me sentí afortunado por poder pasar la tarde con aquel hombre, mientras Dalva y Sarah, guiadas por Lundquist, salían en busca de un nuevo surtido de mariposas. Después, ya en el corral, Lundquist le explicó a la mujer que las mariposas eran parientes directos de los Pájaros. Rosenthal mostró curiosidad por los cuadros y los libros del estudio, pero sólo tratamos de manera superficial nuestros antecedentes particulares. Su área de interés se circunscribía a la «historia de las ideas», que a veces era tan difícil de rastrear como la historia de la lluvia. Dijo que estaba del todo dispuesto a sacrificar lo más sagrado por una ocurrencia apropiada, y me encantó su claridad de ideas, así como la forma de exponer sus conocimientos más complicados igual que si comentara el fantástico menú de una cena. Nunca había conocido a nadie como él, y recordé que incluso los hombres más brillantes que había conocido en el mundo del arte se hundían básicamente en el contenido emocional de un día cualquiera, mientras aquel hombre revoloteaba y se deslizaba por la historia del mundo de las culturas a fin de extraer lo que necesitaba para probar un punto de vista o para incentivar la conversación. Mostró curiosidad por los nativos que habían vivido en aquella zona, los pawnees con los lakotas en la frontera occidental, aunque percibí que ya conocía la respuesta a la mayoría de sus preguntas incluso antes de que las formulara. Nos estuvimos tanteando el uno al otro con preguntas, y ansié convertirme en alumno suyo cuando empezó a hablar de la idea de la tierra. Los judíos, los negros y los nativos poseían una noción mucho más tribal acerca de la tierra que los dominantes anglosajones o las culturas del norte de Europa, y debido a esa específica posesión de la tierra se les trasladaba de sitio, o en parte se les oprimía. Si alguien quería sus riquezas, o la zona donde vivían, o su propio cuerpo en el caso de los negros, los motivos eran sobre todo económicos, pero se les atacaba por razones religiosas, retratándolos como a salvajes sin Dios, el Anticristo, o peor incluso, carentes de cualquier religión discernible porque la habían ido perdiendo de forma gradual al verse apartados de su país. Después de la derrota absoluta del enemigo ya no se precisaba nada más de ellos, ya no les quedaba nada por dar, salvo que los que seguían con vida se portaran bien. Sólo se otorgan indemnizaciones o se reconstruye la economía de los que piensan como nosotros, como en el caso de Alemania o de Japón. Aquí me sentí algo abatido y ití que era medio lakota, aunque esto se trasluciera de manera muy leve en mi aspecto, y reconocí que más adelante advertí que mi padre había intentado convertirme en un caballero para evitarme el dolor que había presenciado entre los sin tierra, obligados a recluirse en un territorio —la propia reserva— que Sheridan describió como «un pedazo de tierra sin valor, rodeada de sinvergüenzas». También ití que había adquirido grandes extensiones de tierra en la zona occidental de Nebraska aprovechando que la depresión agrícola empezó a hacer estragos a mitad de los años veinte, y luego

compré mucha más en el oeste durante la Gran Depresión de los años treinta, para volver a venderla casi toda al morir mi hijo en Corea. Sentí algo de vergüenza a medida que iba hablando, pero cuando concluí, Rosenthal me tranquilizó diciendo que en nuestro país la auténtica percepción de la realidad era siempre económica. Los pintores y los poetas solían apartarse de esta norma, aunque no quienes los coleccionaban, bromeó. Pero yo no debía incluirme entre estos últimos, ya que al preguntarme le dije que nunca había vendido un solo cuadro de mi colección, que no tenía idea de cuál podría ser su valor, ni sentía curiosidad por saberlo. Se produjo una situación algo embarazosa al preguntarme cuánto tiempo había estado pintando, pero entonces nos vimos interrumpidos por los cazadores de mariposas. Los Rosenthal volvieron a visitarnos en agosto, pero esa vez se quedaron a pasar la noche; nos lo pasamos tan bien que incluso fuimos de picnic al manantial. El profesor montó por primera vez a caballo y hubo mariposas en abundancia. Yo tenía planeado llevar a Dalva a Lincoln para hacerles una visita en otoño, pero en torno a la Fiesta del Trabajo recibimos una carta con la alarmante noticia de que de repente habían decidido trasladar su residencia a Cambridge, Inglaterra. Hacían una leve referencia al hecho de que los intelectuales nacidos en el extranjero eran especialmente vulnerables durante el actual «pánico a los rojos». De inmediato telefoneé al gobernador, al que conocía desde hacía tiempo y que no era una mala persona, y prometió investigar el asunto. Descubrió que Rosenthal estaba bajo sospecha, aunque habría podido conservar el puesto si no se hubiese «fugado». Me sentí entristecido, si bien durante un año todavía pudimos intercambiar algunas cartas con ellos en Inglaterra, donde les iba muy bien, a pesar de que Sarah echaba de menos nuestras mariposas. Experimenté una extraña ansiedad después de que Naomi y Ruth pasaran a recoger a Dalva para ir a la iglesia el domingo por la mañana. La noche anterior también habían venido para comer espaguetis con albóndigas. Por alguna razón, las albóndigas se habían desintegrado en la salsa, y Naomi dijo que se debía a que habíamos olvidado mezclar un huevo con la carne. Dalva le contestó que lo habíamos hecho a propósito, ya que los huevos no le gustaban porque salían del culo de las gallinas: una aversión bastante comprensible. Durante la cena salimos dos veces afuera para contemplar las grandes bandadas de gansos salvajes que volaban por encima de nosotros en su emigración hacia el sur. Un intenso frente frío se acercaba poco a poco hacia nosotros procedente de Canadá y Dakota del Norte, pero aún tardaría un día completo en alcanzarnos. Durante la cena, una vez más deseé que mi esposa y yo hubiésemos tenido como mínimo una hija. Las hijas me habrían hecho más humano, mientras que los hijos tendían a despedazarme en la lucha diaria de nuestros caracteres. Imagino que esto es pura fantasía, ya que las chicas dan mucho trabajo a Naomi, pues cada una tira

obstinada en dirección contraria por cualquier motivo. Naomi había pasado el día al aire libre y tenía un leve rubor en la cara. Eso hizo que por un instante envidiara a mi hijo muerto su esposa, tan dispuesta a aceptar las cosas si se la comparaba con la mía difunta, que nunca en su vida se despertó una sola mañana sin cuestionar de manera implícita su existencia sobre la tierra. En medio de una noche agitada, todavía con un viento cálido que hacía revolotear las cortinas, me desperté pensando que había oído abrirse la puerta: un ruido que sin duda habría provocado un alboroto entre los perros. Me levanté para echar un vistazo y, a las tres de la madrugada, encontré a Dalva sentada en los escalones del porche, con los perros a su alrededor. En lugar de preocuparme, me senté a su lado y, sin decir palabra, nos quedamos mirando la enorme luna amarillenta, mientras la brisa hacía chasquear las últimas hojas del arce del patio. Había incluso más gansos que a la hora de cenar, y tuvimos la suerte de ver cómo una bandada pasaba volando por delante de la luna. Entonces Dalva me cogió con fuerza de la mano y ambos entramos en la casa. Ignoro por qué me sentí tan inquieto a la mañana siguiente, ni lo entendí al reflexionar en ello por primera vez, allí de pie, en el patio, con un nudo en el estómago al ver que el coche se alejaba en dirección a la iglesia. Incluso los perros se quedaron tumbados en una hondonada al borde de las lilas sin hojas, aunque siempre se mostraban hoscos cuando Dalva regresaba a su casa. Sin duda era un pensamiento egoísta, pero se me ocurrió que las dos nietas y su madre eran la única ancla que me mantenía sobre la tierra, y vacío y tembloroso deambulé por el patio, procurando que mis ojos no se dirigieran hacia las tumbas entre las lilas, donde un día me reuniría con mis padres, mi esposa y mi hijo. Claro que confiaba en ir allí antes que el resto de la familia, incluido mi otro hijo, Paul, al que no veía desde los funerales de John Wesley, de eso había hecho tres años en primavera. Sentí una ligera turbación ante el pensamiento del posesivo «mi», como si en cierto sentido poseyera a aquellos seres queridos, cuando cada uno en su propio universo se juntaba en una frágil proximidad sin ser dueño de lo demás, y mucho menos de su propio destino. Es en momentos extraños e inquietantes como ésos cuando visitamos la parte de nosotros mismos que nos resulta más incomprensible. De hecho, mi incomprensión podía palparse sobre mi piel, y miré a mi alrededor, a las densas franjas de árboles que servían de protección a mi alrededor, tal vez más allá de las cuales podría ir a pesar de nii edad, y experimenté una descarga de rabia por haber permanecido tan inamovible en aquel lugar, ligado y atado a él por partes del espíritu y de la mente que no me son del todo familiares. Pero eso es indecorosamente racional para la oleada de placer y de aprensión que sentí por este lugar en aquel momento. Fue una batalla demencial con los fantasmas, con los de los demás y con los míos propios, de la que no había podido escapar más que unos pocos meses, exceptuando la primera guerra mundial, debido a la trampa que mi padre había

construido, y yo había mantenido, para el cuerpo y para el espíritu. Intenté respirar hondo pero no pude. Me miré las manos y no conseguí reconocerlas. Me volví hacia la casa y por fin reconocí los primeros síntomas del ataque que había empezado. Fui de habitación en habitación, evitando los espejos. Me puse las botas y vacié una botella de whisky Canadian en la cantimplora. Después corté a trozos un enorme filete crudo para los perros y me bebí casi un litro de agua. Las sienes me latían con fuerza y aún no había logrado recuperar del todo el aliento. Sentí el frío del agua y me estremecí, luego me dirigí al estudio, aparté varios libros y abrí la caja fuerte. Saqué la carpeta donde guardaba una única foto de ella, así como una gruesa pila de dibujos que le hice montada a caballo, sentada en el sofá de piel junto al cual me arrodillé para extender los dibujos, ella desnuda con la excepción de una toalla en torno a la cintura, otro en el que sólo lucía un pañuelo alrededor del cuello, otro sentada en el manantial con el agua hasta la cintura, otro en el que estaba apoyada en un árbol. No había nada tan desnudo como una chica comiéndose una manzana en el huerto. Volví a juntarlos todos porque no podía verlos con comodidad, y al ir a guardarlos me golpeé contra el escritorio. Aún había una parte de mí que se avergonzaba por no haber matado a su padre. Pasé ante las escaleras por las que había rodado al soñar con Willow en mi delirio, después de la muerte de mis padres. Cuan extraño me resulta ahora no haber advertido entonces que habría otra Willow, implacable y más dañina aún, como si uno andará por la vida acarreando una lápida invisible, que desaparecía para luego regresar más pesada aún, y que al disiparse se reorganizaba en los lúcidos y melancólicos cuadros que la mente construye con el amor. Salí de casa pensando que no había vuelto a hacer aquel trayecto después de la muerte de John Wesley, pero en esta ocasión me dirigiría hacia el norte para recorrer el sendero en dirección contraria a las agujas del reloj. Sin embargo, al pasar por el corral con los jubilosos perros a mi alrededor, dudé que fuera capaz de realizar toda la caminata, pero no me importó. Si fracasaba siempre podría avanzar a trompicones, a rastras, e incluso dormir como los agotados perros que se utilizan para reunir el ganado durante el mareaje, que regresan a casa con las patas heridas y ensangrentadas. Y si al final llegaba aquella amenaza del frente frío procedente del norte, podría morir congelado y feliz entre los matorrales, como mi madre. En 1910, cuando ya estaba lo bastante recuperado de mi enfermedad, salí a caballo por aquel patio a primeras horas de una mañana de abril, pasé ante la tierra recién removida de las tumbas de mis padres y me detuve en la carretera frente al sendero de entrada a la finca de Walgren, donde éste se reunió conmigo montado en su alazán. En poco menos de tres horas llegamos al pueblo, dejamos nuestros caballos y los guardapolvos en las cuadras y subimos al tren que se dirigía al este, hacia Omaha. Llegamos a primera hora de la tarde y nos alojamos, siguiendo las instrucciones que Walgren había recibido con todo detalle, en el hotel Paxton. Nos sentíamos algo cohibidos ante la extravagancia del lugar, pero ya nos había

reservado habitación la firma de abogados de Omaha, filial de la que, en Chicago, se encargaba de los negocios de mi padre, excepto en lo referente a los asuntos de tipo local, que eran incumbencia de Walgren. Por el vestíbulo del hotel desfilaban damas y caballeros vestidos con elegancia, y me asomé al comedor con cierta aprensión ante aquella opulencia, de modo que, a pesar de nuestro cansancio, decidimos que era mejor ir al centro para cenar. No acompañaron a dos dormitorios que en el centro se conectaban a través de una salita de estar, en donde había jarrones con flores frescas y un pequeño bar con provisión de whisky. Un ayudante del director y un botones se quedaron allí mirándonos, hasta que el primero nos enseñó un menú por si queríamos cenar en nuestras habitaciones. Walgren refunfuñó al ver los precios, pero el empleado dijo que la firma de abogados se hacía cargo de todos los gastos. En cuanto llegó la comida, Walgren quitó raspando toda la salsa que cubría la carne y luego se quejó de que no hubiese manera de conservar la comida sobrante. A continuación determinó la cantidad de dólares que haría falta para inducirle a comer el plato de ostras que habían puesto delante de mí. Después de una agitada noche fuimos al despacho de los abogados, situado a un par de manzanas del hotel, acompañados por un joven solícito y bien trajeado que no paraba de quejarse de que no hubieran extendido sal sobre la acera para eliminar la delgada capa de hielo que la cubría. Nos alegramos cuando se cayó, y nos quedamos atónitos cuando simuló que no se había caído. Yo había pasado bastante tiempo en el Art Institute de Chicago para reconocer a un presuntuoso nada más verlo, incluso en México, donde algunos vaqueros son bastante presuntuosos. Además, yo era un artista algo bohemio, y no estaba dispuesto a que una pandilla de abogados burgueses me hicieran perder el tiempo. Mi intención era concluir los asuntos lo antes posible y dirigirme a Duluth, en Minnesota, para pintar el rompimiento del hielo en el lago Superior con un amigo, un pintor sueco que vivía allí porque le recordaba su país. Nos hicieron entrar en un despacho situado en el chaflán, que recordaba el estudio de un hombre rico, y vino a saludarnos el socio principal, Frederick Morgan, un hombre de aspecto serio y perfil duro, aunque con un perceptible centelleo en un ojo, que se dispuso a leernos el testamento. El verano anterior, mi padre me había proporcionado gran parte de la información, pero me quedé muy sorprendido ante las cantidades que se barajaban en la venta de media docena de viveros de árboles en la región septentrional del medio oeste. Una excelente propiedad situada justo al norte de Chicago se mantendría dentro de lo que según decían sería el desarrollo del «progreso», una palabra que yo aborrecía ya a los veinticuatro años. No dispondría del control absoluto sobre mis propiedades hasta que no cumpliera los treinta y cinco años, pero podría retirar una cantidad anual, que totalizaba diez veces más de lo que solía gastar en mi vocación artística. Walgren se haría cargo de la granja en el futuro, incluida la contratación de su primo como capataz, mientras

yo andaba muy ocupado por otros lugares. Mi padre también había dejado una provisión de fondos para Willow y para Smith, y sería labor de Walgren localizarlos. Todo esto lo istraría la firma de abogados, en unión de un banco de Chicago. En aquella habitación hacía tanto calor que mis ojos lagrimeaban, y empecé a bostezar. Detrás de Morgan colgaba un cuadro de gran calidad en el que había dos jovencitas y ansiaba poder estudiarlo de cerca. Entonces Morgan despidió a Walgren, y también me levanté para marchar, pero me dijeron que debía quedarme otro día para repasar la marcha de las inversiones. Me sentía atrapado en un invernadero, y en cuanto Morgan acompañó a Walgren a la salida estudié de cerca aquella pintura. Al volverme, Morgan ya tenía una enorme carpeta desplegada sobre la mesa. —Mis hijas —dijo—. Esta noche cenaremos con ellas. Luego añadió que debía considerarme muy afortunado al disponer de un excelente comienzo en la vida. Al no poder hallar una respuesta adecuada, sugerí que diésemos un paseo mientras hablábamos de finanzas, pues allí dentro hacía demasiado calor para pensar. Abrió las ventanas del despacho de par en par y se puso el abrigo, luego volvió a sentarse tras el escritorio. Con aquel hombre todo se convertía en una batalla de voluntades. Se consideraba un autócrata afable, pero era incapaz de considerar otra realidad que no fuera la suya. Más tarde, durante la cena en su casa, que me pareció una monstruosidad victoriana, estudié la deferencia que le mostraban su esposa y sus dos hijas, y que él confundía de buen grado con la sinceridad. Pero dejad que haga una pausa y ponga un poco de orden a esta absurdidad, a este sapo de jardín que avanza a saltitos cortos y nunca saldrá del pozo en el que ha caído a fuerza de voluntad, y al que ya empieza a considerar su universo. A la vez, sigo caminando hacia el oeste a lo largo del Niobrara, y recordando aquella cena en términos de una realidad en la que ya no creo. Hubo una serie de sobresaltos, aunque algo amortiguados por el vino. Pero no estaba tan confuso como para perder mi propio «yo» en cuanto me hube situado. Martha, la esposa de Frederick Morgan, procedía de Rhode Island, brillante y más gentil que cualquiera de las mujeres que yo había conocido. Primero entró Neena, de aspecto dulce y grave, aunque hasta el día de su muerte nunca logré saber qué pensaba en realidad. Era la más joven, tenía dieciséis años y, más que bonita, resultaba profundamente atractiva, como su madre. Pero uno intuía puro acero en la espina dorsal de aquella muchacha. Luego entró Adelle y fue como si el estómago se me vaciara de repente. Era a la vez bonita y atractiva, un año mayor que Neena, pero insidiosa. Llegaba tarde para la cena, y a su padre le hizo una reverencia nada sincera y le besó casi sin rozarle la cara, aunque también le dio un ligero tirón en una oreja, que de inmediato enrojeció. Ella era aficionada al baile, a la música, mientras Neena prefería la lectura. Y, siguiendo el orden inverso a lo que sería normal, Adelle, la mayor, demostraba un comportamiento más juvenil. Me estudió con actitud crítica y

demasiado rato para que me sintiera cómodo, como si yo fuera un nuevo animalito que se pusiera a la venta. Su madre ya estaba al corriente de mí, y me preguntó si mi arte iba prosperando, a lo que contesté que así lo creía yo. Por la mañana pensaba viajar a Duluth y regresar a casa en una semana, donde esperaba poder empezar una serie de cuadros basados en el último viaje que había hecho a México, antes de la muerte de mis padres. Todos parecíamos caernos bien, al menos de momento. La familia había hecho tres viajes a Europa y yo ninguno, lo cual les sorprendió. ¿Cómo podía un aspirante a pintor no haber viajado a Europa, la auténtica cuna del arte? Experimenté el extraño impulso de decirles, como habría hecho Davis, que aquello era más falso que Carracuca, pero me mordí la lengua. A continuación, Adelle preguntó irónica cómo sabía yo si era bueno pintando, y provocó la cólera de su padre con la impertinencia de la pregunta. Le dije que, como es lógico, de momento no lo sabía, y cité de la Biblia aquello de que «muchos son los llamados, pero pocos los elegidos», añadiendo que con toda probabilidad no llegaría a ser alguien importante, pero que aquélla era mi vocación, y tenía que vivir la vida según sus dictados. —¿Y cuáles son? —preguntó Adelle. —Trabajar duro y con absoluta libertad. En ese momento, su padre nos interrumpió con la previsible sandez de que la riqueza tenía en sí una gran responsabilidad, ya que exigía que se la multiplicara. Por debajo del cuello de la camisa experimenté una oleada de calor ante la idea, tan divulgada por la prensa popular, de que las teorías políticas del Manifest Destiny tenían que repetirse de manera individual en cada hombre. La seria Neena nos salvó, aunque sólo fuera de momento, al preguntar por qué había preferido México, cuando había leído no hacía mucho que los salvajes mexicanos mataban a los viajeros norteamericanos, tal como habían hecho nuestros indios muchos años atrás. Le contesté que la geografía salvaje del territorio era mucho más peligrosa que su gente, y luego les hablé de la fatal caída de mi amigo Davis por un barranco. Estábamos a la mitad de los postres, y todos se mostraron algo incómodos con aquella historia, momento que Morgan aprovechó para intervenir con un tono de pomposo nerviosismo: —Por supuesto, joven, itirá usted que esos morenos son menos civilizados que nosotros, y que pueden representar un grave peligro para los incautos. Es posible que esos salvajes no nos hiervan en un caldero como hacen en África, pero he leído que a uno le arrancan el corazón y se lo comen, como hacen sus vecinos los apaches. En este momento yo me había convertido en un amasijo de confusión, y por debajo del esternón sentía un temblor muy especial al tiempo que sostenía la más intensa de las miradas con Adelle. Mientras, Neena nos miraba divertida y su madre fingía que no se daba cuenta. De pronto advertí que estaba contestando a Morgan, y a punto de rozar la descortesía:

—Yo mismo soy medio salvaje por nacimiento, así que quizá sentí que no tenía nada que temer entre mis hermanos. Mi madre era una sioux oglala, de los que se llaman a sí mismos dakotas o lakotas. Morgan no se habría sorprendido tanto si yo hubiese disparado un revólver contra el techo. Los comensales estaban horrorizados, y me maldije por haber itido lo que por lo general guardaba para mí a fin de no llamar la atención ni verme obligado a contestar preguntas estúpidas. En la escuela de bellas artes a Davis le gustaba presentarme a las chicas como «John el Indio», lo cual, por extraño que parezca, me abría la puerta de las más osadas. —¡Esto es maravilloso! —exclamó Adelle, rompiendo el pesado silencio. Neena empezó a dar palmadas y Martha, la madre, sonrió como si yo acabara de gastarle una broma a su marido. Morgan fingió divertirse con su metedura de pata, pero de inmediato vi que yo había dejado de ser un posible pretendiente para pasar a ser un simple excéntrico, aunque rico, según sus términos. Entonces Neena me formuló una pregunta que ya me habían hecho mis compañeros de estudios en Chicago, respecto a por qué mi léxico sonaba algo antiguo. Le dije que me había criado en un lugar bastante apartado, que había abandonado la escuela en tercer grado, que había durado sólo un año en Cornell, y que mi padre siempre me hablaba como si acabara de salir de la guerra civil, además de pasar el resto del tiempo hablando con los indios. —Es usted una persona muy peculiar —intervino Adelle. —Sí —dije—, supongo que lo soy. A continuación me despedí y, ya en la puerta, Adelle me susurró: —Le veré temprano por la mañana... Sentí un estremecimiento y, con paso nervioso, regresé al hotel. Avancé con paso pausado hasta la parte trasera de la propiedad y luego atajé por el manantial, dudando de mi habilidad para completar todo el círculo, que iba del ajetreado pasado al tranquilo presente. Al mediodía el sol aún calentaba bastante, pero el cielo empezaba a tener un aspecto amenazador a lo lejos, por el noroeste, donde el horizonte brillaba con la energía de la borrasca que se acercaba en forma de una nube gris. Notaba las piernas temblorosas y la ropa empapada por el sudor, mientras yacía sobre el banco de arena junto al riachuelo, bebiendo a grandes tragos el whisky de la cantimplora. Ver otra vez a Adelle con tanta claridad mental me hizo desear estar borracho y morir, con lo cual se repetían sencillamente las pautas establecidas después de conocerla. Adelle prefería la luna al sol, y en el poco tiempo que estuvimos juntos, no más de treinta días en total, sólo parecía estar del todo viva después del atardecer. El crepúsculo y la noche conformaban su tiempo, del que extraía una extraña y eufórica fortaleza. Cuando llegó a mis dependencias en el hotel, poco después de que saliera el sol, estaba melancólica y sin energías si se la comparaba con la deslumbradora brillantez que había exteriorizado la noche anterior. En aquella

época, una visita al hotel se consideraba demasiado atrevida e impropia de una dama, pero se presentó en recepción con un paquete de libros, diciendo que yo era primo suyo y su tutor. Yo estaba tomando café, decidido todavía a coger el tren para Duluth, y no pensaba en absoluto que ella fuera a presentarse en el hotel, tal como me había susurrado. Se dejó caer en una silla y no dijo nada mientras yo permanecía allí de pie, en bata y mirando por la ventana, aunque sin ver nada en absoluto. Al final me senté en una butaca frente a ella, todavía incapaz de expresar un solo pensamiento. Entonces Adelle se levantó con brusquedad, bebió un trago de whisky de la botella que había en la cómoda, tosió como si se asfixiara y con voz medio rota dijo que deseaba convertirse en una «mujer emancipada». Había llegado mi turno para levantarme y beber un generoso trago. Conseguí mirarla de pies a cabeza, y en ese instante pensé que en mi vida todo dependía de aquello. Disponía de mucho tiempo para coger el tren, una idea tan estúpida que me hizo sonreír. Me preguntó por qué sonreía, y le contesté que se me había ocurrido salir corriendo en busca del tren. Adelle dejó caer los brazos y dio unos pasos hacia mí como si fuera sonámbula, pero en sus ojos había la misma viveza que la noche anterior. No se marchó hasta que, a última hora de la tarde, Neena envió un botones a buscarla. Bajé con ella al vestíbulo y allí estaba Neena con sus libros escolares, para que Adelle la acompañara a casa y así evitar que la descubrieran. Había excusado su ausencia en la escuela, pues consideraba todo aquello «muy emocionante», y al decirlo me miró de una manera muy especial, con la veneración que se reserva a los reyes. Luego ambas hermanas se despidieron con una leve reverencia y se fueron. Tomé un tren nocturno hasta Minneapolis, con lo cual no pude llegar a Duluth hasta la mañana siguiente, agotado y desconcertado por lo sucedido, y algo más que avergonzado por la hinchazón del cuello y los labios a causa de los mordiscos amorosos. Adelle había nacido para hacer el amor, y en mi joven pero nada despreciable experiencia nunca había conocido a nadie como ella, ni que se le aproximara. Supuse que se debería a la energía y la gracia de su cuerpo de bailarina, por no hablar de lo que había leído y que la había preparado para la ocasión. Mientras dormitaba en el tren pensé que si no volviese a amar otra vez, ya había alcanzado la cúspide. En el vagón restaurante comí dos enormes bistecs de ternera para recuperar fuerzas, y luego me pregunté como un tonto: «Y ahora ¿qué?», pues ya la echaba de menos. La respuesta llegó después de mi primer día completo en Duluth, en compañía de mi amigo del Art Institute, el pintor sueco. Era sábado por la mañana y estábamos haciendo el equipaje, dispuestos a salir de viaje por la costa norte de Grand Marais para pintar los hielos que iban a la deriva, y en ese momento Adelle se presentó con una maleta. Mi amigo pintor era muy conocido y no había tenido dificultad en encontrar la casa. Había dicho a sus padres que iba a visitar a una amiga en las afueras de Omaha, de manera que sólo podría quedarse conmigo hasta el domingo por la tarde, a no ser, por supuesto, que yo deseara que se

marchara en seguida. Pero éste era el último pensamiento que habría cruzado por mi mente. Fuimos a mi dormitorio y estuvimos haciendo el amor durante algún tiempo, luego los tres preparamos una merienda y dimos un paseo por el puerto de Duluth, para hacer algunos dibujos. Les hablé ¿e la visita que había hecho a aquella ciudad diez años atrás, al ir en busca de Willow, y Adelle lloró ante la tristeza de aquella historia, pero a última hora de la tarde, nada más entrar en la misma taberna de antes para comer pescado frito y beber unas copas, recuperó excesivamente su viveza y quiso bailar. El sueco nos llevó a un baile de polca que se celebraba en un Hogar Escandinavo, y pasamos una velada estupenda, en la que Adelle se convirtió en el centro de la atención. Yo no era muy bueno bailando, pero en aquel local repleto de gente medio borracha eran pocos los que hacían algo más que dar saltitos al ritmo de la música. A última hora del domingo por la mañana todavía estábamos acostados cuando Frederick Morgan irrumpió en nuestra habitación con dos fornidos detectives de la agencia Pinkerton y un teniente de la policía de Duluth. —Eres un cabrón, Northridge —se limitó a decir. Adelle, que se había apresurado a vestirse, se adelantó para intervenir: —He venido por mi propia voluntad, padre. Él no me lo pidió. Tuve la sensación de que los detectives y el teniente se sentían algo decepcionados ante los modales civilizados de todos nosotros. Con su estado de ánimo matinal, Adelle se marchó sumisa, bajando las escaleras cogida del brazo de su indignado padre y sin dirigir ni una sola mirada hacia atrás. El sueco surgió después a mis espaldas, padeciendo una fuerte resaca, y me dijo que tuviera mucho cuidado, o de lo contrario ella me mataría, de una manera u otra. Le repliqué que eso eran estupideces, aunque con poca convicción. Tumbado junto al riachuelo, y amonestándome por el abuso de la cantimplora de whisky, observé el surtido de hojas muertas que se habían acumulado en el manantial, en donde algunas flotaban, otras quedaban suspendidas en medio del agua clara, y las demás otorgaban un tono amarillento y rojo mate al adherirse al fondo del manantial. En una ocasión había intentado pintar este fenómeno, que a los demás les pasa inadvertido, pues no es algo que uno pueda ver con claridad. Me asaltó el extraño pensamiento, ausente desde hacía anos, de que casi todo el mundo ignora cómo los ven los demás, perdidos como están en la atractiva sencillez de las fotografías, que no es como todos nos vemos. Por ejemplo, no lo vemos todo de golpe, a no ser que trabajemos a una velocidad vertiginosa. La primera vez que vi un cuadro de Cézanne, me quedé de una pieza ante la comprensión que había tenido de la auténtica visión de las cosas. Recordé cómo Adelle tenía muy buen ojo para las rarezas, para las peculiaridades del mundo natural. En el huerto, las primeras manzanas que aparecen después de mediados de verano son de un amarillo transparente, y ella las estudiaba con todo detalle, descubriendo

complacida que ninguna era perfecta y que compartíamos nuestras imperfecciones con los perros, que no paraban de seguirnos, aunque se mantenían a una discreta distancia mientras hacíamos el amor. A pesar de mis advertencias, volví a tomar unos sorbos de la cantimplora, y entre los claros de un grupo de fresnos noté que la tormenta estaba cada vez más cerca. Me sentía abrumado por la densa textura de la realidad que me rodeaba, el agua, los perros, la inminente tormenta, la brisa todavía cálida que empujaba las hojas flotando por la superficie del manantial, la zona de matorrales situada a unos cincuenta metros y en donde había encontrado a mi madre, y por último aquel banco de arena en el que a Adelle le gustaba jugar sin orden ni concierto, como a cualquier mamífero. Habíamos acampado allí una calurosa noche de luna llena, en pleno agosto, cuando su efervescencia llegó a un punto en que rozaba la histeria, y aunque yo era joven y medio alocado, temí con razón por su salud mental. Todas las ideas infundadas, e incluso cautivadoras, que tenemos respecto a la sexualidad, son una débil sombra del acto que va desde el momento en que nos conocemos hasta el del posible final. Nuestros pensamientos y nuestro arte tienden de manera muy débil hacia la textura de nuestra pasión. Ahora era capaz de oler la nuca de Adelle y la curva posterior de su rodilla con la arena pegada a su húmeda piel, ver cómo la arena se deslizaba en el hueco de sus pisadas, su cabeza emergiendo de entre las aguas, el reguero de agua entre sus pechos, percibir su aliento perfumado con las peras verdes que ya nos habíamos comido, su deseo de hacer el amor como los perros, su espalda arqueada hacia abajo desde la breve cintura, y cómo enterraba la cara en la húmeda arena al tiempo que sacudía su larga cabellera de un lado al otro. Veía sus dientes a la luz de la luna mientras me decía que la llamara Neva, como el río de Rusia, por razones que sólo Dios podía adivinar. Trepaba a los árboles en ropa interior y cantaba estupendamente. Montaba bastante bien al estilo inglés, aunque de inmediato se adaptó al estilo vaquero de mis caballos. Aseguraba que, una noche de verano, durante una excursión del colegio, había ido a bañarse al río Misuri. No le pregunté cómo había regresado: pertenecía al tipo de preguntas que yo nunca le hacía. Cuando llegué a casa desde Duluth, después del incidente con los detectives, en los escasos diez días que hacía que nos habíamos separado me esperaban dos docenas de cartas de Adelle. En otoño, sus padres pretendían enviarla al Pembroke College, ya que pertenecía a la Universidad Brown de Providence, Rhode Island, en donde había estudiado su padre. En vez de eso, ella quería casarse conmigo y que nos fuéramos a vivir a París o a México o a ambos sitios. Es indudable que sabía que yo era lo bastante rico para permitírnoslo, o de lo contrario su padre no me habría invitado a cenar en su casa. Me horrorizó la idea de que ella pensara en mi riqueza. Es posible que yo hubiese heredado una cantidad apreciable de dinero según los términos de la sociedad de la época, pero los sentimientos casi religiosos que sentía hacia mi arte preconizaban una vida sencilla. Para los amigos del Art Institute yo era John el Indio, o el Granjero,

debido a mi origen campesino y a mi tosca indumentaria. Los ejemplos de los pintores ses o norteamericanos a los que veneraba no dejaban espacio para las frivolidades de la sociedad. La principal dificultad que tendría que soslayar en aquel plan era, por supuesto, la oposición de sus padres. Adelle estaba convencida de que podría conseguir que su madre cambiara de opinión, pero su padre seguía inflexible respecto a mi sangre mestiza. En todas sus cartas había tal cantidad de referencias a su padre, que me hacía pensar en una relación algo enfermiza: un término muy de moda en aquella época. Mientras tanto, me pedía que fuera a buscarla, porque había intentado escapar, la habían cogido y luego la habían encerrado en una institución privada para jovencitas perturbadas o histéricas. La habían soltado bajo la promesa de que no volvería a escapar, y cuando protestaba por cualquier cosa le daban sedantes. Un odioso detective privado la seguía tanto a la ida como a la vuelta del colegio y de las clases de baile. Había también una carta de su padre en la que me suplicaba que «me portara como un caballero», pues su amada hija tenía perturbada la cabeza, enfermedad que yo agravaba. Estaba convencido de que ella se repondría si yo me apartaba de su camino. También me recordaba que mi «bienestar» financiero estaba en sus manos, lo cual me pareció una medida desesperada por su parte. Enseñé la carta a Walgren, que se encolerizó y envió un telegrama a los jefes de Morgan en Chicago. Lamenté un poco esta decisión, ya que le causó algunos problemas, y nombraron a uno de sus colegas para que supervisara mis asuntos. Pero lo que más lamenté fue que mi estrategia había fortalecido la decisión de Morgan, prohibiéndome de forma categórica que mantuviera cualquier o con su hija. No tenía una idea muy clara de qué hacer respecto a Adelle, así que enganché un carro cisterna a dos parejas de percherones y me pasé una semana regando árboles para contrarrestar un mayo especialmente seco. Eran tan inquietantes las cartas que recibía a diario, que no podía dibujar, pintar o leer. Adelle ocupaba mis pensamientos en todo momento, y mi indecisión me producía tal insomnio que sólo conseguía dormir bajo la intensa luz del mediodía. Seguía acordándome de la cólera de mi padre por haberme aprovechado del indudable retraso mental de la chica noruega, aunque no había ninguna similitud en aquella situación. Entonces cometí una enorme estupidez. Le escribí una nota diciéndole que iría a buscarla, demasiado turbado y necio por suponer que no interceptarían su correspondencia, y también incentivada mi voluntad por una carta de su hermana, Neena, en la que me decía que Adelle no podría sobrevivir a la «brutalidad» de su padre. Me sentía tan alterado por el amor y la falta de sueño, que pasé toda una noche decidiendo si debía llevar conmigo un revólver o no. Por último decidí no llevármelo, y fue una verdadera suerte. Llegué a Omaha una tarde de finales de mayo, y al bajar del tren me dirigí de inmediato a casa de Morgan, donde fui atacado por dos detectives que salieron de

entre los arbustos antes de que yo pudiera llegar a la puerta. Les di una buena tunda antes de que me golpearan con una porra en plena frente y perdiera el sentido. Me desperté, ya de noche cerrada, en la habitación de un hospital, con un policía que dormitaba en una silla junto a la puerta. Lo que me salvó de una dura sentencia de cárcel por «violación de domicilio» y ataque a los detectives fue que uno de los agentes que me arrestaron era de mi zona y avisó a Walgren, quien llegó al día siguiente por la tarde, acompañado por el periodista más joven de un diario socialista y obrero. El rumor llegó casi de inmediato hasta Morgan, que se apresuró a quitar hierro al asunto para evitar mayores perjuicios sociales. Al cabo de media hora se encontraba ya en mi habitación, dispuesto a iniciar un discurso preparado de antemano acerca del gran amor que sentía por su hija. Me apresuré a hacerle callar, diciéndole que tenía suerte de que no hubiese traído conmigo una pistola, porque de lo contrario le habría saltado la tapa de los sesos. De modo que si no traía a Adelle de inmediato a mi habitación, sería él quien no volvería a verla nunca jamás. Se marchó corriendo y al cabo de un rato Adelle estaba allí con su madre, aunque en aquellos momentos me estaban practicando una trepanación, tan grande era la hinchazón de la frente, que se había quebrado de lado a lado. En aquel maldito hospital permanecí una semana completa antes de que pudiera salir por mi propio pie. Adelle estuvo a mi lado de noche y de día, y fue su madre quien dio con un compromiso no del todo satisfactorio. En julio traería a Adelle a mi granja durante dos semanas, pero en agosto debería marcharse para ponerse al día con los estudios que había abandonado con todo aquel «drama». A continuación se marcharía a la universidad de Rhode Island, aunque se me permitiría verla por Navidad y de nuevo en marzo, durante las vacaciones. Si en junio aún deseábamos casarnos, podríamos hacerlo con su bendición. Adelle se mostró desconsolada al enterarse de que yo había aceptado, pero el encuentro se produjo durante el día, momento en que los ritmos de su peculiar espíritu estaban muy bajos. Regresé a casa con la frente partida y un pequeño agujero en el nacimiento del cabello, a causa de la trepanación. Me detuve en Lincoln para encargar algunos muebles nuevos, cortinas, una vajilla de porcelana y cosas así. La intención era presentarme a su madre como el vivo retrato de un salvaje civilizado. En la ciudad contraté a dos pintores para que pintaran la casa por dentro y por fuera, y a un ama de casa de aspecto hogareño para evitar la tentación. De nuevo empecé a dibujar y a pintar, y las cartas de Adelle eran cada vez más relajadas, con pocas referencias a su padre, quien estaba algo desmejorado, tanto física como mentalmente, cuando le vi el mismo día de mi partida. Las dos semanas que duró su visita son tal vez la única época de mi vida que desearía repetir, aparte de algunos fragmentos de otros días. El único inconveniente fue una ola de calor, que resultó bastante incómoda para la madre de Adelle, una mujer que padecía de asma. Aparte del corto paseo que daba por la mañana temprano y por la tarde, tendía a permanecer en el estudio, la cocina o la salita.

Martha fue la primera persona que conocí de esa curiosa tribu de auténticos yanquis para quienes Boston es la capital y Providence, un barrio residencial habitado por intelectuales. En los peores momentos de calor hablaba con cariño de los veraneos en un lugar llamado Wickford, donde pasaban los días más calurosos navegando por la bahía de Narragansett. Aseguraba que si todo iba bien, sería un sitio excelente para pintar. Empecé a intuir que era en ella donde residía a auténtica fuerza de la familia, y no en Morgan, fuente a la vez de su estabilidad y de su dinero. Era inevitable que hubiese preferido que su hija se casara con un hombre influyente del este, o como mínimo con un comerciante del medio oeste, en lugar de con un artista medio lakota. Me sorprendió que la madre de Adelle se mostrara tan fascinada por la colección de objetos indios de mi padre que yo todavía no había sacado del sótano, el sitio destinado a mantenerlos ocultos. Pero supuse que se debía al fuerte interés que en el este tenían por todo lo referente a su ascendencia. Contestaba a sus preguntas con lo que yo sabía, que no era gran cosa. Ella pensaba que era una lástima que se perdiera la mitad de mi «primogenitura», aunque la intención de mi padre fuera que me adaptara por completo al mundo moderno. Esto ocurrió muchos años antes de que yo pudiera entender sus palabras, y sólo durante los rituales más íntimos, en los que las ceremonias de la sangre tienden a emerger. Así que mi breve vida con Adelle solía producirse al aire libre, con la tácita aprobación de nuestra carabina. Tuvimos nuestro sueño de una noche de verano en el prado, en el establo, en el estudio, en el manantial y a lo largo del Niobrara, donde una cálida tarde en que nos bañábamos le enseñé a seguir las aves acuáticas manteniendo todo el cuerpo sumergido con la única excepción de los ojos, de manera que podías acercarte a ellas hasta una asombrosa proximidad. Domesticó a un ternero Hereford hasta el punto de que la seguía en sus paseos, e hizo de vaquera al ayudarnos a mí y a Fred, el primo de Walgren que se había convertido en mi capataz, a conducir el ganado a través de las barreras protectoras de árboles hacia pastos más verdes. Fred siempre se ruborizaba en presencia de Adelle, tanto por su belleza como por la franqueza de su lenguaje, que ella consideraba propio de una mujer emancipada. Adelle no paraba de pedirme que le contara cómo se comportaban las mujeres del Art Institute, su «disponibilidad» a la hora de entablar amistad con los hombres. Era indudable el gran cariño que sentía por su madre, mientras que a su padre nunca le mencionaba, como no fuera en términos de opresión, si bien nunca al estar presente su madre. Adelle mostraba una extraña actitud respecto a la muerte, en especial en alguien tan joven, y en nuestro último paseo a la luz de la luna habló de una compañera del colegio que el año anterior había muerto de cáncer. No parecía propio de alguien tan dinámico mostrar indiferencia hacia la muerte, pero, aparte de mí, a ella le tenía sin cuidado si moría o no en caso de que su vida se convirtiera en algo malo para su espíritu. Había hablado del suicidio con su hermana Neena, que no había visto

intención de cometer semejante acto, por la sencilla razón de que no había sabido interpretarlo. Adelle, en el momento, era incapaz de distanciarse de una sola emoción, por leve que ésta fuera. A menudo he pensado que no estamos destinados a desplegar tanta energía. No puedo asegurar que fuera una premonición, pero la mañana en que ellas se fueron, yo fui incapaz de imaginar un futuro, tanto para Adelle como para mí. Ella me dio un rizo de su cabello a través de la ventanilla del tren, y eso fue todo: una sonrisa no demasiado amplia y un rizo de su cabello. Puedo percibir el rugido del viento hacia el norte, y de repente tengo miedo a verme aquí atrapado. Aunque atrapado lo estaría en el centro de la zona de pastos más grande que hay en el extremo sur de la hacienda, ahora sin cultivar y en la que no se pace, de modo que la grama se me enreda en los tobillos. A lo lejos veo la casa de Naomi, mucho más cercana que la mía, pero no puedo ir allí para escapar de la tormenta, pues estoy algo bebido y esto haría cundir la alarma. Llego al extremo más lejano de los interminables pastos y a la barrera de árboles justo cuando la tormenta me golpea de lado con una violenta racha de viento y una brusca caída de la temperatura. Hacía años que no estaba en ese sitio en particular, pero recordaba un montón de huesos donde una cierva había caído en una trampa o se había roto el cuello al saltar la cerca. Los huesos todavía estaban allí, pero el cráneo había desaparecido; recogí una vértebra para estudiarla, y luego aceleré el paso porque había empezado a granizar y las frías gotas me golpeaban la cara. En una esquina del pastizal estaba la barrera de protección donde los árboles eran más densos, en la zona de matorrales en donde Smith y yo habíamos construido el cobertizo y cuyos restos aún seguían allí, ofreciéndome refugio contra la tormenta. Volví a apilar los postes del tejado juntándolos todos y me metí debajo de la parte delantera al tiempo que una ráfaga de granizo matraqueaba contra las copas de los árboles. Debajo de mí, enterrada en algún lugar, había una vieja caja de hojalata que contenía la foto de una bailarina medio desnuda que Smith y yo habíamos escondido allí entro; un tesoro infantil que era una especie de reverencia al misterio. Con los ojos de la mente podía ver sus pechos desnudos, algo levantados hacia arriba y hacia afuera, como los de Adelle. En ese momento el corazón empezó a latirme desbocado, y recordé que había olvidado tomar la pastilla diaria. Di dos tragos de whisky, pero eso me produjo un de tos, con lo que el líquido se me coló por la tráquea. Los latidos del corazón se volvían más irregulares aún, y me doblé de costado viendo cómo el suelo se cubría de blanco con el granizo, luego alcé los ojos hacia las turbulentas nubes que pasaban rodando, estremeciéndome a medida que el sudor se secaba, e indeciso acerca de lo que debía hacer a continuación. Por algún motivo, no me parecía el sitio ideal para morir. Mi supuesta biografía no era muy abultada: compró y vendió caballos, ganado y tierras, dibujó y pintó durante algún tiempo, se casó con una mujer llamada Neena y no fue un buen marido, crió a dos hijos y ahora, en

cierto modo, cuidaba de dos nietas. Eso resultaba casi cómico, a pesar de que el corazón castañeteaba como los dientes cuando se tiene frío. Somos igual que los cantos rodados, que nos asombran como si fueran únicos, y en cambio son bastante uniformes. Mis sueños eran míos, y con anterioridad lo había sido mi especial visión del arte, como lo habían sido mis amores. Mi hijo Paul suele bromear diciendo que, en términos geológicos, todos compartimos el mismo cupo de inmortalidad. Lo que habíamos imaginado que era al menos superficialmente real pierde su interés. Y en la protegida depresión entre dos cedros, a unos tres metros por delante de mí, imaginé a Adelle hasta que adquirió forma específica. Pero de nuevo su sonrisa no era completa y, sin poderme contener, empecé a llorar, aunque no con el llanto colérico que me había asaltado por la muerte de John Wesley, sino porque Adelle estaba entre los dos cedros y yo no podía estrecharla entre mis brazos. Lo que más valoro es lo que no puedo saber. ¿Cuál fue el entramado de sus últimas horas? ¿Me consideraba un cobarde por el hecho de haber transigido con su madre? Las cartas que me envió durante las dos semanas que siguieron a su marcha de la granja no lo daban a entender, pero para Adelle la diferencia entre el todo y la nada era muy estrecha. Lo que se pudo obtener con las declaraciones de los testigos fue lo siguiente: un caluroso jueves por la tarde había lanzado los libros de texto por el embarcadero donde atracaba el buque a vapor, luego había dado esquinazo al hombre contratado para seguirla, aprovechando la aglomeración de gente que salía del trabajo en el centro de la ciudad. Al llegar a la zona norte, había conseguido que dos granjeros la llevaran en su carro: dos hermanos que se dirigían al norte, de regreso a casa después de una jornada completa en el mercado. Había hablado con ellos en un tono lento pero afable, y aquella lentitud era debida a la naturaleza del medicamento que llevaba consigo, el láudano, que utilizaban con regularidad para sedarla. Los granjeros aseguraron que había bajado cerca de De Soto, aunque pasado Fort Calhoun, y que se había limitado a quedarse en la penumbra a un lado del camino. Era evidente que había bajado por el sendero de tierra hasta el Misuri, dado que allí, sobre la hierba de la orilla, habían encontrado sus ropas. A la tarde siguiente, un pescador descubrió su cuerpo río abajo. Walgren me trajo el telegrama, y juntos cogimos el tren para Omaha, con lo cual llegamos a casa de Morgan a última hora de la tarde. Abracé a Martha, su madre, y a Neena, que temblaba sin poderse controlar. Ellas me acompañaron al salón, donde Morgan permanecía de pie junto al féretro abierto con dos amigos de la empresa. Me acerqué al ataúd y besé los labios sin vida de Adelle. Luego di media vuelta para marcharme y Morgan me siguió. Dominado por la furia, no pude evitar zarandearle como a un muñeco de trapo. Martha y Neena me contuvieron y me despedí de ellas con un beso. No asistí al funeral.

2 John Wesley Northridge II NOVIEMBRE DE 1956 Smith llegó ayer por la mañana. Como es natural, esto me asustó, aunque sólo por un momento. ¿Cómo puede saber, o al menos fingirlo, que su visita señala el último año de mi vida? Oscilo entre la irritabilidad y el temor reverencial por lo que se refiere a ese hombre, el amigo más antiguo que tengo en una época en que la mayoría de mis amigos, por pocos que fueran, ya han desaparecido. Estaba sentado en el estudio poco después del alba, tomando mi café y mirando por la ventana el débil amanecer, cuando Lundquist entró para anunciar que había un piel roja en el portón del camino de la entrada. Lundquist enrojeció de manera perceptible después de pronunciar aquel término, pues sabe lo mucho que me irrita esta jerga. Añadió que aquel hombre tenía hipnotizados a los perros, que todos estaban sentados frente a él, y que no habían reaccionado al pasar él y su vieja perra Shirley con el coche por su lado. Antes me estaba preguntando por qué los perros no habían regresado después del paseo matutino para mear. Los cuatro airedales oscilan entre la mediana edad y la vejez, y sólo Sonta aparenta cierto vigor. En muchos aspectos es un incordio, pero yo también lo soy, aunque en los últimos tiempos he hecho acopio de valor para intentar no serlo, debido a los numerosos problemas que intentaré explicar. Pero vayamos primero a Smith. Él es la razón de que anoche empezara otra vez a escribir esto. Si uno sospecha que va a morir dentro de un año, sin duda pensará que hay algunas cosas más que vale la pena explicar. Lundquist sugirió que, si el indio se acercaba, cogiéramos una de ^s escopetas, pero yo le dije que no, que debía d,e ser Smith. Y entonces se acordó de que era el lakota del que le había hablado bajo la lluvia, en el campo de patatas, de eso hacía cuatro años, después de llevar a Tess a su última cacería. Lundquist pidió disculpas por haberle llamado «piel roja», y añadió que eso se debía a la televisión, una pasión de Frieda que casi había superado la que sentía por la religión. Lundquist prefería ir al cine una vez a la semana, después de que cambiaran la programación en el pueblo, porque según él en la televisión las cosas se veían más pequeñas que en la vida real. En cambio yo prefería la radio, pues me permitía seguir pintando mis propias imágenes del mundo, aunque por supuesto a través de mi ojo mental. Monté en mi camioneta Studebaker de 1948 y recorrí el largo trayecto del camino de entrada pensando que se había vuelto un montón de chatarra, pero que la prefería así. Smith estaba en la parte interna del portón, dando un discurso a los airedales como si fuera un profesor. A diferencia del gélido recibimiento que

obtuve en el campo de patatas, en cuanto bajé de la camioneta me dedicó una amplia sonrisa. —Ésa es la camioneta de un piel roja. ¿Acaso escondes tu dinero para que no se entere el Gobierno? —preguntó. —No, lo que ocurre es que me importa una mierda. Funciona tan bien como yo. Nos estrechamos la mano, luego él me abrazó y no pude evitar sentirme azorado. Después extendió la mano y dijo que había sido al lado de aquel árbol muerto que habíamos tirado de Sally y nos habíamos ganado un dólar. Sally era una enorme yegua de tiro que debía de pesar más de mil kilos, por la que habíamos apostado en una competición contra un castrado de raza Clydesdale propiedad de un vecino. Sally no estaba dispuesta a ceder y en su lucha arrastró al castrado a mitad de camino hacia la cuneta. El otro chico intentó cortar la cuerda para salvar a su caballo, y Smith tuvo que montar encima de la yegua y tirarle de las orejas. Al final logramos separarlos, pero Sally intentó cocear de nuevo al castrado. Al sujetarla Smith del cabestro, la yegua intentó desembarazarse de él sacudiendo su enorme cuello y dando vueltas en círculo. Incluso cuando logramos recuperar el control y nos la llevábamos, ella no hacía más que girar la cabeza para dirigir su malévola mirada hacia el castrado. En la luz de noviembre hay cierta debilidad que hace que el perfil de las cosas desaparezca. Incluso una pisada o una voz suenan más débiles. Smith se volvió para liberar a los perros, y éstos se acercaron a saludarme. —Es muy probable que el año que viene, por esta misma época, estemos ya muertos —comentó con lo que podríamos calificar de risa entre dientes. —A mí ya me va bien. Hace tiempo que estoy agotado. Por cortesía no podía preguntarle cuáles eran sus intenciones, así que dejamos que los recuerdos fueran desgranándose a medida que contemplábamos el campo. —Willow te envía saludos. Está cerca de Lodge Pole, en Fort Belknap, allá por Montana. Esta noticia produjo una absurda oleada de calor en mi viejo cuero cabelludo. —¿Necesita ayuda? —pregunté, insatisfecho con mi respuesta. —Diablos, no. Posee un pequeño terreno y una docena de vacas. Compró la tierra con lo que tu padre le dejó. Yo gasté lo mío en una fiesta que duró una semana, y después de cincuenta años la cabeza todavía me duele. —De nuevo se rió, pero interrumpió la risa con brusquedad—. Aunque yo sí necesito una cosa que tienes desde los viejos tiempos. A continuación nos dirigimos con la camioneta hacia la casa. Yo ya sabía lo que quería Smith, pues la verdad era que lo había recuperado del sótano el día después de que le viera en el campo de patatas. Era la garra de un enorme oso gris, sin ningún adorno, que había pertenecido a Oso Coceador, al que un juez había condenado por unos supuestos delitos a servir durante dos años en el espectáculo El Salvaje Oeste de Buffalo Bill. Mi padre se la había regalado a Smith en la primavera

de 1906, cuando éste se preparaba para unirse a un espectáculo del salvaje oeste que se dirigía a Europa. Smith no quiso llevársela porque podía emborracharse y perderla o venderla; además, según me confió, las cosas antiguas le daban un poco de miedo. La guardaba en la caja fuerte, dentro de una pequeña bolsa de piel de antílope, al lado de la foto y los dibujos de Adelle. Sentados en el estudio, observamos la garra sobre el desnudo escritorio de roble, y Smith volvió a ponerla dentro de la bolsa al tiempo que movía la cabeza de un lado al otro. —Vi una igual en agosto, mientras visitaba a unos compañeros en Wind River, y me acordé de la que tenía aquí. He oído decir que esta era su ruta de salida en el pasado. Le conté que en California, mucho antes de que llegáramos a aquel estado, cuando todavía formaba parte de México, los vaqueros españoles solían organizar peleas entre osos grises y toros de cuernos largos. Entonces planeó la muda pregunta de quién solía ganar, y también la muda respuesta de que ninguno de los dos. Mi padre se había tropezado con Custer y Ludlow durante la primera expedición gubernamental a las Black Hills, y Ludlow y un grupo de hombres, entre los cuales estaba Golpe de Cuchillo, un guía cheyene, habían perseguido a un oso gris a lo largo de dieciséis kilómetros, lo habían cogido, lo habían atado y lo habían soltado después de que el científico que acompañaba a la expedición, George Bird Grinnell, inspeccionara a la bestia. En aquella época, los cowboys no eran como los de hoy en día, que pasan las noches en el pueblo. —Maté a demasiada gente en la Gran Guerra —comentó Smith, acercándose a la ventana—. Nos quitaron los caballos porque no servían contra los boches. Me convertí en un carnicero; en eso me convertí... Una de las cosas más hermosas que vi fue la caballería polaca, pero los aniquilaron a casi todos. Intenté alistarme en la segunda guerra mundial, y no me lo permitieron. En los años treinta estuve domando caballos en Fort Robinson... —Hizo una pausa en la que pudimos escuchar el susurro de las últimas hojas al ser arrastradas por el patio—. Tú no lo has hecho nada mal, teniendo en cuenta cómo empezamos. Aunque me han contado que, por tu manera de comportarte, has tenido suerte de que no te pegaran un tiro. Yo había tenido algunos años bastante buenos, unos seis o siete, entre la muerte de Adelle y el día en que, sin haberlo planeado y después de un hartazgo de whisky, me alisté para ir a la primera guerra mundial. Como de pasada, traje a colación el hecho de que nuestro viejo cobertizo y los perros me hubieran salvado la vida, más o menos un mes después de que nos encontráramos en el campo de patatas. Le resumí la historia de mi larga caminata, y del recuerdo de Adelle, concluyendo con la tormenta y mi corazón palpitando frenético mientras me acurrucaba en el suelo junto a los cuatro perros para calentarme. Debido a las razones que pudiera tener como wicasan wanka, es decir, como hechicero, mi historia pareció animarle.

—Hay cosas peores a que te mate un fantasma —comentó, y añadió que sin duda los perros adivinaron lo que sucedía, por eso se habían quedado allí conmigo. De inmediato me sorprendí ante aquellas dos versiones de lo sucedido: la mía y la de Smith. Tal vez la verdad, por inútil que fuera, se hallara entre las dos. Si itía la de Smith, era muy posible que yo estuviese loco, aunque no podía considerar que esto fuera un problema apremiante. Entonces, ante su insistencia, volvimos a abrigarnos y anduvimos los casi dos kilómetros que nos separaban del cobertizo. A mitad de camino nos paramos en el campo más grande y Smith estudió el cielo, de un gris opaco y casi sólido, aunque mucho más claro que el gris pizarroso. Me preguntó si había advertido que el cielo era un inmenso «pastizal de luz», y le contesté que no, pero que sin duda era una sorprendente manera de verlo. —Bueno, pues eso es lo que es —replicó. Al llegar al cobertizo señaló a Sonia y dijo que sin duda ella era la que más había ayudado, y tenía razón: después de medio cubrirla con mi abrigo, se había tendido contra mi pecho. Luego Smith empezó a cavar en el suelo con una navaja automática muy grande, de las que los ses llaman mouche, por la mosca plateada que hay en el mango. Pero se detuvo pensativo, a continuación se arrastró hasta la esquina más apartada del cobertizo y clavó la navaja en el suelo, hasta donde le fue posible, sonriendo al sentir que chocaba contra algo metálico. Fue clavándola en la tierra hasta que ésta se ablandó, extrajo la cajita de hojalata, la abrió y dejó al descubierto la foto de la bailarina con los pechos desnudos. Intenté hacer una broma, pero me hizo callar, tratando la foto como si fuera un objeto sagrado. Después me la devolvió, y fue como si poseyera el mismo erotismo denso, rozando casi la melancolía, que tuvo para mí cuando era un muchacho. Aquélla era una cuestión acerca de la cual había dejado de fantasear, le dije a Smith, y él inclinó la cabeza agradecido, cogió de nuevo la foto, la puso dentro de la caja de hojalata y volvió a enterrarla, cubriendo con ramitas y hojas la tierra recién removida. Me asombraba lo claro que podía ser Smith sin aclarar nada, o emitiendo aquellas opiniones en tono apenas audible, como era nuestra costumbre. De regreso a la casa, Smith se detuvo para examinar el cielo en el mismo sitio de antes, y comentó que en el pasado ya solía gustarle aquel lugar. Pensé que a otra persona le habría sido difícil localizarlo, dado que estaba algo desviado del centro del pastizal y no se diferenciaba en nada de lo que había a su alrededor. De pronto empezó a hablar en términos afectuosos de la religiosidad de mi padre, que no excluía el mundo de los lakotas ni el de cualquier otra tribu. Una Parte de la explicación de Smith era que mi padre había creado un hermoso lugar sobre la tierra utilizando recursos naturales, y añadió que mis primeras aspiraciones para convertirme en pintor utilizaban este mismo concepto. Fue lo bastante considerado para no preguntarme por qué había renunciado a mi vocación después de la guerra, Pero le dije que la guerra sin duda me había hecho tener los pies sobre la tierra. El

dolor y el horror de la guerra nos habían curtido, y en torno a la época en que le encontré en el campo de patatas yo había empezado a entender de nuevo la vida sin encolerizarme por lo menos una vez al día. A lo lejos, entre los árboles, vi a un hombre apoyado contra un viejo coche, cerca del portón de la entrada. —Es mi nieto —explicó Smith—, el joven más cabreado que Dios ha puesto sobre la tierra. Desgraciadamente, eso me hizo pensar en Duane, que había desaparecido hacía unos dos meses. Smith empezó a hacer bromas de la época en que ambos teníamos unos diez años y, cansados de jugar siempre a vaqueros, queríamos convertirnos en indios. Mi padre nos ayudó sacando trajes del estudio, entonces cerrado con llave, encendió una hoguera en el corral y nos disfrazó de guerreros. Mi madre nos pintó la cara, y por la noche bailamos alrededor del fuego hasta quedar exhaustos, mientras nuestros padres nos enseñaban los pasos. De pronto, mi madre se echó a llorar y corrió hacia la casa, y esto supuso el fin de nuestro juego para siempre. Estábamos cerca del coche de Smith cuando Dalva se acercó al galope por la carretera encima de su caballo castrado, y Sonia salió veloz a recibirla. Dalva estaba embarazada y se suponía que no debía montar a caballo, pero ponerle objeciones le corresponde a su madre, no a mí. El hecho de no tener que sermonear a nadie, incluido a uno mismo, supone un gran alivio. Dalva bajó del caballo para saludar a Smith. —He oído hablar mucho de usted —le dijo sonriente, luego miró sobresaltada al joven apoyado en el coche, creyendo que podía ser Duane, y de inmediato volvió a montar, incapaz de añadir nada más. Se despidió mediante un gesto de la mano y una sonrisa, y se marchó. —Esta jovencita está pasando un mal momento —dijo Smith, con expresión sombría en su rostro, y se volvió hacia mí en busca de una explicación. Le di una versión resumida y bastante general de cierto joven que había marchado del pueblo en septiembre. Me contestó con dolor que conocía al joven de Parmelee, y también a su madre, Rachel. Había oído decir que su padre era uno de los tres cazadores que ella había conocido cerca de Buffalo Gap, poco antes de la guerra. Me miró fijamente a los ojos y se echó a reír al ver mi aspecto afligido, para luego concluir que no somos más que animales, igual que los demás. Las personas, la tierra, montañas, ríos, praderas, animales, no estaban allí para nuestro beneficio, sino para el suyo propio. Asentí con espontánea coincidencia de parecer y de pronto deseé, por vez primera, no haber renunciado a mi arte. Lo único que tenía importancia era lo que yo hiciera con las manos y con el corazón. Nada más. ¿Por qué había confundido el motivo de mi desolación, si todo lo demás en el mundo escapaba a mi control? Smith aún me miraba con fijeza cuando por fin logré salir de mi ensimismamiento, y los dos nos dirigimos hacia el coche. Su nieto tenía músculos de acero en el rostro,

pero se mostró muy educado. Temblaba bajo la delgada cazadora tejana, así que me saqué el grueso chaquetón de piel de borrego. —Cambiémoslos —le dije. Miró a su abuelo en busca de aprobación e hicimos el cambio. Comprobamos los bolsillos para sacar nuestras pertenencias, y me devolvió el pañuelo rojo para el cuello y una manzana Mclntosh dañada. Yo le devolví un billete de dólar estrujado hasta ablandarse, una navaja automática y un paquete de una popular marca de preservativos. —Esto no lo voy a necesitar —le dije en broma. —Yo diría que sí. He olido el perfume de su novia en el cuello del chaquetón — replicó el jovencito. Smith olisqueó y asintió, y yo hice lo mismo. El olor a lilas de Lena estaba allí presente. —Puede que nos veamos en el otro lado —dijo Smith, y los dos se marcharon. Había un leve olor a queroseno en la cazadora vaquera y tuve que permitir que los perros la olisquearan. A diferencia de lo que podía esperarse, encontré del todo liberador pensar que sólo me quedaba un año de vida. De inmediato me puse a dibujar un gorrión que había encima del acerolo al otro lado de la ventana, y para celebrar el tosco intento me hice una tostada, sobre la cual extendí la excelente jalea de acerola que Frieda hacía cada agosto. Dibujé once versiones del gorrión, la mejor tenía una mancha de jalea cerca de la rama. Me sentí menos solo de lo que me había sentido en muchos años. Empecé de manera tentativa a perdonarme Por haber sido un estúpido tan colérico y cerril durante un gran periodo de mi vida, en parte porque el perdón parecía agotar las alternativas. Dejé a un lado los dibujos con inmutable satisfacción, sin Aportarme si era de manera provisional o no. El gorrión pasó volando ante la ventana, y la duración de su vuelo fue como si representara la duración de mi vida, aparte de representar el simple vuelo de un gorrión ante la ventana. Saqué de la caja fuerte la foto de Adelle y la deposité encima del escritorio para contemplarla desde todos los ángulos. Me quedé dormido con la mejilla — aunque debería decir la papada— apoyada sobre la foto. Estaba en mitad de un sueño que trataba de un perro que se había extraviado, y en ese momento Dalva depositó una taza de té encima del escritorio. Cuando encontramos aquel perro, con el improbable nombre de Ed (idea de Lundquist), llevaba una semana caído dentro del pozo de la granja abandonada que había detrás de nuestra propiedad. Teniendo en cuenta el estado de debilidad en que se encontraba, se le veía satisfecho de poder viajar a casa doblado sobre el acolchado, detrás de la perilla de la silla de montar. Dalva me tocó en el hombro para que me incorporara, pero no quería hacerlo, por temor a que viera la fotografía de Adelle, así que le dije que me trajera un vaso de

agua. Dalva le había comentado a Naomi sus deseos de suicidarse, así que no necesitaba el estímulo de Adelle. Deslicé la foto dentro de un cajón del escritorio, y ella regresó con el agua, recordándome que Naomi vendría con Ruth y una amiga de ésta, de la escuela, que se llamaba Carol Johnson. Naomi quería que viera mis cuadros, pues ella me había enseñado los dibujos de aquella jovencita, que consideré de cierto mérito, junto con una redacción («Por qué deseo ser pintora») realmente extraordinaria para alguien tan joven. Me había recordado el nivel del discurso de graduación de segunda enseñanza que había hecho la novelista Willa Cather, y que un amigo de la Universidad de Nebraska me había recomendado. Al cabo de poco llegaron las tres, y en la chica reconocí a la granujilla de cara delgada que lavaba platos en el café de Lena, donde trabajaba su madre. Supuse que ella y Ruth se habían sentido atraídas debido a la obsesión de Ruth por el piano. Mientras yo enseñaba las pinturas a la chica, Naomi hablaba con Frieda en la cocina, y Dalva estaba arriba poniendo música de Bob Wills en la Victrola, algo que hacía que Ruth pusiera los ojos en blanco avergonzada. Yo me sena tía turbado por otros motivos, pues su música poseía la textura emocional de las piezas que tanto nos gustaban a Davis y a mí en nuestros viajes por México... Y con Carol a mi lado no andaba muy lejos de aquella ocasión en que estuve junto a la mujer sa que hablaba sobre Courbet. Estos pensamientos no eran sólo la sensación de un momento, sino que no paraban de importunar mi mente. La chica se demoró largo rato delante de una de las pinturas menores de Stuart Davis, a continuación delante de un Burchfield que yo había comprado por trescientos dólares, y que a ella le pareció espantoso, por razones comprensibles. Se sonrojó intensamente frente a un dibujo de Modigliani, pero se recobró delante de una obra de Gottardo Piazzoni y otra de Dixon. El hecho de que yo hubiese conocido a estos dos la sorprendió, aunque no era para tanto. En el San Francisco de aquella época a uno le bastaba con invitar a unas copas, blasfemar contra los enemigos comunes y discutir sobre la técnica para conocer a otro pintor. Tal como estaban las cosas, la fama residía en el futuro, y eran otros quienes la organizaban, sobre todo los marchantes. Acabábamos de sentarnos para cenar cuando ella, en un susurro, me preguntó si me gustaba Picasso. Le contesté que existían siete Picassos, y que había al menos cinco que me gustaban. Naomi sintió la necesidad de explicar eso, y yo observé cómo la muchacha picoteaba la comida, los dedos enrojecidos por el trabajo de lavar platos. Confiaba en ir al Art Institute de Chicago en cuanto se graduara, y preguntó si a mí me había gustado estudiar allí. Le contesté que sin duda era un buen lugar, pero que en aquel entonces ningún sitio me gustaba. Después de cenar le impartí una lección de dibujo en mi estudio mientras Ruth tocaba el piano. Le enseñé los once gorriones de aquella tarde y lo que había de malo en cada uno de los dibujos. Estaba tan concentrado, que no me di cuenta de que Naomi y Dalva estaban detrás de Carol y me observaban con atención. Nunca había actuado como

un artista delante de ellas y decidí no hacerles caso, como si me hubieran pillado haciendo algo tan sencillo como servirme una copa. Después de que me dieran las gracias y se fueran en medio de la oscuridad, recordé con gran nitidez aquel sentimiento juvenil en la boca del estómago, el temor indescriptible de mis primeros días en el Art Institute. Davis aún no había llegado para el curso de otoño y yo era incapaz de orientarme en una ciudad tan grande como Chicago. Un abogado de allí, que representaba a mi padre en el negocio de los viveros, me había conseguido unas habitaciones que yo sospechaba eran más bonitas de lo que debían, en parte por mis ideas románticas sobre la vida bohemia que esperaba llevar. Creo que estábamos en 1903, y el ruido de Chicago era demencial para alguien habituado al silencio de la pradera, con el que podías oír los latidos del corazón del caballo por encima de su respiración, un escribano triguero a lo lejos o una vaca bajando hasta el arroyo a un kilómetro de distancia, e incluso la delicada brisa acercándose por encima de un mar de hierba. Pasé los primeros días en el silencio del museo, lo cual sólo sirvió para intimidarme más ante el miedo al fracaso. Durante un ventoso atardecer caminé hacia el norte por la orilla del lago Michigan, y las olas eliminaban del aire los demás ruidos. Por extraño que parezca, conseguí hablar durante unos agradables minutos con la dependienta de una tienda, que era de Kansas y hacía lo mismo que yo. Más adelante, ya por la playa, me maldije por no haber averiguado cómo se llamaba ni dónde vivía, pero la enormidad de aquella ciudad me había hecho tan tímido que apenas me atrevía a pedir en voz alta la comida. Por fin, el cuarto día después de mi llegada se celebró una recepción para los nuevos estudiantes, en la que había representantes de todos los estados del medio oeste, y a la que asistimos envarados dentro de nuestros trajes nuevos. Un tipo de aspecto decadente, llamado Simmons y de la misma Chicago, se hizo cargo de mí y me llevó a un restaurante italiano, donde servían muy barato un enorme plato de deliciosos espaguetis y un gran vaso de vino tinto de escasa calidad. Pero era un sitio extranjero, en donde las conversaciones en italiano de los trabajadores nos hacían sentir muy «artistas». Allí de pie, viendo como el coche de Naomi desaparecía, se me ocurrió que Carol Johnson encontraría Chicago tan extraño como yo, dando por supuesto que fuera a estudiar allí al cabo de unos pocos años. Volví a entrar en la casa, y por un momento sentí compasión por aquella pobre muchacha; no porque fuera pobre, sino por sus sueños, que tanto me habían trastornado. Contemplé el no excesivo talento de los dibujos del gorrión desperdigados sobre el escritorio y me vi obligado a reír ante mi melindroso sentimentalismo. Por supuesto que ella debía soñar. Sólo nuestros sueños proporcionan cierta coherencia a la vida. La fantasía política común consistía tan sólo en mantener los Estados Unidos como un lugar seguro donde poder trabajar, sin duda una cuota muy poco atractiva para una chica obligada a rascar sartenes en un café. En el pasado, cuando yo marcaba reses, domaba caballos, cavaba zanjas para el regadío o me limitaba a limpiar con la azada el huerto de mi

madre, podía imaginarme como uno de los campesinos de Millet, o, mejor todavía, como Turner observando la niebla que se alzaba por encima de las gabarras; a lo largo del Támesis. Después de la muerte de Adelle, me di cuenta de que a menudo permitía que el alcohol empezara a destruir mis sueños. Era como si éstos necesitaran que se les amortiguara en aquella atmósfera de turbulenta oscuridad, aparte de que la gran cantidad de alcohol que yo ingería había menguado de tal forma la claridad de los sueños que, al alistarme para la primera guerra mundial, era como un robot que siguiera la estructura de una esperanza, en vez de sentir la propia esperanza. Es indudable que no tenía agallas para entender que lo que pretendía era morir, aunque si hubiese tenido la más mínima certeza de que existía otra vida en la que podría ver a Adelle, me había metido de inmediato una bala en la cabeza. Al principio el alcohol me dio una ilusión de coherencia, dado que mantenía todo, incluida la pena, en un lugar específico donde poder darle vueltas en la cabeza continua e inútilmente. En momentos como ésos bebemos para no enloquecer, pero más adelante descubrimos que hemos caído en otro tipo de locura. También llegué a especular que mi otra mitad lakota me había predispuesto para aquella fatal y terrorífica sed, con cierto énfasis en el fatalismo. Por supuesto que es una presunción identificarnos con otra cultura si es impensable que vivamos como ellos, pero Davis, pocas noches antes de precipitarse por el barranco, alrededor de la hoguera del campamento, me había echado en cara la idea de que yo «pintaba como un indio». Lo que quería decir era que yo hacía lo que en terminología moderna serían cuadros casi abstractos de la naturaleza, aunque sin el toque de un ilustrador. No había formas tranquilizadoras en mis praderas y mis cielos, algo reminiscentes de la obra contemporánea de Ad Reinhardt y Robert Motherwell que había podido ver en las revistas actuales. Yo nunca he contemplado la naturaleza como un sermón destinado a impulsar nuestros cansados traseros hacia el cielo, ni como el alivio que proporciona la mutua eliminación de piojos, ni como un bálsamo a una existencia dedicada a comprar barato y vender caro. La Biblia de mi padre estaba equivocada de principio a nn. La tierra no se había hecho para nuestro solaz, sino para su propia magnificencia evolutiva, de la que todos formamos parte. Ya me estoy expresando como Naomi, que a menudo se pregunta alzando la voz por qué cada hectárea del oeste debe acomodarse al ganado, a expensas de todas las demás criaturas. El pueblo de mi madre había visto cómo lo sacrificaban en beneficio de las reses, y en cambio podrían haber vivido felices con ellas si se les hubiese permitido compartir las tierras, en vez de arrebatárselas. Días atrás, en que Dalva se había quedado a pasar la noche, me sentí incapaz de darle una respuesta al preguntar por qué motivo «nada parecía armonizar». Había perdido la capacidad de explicarse cada momento, y no digamos cada hora o cada día. Yo no interpreté eso como una depresión provocada por la biología de su embarazo, recordando cómo en mi propia existencia Neena se había aprovechado

de esta condición, dedicando a la lectura todas sus horas, en vez de la mitad. En una época en que era difícil encontrar ayuda doméstica, Neena era incapaz de aguantar al servicio más allá de varios días, de manera que encargué por correo docenas de libros de cocina, y tuvimos que aprender a cocinar. Le conté esto a Dalva y le hizo mucha gracia, pero luego añadí, por simple honestidad, mi propia tanda de preguntas. Tu mundo carece de sentido porque no está hecho para el tiempo presente, le dije. Por varias razones —religiosas, sociales y económicas—, nos han enseñado a mantener la conciencia en funcionamiento por una especie de carriles, algo similar a las vías del tren. Era una comparación algo torpe, pero quería que ella lo entendiera. Para nosotros es conveniente que accedamos a permanecer en estos carriles, pero luego tu amor se marcha y tú sólo tienes quince años y estás embarazada, y la realidad que has itido cae patas arriba, sobre todo porque en el fondo no era muy real, sino la manera más cómoda de contemplar la vida. —¿Entonces a quién puedo recurrir? —me preguntó, y deseé que Smith estuviera allí presente, en lugar de presentarse varios días después. Le contesté que a su «espíritu» antes que a la «nada». Pero seguía siendo una respuesta pobre, así que la formulé a la luz de cómo nos sentimos al despertar, todavía impregnados con los vestigios de los sueños felices, y de cómo entonces el mundo se nos muestra tan encantador que nuestra mente interpreta de forma errónea su falta de intencionalidad hacia nosotros. Al llegar a este punto percibí a Adelle en la boca del estómago, elevándose poco a poco hacia mi mente, y desvié la mirada, abrumado por completo. Nos hallábamos en la cocina y abrí un armario, fija la mirada en un tarro de maíz para palomitas que Naomi había cultivado. A través de mi nuca, Dalva debió de leer mi desesperación. —No voy a quitarme la vida, porque decepcionaría a todo mundo. Nunca en mi vida había oído una frase que me hiciera estremecer de tal modo. En casa de Naomi pasamos un Día de Acción de Gracias dominado obligatoriamente por la consunción, dejando el pavo olvidado y apenas sin probar. No podíamos sobreponernos a la tristeza colectiva de que Naomi y Dalva iban a salir en coche, por la mañana temprano, hacia Marquette, en el estado de Michigan, donde un primo de Naomi, biólogo especialista en animales de caza, y su esposa, cuidarían de Dalva hasta que diera a luz, a finales de abril. La velada se hizo casi insoportable, pues nadie era capaz de hablar a plena voz, y Ruth se sentía tan abrumada que se fue a la salita para practicar, sin éxito, la sonata Claro de luna, de Beethoven, bajo un retrato de su padre. Al final todos nos dimos por vencidos, nos abrazamos y yo me fui hacia casa. Es indudable que para todos habría sido mejor si hubiésemos aullado en voz alta, como se habría atrevido a hacer una familia lakota. Ese pensamiento estimuló mi mente, y al llegar a casa busqué en mis diarios para revisar lo que Rosenthal había dicho años atrás, durante nuestra merienda campestre, al contarle una anécdota de cuando yo tenía siete años, en realidad del día anterior a mi cumpleaños, y mi madre se enteró de que su hermano mayor había

muerto cerca de Buffalo Gap. Encendió una pequeña hoguera en el patio, se sentó junto al fuego, se cubrió el cuerpo con cenizas y cantó y aulló toda la noche. Yo permanecía en la ventana de mi dormitorio, observando asustado cómo mi mundo se desintegraba en capas muy delgadas por culpa de su dolor y de los misteriosos sonidos de su canto. Mi padre salió al patio e intentó ponerle una estola en torno a los hombros, pero ella se la arrancó. Al amanecer vino mi padre a buscarme y me senté en pijama junto a mi madre, hasta que el sol asomó por encima de los árboles, momento en que ella se interrumpió con brusquedad. A continuación se dirigió hacia el abrevadero de los caballos, se zambulló en él, regresó a nuestro lado sonriendo y dijo que ya era hora de preparar el desayuno. Sentí una gran alegría, pues eso significaba que mi cumpleaños no pasaría inadvertido. Al principio Rosenthal se había puesto algo melancólico con mi anécdota, pero después habló largo y tendido. Mi diario no reproduce su compulsiva elocuencia, pero vino a decir que debía sentirme afortunado por haber visto algo que con la era moderna se había extinguido hacía tiempo, un acontecimiento que ahora se consideraría arcaico, dado que casi todos nos hemos distanciado y hemos renunciado a los rituales y experiencias altamente evolucionados que rodean el nacimiento, la muerte, la sexualidad, los animales, las prácticas religiosas, e incluso el arte y la locura. Sentí que comprendía en gran medida lo que quería decirme, excepto en lo referente al ámbito del arte, pero me lo explicó diciendo que en las culturas primitivas todo el mundo era un artista y un narrador de historias, sólo que algunos eran mucho mejores que los otros, como resulta obvio para todos. Al otro lado de la ventana descubrí el considerable tamaño del disco encerado que formaba la luna, y apagué las luces del estudio para experimentar su peculiar calidez, al tiempo que recordaba divertido las reacciones asustadas que las historias de mis paseos a la luz de la luna provocaban en la escuela de bellas artes. A finales de un mes de mayo, Davis y yo habíamos viajado con su novia de ojos extraviados para tomar apuntes por la península Superior, al este de Ishpeming, y nos alojábamos en una población maderera a orillas del lago llamada Grand Marais, muy distinta del Grand Marais de Minnesota, y situada mucho más al este de Ishpeming. Fue allí donde di un paseo a la luz de la luna, mucho más alarmante que los que había dado en la granja. En aquella época yo tenía grandes dificultades en la escuela con una clase de dibujo obligatoria, en la que nos pasábamos un helado día tras otro dibujando bustos de mármol de héroes griegos y romanos. Era una tarea progresiva, de modo que no podías pasar al siguiente busto hasta que no hubieras realizado como es debido el que estabas dibujando. Yo me hallaba atascado en el de Tácito hasta el punto de que mi alma aullaba mientras los demás pasaban a Plinio y Virgilio. El profesor era un inglés de talante militar, que se mostraba despiadado conmigo después de que yo preguntara en voz alta por qué teníamos que copiar una obra de arte en vez de dibujar al natural. Debido a esta impertinencia, me obligó a pasar

toda una semana dibujando un pie de mármol. Al final me negué a continuar y suspendí el curso. Eso me valió una entrevista con el director, William M. R. French, que se mostró lo bastante amable para, a pesar de todas mis insuficiencias, permitirme pasar al grado tercero o superior. Aquél era mi tercer año con malos resultados, pero era un estudiante de pago y por lo general bastante útil gracias a mi habilidad para redactar descripciones en los folletos de las exposiciones de los alumnos, una habilidad no demasiado considerada, pero que alguien tenía que hacer y pocos eran capaces de llevar a cabo. En aquel curso por fin me vi liberado de los bustos antiguos, de los fragmentos de esculturas y los adornos arquitectónicos y pasé a pintar y dibujar de lo que entre nosotros llamábamos «el natural». Pero estábamos en primavera, y mi mano, que por fin se había liberado para hacer lo que quería, se paralizó dentro de una carne poco dispuesta a cooperar. Tuve la historia de amor más breve de mi vida con una chica de talento insuperable, considerada, junto con pavis, la más prometedora de los casi quinientos estudiantes. Me entristece tener que itir que lo que nos separó fue el resentimiento que yo experimentaba por su talento. De no haber sido por la atención, si bien excéntrica, que me prestaba mi amigo Davis, lo habría mandado todo a paseo, habría metido el rabo entre las piernas y me habría largado a casa para siempre. Cuando propuse el viaje de una semana por el norte, Davis se mostró entusiasmado, aunque sin un centavo en el bolsillo, lo mismo que su novia. Sin embargo, eso no era un problema ya que, una vez más, mi padre era en extremo generoso con la asignación que me enviaba. Más adelante supuse que esto le daba la oportunidad de gastar una pequeña parte del dinero que conseguía con su negocio de los viveros de plantas, y una manera de repartir la culpabilidad que le provocaba el dinero. Yo haría lo mismo con mis hijos. Aquella tarde de mayo, en cuanto los tres subimos al tren, me sentía asfixiado por la gente y me estremecía con el tipo de añoranza que tan bien conocen los que tienen diecinueve años. Si no podía disfrutar del gran vacío de la pradera al menos dispondría de una semana en los frondosos bosques del norte. Tengo la sospecha de que la naturaleza salvaje nos llama con mayor intensidad cuanto más tiempo hace que ha desaparecido de nuestras vidas, y en aquella época yo andaba desesperado por un paisaje sin gente. Así que desvié los ojos y me dediqué a beber de una jarra de vino cuando el tren cruzaba por el infierno de humo y llamaradas de fuego de las acererías de Gary, Indiana, en su trayecto hacia el norte. Sarah, la novia de Davis, intentó bromear conmigo lanzando miradas de reojo mientras se levantaba la falda, pero yo estaba demasiado apático y destrozado para responder. Seguía observando mi mano en torno al asa de la jarra de vino, preguntándome por qué no podía realizar las hazañas del genio que mi mente visionaba. Las manos de Gauguin y de Cézanne hacían sin duda lo que la mente de ellos les ordenaba, y es muy probable que afinaran los niveles de percepción que la propia mente desconocía. En cambio, yo era un muchacho que lanzaba una pelota re«a al aire y no lograba recogerla ni la

mitad de las veces. Para consolarme asistía a conciertos de música de cámara o de orquestas sinfónicas, y especulaba que sin duda eran muy pocos los capaces de anotar las melodías que la mente componía de manera consciente. En los dos volúmenes de William James no había nada que justificara semejante fenómeno, y pensé en escribir un ensayo en broma al estilo de Emerson, titulado Sobre la desobediencia de la mano. Llegué al punto de especular que mi mano había domado demasiados caballos, venteado demasiado heno y cavado demasiadas zanjas de regadío, y que esas labores me habían incapacitado para ejercer una vocación más elevada. Tampoco podrían haberme ayudado las peleas a puñetazos a las que tan propenso era. Un mes antes, un fornido carnicero había pegado injustamente a Davis en una taberna cercana a la escuela, y yo le había tumbado a puñetazos en el suelo. La muñeca se me había hinchado de tal modo que estuve una semana sin poder dibujar. Llegamos a Grand Marais a última hora de la tarde del día sil guiente, aunque gran parte del trayecto estuvimos durmiendo bajo los efectos del vino, excepto durante la animada travesía en transbordador por el estrecho de Mackinac. Nos habían advertido que nos levantáramos si queríamos ver la esclusa del canal Ste. Marie en Sault-Sainte Marie, pero yo estaba ansioso por contemplar las tierras salvajes. Fue preocupante descubrir cómo entre el estrecho y los doscientos kilómetros que lo separaban de Grand Marais habían talado gran parte del pino blanco, aunque de manera esporádica había alguna que otra zona que recordaba glorias pasadas. En el pueblo encontramos un hotel sencillo, y a continuación cenamos una excelente trucha del lago. Davis y Sarah se retiraron a la habitación para sus asuntos amorosos, y yo me encaminé a pie hacia el este, aprovechando la fuerte brisa del lago Superior que mantenía a raya las nubes de mosquitos. A varios kilómetros del pueblo, cuando ya empezaba a anochecer, me detuve pensando que debía dar media vuelta, pero en aquel momento me alarmó una gran luz procedente del bosque, y que resultó ser la luna llena en el inicio de su ascensión. Hacia el este, a lo lejos, se veía el resplandor amarillo rojizo de un incendio en el bosque, del que nos habían hablado en el tren. Caminé en línea recta hacia aquella luna espectacular y me encontré con los restos de un campamento maderero, habitado en aquellos momentos por dos viejos ojibwas, que se mostraron amistosos conmigo y me dieron una taza de su espantoso aguardiente casero. En el patio había un viejo jamelgo de color castaño, un decrépito caballo de tiro, y les ofrecí la generosa suma de cinco dólares para dar un paseo con él. Una suma tan exagerada les hizo gracia, pero el más viejo de los dos percibió de alguna manera mi linaje y dijo que a los «pieles rojas» les encanta la luna grande. Siguiendo sus indicaciones crucé un puente de madera, luego giré hacia el sur, dejando la luna a mi izquierda, y seguí por una trocha a lo largo de los acantilados del río Sucker. El caballo trotaba al ritmo justo para mantenerse por delante de los enjambres de mosquitos, y era lo bastante

ancho para que montar a pelo resultara casi cómodo, pero era incapaz de mantener un paso armonioso y ligero. No sé muy bien cómo definir el estado en que me encontraba, aunque esto apenas tiene importancia. Estaba en trance debido a la luna y el bosque, a los enormes troncos que semejaban fantasmas de árboles. La noche y la luna me habían liberado de mis problemas, y sentí con fuerza que debía seguir siendo un artista a pesar de que estuviera condenado al fracaso, aunque este pensamiento reflexivo se esfumó con la magnificencia del paseo nocturno. Al impulso de la más leve de las brisas me llegaba un intenso olor a perfume, y entré en un enorme claro de varios centenares de hectáreas, repleto de arbustos floridos, en su mayoría cerezos silvestres, cornejos y endrinos, según me enteré más adelante. Las flores eran blancas bajo la luz directa de la luna, y la visión me dejó paralizado, como si aquel intenso perfume fuera opio. Proseguí durante otra media hora por un sendero que serpenteaba entre aquellos arbustos embriagadores hasta llegar a un riachuelo. Allí bajé del caballo para dejar que bebiera, y me entretuve inhalando con fuerza un puñado de flores que había cogido de un arbusto. —¡Dios mío! —reflexioné en voz alta—. ¿Acaso importa donde esté y lo que haga? En este momento simplemente estoy en este riachuelo, arrodillado y bebiendo agua, enjuagándome la cara a la luz de la luna, los sentidos alerta como los de cualquier viejo animal. Y en aquel preciso momento me asaltó un fuerte ataque de risa, ya que el caballo, después de beber, había trotado hacia el norte en su largo camino de regreso a casa. Intenté silbarle al ver que desaparecía entre los arbustos de flores blancas, pero no pude a causa de la nsa. Encendí una cerilla y al mirar la hora en el reloj de bolsillo vi que eran las dos de la madrugada. Bebí de nuevo en el riachuelo para anticiparme a la larga caminata de regreso, que juzgué serían unos veinte kilómetros, a ritmo de perro, para dejar atrás las nubes de Mosquitos. Me alegré de haber mantenido las piernas y la respiración en forma gracias a las caminatas que a diario daba por Chicago, sobre todo por curiosidad y para calmar el embarullado cerebro que había llegado a la conclusión de que estaba llamado para ser pintor, aunque no forzosamente muy bueno. Caminé con paso vivo hasta que, poco antes de las cinco, asomó la primera luz y, con la llegada de un frío viento procedente del lago Superior, los mosquitos se calmaron un poco. Por delante de mí, a um! centenar de metros, vi algo oscuro que se movía en medio de la trocha, luego se paraba y se quedaba inmóvil. Con un sobresalto en el corazón, mis ojos enfocaron una enorme osa sentada en medio del sendero, igual que un inmenso buda negro. El viento soplaba a mi favor, así que no podía olerme. Me aparté a un lado y me senté encima de un grueso tocón. Retozando alrededor de la osa había una sola cría, y comprendí que proseguir sería poco aconsejable, por utilizar un término suave. Entonces la cría se dispuso a mamar y la enorme madre se dejó caer de espaldas, empezando a mover las piernas en el

aire con actitud juguetona. Llegaron varios arrendajos y a continuación un único cuervo. Cuando éste me vio, empezó a revolotear en círculos por encima de mi tocón, ahuecando la pelusa de las alas cada vez que las batía, al tiempo que lanzaba una tanda de estridentes graznidos, tal vez para avisar de mi presencia a la osa. Dirigí la mirada desde el cuervo a la osa y vi que ésta se ponía en pie, olisqueaba el aire, soltaba un resoplido y, a gran velocidad, seguida de la cría, se internaba entre los arbustos. Antes de proseguir, y por seguridad, aguardé otros quince minutos. De repente, sentí las piernas casi paralizadas por la fatiga, la boca seca y la cabeza latiéndome hasta casi dolerme. Pero lo importante era que mi mente se había apaciguado y que había sido testigo de una belleza consoladora, si bien del todo impersonal. Por fin había entendido una idea en la que todavía creo: que el arte está en lo más íntimo de nuestro ser, y que forma parte de la naturaleza de las cosas lo mismo que un árbol, un lago o una nube. Y si ignoramos eso, incluso como simples espectadores, amortiguamos la percepción de este breve tránsito. La mano que se balanceaba junto a mi costado y que antes había arrancado las flores y refrenado aquel penoso caballo lo intentaría todo antes de quedarse inmóvil como harán todas las manos. Estaba en mi naturaleza. Al llegar al campamento maderero abandonado, encontré a los dos ojibwas dormidos en el patio, sin duda después de haber ido al pueblo en busca de una jarra de aguardiente, o dos, con los cinco dólares que les había dado. El caballo asomó entre las sombras de un grupo de árboles, y en cuanto le hice una señal con la mano se internó todavía más en las sombras. Encima de los peldaños de entrada a la choza había una botella de whisky, llena hasta casi la mitad, y tomé un par de tragos antes de continuar hacia el pueblo. Más tarde, cuando expliqué la historia a Davis y a Sarah, y a mis conocidos entre los estudiantes de la escuela de bellas artes de Chicago, se mostraron asombrados ante mi falta de sentido común, pero se me ocurrió que esto se debía en gran medida a una cuestión de nacimiento y de disposición. La pradera y el bosque a la luz de la luna no me parecían tan amenazadores como Chicago, Nueva York o París, aunque ésta última me lo pareciera un poco menos. En estas ciudades, incluso entre personas muy educadas, el cuero cabelludo se me tensa, y sudo nervioso por el grado de atención que uno precisa para mantenerse lejos de los miles de problemas que se pueden presentar. Mi padre a menudo despotricaba contra el «sentido común», al que veía con frecuencia como una mezcla esencialmente mezquina de codicia y egoísmo, la necedad de la actitud tipo «¡Adelante, soldados de Cristo!» que había impulsado a millones de idiotas hacia el oeste, destruyendo por completo gran parte de la tierra y todas las culturas nativas. Por supuesto que él estaba un poco loco, pero también conocía la sólida práctica de la agricultura y las auténticas virtudes cristianas que habrían hecho del avance hacia el oeste algo muy distinto de la prolongada tragedia en que se convirtió. A escala mucho más pequeña e individual, no hay nada tan destructor como un artista que adquiere el sentido

común antes de haber hecho estallar el mundo de sus percepciones y adquirido la gracia para volverlo a recomponer. En Harper's he leído que ahora se ha puesto de moda que las universidades contraten pintores, poetas y novelistas para que enseñen su oficio a los jóvenes, algo que requerirá de ellos gran cantidad de sentido común mientras se asfixian en la falsa ciénaga de las instituciones. Que los dioses del arte se apiaden de ellos. El arte iría mucho mejor si se convirtieran en mendigos o en delincuentes comunes. Hackleford ha telefoneado para decirme que ante nosotros tenemos dos días de buen tiempo. He aguardado bastantes días para efectuar este viaje a Omaha, ya que prefería las siete horas en coche con Lundquist, pasar allí la noche y regresar a la mañana siguiente. Pero Frieda últimamente se ha sumergido de tal modo en el mundo de violencia de la televisión que está demasiado asustada para quedarse sola. Como me detenga a su lado más de un segundo, empieza con la historia de los altercados que ha visto hace poco, ya sea en programas de ficción como en las noticias. Su predicador, un vendedor de muebles a tiempo parcial, originario de Tennessee, ha asegurado también a sus feligreses que los negros se están armando para cargar contra sus imaginarios opresores. Frieda se muestra algo escandalizada al oírme decir: —En el fondo, uno no les puede culpar. Pero de inmediato la tranquilizo señalándole en el viejo mapa del condado que hay muy pocos negros, si es que queda alguno, en trescientos kilómetros a la redonda, y que sería mucho más razonable pensar en un ataque de los lakotas desde el noroeste. Hackleford me recoge con su Stinson Voyager en la carretera de grava que hay delante de la granja: una maniobra ilegal que hace que ambos nos sintamos felices. Habría sido bonito hacer este viaje con su biplano Stearman, pero ambos superamos en un año los setenta, y una cabina abierta en diciembre es para helarse. Fue Hackleford quien llevó a John Wesley en su primer viaje en aeroplano, pero no puedo culpar a ese viejo amigo por la obsesión de mi hijo. Nos dirigimos hacia el este, volando bastante bajo a lo largo del Niobrara, y giramos sobre tierra hacia el sur, allí donde se une con el Misuri. En una ocasión, sin darnos cuenta, seguimos el Misuri hacia el sur hasta Omaha, y en el norte de la ciudad me quedé horrorizado al mirar hacia abajo y ver la zona donde Adelle se había ahogado. Sospecho que volar provoca peligrosas ensoñaciones a los pilotos. Siempre me ha gustado estudiar los ríos desde el aire y ver la forma en que sus aguas moldean la tierra a su alrededor, cómo el Niobrara se entrelaza consigo mismo en el delta, sus aguas limpias mezclándose con las más oscuras del Misuri. Neena y yo acampamos una vez en lo alto de una colina desde donde se veía la confluencia de ambos ríos; fue una de las noches más felices de nuestra vida, y una de las pocas en que dejó un

libro y miró con detenimiento el mundo que la rodeaba. A su favor podría haber esgrimido la historia bastante desoladora de aquella espléndida zona, india y blanca, y del resto de la nación, o del resto del mundo por lo que a esto se refiere. Ella instruyó a los muchachos con un rigor mayor del que mi padre había utilizado para enseñarme a mí. Samuels, el socio más antiguo de la firma de abogados, vino a recibirme al aeropuerto vestido con la indumentaria de jugar al golf, un deporte al que sólo se dedica después de que yo le deje agotado con los negocios de mis tierras. Los muchos años que les he dedicado me resultaban patéticos ahora, teniendo en cuenta que ni Dalva ni Ruth prometen ser muy derrochadoras. El gobierno que me había comprado grandes cantidades de carne de res durante toda la segunda guerra mundial había mandado a mi hijo a la muerte, y eso era una ironía tan cortante como una espada japonesa. El desdichado asunto que nos ocupaba era decidir el destino del hijo de Dalva. Cuando Naomi empezó a discutir ese tema conmigo, yo estaba a favor de conservar a la criatura, pero de inmediato me desengañé de esta idea, cediendo a la larga experiencia que ella tenía como madre y maestra. Algunas muchachas embarazadas que oscilan entre los quince y los dieciséis años serían capaces y estarían dispuestas a criar a un hijo, pero otras no. A Dalva había que encuadrarla en esta última categoría, y luego estaba el asunto, del que a nadie había hablado, respecto a quién podría ser el padre de Duane. Nuestro objetivo consistía en encontrar la pareja de padres adoptivos más adecuada, y Samuels, mi confidente en este asunto, había seleccionado al socio más joven de la empresa y a su esposa, una pareja sin hijos con la que íbamos a cenar. Hice que Samuel se desviara para dar una melancólica vuelta ante la mansión de Morgan, convertida en casa de huéspedes en un barrio ya muy degradado. Por muy irracional que pareciera, era difícil aceptar que todos ellos ya hubiesen desaparecido de la faz de la tierra. Sus padres se mostraron bastante condescendientes al regresar Neena y yo de nuestra impulsiva fuga, en el invierno de 1917. Imagino que para ellos fue una manera de cicatrizar la pérdida de Adelle, con independencia de que yo mantuviera las distancias con Frederick. A veces, cuando los visitábamos, yo me paseaba por las calles de moda con una pareja de coyotes a los que había domesticado de muy pequeños, y que estaban convencidos de que yo era su padre. Me alisté en el ejército tres días después de perderlos en las cercanías de Buffalo Gap, una tarde de abril, justo antes de que decidiéramos entrar en la guerra. En realidad fue Martha, la madre de Neena, quien me dio un pequeño empujoncito, al implicarme en un escándalo de poca importancia en el que di un puñetazo a un senador de ios Estados Unidos. Después de una cena de gala, Martha y yo estábamos hablando en el guardarropa y, al oír un chillido, vimos al senador que retorcía el brazo de su esposa al tiempo que le tiraba de una oreja. Ella era una mujer encantadora y muy inteligente, aunque algo coqueta, y Martha me dijo:

—Haz algo. Y lo hice. Durante la cena en casa de Samuels, la joven pareja me pareció del todo adecuada como padres adoptivos, después de haberlos sometido a un largo interrogatorio. Al principio se les veía un poco tímidos y atemorizados, y de nuevo me recordaron cómo podemos creernos unos tipos muy refinados y aparecer ante los demás como unos rudos. El mundo se ha vuelto muy moderno, y la mayor parte de los hombres nos sentimos en cierto modo menos seguros de lo que nos sentíamos antes. Al final logré tranquilizarlos y la velada concluyó temprano, al sentirse la muchacha algo indispuesta. El joven socio era de Minnesota, un punto definitivo a su favor, y además carecía de la astuta malicia que empezaba a contaminar a los más jóvenes de la abogacía. Me impresionó lo mucho que anhelaban tener una criatura, y tuve la certeza de que la educarían a la perfección. Luego me asaltó la inquietante idea de que estaba entregando al nieto de John Wesley, pero comprendí que sería mejor pensar en ello después de haber descansado. A la mañana siguiente, sin haber hecho un análisis de mis pensamientos, me encontré con Hackleford en el aeropuerto y le pedí que volara por encima del Misuri a pesar de Adelle pasando por De Soto, y que a continuación girara a la izquierda por encima de Winslow, siguiendo el Elkhorn a lo largo de los casi trescientos veinte kilómetros que había hasta su nacimiento al sureste de Bassett. Samuels se había sentido aliviado después del éxito de la cena, y yo también. Por consiguiente, habíamos bebido demasiado Calvados, una pasión de Samuels, que siempre había sido uno de esos francófilos que uno encuentra entre los ricos de la pradera. Dormí bien hasta las tres de la madrugada, en que me desperté pensando que había oído la voz de Smith diciéndome que nada podía evitarse, que nadie puede cambiar la realidad, pasada, presente o futura, a su propia conveniencia. Así que dejé a un lado las precauciones y le pedí a Hackleford que volara bajo por encima del promontorio del Misuri en donde Adelle se ahogó. Era tal el ruido del Stinson que de nuevo escuché dentro de mi cabeza la voz de Smith, esta vez hablando con mi madre en lakota cerca del abrevadero de los caballos al amanecer, la mañana en que se fue para siempre después de que mi padre le regalara nuestro mejor caballo junto con una silla de montar y la pequeña bolsa de hechicero del abuelo de Smith, en posesión de mi padre desde hacía tiempo, después de que el propio guerrero muriera en Twin Buttes. Así que miré fijamente el enorme y caudaloso río amarronado y oí el murmullo de la risa de Adelle cuando a última hora de la tarde el abatimiento empezaba a abandonarla. La vi sentada encima de un montón de piedras en el primer gran pastizal que había detrás de las barreras de árboles más allá del establo. Aún hacía mucho calor y las enaguas se le adherían al sudor del cuerpo, ya que había estado persiguiendo por el prado a su ternero favorito, el cual a su vez la perseguía a ella.

El ternero solía fastidiarme al hacer el amor, pues se quedaba tan cerca de nosotros que podía percibir su aliento de lactante en la nuca y la espalda. Mi intención era dibujar a Adelle encima de aquel montón de piedras, con el ternero al lado, pero no se estaba quieta, pues pretendía atrapar algunas de las culebras negras que tomaban el sol sobre las piedras. A las más grandes no conseguía atraparlas, ya que de inmediato se escabullían, pero arrodillada en la hierba había cogido algunas de las pequeñas, que se retorcían entre las manos de ella hasta quedarse completamente inmóviles. Adelle giró sobre su cintura, se volvió hacia mí con una sonrisa bastante enloquecida y elevó las manos como una suplicante, para depositar las culebras sobre su tupida melena. Asustadas, éstas empezaron a retorcerse, y una se deslizó por la frente hasta caer en su regazo, a la vez que las otras bajaban por los hombros y la espalda. —Soy Medusa —me dijo riendo. Y cincuenta años después, contemplando yo el Elkhorn desde el aeroplano, de nuevo escuchaba su risa. Ella quiso que hiciéramos el amor otra vez, así que me la llevé lejos del montón de piedras, incapaz de compartir su apego por las culebras negras. Más tarde, apoyada en la espalda del ternero, al tiempo que le rascaba las orejas y le acariciaba los flancos, empezó a hablar: —Quisiera ser un chico o un hombre en días alternos... Tú casi eres una mujer mientras dibujas. Tu rostro se vuelve más suave, e incluso cuando hablas lo haces con mayor suavidad. Y si te digo algo giras la cabeza poco a poco y miras hacia el cielo con lentitud. En mi Padre todo es espasmódico y de cantos afilados. Tal vez los cuadros debieran ser redondos. Mi padre se considera el maquinista del tren que tira de todo el mundo. Después de comer se sienta en su sillón, se tlra ventosidades porque ha comido demasiado, lee las revistas de finanzas y les habla como si esto fuera a cambiar lo que pone a continuación. Ya no siento afecto por él. Sería más feliz si tuviese una amante, pero le asusta un poco mi madre, a pesar de que no creo que ella le siga queriendo. El verano pasado estuvimos navegando por Rhode Island y él no paraba de mirar de reojo a mi prima, una chica muy bonita, y se ponía rojo como un tomate. Imagina que nadie se da cuenta de esas cosas. Mi madre dice que en el fondo de su alma hay un pequeño abusón, que ciertos días se vuelve más grande. Yo sólo pienso que es uno de esos hombres convencidos de que el mundo sólo existe en la medida en que está conectado con ellos. Estoy segura de que tú no eres así, y ésa es una de las razones por las que te quiero. Los artistas no son de esta manera, ¿verdad? Ellos pintan el mundo para poder entender su belleza. Le dije a mi padre que John Keats ha sido el hombre más importante en la historia del mundo, y él se puso a reír y a reír, y me preguntó cómo podía pasar por alto a Theodore Roosevelt. Luego añadió que volviera a hacerle esa pregunta dentro de diez años y vería cómo me habría olvidado de John Keats. Todos repiten que vuelva dentro de diez años a besar los pies de su sabiduría. ¿Tendré que tomar lecciones de cocina o

podremos permitirnos contratar a alguien que cocine para nosotros? En el barco que nos lleve a Francia bailaremos todas las noches como hicimos en Duluth, y de regreso a los Estados Unidos compraremos un Buick, y a mí me gustaría tener un caballo negro. En el barco no dejarás de pensar en la profundidad del agua que hay más allá de la barandilla. Pero, volviendo al manantial donde estuvimos nadando esta mañana, ¿cómo puedes saber a qué profundidad brota el agua helada que burbujeaba alrededor de nuestros pies? Había fuertes ráfagas de viento racheado y tuvimos dificultades para aterrizar en la carretera del condado. Por lo general, Hackleford volaba sobre el perímetro del rancho para que yo pudiera echar una ojeada, pero el tiempo era demasiado borrascoso en las capas bajas, de modo que tuvo que pilotar el Stinson medio ladeado y bajar a sacudidas. Mientras, no parábamos de reír: no por el alivio de aterrizar, sino por el peligro que implicaba hacerlo. Lundquist nos había oído llegar y estaba con la camioneta junto al portón de la entrada. Al ver que le miraba, hizo un signo de negación con la cabeza. Hacía diez años que había dejado de preocuparme por si había correspondencia, pero desde que Duane se había marchado en septiembre esperaba noticias suyas lo mismo que una colegiala espera la llegada de un catálogo para comprarse un vestido. Lundquist lo sabe, aunque nunca lo hayamos comentado. Me volví para ver cómo Hackleford despegaba y poco faltó para que empezara a rezar: algo del todo inverosímil en mí. Lundquist dijo que Naomi había telefoneado desde Duluth, en donde ella y Dalva permanecen encerradas en el hotel, a la espera de una gran tormenta de nieve. A pesar del medicamento noto el corazón como un flan, y me llevo al estudio un plato de crema de patata, la superficie rosada a causa del tabasco que le he puesto ante la desesperación de Frieda; por lo menos allí podré escuchar en privado a mi tembloroso corazón. Cualquiera que haya examinado y comido tantos corazones de ciervo como yo, obtendrá una imagen tan real como la mía de este órgano carnoso y resistente. Me siento terriblemente cansado, pero entonces se me ocurre que no he llevado una vida en absoluto cansada. Hay gran cantidad de desapacible melancolía en la noción de Wordsworth respecto a que el hijo es el padre del hombre, y la visita de Smith me devuelve a los acontecimientos bastante corrientes del pasado que luego resultan tener efectos trascendentales. A mi edad uno no puede evitar asombrarse por cuan retorcida e irracional es la vida para los que la viven, por cuan prodigiosamente extraño es el aumento de los efectos que conducen de un fragmento de la vida a otro. Algo tan absurdo como un libro infantil se apodera por un instante de nuestra mente y ya nunca vuelve a soltarla. A menudo acompañaba a mi padre en sus desplazamientos al pueblo, al que acudía con la calesa a comprar provisiones, y durante sus diligencias yo pasaba más o menos una hora en la biblioteca. Sabía que a él no le gustaba eso, pero me encantaba leer El siglo del

progreso: una historia de heroicos logros, de Buel, forraje perfecto para un crédulo

muchacho, con centenares de ilustraciones «reales como la vida misma» sobre temas como unos lamas torturando a un inglés, un dragón volador africano, un orangután desencajando las enormes mandíbulas de un cocodrilo, unas gaviotas luchando contra un gigantesco pulpo en aguas del océano, o el suicidio de la esposa de un raja, que enseñaba los pechos. Éste fue mi primer o con la Pornografía, y lo encontré un terrible desperdicio de la belleza. Al Principio pensé que aquellas ilustraciones olían a fraude, y al preguntarle a mi padre si era posible que un indio saltara a lomos de un alce y le clavara un cuchillo hasta matarlo, se limitó a contestar: —Por supuesto que no. Sin embargo, por absurdas que fueran aquellas imágenes, no por eso fueron menos permanentes. En cierto modo me produce escalofríos pensar que, aparte de mis recuerdos y mis sueños, no tengo posesiones auténticas. El dinero y las propiedades se me presentan demasiado evanescentes para ser algo más que triviales. Hubo una vez, pocos años antes de la muerte de mis padres, en que acampamos junto a un riachuelo cerca de Long Pine, y mi padre me habló de la locura y la disentería, o puede que del cólera, que habían estado a punto de matarle el año siguiente en la matanza de Wounded Knee, mientras permanecía en un campamento de los Badlands con unos amigos lakotas y los parientes de mi madre. A medida que iba mejorando, volvió a ser consciente de que era un hombre blanco y que, a pesar de sus simpatías, ni siquiera Dios podía convertirle en un lakota. Estábamos comiendo unas truchas que habíamos pescado; todos excepto mi madre, a quien no le gustaba el pescado porque decía que era comida anishinabe (ojibwa). Mi padre comentó que se había agarrado a la vida gracias al simple hilo que era yo, y que, de haber muerto, sin duda mi madre y su gente me habrían criado como a un lakota. Mi madre se limitó a sonreír y asintió ante sus palabras: así de pragmática era su actitud frente al destino. Aquello no era más que pura especulación, pero me es imposible no pensar en ello de vez en cuando. Mi padre no pretendía decir que yo fuera afortunado por el hecho de que él hubiese sobrevivido, sino que habría sido fácil que ocurriera todo lo contrario. Por aquella época, en cuanto oscurecía, mi padre saltaba al otro lado de la cerca nada más oír a lo lejos un automóvil. Eso debió de suceder en torno a 1908, aunque más tarde leí que en 1905 no llegaban a seiscientos los coches que había en Nebraska, y que en 1920 ya superaban la cifra de doscientos mil, unos datos que todavía me asombran. Mi padre pensaba que el automóvil era una maldición, un posible Anticristo y un instrumento de la codicia, hasta el punto de que ponía en un mismo saco el motor de un coche, la intervención de Marconi en la Victrola y las películas mudas que tan populares se habían hecho. Por lo que se refería a la electricidad no estaba tan seguro.

Cuando a Rosenthal le hablé divertido de los delirios de mi padre, como por ejemplo «¿Qué será de todos los caballos que nunca van a nacer?», se mostró más pensativo que divertido, en parte porque era muy consciente del alcance que podía tener la historia. Rosenthal pensaba que la influencia de un padre como el mío había impedido, para bien o para mal, que yo me integrara por completo en el siglo xx. Ahora, a tan sólo un mes para entrar en 1958, aún no estoy muy seguro a este respecto. ¿Acaso todas las estremecedoras y a menudo caprichosas advertencias que les hacemos a nuestros hijos sobre el mundo tienden a cerrarles las puertas? Pienso que era eso a lo que él se refería. Pero ni Paul ni John Wesley habían dado señales Je timidez, así que dudo que yo les intimidara demasiado. Claro que Rosenthal hablaba de mi padre y de sus excesos mentales, pasando por alto la idea algo amarga de que este lugar es mi único refugio posible. Es indudable que si yo hubiese podido seguir con mi vocación, habría salido más a menudo de aquí de lo que lo hice cuando era joven. Tengo que dejar de creer que este paisaje está en mi estructura genética, aunque resulta bastante claro que lo estaba en la de mi madre. Yo diría que el problema reside más en la naturaleza de mis primeros años, durante los cuales mi única compañía estaba limitada a los familiares más cercanos, los caballos, los perros, el ganado, Willow y Smith. Aunque a menudo pienso que, de no haber perdido a Adelle y a Davis, habría seguido con mi vocación después de la primera guerra mundial. Por supuesto que este tipo de reflexiones no son menos absurdas por el hecho de ser inevitables. Es indudable que no puedo culpar de ello a mi padre, cuyo desprendimiento en favor de los lakotas le llevó a traspasar los límites del equilibrio mental inherente a él, y esto después de sus experiencias en la guerra civil. Comparadas con ellas, las mías en la primera guerra mundial serían sin duda aburridas. Ocurrió durante una fría y descorazonadora mañana de domingo, con el aire lanzando remolinos de nieve en torno a la casa mientras en el campo golpeaba racheado sobre el suelo con ráfagas desordenadas. Los perros no tardaron en impacientarse, e incluso Jake, el más viejo de los airedales, vino a empujar su hocico contra mi almohada, sin duda una rara aparición. Luego Sonia empezó a gemir en el estudio y yo mismo abandoné la cálida cama para cruzar la fría estancia y correr hacia el estudio, donde encontré a la vieja Tess completamente muerta sobre el sofá de piel, con un pequeño charco de sangre debajo del hocico. A decir verdad, lloré como un niño abandonado, con la querida perra muerta sobre mi regazo, el calor ya extinguido de su cuerpo. Los otros perros, liderados por Sonia, se unieron con un coro de aullidos lastimeros semejantes a los de los lobos. Me vestí, tomé una taza de café recalentado y llevé a Tess a la Zona sur del establo, donde tenemos nuestro cementerio de los perros, al lado de otro bosquecillo de lilas. Del cobertizo saqué una piqueta para ablandar el suelo medio congelado, luego cavé un hoyo bastante profundo, la envolví con la excelente manta de lana

que tanto le gustaba y enterré su cuerpo, aunque no su espíritu, que voló hacia otro lugar. Una vez más reflexioné acerca de cómo los años de los perros van saltando por delante de nosotros, y nos quedamos casi sin respiración al ver cómo la naturaleza acelera su paso por la vida. Si tienen alguna queja al respecto, es posible que nos la comuniquen mediante gestos y miradas que recibimos con bondadosa incomprensión. Su muerte se integra de manera mucho más natural en la eternidad, tanto antes como después de su vida. Si se encontraran con Dios, su sorpresa sería momentánea e irreflexiva. Debe de ser Dios, dirían, y luego seguirían con sus asuntos. Mientras volvía a allanar el frío suelo me devanaba los sesos con las palabras lakotas que se referían al perro, shoohkah, y al caballo, shoonkawakon. Recordé que también significaban perro pequeño y perro grande, o caballo pequeño y caballo grande, pero no cuál designaba a cuál. Contemplé el débil sol que había asomado lo suficiente para reflejar mi sombra sobre la pared del establo, y de pronto empezó a girar, al tiempo que me caía sentado en el suelo con un inmenso dolor en el pecho, los intestinos soltando su carga y el vómito surgiendo a borbotones. De inmediato me quedé empapado en sudor, pero, por extraño que parezca, no perdí el sentido. Recuerdo que miré mi sombra, entonces reducida sobre la pared del establo, y pensé que no era mal sitio para morir. No me atrevía a moverme, ni era capaz de hacerlo. Se me ocurrió que Lundquist me encontraría al cabo de veinticuatro horas, congelado en el suelo y con los pantalones llenos de mierda. La nariz empezaba a picarme y no tenía la fuerza necesaria para rascármela, sólo era capaz de intercambiar miradas con la fila de los cuatro viejos airedales. Reconozco que me convertí en un cristiano de las catacumbas y me puse a rezar, por vez primera desde mi juventud, para sobrevivir a aquella calamidad y poder ayudar a Dalva y a Naomi en sus dificultades, y después morir sin presentar batalla. Me quedé algo sorprendido por la ausencia de pánico, y me pregunté si todo cuanto había imaginado sobre ese asunto no habría diluido de algún modo el verdadero acontecimiento. Ante mis ojos no desfilaba toda mi vida, ni disponía de una canción para cantarla a la hora de mi muerte, como hacían mis medio hermanos los lakotas. En cambio me sentía tranquilo, si bien curioso por cómo el tiempo me había empujado por delante de él, había pasado veloz por encima de mí y en aquellos instantes probablemente me dejaría atrás. Sentí otro agudo pinchazo en el pecho, aunque no tan fuerte como el primero, y se me ocurrió que mis extremidades estaban paralizadas porque el corazón seguía ocupado digiriendo un coágulo. Mi ignorancia era muy grande en medicina, pero de repente recordé el aspecto del corazón de una vaca que vi en la reserva cuando era un niño, durante la matanza del lote de reses del Gobierno. Recordé haber tocado aquel enorme corazón y haber jugado a tironear de los intestinos con otro niño de cara rojiza, hasta que un perro intervino en la contienda y la ganó.

De nuevo empezó a nevar, pero el viento amainó y pude sentir cómo los copos caían contra mi rostro. Sentí que la vida empezaba a regresar a mis extremidades, y por fin pude rascarme el picor de la nariz. Había habido una consoladora ausencia de dramatismo en todo aquello, exceptuando el poco atractivo olor, y se me ocurrió que había estado a punto de morir igual que mi perra favorita, a la que acababa de enterrar hacía poco más de media hora. Me levanté vacilante y fui arrastrando los pies hasta la casa, con gran alivio de mis saltarines perros. Mientras me bañaba tomé una buena ración de whisky, luego dormí unas doce horas, hasta la medianoche, hora en que me levanté y me freí un enorme bistec. A continuación me senté para hacer la lista de las cosas que confiaba llevar a término antes de mi muerte, que al parecer estaba cada vez más cerca. Me desperté más tarde de lo habitual y Frieda me preparó un copioso desayuno, pues consideró que estaba un poco pálido. Me frió un par de espléndidas salchichas frescas, del cerdo que ellos habían matado el sábado. A continuación me apresuré a marchar al estudio, para esquivar su chachara sobre los cómicos de la televisión, el ateísmo de los rusos, la pena de Lundquist por el cerdo que habían sacrificado y las sutilezas en la preparación de la col fermentada. Naomi telefoneó para decir que había instalado a Dalva en Marquette y que regresaba a casa. Mientras hablábamos estuve examinando la lista a medio hacer que había encima del escritorio, bastante convencido de que me estaba volviendo loco. El proceso se había prolongado hasta las cuatro de la madrugada y había papeles llenos ue dibujos esparcidos por todos lados, con trozos de frases o de párrafos, así como una gran hoja de papel de dibujo con la que había confuido la velada, y un bloc con los bordes algo amarillentos. En ella había trazado varias hileras de dibujos en miniatura, una encima de otra, al estilo de los jeroglíficos ojibwas que Henry Rowe Schoolcraft había encontrado durante su primer viaje de exploración entre aquellos pueblos a comienzos del siglo xix. Para cualquier otro que no fuera yo carecerían de significado, pero mientras me despedía de Naomi recordé que siempre me habían gustado los tres volúmenes del diario de viaje de Schoolcraft, y que solía preguntarme si aquellas páginas con las reproducciones de los jeroglíficos tendrían algún sentido para la tribu completamente desperdigada, o si los signos, los ideogramas, tendrían un sentido más individualizado, más local, o si serían un resumen de otras obras más extensas; aunque tenía mis dudas respecto a esto último... Me había sentido fascinado al decirme Rosenthal que el ideograma chino para «escritura» era en realidad una pequeña serie de huellas de animales. Nunca logré averiguar cuál era el ideograma para «pintura», a pesar de que lo había intentado, y esta especie de búsqueda sin concluir llenaba los espacios entre las miniaturas, la interminable lista de «lo que pretendo hacer», que se había convertido más en un enigma que en un lamento. Estudié la enorme hoja consciente

del patético resultado final, pero aun así me incliné encima de cada cuadrícula para discernir qué tenía yo en mente durante mi noche de locura. Arriba, de izquierda a derecha, había una serie de media docena de postes de cercas gastados por el tiempo, tal vez una idea excéntrica de lo que no era rural, si bien aquellos postes parecían guardar recuerdos de su lugar de origen. A continuación estaba la plasmación, bastante confusa, del fondo de un manantial, como si fuera capaz de revolotear por encima como un martín pescador. Le seguía la nariz de un caballo, infinitamente suave y temblorosa al tacto, bastante misteriosa cuando la mirabas de cerca sin pensar en nada más. Había una pequeña colmenilla que había recogido cerca de Trenay, en Michigan, y un mizcalo de Mili Creek, en Montana, que me había comido con profunda satisfacción, con algunos años de diferencia. Lo que venía luego fue difícil de descifrar en un primer momento, pero después adquirió sentido como la silla de montar McClellan de mi padre, que robaron del interior de mi camioneta cerca de Chadron durante la Gran Depresión. El perfil de Naomi tenía una diáfana claridad, pero el deseo que sentía por ella, tanto tiempo guardado en secreto, sólo se me había aclarado la noche anterior, algo más relacionado con el placer que con la culpabilidad. Había un minúsculo nido de curruca que había caído de un cornejo y que yo había regalado a Dalva, así como unos pequeños mocasines lakotas con intrincados dibujos de abalorios, de los que no deseaba desprenderme, pero que había regalado a Ruth porque los quería con toda su alma. Había además una serie de pequeños cuadrados extraídos de pinturas de Gauguin y de Cézanne, que a los veinte años había estudiado durante una semana por pura satisfacción, pensando que así podría entender el secreto de su genial fragmentación. Es posible que en aquellos cuadrados escogidos al azar entendiera su técnica, pero aquel mismo azar me llevó al desastre, pues había obviado el espíritu inexplicable de las dos pinturas. El intento fue en parte una crítica y en parte como si un niño desmontara un despertador, como si un joven granjero atisbara por vez primera los cilindros de un motor. Había algunas reses vistas desde el aire, o el sorprendente curso entrelazado del río Platte, las heridas sangrantes en el pecho de un viejo guerrero lakota después de que se le rompieran las correas de cuero durante la Danza del Sol. Una simple mancha era la sangre de mi padre sobre la nieve, y el perfil de un rígido cuerpo sentado era mi madre entre la maleza fatal. Había un petroglifo de la enorme huella de un lobo de Utha, y el trasero de una muchacha de Sarlat, en la Dordoña sa, sin duda el trasero de todos los traseros, que ella accedió a enseñarme en cuanto se lo pedí, aunque estaba demasiado enfermo y débil para alzar siquiera la mano para tocárselo. Se llamaba Sylvie y era ayudante de enfermera. Convencida de que yo iba a morir, no vio nada malo en consentir a mi último deseo. Había simples rayos de luz pertenecientes a mayo de 1918, cuando sólo veía de lejos los bombardeos alemanes a lo largo del Chemin des Dames, unos setecientos mil proyectiles lanzados desde el aire sobre las tropas sas e

inglesas. Esto me hizo pensar otra vez en el hecho de que aquellos que empiezan las guerras sobreviven a ellas sin excepción, aunque sólo sea para justificar una decisión que ha dejado millones de mutilados y muertos. Mis ojos regresaron con naturalidad al trasero de Sylvie, no como un símbolo de vida, sino por ser un espléndido trasero. Durante una tormenta de nieve, un turbulento río de Montaña arrastraba un tronco, encima del cual, atrapado en la horcadura de una rama, había un ciervo muerto, con las patas bamboleándose en la corriente como una parodia de su movimiento en vida. A las imágenes de matas de guisante, de vencetósigo y de malvarrosa es seguía la del antebrazo y el codo de Paul, apretados contra mi dolido corazón, su peso aplastado contra aquellas plantas, mirándome encima de él después de haberle tumbado en el suelo. Mis ojos borrosos, como anoche, me impedían ver más allá del vencetósigo, polemonio y el dragón, ineptos para expresar nada. Ahora me preocupaba el hecho de haber pensado en Paul el día en que descubrí a Smith en el frío campo de patatas, apenas consciente en aquel momento, al ver a un chiquillo lakota ladearse para lanzar una patata con mayor intensidad, que me recordaba a mi hijo mayor. ¿Es posible que, entre otras razones, escriba esto con el fin de explicarme ante él? Nunca he tenido grandes deseos de explicarme a mí mismo, o al menos no creo que los haya tenido. Durante mi adolescencia, las ideas de James sobre la conciencia de la conciencia no tardaron en agotarme. Reflexionar durante demasiado tiempo sobre aquello te inducía a dirigirte al establo para ensillar un caballo, o al menos eso era lo que siempre me sucedía a mí. Es indudable que los golpes que le di a Paul en el suelo fueron el momento más vergonzoso de mi vida. Siguiendo un impulso repentino le llamé a Arizona, y su ayudante mexicana me contestó con su acento dulce y peculiar. De fondo oía el ladrido de los perros, y cuando Paul se puso al teléfono con su habitual «Hola, padre», no supe muy bien qué decir. Mi hijo debió de advertirlo, y de inmediato mencionó que había hablado con Naomi en Marquette. Contesté con un estúpido tartamudeo para pedirle perdón y se produjo un silencio, interrumpido tan sólo por los ladridos de los perros. Entonces me preguntó si no recordaba que ya le había pedido perdón durante la cacería por Buffalo Gap. Le contesté que sí, pero que habíamos estado bebiendo demasiado, y él se echó a reír. —A veces eso es lo que hace falta —contestó. Me preguntó por Rachel, la madre de Duane, a quien por desgracia habíamos conocido en aquel viaje, y me limité a decirle que ella ignoraba dónde estaba su hijo. Luego planeó la pregunta no formulada de si había hecho el amor con la madre de Duane, algo que yo ya sospechaba, pues deseaba que fuera él el padre de Duane y no John Wesley, el preferido de ella. Paul no me dio la respuesta y comprendí que nunca lo haría, en parte por su innata afición a rechazar todo tipo de gestos obvios. Me preguntó si me había sentido «enfermo», y le contesté que un poco, pero que había estado escribiendo algo para él, por si quería leerlo después de mi último

suspiro. Intenté repetirle mis disculpas, pero él no quiso oírlas y sacó a colación lo que yo menos quería oír, por muy cierto que fuera: la idea de Neena respecto a que la guerra sella una parte del ser humano, para bien o para mal, y que esa parte de la mente siempre es algo que se le roba a la historia. Sólo ití que eso era menos válido para mí que para otros. Incapaz de proseguir, nos despedimos con una fórmula amistosa pero torpe, después de que él dijera que los perros estaban esperando para el paseo de la mañana. Por absurdo que pueda parecer a la gente de hoy en día, me alisté en el ejército, como muchos otros artistas y escritores, con el fin de preservar la gloria de Francia, aunque el impulso me asaltó bastante tarde en el conflicto bélico si me comparo con los centenares de jóvenes que se apuntaron como conductores de ambulancia antes de que los Estados Unidos entraran en la guerra. En los círculos artísticos, donde la conciencia histórica no es que fuera su fuerte, se comentaba que si a los alemanes se les permitía entrar en París saquearían el Louvre, y cosas por el estilo. El año anterior me había casado con Neena y había engendrado a mi hijo Paul, aunque mi mujer confiaba en que fuera una niña para llamarla Adelle. Neena nunca se apartó ni un momento de los horrores de la vida, sobre todo a través de la letra impresa, y pienso que esto la llevó a su declive final. Uno debe apartarse de ellos alguna que otra vez. Estúpidamente ansioso por entrar en batalla, aunque no pudiera ser montado a caballo, hacía apenas una semana que estaba en Francia y ya me vi atacado por la malaria, que los médicos del ejército diagnosticaron con absoluta precisión por el hecho de haber servido en Cuba durante la guerra con España. Sin embargo, la mía se debía a un mosquito mexicano, y los medicamentos no funcionaron muy bien, de modo que tuve que proseguir mi recuperación en un hospital de Tours. No hacía ni una semana que había abandonado el hospital y atrapé una virulenta forma de disentería, a la que se unió una gripe que contraje al regresar al hospital. Llevaba casi dos meses enfermo cuando determinaron que estaba lo bastante recuperado para enviarme al frente, con la misión de trasladar heridos graves de los hospitales de campaña a otros con mejores medios cerca de París. Juzgaron que estaba demasiado débil para hacer otra cosa que no fuera conducir lo que con eufemismo llamaban «el furgón de las tripas». Sin embargo, experimenté un gran alivio al salir del hospital, ya que, comparado con él, cualquier matadero de Nebraska podría considerarse encantador. Los heridos de bala o de metralla eran unos afortunados si se les comparaba con los millares de víctimas de los gases, con sus alaridos y sus desgarradoras toses, para quienes no existía posibilidad alguna de recuperación. Por irónico que parezca, durante mi convalecencia me ofrecí para escribir cartas a quienes habían perdido el brazo que utilizaban para ese menester, tal como había hecho mi padre durante los últimos años de la guerra civil. No hay tarea más triste que ayudar a poner en orden los pensamientos de un joven granjero de Misuri, de diecinueve años, al que le falta un brazo y nunca más podrá conducir una recua de

caballos. Resultaba extraño no oír a nadie maldiciendo a Dios antes de morir. Somos unos eternos suplicantes. Es todo un regalo disponer de tiempo para rezar a Dios que nos conserve la vida. Estábamos a mediados de mayo cuando fui testigo del bombardeo alemán que les permitió ganar sólo veinte kilómetros en su avance hacia París. Había hecho un turno de treinta y seis horas seguidas transportando heridos y al relevarme me bebí un par de botellas de vino para poder dormir. Al cabo de una hora volvía a estar en pie, completamente borracho, para seguir conduciendo, y no tardé en estrellar la ambulancia. En el accidente murieron dos de los tres heridos graves por inhalaciones de gas que estaba trasladando. Me formaron un consejo de guerra por conducir borracho, aunque con la circunstancia atenuante de que al coserme la herida que me había hecho en la cabeza, el médico, un divertido joven de Princeton, descubrió la cicatriz de la trepanación que me habían practicado justo detrás de la raya del cuero cabelludo, y que habría podido descalificarme para el servicio si hubiese informado al respecto. Me salvó un coronel de West Point, un tipo bastante arrogante nacido en Omaha, que convenció a los demás oficiales que en Nebraska había oído hablar de mí, y que mi experiencia podría ser de utilidad si me enviaban al sur para cuidar los caballos de raza ses, británicos y norteamericanos que mantenían alejados del frente de batalla. Debido a ese extraño giro del destino, pasé una época bastante buena — exceptuando el otro brote de disentería durante el cual atisbé el milagroso trasero—, lejos de las matanzas y trabajando como cuidador de caballos del ejército hasta el armisticio. Sería difícil imaginar una carrera menos distinguida en el ejército. De pequeño, John Wesley siempre se había mostrado decepcionado conmigo al pedirme que le contara anécdotas sobre las glorias de la guerra, y le contaba la verdad, que en el fondo no era tan sencilla. Por supuesto, la afirmación de Neena era en parte cierta. Un corazón desprotegido nunca se recupera del olor de millares de muertos supurando, y menos en una preciosa mañana de primavera. Lundquist me rescata de estas amargas consideraciones al llegar con un artículo publicado en un suplemento dominical de Minneapolis, y la petición de que vaya con él a echar un vistazo a un tractor Allis-Chalmers muy antiguo que se halla a la venta en un condado vecino, por razones obvias, me siento algo débil, pero aun así decido seguir con el juego: en los últimos diez años hemos examinado ese decrépito tractor media docena de veces, de modo que la petición quiere decir que Lundquist desea comentarme algo. Sin embargo, primero he tenido que leer el artículo editado en lo que solía denominarse «rotograbado»: en este caso se trata de un artículo algo banal acerca de los «suecos más ricos» de la franja septentrional del medio oeste, en donde algunos son unos auténticos potentados de la industria pesada, las cadenas de los grandes almacenes y las empresas relacionadas con la venta de tierras. Mientras avanzamos al impulso de un viento frío pero soleado,

Lundquist me pregunta si sus compatriotas habrán conseguido sus riquezas por «medios lícitos o sucios». Insinúo que por medios sucios es siempre una posibilidad inequívoca, pero que tal vez en algunas ocasiones la riqueza se consiga mediante trabajo duro, inteligencia y frugalidad. Aunque también existe la posibilidad, como en el caso de mi padre, y en menor medida en el mío, de que se carezca de especial talento para gastar, en cuyo caso el dinero se acumula y multiplica por sí solo. Lundquist reflexiona acerca de mis palabras y murmura que uno no debería «guardar tesoros en la tierra, donde la polilla y el moho los corrompen». Estoy de acuerdo con él, pero aun así sigo preguntándome qué es lo que le preocupaba. De manera vaga, me señala un cruce de caminos donde yo había mantenido una desagradable pelea a puñetazos con un granjero noruego por culpa de la compra de un caballo. Tendría yo unos cuarenta años por aquel entonces, y por lo visto era el ganador, pero al entrar en casa, Neena se horrorizó de tal forma ante mi aspecto magullado, que tuve que prometerle de rodillas que nunca más volvería a pelearme. En cuanto los niños regresaron de la escuela, Paul se mostró disgustado, mientras que John Wesley quería una descripción detallada de la pelea. Lundquist menciona la ocasión en que unos jóvenes italianos nos tacaron en Chicago, adonde habíamos acudido para vender nuestra mejor carne de ternera a Black Hawk, Chapin and Gore y a los restaurantes Corona. Había sido un excelente negocio a finales de los anos veinte, pero, como es natural, había empezado a menguar con el comienzo de la Depresión. El ataque de aquellos jóvenes italianos estaba en cierto modo justificado, pues Lundquist y yo acabábamos de salir de una taberna clandestina en compañía de dos mujeres, que por desgracia estaban casadas con dos de nuestros atacantes. Los arrestaron porque en aquella época la policía de Chicago tendía a proteger a los hombres de negocios de aspecto inocente que visitaban la ciudad. Por entonces yo aún tenía suficientes escrúpulos para enviar un botones a que pagara su fianza. Nunca iremos a ver el tractor Allis-Chalmers. Lundquist se detiene a un lado de la carretera de grava y con voz temblorosa me dice que Frieda, creyendo que estaba echando una cabezadita después de cenar, le había explicado los problemas de Dalva a su pastor... No cabe duda de que Lundquist es consciente de la gravedad de este abuso de confianza, y que, a pesar de los sentimientos de fidelidad implicados en el asunto, ha considerado que tenía que decírmelo. Le contesto, simple y llanamente, que debe decirle a Frieda que ya no trabaja para mí, que he oído comentarios en el pueblo y que la fuente sólo puede haber salido de ella. Luego le aseguro que esto no afectará en absoluto a la pequeña granja de mi propiedad en donde vive, y que yo le dejo en mi testamento. Lundquist siempre había pretendido comprarme esa granja con sus ahorros, considerándolo como el triunfo de su vida por haber superado las leyes de la primogenitura y ahorrado lo suficiente para conseguir su propio terreno. Yo simpatizaba con ese deseo, pero le decía que su mujer y su hija tal vez necesitaran de aquellos ahorros si él fallecía. Su respuesta fue

que había soñado que viviría hasta los noventa y tres años, y que no se hablara más. La única forma de llegar a alguna conclusión con este hombre es cambiar de tema. Estamos en enero y, como es natural, echo de menos el ruido de la aspiradora de Frieda. Lena viene una vez a la semana y trae consigo el olor de su café, que el perfume no consigue disimular. Hace punto y habla de las carreteras heladas y de su hija —Charlene, amiga de Dalva—, que según ella es una díscola incorregible, en lugar de la deliciosa y rebelde jovencita que en realidad es. El rasgo enfermizo del belicoso puritanismo que impera en los Estados Unidos nunca permanece enterrado mucho tiempo. Lundquist se consume por el justificado despido de su mujer. Los perros están irritables y medio artríticos por la falta del paseo matutino, que el tiempo nos impide hacer como nunca antes había ocurrido. Ése es el motivo de que llevemos ropa de abrigo, me recuerdo a mí mismo, aunque estoy helado ante el escritorio, mientras leo fragmentos de una docena de libros a la vez. Hace falta mucho esfuerzo para mantener al mes de enero fuera del alma, pero este año he fracasado. Lo que me retuerce tanto el corazón como la mente es que por Navidad esperábamos una irrupción de buen tiempo y Hackleford nos llevó con su avioneta a Naomi, a Ruth y a mí hasta Marquette, para pasar las fiestas con Dalva. Sin embargo, de pronto ella se había puesto bastante enferma y tuvimos que hospitalizarla. Yo dudaba en hacerlo, pero al final le di una postal y un colgante que Duane había enviado. El colgante era tan sólo una sencilla piedra de campo atada con un cordel de cuero, sin duda el único «amuleto» tradicional que él podía ofrecerle. Pero después de entregárselo me alegré de haberlo hecho, pues las conexiones de Dalva con la vida parecían titubear. Después de mantener una discusión bastante airada (un eufemismo, sin duda) con Naomi, la convencí para llevar a Dalva a Arizona a fin de que se quedara con Paul, pues allí las probabilidades de que haya sol son muy superiores a las de la península Superior de Michigan, donde una tormenta de nieve que venía durando ya tres días estaba a punto de asfixiarnos a todos. Un primo de Naomi y yo conseguimos un viejo camión Dodge, de los que utilizaban los madereros, y. nos abrimos paso entre la ventisca. Al final conseguimos devolver a Dalva a su casa, en medio de las calles atascadas por la nieve. El tiempo se aclaró, el viento que soplaba desde el horrible lago Superior amainó y yo logré que el avión de una importante compañía de Chicago pasara a recogernos para llevarnos a Tucson. Paul estaba muy emocionado ante la perspectiva de cuidar de Dalva, y en el vuelo de regreso a casa, Naomi reconoció que ahora lo consideraba un magnífica idea. Sin embargo, conseguido todo eso, tuve la sensación de que volvía a caer en una oscuridad desconocida. Al besar a Dalva para despedirme, en sus apenadas lágrimas tuve la fuerte sensación de que Adelle estaba presente.

¡Santo Cristo, estos sueños van a volverme loco! Hace unos días fue el propio Dios, y su voz era la de millones de aves canoras. Debo itir que me apresuré a levantarme. Me hice café a las tres de la madrugada y desperté a la gruñona Sonia, que está de un malhumor intolerable, para que me hiciera compañía. En otros tiempos me habría encantado el significado de un sueño así, pero ahora me he vuelto bastante quisquilloso. ¿Por qué no había tenido nunca este sueño? ¿Por qué me llegaba tan tarde en mi vida? ¿Habría así mayores probabilidades de que fuera posible? ¿No estaría Smith transmitiéndome alguna monserga desde la lejanía? Es indudable que no me había despertado por completo de aquel sueño, porque me senté en la cocina a la espera de que otro millón de aves canoras surgieran de la noche sin estrellas. En cuanto amaneció, antes de que llegara Lundquist, me dirigí al establo y me quedé con los caballos para obtener un firme puntal en lo que yo confiaba era la realidad. Les di un vigoroso cepillado, y por un momento me alegré de haberles hecho felices. En perjuicio de mi sueño más profundo, las noches que siguieron se poblaron con pesadillas de indios, no sólo lakotas, aunque éstos eran la mayoría, sino que también soñé con poncas instalados en la confluencia del Niobrara y el Misuri, con omahas que devolvían la vida a Adelle, con hopis que danzaban con serpientes en la boca, con ojibwas cubiertos de pieles en pleno invierno, con tahumaras en su montaña fortaleza e intentando recomponer a Davis. A pesar de que estaba con el estómago vacío, empecé a beber y eso no ayudó en nada. Me pregunto cómo es posible que la mente consiga que las personas sueñen algo que los ojos nunca han visto. Aquella experiencia, en conjunto, hacía que me sintiera continuamente irritable, si no más deprimido. Sentado ante el escritorio, al final tuve la sensatez de llamarme la atención para no convertirme en un viejo ridículo con aquel asunto. Así que fui a buscar a Lundquist al establo y le convencí para que me acompañara al pueblo a comer un buen filete y tomar un par de whiskys. Tuvo que llevar en brazos hasta la camioneta a su vieja perra Shirley, pues ésta se niega a caminar sobre la nieve, pero en el último momento decidimos ir con el coche y cargamos a todos los perros en el asiento trasero. Después de almorzar jugamos al pinacle con otros viejos chiflados, luego pasamos por la carnicería y compramos algunas golosinas para los perros. Mientras echaba la siesta tuve un bonito sueño indio basado en una experiencia durante la segunda guerra mundial, en que varios parientes de Willow y de Smith nos visitaron en busca de una bolsa de amuletos que su abuelo había entregado a mi padre para que la guardara. La encontré con ciertas dificultades en el subsótano, los alimenté con un buen almuerzo, conversamos sobre los viejos tiempos, y los envié de regreso con el regalo de tres bueyes, por haberme recordado con una broma el invierno de los dos mil caballos (1931), en que los lakotas de Pine Ridge tuvieron que comerse los suyos para no morir de hambre. En teoría el Gobierno podía ser muy generoso con los nativos; sin embargo, raras veces era lo bastante considerado

como para impedir que, en el transcurso de los años, miles hubiesen muerto de hambre, por cierto, ninguno de ellos congresista. El corazón se me desbordó casi hasta el absurdo aquella tarde, cuando el cartero rural trajo dos cartas de Dalva, si bien una era en realidad una posdata a la otra. Todas las mañanas Paul la llevaba a dar largos paseos junto con los perros, en parte debido a su idea «mexicana» de que un cuerpo fuerte podía hacer más fáciles el parto y la recuperación. Estudiaba mucho para no retrasarse en el instituto, aunque itía haber leído por enésima vez Cumbres borrascosas, dado que había encontrado un ejemplar en la biblioteca de Paul. Este le enseñaba la geología y las ciencias naturales de la zona. Me pedía si querría hacerle una comida especial a Sonia y dar a los caballos un puñado más de avena. La posdata era más formal y pretendía recordarme que si tenía noticias de Duane la telefoneara, y que si hablaba con él le diera sus señas, por si quería ir a verla. Me interrumpí para maldecir la intensidad de aquella clase de amor que parecía distorsionar de tal modo el resto de la vida y que, si bien había desaparecido de mi cuerpo, no lo había hecho de mi memoria. Es tan inexplicable como gran parte del mundo, pero no podemos alejarnos lo bastante de la tierra para obtener de él una visión más clara. Lundquist me recuerda que estamos a mitad de febrero, y me he asentado a fin de disfrutar de lo que ahora creo de veras va a ser el último año de mi vida. Ya no hay una parte de mi cerebro que dispute con la otra, y he realizado de memoria más de un centenar de dibujos. Ayer se inició el deshielo y estuve dibujando fuera de la casa, aprovechando el modesto calor cuando el sol estaba en lo más alto y las sombras eran claras y bien definidas. Saqué de un armario mi viejo estuche de dibujo hecho con piel de alce, me sobrecargué con un montón de cosas y me dirigí al establo para ensillar un caballo, mientras soltaba a los otros para que triscaran en la nieve medio fundida, rodaran por el suelo, fueran de un sitio para otro, se encabritaran, y la yegua de Dalva empezó a marcar figuras en ocho por su cuenta. Al final quiso dirigir al resto de la manada, enseñándoles el paso corto que había aprendido precozmente en el entrenamiento, pero a los otros les tenía sin cuidado, de modo que se dedicaron a corretear por las cuatro esquinas del pastizal, rebeldes ante aquel intento de imponerles una disciplina. Hice una pausa en la tarea de ensillar y pensé en Lundquist, que ese día efectuaba el largo viaje en coche hasta Grand Island para llevar a la «agotada» Frieda a un «médico de los nervios». Había azotado a su torpe hija, y Lundquist la había amenazado con irse a vivir, en compañía de la muchacha y su perra Shirley, a mis barracones de los vaqueros. Para ensillar no tuve dificultades, pero en cuanto metí el pie izquierdo en el estribo, la pierna no consiguió levantarme, y eso a pesar de que me ayudaba con la mano tirando del pomo. «Santo Dios —pensé—, a eso hemos llegado.» Lo intenté de nuevo, y de nuevo fracasé. Me palpé y apreté la pierna en busca de alguna dolencia, luego maldije los dos meses de sedentarismo dedicado a reflexionar que habían

atrofiado mis fuerzas. La yegua se estaba poniendo nerviosa con aquellas tonterías, así que entré en el establo en busca del taburete de ordeñar para ayudarme, lo cual significaba que tendría que dibujar desde la silla, ya que no podría llevar conmigo el taburete para volver a montar. Seguí lanzando juramentos ante la burla que suponía no poder culpar a nadie más que a mí mismo. Había tenido mi primer potrillo a los tres años de edad, y después de sesenta y ocho años en una silla de montar ahora necesitaba un maldito taburete. Mi intención era dirigirme a nuestro cobertizo, pero Sonia descubrió el rastro de un coyote y salió disparada rugiendo, seguida de los otros airedales. La yegua, que se llamaba Rose, sintió la tentación de unirse a la caza, y forcejeé con ella un momento, pero luego llegué a la conclusión de que poco importaba la dirección que tomara. Fue una carrera vigorosa y notaba la cara encendida a pesar de que el deshielo acababa de empezar, pero me sentía extrañamente animado, y al volverme hacia la casa, una pequeña mancha a lo lejos, me pregunté por qué había pasado tanto tiempo allí dentro. Hay ocasiones en que uno no sólo es inepto con los demás, sino consigo mismo. Los sueños y los dibujos eran con toda probabilidad un empujón para entrar en la fase final de mi vida. Llegué hasta muy arriba en el río e hice algunos bocetos bastante elaborados de los cimientos de la antigua cabaña de los padres de Smith. Allá por los años veinte, después de que ellos murieran, Lundquist me contó que Smith había regresado mientras yo estaba en México y había quemado la cabaña. No sé muy bien cuáles fueron sus intenciones, pero en aquellos momentos me pareció correcto lo que había hecho. En la actualidad sólo quedaban unas cuantas vigas carbonizadas, el piso de guijarros cuarteado por el calor del incendio, tallos secos de ortigas, vencetósigo y bardana, y un sótano excavado en tierra lleno de nieve. Al fondo se veían los restos de un retrete y tres manzanos con unas pocas manzanas congeladas en la copa, fuera del alcance de los ciervos. Dudé entonces de que un hombre fuera capaz de entender la época de otro, pues las lagunas eran demasiado grandes para nuestra sensibilidad. El padre de Smith había sido muy valioso en las tareas de marcar y reunir el ganado; un hombre de aspecto impresionante y muy fuerte, y yo le recordaba derribando sólo con sus brazos a un toro de tamaño considerable, no de los corrientes y flacos que se utilizaban en los rodeos. Debería haber habido un Glackens o un Bellows para pintar a aquel hombre en su mejor momento. Recuerdo haber visto a Glackens caminando por la calle Catorce de Nueva York como si fuera a comerse el paisaje. Le seguí a lo largo de varias manzanas, pero no encontré la ocasión para presentarme a él. De vuelta ya en casa, dormité un rato ante el escritorio, pero me vi importunado por un pensamiento y hojeé mis libretas hasta dar con un pasaje perteneciente a las Notas de Rudyard Kipling, que yo había copiado en los años veinte. «La Smithsonian, sobre todo en su rama etnológica, era un lugar agradable para hojear algún libro. Cada nación, al igual que cada individuo, avanza haciendo ostentación

de vanidad —de lo contrario no podría vivir consigo misma—, pero nunca deja de asombrarme un pueblo que, después de haber extirpado de su continente a los aborígenes como no ha hecho ninguna otra raza moderna, se considera honestamente una pequeña comunidad religiosa de Nueva Inglaterra y se pone como ejemplo frente a la brutal humanidad. Al comentar este asombro a Theodore Roosevelt, sus refutaciones hicieron que los cristales de las vitrinas de las reliquias indias se estremecieran.» La radio ha anunciado que éste será, por desgracia, el último día del deshielo. Salgo a dar un paseo con los perros, todavía obsesionado Por las peculiaridades del paseo a caballo de hace dos días. De paso Para sus tareas docentes, Naomi vino temprano para desayunar conmigo. Pero primero, en un santiamén, lavó los platos sucios de varios días. —Puedo lavar mis propios platos —le dije. Y ella me contestó: —Pero no lo haces. Todos los días habla por teléfono con Dalva. Esto es una deferencia por parte de Paul, que, como cualquier persona criada en el campo, no consiente que las llamadas a larga distancia excedan de los tres minutos, y Dalva se pega al teléfono cada tarde, en cuanto Naomi regresa de la escuela. Continuamos una pequeña polémica que dura desde hace años y que empezó, nada más y nada menos, por John Keats. Hace dos años, durante el verano, Naomi asistió en la universidad de Lincoln a un cursillo sobre los románticos ingleses, mientras Ruth iba a un campamento con los de las clases de piano y Dalva se quedaba conmigo. Naomi regresó transfigurada con la idea de Keats respecto a que la vida, si se vive como es debido, es un «valle para la elevación del espíritu». Entonces, medio en broma, le pregunté: —¿Junto con todo lo demás? ¿Y con qué objetivo? Pero esto no la hizo sonreír, sino que introdujo la manzana de la discordia respecto a mi poeta preferido durante los años juveniles, entusiasmo que me ha acompañado hasta el presente. Naomi tiene una visión más etérea respecto a Keats, mientras yo sigo pensando que era como los demás, sólo que, estimulado por la inminencia de su muerte, el volumen y la intensidad de su sensibilidad se había multiplicado por siete. Adelle consideraba a Keats demasiado conmovedor para soportarlo, a pesar de que habría sido una novia idónea para él. Le recordé a Naomi que, si bien le encantaba Wordsworth, había advertido que también leía a Kenneth Roberts, a Erle Stanley Gardner y a Erskine Caldwell. —Pero yo no soy Keats —insistió ella. —¡Y él tampoco! —le contesté—. Keats es, además de su propia obra, el cúmulo de nuestras opiniones respecto a él.

Estas discusiones tienden a convertirse en réplicas humorísticas. El año pasado, cuando ella me pasó Poseídos por el amor, de James Gould Cozzens, el novelista norteamericano actual más aclamado por la crítica, le dije que Cozzens me recordaba esas viejas muías que sueltan pedos mientras tiran del carro de la leche por toda la ciudad. Jake, el mayor de los airedales, está algo enfermo de artritis, perc no hasta el punto de que no me gruña si le obligo a tragar una aspi riña. A pesar de sus cuarenta kilos, le sostengo en mi regazo hasta que empieza a roncar y a babear, mientras los demás perros observan y se preguntan a qué se debe tal privilegio. Por el patio llega un coche que no conozco, y Jake salta rugiendo de mi regazo, utilizando mis pelotas como rampa de lanzamiento para sus patas. Me he convertido casi en un ermitaño, por eso miro irritado por la ventana. Pero es Charlene, la amiga de Dalva e hija de Lena. Me trae pollo guisado, un plato que no me entusiasma, pero su madre, mi amante ocasional, ha apostado a que yo no me habría cocinado nada para comer, lo cual es cierto, y a que estoy bebiendo demasiado, algo que no es del todo cierto... Dicho esto, Charlene se queda ante la puerta principal, dentro de la casa, sosteniendo la cazuela. No lleva abrigo, sólo el uniforme de camarera, bastante limpio, aunque con la corriente de aire que entra puedo detectar el tufillo a comida del café de su madre. Al principio no digo nada, y ella se siente algo nerviosa, luego se inclina un poco y deposita la cazuela encima de la mesa. Me encanta el descaro de esa chica, aunque la veo en raras ocasiones. Es insolente y muy lista, y aunque no descarto las habladurías de que por dinero ha hecho el amor con todos los cazadores de faisanes de fuera del pueblo, la verdad es que eso me tiene sin cuidado, en parte porque yo también he sido cazador de fuera del pueblo con muy buen ojo para las damas. Le ofrezco una copa de vino y ella acepta cortés. Abro una botella de excelente Lynch-Bages y advierto un ligero temblor en mi mano al servir. Entramos en el estudio y se sienta en el mullido sofá de piel, ofreciéndome la ineludible vista de un espléndido muslo al tiempo que me sonríe. Hablamos del tiempo, del instituto y de Dalva, y agradezco sus palabras sobre la fortaleza de mi nieta. Charíene es un año mayor, y sin duda sabe que lo he dispuesto todo para que pueda ir a la universidad. Supongo que al menos Lena se lo habrá dicho, aunque Charlene es de las que sólo sacan sobresalientes y podrá obtener algún tipo de beca. Hay cierto safismo en esa chica, pero esto proporciona un maravilloso toque de ambivalencia a su sexualidad. Lo advierto porque siempre fue obvia entre la comunidad de los pintores durante mis visitas a San Francisco y a Nueva York, donde la gente que experimenta sentimientos algo extraños busca la compañía de otros, los artistas, que la sociedad también proscribe. Le sirvo una segunda copa de vino y continuamos charlando, luego una tercera y terminamos la botella. Contestando a sus preguntas, hablo mucho sobre París, que ella ve como el «destino» de su vida. La falda se le ha subido un poco y entonces, con una extraña mirada, me pregunta:

—¿Intenta usted seducirme? Estoy tan sorprendido, que doy auténticos manotazos para negarlo. —¡Oh, no, por Dios! Podría ser tu padre, tu abuelo, tu bisabuelo. Ella se echa a reír y repite una vulgaridad muy popular: —Una polla tiesa no tiene conciencia. Luego se da cuenta de lo que ha dicho y llora avergonzada, musitando que no ha comido gran cosa ese día y que el vino se le ha «subido al coco». Estoy tan turbado que le digo que yo tampoco he comido, y que sin duda ha leído mis patéticos pensamientos. Para consolarla, le paso un brazo por los hombros, y ella me dice con tono amable: —Usted no es patético. Los dos nos quedamos un minuto en silencio, luego le digo que la adoro, pero que será mejor que se vaya. Ya en la puerta, me da un beso en plena boca y se va. Me siento ante la mesa de la cocina con un sentimiento de absurdidad, al tiempo que una lágrima del tamaño de una gominola resbala por mi mejilla. La experiencia posee toda la melancólica amargura que ya me asaltó con lo del taburete de ordeñar y la yegua. —Tengo una polla tiesa con conciencia... —le digo a Sonia, que hace una especie de gesto de incomprensión, como el encogimiento de hombros de los perros. Estamos a 7 de abril y he tenido abandonada la escritura durante un mes, mientras realizaba centenares de bocetos. Aunque sólo he conservado media docena; los demás los quemé durante la fría niebla de ayer. Sirvieron para una espléndida hoguera de intenso color anaranjado, y los perros disfrutaron con ella, excepto Jake, que se asustó. Mis reflexiones merecerían que pusieran el gorro de los burros sobre mi cabeza cubierta de canas. Dado que la muerte es por lo visto un misterio, confiaba en describirla hasta el más mínimo detalle, pero ante la hoguera anaranjada se me ocurrió que no escribiría nada durante la última hora de mi vida, o que sería muy poco probable que lo hiciera. Lo siento por vosotros, Paul y Dalva, ya que no podréis atisbar en el vacío. Reí en voz alta, y Jake salió de entre los arbustos de madreselva, cerca del emparrado, para enterarse del chiste. Estos perros tienen sentido del humor. Sonia sería capaz de ponerse a ladrar a una piedra del río y, cuando yo fuera a comprobar qué pasaba, largarse riendo entre dientes. Ya lo había hecho en una sola ocasión, con un montón de excrementos de ciervo, comprendiendo sin duda que sólo podía funcionar la primera vez. Un día escaparon para ver a Naomi, con la esperanza de que Dalva hubiese vuelto. Naomi no es muy cariñosa con los perros, pero recompensó sus intenciones con algo para comer. El otro día le dije que pensaba dejarle un fondo para que ella y las niñas viajaran, pero que si no lo utilizaba cada año, los intereses acumulados irían en nombre de ella a la Agencia de Recuperación

Nacional, que no consta entre sus organismos favoritos. Esto le provocó cierto sonrojo: —¿Pero por qué, en nombre de Dios? Le dije que sobre la tierra había un montón de buenos lugares donde elevar el espíritu, y que al menos debería echarles un vistazo. Naomi se tranquilizó lo suficiente para pedirme que le hiciera una lista de sitios que le sirviera de referencia, luego se volvió hacia la sala, donde Ruth practicaba con una partitura de Chopin, y me preguntó si pensaba morirme pronto. Le contesté que no antes de octubre. Los dos reímos con nerviosismo ante la selección del mes, pues ambos éramos conscientes de las vastas ilusiones que nos hacemos para controlar nuestra vida y nuestro destino final, cuando la realidad más cruda es que somos simples trayectorias. Siempre que mi mente se encamina hacia esa dirección, pienso en Smith de pequeño, en aquella ocasión en que jugábamos a «indios» y mi padre nos trajo unos arcos curvados hacia atrás, excesivamente resistentes para nuestra edad. Disparábamos las flechas a través del gran pastizal hacia el sur, y luego pasábamos horas recuperándolas. Pero hubo una vez en que Smith sólo encontró dos flechas de las tres que había lanzado, y declaró con insistencia que la tercera nunca había aterrizado. Era una flecha mágica, y sólo caería en el momento apropiado. He averiguado el sitio donde vive Smith, y al amanecer pienso dirigirme al Rosebud en busca de consejo. El problema estriba en que a medida que se acerca el momento de que Dalva dé a luz, más me consume la ansiedad por lo que pueda suceder, hasta el punto de que este nexo de preocupaciones ha puesto fin a mi racha de dibujo. Ya ttie había sentido así con el nacimiento de mis dos hijos, de manera Que podría describirlo como un tormento. Neena solía mostrarse comprensiva, me aseguraba que al año nacían varios millones de bebés y luego volvía al libro que estuviera leyendo en aquel momento. Recuerdo en especial uno de Stendhal: El rojo y el negro. Neena era muy francófila y me acuerdo de que una vez, al regresar a casa después de haber estado marcando reses, ella se encontraba en la mesa de la cocina leyendo a Proust. Yo venía lleno de magulladuras y tenía hambre, y lo mismo les ocurría a los muchachos. Ella alzó la mirada como si fuéramos unos desconocidos, y de repente tuvimos la certeza de que se había olvidado de preparar la comida. Pero ella señaló con la barbilla hacia el comedor y siguió con su lectura. Era un día muy caluroso, y allí había pavo asado, que Neena se había preocupado de enfriar, ensalada de patatas, ensalada verde, mi botella de whisky, una botella de vino blanco metida en hielo, una jarra de limonada para los muchachos y tarta de ruibarbo. Por alguna razón, he dudado en escribir sobre mi mujer, tanto de nuestras alegrías como de nuestros horrores, como si este matrimonio fuera un sacramento fundamental que pudiera perder su valor si se hablaba de él. Lundquist viene del establo después de trabajar, y huele a jabón para acondicionar las pieles, pues mantiene en perfecto estado una estancia repleta de equipos de

montar. Está desesperado por la inestabilidad mental de su esposa, y tomamos un whisky mientras me hace preguntas al respecto. Le digo que he leído que a veces la gente enferma de la cabeza a causa de una culpa, real o imaginaria, que no es capaz de asimilar. Ya le ofrecí la posibilidad de que Frieda vuelva a trabajar en casa si pide disculpas por su indiscreción, pero ella se niega a aceptar este requisito. Ha optado por un mundo en donde ella no ha hecho nada malo, y en el que sólo debe dar cuentas ante Dios. No es una versión muy distinta del Dios en América, que a menudo contemplamos como una tierra sin Dios: es decir, un lugar en donde los cristianos pueden prescindir de la conducta ética más básica. Es una versión de la religión bastante parecida a la versión del americanismo que tiene el senador McCarthy, en la que se puede pasar por alto todo lo relacionado con el honor y el comportamiento civilizado. Lundquist se vuelve cada vez más persistente respecto a los «médicos de la mente» y a la «medicina de los nervios», y yo mismo me deslizo desesperado hacia una idea visual de la trayectoria humana y de lo difícil que es interrumpirla en cualquier sentido positivo. A Frieda le istran sedantes, y se queda sentada delante de la televisión como un tarro de manteca. Es indudable que echa de menos pasar la aspiradora por habitaciones desocupadas. Percibo que su esposo, mi querido amigo incapaz de engañar a nadie, quiere que le diga que ella se va a recuperar, y de pronto descubro que le estoy diciendo: —Ella se pondrá bien en cuanto llegue el verano. Te aconsejo que quites un par de tubos al televisor; puede que así Frieda vuelva a cuidar del jardín y a su religión. Parece complacido con el consejo sobre la variante del jardín, mientas yo me siento apenado por haberle servido de tan poca ayuda. Le Jigo que pienso dirigirme al Rosebud al amanecer, y quiere acompañarme con el coche, pero le contesto que es mejor que vaya solo. Después de que se haya ido, vuelvo a preguntarme si mi temprana obsesión por el arte no me ha incapacitado como ser humano para mi familia y mis amigos, o si de hecho todo el mundo es bastante inepto en las relaciones con los demás. Antes de irme a la cama bajé al subsótano, a fin de elegir un regalo para Smith. Sabía que era de rigor llevarle tabaco, pero pensé que tal vez fuera apropiado llevarle algo más, ya que con toda probabilidad sería la última visita que nos hacíamos. Comprobé que había suficiente petróleo en el fanal de la compañía ferroviaria, y al entrar en el sótano excavado en la tierra, después de pasar ante el expositor de los vinos, unas culebras negras se inmovilizaron ante la luz del fanal, excepto la más grande, que decidió desafiarme. La aparté con un palo que guardo al pie de la escalera, y no pude evitar pensar en mi querida Adelle como Medusa dentro de su húmeda combinación. Con el alma temblorosa, registraba la enorme estancia cada vez que el borde de la luz del fanal rozaba los esqueletos uniformados. La última gota que colmaría el vaso, por así decirlo, fue que el oficial de caballería, enemigo de mi padre, tirara al fuego mi muñeco de trapo. El muñeco

había sido de Aase, su primera esposa, muerta de tuberculosis, y eso disparó la cólera de mi padre hasta el punto de llegar al asesinato. Me quedé allí pensado largo rato, primero en la calidad de la voz de Adelle y luego en los viejos guerreros lakotas que me trajeron de regreso a casa después de mi desafortunado rescate de Willow. Resulta extraño que hombres como ellos hayan desaparecido por completo de mi época, aunque es probable que queden algunos, si bien ocultos a la curiosidad del público. En concreto, Smith sería uno de ellos, pero más por una cuestión de voluntad que por imposición de su casta. Al alistarme de manera irreflexiva para ir a combatir en Ja primera guerra mundial, el avispado reclutador de Lincoln me preguntó si quería que me registraran entre los sioux o entre los blancos. ¿Puede alguien ser la mitad de una cosa?, me dije, y ¿qué parte de mí Pertenecía a mi madre? Este pensamiento provocó cierto comezón en mi cuero cabelludo, así que me apresuré a coger un arco ornamental hecho de naranjo silvestre de las Osage y lo até envolviéndolo con dos pieles de serpiente de cascabel, de manera que los cascabeles colgaran uno arriba y el otro abajo. Mientras me dirigía a la salida y subía las escaleras no paré de hacer sonar los cascabeles, asustando a las culebras negras del subsótano, que se escurrieron por un agujero que había detrás de la pila de cajas para almacenar las patatas. Decidí que nunca más volvería a bajar allí, y que llamaría a Samuels para incluir en mi testamento que Dalva se hiciera cargo de la colección en cuanto fuera mayor. Allá en los años treinta, Paul había aceptado el cráneo de un bisonte, pintado con colores chillones, que le gustaba. Pero John Wesley, en una rara muestra de superstición, no quiso nada que tuviera que ver con aquel sótano. Salí poco después de las cuatro de la madrugada y al amanecer pasé por Valentine, donde me detuve a tomar un café y a charlar unos minutos con dos ganaderos muy viejos a los que conocía. Al marchar, uno de ellos me preguntó si hacía una visita al «pueblo» de mi madre. Asentí distraído y no contesté. Hacia el noroeste de Valentine entré en el valle del río Little White, y recogí para un breve trayecto a un viejo lakota algo bebido, que iba por la carretera dando tumbos. Me desconcertó al decir que me recordaba de la única Danza del Sol a la que yo había asistido, allá por los años treinta, cuando la ceremonia era ilegal y el Gobierno de los Estados Unidos decidió prohibir a los indios, que se morían de hambre, que se atravesaran el pecho con tiras de cuero. En aquella ocasión, y a petición de un primo de Willow, yo había traído un toro que por algún motivo había engordado demasiado para procrear. Durante los días en que se celebró la ceremonia no hacían más que irar aquel animal, al que tenían apartado bajo unos árboles, mientras seguían alimentándolo en abundancia. Sospecho que debía de pesar casi una tonelada, y la multitud lo devoró con auténtico entusiasmo. El indio al que había recogido conocía bastante bien a Smith, y al dejarle delante de su choza de papel embreado, de una sola habitación, me facilitó indicaciones

más exactas de dónde podría encontrarlo, dado que Smith se había trasladado a un lugar apartado. Quise darle un billete de cinco dólares, pero lo rechazó, pues no quería volver a beber hasta que llegara el frío del otoño. También rechazo mi reloj de bolsillo, ya que, aparte de ser demasiado valioso, no le interesaba saber qué hora era. —Y a mí tampoco —le dije, y ambos nos reímos a gusto. Pero añadió que, si lo deseaba, podía darle algo de dinero a Smith, para que comprara una vaca lechera a su nieta y a los hijos de ésta, pues unos parientes vagabundos de Pine Ridge les habían robado la suya, sin duda para comérsela. Encontré la cabaña de Smith y la puerta estaba abierta, el interior limpio y casi desnudo, con un austero catre excedente del ejército y una pequeña mesa cubierta con un hule estampado con rosas. En una esquina había una linterna Coleman, y al fondo, un excusado. Seguí el sendero que bajaba por un barranco, crucé un arroyuelo que sin duda desembocaba en el Little White, y continué por la orilla hacia un bancal forrado de hierba y rodeado por una zona de densos matorrales. Me detuve y silbé nuestra señal de la infancia. Escuché la respuesta y pensé que aquel silbido quizá fuera un poco estúpido para dos viejos de setenta años, o tal vez no. Y allí estaba, sentado delante de una tienda india, vieja y gastada, sonriendo abiertamente. Ajustó el cazo del café sobre las ascuas de la hoguera, se levantó y me saludó con una inclinación de cabeza. Le entregué un paquete de tabaco Bugler y el arco con sus adornos. Se lo miró con detenimiento y luego me dio las gracias. A continuación entró en la tienda, salió con una pequeña bolsa de cuero y me la dio. En su interior se encontraba el cráneo de un coyote con el dibujo mágico de Smith pintado con tinta negra. Entonces me tocó a mí agradecérselo con una inclinación de cabeza, y nos sentamos a tomar café. Señaló una pequeña sauna entre los arbustos y me preguntó si quería sudar. Le contesté que había padecido ya un ataque al corazón y que dudaba que mi sistema lo soportara. Quiso que le describiera cómo había sido el ataque, y se rió a gusto al decirle que me había cagado en los pantalones. Me confesó que se le había «escapado un poco» aquella vez en que un toro de cuernos largos cargó contra nosotros por la orilla del río. Esta vez nos reímos los dos, y comentó que el último regalo del Gobierno es cuando un ahorcado se caga en los pantalones, y después me preguntó Por qué había viajado tan lejos para verle en una hermosa mañana de primavera. En pocas palabras le puse al corriente de la preocupación que sentía por el hecho de que mi pobre pequeña Dalva fuera a dar a luz, y de inmediato me corrigió diciendo que no era ni pobre ni pequeña, sino una atractiva muchacha en edad de parir, y como yo no podía hacerlo por ella era mejor que dejara de pensar en ello. Depositó un poco de tabaco Bugler y otras hierbas secas en el fuego, y añadió que rezara por Dalva en vez de importunar su espíritu con mis preocupaciones. Eso dejó zanjado el asunto. Entonces le hablé de mis sueños sobre mi madre, y también sobre Rachel, la madre de Duane, allá en Buffalo Gap. Me contestó que soñaba con mi madre porque me

estaba dando la bienvenida a su mundo para finales de otoño, que se limitaba a ayudarme para que estuviera preparado. Respecto a Rachel, sostenía que su aparición repetida en un sueño significaba que quería que fuera a hacerle una visita, y tal vez un poco de amor. Le dije que ya era algo viejo para estas cosas, y me contestó: «Estupideces». Luego le describí algunos de mis sueños acerca de animales e indios, y esto le hizo mucha gracia, pues había que atribuirlos al paisaje de mi vida, ya que los sueños emergen desde el suelo. Pero el que más le fascinó fue el de cómo escapaba yo de los soldados alemanes convirtiéndome en un enorme buho y volando a lo largo de un río, para luego descubrir que era medio pájaro y medio oso. Smith comentó que aquel sueño era un auténtico golpe de suerte, y que sería mejor que me esforzara para asegurarme de que era digno de él. Le pregunté cómo se suponía que debía hacerlo, y me contestó que si a estas alturas aún no lo sabía entonces era un auténtico fracaso. —Limítate a practicar tu arte y sé bueno con la gente —añadió. —¿Así de sencillo? —inquirí. —La verdad es que es muy difícil, como sin duda ya debes saber. Y eso fue todo. Luego rezó para mí una oración en lakota y no le pregunté si tenía un significado especial. Pero de pronto sentí la tentación de averiguar qué se sentía exactamente al morir. —¡Ahora sí que me has fastidiado! —exclamó, y se echó a reír. Pero añadió que no nos haría ningún bien saberlo, aparte de que nos robaría una de las mayores sorpresas de la vida. Me acompañó hasta mi coche y repitió que me haría mucho bien si iba a ver a Rachel, así que partí hacia el oeste. Mirándolo en perspectiva, fue el más espléndido de mis días. Volví a parar en Valentine y almorcé temprano con Quigley, un picaro abogado cuyos antepasados habían llegado de Texas en la década de 1880. Nos conocíamos hacía tanto tiempo, en el negocio de compraventa de tierras, que se hacía obligatoria una copa a media mañana. Yo me sentía un poco soñoliento, pero conseguí llegar cerca de Gordon antes de verme obligado a cruzar la verja de un ranchero y aparcar en un sendero de dos carriles, donde eché un sueñecito con la espalda apoyada en el tronco de un chopo. Mientras dormitaba pensé en el viejo Jules Sandoz, un amigo de mi padre al que había visto en varias ocasiones. Jules era un individuo desagradable en muchos aspectos, pero ambos se llevaban bastante bien. Su hija Mari, que se había convertido en una escritora importante, era la joven más endiablada que he conocido en mi vida, y con el tiempo se hizo muy amiga de mi esposa Neena, primero en Lincoln y después en Nueva York. Tenía intención de preguntarle a Paul por los diarios de Neena, que ella anotó sin interrupción. Suponía que él los tendría en su poder, aunque lo cierto era que nunca se había ofrecido para que les echara un vistazo.

Cuando desperté de mi siesta, estaba tumbado en el suelo y de cara a los brotes color verde pálido del chopo, a punto de retoñar. Giré de lado y miré la verdeante hierba, donde me pareció que se habían concentrado gran cantidad de escribanos trigueros para cantar, y el trino de cada uno se multiplicaba dentro de mi cabeza. Algunos estaban bastante cerca de mi cuerpo acostado, tal vez creyendo que era un tronco roncante. Recordé haber leído en alguna parte que durante la Edad Media se creía que el infierno era un sitio lleno de pájaros. Esta idea hizo que su número aumentara de manera sustancial, como si dieran su beneplácito a mi pensamiento. Mi miedo se incrementó todavía más al mezclarse su canto con mi sueño de la voz de Dios en forma de millones de aves canoras, así que me incorporé con celeridad y me dirigí hacia el coche. Si tenía que morir, quería hacerlo en casa. Continué hacia el oeste y giré al norte en las afueras de Chadron, resistiéndome al deseo de ir a Fort Robinson para echar un vistazo, pues pensé que aquello podía empañar el tono apacible del día. En los años veinte y treinta solía llevar allí a los muchachos para asistir a los partidos de polo, cuando Fort Rob, como se le conocía entonces, era el centro de ese juego, y en aquella época sede del equipo olímpico de polo. Como principal estación de remonta para el ejército, había llegado a albergar hasta cinco mil caballos a la vez. Eso fue en una época en que ser oficial del ejército se consideraba una carrera adecuada para los jóvenes adinerados del este con aficiones ecuestres. Para los nativos, el gran inconveniente emocional residía en que era además el lugar donde habían matado a Caballo Loco, y ese día yo no estaba dispuesto a echar una ojeada de soslayo a su inmenso y condenado espíritu. La siesta no había aliviado mi soñolencia, de modo que me detuve en una ferretería rural de las afueras de Chadron, me compré un termo y, en el primer restaurante de camioneros que encontré, lo llené con su miserable versión de eso que llaman café. En esta parte del país, el sitio más cercano para beber una buena taza de café, aparte de en casa, es México. Entonces se me ocurrió pensar que mi corazón no se adaptaba muy bien al hecho de haberme despertado antes del amanecer, al largo viaje en coche, a la sesión emocionalmente agotadora con Smith, aparte del par de whiskys y el filete que había tomado para almorzar. También me asaltaba la idea correctora de que mi cuerpo era poco menos que inmortal, y ese pensamiento se volvía repetitivo. Me preocupaban los extraños y definidos planos de luz a medida que la altitud iba en aumento al entrar en Dakota del Sur, y el frío paisaje se volvía más austero y menos apacible. Cuando yo era joven y arrogante, había intentado con todas mis fuerzas pintar aquella luz, lo cual desconcertaba a los demás estudiantes de Chicago, y más adelante a mis compañeros pintores, a pesar de que el arte y la literatura han sido siempre implacables con la xenofobia, y siempre que en Nueva York itía que era de Nebraska muy bien habría podido decir que procedía de la última Thule. Enseñar tus obras a los demás era algo parecido a contentarte con una botella de vino malo en un momento en que necesitas un trago de algo más fuerte.

Por lo que a ellos se refería, tanto daba que yo hubiese pintado la luna. Pero la verdad es que resulta difícil extrapolar las Sandhills del río Hudson, y viceversa. Siempre hemos sido regiones en vez de estados de un mismo país, y sobrados de intolerancia tribal hacia cualquier otro lugar. Una mañana muy calurosa del mes de agosto había llevado tres de mis cuadros a la galería Photo-Secessionist de Stieglitz, en la ciudad de Nueva York. Por desgracia, el jefazo estaba en el campo: un cambio saludable durante aquella oleada de calor, aunque no se me había ocurrido la posibilidad de que estuviera ausente. Sabía que la galería había organizado exposiciones de Marin y Hartley, artistas a los que yo iraba. Un atento ayudante dispuso de tiempo suficiente para comentar «Qué interesante» antes de irse a almorzar, y ya en la puerta añadió que podía volver dentro de una hora. Yo regresé, pero él no. Me aposenté en un bar del otro lado de la calle y salí bastante bebido a media tarde: el ayudante no había regresado todavía. Después de una noche pateando la ciudad y casi sin dormir, a la mañana siguiente intenté ver a Davies y a Walt Kuhn. Estaban organizando la inminente Armory Show, la importante exposición que iba a inaugurarse en febrero y de la cual, en mi alocado sueño, yo confiaba pasar la selección, a fin de que expusieran mis obras. Por lo visto, los Kuhn se habían marchado a Cape Cod. Yo traía una carta de presentación para George Bellows, pero también se hallaba fuera de la ciudad. Me sorprendió, y todavía me sorprende, que la única forma de abrirte un hueco allí es que vivas en la ciudad o en los alrededores. Traía también otra nota de presentación para una galería cercana a Washington Square, pero me encontré con que estaba cerrada todo el mes de agosto. En aquella época yo tenía suficiente vitalidad para empezar a pensar que el viaje en su conjunto resultaba bastante cómico. Era como si hubiese llegado a Polonia sin conocer a nadie, ni una sola palabra de su idioma. Hacía tanto calor que había perdido mi habitual interés por la comida y el vino, y caminaba hasta que la ropa se me empapaba de sudor. Debo itir que estaba algo alicaído por el hecho de que la galería estuviera cerrada en agosto, así que entré en McSorley's y me tomé media docena de jarras de cerveza, después de lo cual me interné por los barrios miserables del Lower East End, donde a Glackens le gustaba pintar. Fue justo en ese momento cuando vi al pintor caminando por la calle, y eso hizo que me sintiera mucho mejor, por absurda que fuera aquella emoción. Hacía horas que había salido de McSorley's cuando descubrí que no llevaba conmigo el portafolios con las tres pinturas. Sin el menor atisbo de pánico, regresé a la taberna, y allí descubrí que había desaparecido, escapando así de la hoguera que hice después de la primera guerra mundial. Me gusta pensar que tal vez estén en una sencilla sala de estar de la clase media, donde durante años varias generaciones de una misma familia se habrán preguntado por aquellos paisajes tan peculiares. Me sentía completamente agotado al llegar a mi cabaña de caza, cerca de Buffalo Gap. Como si mi visita fuera de lo más natural, Rachel me estaba «esperando» y

había preparado un guiso mexicano de tripas, llamado «menudos», y que a mí me gustaba ver cómo hervía poco a poco en su cocina económica. Después de nacer Duane, lo había dejado con su abuela en Parmelee y se había marchado a Denver, donde ejerció de prostituta durante los años que duró la guerra, además de convertirse en una alcohólica. Vivía en el barrio de los emigrantes y allí aprendió a cocinar muchos platos campesinos mexicanos, y tanto sus frases de afecto como sus exabruptos tendían a ser una mezcla de español y lakota. Parecía como si me hubiese resfriado, y me hallaba bastante inmerso en mis pensamientos, que aún seguían en Nueva York, en agosto de 1912. Telefoneé a Lundquist para que no se alarmara por mi ausencia, pero descolgó Frieda, quien al decirle el motivo de mi llamada contestó con un «Oh, sí, señor. Gracias por llamar, señor. Que Dios le bendiga, señor». Sin duda una parodia de alguna sofisticada estupidez que había visto por televisión. Rachel me preparó una infusión de hierbas picantes, y luego me tumbé en el sofá, donde ella me cubrió con una de las pieles de bisonte de mi padre que yo le había regalado. No tardé en dormirme, pero mi mente inconsciente no me permitía abandonar Nueva York. En el sueño aparecía el inmenso edificio Woolworth, de sesenta plantas, que aquel verano estaban finalizando. En cuanto mis ojos se posaron en él, supe que no había lugar para mí en una ciudad donde se construían edificios como aquél; a pesar de que yo aún no había cumplido los treinta, sin duda pertenecía a otra época. Hacía tanto calor que la gente salía de sus agobiantes apartamentos para dormir en los muelles a orillas de los ríos Hudson y East, o en Central Park. En mis paseos nocturnos escuché cantar en una docena de idiomas distintos y, olvidándome de mi pintura, me sentí cautivado por la inverosímil música de las calles. Yo iba demasiado bien vestido para algunos de aquellos tipos, y me vi obligado a lanzar al río Hudson a dos bravucones que intentaron atacarme en los muelles. Me desperté al volver a ver el atónito rostro del segundo chocando contra las aguas del río. Me había largado con paso rápido, e ignoro si al final se ahogaron. Rachel estaba secándome la sudorosa cara con una toalla. Me había preparado un baño, pues mis ropas estaban empapadas de sudor bajo la piel de bisonte. Sin embargo, incluso dentro de la bañera me fue imposible abandonar Nueva York. En los distintos viajes que hice luego a la ciudad, visité museos y el hipódromo, pero no podía pasar por delante de una galería de arte sin sentir un retortijón como de náuseas. Mari Sandoz me contó una vez que la más breve visita al despacho de su editor le paralizaba la mano con que escribía por lo menos durante unos días. Si nos trasladamos a finales de 1957, parece como si existiera una gran confusión entre el arte y el mercado del arte, entre la literatura y el negocio editorial, en los que el comportamiento ético del país se reduce a una descarada y rabiosa codicia. Nos comimos el guisado de «menudos» ya muy tarde, y con las últimas luces del día dimos un paseo en compañía del perro de Rachel, un corpulento labrador que se le había perdido a un cazador, y que Rachel adoptó. Aquel perro no me tenía mucho

cariño, ni a nadie excepto a Rachel, y no dejaba de vigilarme, como si yo fuera con malas intenciones. Nos detuvimos en el pequeño establo de troncos de madera y el caballo bayo de Duane corrió hacia nosotros desde los pastizales, luego el perro y el caballo intercambiaron los papeles y uno perseguía al otro en un juego de a ver quién pilla a quién. Aquél era un caballo muy fino, aunque algo cabezota, como su dueño. Rachel se colocó bajo mi brazo y yo la apreté contra mi pecho, como si a través de aquel caballo, Duane nos hiciera una muda visita. Esa noche se presentó la primera tronada del año, y el aterrorizado perro empezó a rascar desesperadamente la puerta de la entrada. Por lo general dormía en el establo con el caballo, pero me levanté para dejarle pasar, y de inmediato se sentó tiritando en el sofá. Envolví con la piel de bisonte su enorme cuerpo mojado y en ese momento Rachel salió del dormitorio. Juntos nos dirigimos a la ventana de la izquierda y nos quedamos mirando el espectáculo de los rayos contra las Black Hills a lo lejos, una espléndida tormenta procedente del sudoeste, de modo que al abrir la ventana el aire que entró era más cálido que durante el día. Regresamos a la cama y el perro vino detrás de nosotros para ocultarse debajo. No dejó de gruñir mientras intentábamos hacer el amor con disimulo, de modo que apenas fuimos capaces de contener la risa hasta que no hubimos terminado. A pesar del consejo de Smith, no podía haberme sorprendido más haciendo el amor de lo que me habría sorprendido ganar la medalla olímpica en la maratón. Mientras conciliaba el sueño sentí el gran impacto de aquel espléndido día y percibí la ilusión visual de que mi vida se fundía con el verdadero contenido que había por debajo de ella. No estaba muy seguro de si aquello tendría algún significado, pero esa noche me desperté con frecuencia por unos segundos, y vi distintos lugares de mi granja que necesitaba dibujar. Me quedé tres días en la cabaña y, a última hora de la tarde del tercer día, Lundquist telefoneó para decir que Naomi y los padres adoptivos habían volado a Tucson porque Dalva se había puesto de parto, y por la mañana temprano había dado a luz. Naomi la traería de regreso dentro de unos días, en cuanto se sintiera lo bastante bien Para viajar. Al preguntarme Rachel si había sido niño o niña, le dije que no lo había preguntado. Entonces se puso a llorar, y llamé a Lundquist para averiguarlo, pero tampoco lo sabía. Le dije a Rachel que quizá fuera mejor ignorarlo, ya que al día siguiente aquella criatura se iría para siempre. Su llanto se hizo más amargo, y luego se encolerizó ante la idea de que los wasichu, la gente blanca, cedieran al hijo de su hijo, cuando ella habría podido criarlo. ¿Qué clase de gente éramos nosotros? Me marché al amanecer, dejando a Rachel desvelada e inquieta, alternando sus improperios contra mí y sus paseos por la habitación, aunque rió un instante al ver que el perro empezaba a gruñir y a ladrarme, como si sus sospechas se vieran

confirmadas. Me acompañó hasta el coche y bajo la grisácea luz me dio un beso de despedida, pero sus ojos se habían vuelto como piedras, el rostro impasible. Debo itir que en ningún momento se me había ocurrido pensar que ella pudiera convertirse en la madre de la criatura. Durante el largo viaje a casa, la tristeza de Rachel me fue abandonando, y me sentí un poco culpable por haberlo conseguido del todo en cuanto el sol asomó por el horizonte en las afueras de Pine Ridge. Desestimé el impulso de desviarme más al norte para echar un vistazo a los Badlands, donde mi padre se había refugiado casi un año con los lakotas más recalcitrantes después de la masacre de Wounded Knee, y donde estuvo a punto de morir del cólera. Allí volvía a estar el delgado hilo que unía a las generaciones, pero era imposible imaginar el hecho de que si él hubiese muerto a mí me habrían criado como un lakota en el período más miserable de su historia. Así que hice la mayor parte del viaje de regreso a casa por tierras de pastos casi desiertas, y una vez más me asaltó el horror de que a aquel pueblo se le hubiese tratado tan injustamente. El rancho Spade de Bartlett medía él solo casi cuatrocientas mil hectáreas de tierra de primera, que habrían bastado para mantener como es debido a varios miles de lakotas. No hacía falta bucear demasiado hondo en la historia, a pesar de los inútiles engaños del patriotismo, para ver cuan malvados e irracionales fuimos con nuestros nativos. Hemos ayudado a reconstruir Alemania en apenas doce años, pero desdeñamos por completo a nuestros primeros habitantes, y en esta consolidada teocracia estamos convencidos de que el Dios de Moisés y Jesús se sienten entusiasmados con cada avance que hacemos. No llevaba en casa diez minutos y ya empecé a dibujar. Pero antes me tendí en el suelo del estudio y jugué a pelearme con los perros, algo que no había hecho en muchos años. Luego me senté en el escritorio y dibujé a Duane en el camino de la entrada, sentado en medio del polvo con sus pertenencias en un saco de harpillera, tal como Calva se lo encontró. Por lo general era un chico bastante robusto, ñero cuando llegó, mientras se lavaba en el abrevadero de los caballos, las costillas se le marcaban debajo de la piel. Más que amargado era taciturno, y más adelante Rachel itió que me lo había enviado con la idea de que yo podría frenar sus tendencias a armar pelea y que terminarían enviándole a la cárcel. Fue por esa época cuando, al hablarme él de que Rachel iba por mal camino, la instalé en la cabaña de Buffalo Gap. Sin duda existía en mí el deseo infantil de que Duane sustituyera a John Wesley, pero pronto me sacó de ese error. Duane daba la sensación de haber nacido como un hombre duro al que la vida sin duda le haría mucho más duro todavía. Naomi telefoneó para avisar de que ella y Dalva estarían en casa dentro de dos días, y al preguntarme en qué estaba ocupado le dije que me esperaban varios

meses de intensa dedicación al dibujo. Hubo un silencio que se prolongó varios segundos. —Eso es fantástico —dijo al fin, y caí en la cuenta de que no habíamos hablado gran cosa, como no fuera de pasada, sobre mi vida pasada en el mundo del arte. Obedeciendo a un impulso salí hacia el establo y le pedí a Lundquist que me construyera una escalerita lateral para subirme al caballo. Mientras se dedicaba a trazar el croquis en un papel de la carnicería, ensillé a Peach y sin mayor dificultad monté sobre el caballo. Era evidente que algunos días el corazón me hacía más fuerte, y otros, más débil. Como ya no necesitaba atrincherarme detrás de mi orgullo, le dije a Lundquist que siguiera con el proyecto. De nuevo en la casa, hice algunos bocetos de Rachel, luego de su perro, y a continuación de los míos, que me salieron mejor en parte porque los dibujaba del natural. Mis energías empezaban a decaer, así que para poder continuar abrí una botella de vino. Casi había oscurecido cuando de pronto me sentí hambriento, y me alegré al descubrir en la nevera que Frieda había enviado estofado de carne. Quité el polvo al gramófono de la sala y durante la cena puse un disco de Bob Wills. Recordaba haber bailado aquella música después de una exposición de ganado en Fort Worth, en la que Lundquist y yo nos Perdimos la pista durante dos días mientras íbamos por separado en busca de nuestras boberías. Tenía intención se seguir dibujando al terminar de cenar, pero me quedé dormido en el mismo sofá del estudio donde Charlene se había sentado sin demasiado recato. Era un lluvioso y cálido viernes, y la noche anterior había ido a cenar a casa de Naomi para ver a Dalva. Habían llegado aquella tarde temprano, después de que Hackleford fuera a recogerlas a Denver con su Beech Twin. Se la veía atenta, amistosa, pero pálida, y planeaba la sensación de que todos estábamos al borde de las lágrimas de tanta cautela, como si no pudiera hablarse de nada. Nos dimos las buenas noches temprano y, ya en el porche de Naomi, Dalva me dijo que vendría a verme al día siguiente. En cuanto llegué a casa repasé mi bloc de dibujo, pero me sentía tan cansado ante la indiscutible aflicción de mi nieta que no pude seguir. Sin embargo, me levanté con el alba y, ante un mapa de fotos aéreas que Hackleford había sacado de las mil doscientas hectáreas que medía la hacienda, desenrollado sobre la mesa escritorio, marqué al menos tres docenas de puntos que quería dibujar con detalle. Esto ha contribuido a que perdiera interés por escribir mi diario, lo cual, a fin de cuentas, no es mi oficio, aunque quizá mi problema resida en que no tengo un verdadero «oficio», ¿verdad? Había destacado de manera espectacular en el negocio del ganado y de las tierras, pero eso no hace «subir la cotización», como suelen decir los subastadores. Me salvé de estos sofocantes pensamientos al oír que abrían la puerta de la entrada y descubrí a Dalva en el suelo del vestíbulo, con su holgado impermeable de color

amarillo, abrazada a los perros, mientras éstos se retorcían, saltaban y aullaban. Luego los dejó salir, y desde la mecedora que había junto a la ventana de la sala vi cómo corría por el patio, con los perros escurriéndose entre las lilas del cementerio, deslizándose por la acequia y dando vueltas en torno al árbol del que colgaba el neumático que servía de columpio. Se la quedaban mirando fascinados mientras Dalva se columpiaba, pues era un juego a la vez incomprensible e inalcanzable para ellos. Ella me vio a través de la ventana, me saludó con la mano y volvió a entrar, se despojó del impermeable, y siguió haciendo arrumacos y animando a los perros al tiempo que les daba golosinas que sacaba del frigorífico. De regreso en la sala, cogió la manta de estambre del confidente, que había pertenecido a Neena, y se me acercó con una sonrisa. —¿Puedo? —preguntó. Asentí. Dalva se acurrucó en mi regazo, se cubrió con la manta, y la mecí como había hecho miles de veces desde la muerte de mi hijo. 9 DE OCTUBRE DE 1958 Me he vuelto un poco chiflado estos últimos cinco meses, lo cual, si se piensa un poco, no resulta sorprendente. Cualquiera que tenga un poco de sensibilidad puede sentir que se consume. No estoy en mi mejor momento, pero me encuentro bastante bien. Esta mañana temprano, Lundquist me llevó a North Platte, a recoger el coche de regalo de cumpleaños para Dalva que encargué por teléfono. Naomi estuvo de acuerdo con la idea de regalarle un coche, ya que Dalva conduce un Plymouth '47 muy poco seguro. Naomi me pidió que le comprara algo «razonable», y eso me irritó, aunque al llegar con Lundquist al concesionario Ford tuve la clara sensación de que tal vez hubiera ido demasiado lejos. El coche era un descapotable recién salido de fábrica, color azul agua, capota blanca, ruedas de rayos, y motor enorme con carburadores de cuatro cilindros. —¡Dios santo! —exclamó Lundquist, y yo bromeé diciendo que hasta ese momento no había visto ninguno como aquél en Nebraska. —Justo el tipo de coche que le hará recuperar su juventud —comentó el vendedor, y no me molesté en sacarle de su error. Mientras él y Lundquist repasaban el manual del , me acordé del lustroso Buick Racer de 1914 que me compré, y que antes de un año estaba hecho un desastre debido a mis largos viajes para ir a dibujar y pintar. Con él había viajado hasta San Francisco en otoño, y junto con Piazzoni y Dixon habíamos ido de picnic a la costa. Animados por una caja de botellas de vino, provocamos grandes desperfectos en el chasis al dar marcha atrás por encima de un tocón. Yo mismo conduje el descapotable a casa, pues justo para este propósito había traído conmigo el abrigo de nutria ya algo gastado. Viajar en aquel coche era igual que volar en un biplano, y en las afueras de Thedford me pararon por exceso de

velocidad. Después de pedirme que bajara del coche, el joven agente, cuyo padre yo conocía, me preguntó: —Señor Northridge, ¿acaso intenta recuperar su juventud? —Ni mucho menos —le contesté—. Es un regalo de cumpleaños. Ahora que pienso en ello, no tenía el menor interés en recuperar mi juventud. Con una vez ya basta. Neena tenía en Omaha una amiga teosófica, de la rama Blavatsky, que no paraba de parlotear sobre a reencarnación, y a la que en una ocasión le pregunté: —¿Cómo sabe que no se va a reencarnar en un microbio enterrado en la cagarruta de un perro? Fue una agradable manera de dar por concluida la sobremesa. Sea como sea, a Dalva le encantó el coche, y Naomi y yo contemplamos desde el porche cómo Dalva, Ruth y Charlene partían veloces hacia el pueblo para probarlo. —Menudo estropicio habrías hecho de haber tenido dos hijas —dijo Naomi y, temiendo haber sido demasiado franca, se disculpó. Pero mi mente estaba ya pensando en otras cosas: en que desearía haberle hecho un retrato; en que aún conservaba mi coche favorito, un liviano Runabout de 1925 con el que, medio borracho, me interné en el Niobrara durante unas crecidas de primavera. En aquella época yo era de esa clase de tipos. Neena hacía el equipaje y se largaba con los niños a Omaha, Nueva York o Rhode Island hasta que me hubiese serenado. Pienso que estoy bastante cerca del final y, al despertarme, a menudo me sorprendo y doy gracias por seguir con vida. La visión a veces se me empaña, y con frecuencia el corazón palpita como un pájaro herido. Pero he seguido dibujando a lo largo de todo el verano, empezando en cuanto amanece. Sin embargo, desde finales de julio ya no puedo montar a caballo, en parte por los ocasionales vahídos que sufro. La última salida a caballo de cierta duración fue cuando Naomi me avisó de que Dalva había salido a dar un paseo por la mañana temprano y no había regresado en todo el día. Le preocupaba que pudiera haberla mordido una serpiente de cascabel, o algo por el estilo. Le dije que Sonia iba con ella, y que yo nunca había descubierto una serpiente sin que la perra la viese primero. Eso pareció tranquilizarla un poco, pero luego añadí que iría a echar un vistazo. Fue una suerte que hubiese renunciado a mi orgullo y le hubiese pedido a Lundquist que me construyera la escalerilla, porque sin ella no habría logrado subir al alazán. Llevé conmigo a otro caballo, pues a Peach no le gustaba que lo llevaran tirando de la rienda. Primero comprobé la zona de los matorrales y el estanque del manantial, luego me dirigí al norte, al pequeño cañón con el manantial junto al Niobrara, y allí la encontré. Daba la impresión de que se encontraba bien, aparte de quemada por el sol y terriblemente agradecida por mi llegada. Le conté que en aquel mismo lugar, tendría yo su misma edad, el caballo me había derribado y me había roto la cabeza.

A finales de junio había encargado unas pinturas al óleo a un mayorista de Nueva York, pero la caja todavía estaba por abrir. El sencillo esfuerzo de bajar al sótano para buscar una botella de vino me dejaba agotado para el resto del día, cuando no el siguiente. Ya casi había cubierto los puntos que en abril marcara sobre el mapa aéreo, y a comienzos de septiembre tuve que resignarme a utilizar un sillón, que Lundquist trasladó con la camioneta a los pastos de la zona sur. Lo tenía cubierto con una lona para protegerlo de la lluvia, de modo que sólo necesitaba acercarme con el coche, retirar la lona, sentarme y empezar a dibujar. Lo habíamos dejado cerca del lugar que a Smith le había parecido tan fascinante, y que a Lundquist le dejaba perplejo. Una familia de ratones de campo no tardó en compartir conmigo el sillón, así que debía ir con cuidado al sentarme. Al no estar familiarizados con el poder de los humanos, corrían arriba y abajo por los brazos del sillón, por encima del bloc de dibujo, y una mañana uno de los ratones se colocó encima de mi hombro mientras yo dibujaba. Sólo con que pasara volando un cernícalo, el más pequeño de los halcones, los dispersaba en busca de algún refugio. Solía llenarme un bolsillo del abrigo con granos de avena para alimentarlos, pero pronto fueron lo bastante listos para acudir al bolsillo, en vez de aguardar a que se lo ofreciera con la mano. Dibujaba de memoria sobre todo zonas de maleza, pero también formaciones de nubes, pájaros en pleno vuelo, y algunas de las hierbas nativas que crecían en torno al sillón: espiguilla azul, hierba de las praderas, hierba centella, grama de los caminos. Me recordaban los dibujos botánicos de mi padre, aunque los míos no eran tan precisos, en parte porque la intención que nos impulsaba no era la misma. Los zonas de maleza que yo dibujaba de memoria expresaban cierto misterio. A estas alturas de mi vida nunca había pensado que los sotos tuvieran tanto interés. Había dibujado uno de tipo fluvial, situado cerca de Durango, en México, donde había acampado con Davis, y otro a unos veinte kilómetros de La Paz, en Baja California, donde las codornices anidaban apiñadas al tiempo que se ocultaban de sus depredadores. Había otro, próximo a Sarlat, en la Dordoña sa, donde una yegua había parido a su potrillo, no muy lejos del hospital donde había atisbado el trasero causante de la milagrosa curación. Y había también decenas de sotos de Nebraska, sobre todo a lo largo del Loup, el Misuri y el Niobrara. Existía la idea general de que la granja en sí, vista desde la carretera comarcal, semejaba una monstruosa zona de maleza, y que era allí donde siempre me había retirado, vivido y sin duda iba a morir. Un día frío y lluvioso de septiembre, en que me sentía algo irritado por verme obligado a trabajar en la mesa escritorio, repasé con timidez las libretas de bocetos que había hecho en la adolescencia y a los veintitantos años, para compararlos con la obra reciente. Había un interesante dibujo de 1902, de cuando yo tenía dieciséis años: una fila de soldados de infantería de raza negra en Fort Niobrara, en las afueras de Valentine. Aquellos hombres reclutados por el ejército me habían

invitado a almorzar, y allí vi el extraño fenómeno, similar al de Davis mientras dibujaba a las muchachas de la Feria Estatal: todas las personas experimentan una peculiar fascinación por los artistas, como si fueran una especie de hechiceros de renta baja. Muchas jóvenes de la alta sociedad, y por otra parte juiciosas, se acostarían primero con un artista que con un corredor de bolsa, tal vez por curiosidad. Davis pensaba que esta ventaja contribuía a compensar una inevitable vida de penuria. Creo que mi obra actual aguanta bastante bien si se la compara con la de mis primeros años, sólo que ahora las líneas son algo más ensoñadoras, más vacilantes, menos tendentes a buscar un toque vigoroso pero inapropiado. En cambio, muchas de las anotaciones eran aburridas y capciosas. A los quince años había descubierto la palabra «hedonista» en el diccionario, o en la Britannica, y decidí que quería ser un hedonista. Había una fase Modigliani, u hormonal, en la que consideraba que un trasero y un cáliz de Botticelli tenían el mismo valor, si bien el fallo se inclinaba a favor del trasero. Justo el otro día se me ocurrió que podía pedir a Charlene que posara desnuda para mí, para echar una última ojeada a la visión que tanto me había estimulado durante muchas noches y muchos días. Correspondiente a mayo de 1916, había una observación no demasiado inteligente, impregnada de humor: «Si nuestra vida actual no es más que una parodia de nuestros ideales, entonces en estos períodos en que perdemos los ideales podemos convertirnos en un verdadero desastre. Escrito bajo los efectos de una fuerte resaca, y también recuperándome de una pelea a puñetazos con un vaquero bastante corpulento y osado frente a la taberna Bassett, por una joven dama que intentaba subir a mi coche en lugar de subir al suyo». Ese mismo mes, más adelante, había un párrafo muy sentencioso: «La política quiere convencernos de que esta vida es una letrina en pleno burbujeo, mientras la religión organizada la ve como un sistema disciplinario en el que debemos pagar con generosidad a los es. Sólo en el arte y la literatura, así como en la historia natural, nos acercamos a ese altar invisible en el que la vida se puede percibir como eSe vasto misterio que es en realidad». Bien, se trata de un noble sentimiento, pero si fuera un alimento seguramente sería un plato de gachas sin aderezos. En cierto modo es como si escuchara la monótona voz de Eeyore, el burro de Winnie the Pooh, un libro que les leí a Dalva y a Ruth tantas veces de pequeñas que ya se había convertido en una constante habitual. En el transcurso de toda la vida uno oye a papanatas rebuznando su versión de la sabiduría. Prefiero la idea de Keats respecto a la «idoneidad negativa», en la que uno acaricia y nutre miles de ideas contradictorias dentro de su cabeza, en vez de intentar reducirlas al puro meollo funcional. ¡Cuánta vanidad! También me asalta el pensamiento melancólico de que podría estar estudiando y escribiendo poesía desde el alba hasta el anochecer, y no conseguir igualar una cuarteta de las que Keats escribía en el dorso de un sobre en Hampstead Heath y luego desestimaba por inferior. Mientras observaba el aguacero que cubría todos los pastos de la zona

sur, me estremecí ante la idea demencial de comer y beber aquel suelo, de tragarme el cielo con su lluvia, y luego echarme a dormir y soñar con Adelle, con Neena, con mi madre y con Rachel, de pie bajo la lluvia en medio del pastizal, sonriendo y mirando por encima del hombro, a mí, que permanecía detrás de la ventana del estudio. Las saludé con la mano, pero ellas no me devolvieron el saludo. Al despertar las busqué, pero allí fuera estaba demasiado oscuro. Creo que me hallo muy cerca del final, hasta tal punto que le digo a Lundquist dónde debe guardar el sobre grande, de papel manila, que contiene esta pequeña historia. A Lundquist le horroriza nuestro sótano, quizá con razón. —Nunca bajaré allí yo solo —exclama. Hay lágrimas en sus ojos, pero le convenzo diciéndole que los luteranos están a salvo de los duendes y cosas por el estilo. Reconoce que está llorando porque teme que yo muera dentro de poco, y asiento con la cabeza. Tengo fiebre a causa de lo que imagino debe de ser bronquitis y un compasivo inicio de neumonía, una enfermedad que Seguran es amiga de la vejez. Como es natural, pretende ir en busca del médico, pero me niego en redondo. Encima del escritorio hay abierta una botella de whisky para combatir mis violentos ataques de tos, Pero Lundquist se niega, por primera vez que yo recuerde, a aceptar un trago. Estoy tan sorprendido, que accedo a su petición de rezar con él. Nos arrodillamos y, mientras él reza, a través de los barrotes de la silla observo los libros de arte tamaño folio en el estante inferior de la librería. Veo el de Caravaggio, de quien decían que era una persona desagradable. Pero ¿qué importa en el fondo quién haga la pintura o el libro, si el misterio reside en la comprensión colectiva, ilimitada e inconmensurable? Lundquist me incita, y se supone que debo pedir a Dios que me perdone. Murmuro que preferiría pedir perdón a aquéllos a quienes he ofendido, pero casi todos han muerto. De nuevo me lo ruega, así que para animarle digo: —Dios mío, perdóname. Se le ve tan complacido, que no puedo evitar pensar que he hecho lo que debía. Me apoyo en el borde del escritorio y empujo para ponerme en pie. Ahora, con la misión cumplida, Lundquist está a punto para tomar un trago. Recordamos por última vez nuestro extraño encuentro en Lincoln, varias semanas después del armisticio. Neena había acudido a recibir mi tren, procedente de Nueva York vía Chicago, pero Paul, que era muy pequeño, sólo empezaba a recuperarse de la gripe que aquel año había matado a cientos de miles de personas en los Estados Unidos. Neena quería que prosiguiera enseguida hacia el interior del estado, sabedora de la poca gracia que me hacían sus ricos amigos con quienes se hospedaba, pero a Paul, que sólo tenía dos años, le gustaba que le hiciera visitas en el hospital. Solía frecuentar los corrales de ganado y el establo de las subastas, y la presencia de los animales aliviaba mi añoranza. El primer día, quizá después de dar demasiados tragos a mi petaca de whisky, me mostré crítico por la manera en que un joven

sueco, musculoso y combativo, efectuaba la clasificación del ganado. Entonces fue directo hacia mí y se ofreció para darme una patada en el culo, ganándose así una fuerte reprimenda por parte de su superior, dado que yo era un ranchero que vestía ropas caras. En los días que siguieron llegué a saber que aquel joven se llamaba Lundquist y procedía de Minnesota, y el último día de mi estancia en Lincoln fui a verle para ofrecerle un empleo ganando el doble del salario que le pagaban, más la casa que había comprado a los noruegos junto a la carretera, pues estaban desesperados por abandonar aquella región. Éramos capaces de seguir eternamente con estos recuerdos, aunque uno se pregunta qué otra cosa le queda a un anciano. Pero vemos que Dalva entra con su coche en el patio, para hacerme una visita, y Lundquist se va. A través de la ventana puedo ver a Charlene sentada dentro del coche, el sol reflejándose en su cabellera. Si duda debí haberle pedido que posara para mí. Dalva entra en el estudio y me abraza, luego me pone la mano en la frente para comprobar si tengo fiebre. Dice que está ardiendo y se le humedecen los ojos. Sigue convencida de que la causa de mi enfermedad es ella, pero la tranquilizo asegurándole que mi bronquitis es anterior a su aventura. También le cuento la historia del primer ataque al corazón que padecí, pero no participa de mi sentido del humor. Empieza otra vez a pedirme disculpas y la interrumpo de inmediato, diciéndole que invite a entrar a Charlene para jugar un poco al gim rummy. Añado que nunca he sido tan feliz en mi vida, y es la más absoluta de las verdades. Lo que Dalva hizo hace varios días fue montar en su coche antes del amanecer e ir en busca de Duane. Naomi vino a verme a media mañana, al enterarse de que no había ido al instituto. Yo estaba sentado en mi sillón en medio del prado, con el termo de café bautizado con whisky para mi tos, disfrutando de un breve veranillo de San Martín y observando cómo los perros dormitaban sobre la hierba, con la excepción de Sonia, que excavaba junto al sillón para cazar a los ratones. Naomi giró con brusquedad tras pasar la verja y aceleró hacia mi sillón, dando tumbos sobre el accidentado terreno. Al enterarme de la noticia, imaginé que Dalva habría ido a Parmelee y que allí le habrían dicho que Duane estaba en la cárcel de Chadron. Yo lo sabía porque hacía una semana el shériff de Dawes County me había avisado, y luego encargué a Quigley que fuera allí desde Valentine para pagar la fianza y entregarle algo de dinero. Quigley así lo hizo, y por teléfono me informó de que Duane pensaba irse a Oregón para trabajar como talador de árboles. Esto resultaba poco creíble en un joven vaquero, pero, ¿quién sabe? Añadí que a través del shériff de Chadron podría averiguar si Dalva se presentaba en la cárcel, y por Rachel si Duane se hallaba en Buffalo Gap, aunque no lo creía probable. Naomi escuchó con atención y decidió regresar a su escuela rural, diciendo que volvería por la tarde. Estábamos sentados en la sala de estar, pasando el rato, cuando a última hora de la tarde llamó el shériff para informar de que Dalva se había presentado en la cárcel y

de que tenía las llaves de su coche, ^aomi habló con Dalva y, de manera sorprendente, siguió sin perder ía calma. Lo arreglé para que se quedara con una familia a quien le había vendido un rancho por un precio bastante razonable al terminar la segunda guerra mundial, y luego telefoneé a Hackleford para concertar un vuelo hasta allí. Naomi se sentía tan aliviada, que incuso se permitió un par de vasos de vino, y hasta bromeó: —Si vas a morir en octubre, te queda menos de una semana. —Lo conseguiré —le dije, y ella se enfadó. Insistió en que iba a llamar al médico, y le repliqué que le dispararía un tiro como asomara por aquella puerta. —¿Qué haremos sin ti? —preguntó. —Tienes a Paul, que es mucho más juicioso. Él cuidará de vosotras. Entonces repitió algunas de sus habituales confusiones con todo lo concerniente al dinero, y le dije que lo que tenía que hacer era gastar un poco, o algo más, y guardar el resto. En cuanto amaneció pareció que haría un día estupendo, así que llamé a Hackleford para que preparara su viejo biplano Stearman, a fin de echar un vistazo desde el aire a la región. Dijo que tal vez hiciera un poco de frío, pero yo insistí, una decisión que por poco acaba conmigo al poco de iniciar el vuelo. De hecho estábamos volando sobre el rancho de Cárter, al norte de Springview y, a pesar de ir bien abrigado, a causa del frío perdí el sentido durante unos minutos. Lo cierto es que no llegué a entrar del todo en calor hasta que llevábamos media hora en Chadron. El shériff vino a recibirme al pie del aeroplano, me hice cargo del coche de Dalva y luego salí hacia el norte de la ciudad, para ir al rancho a buscarla. En cuanto me vio, dio muestras de alegría, pero yo estaba tan asustado por mi desmayo que le pedí que condujera ella. Cristo, pensé, no me gustaría morir de camino a casa. Así que, a fin de que yo pudiera descansar, efectuamos el trayecto de dos horas hasta la cabaña de Buffalo Gap. Por alguna razón especial, creí que sería apropiado que Dalva conociera a Rachel, y al llegar hablé con mi rudimentario lakota para pedirle a Rachel que fuera discreta acerca del asunto de Duane. Dalva salió a dar un paseo con el caballo bayo, y aproveché para decirle a Rachel que yo moriría muy pronto. —Lo sé —fue su respuesta. Dormí unas cinco horas en el sofá y luego nos marchamos. Sin embargo, antes de partir, mientras me despertaba, oí que Dalva hablaba por teléfono con Naomi y le decía que estaríamos en casa a medianoche. Recé una plegaria a un dios desconocido para conseguirlo. Mi nieta ya tenía suficientes problemas sin que yo estirara M pata, una frase que siempre he encontrado divertida. Estirar la pata... y armar un estropicio, o algo por el estilo. Tuvimos un excelente viaje de regreso y, aunque Dalva protestó, hice que bajara la capota. Nos paramos en Valentine para una cena rápida con Quigley, y estuvimos

hablando de la caza de aves. Fue lo bastante considerado para no expresar preocupación, pero vi la alarma en su mirada. Como había agotado el contenido de la petaca, nos detuvimos a comprar whisky. En la radio no se captaba ninguna emisora interesante, y Dalva cantó para mí. Luego yo le canté algunas canciones de la primera guerra mundial, que encontraba divertidas: «Aquí tienes al kaiser, en su dificultad postrera / Le daremos la patada, a ese hijo de perra». Cosas así. El crepúsculo fue radiante, con el paisaje bañado de luz dorada por unos breves momentos, y oímos entonar las buenas noches a centenares de escribanos trigueros. Me desperté en casa, mientras Dalva me acostaba y dejaba a mi lado la botella de whisky, pues, aunque luego me levantara con resaca, era lo único que parecía mantenerme con vida. Antes de irse, Dalva trajo a Sonia para que me hiciera compañía. En algún momento de la madrugada, y con un predecible dolor de cabeza, tendí la mano hacia aquel cuerpo caliente, pensando que podría tratarse de Neena, pero Sonia, a la que no le gusta que le interrumpan el sueño, dejó escapar un gruñido. Es indudable que no todo era una cuestión mental, aunque una buena parte sí. Eso es todo lo que puedo decir. Ya hay un retraso de cinco días, y he pasado algunos malos momentos con toda esta experiencia de la muerte, teniendo en cuenta que no empecé a prepararme exactamente hasta el año pasado... ¿Qué pienso qué va a suceder, cómo imagino que terminará todo, adonde iré a continuación, si es que voy a alguna parte? Naomi vino con el médico esta mañana, y Paul llega de Chiapas, que se encuentra en el culo de México. Estuve a punto de confesarle al médico que en realidad nunca había hecho el amor con su mujer, pero entonces dijo que mi corazón estaba kaput, una expresión bastante familiar, así que dejé las cosas tal como estaban. También tengo neumonía, y la soñolencia general puede deberse al líquido acumulado en los pulmones. Gracias a Dios por estos grandes favores. En cuanto el médico se fue, disimulando su enojo, bromeé con Naomi diciéndole que sé que a veces, cuando cree que no puedo oírla, se refiere a mí como lord Byron. Se puso colorada. Lo averigüé a través de Lundquist, que se lo oyó decir y me preguntó qué significaba «lord Byron». Le contesté que había sido un elegante caballero que quiso que le enterraran con su perro, una decisión que a Lundquist le pareció muy razonable. El ex gobernador que había intentado ayudar a los Rosenthal pasó a verme y nos dijimos adiós. Rachel también ha bajado de Buffalo Gap. Rachel canta para mí en lakota, tal como mi madre hizo para mi padre. Me embelesa esta continuidad, aunque tengo dificultades para permanecer despierto y mis sueños se llenan de pájaros. He visto unos de la selva mexicana, los quetzals, que no recordaba desde hacía tiempo. Y también un urogallo de cola puntiaguda, aleteando en las fauces de un coyote cerca de Springview.

Paul está aquí y hablamos de naderías, hasta que de repente me siento agotado y le suplico otra vez que me perdone por golpearle estando en el suelo. Me besa en la frente. Llega Frieda Lundquist, que se arrodilla en el patio, delante de mi ventana, y se pone a rezar en voz alta. Paul me ayuda a acercarme a los cristales y me despido de ella haciendo ondear la mano. He logrado superar otra noche, y al despertar encuentro a Rachel y a Paul sentados junto a mi cama. Vuelvo a dormirme y escucho de nuevo aquellos millones de aves. Dios, qué ruido tan grande. Dalva entra en la habitación y me da un beso. Ruth, siempre tan prosaica, murmura: —Siento que te estés muriendo. Le pido a mi querido Lundquist que guarde mi diario. Quiero sentarme en una bala de heno y recostarme contra la pared del establo, como hacía a menudo en mi juventud, cuando el sol de la mañana sobre las tablas de madera del establo te calentaba la espalda a pesar de que el vientre siguiera tan frío. Hola y adiós.

Segunda parte Nelse ¿Acaso no percibes la llamada de tu madre en el espantoso alarido del viento del norte? ANNA AJMATOVA 1 DE JUNIO DE 1986 Estaba casi seguro de haber sentido la tierra moviéndose debajo de mi espalda. La sensación se había repetido varias veces en el lapso aproximado de una hora. Las estrellas oscilaban un poco, y de forma intermitente se volvían borrosas, mi visión hecha un lío por culpa de la fiebre: Virgo con La Espiga, León con Régulo, Bootes menos definida con la excepción de la poderosa Arturo. Es posible que lo hiciera, pero es posible que fuera una ilusión. No soy capaz de ver la diferencia, un asunto muy delicado que nosotros los primates siempre hemos intentado trascender. No se trata de estudiar la incidencia de un fenómeno, y tampoco de mí. Estaba revisando el habitat de un martín pescador en las remotas márgenes del Niobrara (empleado temporal en Seguimiento de Aves Migratorias, perteneciente al U.S. Fish and Wildlife Service), y dos días antes me había detenido en Lincoln para repasar mis notas de campo con mi jefe, al que habían ascendido sin haber tenido tiempo realmente de estudiar más pájaros que no fueran los de su vecindario. La ironía del éxito es que te ascienden desde fuera hacia dentro. Discutimos sobre el fuego primaveral que había hecho un granjero con las grullas canadienses que habían muerto congeladas en las cercanías de Fort Kearny. Un error de la fenología, puesto que algunas habían llegado demasiado temprano y se habían visto atrapadas por una tormenta de nieve. Dijo que yo era un nómada envidiable, al tiempo que se tragaba tres tabletas de ibuprofén. Concluida la tarea, llamé a J. M. y nos encontramos en una librería. Por teléfono me había advertido de que se estaba recuperando de una gripe. Le compré un libro de Octavio Paz, pues debe rendir cuentas exactas a su marido del dinero que gana en un educado, inofensivo y ultralimpio club de striptease. Ella desea dar clases de mglés, y también posee estudios secundarios en enseñanza de la danza. Su marido, un estúpido zoquete de Sioux City, de ascendencia noruega, trabaja desde siempre en su doctorado en antropología. Le recuerdo vagamente de cuando yo era un estudiante universitario fracasado, de esto hará unos ocho años. J. M. me contó que él intenta hablar con la pipa en la boca. Es inevitable, siempre hay licenciados que pretenden parecerse a los excéntricos profesores de antes. Son propensos a reír

entre dientes en vez de hacerlo de manera abierta. ¿Sentía menosprecio por ese hombre por el hecho de que yo jodierá con su mujer? Es muy probable. Tomamos una copa rápida en el Zoo Bar, y la estudié con detalle. Estaba algo ojerosa por la gripe que acababa de pasar, pero al anochecer yo salía para las Sandhills y no queríamos perder la ocasión. Era nuestro tercer encuentro desde que vi su espectáculo de striptease en abril, en el que saltaba por los aires y caía despatarrada. Yo andaba más acelerado que un motor diesel y le lancé un billete de cien dólares antes de irme. A la tarde siguiente, por un fantástico golpe de suerte y después de una breve búsqueda, la vi caminando por el campus universitario con su bolsa del gimnasio. Aparqué el coche una manzana por delante de ella y saqué a Ralph a mear. Ahora él ha desaparecido, y sólo con escribir su nombre se me hace un nudo en la garganta. Creo que era un perro medio ojeador y medio labrador, aunque no dispongo de pruebas al respecto, ya que me lo encontré siendo un cachorro cerca de un campamento en las afueras de Clayton, Nuevo México. J. M. se detuvo al verme, luego sonrió a Ralph, que se le acercó y le dio un buen olfateo. Ella miró mi vieja camioneta con el remolque de la tienda de acampada, que ya tenía diez años, y luego, de manera crítica, mi indumentaria. —Debería devolverte los cien pavos, pero mi marido ya sabe que los gané. No creo que puedas permitirte grandes derroches... —Se agachó para acariciar a Ralph y capté la curvatura de sus muslos internos antes de que se remetiera la falda veraniega. Esto me distrajo y ella se echó a reír—. Dios mío, si ya me has visto casi desnuda. Por cierto, ¿a qué te dedicas? —Soy un nómada. —No me gusta que me tomen el pelo. Supuse que eras un trabajador de la construcción. Algunos son los bastante estúpidos como para lanzarme el salario de un día. No ocurre muy a menudo, pero a veces pasa. —Apostaría a que eres de los alrededores de Neligh. Quizá muy cerca de Verdigre. Ella se sonrojó un poco. Su voz era demasiado formal para proceder de una ciudad, y la manera de hablar de aquellos lugares era fácil de detectar. —Bastante cerca, listorro —dijo, y vaciló un poco con lo de «listorro». Luego permanecimos unos instantes en silencio, y Ralph empezó a impacientarse. Me recordaba las bocas de dragón, una de mis flores domésticas favoritas, aunque no estaba lo bastante cerca como para percibir su olor. —¿Te gustaría dar un vuelta? Estamos en primavera. —Ya te he advertido que estoy casada. Ni siquiera me has dicho a qué te dedicas ni quién eres. Le hice un breve e inofensivo resumen mientras ella desviaba la vista mirando los coches que pasaban por allí. Dibujó una imaginaria X en la acera y dijo que estuviera allí dentro de dos horas, que para entonces ya habría tomado una decisión. Al alejarse, Ralph intentó seguirla. Ella comentó que llevaba un emparedado en la bolsa del gimnasio y llamé a Ralph para que volviera.

Y eso es lo que hay. Fueron dos horas espantosamente largas, pero al regresar allí, ella ya me estaba esperando, y subió a la camioneta sin decir palabra. Durante las siguientes manzanas estuvo manoseando mis guías de aves y de botánica, y también el libro de Olaus Murie, Rastros de animales, del que hojeó algunas páginas. —No quiero ir a un motel —dijo. —Yo tampoco. Si quisieras ir a un motel tendrías que ir tú sola. Rió con sequedad ante mi comentario, pero el labio inferior le temblaba. Volvió a mirarse Rastros de animales, y preguntó si podría seguir el suyo. —No por la acera. En el campo quizá. Se volvió a mirar a Ralph, que estaba dentro del remolque de acampada, algo irritado por el hecho de verse desplazado de su asiento. Comunicado esto, se echó a dormir. Conduje unos cincuenta kilómetros, más allá de Garland, a una zona destinada a la repoblación forestal, donde dos años atrás había estado efectuando el contaje de la curruca. Era un cálido día de finaos de abril, y los labios de ella dejaron de temblar en cuanto llegados al campo. Después de aparcar el coche en una carretera de doble dirección que cruzaba las quince hectáreas de bosque, y mientras le daba una galleta a Ralph por su paciencia, ella escapó. Echó a correr como un saltador de obstáculos y me quedé impresionado al verla desaparecer entre el verdor primaveral. Había llovido hacía poco, así que no era difícil seguir el rastro de sus huellas. Avancé a buen ritmo, estudiando el suelo, y cuando alcé la vista la encontré sentada en el tocón de un árbol, la falda floreada enrollada por encima del pecho. En el aire había mosquitos, de modo que hice que se pusiera en pie y me arrodillé para frotarle una loción antimosquitos por las piernas y el trasero, al tiempo que le besaba el sexo. Ella dejaba escapar maravillosos sonidos, que parecían pertenecer al bosque. La primera vez se limitó a inclinarse contra el tocón. Durante un momento de reposo, me dediqué a identificar para ella plantas, árboles y flores silvestres. Más tarde, la única dificultad que tuvimos fue limpiar de sus rodillas las manchas de tierra y de hierba. Nuestro segundo encuentro, dos semanas más tarde, fue más problemático. Dijo que había «entrado en razón» y que sería la última vez. Caía una lluvia muy intensa y de una patada se cargó un botón de la radio del coche. Eso hizo que se ruborizara. Había chillado y luego se había ruborizado. Tenía el cuerpo tan firme a causa de la danza, el gimnasio, la natación y el trabajo en la granja de su padre, que me sentí atrapado dentro de ella. Se puso parte de mi equipo para la lluvia y estuvimos paseando, a pesar de que el aguacero no paraba. Se había casado a los diecinueve años, y a su marido lo había conocido cuando él trabajaba en unas excavaciones arqueológicas en la confluencia del Niobrara con el Misuri. Él parecía inteligente y noble comparado con los patanes de la zona y los muchachos de la fraternidad que había conocido durante el primer año en la universidad. De eso hacía tres años. Trabajaba como bailarina de striptease, lo mismo que otras chicas de las clases de

danza de la universidad, porque en una sola noche podía triplicar lo que ganaría como camarera en una semana. Eso también excitaba a su marido, algo que a ella le desconcertaba. —Debo de ser un animal —dijo. —Por supuesto que lo eres —contesté, y eso la enojó. Me costó una hora convencerla de que su reconocimiento era algo irable. Había dejado salir a Ralph y mató a una joven marmota, lo cual no contribuyó a solucionar las cosas. Tuve que meterme debajo de la camioneta para quitarle la marmota, y al rodar dentro de un charco para salir, alcé la vista y vi mi impermeable en torno a su trasero desnudo: una visión electrizante. Había corrido ya bastante mundo a mis veintinueve años, pero no había visto nada semejante a ella. Entonces me miró, se echó a reír y se arrodilló sobre mi nariz y mi boca, al tiempo que yo sentía el frío charco empapándome el trasero. El tercer encuentro se produjo al contagiarme yo de su gripe, antes del viaje a las Sandhills. Después de que me avisara por teléfono, le dije que me importaba un cuerno si ella tenía o no el sida. Esto pasaría por romanticismo entre los de mi generación. Sin embargo, aquella cita resultó extraña por mis otras preocupaciones y también por las de ella. Yo había estado en Santa Monica rastreando a mi madre, en el viejo sentido de la palabra, pero no a mi madre adoptiva, sino a la de verdad, sin duda más por curiosidad que por un imaginario afecto hacia alguien a quien no había visto en mi vida. De regreso a Nebraska, rumbo a una de mis guaridas en donde reflexiono sobre mis cosas, en una parada de camioneros de las afueras de Tucson, Arizona, me habían robado la camioneta. Había bajado para llenar el depósito y, al notar que la garrafa de agua estaba casi vacía, corrí a comprar una en la gasolinera. Al salir, la camioneta había desaparecido. Un empleado dijo que había visto a un joven mexicano «vigilándola». Allí dentro tenía todo mi equipo, además de los diarios pertenecientes a una década de trabajo, junto con una pequeña biblioteca. Pero lo más importante de todo, y con gran diferencia, era mi amigo Ralph. Telefoneé a la policía, cogí un taxi hasta un motel, y allí me quedé tres días a la espera de noticias que nunca llegaron, aunque por alguna razón tampoco las esperaba. J. M. se sentía melancólica y volvió utilizar el término «entrar en razón», lo cual parecía estar muy lejos de ser una solución para cualquiera de los problemas que pudiéramos tener. La compatibilidad sexual había sido un elemento muy raro en mi vida, y sin duda nosotros la teníamos. Ella sentía mucho la pérdida de Ralph, pero luego me pidió que le explicara cómo había conseguido la nueva camioneta Chevy. Ya le había contado que vivía de una asignación mensual de seiscientos dólares que me había dejado un bisabuelo al que nunca había conocido, y del que nada sabía. Con aquello, y con lo que pudiera gorronear por allí, vivía espléndidamente bien por debajo de lo que ella consideraba el «nivel de pobreza». Como procedía de una familia bastante pobre, no simpatizaba mucho con mi manera de vivir, pero yo

tampoco quería explicarle cómo había obtenido la nueva camioneta. A pesar de que hacía un día agradable y soleado, sólo hicimos el amor una sola vez durante más o menos la primera hora. —¿Te gustaría que huyera contigo y te ayudara a encontrar al perro? —Por supuesto —contesté, y ella se sentó sobre mi regazo, tumbados en el suelo. —No puedo —dijo ella, aunque mi respuesta la había complacido, pues sabía que lo decía en serio. Sin embargo, yo debía preguntarme qué estaba haciendo, o por fin me lo había preguntado, de la misma forma que ella ya lo había hecho también. Ambos éramos unos intrusos en la vida del otro, y era poco probable que cualquiera de los dos itiese que algo que había empezado de forma tan accidental fuera a durar. Hicimos el amor otra vez, y ella me dio a entender que no volveríamos a vernos. Después de haber pasado casi una década huyendo de cualquier trampa que pudieran tenderme los humanos, debería haber sentido cierto alivio, pero no fue así. Tenía mis buenas razones para desdeñar el futuro, pero era indudable que no podía aceptar el hecho de que no la volvería a ver, una desaparición tan definitiva como la de Ralph. En el camino de vuelta a Lincoln, nos paramos en una aislada carretera secundaria y empezamos a hacer el amor otra vez, pero entonces pasó por allí un cartero rural y nos saludó. Aquello terminó con lo que estábamos haciendo. Yo le devolví el saludo y ella se dejó caer en el suelo, muerta de vergüenza. La tarde degeneró todavía más al preguntarle qué importaba que un cartero le viera las tetas si tres noches a la semana hacía striptease. Se lo tomó como una crítica a su trabajo. La situación adquiría el tono peculiar e irracional que a una mujer le viene de perlas cuando no quiere entenderte. Pretende enfadarse para no tener que verme otra vez, pensé. Ella no lo diría, pero al dejarla a unas manzanas de su apartamento se inclinó hacia mí, me besó en la mejilla e intentó decir adiós con voz ahogada y tartamudeante. Cometí la estupidez de agarrarla del brazo y luego soltárselo. Se alejó por detrás de la camioneta, y me la quedé mirando por encima del aviso EN EL ESPEJO LOS OBJETOS ESTÁN MAS CERCA DE LO QUE PARECEN. ¿Qué tenía yo en la cabeza? Desde que la vi, no había pensado en las posibles consecuencias. Dentro de la camioneta, en plena calle bajo el calor de la tarde, me sentí como un capullo entrometido. ¿Que sabía de ella, aparte de unos pocos datos conmovedores? A sus doce años, la vaquilla que cuidaba en el Club Charolais, asociación rural juvenil patrocinada por el Ministerio de Agricultura, había obtenido un tercer premio en la Feria del Antílope del condado. Había aprendido español de su madre, que pasó gran parte de la infancia en México, donde su abuelo trabajaba como ingeniero de minas. Su madre había estudiado un semestre en la Universidad de Nebraska antes de nuedar embarazada de un granjero que estudiaba gracias a una beca, terminó en una mediocre finca de setenta hectáreas, suficiente para no pasar de una refinada pobreza. Su madre veía a J. M. pasando por los mismos apuros

que ella. Estaba enterada de que hacía striptease, pero su padre lo ignoraba. J. M. se había quedado impresionada en la recepción que diera el decano para los estudiantes de doctorado, al descubrir que «toda la casa estaba enmoquetada». La poesía le gustaba en español, pero no en inglés, porque en esta lengua le resultaba misteriosa. Sus partes eran las más encantadoras que he visto en mi vida. Dada la exageración con que se habla en esta época, debería comparar su perineo con la capilla Sixtina, o algo por el estilo. Me contó que sus padres no se habían podido permitir el lujo de ponerle correctores en los dientes, y se mostró modosamente complacida al asegurarle que no me gustaban los dientes de revista. Y eso era todo, excepto que había obtenido la nota máxima en todas sus asignaturas, que el plato favorito de su marido era la carne de cerdo con col fermentada, y que a ella no le gustaba. Yo la consideraba mucho más inteligente de lo que ella pensaba que era. En Nebraska, lo que más se valora de la inteligencia son los aspectos puramente funcionales. Aquella noche no llegué más allá de Broken Bow. Estaba tan preocupado por J. M. que me olvidé de comer, y al darme cuenta ya era demasiado tarde, de modo que me acosté dentro del saco de dormir, en medio de un campo de alfalfa, cuando aún quedaba un rastro de luz por el oeste. Espanté lo que debía de ser la segunda nidada de un escribano triguero, pero al final se tranquilizó y acerqué curioso mi cabeza todo cuanto pude en la creciente oscuridad. Al amanecer me sentía más hambriento que nunca, aparte de mojado y tiritando por el rocío, con la lona protectora todavía guardada en la camioneta. Aquella estupidez hizo que me estremeciera con un destemple generalizado, hasta el punto de volverme casi ciego a la belleza de la mañana, y de que se me olvidara inspeccionar la barrera protectora de árboles en busca de la lechuza que había oído durante la noche, sin duda un cárabo común, teniendo en cuenta su jadeante grito. Al aparcar delante de un local de comidas baratas, vi que un corpulento granjero me estaba observando. Nada más entrar me dijo que le debía una taza de café por el alquiler del metro cuadrado de alfalfa sobre el que había pasado la noche. Asentí y, tal como me indicó, me senté con él a desayunar. Le dije que me estaba amodorrando, y que de haber seguido habría podido dar una vuelta de campana con la camioneta, prendiéndole fuego y desperdigando las malas hierbas que había visto en la cuneta, sobre todo lechetrezna. Se rió ante mi argumento, y luego comimos en silencio mientras él escuchaba el informe matutino de los granjeros y los ganaderos con la habitual melancolía de los campesinos al escuchar las cotizaciones. A media mañana llegué al sitio que me habían asignado, un rancho de grandes dimensiones localizado al norte de Bassett. Una mujer de mediana edad, que supuse sería la esposa de algún jornalero, me acompañó al despacho. El dueño era un anciano caballero confinado a una silla de ruedas, que de inmediato comentó que yo tenía cierto parecido con un amigo suyo, muerto hacía tiempo. Eso hizo que

me sintiera algo incómodo, pues yo sabía que la muchacha que me había engendrado se había criado a unos cien kilómetros de aquel rancho. Me sorprendió saber que el anciano tenía noventa y un años, pero la región de las Sandhills es famosa por la longevidad de sus habitantes. Su voz tenía la claridad de una campana, y se mostró curioso y divertido con el proyecto. Se resistía a tener gente del Gobierno en su propiedad, pero algo tan inofensivo como contar pájaros le resultaba interesante. Pensé en explicarle que yo no era ornitólogo en realidad, una profesión tan territorial como las especies que ellos estudian, pero comprendí que esto podía ser motivo de controversia. Me dijo que una de las pocas cosas que lamentaba era haber disparado contra un águila real ochenta años atrás, pero que un vaquero medio ponca se había alegrado de que le regalara el emplumado cadáver. Añadió que los poncas eran más fiables como vaqueros que los sioux o los pawnees, aunque no tan buenos jinetes como los sioux. Entonces se me ocurrió que la historia se estaba materializando en la forma de un anciano nacido pocos años después de la masacre de Wounded Knee y que había luchado en la primera guerra mundial. Según los patrones actuales, tenía que ser un hombre rico con un rancho que se acercaba a las cuarenta mil hectáreas de terreno, pero había pocos indicios de ello, como no fuera en el caro telescopio montado en el porche delantero de la casa. Le gustaba mirar las estrellas que de pequeño le habían asustado, si bien no explicó por qué razón. Se ofreció a prestarme un caballo al indicarle en un mapa topográfico el sitio que andaba buscando. La carretera de doble dirección más cercana estaba a varios kilómetros de allí, y el subsuelo arenoso de aquella zona de pastos era demasiado frágil para mi camioneta. Le Hije que iría a pie, que no deseaba tener que cuidar de un caballo. Al despedirnos preguntó sobre qué clase de pájaros iba a efectuar el contaje en una franja de dieciocho kilómetros a lo largo del Niobrara y le dije que se limitaría al martín pescador, al avetoro americano y a la garza de dorso verde. Mientras reunía mi equipo, un joven vaquero con el que no querrías subir a un cuadrilátero se acercó e intentó burlarse de mí con el asunto de los pájaros, pero le repliqué que contemplar a los pájaros era mucho más atractivo que mirarle el culo a las vacas todo el santo día. Cualquier blandengue anima al matón que hay en esa gente, así que hay que marcar los límites. En vez de molestarse, estuvo de acuerdo conmigo, y se ofreció para señalarme en el mapa topográfico un manantial que a su parecer era el mejor sitio para acampar. Me describió a su pájaro favorito, moviendo los brazos para indicarme cómo se posaba sobre los postes de las cercas. Supuse que se trataba del chorlito, y a continuación me preguntó cuántos tipos de pájaros había en la tierra. Cuando se lo dije exclamó: —¡Ostia, tú, pues no te jode! En el duro trayecto a pie me sentí como si me tambaleara al andar, pero todavía no sospeché nada. Mis percepciones estaban un poco descentradas, y al encontrar un mirlo de cabeza amarilla pensé que había algo raro en él. Me detuve junto a un

pequeño estero, a pensar en cómo tenía que ser. El pájaro estaba bien, de modo que tal vez fuera mi mente la que no estaba bien. Un compañero de habitación en la universidad, por otra parte bastante estúpido, solía decir que «la realidad es la mayor ilusión del género humano», frase que había plagiado de un profesor de psicología, el cual la había sacado de Erik Erikson. El pájaro parecía una nueva invención bajo la opaca luminosidad de la nubosa tarde, aparte de la ilusión adicional de que yo podía verlo como una holografía: o sea, que todas las partes del pájaro eran visibles a la vez. Una experiencia no del todo extraña en anteriores etapas de mi vida, debido a un trastorno de la percepción (una lesión bastante habitual entre los jugadores de fútbol americano). También había echado a perder la caminata, bastante corta (unos ocho kilómetros), por no estar atento al mapa topográfico, con lo cual tuve que subir a gatas una escarpa cuando había un camino más fácil circundándola. En el accidentado oeste, una brújula puede ser engañosa sin un mapa topográfico, y no hacer caso de éste a menudo significa romperte el culo en lugar de elegir una ruta más baja, que sería más sencilla. Además, pensaba tanto en J. M. que iba algo distraído, a pesar de que en el fondo de mi conciencia sabía que circulaba por el habitat de la serpiente de cascabel más peligrosa del oeste. Tan sólo unos instantes después, percibí un zumbido entrecortado en una acumulación de piedras y, a pesar de la pesada mochila, di un gran salto en diagonal. Era un crótalo enorme y, si no llego a saltar, habría dejado mi pierna izquierda dentro de su radio de acción. Me quedé unos instantes irando su irritabilidad —los hay que son bastante pasivos— y luego me largué. Acampé alrededor de las cinco y de inmediato me quedé dormido unas cuantas horas, lo cual era un indicio de que estaba enfermando. En general suelo trazar un amplio círculo para estudiar mi ubicación, anotar sus peculiaridades, su geología, su flora y la posible fauna, pero esta vez me dejé caer en un repliegue de la ladera de una colina, permanecí unos minutos mirando abajo, a las verdes y turbulentas aguas del Niobrara, y me dormí en medio de retorcidos sueños acerca de una demacrada J. M. y de mi madre adoptiva haciendo martinis con una garrafa de vodka decolorado. Ya casi estaba oscuro cuando encendí una hoguera, freí unas lonchas de bacon, me hice un emparedado de cebolla y le añadí un puñado de berros picantes que había cogido del manantial del vaquero. Pero sólo fui capaz de dar un par de mordiscos. Añadí a la hoguera unas ramas verdes para fumigar y desanimar a los incordiantes mosquitos, maldiciendo mi ineptitud por no haber acampado en lo alto de la colina. Si debo ser franco, me sentía peor que una piltrafa, y el descubrimiento de unas nubes de tormenta por el oeste significaba que tendría que plantar mi pequeña tienda, a pesar de que prefería dormir al raso debido a mi profunda claustrofobia. Ya lo comentaré más adelante, si viene al caso, pero las fobias son patéticamente explicables, y sin embargo difíciles de curar.

Frente a la humeante luz de la hoguera casi lamenté mi impulso por encontrarme con J. M., en parte porque tenía la polla tan irritada que no podía dormir boca abajo, mi postura habitual, y en parte porque podía notar que la fiebre me estaba subiendo, aparte del dolor en la piel y las articulaciones. Era un sitio tan bueno como otro cualquiera para pasar la gripe, un eufemismo común en Nebraska. El ruido del río allá abajo me producía vértigo, y mi mente extraía colores del paso del agua por los rápidos o por los encalmados remolinos, y del potente reencuentro de las aguas a medida que el río se estrechaba al acercarse a un recodo. En torno a la medianoche me tomé la temperatura y vi que llegaba casi a los cuarenta grados. La tienda se había vuelto tan asfixiante que el sudor me escocía en los ojos, así que me arrastré afuera y me levanté bajo la luna en cuarto creciente. Río abajo, percibí el canto de un chotacabras. Ni siquiera Mozart habría podido conseguir algo similar, y tampoco el somormujo. La última nube de tormenta se alejaba por el este y yo estaba ardiendo, y medio disfrutando con aquello. Como en el singular viaje con peyote que hice en mi juventud, era algo a lo que no valía la pena resistirse. Entonces oí a dos coyotes, y de nuevo al chotacabras. Parecían intrigados y se contestaban mutuamente. En aquellos momentos el cuero cabelludo me dolía más que la polla, y les dije a los mosquitos que se concentraban sobre mi piel que se lo pasaran en grande. Sólo las plantas de mis pies estaban a gusto en o con el frío rocío sobre la hierba. Y fue en ese preciso momento que decidí tenderme desnudo sobre la hierba, de cara al este. Notaba el delicioso frescor de la hierba bajo mi espalda, y me dediqué a estudiar las constelaciones, en extremo brillantes lejos de cualquier luz ambiental. Las estrellas relucían y la Vía Láctea era una franja ancha y lechosa en medio del cielo. Por vez primera, sin duda debido a mi estado febril, sentí de manera palpable que era yo quien se movía, en lugar de las estrellas: algo no menos sorprendente por el hecho de que fuera cierto. Había llegado la hora de cerrar el negocio. Me dejé ir. Sentí que la tierra se movía con suavidad debajo de la espina dorsal, y percibí un tipo de vértigo muy peculiar, pero no podía impedir que la tierra siguiera dando vueltas, ¿verdad? El día siguiente fue memorable por lo negativo. No podía retener los líquidos en el estómago por mucho rato, y mucho menos los alimentos. La brisa soplaba del suroeste y el aire era cálido y bochornoso. Me vi obligado a entrar en la tienda para protegerme del sol, pero dejé las cortinas abiertas de par en par a fin de evitar la sensación de encierro. Entre mi escasa colección de héroes se encuentra Loren Eiseley, que dijo: «Por la noche uno debe soportar la realidad sin ningún tipo de ayuda». Esto también puede ocurrir en pleno mediodía, pensé. Seguía acordándome de una leve intoxicación por alimentos en mal estado durante una acampada al sur de Deming, en Nuevo México. Raras veces enfermo, por eso Ralph se asustó hasta tal punto que en mitad de la noche metió el hocico en mi saco de

dormir, viendo que yo tenía frío y temblaba por culpa de la deshidratación, aunque sin echar de menos, como me ocurre ahora, la compañía de mi madre. Inmerso en mi fiebre, apenas era capaz de amalgamar las semanas que habían transcurrido desde la desaparición de Ralph. Ahora lloro, consciente del retraso en hacerlo, tal como me ocurrió con mi padre cinco años atrás. Él había muerto de un aneurisma sentado ante su escritorio en Omaha, y, como me correspondía, regresé a casa un par de semanas desde el extremo oriental del cañón de Chelly, en Arizona. Volví a mi guarida, como llamo a ciertos lugares, y al comprender lo importante que había sido mi padre para mí, había transcurrido ya un mes desde su muerte. Entonces rodé sobre la tierra y pude echarme a llorar. La ausencia de Ralph empezaba a abrumarme dentro de la calurosa tienda, en parte porque en el pasado a menudo había plantado aquella misma tienda a fin de que a su sombra pudiera protegerse del sol, ya que su oscuro pelaje absorbía mucho calor. Era un maravilloso cobardica, y durante las caminatas, ante cualquier señal de peligro, real o imaginario, empezaba a ladrar y se escondía detrás de mí. Varias veces, sobre todo durante largas caminatas, se había negado a seguir, y me había visto obligado a llevar en hombros sus veinticinco kilos de peso. Sabía que las probabilidades eran pocas, pero si el ladrón de la camioneta lo había soltado y alguien se había hecho cargo de él, sin duda sería feliz mientras lo alimentaran antes de las tres de la tarde. No soportaba esperar a después de las tres para comer. Esta soledad por la ausencia del perro salió a borbotones por mi garganta junto con los dos litros de agua que acababa de beber. Lágrimas y vómito. ¿Qué más podía añadir, como no fuera sangre? El recuerdo de un perro perdido era tan claro e intenso comparado con el de una madre perdida, a la que había imaginado inútilmente cientos de veces. Nuestros sueños parecen capaces de inventar personas nuevas, pero no son más que eso, invenciones. Bajé con paso torpe por la ladera de la colina hasta el río y en una ocasión resbalé unos cuatro metros sobre mi trasero, pues el estado febril se burlaba de mi coordinación. Me deslicé dentro de un fresquito remanso, y por seguridad me agarré de la raíz de un árbol que sobresalía. Estaba lo bastante sereno para avistar a un martín pescador volando río abajo, no muy por encima de mi cabeza, y luego posándose en una rama, donde protestó por mi intrusión. Salí del río y repté a gatas para regresar a la tienda. Antes de volver a dormirme, pensé que me encontraba al final de una línea divisoria, aunque no estaba muy seguro de cuál sería su naturaleza. Me desperté poco después de las cuatro de la madrugada, más o menos una hora antes de que amaneciera, tras haber dormido casi quince horas. Pensaba que había oído los ladridos de Ralph, pero tan sólo era el aullido de un coyote al otro lado del Niobrara. Notaba el estómago despellejado, pero las náuseas habían remitido, y me pregunté qué podría comer que resultara inofensivo. Soplaba una ligera brisa

procedente del oeste, pero suficiente para alejar los mosquitos mientras preparaba una hoguera. Miré hacia la luna, que se estaba ocultando, y deseé que J. M. estuviera allí conmigo; luego intenté aceptar el hecho de que era poco factible. Tan pronto como las ascuas estuvieron a punto, cociné un poco de arroz e hice té, pensando que mi estómago aún no estaba preparado para el café, y volví a dormitar. Al otro lado del río, los coyotes estaban en plena cacería, y los gimoteos se habían convertido en un coro, algo que normalmente habría anotado en mi diario. Me preguntaba cuánto tardaría en llegar la decepción por los diarios perdidos, pero dudé que alguna vez lo percibiera. Recordé que la última anotación era del campamento 403 al sur de Ajo, en Arizona, adonde había seguido con cierta vergüenza a mi madre, para luego cambiar de idea al ver que ella giraba hacia el oeste por una carretera secundaria que conducía al Cabeza Prieta. Hasta entonces estaba convencido de que me limitaba a inspeccionar su viaje de regreso a casa desde Santa Monica a Nebraska con un Subaru algo destartalado, un vehículo bastante excéntrico para alguien que procedía de una familia adinerada. Mucho antes de renunciar a seguirla se me ocurrió que aquel viejo coche era un agradable indicio de su carácter. Mientras bebía el té y comía el arroz, miré hacia abajo por la ladera y, en la borrosa luz del alba, descubrí una avoceta vadeando un banco cubierto de cañas y cómo la niebla se le ensortijaba en torno a las larguiruchas patas. Sin darme cuenta, alargué la mano en busca de uno de mis diarios perdidos, y por vez primera en varios días me reí. Nuestros nombres son sólo un artificio. Sonidos establecidos. Nada más. Nombres cristianos, nombres musulmanes, nombres budistas. Imaginé mis cajas con los diarios al borde de una carretera de Sonora, donde los habrían tirado pensando que no tenían ningún valor. No despertaban ninguna emoción. Representaban una fenología humana irracional: llegadas, partidas, latitudes, longitudes, nombres de sitios, fauna, flora, clima, un interminable flujo de pensamientos deambulando por distintos lugares, a lo largo de nueve años, y preguntas relacionadas con los libros que estaba leyendo, fragmentos de conversaciones que habían llegado a mis oídos, descripciones de personas a las que había conocido, las ocasionales mujeres con las que me había acostado, amores caprichosos, supuesta sabiduría, ideas descartadas, descripciones de paisajes, torpes análisis geológicos (la ciencia nunca me había gustado), reflexiones sobre mi privada y algo incoherente religión. Pero era mi propio nombre lo que provocaba una dolorosa risa en mi vientre, bajo la claridad mental de la deshidratación y de los dos días de ayuno forzoso. Después de curiosear e investigar un poco había dado con dos nombres completos acerca de los cuales vale la pena escribir. El ya difunto patriarca de una familia, de hecho muerto a los pocos meses de que yo naciera, insiste en darme un nombre legal a pesar de que yo, una criatura de tan sólo un día, pase a manos de mi madre adoptiva. Mis padres, como es lógico, me dan el nombre de su propia elección, aunque eso no tiene nada que ver con la absurdidad de los nombres.

En el interior de la cubierta de cada uno de mis diarios, en la esquina superior izquierda, figuraba mi nombre y el teléfono de mi madre en Omaha. La idea del diario surgió de mi padre, un día de abril, cuando abandoné definitivamente la universidad al terminar el último año. Había protagonizado un leve estallido de violencia, o así lo calificaron: volqué el escritorio de un profesor con la esperanza de atraparle debajo, pero logró apartar la silla justo a tiempo. Se hizo añicos un pisapapeles, al parecer valorado en mil dólares, y yo pasé la noche en la cárcel de Lincoln por haberme resistido con moderación a los agentes que pretendían arrestarme. Por la mañana se presentaron mi padre y un joven socio de la firma de abogados de Omaha, en donde mi padre era uno de los socios más antiguos, pues el joven era una lumbrera con mucha labia, y en cambio mi padre sólo llevaba asuntos relacionados con empresas. Para mi examen de antropología yo había investigado historias de coyotes entre los poncas, los pawnees y los omahas: conocía a varios de estos últimos desde que a los trece años me expulsaron de los boy scouts por llevar a un omaha borracho a una reunión de mi grupo. Mi supervisor, un melancólico joven que desempeñaba el cargo de profesor auxiliar, y que al cabo de poco regresaría al negocio paterno de venta de coches en Texas, me advirtió que tendría problemas si hacía algo tan poco científico como limitarme a hablar con los actuales nativos, en vez de recurrir al amplio material de investigación disponible, escrito por gente cualificada. Para resumir esa historia de por sí aburrida, digamos que un profesor titular insistió en que tenía que repetir el examen, o de lo contrario me catearía. En realidad se rió por lo bajo y me tildó de «romántico humanista». Repliqué con la pobre excusa de que yo era un mestizo lakota (tan sólo una tercera parte de mi sangre lo era, lo cual sería como decir casi nada), un hecho que me había empeñado en hacer público a los trece años, provocando la lógica consternación de mis padres adoptivos. Pero el profesor era uno de esos espíritus patéticos que han dedicado toda su vida a intentar establecer la antropología como una verdadera ciencia, celosos tal vez de que las grandes sumas de dinero vayan a parar a los arqueólogos o a las ciencias puras. Dijo que mis genes nada tenían que ver con aquello, como tampoco la obvia emoción que yo revelaba. Dado que había obtenido excelentes notas en antropología y deseaba seguir estudios para posgraduados, ya era hora de que aprendiera disciplina «científica», que no estuviera «manchada» por la emoción. Por algún motivo, fue la palabra «manchada» lo que encendió la hoguera, y de pronto tomé la decisión de volcar su escritorio. El profesor chilló un «¡pequeño insensato!», pero no debía de ser tan pequeño si fui capaz de volcar el pesado escritorio con sus pilas de libros, papeles y recuerdos personales. Como es natural, presentó cargos contra mí y aseguró que había amenazado con tirarle por la ventana, lo cual es muy posible, aunque no lo recuerdo. Si debo ser sincero, fue todo un escándalo, pero un final adecuado para una carrera que ya se estaba desintegrando. Tan sólo una semana antes de aquel acontecimiento, un candidato al doctorado me había visto leyendo a Loren Eiseley

en un rincón del Zoo Bar, e hizo una broma estúpida respecto a que mi héroe era un «romántico humanista». Aquel calificativo era la maldición de moda en aquel entonces, y sin duda también fui demasiado directo en mi respuesta. Es Probable que se extendiera el rumor de que necesitaba un justo castigo. Si lo miro en perspectiva, ahora todo me parece de una patética comicidad. Aquel profesor no estaba mentalmente preparado para enfrentarse a un agudo abogado omaha en una audiencia privada frente al juez. Se le acusó de racismo, agravio étnico, fascismo académico y un montón de cosas más. Yo me libré pagando sólo el pisapapeles antiguo. Pero no fue así con mi padre, que se sentía avergonzado tanto por mi comportamiento como por el del joven abogado. Al salir del juzgado se acercó al profesor, que había pasado de la furia a sentirse aturullado y entristecido, para pedirle disculpas. Los veía de reojo, y la actitud deferente de mi padre me sacaba de quicio, pues yo aún me sentía la parte agraviada. El joven abogado se puso nervioso, temiendo haber ido demasiado lejos en su celo por ganar el pleito en favor del hijo de uno de sus jefes. Y eso era lo que había hecho, en opinión de mi padre. Durante el almuerzo, al que no se invitó al joven abogado, quise hundirme en la dura silla muerto de vergüenza cuando mi padre me recordó que al ponerme al corriente de mis antecedentes étnicos, a los doce años, y con mayor detalle a los dieciocho, aunque por supuesto sin dar nombres, iba a ser la última vez que se hablara del asunto, y desde luego que no lo utilizaría como arma arrojadiza contra «un hombre que si bien era un presuntuoso no dejaba de ser una persona ilustrada». Volcar su escritorio era mucho más grave que cualquier cosa que me hubiera dicho un profesor, o al menos eso pensaba mi padre. Le contesté con la pregunta de que si alguien era injusto hasta el punto de apretarte las pelotas, ¿debías aceptarlo y dejar que continuara? Nunca llegamos a salir de aquel callejón sin salida, tal vez porque no era posible. El almuerzo concluyó con un: —¿Y ahora qué piensas hacer con tu vida? A él le hubiese gustado que siguiera estudios para posgraduados, como si esto fuera a suavizar algunos de los diversos incidentes en que me había visto metido. Le dije que no lo sabía, pero que trataría de averiguarlo. Me preguntó si regresaría a casa para hablarlo con mayor detenimiento y le contesté que no. Esto hirió sus sentimientos, pero de pronto sentí que unas oleadas de claustrofobia me asaltaban desde todos los ángulos del restaurante, en realidad un club para gente adinerada y de la clase alta de Lincoln. Necesitaba salir de allí. Por supuesto que entendía su decepción al ver que yo echaba todo por la borda en un momento en que ya tenía recorrido el noventa por ciento del camino para conseguir mi título universitario. Me levante bruscamente, nos estrechamos la mano y me dirigí hacia la salida sin ninguna protesta por su parte, pues comprendió que yo estaba a punto de sufrir un ataque de claustrofobia. No le volvería a ver hasta siete meses después, por Navidad. Me largué, libre, más o menos blanco, y con veintiún años de edad.

Nueve años después, lo que entonces creí un corazón a punto del jufarto, mientras empapado en sudor corría hacia mi apartamento, cargaba apresurado la camioneta y me dirigía hacia el noroeste, ahora me parece bastante cómico. Dudo que vea garzas de dorso verde tan al oeste, pues esta zona se halla bastante apartada de su recorrido. Éste es el problema más inmediato, una simple tapadera para no pensar en Ralph ni en la circunstancia de que tan sólo un centenar de kilómetros me separan de mi verdadera madre, a la que vi en el Ocean Park Boulevard de Santa Monica cuando cruzó por delante del banco en donde yo estaba sentado. Era atractiva, aunque vestía esas prendas holgadas que muchas mujeres atractivas se ponen para ocultar su atractivo. Aquellos antecedentes étnicos a los que se había referido mi padre se me presentaron de una manera muy peculiar. Hacia finales de los sesenta, en contra de las recomendaciones de mis padres, montaba yo en bicicleta por una zona pobre de Omaha. No pretendía llevarles la contraria, pero por lo visto esto formaba parte de mi naturaleza: una advertencia contra algo hacía que aquello se convirtiera en una interesante probabilidad. En aquel entonces yo me hallaba indefenso ante estos impulsos. Incluso J. M. me dijo el otro día que el niño que hay dentro de mí y el que hay fuera de mí son el mismo. Le contesté que mejor cortara con aquel rollo psicológico, y los ojos se le llenaron de lágrimas. —A esto mismo me refería —replicó—. A ti sólo te gustan los nombres, y la vida no puede ser sólo nombres. Perro, tierra, camioneta, pájaros, gatita. ¿Soy sólo una gatita para ti? Nunca lo había considerado de esta manera hasta entonces, y me quedé helado. Justo eso es lo que quería decir con que J. M. es más inteligente de lo que ella misma se imagina. No me sorprende que su marido deteste muchas de sus percepciones. Volviendo a lo de antes, montaba yo en bicicleta por una zona medio suburbial y me detuve en una pequeña tienda para comprar un helado. Afuera había dos nativos, probablemente omahas, riéndose delante de una boca de riego. Sentí curiosidad y me acerqué a Ver qué había de divertido justo en aquella boca de riego. Los dos vestían harapos y olían a sudor y al jerez de mi madre. Uno se volvió hacia mí y me espetó: —Lárgate a tu reserva, pequeño capullo. Esa noche le pregunté a mi padre qué significaba «reserva», y me contestó que sin duda era una reserva para indios, que quizás uno de los hombres que se reían ante la boca de riego había pensado que yo era uno de los suyos, o algo por el estilo. Debo confesar que en aquel momento no le di mayor importancia. Dos amigos míos de la escuela también eran adoptados, y no resultaba nada extraño. Yo era de tez morena y mis dos hermanas tenían el cabello rubio claro. Mis padres creían que eran estériles cuando me adoptaron, pero un par de años después mi madre tuvo dos hijas en dos años, algo que a veces ocurre en cuanto las parejas se relajan.

La cuestión étnica estalló de manera cómica con motivo de la habitual comida de los domingos en el Happy Hollow Country Club. En vez de darnos la mesa de siempre, por culpa de otro de mis problemas tuvimos que aguardar a que quedara libre una de las que había junto a las ventanas. Meses antes, en un campamento de primavera de los boy scouts, un chico mayor me había dado una patada en el culo por no obedecer sus órdenes, y yo le di un puñetazo. Los muchachos son muy sensibles a la edad, y se supone que uno de séptimo grado no debe golpear a uno de noveno. Un grupo de chicos mayores se unió y me capturó después de una persecución por el bosque. El castigo elegido para mí era falsamente indio, y consistió en enterrarme con una caña, en principio hueca, metida en la boca. La caña no estaba lo bastante hueca, de manera que al desenterrarme yo estaba morado y sufría convulsiones. Vino una ambulancia y pasé tres días en el hospital. No se habían producido daños irreversibles, aparte de la claustrofobia: una dolencia poco importante, aunque bastante fastidiosa para quien la padece. Por ese motivo mis padres habían tenido que agrandar las ventanas que daban a nuestro jardín trasero, en clase tenía que sentarme junto a la puerta, en el Country Club, cerca de la ventana, y los cines estaban fuera de mi alcance, excepto uno para automóviles en las afueras de la ciudad, espléndido con su apariencia de antigualla. Pero el auténtico baño de lodo de la comida dominical se produjo mientras mis padres iban de mesa en mesa, charlando con sus amistades, y yo les conté a mis hermanas la historia de la boca de riego como si se tratara de un misterio terrorífico. Lucy, la pequeña, soltó un chillido: —¡Por eso siempre tienes mejor bronceado que nosotras! —Esto no es más que otra de tus estupideces —susurró Marianne. Lucy no paraba de pinchar a mis padres, que se habían alarmado, y me vi obligado a repetir la historia de la boca de riego. A mis padres los veía bastante nerviosos y yo sólo quería enterrar aquel asunto, pero no era ésta la intención de mis hermanas, que a pesar de las advertencias a que callaran eran expertas en meter bulla. Lucy reía con demasiada fuerza, se daba golpecitos en la boca y ululaba como Jos indios de los dibujos animados. Mi madre se puso colorada y agarró a Lucy de la muñeca, luego mi padre habló con voz muy baja, como hacía siempre que requería la atención más absoluta. Sí, había algo de sangre india en mí, tal vez una cuarta parte, pero eso carecía de importancia, y nos prohibió que volviéramos a hablar de aquello. Marianne, que adoraba los perros (ahora tiene siete), me dijo al tiempo que me daba unas palmaditas en el brazo: —Los perros mestizos son los mejores. Mi madre pidió un segundo bloody mary, desafiando así a mi padre, que opinaba que una copa al día ya era suficiente. Es posible que yo fuera medio tonto, o quizá poco sensible, pero no creo que volviera a pensar en aquello hasta que cumplí los dieciocho años y mi padre me llevó a dar una vuelta en coche por el Misuri durante más o menos una hora.

Entonces me habló de los seiscientos dólares mensuales que «la otra gente» me había dejado, y que doce años atrás suponían la mitad más de su valor actual. El dinero era un asunto espinoso para mi padre, como si implicara que no era capaz de ganar un buen sueldo, o tal vez que la legalidad de su paternidad pendiera de un hilo, o quizá que su control sobre mí, ya muy menguado, fuera a desaparecer. Continuó diciéndome que yo tenía otro nombre, si deseaba saberlo. Pienso que le consolé un poco al decirle que el nombre que tenía era lo bastante bueno y, puesto que había crecido con él, no creía que alguna vez fuera a cambiármelo. Nelse era el nombre de su padre, un hombre al que yo había querido muchísimo, antiguo guardabosques y granjero sin éxito en Minnesota, muerto cuando yo tenía catorce años. Aparcó el coche y paseamos colina abajo hasta un parque conocido como la Punta de Adelle, por la hija de una importante familia de Omaha, que se había ahogado allí por amor antes de la primera guerra mundial. (Entonces aquel nombre no tenía ningún significado Para mí, aunque sí lo tendría después de que hiciera ciertas averiguaciones el invierno pasado.) Había mucha humedad, con partículas de agua en suspensión, y a lo largo del Misuri los mosquitos se agitaban formando grandes y borrosas nubes. Por la orilla había los desperdicios que los pescadores suelen abandonar: envases para los gusanos y botellas de cerveza, enmarañados nidos de monofilamento, trozos de tyrofoam de las neveras. Siguió diciendo que, si bien sabía que yo despreciaba nuestro elegante barrio, una exageración por su parte confiaba en que eso no me impidiera hacerles alguna que otra visita. En aquellos momentos yo estaba demasiado ensimismado para comprender lo que pretendía decirme: que dentro de un mes, después de que me graduara, me iría para siempre, primero a Absarokee, Montana, a pasar el verano trabajando en un rancho de unos primos de mi madre, y luego, ya en otoño, a la universidad. El hijo se marcha y está impaciente por hacerlo. El padre entiende sus razones, pero sus emociones son confusas. Ya no habrá más viajes para ir a pescar, no habrá más caminatas los sábados, no habrá más partidos de fútbol o de béisbol, a pesar de que hace tiempo que ya no van a éstos. Ya no podrá ayudarle a tapar algunas pequeñas faltas juveniles, gracias a sus influencias políticas en Nebraska: denuncias por conducir borracho, por posesión de marihuana, por ataque y agresión (en realidad el atacado había sido yo, por dos soldados de la base del Mando Estratégico del Aire, pero el patriótico juez pensó que una condena sería menos ignominiosa en mi historial que en el de ellos: al fin y al cabo tan sólo querían divertirse un poco, aunque para ello pretendieran arrastrar a una chica drogada, a la que yo conocía, al interior de un coche a la salida de una discoteca). Estábamos a orillas del Misuri, dando manotazos al aire contra los mosquitos, y salió a relucir el tema de que los mosquitos nunca parecían importunar al abuelo, que era capaz de manejar una barca de pie y sólo con una pértiga. En una ocasión, estando de pesca por la zona del Quetico Superior, a lo largo de la frontera con Canadá,

sentados en torno a la fogata del campamento, mi abuelo nos contó una historia acerca de un amigo suyo ojibwa que era capaz de volar. Eso fue al poco de que empezara a trabajar de guardabosques. Yo tendría diez años cuando realizamos aquella expedición de pesca, y sentí un gran desasosiego al pensar que el volador ojibwa no utilizaba aviones para volar, sino que simplemente volaba con su cuerpo por encima de la tierra en su estado natural. Eso decía mi abuelo, entre trago y trago de su jarra de Guckenheimer. A mi padre le divertía mi desconcierto, pero exclamó «tonterías» para convencerme de que se trataba de una pequeña mentira. Yo no estaba muy seguro de que lo fueran, allá de pie frente al Misuri, del que en los años setenta habíamos empezado a determinar el peso de la inmundicia que arrastraban sus aguas. Mi abuelo se iba difuminando entre la niebla que flotaba por encima del río, y nosotros regresamos al coche. En ese momento mi padre me dijo que, dado que ya había cumplido los dieciocho años, tenía derecho a conocer algo más sobre mis antecedentes. —No, gracias —fue mi respuesta, pues con unos padres ya tenía suficiente en aquel entonces, y el recuerdo de la vida marginal de mi abuelo era en aquellos momentos atractivo suficiente. Me pregunto si esta clase de verdad sobre mi vida ya no me resulta muy interesante porque en realidad no es la verdad, o porque es una verdad en cierto modo limitada. Una novia mía de la universidad llamaba a esto «cerebro de mono». Era atractiva en el sentido etéreo, y se había criado con unos tíos de Minneapolis que no eran muy atractivos. Pertenecían al tipo de los ascéticos remilgados y no me dejaban fumar en la casa, durante el día trabajaban como programadores informáticos y después del trabajo se dedicaban sobre todo a actividades budistas. Los tíos tenían un rostro huesudo, y yo sospechaba que al final se convertirían en puro hueso. Ella me llevó al Zendo local y disfruté bastante sentado en un almohadón (ellos lo llaman zafu) durante casi una hora y sin hablar. Ella se alegró al oírlo, pero arruiné el efecto al confesarle que, como naturalista aficionado, a menudo me quedaba quieto mucho más tiempo en los bosques. No era lo mismo, argumentó ella, y sin duda no lo era, aunque no sé muy bien cuál podría ser la diferencia. En el mundo de la naturaleza no piensas en nada mientras estás allí sentado, porque esto te impediría estar atento a lo que ocurre. Ella no quería hacer el amor en casa, pero en un motel barato situado cerca del aeropuerto ululaba de una manera muy extraña, que recordaba a un buho real; una comparación que no le gustaba. Rompimos porque quiso que un verano fuera con ella y otros estudiantes Zen en un viaje colectivo al Japón, un país poco recomendable para la claustrofobia. Aunque según ella yo mantenía esta fobia porque era ideal para mis propósitos; es posible que así ruera, y que aún lo sea. Le repliqué que uno no se cura el miedo a los reptiles lanzándose a un pozo lleno de serpientes. Se lo tomó como una implicación de que el Japón era un pozo de serpientes. Acababa de salir de la ducha y exclamó

que habíamos terminado, al tiempo que me permitía echar una ojeada a lo que me iba a perder. Pero entonces me gustó bastante aquella idea del cerebro de mono, según la cual una parte de nuestro cerebro no puede ser un observador fiable de la otra parte. Es una idea atractiva, sólo que la palabra «fiable» me suena a término económico, algo similar a «ser autosuficiente». ¿Quién desea ser fiable en una época tan confusa? Tras ella dejó como recuerdo, o porque se le olvidaron, un par de bragas azules, perfectas para un juego de servilletas. El maestro calvo del Zendo de Minneapolis nos dijo durante su breve sermón que no pretendiéramos cambiar la realidad para adecuarla a nuestro yo. ¡Qué idea tan espantosa! Aún se me aparece una vez al día, junto con la visión del culo desnudo de mi novia, subida a un silla para arreglar la persiana del motel. La incomprensión puede ser bastante interesante. Una vez visto algo desde todos los ángulos, sea un lugar o una idea, es como si perdiera interés para mí. Claro que a menudo descubro que he sido poco perspicaz y tengo que retroceder para efectuar otro examen. Por ejemplo, al ir con mi abuelo por los bosques del norte de Minnesota tuve ciertas dificultades después de que los boy scouts me enterraran (todavía huelo aquella tierra apretada contra mi nariz). Empecé a temer la proximidad del bosque mientras les seguía a él y a mi padre hacia los arroyos trucheros y los estanques de los castores, si bien los propios riachuelos y los estanques fragmentaron la densidad del bosque y me permitieron respirar con mayor libertad, con lo cual se me secó el sudor. Sin embargo, esto fue sólo una solución provisional, y durante una década me mantuve lejos de las regiones del norte de Minnesota, Wisconsin y Michigan, hasta que tuve un sueño absurdo en el que caminaba por el límite de los bosques, así como por los claros o las llanuras naturales, o por terrenos de granjas abandonadas. Y eso es lo que hice al no disponer de otras instrucciones de los dioses, como por ejemplo la manera de obtener un buen empleo. El collar de Ralph tiene una placa de bronce con el teléfono de mi madre en Omaha. ¿Por qué no ha llamado nadie? ¿Significa eso que se lo han llevado a Sonora, que ha sido exterminado por un empleado de la perrera, que lo ha recogido una familia sin teléfono o sin conciencia, que está con una familia que lo aprecia, o simplemente que está muerto entre los hierbajos de una cuneta? El nombre de Ralph no es tan engañoso como el nuestro, pues no implica vinculación alguna. Con unas pocas golosinas apropiadas, en dos días podrías enseñarle que su nombre es Bob. Sus bocados favoritos son el tasajo, la piel del pescado frito y, por razones que me son inescrutables, las pastillas de malvavisco, a cambio de las cuales es capaz de rodar formando círculos. Esta noche, en el Niobrara, he pescado una trucha para acompañar el arroz con habichuelas. Hoy he visto dos ejemplares de martín pescador durante una caminata

de kilómetro y medio, y al amanecer estaré listo para efectuar una salida de un día completo. Durante la recuperación de una enfermedad, por corta que haya sido, se puede experimentar una sacudida mental. Pasé por alto la situación del nido del martín pescador, en un agujero del barro de la orilla, por culpa de dos preguntas que J. M. me hizo aprovechando un descanso en el bosque de Garland. ¿Todavía me sentía afortunado por haberla conocido en un momento de crisis nerviosa, y por tanto asequible? Sí, me sentía afortunado, pero entonces la miré con detenimiento. ¿Tan obtuso era que no me había dado cuenta de que pasaba por una crisis nerviosa? La segunda pregunta, que siguió de inmediato a la primera, fue si alguna vez me cansaba de ser tan peculiar. Quise contestarle, «no, mamá», pero me di cuenta de que su indirecta difería de las de mi madre, por eso le dije que había pasado mucho tiempo siendo razonablemente invisible, o quitándome de en medio —un modismo bastante mediocre—, para que menos gente se diera cuenta de lo peculiar que yo era. Apuesto a que no soy tu primer ligue, así que alguien más lo habrá notado, dijo ella. Medité acerca de esto y le contesté que ella vivía en una comunidad académica, donde el escrutinio se practica de manera obsesiva. ¿Por qué no anotas cien de tus peculiaridades y yo decidiré por mí misma, desde la perspectiva de una sencilla muchacha campesina?, inquirió. Una muchacha campesina a la que le encanta que le regalen un tomo de las obras de Octavio Paz, le repliqué. Entonces, para vengarse, me dio un apretón en las pelotas y dijo que de pequeña las de los cerdos y de los toros le parecían la cosa más tonta del mundo. Más adelante, añadió, incluiría 'as pelotas de los tíos, aunque las tuyas son sólo mi tercer par. No viene al caso que la creyera o no, pero tenía que salir en defensa de las pelotas, por muy patética que sea su estética... Un cono tampoco es la Mona Lisa, que digamos, protesté sin mucho ingenio. Pero lo es si piensas en ello, replicó, y lo hizo con tal seriedad que la cabeza empezó a darme vueltas. Entonces se levantó, y fue como si un niño yiera a una tía o a la madre desnudas, una visión que no estaba nada mal. Agitó un dedo delante de mí como lo haría una maestra rural, y me exigió cinco peculiaridades, ya que no cien, pues itió que eria entregar demasiado de mi corazón a alguien que era casi una desconocida. Busqué dentro de mi mente algo que fuera inofensivo, dado que se hallaba sentada sobre mi regazo, de cara a mí, y fingí revelarle espantosos secretos. Cuando yo tenía nueve años, le dije, y era miembro veterano de los Jóvenes Audubon, vestía de verde en verano, de marrón y amarillo oscuro en otoño, de negro y blanco en invierno, y de verde manzana y marrón claro en primavera. J. M. soltó un silbido, y le confesé que nuestra guía, la señorita Fetzer, había sido mi primer amor. Aunque no era lo que se dice hermosa, sino de lo más corriente a sus diecinueve años, tenía un cuerpo apetitoso. Ni se me hubiese ocurrido obedecer en esto a mis padres en aquel entonces, pero la señorita Fetzer dijo que aquellos colores nos ayudarían a mezclarnos con el entorno natural. Se lo comuniqué a mi madre, y como le

encantaba ir de compras, enseguida tuve la indumentaria adecuada. Todavía sigo este régimen de colores, dependiendo, por supuesto, de si estoy en América del Norte o en América Central. —¿Y qué fue de la señorita Fetzer? —preguntó J. M., arrellanándose sobre mi regazo al notar mi erección. —¿Quién sabe? —dije, pues no quería itir que había seguido a la señorita Fetzer hasta Wyoming, donde se había casado con un biólogo que controlaba la fauna para el Servicio de Parques. Por aquel entonces yo tenía veinticuatro años y sufría un fuerte desajuste emocional, aunque eso es una excusa inadecuada para una explicación adecuada. Ella se hallaba felizmente casada y tenía unos gemelos de ocho años. Necesité una semana para seducirla, después de lo cual me arreó un puñetazo en la nariz y abandonó la habitación del motel en Jackson Hole para ir en busca de hielo a fin de contener la hemorragia. Todavía pienso en aquello como uno de los actos más vergonzosos de mi vida, porque eso es lo que fue. —Tengo el vicio de contar los pájaros que veo durante el día y apuntar hasta el número más insignificante antes de acostarme. —Esto no es relevante. Pretendes salirte por la tangente. —Estuve andando por el cañón de Chelly durante treinta horas seguidas, incluyendo una luminosa y fría noche de luna, al comprender que mi padre estaba muerto y que nunca volvería a verle. Fue una larga caminata. Me palpó las piernas para comprobar si eso era posible y advirtió que la mención de la muerte había producido un efecto inmediato haciendo que mi polla se marchitara. Ambos bajamos la vista hacia aquel órgano tan peculiar y me apresuré a seguir. —Tendría yo unos doce años, creo que sería allá por 1970, estaba hojeando una revista Vogue de mi madre para mirar los anuncios de ropa interior, que ejercían un gran efecto sobre mi pajarito, y, después de haberme aliviado, me puse a leer un artículo de un escritor llamado Bruce Chatwin sobre los nómadas. Los padres siempre se preocupan tanto por los efectos de la pornografía en sus hijos, que se olvidan de los otros temas. En fin, me leí aquel artículo un montón de veces con ayuda del diccionario y de la Britannica. La mayor parte del artículo era bastante fácil, como por ejemplo que lo mejor es caminar, o que las drogas son vehículos para la gente que ha olvidado caminar. No siempre he hecho caso de esto último, pero era una buena advertencia. —¿Qué tiene de peculiar leer un artículo? Me sentía tan fastidiado, que de nuevo se me empezó a marchitas. Lo cierto era que el corazón me latía cada vez con más celeridad mientras le explicaba que después de leer aquel artículo descubrí cuál iba a ser mi misión en la vida; sencillamente, me convertiría en un nómada. Chatwin incluso se refería a los niños, y eso me tocó la fibra sensible, hasta el punto de que soy capaz de recitar de

memoria un párrafo completo, nada difícil después de haber leído algo docenas de veces cuando eras joven. Basta con pensar en los poemas subnormales del «sé bueno» que teníamos que memorizar, las oraciones, las canciones banales, incluso la Promesa de Fidelidad. —«Los niños necesitan senderos para explorar, para orientarse en la tierra donde viven, lo mismo que un navegante se orienta mediante puntos de referencia que le son familiares. Si ahondamos en los recuerdos de la infancia, primero nos acordaremos de los senderos, y después de las cosas y las personas: senderos por el jardín, el trayecto hacia la escuela, el sendero que rodeaba la casa, pasillos a través de heléchos o de altas hierbas... Seguir los senderos de los animales fue el elemento primero y más decisivo en la educación de los primeros humanos.» J. M. se quedó ausente, como si la cita la hubiese transportado a un sitio invisible para mí. Suspiró y se inclinó hacia atrás de tal modo que quedamos desconectados, aunque no pareció advertirlo. Luego empezó a hablar: Sé a qué te refieres. El sendero que iba por detrás del establo hasta donde estaban los esqueletos de las vacas. El que llevaba a los "Manzanos. El sendero hasta el huerto. El sendero en el bosque que conducía a un lugar secreto que compartía con una amiga del vecindario. Papá, que es bastante pesado, me decía de pequeña que si me Perdía bastaría con que siguiera cualquier sendero. Bien, pues me perdí en una excursión familiar cerca del río, al escapar de mis primos, que se meneaban el pito delante de mí, y otra prima que no hacía más que reír. Así que eché a correr y seguí un sendero, tal como mi padre me había dicho, pero el sendero llegaba sólo hasta el río. Me enfadé mucho con el río y con papá. Después de oírle explicar aquello, reflexioné acerca de mi habilidad para desdeñar la dimensión humana de los demás. El hecho de que ella fuera una hembra atractiva, de que viera sus elásticos muslos espatarrados y que mi cabeza fuera a estallar era sólo el principio. ¿Qué tenía ahora allí a mi lado? Maté un mosquito que había en uno de sus pechos y dejé una diminuta mancha de sangre. Resistí el absurdo deseo de situarnos antropológicamente y retrocedí en el tiempo hasta el apareamiento de los primates. Lamiendo rostros y culos. Un rayo de luz rozando su hombro. Abiertos sus carnosos labios, y los sonidos de un lenguaje consensual a través de unos dientes adaptados tanto para los huesos como para los vegetales. Un halcón de Cooper pasó veloz a unos cien metros por detrás de su hombro izquierdo. —¿Es la cuarta o la quinta? Podría escuchar otra más antes de marcharnos —dijo, echando una ojeada a su reloj, el único adorno que llevaba. —Dos veces al año me detengo en una gran biblioteca urbana y leo la edición dominical del New York Times para averiguar qué piensa el mundo de lo que le pasa. —¡Oh, estupideces! Sabes muy bien que esto no basta. —Puede que sí. ¿No te acuerdas de los ejercicios sobre temas de actualidad que hacíamos en el colegio? Eran muy repetitivos.

—No quiero que termines tu lista con algo tan pobre. Sus nalgas hicieron un movimiento circular y el asunto del que hablábamos se volvió un poco abstracto. Le tendí los brazos y ella se echó hacia atrás. —Una más. Pero nada sucio. Quiero algo en lo que poder pensar esta noche cuando esté bailando. En la ciudad hay una convención de propietarios de almacenes de grano y quiero olvidarme de sus gruesas y relucientes caras. —Después de segundo de carrera, en verano asistí a un curso de botánica de humedales, que al final consistió en seis semanas en un enorme marjal, ayudando a recoger especímenes de plantas para un estudiante de doctorado. Esto fue en el Seney Wildlife Refuge, en la península Superior de Michigan. Antes de salir para allá me imaginaba unas ondulantes colinas cubiertas de pinos y otros tipos de árboles variados, separadas por idílicos marjales de alerce americano. En cambio me encontré en un infierno repleto de bichos, con treinta hectáreas de las cuarenta mil cubiertas de agua, y el aire infectado de nubes de mosquitos y jején. Una noche oímos el aullido de un lobo y nuestro profesor dijo que, según la información de que disponía, se suponía que por allí no había lobos. También vimos un alce, y repitió lo mismo. Era un tipo dedicado tan sólo a las plantas, y raras veces alzaba la vista del suelo. Los guardas del refugio no le tenían en mucha estima, y esto nos mantenía aislados de los demás. Éramos ocho contando al profesor, del que éramos sus esclavos linneanos. Allí no había ninguno de los atractivos de las excavaciones arqueológicas que, según mi especialidad, era lo que me hubiese correspondido, pero el único sitio que quedaba disponible para mí estaba en Arkansas, y no quería ir al sur en verano. Para el año siguiente me había apuntado a las excavaciones de Norden, junto al Niobrara, a fin de colaborar en un estudio arqueológico dado que el Gobierno pensaba construir allí una presa, y el sitio era maravilloso. Sea como sea, aquellos bichos eran asquerosos y a veces me tumbaba en el agua sólo para esquivarlos. Entonces el profesor decía: «Como hagáis el burro os suspendo». Llamé a mi hermana para que me enviara por correo un par de plantas del Niobrara y las deslicé entre las muestras para joder a aquel capullo. Se quedó sentado con expresión desconcertada bajo una lámpara Coleman, al tiempo que me miraba con desconfianza. De los siete estudiantes sólo dos eran chicas, y habían elegido la botánica como especialidad. Pero eran de aspecto tosco y parecían muy enamoradas una de la otra. Sin embargo, aquellas jóvenes lesbianas eran ingeniosas y mucho más divertidas que los otros, de manera que formamos nuestro pequeño grupo. Las dos me aconsejaron que no siguiera con mi plan en cuanto les enseñé el material: una docena de botones de peyote, un cactus alucinógeno seco que un amigo mío de Albuquerque me había conseguido. Como era habitual en mí, dormía al aire libre, a unos cien metros de los demás, que se hallaban confinados en una nauseabunda cabaña prefabricada de chapa metálica ondulada. Las estrellas son el elemento más apaciguador para los que padecemos claustrofobia... En fin, una hora antes del amanecer reanimé el fuego del campamento y me tomé los botones de

peyote: todos, lo cual era una dosis temeraria y también nauseabunda. Con la luz del día empezó mi viaje a lo irracional, si bien todavía tuve el sentido común de poner varios kilómetros de distancia entre los otros y yo. En realidad me hallaba a unos veinte kilómetros del campamento cuando me encontraron poco antes del anochecer. Me detuve al ver que J. M. se ponía las bragas y luego echaba un vistazo al reloj. —Date prisa. ¿Qué más ocurrió? Yo nunca me he dopado, ¿cómo quieres que sepa lo que se siente? —Algo la había irritado. —No ocurrió gran cosa más. Estuve deambulando todo el día, entrando y saliendo del agua. Comí algunas hierbas acuáticas y vomité. Me convertí en una tortuga al menos durante varias horas. Me situé bastante cerca de un grupo de nutrias que empujaban lampreas hacia un remanso cubierto de cañas y las engullían en medio de asfixiantes ruidos. Me comí un trozo de pescado que habían dejado y se me quedaron mirando con expresión interrogativa. Más tarde hablé con un oso en una delgada península que se internaba en un lago muy profundo. Sin duda sólo quería pasar de nuevo por donde yo estaba, pero como yo no paraba de gorjear y balbucear, después de haber pasado se detuvo y se quedó más o menos un minuto escuchándome con atención. Veía todos los animales y los pájaros como en una holografía. Quiero decir que veía todas sus partes a la vez, incluso desde arriba. Antes ya había tenido otras experiencias así, aunque no tan intensas. Empecé después de haber padecido dos conmociones cerebrales jugando al fútbol, en el segundo año del instituto. Cuando el guarda del parque me encontró, yo acababa de ser una grulla canadiense. —¡Jesús, eso sí que es una peculiaridad! —exclamó, luego me dio un beso de tornillo y terminó de vestirse. —¿Por qué te has enfadado hace un minuto? —He sentido celos de que tuvieras suficiente dinero para andar vagando por el país, mientras yo estoy atada por el matrimonio y tengo que enseñar el trasero a unos babosos. —Siete mil al año no es mucho dinero... Apostaría a que en un año pagas más por el alquiler de tu apartamento. —¡Oh, jódete! —replicó, y de inmediato se ruborizó—. No puedo saber si tienes o no dinero por ahí, pero se ve en tu forma de hablar, en tus modales. En tus botas para ir por el campo. —Hace nueve años que no acepto dinero de mi familia. Duermo al raso, y la mayor parte del tiempo me hago yo mismo la comida. Si llueve, duermo en la parte de atrás de la camioneta. ¿Por qué me culpas de mi nacimiento? Soy hijo adoptivo, un bastardo al que adoptaron porque una pareja de adolescentes estuvo jodiendo. ¿Por qué culpar a alguien de los padres que haya tenido? Yo he tenido dos nombres, lo mismo que tú. ¿Te gustaría casarte? —Esto me dejó sin aliento, pues nunca había pedido a nadie una cosa así.

—No me gustaría casarme. Ya lo estoy. Lo que pasa es que estoy cabreada, muchacho. ¿Que por qué me casé a los diecinueve años? Quizá porque soy una estúpida y no tengo más remedio que aceptarlo. Amanece. Un día melancólico. Salgo tan pronto como consigo ver. Se me olvidó decirle a J. M. lo de las caltas y los lirios de los pantanos mientras me tambaleaba y me debatía con el peyote, viendo la parte posterior de la luna detrás de mí durante la primera hora, hasta el punto de que me asusté y tuve que mojarme. Al salir del agua, un somormujo soltó un graznido. Será difícil contárselo, si no quiere volver a verme. ¿A quién le gusta que le fastidien la vida? A ella, no. Eso es lo que me impide recorrer los cien kilómetros que me separan de la mujer que me dio la vida, seguramente a los quince años de edad, tal como me contó mi madre esta primavera. Vi que el martín pescador entraba en un agujero por debajo de un saliente de tierra compacta por la hierba. Una hora después volvió a salir, pero en ese momento yo había entrado en mi temible estado de fuga, y derramé unas cuantas lágrimas. Era sólo la segunda vez este año. La primera fue al acampar bajo la luna llena en la costa de los seri, en pleno mar de Cortés, cerca de Desemboque: sentado en la ladera de una montaña, encima de los crujientes restos de un conchai, al tiempo que miraba el brillante reflejo de la luz de luna sobre las rizadas aguas del estrecho impulsadas por el viento, y al fondo la montañosa isla de Tiburón. Eiseley acudió otra vez a mi mente diciendo: «Por la noche uno debe enfrentarse a la realidad sin ningún tipo de ayuda». Pero en esta ocasión mi cerebro podía dar tantas vueltas y tan convulsivas como quisiera, porque yo no abandonaría el bosquecillo desde donde vería salir al martín pescador, si es que salía alguna vez. Quizás ese tipo de vida estuviera llegando a su fin. Mi cerebro había empezado a registrar a los exploradores con los que me había cruzado por las zonas desérticas del oeste al ir en busca de un nicho, la guarida perfecta, el bosquecillo sin parangón, el escondite definitivo, algo tan infantil como vivir mi vida de modo e nadie me buscara, tratando de inventar entre tanto un habitat para el alma. Miré hacia atrás y vi un raro tejón diurno con el viento en contra que, en cuanto descubrió mi presencia, se marchó veloz por un barranco. A veces resulta descorazonador ser el eterno enemigo. Acelerando con el canto del carricero que sale de entre las espadañas de la orilla del marjal. Durante un reventón en una colina, al otro lado del río, descubro una mancha de escrofularia rojiza. Y, en el patio trasero, mi madre que no para de preguntar: «¿Qué pájaro es ése?», incapaz de recordar ninguno, aparte del petirrojo. «Supongo que debe de ser mi pájaro», comenta. Y mis hermanas huyendo escaleras arriba en cuanto ella llegó a casa llorando después de su visita al psicoanalista. Willa, una mujer letona de pecho pequeño y trasero grande, que trabajaba para nosotros, se metió en la despensa y cerró la puerta. Le pregunté a mi madre por qué lloraba, más por curiosidad que por

compasión. Tendría yo unos once años, y estaba comiendo un tarrito de mermelada de fresa. Me contó que el médico le había ordenado que dejara para siempre la bebida. El médico de la cabeza. Le di unas palmaditas en la sollozante espalda, manchando de mermelada la página de los carriceros en mi guía Peterson. En la página del burlón guardaba una foto Polaroid de una chica desnuda. La noche anterior, mientras dormía en el patio como hacía siempre, incluso antes de padecer ataques de asfixia, las estrellas me habían atraído hacia el cielo. Papá se había puesto furioso un día al venir a despertarme para ir a la escuela y encontrar nieve en mi saco de dormir. Tan enfadado con su estilo severo de labios fruncidos hasta palidecer. Como mi madre no paraba de llorar, entré en la despensa, donde Willa seguía de pie, y llené un vaso con vodka. Se lo entregué a mi madre al tiempo que le recomendaba: —Dile a ese médico que se meta en sus malditos asuntos. Pero ella siguió sollozando y vertió el vodka en el lavabo que tenía al lado, los vahos flotando hasta mi nariz. ¿No es mejor beber que llorar?, pregunté, y ella me contestó: —Lo malo es que yo hago ambas cosas. Otra vez la avoceta. Jesús, me he vuelto espantoso en eso, y a veces hasta hago trampas. Debería dimitir. Le he preguntado a mi jefe si podría dedicarme a la zona del Niobrara, pero me ha contestado que aún faltan años para que llegue aquel cuadrante. De todos modos, le he suplicado que haga esa gestión para mí, por curiosidad, y me ha dicho que de acuerdo, pero que seré yo quien corra con los gastos. Efectué un reconocimiento aéreo de la zona con un osteópata llamado Hackshaw, que vive en Grand Island. Le conozco de la universidad, y piensa que soy un envidiable inútil. La propietaria se llama Noami. Es mi abuela, aunque ella no lo sepa. Da clases en una escuela rural. Lo que quería decir acerca de los exploradores es que padecen la enfermedad del secretismo, y yo me parezco demasiado a ellos, o poco me falta. Son tan solitarios como los héroes nada románticos de las minas, que perdían el norte y se convertían en especialistas en hablar consigo mismos. Recuerdo con claridad haber tomado una cerveza con uno en Fallón, Nevada, en una taberna donde había una gramola automática con muchos discos de fados porque el propietario era hijo de portugueses. Con aquellas tristes canciones de amor y muerte como fondo, escuché a un viejo chiflado llamado Mike hablar de sus minas secretas que darían «dinero en cantidad». Poco faltó para que lo estropeara al preguntarle qué pensaba hacer con tanto dinero. Dijo que se compraría un barco grande y lo pilotaría por el canal de Panamá, donde había estado destinado con el ejército de 1947 a 1949. Luego reanudó su chachara sobre oro escondido, saetines, cribas, y el hecho de que ya no se fabricaran palas como la centenaria Ames que él había poseído. El propietario del bar se sentó con nosotros y embromó a Mike por el olor que desprendía, y que recordaba el de un trapo grasiento. Después le pagué a Mike un almuerzo; esto hizo

que los ojos se le humedecieran y a mí me llenó de turbación. Él estaba convencido de que la vida se reducía a excavar. El dueño del local puso una canción portuguesa verdaderamente excepcional, su título era Sodade, y la voz de la cantante, Cesaria Evora, vibraba de manera fantasmagórica. A petición mía, escuchamos tres veces aquella canción, para que yo pudiera aprender la música de memoria. Saudade significa nostalgia, añoranza por un lugar, una mujer, una experiencia que ya no podremos recuperar. Tal vez mucho más. Por fin salió el martín pescador. Victoria en nuestro tiempo. Navidad en la tierra (como dijo algún poeta). Caminé río arriba y di un Pequeño salto para esquivar una serpiente toro, que tiene la misma coloración que las serpientes de cascabel pero no es venenosa. He oído decir que, al igual que la serpiente rey, la serpiente toro mata a |os crótalos, pero no estoy seguro. Camino y camino, un recorrido de ida y vuelta que dura once horas, vadeando el río para regresar por el otro lado. Tres ejemplares de martín pescador y ninguna grulla de dorso verde, aunque sí un martinete y un avetoro, en el que puedes Ver la remota conexión entre pájaro y serpiente, casi tanto como en la extravagante forma del pato aguja, o ave serpiente del sur, sin dud un reptil alado. Jesús, casi a punto de llegar al campamento me encuentro con una polluela pintoja, además de un raro cernícalo primilla. A última hora, y poco antes de que oscurezca, unas cuantas nubes y una ligera llovizna animan a salir a una agachadiza, a un escribano palustre y a un colirrojo. Sentado sin mover un dedo veo más ejemplares, pero es un compromiso inspeccionar un habitat tan variado. Arroz y sardinas es la penitencia. Por fantástico que sea, voy a largarme de aquí. Telefonearé a J. M. y le diré que me debe cinco peculiaridades, y que me mantendré vigilante por si pasa algún cartero. Tengo que llamar a mi madre por si hay noticias de Ralph. Mis hermanas no la telefonean con frecuencia para evitar que les dé órdenes, pero conmigo siempre ha renunciado a eso. Le diré a J. M. que huya y arruine su vida, dado que la mía es insensible a cualquier definición de ruina. No puedes acertar un blanco que se mueve y al que no apuntas. A fin de poder salir temprano, empecé a empaquetar las cosas en medio de la oscuridad, confiando en que las estrellas no me atrajeran hacia ellas, como hacían a menudo, para una involuntaria expedición aérea. Mis ocasionales problemas con la cordura son inofensivos, pero no siempre. Sueño con demasiada intensidad con los indios omaha de la zona norte de la ciudad. Ni siquiera vale la pena que llene una hoja para hablar de eso. Salí al amanecer y en el trayecto tardé el doble que en la ida, feliz de haber recuperado mi cuerpo. En las proximidades de un pequeño lago alcalino vi una enorme bandada de cornejas y efectué un breve desvío para determinar la naturaleza de su concentración. Ni una pista. Cerca de una playa al sur de Wilcox, Arizona, vi a miles alimentándose de los gusanos adaptados a la sal que salían del suelo. A mí que me den los córvidos: cuervos, cornejas, urracas, arrendajos, todos

carroñeros oportunistas, con los que me siento emparentado debido a mi mestizaje. Vigila por ahí y acepta lo que se te ofrece, dando por sentado que mantengas la agudeza necesaria para reconocer un regalo. Llegué al rancho en un par de horas, y el anciano encargó a su sirvienta que me preparara algo para desayunar. Bistec, huevos y patatas, y una cerveza fría. Él seguía sentado en su silla de ruedas y, a pesar de la calurosa mañana, se tapaba con una manta de estambre. Charlamos del rancho, de pájaros, del Niobrara. Volvió a mencionar que le recordaba a un viejo amigo, fallecido a finales de los cincuenta, con el que solía ir a cazar pájaros, luego me preguntó si me gustaría un trabajo de varios meses el otoño venidero, pues tenía problemas con los cazadores furtivos y los intrusos que se metían en la propiedad, y sus peones habituales estarían ocupados con la concentración del ganado en otoño. El problema no residía tanto en que los furtivos dispararan a la caza como en que a veces con sus vehículos se cargaban las cercas y echaban a perder los pastos que empezaban a retoñar. —Pareces un tipo bastante duro —me dijo, y vi un brillo en sus ojos. —Puede que en otro tiempo lo fuera, pero ya me he retirado... —le dije, y al ver que me miraba con expresión interrogante proseguí. Dos años atrás me hallaba acampado cerca de Devils Tower, en el noreste de Wyoming, y al regresar al campamento después de una larga caminata me encontré con tres elegantes escaladores bebiéndose todas mis reservas de agua. Dos se mostraron avergonzados, pero el más corpulento se limitó a decir: «Mala suerte». Ya casi le tenía vencido, pero uno de los otros me golpeó en la cabeza con el cayado y el grandullón me pateó en la entrepierna aprovechando que yo estaba en el suelo. Con eso ya había tenido bastante. No le conté al anciano ranchero que el golpe en la cabeza había hecho algo más que hacerme perder el aplomo, y entre la hinchazón de las pelotas y los lóbulos revueltos tardé bastante en recuperarme. —¿Y dejaste así las cosas? Lo dudo —me provocó. Le miré de frente, y pensé que no había forma de engañarle. —La noche siguiente, alguien, tal vez un nativo norteamericano, encendió una hoguera debajo del depósito de combustible de su ranchera Volvo, mientras ellos cantaban canciones folklóricas con unas señoritas en otro campamento. —Me parece justo —dijo, la voz temblándole por la risa. Sin embargo, en ese momento estaba yo contemplando un curioso paisaje en la pared: un óleo azul grisáceo del cielo y la pradera, mitad y mitad. Era espectral en su sencillez. Me dijo que no le gustaba !a pintura en general, pero aquel sitio era donde solía ir a cazar pájaros con el amigo que había pintado el cuadro. Luego añadió que necesitaba echar una cabezadita, que podía utilizar su teléfono, y que, Por favor, pasara a visitarle siempre que me apeteciera. Empezó a dejarse con las silla de ruedas, pero entonces se volvió hacia mí y me Preguntó si necesitaba dinero. —No, señor —le dije—. Muchísimas gracias. A continuación alzó los dedos hacia un sombrero imaginario y se fue.

Estaba marcando en el teléfono de pared y de repente un latigazo me sacudió la cabeza. A través de la puerta parcialmente abierta del estudio divisé, encima de un escritorio de tapa corrediza repleto de cosas, una foto del dueño del rancho y de «J. W. Northridge», con sus setters ingleses al lado de un Ford Modelo A, enarbolando una botella de whisky y un par de urogallos de cola puntiaguda. Parientes, sin duda. No parecía muy apacible el hombre que había ayudado a criar a la adolescente de dieciséis años que me había traído al mundo. Hoy en día aquello no habría ocurrido, pensé mientras el teléfono sonaba en casa de mi madre en Omaha. Me contestó con voz animada, un extraño fenómeno por la mañana. Después de la foto, aquello ya era demasiado, pero había una nota con un remite de Green Walley, donde decían que habían encontrado al perro «abandonado», y que desde hacía un mes le habían dado un bonito hogar. El nombre de Ralph ahora era Sweetie, y les acompañaría a su casa de verano cerca de Port Townsend, en el estado de Washington, hasta noviembre. Hacía poco habían caído en la cuenta de que al perro tal vez no lo hubieran abandonado, ya que unas personas de su misma calle en Green Walley, una colonia para jubilados, eran de Omaha y les habían dicho que la dirección que aparecía en el collar de Ralph era «de casa rica». Una expresión que a mi madre le hizo gracia, dado que le sonaba antigua. Añadió que la escritura de la nota era vacilante, como si la hubiese escrito una mano senil. Le dije que ya me daría la dirección más adelante, pues había tenido algunos pequeños problemas en el estado de Washington y no podía rondar por la zona de Port Townsend. Los policías atentos suelen fijarse en los vagabundos. Ralph alias Sweetie tendría que aguardar hasta noviembre, aunque me alegraba de que estuviese vivo. El año anterior había estado liado unos días con una mujer de Seattle, agradable pero neurótica. Tenía un montón de cuadros buenos en un apartamento por otra parte modesto, y yo había sido lo bastante ingenuo para entregar uno de su parte en las afueras de Bozeman, Montana, en una de aquellas inmensas casas de troncos que estaban construyendo por el oeste aquellos días. Cuando a ella la detuvieron y la dejaron salir bajo fianza, fue lo bastante considerada para enviarme una nota advirtiéndome de que la habían estado siguiendo durante meses, y que cabía la posibilidad de que yo estuviera implicado en la distribución de bienes robados. Era una fumadora compulsiva de marihuana y yo no, sin embargo, aunque las probabilidades de que me arrestaran era pocas, no quería tentar a la suerte. Después llamé al número de J. M. en Lincoln, pero contestó el ogro de su marido. —Soy Vernon Schultz. Director regional del Club Charoláis. Ya sabe, el departamento de enseñanza rural del Ministerio de Agricultura. —Estamos almorzando —contestó después de un silencio. —Confío en que sea carne de Nebraska. ¿Podría hablar con la jovencita? Solíamos llamarla miss Cinta Azul. Pasó un minuto antes de que J. M. se pusiera al teléfono, y experimenté una leve sensación de vértigo. Fue rápida en su respuesta al reconocer mi voz.

—Lamento no poder veros a ti y a la pandilla, Vernon, pero estas dos noches tengo trabajo. —¿Te gustaría verme? —Creo que no. No sé. Tengo exámenes finales la semana que viene. Puede que sí, pero puede que no. Dejó escapar un suspiro y luego, de fondo, se escuchó un grito de él: —¡El almuerzo! J. M. me había explicado que su marido era un cocinero espantoso, aunque se tenía por inventivo, capaz de prescindir de los libros de cocina. —Te quiero —susurré. —¡No digas eso! —exclamó, y colgó. Durante el largo viaje en coche hacia el sureste sufrí otro ataque de vértigo y me asaltó la tentación, bastante frecuente, de dedicar una semana al estudio del cerebro humano. Teniendo en cuenta que años atrás un profesor me había dicho que yo era un superviviente del pleistoceno, quizá debiera empezar con los primates. Mi aversión a Ponerlo en práctica venía de la adicción de mi madre a distintas terapias, que había contagiado a mis hermanas. A mi padre le horrorizaban sus frecuentes «revisiones», como las llamaba él, cuyo coste habría servido para mantener a una familia normal y sin embargo a ella le parecía una bagatela. Mi madre se consideraba demasiado especial para recurrir a algo tan sencillo como Alcohólicos Anónimos, aunque yo no estoy muy seguro de que fuera eso. Giré con brusquedad para esquivar una taltuza, pero oí el topetazo mortal. Lo lamenté. Con los ornitólogos existe la polémica de siempre, aunque se da por establecido que al año mueren unos cien millones de pájaros al chocar contra los cristales de las ventanas. La curva evolutiva avanza con excesiva lentitud para hacerles comprender lo que significa una ventana, y lo mismo les ocurre a los ciervos con los faros de los coches. Esto no era la habitual mota en el ojo, y me pregunté qué hacía que todavía me siguiera interesando, teniendo en cuenta la intensidad de mis sentimientos por J. M. En los primeros años de mi adolescencia, mi padre me dijo que si me había librado de los problemas que aquejaban a mi madre y a mis hermanas era debido a mis «aficiones saludables», y en esto no implicaba ninguna presunción genética, dado que es claramente imposible contender con ellas. Naturaleza y nutrición luchando entre sí es una caja de Pandora que plantea todo tipo de dolorosas cuestiones, tanto éticas como políticas. La pura verdad era que en aquel entonces yo estaba obsesionado con el mundo que no habíamos hecho: los pájaros, los mamíferos, la botánica, y a los quince años ya conseguí una subscripción al Journal of Plains Anthropology. Por absurdo que parezca, muy pronto fui capaz de recitar la jerarquía ampliada de Linne, que memorizaba al tiempo que escuchaba a los Rolling Stones: reino, filum, subfilum, superclase, clase, subclase, infraclase, cohorte, superorden, orden, suborden,

infraorden, superfamilia, familia, subfamilia, tribu, subtribu, género, subgénero, especie y subespecie. ¿Y para qué? No consigo ver la virtud en estudiar el mundo de la naturaleza, cuando todo el mundo debería hacerlo. Es el único mundo que vamos a tener, por lo que sabemos. Lees un poco acerca de él, y luego lo miras con detenimiento. ¿Por qué la gente es tan contraria a hacerlo? No estoy muy seguro, pero sospecho que se debe a que la naturaleza no supone un rendimiento inmediato para la economía. Claro que mis obsesiones son en gran medida sólo mías. El valioso recurso que mis padres utilizaban para amonestarme era: «¿Y si todo el mundo hiciera lo mismo que tú?». Yo quería contestarles: «Pero no lo hace», o «¿Y si todo el mundo hiciera lo mismo que vosotros?», pero nunca me atreví. La cortesía implícita de mi padre se había filtrado dentro de mí y todavía está presente, si bien bajo una forma algo desquiciada. Al este de Brewster me detuve para observar cómo un halcón de las praderas intentaba levantar a un escribano triguero para el almuerzo, obsesionado todavía por lo que me interesa y en si este capricho por J. M. tendrá una fase corta. He pensado neciamente que yo era impenetrable, aunque aireado, como los impermeables de calidad. Además, creía que los períodos de duda evitaban que actuara con precipitación, como por ejemplo convertirme en guerrillero en alguno de esos sitios conflictivos que hay por el mundo. El hecho de que actuar con precipitación parece ser un requisito para hacer cualquier cosa de importancia en esta vida es algo que no se me ha pasado por alto. Mis conocimientos antropológicos me dicen con un desagradable susurro que siento una imperiosidad tardía por emparejarme, que los nueve años que he pasado deambulando por ahí y buscando cosas son un ritual ideado por mí para amañar la realidad, que la búsqueda de lugares secretos ha sido en el fondo un impulso religioso primitivo. El psicoanalista de mi madre, que dirige una nave hermética, me dijo en pocas palabras (no pude quedarme más de quince minutos) que mi inclinación por dormir al raso está provocada de principio a fin por mi claustrofobia, a pesar de que le había advertido que lo hacía a menudo antes de que estuviera a punto de morir asfixiado. Mi explicación era que prefería mirar la luna y las estrellas a un techo neutro. El estímulo primordial para esa vida errante parecía ser la simple curiosidad. Siendo un muchacho, a finales de otoño y durante el invierno, mi padre solía llevarme a la biblioteca pública todos los sábados por la mañana y a una librería por lo menos una vez al mes, sitios ambos que despertaban una curiosidad unilateral, la cual no era siempre una «bendición» (una de las palabras favoritas de mi madre). Lo cierto es que me sería de gran ayuda años después, al yo pensar que era bastante corriente, sobre todo si me comparaba con todos los capullos y tirados que me encontraba por la carretera, o con los tipos demasiado normales cuya existencia se ciega ante el color del dinero, y cuya única motivación parece ser la pura codicia. En calidad de

antiguo estudiante de antropología no puedo afirmar que detectara alguna conexión entre mi forma de actuar y la raza o los genes. Tanto en el pasado como en el presente ha habido gran cantidad de gente que ha llevado una vida errante en América. Existe una dulce e intimidatoria sensación en el hecho de desaparecer. Me dirigí hacia la autopista sur de Grand Island, algo que por lo general suelo evitar. Gran parte de mi conducción la realizo guiándome por una brújula montada encima del salpicadero, para que la velocidad y el intento de no fastidiar a los demás conductores no me prive de mirar el paisaje. La memoria me dio una sacudida al pasar ante un letrero que señalaba el Stuhr Pioneer Museum and Village un lugar fascinante sobre cómo vivían nuestros abuelos, un tipo de vida ya casi extinguido. La sacudida se produjo al pensar en S. C. una muchacha que vivía en la misma calle que nosotros. Era muy delgada, aunque sus padres todavía lo eran más. Menciono esto porque es una rareza en Nebraska (lo comprobé y, junto con Wisconsin y Misuri, es un estado de gente gruesa). Supuestamente, la madre de S. C. había sido bailarina en Chicago, pero yo tenía mis dudas, recordando que la «vida artística» de mi madre había consistido en un año entre Nueva York y París. Sea como sea, S. C. tenía tendencia a actuar de una manera misteriosa y ya muy temprano se interesó por la brujería. En una excursión escolar al Stuhr de Grand Island para los llamados alumnos brillantes de segundo curso yo viajé al lado de S. C, porque nadie más quiso y porque debía cumplir con el sentido de la cortesía que me había inculcado mi padre, aunque tenía mis reservas acerca de la conversación que los dos habíamos mantenido sobre el sexo: «Trata a las chicas como si fueran tus hermanas». A pesar de mi amabilidad, S. C. no paraba de burlarse de mí e imitaba mi manera tan formal de hablar, heredada de mi afición a leer libros de historia natural y de mi padre, que pertenecía a una tercera generación de suecos emigrados. Mi madre a veces le imitaba cuando estaba bebida, una de las pocas cosas que a él le sacaban de sus casillas. A S. C. le gustaba creer que era bastante perversa y me había prestado dos libros de Henry Miller, Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, que luego mis hermanas me birlaron y entregaron a mi madre, y que ésta tiró al fuego diciendo: «No hagas que una cosa hermosa parezca sucia». Por supuesto, compré otros ejemplares y me apresuré a leerlos, pensando: «Ese tío está realmente vivo». A mi vez, a S. C. le di un ejemplar de Brujería de los navajos, del erudito Clyde Kluckhohn, un libro clave en mi creciente interés por la antropología. Yo mantenía cierto distanciamiento de aquel material, pero S. C. no, y el libro la tuvo excitada durante algún tiempo. Su altanero padre me paró en la calle y me dijo que no diera más libros terroríficos a su hija. Había sacado a pasear a su perro tibetano y llevaba el abrigo sobre los hombros, con los brazos fuera de las mangas, además de una chalina azul verdosa. Aquello me irritó de tal modo que pensé en aplastar a aquel demacrado gilipollas. Aquella noche, en la que soplaba una cálida brisa de septiembre, S. C. se coló por el patio trasero de casa y husmeé que se acercaba debido al olor del pachulí que utilizaba en sus ritos de magia.

Lloraba de rabia porque le habían dicho que su padre me había dado una reprimenda. La consolé diciéndole que me tenía sin cuidado. Entonces, sin preguntar nada, se escurrió dentro de mi saco de dormir. Ella era la última de la cola entre las chicas que lograrían excitarme, aparte de que me distraía de la lluvia de meteoritos. Sin embargo, me asombré al descubrir que su trasero, que parecía tan delgado cuando iba vestida, era de ésos que llamábamos «bastante apañados». Comentó que había leído un libro sobre la sexualidad en Oriente, y debo reconocer que nos lo pasamos muy bien: era la primera vez que ambos «llegábamos hasta el final». Al cabo de un rato susurró que había logrado seducirme robándome una de mis huellas, una técnica que había leído en el libro Brujería de los navajos. No lo puse en duda, pues S. C. apenas era lo que mis amigos llamaban «material eréctil». Estuvimos haciéndonos estos servicios especiales una vez al mes hasta que llegó el momento de marchar a la universidad, ella a Bennington y yo a otra más humilde, obligado por mi mal comportamiento. Alguien me comentó que se había casado con algún gurú y que vivía en New Hampshire. A medida que me acercaba a J. M. y a Lincoln empecé a sentir cierto abatimiento. Era difícil interpretar por teléfono si el tono de su voz era alentador, con independencia de las circunstancias restrictivas de su marido rebuznando por la pitanza o lo que fuera. Me encontraba a media hora de la ciudad y todavía faltaban unas cuantas para que ella acudiera al club, así que tomé una salida hacia un punto cercano a la West Fork del Big Blue, donde tal vez podría observar algunos pájaros y dormir un rato. Sentí el impulso repentino de dirigirme a Manitoba, pero había hecho un estudio sobre lo endebles que son nuestros estados de ánimo, cómo entran y salen flotando de nosotros originados por miles de estímulos. Mi novia Zen solía decir que somos nosotros los que pintamos nuestra propia vida, a lo cual repliqué que había muchas manos sosteniendo el pincel. Esto la fastidió e hizo que se pareciera todavía más a sus remilgados tíos, uno de los cuales había vivido en California y era implacable utilizando psicoliogismos y otras estupideces, de modo que en una ocasión, nada más entrar en su casa, me dijo: —Somos lo que comemos, por eso huelo a tóxica hamburguesa. A lo cual repliqué, estúpidamente, desde luego: —No somos lo que cagamos, pero si no lo hiciéramos pesaríamos miles de kilos. Con aquellas gentes tuve uno de mis más clamorosos fracasos. Después de romper, y poco antes de que ella marchara al Japón, me la encontré en una manifestación en defensa del medio ambiente con la cabeza afeitada. Bromeó conmigo diciendo que su aspecto la hacía parecer menos sexy, algo que no era verdad, pues, por algún motivo curioso, hacía que pareciera más femenina. Me puse sentimental y ití que mi mano era la principal a la hora de manejar las riendas de mi vida, pero entonces su nuevo novio surgió de entre la gente y me quedé perplejo al ver que se

parecía a sus tíos, aunque me dio la sensación de que tenía un mayor sentido del humor. Al final de la salida reduje la marcha y me paré al lado de un joven de cabello rubio rojizo que andaría por la veintena, y que trasteaba en un decrépito Dodge con el capó levantado y grasa hasta los codos. Parecía como si estuviera desmontando el carburador mientras su esposa paseaba para mecer a un bebé regordete que aún usaba pañales, y una chiquilla de unos cinco años cazaba libélulas en la cuneta. Les pregunté si necesitaban ayuda y él me contestó a gritos, como si recitara una especie de liturgia: —¡Nada de ayuda! ¡No puede usted ayudarme! ¡No necesito ayuda! ¡Nada de ayuda! Era un majara violento, pero advertí que ni su mujer ni la niña le hacían el menor caso, como si estuvieran acostumbradas a sus gritos. En cuanto hubo finalizado su letanía, enterró la cara entre las sucias manos y se negó a mirar. En uno de los bíceps llevaba tatuada una rosa, en lugar de las habituales serpientes, panteras o puñales ensangrentados. Conduje despacio al pasar por delante de la mujer, que vestía vaqueros y una camiseta estampada con una marca de cerveza. Desvió la mirada hacia un campo de maíz, pero el bebé me sonrió. El tipo se parecía a muchos de ésos que vemos sosteniendo un letrero de cartón donde pone «Trabajaría a cambio de comida», aunque éstos no suelen tener familia a la vista, o han pasado ya esa coyuntura en la que la han abandonado con sus parientes, si es que los tienen. Por enésima vez me sorprendía el hecho de que, cuando viajas, te encuentras con esa tercera parte de la sociedad que constituye el escalafón más bajo, donde al menos un tercio se han convertido en murantes sociales que se las deben apañar como trabajadores humildes que viven del salario mínimo y sin la posibilidad de trasladarse a otro lugar para ver cosas nuevas. En Washington, entre tanto, aquellos que podrían ayudarles ni tan siquiera se dan cuenta de que existe esa gente: hay algo en el xenófobo poder hipnótico de los políticos que les impide extrapolar cualquier otra realidad que no sean sus esfuerzos para obtener la reelección. Están haciendo ímprobos esfuerzos para lograr que la sociedad sea más inflexible a fin de proteger a los de arriba, para lo cual no dudan en sacrificar a ese tercio que constituye el escalafón más bajo. Pensé sin ningún sentido del humor que la conciencia de los demás es una mano muy grande a la hora de manejar las riendas junto a la tuya, a no ser que te escondas en una letrina. ito que intentaba centrarme en la familia del coche averiado con el propósito de librarme de ellos. Mi padre, que había sido el principal instigador para que escribiera un diario a fin de que no fuera «a la deriva», no se mostró muy entusiasmado con mis comentarios de tipo social cuando leyó lo que yo había anotado los primeros años. Hay que reconocer que las anotaciones no eran muy astutas, y se encontró con el apartado «reflejos xenófobos», básicamente un resumen de matiz antropológico sobre el comportamiento humano en nuestro

entorno. Me dijo que estaba cargado de cínicas «observaciones negativas» y que no debía escribir acerca de la gente como si fuera Jane Goodall escribiendo sobre los chimpancés. Me interné en un bosquecillo a lo largo del arroyo, no demasiado preparado para recuerdos de las otras veces que me había sentado en aquel mismo lugar, indiferente a todo. La chiquilla que cazaba libélulas a la vez que su padre se lamentaba tendía a minimizar mis suaves protestas internas. Todos estamos atrapados, pero unos mucho más que otros, pensé al tiempo que me aplicaba una loción contra los mosquitos y que, al entrarme un poco en el ojo izquierdo, me produjo un fuerte escozor. Jesús, a ver si prestas atención. ¿Hasta qué punto estoy limitado y qué es lo que me limita? Experimenté una alarmante sensación de miedo ante la idea de que J. M. no quisiera volver a saber nada de mí. Un miedo tan palpable como el que había sentido mientras pescaba en el río Bechler, en la esquina suroccidental del Yellowstone, la brisa que soplaba por encima del agua cubriendo mi olor, y de repente pasó por allí un oso gris. Las entrañas se me revolvieron, pero el oso decidió no hacerme caso y siguió su calino, la brisa rizándole la pelambrera a lo largo de la espalda, una pelambrera que en realidad no conseguía disimular la enormidad de su musculatura. J. M. perdiéndose en la penumbra del crepúsculo muy bien podría haber sido un oso gris. ¿Volvería a implicarse de lanera palpable en mi fenología personal, mis vagabundeos dirigidos por las migraciones de los pájaros, la luz del sol a mi alcance, el nacimiento y la muerte de las flores silvestres, las actividades y los movimientos de los mamíferos antes de la hibernación, o el leve estímulo de curiosidad al estudiar los mapas a la luz de una linterna, o al amanecer, escuchando el repiqueteo de la lluvia sobre el techo de la camioneta de acampada, o estirándome hacia el enorme mapa plegable ahora desaparecido? J. M. no se había limitado a sacudir mi jaula (la verdad es que somos habitantes de un zoológico), sino que la había volcado. Y ella, junto con Ralph, la gripe y la largamente postergada búsqueda de mi verdadera madre, habían hecho que se tambalearan nueve años de hábitos. Con anterioridad había experimentado tres depresiones clínicas, una en el instituto y dos durante mi vida como nómada, y todas parecían tener su origen en la sensación de que había agotado ya una manera de ser. Como es lógico, yo no buscaba «ayuda profesional», según el término que los periódicos utilizan en las páginas sobre la vida moderna. Lo más importante que había notado en el núcleo de la depresión —más una escultura de hielo que un punto al rojo vivo— era que el cerebro se estaba cansando de los rios de su jaula de zoológico. Es indiscutible que los estudiantes de la escuela secundaria y de la universidad son susceptibles a la depresión (¡término muy en boga!) debido a la efervescencia hormonal, así como a las severas críticas que de manera repetitiva se hacen a su existencia y que contribuyen a que les tenga sin cuidado aprender algo duradero. Algunos se adaptan, pero otros son menos

evolucionados y no son capaces de soportar el blindaje. Sin embargo, su nivel de inteligencia no es ni mayor ni menor que el de los que alcanzan el éxito. Pero más adelante, ya en la carretera, buscando esos lugares que los cartógrafos llaman «bellas durmientes», durante dos enormes batacazos me vi obligado a aprender una y otra vez que mi estado de nómada, como yo mismo lo había bautizado, no bastaba. También había que ser un nómada con la mente, y la curiosidad tenía que seguir tan viva como los propios desplazamientos. La etnología puede convertirse en algo tan banal como los acontecimientos deportivos. Las criaturas que estudias pierden sus dimensiones inherentes. La mente minimiza y codifica, y los diarios se vuelven descuidados y monótonos. Sin embargo, antes de llegar a esa situación, intentaba anticiparme y buscaba cualquier trabajo humilde. En una ocasión llegué al extremo de limpiar cazos y sartenes en un restaurante de Laramie, Wyoming, pero antes de que finalizara la semana había dejado de ejercer su poder curativo. Los trabajos físicos duros eran por general los mejores, ya fuera apilando balas de heno, cavando zanjas para los cimientos, o como paleador contratado por arqueólogos, lo cual estaba más en consonancia con mi formación. Solías trabajar con antelación a la construcción de una autopista o a la instalación de los conductos del gas (lo mejor, ya que con frecuencia había que trabajar en áreas deshabitadas), para tener la certeza de que no había nada de valor arqueológico que pudiera destruirse. Aunque el sitio tenía que ser de extraordinario valor para frenar los intereses comerciales. El trabajo duro fatiga todo el cuerpo excepto la mente, que puede descansar de los agotadores finales de partido que preceden a la depresión. Por supuesto que hay aspectos cómicos. Mi madre me dijo una vez, durante su habitual sesión de martinis antes de la cena, que confiaba en que no me convirtiera en artista, porque la vida es muy traicionera y los artistas eran como «plantas sensibles». Yo estaba sentado en el sofá, a pocos pasos de ella, y mataba el tiempo hasta la hora de la cena hojeando una guía ilustrada sobre botánica, que ella no podía haber advertido más que de manera subliminal. Mis hermanas no levantaron la vista de la moqueta, donde se hacían trampas jugando al Scrabble. Mi padre me miró frunciendo el entrecejo desde detrás del New York Times: era un adicto a las noticias, y con los periódicos de Omaha no tenía suficiente. Ante mí tenía la clara elección de morder el anzuelo de mi madre sobre las «plantas sensibles», tema en el que yo era la autoridad de la familia, o ceder ante mi padre, cuyo entrecejo fruncido significaba que estaba impaciente por hincarle el diente a la carne asada. Me entretuve en el bosquecillo más rato del que esperaba por miedo a tener que pasar otra vez junto a la desgraciada familia. Miré en mi billetero y encontré ochenta pavos y el cheque del último mes. Si aún seguían allí, intentaría lanzar los billetes a la mujer por la ventanilla y aceleraría. Me quedé mirando una zona repleta de lampazo y vencetósigo, dos plantas no demasiado sensibles, que identificaría

como ubicuas y bastante feas en su plenitud. No es nada extraño disponerte a averiguar qué quieres hacer con tu vida y descubrir tan sólo lo jjue no quieres hacer con ella. Uno de los grandes problemas con el amado campo abierto es que no logras ponerte anteojeras. El pájaro que contemplas a través de los prismáticos no excluye que veas, en el barrido hacia el marjal, al niño tullido que recoge leña cerca de la más ruinosa de las caravanas. Ambos nos saludamos con la mano. Quién sabe si a él le interesa mi sentimentalismo. ¿Qué cantidad de melancolía obtuve de mi padre, quien la había heredado de su madre, que veía infortunios en el más azul de los cielos? Mi padre otra vez. Por no hablar de mi madre. Cuando tu mente se dispara, observas con qué velocidad envejecen tus padres, a veces no de manera tan precisa como lo ves en ti mismo, y te preguntas para qué preocuparte en hacer algo que no deseas. Ni tan puro ni tan sencillo. Por fortuna, una imagen del trasero de J. M. debajo de mi impermeable y el recuerdo de la lluvia sobre la tela encerada vino a salvarme. Pies, tobillos, rodillas, muslos. La imagen era más auténtica que mi húmedo bosquecillo, y el pájaro cantor cuyo trino a mis espaldas no lograba identificar levantaría el vuelo en cuanto me moviera. Tener en mi mente una zona del Canadá, y tampoco poder ver aquella otra. Me hubiese gustado poder rezar una plegaria a aquel trasero. Me levanté con brusquedad, pero el pájaro cantor ya había desaparecido, y la parte inferior de las piernas estaba tan adormecida que mis primeros pasos fueron tambaleantes al salir del bosquecillo. Mi verdadero padre era un tipo de mucho cuidado, o eso dicen. Esta información no paraba de salir a la superficie por mucho que me esforzara en olvidarla, aunque eso sin duda estimulaba su aparición. Samuels, el socio ya retirado de la firma de abogados, me lo había contado, junto con un montón de cosas más, poco después de la muerte de mi padre. De eso hacía cuatro años. Pero ¿a quién le interesa pensar en estas cosas? Sin embargo, los conocimientos de Samuels se terminaban en Tucson, justo donde yo había perdido a Ralph. Conozco muchas cosas, aunque no demasiadas. El pecho se me hinchaba, pero no conseguía inhalar suficiente aire, y en cuanto llegué a mi camioneta pensé que iba a ahogarme en mis propias sandeces. Podría nombrar miles de criaturas y plantas producto del mestizaje, pero me invadió el apremiante deseo de llegar cuanto antes a mi nueva camioneta aparcada entre las malas hierbas. Había tantas cosas de las que desprenderme antes de poder funcionar otra vez sin las tonterías de la mezcla de razas. Respirar hondo. Caminar manteniendo la cabeza despejada. Captar los misterios del mundo natural con la intensa curiosidad de siempre y el corazón alegre. Si tuviera mi diario, sería incluso lo bastante necio para anotarlas. Iría a ver a J. M. y después a mi madre en Omaha para hacerle algunas preguntas. A continuación me trasladaría más al oeste para ver a mi madre de verdad, y luego, en

otoño, iría más al oeste en busca de Ralph. Este tipo de planificación era ajena a mi naturaleza, pero no veía otra salida como no fuera caer en otra crisis paralizante, de la cual estaba ya muy cerca. Una cosa sobre los jóvenes de mi edad, que había anotado una y otra vez en mis diarios desaparecidos, era el motivo de su fluctuante ansiedad, cuyas fuentes seguían siendo desconocidas para mí. Si bien era poco probable que las encontrara entonando mi tranquilizante vocal, consistente en recitar centenares de nombres de pájaros, flores y otras plantas. Mi consuelo más inmediato a medida que me acercaba a la autopista fue que la atormentada familia ya no estaba allí, y confié con todas mis fuerzas en no volver a encontrármelos durante todo el trayecto. Ella no estaba. No se me había ocurrido esa posibilidad. Me quedé allí como un idiota mientras el gorila, un monstruo de aspecto agradable, lo repetía por tercera vez. —Necesitas una copa —dijo luego, y me sirvió un whisky. Las palabras «ella no está aquí» me resultaban del todo incomprensibles. Aguardé a que Lolly, una amiga de J. M., terminara su actuación, y su nombre me hizo retroceder a la prehistoria. Lolly. Dios, no había quien lo repitiera diez veces seguidas. El solitario sale de la oscuridad y entra en otra oscuridad aún mayor. Lolly se apresuró a venir, aunque sólo me dijo que J. M. había decidido de pronto irse a casa unos días porque su padre estaba bastante enfermo, y me guiñó un ojo para indicar que la información era falsa, por si el encargado, que se hallaba a dos mesas de nosotros, lo estuviera oyendo. Lolly hacía burbujas con la paja y el refresco, en una actitud infantil que contradecía su atuendo casi inexistente: sus tetas eran como dos ojos rosados en mi traqueteante cerebro. Me marché con tal celeridad que tuvo que perseguirme hasta la puerta para darme el teléfono de la granja de J. M. —¡Vaya perro con suerte! —me gritaron dos chicos universitarios, justo cuando empujaba la puerta para salir. Un mono con suerte en busca de la que puede ser su pareja. ¿Qué coño es el amor, que nos vacía el pecho de esta manera y hace que el cerebro se estremezca? Encontré un motel en la zona este de la ciudad y me tuvo sin cuidado la claustrofobia al sentarme junto al teléfono y equivocarme dos veces al marcar. A la tercera contestó su madre, Doris (no es su verdadero nombre). Era tarde, me dijo, las once de la noche, pero había cierto tono burlón en su voz al llamar a J. M. para que acudiera al teléfono. La voz era demasiado baja y la risa demasiado forzada al explicarme que alguien había dicho a su marido que la habían visto en mi camioneta. Después de rumiárselo varios días, al final aquella misma mañana le había pedido explicaciones en la cocina, y ella le había contestado: «Estaba con mi amante». De un puñetazo la había tumbado al suelo, y ahora tenía un ojo morado. Su madre quería que presentara una denuncia, pero J. M. se negaba. De pronto me

di cuenta de que le hablaba con el mismo tono monótono que utilizaba mi padre siempre que estaba enfadado: —Ya me encargaré yo de eso —dije. —¡No seas tonto, ésta es mi puerta de salida! —replicó—. No te acerques a él o lo echarás todo a perder. No me vería al día siguiente porque le temblaba todo el cuerpo, pero sí al otro. Me dio algunas instrucciones, que apenas pude oír porque me zumbaba la cabeza, y luego añadió: —Me alegro de que hayas llamado —dijo, y colgó. Esperé unos segundos antes de colgar, como si pretendiera alargar la conversación. Un profesor me dijo una vez que la realidad es cuando atisbas por el ojo de la cerradura, y alguien se acerca por detrás y te da una patada en las pelotas. La habitación se volvía cada vez más pequeña, como ya sabía que iba a suceder. En algunas ocasiones había dormido en un bosquecillo cerca del vertedero de Lincoln, si el viento soplaba en dirección contraria. Muy cerca había un extenso campo de tiro al plato, donde solía ganar algún dinero en la época universitaria. Mi padre había abandonado la caza del faisán después de que un compañero pateara a su perro de presa con tal fuerza que al final hubo que liquidarlo. Me alegré de no haber estado presente, porque dudo que me hubiese podido contener. En el patio trasero de casa habían instalado un mecano de barras metálicas para que me liberara del exceso de energía, y, aunque en aquel entonces sólo tenía quince años, estoy seguro de que habría dado una paliza a aquel canalla. De todos modos, el viento que entraba por la ventana soplaba del sureste, lo cual hacía inviable el bosquecillo del vertedero, aparte de que la luz ambiental de la ciudad dificultaría ver las estrellas. De repente me di cuenta de lo pequeña que podía llegar a ser la habitación. El sudor había empezado a brotar del cuero cabelludo. Sin duda, J. M. hubiese podido ayudarme a superar aquel trance, pero estaba a doscientos cuarenta kilómetros de allí. En cuanto pensaba en su trasero, la habitación empezaba a recuperar su tamaño. Antes había padecido leves ataques de vértigo, pero me había curado yo mismo con unos pocos días de estancia en los riscos cerca de Moab, en Utah. Había hormigas cerca de mis pies, y los ciervos del valle parecían hormigas allí abajo. El tío de mi novia Zen me había comentado que en el norte de Japón había una secta que para mantener su estado de atención solía quedarse de pie al borde de los precipicios; la única cosa interesante que había dicho aquel capullo. Jesús, la irritación hacía que la estancia se redujera de manera radical y dificultaba mi respiración. Me sentía como un mamífero no demasiado listo que, después de hundirse en el hielo, hubiese sobrevivido pero pasara el resto de su vida aterrorizado por los lagos. Intenté ver la televisión unos treinta segundos, pero esto empeoró las cosas. No sirvo para ver la televisión o ir al cine, y tengo que renunciar a sus imágenes porque hay demasiado movimiento en ellas. Me crispan. Si ves la televisión frente a una ventana, te das cuenta de que la vida no se mueve tan deprisa allá afuera, a no ser que estés cerca de una autopista o de una calle en

una ciudad atestada de gente. No paras de efectuar ajustes de primate subliminal a todas estas acciones aceleradas de la televisión, así que terminas con una mente tan revuelta que necesitas un buen rato para recuperarte. Y lo único que logras es matar el tiempo, en el sentido más estricto del término. Respecto al cine hay una ligera diferencia. Unas dos veces al año siento deseos de ver alguna película, y entonces llamo a mis hermanas en busca de consejo. Las dos son muy aficionadas y siguen la obra de varios directores. Sin embargo, en la televisión emiten las películas en formato demasiado pequeño y no hay forma de sumergirte en la pantalla, que es donde perteneces. Una cama. Ventanas delanteras que dan a un aparcamiento demasiado iluminado. Retrete y cuarto para la ducha. Zona para el lavabo. Mesa escritorio. Caballete plegable para la maleta. Armario de Puerta corrediza. Un horrible grabado de íbises, realizado por alguien que nunca había visto uno de cerca. Está comprimida por la excesiva proximidad de un cobertizo cerrado. A través del extractor del restaurante que hay al otro lado se percibe el olor a salsa de espaguetis quemada. Una Biblia de Gedeón en el cajón de la mesita de noche. Dado que la habitación es físicamente reducida, no puedo moverme ni un micrómetro. Pero voy a superarlo. No estoy cubierto de tierra en un absurdo ritual. Me siento ante el escritorio e intento hacer un dibujo de J. M., pero se asemeja más a la cabeza de una amapola espinosa, una flor que había dibujado en mi diario. ¿Para qué preocuparme, si puedo cerrar los ojos y ver a J. M.? Se encuentra junto a la camioneta, vestida por completo y enseñándome cuán alto puede saltar. Tal vez por miedo, escribo los nombres de dos mujeres, una de diecisiete años y otra de treinta, que con anterioridad me llevaron muy cerca de esta situación. ¿Cómo pude echar a perder mis otras aproximaciones al amor, que como mínimo tenían parte de esta misma energía? No todo fue culpa mía. Me han dicho que esta actitud te hunde en tal desesperación, que llegas a pensar que la razón está siempre de tu parte. Parece como si todo lo que tengo fuera conciencia. Esta posesión tan corriente bastaría para vencer a una estúpida claustrofobia, si bien es cierto que la he usado en mi propio provecho. Los oídos y los senos empiezan a descongestionarse, y la cabeza deja de zumbar. La suave respiración acelerada se interrumpe. Es un comienzo. Las manos de L. G. siempre estaban agrietadas. Era la hija de mi héroe, de mi consejero, del profesor de biología en el instituto, antiguo prisionero de guerra en Corea. Ella era la mediana de cinco hijos. Sus padres procedían de Chicago y se les tenía por radicales en cuestiones políticas, del Partido Obrero Católico de Dorothy Day, aunque la madre era judía. Mi mentor también era un experto en historia y literatura, bastante raro en un profesor de ciencias. Además era tan brillante, y sus alumnos destacaban de tal forma en la universidad, que la comunidad pasaba por alto sus ideas políticas. Los poderes fácticos le trataban como si fuera una rareza inofensiva y benéfica, igual que un poeta extravagante y

gruñón al que se le tolerara en el campus universitario porque, a pesar de que nadie le entendiera del todo, se tenía la ligera sospecha de que su heterodoxia escondía algo de gran valor. L. G. era tan seria que ponía nerviosos a los demás jovencitos, a pesar de que la encontraban atractiva. Vestía de un modo más pobre de lo que en realidad eran sus padres, y lo hacía a propósito. En el tercer año de instituto me enamoré de ella, pero ella no de mí; una historia nada original. L. G. opinaba que la ranchera de mi madre era vulgar, y, por supuesto, no hubiera subido al Lincoln Town Car de mi padre (el primo de uno de los socios de la firma era vendedor de coches, y la empresa obtenía buenos descuentos). Yo había destrozado por tercera vez mi Jeep en un viaje de fin de semana a las Sandhills para ver las consecuencias de una tormenta de nieve que, por desgracia, había pasado de largo en Omaha. A L. G. la habían detenido una vez durante una manifestación en contra de las armas nucleares, frente a la sede del Mando Estratégico de las Fuerzas Aéreas. Tenía doce años e iba sola. Yo iraba fervorosamente su valor, pero ella no me amaba. En su casa se servían la sopa con el cucharón de la olla que había sobre el fuego, y había que apartar los libros de encima de la mesa para hacer sitio para comer. Todos hablaban a la vez. Y ella sólo toleró mi compañía un par de meses. Le pedí que fuera mi pareja en el baile de fin de curso, pero se me rió en pleno rostro, de modo que yo tampoco fui. La noche del baile me emborraché, tomé estimulantes y fumé marihuana en compañía de otros descontentos, y al final me quedé dormido en el patio de L. G. Esa noche la temperatura bajó en torno a los dos grados, y su padre me encontró al amanecer, al sacar el perro a pasear. El perro se me meó encima, y aquello se convirtió en una broma familiar. Incluso a mí me parecía divertida. L. G. confesó que le gustaba mi mentalidad de amante de los pájaros y de la botánica, pero pensaba que la antropología me había estropeado. Me leía a Virgilio en latín y a Saint-John Perse en francés. En todo momento era un incordio insidioso. Me dijo que su amor secreto era un chico de color de nuestro equipo de fútbol, que también la quería, pero no deseaba complicarse la vida con una blanca. Esto la tenía amargada, pero lo aceptaba con talante comprensivo. No quiero decir que con los demás fuera más dura que consigo misma, porque era dura con todo, hasta en la manera de cerrar las puertas o de fregar el linóleo de la cocina. Le hice el amor una sola vez —no puedo decir que ella me lo hiciera a mí—, y fue poco después de que yo regresara de Absarokee, Montana, justo antes de que ambos partiéramos para la universidad. Era becaria del Mérito Nacional y poseía una beca completa para la Northwestern, cerca de Chicago, la universidad donde había estudiado su padre. Habíamos ido a comer pizza y a ver una película patética. Yo me sentía fatal en la sala y tuve que salir a la mitad de la película, dedicándome a pasear por el Misuri en una calurosa tarde de finales de verano. El Jeep ya estaba reparado, pero al día siguiente iban a envegarme mi camioneta de graduación. Al regresar me la encontré mirando una de mis guías de pájaros a la luz de una linterna. Alzó la vista del libro y dijo que

estaba a punto para hacer el amor. Hacía tiempo que yo había renunciado desesperado a esa idea, y me quedé mudo de asombro. Condujimos una media hora hacia el norte, hasta llegar a un camino secundario que resultara conveniente, en un campo de maíz cerca del río. Estaba tan nervioso que estuve a punto de fracasar, aunque no es que ella me fuese de gran ayuda. Era imposible hacerlo en el Jeep, así que extendí una manta no muy limpia en el suelo, pero ella dijo que no servía y tuvimos que apoyarnos contra el guardabarros. L. G. tiraba de mí con tal fuerza que tuve que decirle que se relajara, pero no había manera de penetrarla. Incluso llegó a decirme: —Lo conseguiremos aunque sea lo último que hagamos en este mundo. A mí me daba la sensación de que no quería marchar virgen a la universidad. Intenté besarla entre las piernas, algo sobre lo cual había leído y que nunca había hecho, pero ella dejó escapar un chillido: —¡Ni se te ocurra! No llevaba ninguna crema en el bolso, así que se decidió por la barra de cacao, que pasaba por encima de mi polla como si fuera una pintura de cera, sacudiéndola con excesiva brusquedad. Esto hizo que me corriera por todas partes, pero no perdí del todo la erección y nos tumbamos en la manta durante un rato, hasta que ella exclamó: —¡Me rindo! Los dos nos echamos a reír, de modo que la velada concluyó sin melancolía por su parte, aunque yo me hundía en el fango del puro anhelo. En el Jeep ella inspeccionó por si había algo que pudieran descubrir sus hermanos, sus hermanas o los padres. Era una imagen muy erótica verla bajo el foco de la linterna limpiándose los muslos con un pañuelo de papel. Entonces yo quise repetir. —¿Estás de broma? —protestó ella, de modo que regresamos a casa. Dormí una hora sin desvestirme, después de decidir que la constrictiva habitación no iba a aplastarme, pero luego me desperté con un estremecimiento bañado en sudor, después de soñar con un ponca que me había explicado algunas historias de coyotes: un informador, como se llaman ellos mismos. Todavía me resentía de aquella experiencia, aunque no por las razones que había esgrimido el profesor. Yo sólo era un joven arrogante que coleccionaba historias maravillosas a cambio de un par de botellas de vino Boone's Farm. Nos reunimos tres veces en días sucesivos, aunque en el tercero me facilitó sobre todo los nombres poncas de dos docenas de pájaros que yo había visto por allí, en los marjales de Bazil. Se animó al enterarse de que en lugar de hospedarme en el hotel de la localidad me limitaba a tumbarme en alguna colina dentro de un saco de dormir. En dos ocasiones, medio en broma, me preguntó si había algo de «mezcla» en mí, Pero lo negué (a un ponca no puedes decirle que hay una pizca de sioux en ti si quieres que te dé información). Se limitó a dar un tironcito a los pelos que le nacían de un lobanillo en el mentón, e intentó colarme una historia acerca de un coyote que había aprendido a jugar a hockey

sobre la superficie helada del Misuri. Era como si recogiera historias de alguien absolutamente ajeno a nuestra cultura, cuando en realidad éramos nosotros los ajenos. Lo llevé a un pequeño café del pueblo de Niobrara, donde engulló tres raciones de mollejas de pollo, después de itir que hacía dos días que no comía gran cosa. Se puso algo nervioso al ver que se nos acercaba un corpulento vaquero de sonrisa ladeada, pero se limitó a ofrecer a mi informador veinte dólares si atrapaba un mapache que provocaba destrozos en el jardín de su esposa. Por supuesto que lo primordial era que él no me hubiese explicado trolas, pero era sobre todo un afable ser humano, con un asombroso sentido del humor. Creo que al final anoté en mis diarios desaparecidos que como mínimo había encontrado a un miembro de treinta y siete tribus diferentes, aunque nunca llegué a escribir gran cosa de ellos, tal vez por la modestia que mi padre me había inculcado. Las librerías están llenas de tratados acerca del comportamiento humano, incluido el de los nativos, por no hablar de toda esa basura de la autoayuda. Sin embargo, después de haber tenido bastante relación con los nativos, ni los textos eruditos que leí cuando era estudiante ni los libros casi serios que he leído después concuerdan demasiado con mis experiencias. De manera simplista, lo justificaba Pensando que si bien aquellos libros eran el resultado de un extenso trabajo de campo, estaban escritos en otra parte, pongamos por caso en Washington capital, donde los escritores, con independencia de lo reciente que fuera su investigación, estaban en o tan sólo consigo mismos. El poder y el dinero rigen el nivel del discurso, y no se toman en serio otras consideraciones. Sin embargo, leí lo escrito por K. Basso sobre los apaches y pude confirmarlo en mis propios vagabundeos, quizá porque él aún vive en aquella zona. ¿Cómo puede alguien, incluido yo, presentar conclusiones definitivas, sin dominar el lenguaje primario sobre el que se basa el sentido de la realidad de los nativos? Todo esto empezaba a ser bastante divertido en la asquerosamente insípida habitación del motel, cuyas paredes y techo se movían. No siempre es mejor salir corriendo, me increpé. ¿Qué sentido tiene fingir que sabes más de lo que sabes? No podía quejarme de la vida que llevaba, pero estaba perdido en un mar de vagas intenciones. Era indudable que la pérdida de Ralph tenía algo que ver con la ansiedad no demasiado fluctuante que provocaba la posibilidad de efectuar algunos sólidos cambios. Incluso empezaba a echar de menos los mercados de ocasión, las ferias, los rodeos, las casa de comidas que visitaba con regularidad un año antes, o la noche en que, sin ironías, entré en una iglesia del Nazareno para asistir a un acto que se anunciaba como Títeres para Jesús. Resulta fascinante ver cómo la gente se agarra a cualquier tipo de ficción que le asegure la vida eterna. Durante una caminata de siete días en solitario a veces te ves obligado a recordar que formas parte de la especie humana, a pesar de que muchas especies de aves y de mamíferos muy bien habrían podido recordártelo. Pasan de las tres de la madrugada y me siento estúpido. Oh, J. M., ¿por qué no te despiertas y me

telefoneas? No resulta divertido sentirse un estúpido si la seguridad más consistente de tu vida es que eres inteligente. Advierto que este sentimiento hace bajar un palmo el techo de la habitación, y como consecuencia el sudor empieza a brotar de mi frente. Transcurre una hora completa antes de escuchar los primeros pájaros. Carla (no es su verdadero nombre) siempre me recordaba a un chochín, sin duda por la musicalidad de su voz, que contrastaba con la agudeza de su ingenio. La había visto dos veces en un restaurante mexicano de Española, en Nuevo México, con su hijo de tres años, el guarro más notable de la creación a la hora de comer. Parecía chicana con unas cuantas mezclas más, esbelta, bastante atractiva, aunque no despampanante. Su vestimenta era más moderada que en otras de su clase, y las camareras demostraban cortesía al servirla, recogiendo sonriente las porquerías que dejaba su hijo. Me llamó la atención el que estuviera leyendo un texto de psicología, un tema que podría describir como mi bestia negra. La siguiente vez que la vi en el restaurante estaba en una mesa contigua a la mía, y su hijo tiró un trozo de tamal, que aterrizó junto a mi plato. Sonreí y dije: «Muchas gracias», pero él empezó a chillar, estirando la mano para recuperarlo, lanzando chispas de rabia por los ojos. Se lo llevé y mientras estaba allí de pie se apresuró a tirarlo otra vez, dejando una mancha de salsa de guindilla roja en la pechera de mi camisa. Carla mojó en el vaso de agua una servilleta, e intentó limpiar la mancha. Comentó que yo tenía una hermosa barriga, le di las gracias y luego jiie ofreció cinco pavos para que llevara la camisa a la tintorería, pero se los rechacé. Tuvo que agarrar el brazo de su hijo, porque éste se disponía a efectuar otro lanzamiento. El crío soltó un bramido y yo le contesté con el sonido del pato, lo cual le hizo mucha gracia. Entonces ella miró la hora en su reloj y se marchó precipitadamente. Dos días después, estando acampado cerca de Bandelier —me encantaba la ironía de que unas espléndidas ruinas antiguas estuvieran tan cerca de la fábrica de armamento atómico en Los Alamos—, me acerqué con el coche a las ruinas indias de Puye Cliff, y allí la encontré, sentada a la sombra de un peñasco, leyendo el mismo libro de las otras veces. Actuó como si se alegrara de verme, y el crío se entusiasmó con Ralph, que adoraba a los niños, a diferencia de muchos otros perros. Carla llevaba esa clase de pantalón corto con las perneras muy holgadas, de modo que al estar sentada podías atisbar a lo largo de una buena franja de espléndido muslo. Noté como si las orejas me zumbaran. No es extraño que bajo un estallido de deseo, la aulaga, los rastrojos de los cultivos, desaparezcan salvo donde sea conveniente para conducirte al sitio donde deseas ir. ¿Podría yo inventar una chachara que la convenciera para joder conmigo? No, sin duda lo haría por otras razones. Me formuló tantas preguntas que hubiese podido redactar una entrevista o un anexo sobre un caso real en unos textos de psicología. Hay que ver cómo nos arrastramos ante un hermoso trasero y unos muslos, colisionando y machacándonos la cabeza lo mismo que un joven antílope ante el primer estallido de deseo. Resulta tan descarnadamente estúpido y a la vez

tan patético ver cómo los pies se nos vuelven pezuñas. Respondí a todas las preguntas sobre mi historia personal y ella echó un vistazo al remolque de acampada. El crío se unió a Ralph en el juego de desmenuzar galletas. Carla observaba con fría mirada el perfecto orden en mi equipo de acampada, el cajón de la comida, la pequeña biblioteca, el cofre con la ropa. Mientras tanto, yo hojeaba apresurado su libro de texto, que trataba sobre la psicología anormal, un autentico paquete de síntomas explosivos. Con su voz musical me dijo que, como era obvio, faltaba muy poco para que me convirtiera en un inadaptado social, y también en un solitario de compulsión anal, bla, bla, bla, bla. —¡Oh, que te jodan! —repliqué, y se lo tomó como una posible sugerencia. Entonces se volvió a mirar la grandeza del entorno y comentó que aquélla era la tierra de Dios. Le contesté que no era más que una vulgar xenófoba, y que yo había visitado cientos de sitios en los Estados Unidos donde a la gente del lugar se le empañaban los ojos al referirse a su tierra como la tierra de Dios. —¡A mí no me llames ordinaria! —protestó con rabia obsesiva. —Vulgar no siempre significa ordinaria —le dije. Me acerqué al remolque, donde su hijo dormía utilizando a Ralph de almohada, y cogí mi diccionario. No se quedó muy satisfecha con la explicación que le di, pero me abrazó. Aproveché para deslizar un poco las manos hacia abajo y ella me apartó con un fuerte apretón en todo el paquete. Luego me contó la penosa historia de que el padre de su hijo era en realidad un tío suyo. Me quedé boquiabierto. Sus hermanos eran unos delincuentes que se dedicaban al negocio de la droga y darían una paliza a quien se interesara por ella. Un asqueroso guardaespaldas la escoltaba a la universidad de Albuquerque tres días a la semana. Si pretendía que pasáramos un rato juntos, sería mejor que entrara y saliera a escondidas. Hizo que la siguiera varios kilómetros hasta su casa, y se detuvo en la carretera antes de llegar. Utilicé los prismáticos para mirar a donde me señalaba. La casa de su madre, al pie de una colina, era un sitio agradable, con unos cuantos caballos y un corral de gallinas. La suya, en lo alto de la colina, era de adobe castaño rojizo. No podría entrar por delante, pero detrás de la colina había un camino que salía de la carretera comarcal y me llevaría a unos cientos de metros de la casa. Tendría que llegar justo después de que anocheciera, y si la luz del porche trasero estaba encendida querría decir que no había moros en la costa. Se despidió con un leve beso en la mejilla, y yo me marché por el otro lado de la colina, descubrí el camino y efectué una rápida exploración a pie. Lo vi bastante sencillo, así que regresé al campamento y me di un buen restregón en el arroyo, al tiempo que le cantaba a Ralph una cancioncilla de cómo me lo iba yo a montar y él no. A Ralph le atraen en especial las perras muy grandes, y a menudo recibe algún que otro castigo al intentar ligárselas. En fin, la primera noche fue de maravilla, así como la segunda y la tercera. Yo estaba enamorado y era obvio que tenía que rescatarla de su malvada familia. Lo

cierto es que era una salvaje en su manera de hacer el amor, y yo ya me preguntaba cuándo iba a darme un respiro. La casa parecía bastante refinada para una familia de narcotraficantes, aunque había una puerta cerrada con llave que daba al estudio de su hermano, o al menos eso decía. Mis sospechas empezaron al pedirme ella que le trajera un tequila con soda y limón, y salté de la cama para ir a la cocina. Encontré de todo, excepto soda, y al abrir un armario para coger una botella de una caja, descubrí detrás de la escoba, la fregona y el plumero para sacar el polvo una pila de fotos enmarcadas. Estaban en diagonal y tuve que ladear la cabeza para ver la de encima: un gringo con un casco protector recibiendo un premio de manos de un tipo trajeado. Entonces oí que se acercaba descalza por el pasillo hacia la cocina y me apresuré a cerrar la puerta del armario. Acababa de salir el sol, y cuando me levanté a mear las moscas ya zumbaban por la habitación y chocaban contra la rejilla de la puerta de atrás. Entonces se me ocurrió que la casa no se veía muy segura para un mafioso de la droga. Había un sencillo gancho en la mosquitera, y la puerta interior tenía un pomo móvil, sin seguro. Mezclado con el canto de un gallo, desde la parte baja de la colina oí el canto de un chochín, una impecable pieza musical. Fue una suerte que me hubiera desnudado en la sala de estar, porque el estruendo de una camioneta al subir espantó al gallo y al chochín. Desde el dormitorio, Carla soltó un chillido: —¡Corre que te mata! Y esto es lo que hice. Me detuve a unos cien metros colina abajo, en un bosquecillo de tortuosos enebros, y terminé de vestirme con celeridad. Había perdido un calcetín y los pies me dolían hasta los huesos. Subí a la camioneta y no me detuve hasta Albuquerque dos horas después, aunque para entonces ya había empezado a hacerme preguntas sobre la foto del tipo con el casco protector que había encontrado en el armario de la cocina. ¿Qué más habría en aquella pila de fotos enmarcadas? ¿Y detrás de la puerta del estudio cerrada con llave, de la que el crío tironeaba sin parar, chillando hasta estallarle los pulmones? Todavía la quería, pero, en calidad de principal trolero de la liga universitaria, empezaba a sospechar que ella no había sido del todo honesta conmigo, como yo tampoco lo había sido con ella respecto a mis antecedentes. Como había ganado unos dineros extra trabajando para Un equipo arqueológico en Utah, busqué en las Páginas Amarillas de una gasolinera y fui a ver a un detective privado que tenía un reluciente despacho en un centro comercial. Me inventé una complicada historia sobre un intento de extorsión, ante la cual se limitó a bostezar y a pedirme doscientos dólares por adelantado. Crucé el aparcamiento del centro comercial para ir a desayunar y, cuando regresé una hora después, el detective me entregó lo que él llamaba «lo prometido». Información de lo más banal: Carla no estaba matriculada allí, sino que se había graduado en Las Cruces, una rama de la Universidad Estatal de Nuevo México. Trabajaba a tiempo parcial corno secretaria de asuntos legales y su padre era un respetado director de préstamos en un banco

de la ciudad. Ella estaba casada con un licenciado de la Texas A&M, que trabajaba como geólogo petrolífero, lo cual le obligaba a pasar mucho tiempo viajando. No tenía hermanos y ni ella ni su marido ni nadie de la familia estaban fichados por ningún delito. Me quedé allí sentado unos minutos, hecho una piltrafa, al tiempo que el detective disimulaba su regocijo fingiendo ordenar papeles. Intentaba dejarme un resquicio para que pudiera conservar mi orgullo. No hubo más gastos, aparte de los doscientos dólares que había entregado en depósito. En la pared había un grabado de un antiguo calendario de la cerveza White Rock: una chica arrodillada junto a una fuente, con una larga cabellera y hermosos pechos. La miré un buen rato, como para justificar el flujo de sangre en mi rostro y la espinosa turbación. Le di las gracias y salí con paso rápido. Me dirigí hacia el sur, al bosque del Apache, donde durante varios días me dediqué a observar pájaros sentado en un taburete, demasiado doloridas las plantas de los pies para dedicarme a caminar. Cada vez que ponía los pies en el suelo para dar unos pasos, Carla asomaba en mi mente y no de una manera placentera. Es muy probable que hayan transcurrido varios cientos de miles de años desde que éramos capaces de correr descalzos por un terreno pedregoso. En cuanto salió la primera luz, con los gorriones saltando en los arbustos al otro lado de la ventana, tomé una ducha y experimenté una momentánea sensación de temor a que J. M. también pudiera estar inventando una historia. Confié en haber acumulado suficiente experiencia sobre las mujeres como para evitar un batacazo todavía mayor. Mi padre siempre insistía en que aprendiéramos de las valiosas lecciones que nos enseña la vida, aunque no parecía haber aprendido gran cosa por lo que se refiere a la comprensión de mi madre. Los seres humanos tienden a posibilitar lecciones equívocas. En casa de Carla había largos estantes llenos de novelas de misterio, cuya lectura por lo visto hace que la vida de la gente sea más interesante. Por la vigilancia de los córvidos, sobre todo de los cuervos, sé que el aburrimiento tiende a crear comportamientos arbitrarios. Cuando nada sucede, haz que algo suceda. De todos modos, ¿qué cono conozco yo aparte del mundo de la naturaleza, donde mis antenas funcionan de verdad? Esto se me hacía cada vez más pesado, y al parar en un café para desayunar cayó sobre mí como una losa. Disponía de algún tiempo porque sólo eran las seis de la mañana y mi madre nunca funciona como es debido antes de las nueve. En el café, un grupo de tipos estrafalarios escuchaba la repetición de una conferencia del presidente sobre el Irangate, como lo llaman en la televisión. Encima de unos pálidos huevos y una patética salchicha, escuché las palabras que caían del aire como si fuera una llovizna de asquerosa basura. Lo que no podía entender, debido a mis fallos de percepción fuera del mundo de la naturaleza, era por qué tanto el lenguaje del presidente como el de los periodistas que le entrevistaban me sonaba a pura chachara comparado con el de Bartram,

Thoreau, Bestos o incluso el del contemporáneo Matthiessen en The Wind Birds. Era consciente de que debía de existir una respuesta obvia, pero me faltaban los detalles. Intenté recordar lo que un joven profesor inglés había dicho sobre un francés, Foucault, y los niveles del discurso, pero no conseguía recordar los puntos principales, aparte de que el poder controla el discurso. En aquella época sólo significó para mí que el movimiento en defensa del medio ambiente estaba hecho un lío porque en las negociaciones se le obligaba a utilizar el lenguaje del campo enemigo, el del Gobierno y los contratistas. Mientras me concentraba en las patatas fritas, mucho más apetecibles, se me ocurrió que quizá podría establecerme unos meses y dedicarme a leer, algo siempre difícil estando en la carretera, por el cansancio de los ojos. J. M. parecía leer mucho, de modo que con toda probabilidad podría echarme una mano en lo referente a la literatura. En cuanto llegaba a un lugar de acampada, me ponía a leer acerca de las peculiaridades naturales de la zona. Me daba cuenta de que al leer textos poco refinados sobre una determinada área podía ver mi cabeza en funcionamiento, trabajando con las palabras, pero si el material era bueno, entonces la cabeza desaparecía y leía con todo mi ser. De regreso ya en la camioneta, sentí el apremio levemente desesperado de animarme, cosa que podía hacer en compañía de mi madre, cuando no era ella misma quien me animaba. Siempre que mis hermanas estaban presentes, las tres se reían muchísimo, pero de mí decía que era su cruz, una peculiar expresión que había sacado de san Pablo. Después de que mi hermana pequeña se enterase de que no éramos hermanos se volvió tan agresiva en su estima hacia mí, que llegó a meterse desnuda en mi cama. Esto me violentaba de tal modo que instalé una cerradura en la parte interna de la puerta del dormitorio. Mis padres se dieron cuenta de cómo me rondaba —ella tenía trece años y yo dieciséis en aquel entonces— y me llamaron aparte para discutir el asunto. El psicoanalista de mi madre describió aquello como «una fase»: una manera muy cara de no descubrir nada. Sea como sea, mis padres confiaban en que me enfrentara a la situación con el sentido común de un adulto. íbamos conduciendo por el norte de la ciudad para mantener nuestra charla, y mientras ellos repetían lo mismo con voz monótona, yo me alegré al ver un ratonero calzado, bastante raro en aquella zona, y contesté que ya tenía bastantes chicas para pasar el rato sin necesidad de meterle mano a mi fastidiosa hermana, así que no se preocuparan. Mi padre se salió con bastante sensatez de la carretera para detenerse en el arcén, y ambos se volvieron a mirarme, el rostro encendido por la ira. Pensé que no llevaba las de ganar, así que me apresuré a asegurarles que con mis novias «no llegábamos al final», y esto pareció tranquilizarlos. Nunca le había preguntado a mi madre qué hacía dándose el lote con el ayudante del profesor de golf en el undécimo green a primeras horas de la mañana. Yo estaba observando pájaros en una zona de arbustos cercana, en compañía de un amigo, quien pensó que todo aquello era muy divertido, aunque hacía gala de cierto cinismo porque sus padres estaban divorciados. Le dije que no contara a nadie lo

que habíamos visto o de lo contrario le daría una paliza. Al mismo ayudante más adelante lo despedirían por intento de seducción, o ése fue el rumor que circuló por allí. No creo que aquello me preocupara demasiado en aquel entonces, con sólo diez años, pero en mi joven cerebro lo archivé como «incomprensible». Años después, siempre que pretendía intimidarme, sentía la tentación de sacar el tema, pero mi padre me había inculcado de tal modo la urbanidad, que me contenía. Con el paso del tiempo me sentí inclinado a pensar que todo el mundo, en una circunstancia determinada, es vulnerable a cualquier cosa. En cuanto llegué a Omaha me detuve en un comercio de compraventa de coches, donde tenían gran cantidad de camionetas nuevas y usadas. Me pasé media hora vagando por allí, desoyendo a dos vendedores que se me acercaron. No me gustaba mi nueva camioneta, un regalo de mi madre después de que me robaran la otra. La nueva no resultaba lo bastante sencilla. Era vistosa y olía a riqueza. Además, tan sólo tenía mis seiscientos dólares en perspectiva y mis hipotéticos planes no me dejaban tiempo para ganar más. En una hilera del fondo encontré una Ford '82 de color verde, con un pequeño rayo amarillo pintado en cada puerta, y me sentí atraído por aquella chifladura. Hice una señal a uno de los vendedores que me seguían y le pregunté cuánto podría conseguir por mi nueva Chevy. En las oficinas, al hablarlo con su jefe, me trataron como si estuviera loco. Les pareció que los documentos estaban en regla y creí ver cómo empezaba a rezumarles la codicia. Pero dudaban de mi fiabilidad, así que les di el nombre y el teléfono del socio de la oficina de mi padre, y también el de la casa de mi madre, para que me avisaran cuando todo estuviera en regla. Iba a perder un montón de dinero, pero tendría cinco mil dólares para intentar que J. M. huyera conmigo. Iríamos en busca de Ralph y lo que fuera. Nos detendríamos a ver a mi verdadera madre. Iríamos a ver el océano. Acamparíamos en mi lugar favorito, cerca de los indios seri, en el mar de Cortés, allá en México. Treparíamos a los árboles. Iríamos a Veracruz para ver la fabulosa emigración de los halcones. Poseía una apreciable cantidad de dinero que istraba mi hermana, procedente de una póliza de seguros que mi padre nos había dejado a los tres y que yo nunca había creído apropiado tocar. Mi madre tenía bastante dinero antes de casarse con mi padre, además de la casa que había heredado de su madre; supongo que su familia era lo que se llama rica. No es que tenga nada en contra del dinero, sólo que reduce la posibilidad de llevar una vida interesante tal como yo lo entiendo. Ya sé que mis aspiraciones son limitadas, pero nunca he visto a una persona rica, incluidas ésas con las que me he criado, que lleven la vida que yo puedo llevar. En cuanto llegué, la casa me pareció algo más pequeña y los arbustos más grandes, como ocurría siempre a mi regreso, por lo general una o dos veces al año. La nueva ama de llaves de mi madre al principio no me dejaba entrar, pero le dije que fuera a mirar las fotos del estudio. Lo hizo, volvió a salir y me miró entornando los ojos hasta

que le metí mi carnet de conducir delante de sus narices. Había en ella una tenue mezcla de servilismo e irritabilidad, y me dijo que mi madre había salido con su novio a pasear. Imaginé que debía de referirse a Derek, su amigo el marchante de arte. Le había conocido el año anterior y me gustó el suave desprecio que sentía por el mundo. Mi madre había ido con él varias veces a Nueva York, y aquellos viajes la sacaban de las depresiones bastante prolongadas que experimentaba desde la repentina muerte de papá. Subí a mi habitación y colgué un letrero en la puerta avisando de que había estado conduciendo toda la noche y me levantaría al mediodía. Otra pequeña mentirijilla, pero al final había que ser realistas. Abrí la hilera de vidrieras que daban al jardín, me desnudé por completo y me zambullí en la cama, la mente zumbando lo mismo que un escarabajo sanjuanero contra la rejilla de una puerta mosquitera. En lo alto, el techo estaba cubierto con mis antiguos mapas astronómicos, y las paredes empapeladas con fotos y carteles de pájaros, mamíferos y plantas. En mis nueve años de ausencia lo único que había cambiado era una foto del trasero desnudo de Jane Birkin, que yo había recortado de una revista y hacía algunos años se había esfumado, víctima de mi madre o de la religiosidad de alguna de sus amas de llaves. Nunca se lo había preguntado, pero echaba de menos lo que consideraba el trasero más hermoso de toda la creación. Tuve que levantarme para abrir la puerta del armario, que estaba cerrada y que, por algún motivo del que no estoy muy seguro, yo necesitaba abierta. Aparte de los antiguos trajes y chaquetones deportivos, había un estante con cañas de pescar y distintos tipos de escopetas, mías o de mi padre. Las escopetas eran de la marca Parker, que él había adquirido en los años sesenta, antes de que fueran tan caras. Entré en el baño contiguo y me tomé dos aspirinas, evitando mirarme en el espejo por considerarlo contraproducente. Regresé a la cama casi rezando para poder dormir: tan sólo una hora, querido quienquiera que seas. Me quedé mirando la gramola automática que había en un rincón del dormitorio, no muy grande, pero una gramola automática a fin de cuentas, y pensé en poner una pieza de Charlie Parker, uno de los músicos favoritos de mi padre, de su época en la Facultad de Derecho, o al menos eso decía. El origen de la gramola era bastante curioso. Estando en sexto grado, a mediados de curso mis notas habían empezado a bajar, y mis padres me prometieron un gran regalo si obtenía una excelente puntuación en todas las asignaturas. Lo conseguí y les pedí una gramola automática. Intentaron disuadirme, pero al final obtuve lo que quería, aunque no estoy muy seguro de cuáles podían ser mis razones, dado que entonces no soportaba siquiera la radio ni la televisión. Me gusta la música en directo, aunque, por razones obvias, mi localidad tiene que estar bastante atrás y en un lateral. Lo que me atraía de la gramola era que podías estar allí de pie y ver el complicado mecanismo con que funcionaba. Además, iba unida a un recuerdo feliz de un viaje con mi padre y el abuelo para ir a pescar cerca del lago Leech, en Minnesota. Estábamos acampados,

pero estuvo lloviendo dos días seguidos, así que nos trasladamos a una cabaña para turistas, cerca de una taberna junto al lago. Fuimos a la taberna para cenar: hamburguesas y delicioso pescado frito. La noche era calurosa, bochornosa, con un gran aparato de rayos y relámpagos al otro lado del lago, y nubes de mosquitos zumbando al otro lado de la puerta mosquitera. Mientras cenábamos, la taberna se fue llenando de gente local más que de turistas, y todos bebieron mucho, incluidos mi padre y el abuelo. Papá me acompañó a nuestra cabaña y luego regresó a la taberna. Aguardé un tiempo razonable y a continuación me deslicé fuera de la cabaña, para espiar el interior de la taberna a través de una ventana lateral, en compañía de otros muchachos, incluida una chica regordeta que olía a melaza y no paraba de abrazarme. De repente el volumen de la gramola se disparó y la gente empezó a bailar, y yo me sorprendí al ver a mi padre bailando con una rubia de pechos bamboleantes. La chica que olía a melaza me dijo que estaban bailando la «escosesa». Nunca había visto a mi padre tan feliz, ni antes de esa noche ni después. Incluso mi abuelo bailó, primero solo y después con una camarera. En mi mente de nueve años relacionaría aquella felicidad con la gramola, que emitía destellos anaranjados y púrpura, de manera que cuando la rubia que bailaba con mi padre se agachaba para poner algún disco parecía muy hermosa, o al menos eso es lo que creí entonces. Como consecuencia, pensé que valía la pena estudiar con todas mis fuerzas para introducir una gramola en la familia. Me quedé dormido en mi vieja cama y soñé sin perder del todo la conciencia, si eso es posible, aunque nunca he investigado semejante fenómeno. Pero se había convertido casi en un hábito siempre que acampaba en algunos lugares hermosos donde la posibilidad de peligro fuera bastante real. De modo que las estrellas hechas por la mano del hombre que cubrían el techo pasaron a ser estrellas de verdad a las que acompañaban muchos cometas lejanos, y temí que el mundo fuera a terminarse antes de poder ver a J. M. otra vez. Incluso el reloj de la pared giraba sin cesar. Y escuché a J. M. hablando con alguien, e imaginé que de pequeña había padecido alguna leve dificultad en el habla. ¿Qué estaba haciendo con mis hermanas Marianne y Lucy, si no las conocía? Y éstas le preguntaban qué había de malo en que yo utilizara palabras en español con las que no estaba familiarizado. Entonces yo preguntaba qué significaban aquellas palabras, y ellas me contestaban: «Nos las estamos inventando para que no las conozcas». Claro que a pesar de esto yo estaba del todo despierto, parpadeando hacia mis estrellas de papel, y entonces mi madre llamó a la puerta para traerme café. Debido a un cambio radical, me sentí casi feliz de verla. ¿Cómo demonios nos convertimos en una persona distinta?, pensé al tiempo que ella se sentaba, nerviosa. Se la veía mejor que de costumbre, con una pizca de color en la cara y las manos menos temblorosas. Sin embargo, todavía hablaba con cierto apresuramiento cuando explicaba cosas sobre mis hermanas, Lucy y Marianne, y cómo era posible que Marianne tuviera siete perros en casa, allá en la Kansas rural.

—¿Y por qué no? —inquirí. Mi madre se apartó, luego miro afuera y dijo que había llegado una petición de parte de un representante de mi «madre biológica», y que en calidad de caballero debería ir a ver a aquella mujer, aunque sólo fuera por un gesto de cortesía: una de sus frases favoritas. «Madre biológica» es un término demasiado simplista si piensas en los lazos involucrados, incluido el del cordón umbilical. Había telefoneado un hombre de una casa de compraventa de coches. ¿Por qué vendía la camioneta que ella me había comprado hacía un mes? Le dije que era demasiado elegante, y que me convertía en blanco de los ladrones. No quise itir que me faltaba dinero, el más doloroso de todos los temas, en parte por su empeño en imponérmelo, tal como se lo habían impuesto a ella sin tener en cuenta los efectos. De alguna manera percibió que le estaba contando alguna trola, porque también ella solía hacerlo: todavía le cuenta a la gente que yo estudié en Macalester, en vez de en la Universidad de Nebraska, pero es que tanto ella como mi padre habían estudiado allí, lo mismo que los padres de ambos, y esta frágil continuidad era importante para ella. —¡En nombre de Dios! ¿Cómo has podido pensar que aceptar un poco de dinero sería tan grave en momentos así? —preguntó, alzando los ojos hacia mis estrellas—. Estás más pegado a tus hábitos que la persona más vieja que conozco. —Yo no vivo de compota de manzana y requesón. Prefiero las sardinas. Puso los ojos en blanco, pues años antes, estando yo en Nicaragua y sin poder ir a casa por Navidad, me había preguntado por teléfono qué quería que me enviara, y le dije que una caja de sardinas. Tardé tres meses en poder ver un jaguar rondando por la frontera de Nicaragua. —Todas las noches solíamos rezar para que sentaras la cabeza. —No te creo. —Aquella historia de las plegarias era nueva—. Pero, si lo hiciste entonces, o lo haces hoy, no deja de ser una intromisión. Es posible que yo esté rezando para tener los suficientes cojones de continuar viendo cosas por ahí. Comprendí que estaba pensando si hacerse la ofendida por mis «cojones», y lamenté atormentarla de aquella manera. De todos modos, ¿qué importaba ya? Era evidente que había llegado a una fase en que una parte de mi comportamiento se había vuelto aburrida. —Estoy pensando en comprar cuarenta hectáreas de terreno y cuarenta libros que necesito leer. Y unas cuantas vacas. Construiré una cabaña con sólo tres paredes, abierta por delante. —¿Por qué vacas? Siempre has dicho que las vacas son destructoras. Se la veía desconfiada, como si no quisiera que la engañara induciéndola a creerme. Se refería a un comentario que yo había hecho, años atrás, en una época en que estaba algo involucrado con un grupo defensor del medio ambiente, interesado en eliminar el ganado de las tierras públicas.

—Intento ser honesto. Soy incapaz de renunciar a la carne de res. Después de diez mil latas, ya no puedo seguir por más tiempo con las sardinas. Hubo una vez en que llegó a creerse que había ido al estado de Michigan para asistir a un curso sobre el estudio del ganado, cuando en realidad me había pasado un mes trabajando en los establos del Proyecto, limpiando corrales y cuadras. Entonces abrió la mano y se quedó mirando un trozo de papel, acordándose de cuál era su significado. Dijo que una mujer de voz bastante agradable había telefoneado hacía más o menos una hora, poco faltó para que saltara de la cama en pelotas, y eso la hizo reir por lo bajo mientras salía. No recuerdo haber tenido una conversación más difícil en mi vida. Por turnos, resultó agradable, irritante, dubitativa. Tanto ella como sus padres dudaban que fuera prudente ir a verla al día siguiente. Aparte de tener un ojo morado muy feo, una radiografía había revelado una ligera fisura en la parte superior de uno de los pómulos. Su marido había telefoneado varias veces rogándole que le perdonara, y su padre había cogido el teléfono y le había replicado que como volviera a telefonear iría a Lincoln con una escopeta para saltarle la puta tapa de los sesos. Su madre estaba preocupada porque no podían permitirse un abogado decente. Le mentí y dije que tenía un amigo íntimo que era el mejor abogado de Omaha en casos de divorcio y que se encargaría gratis del asunto. Esto la animó, y varias veces preguntó si lo decía en serio. Después la madre se puso al teléfono y expresó de manera tajante sus dudas respecto a mi visita. Llegamos a un acuerdo en el que yo estaría tan sólo una hora, aunque ella dijo que tal vez dos horas, dado que había un largo trayecto en coche. J. M. volvió a ponerse, le dije que la quería y ella no replicó que me callara. Luego se produjo un largo silencio y un suspiro, y eso fue todo. Llamé por teléfono a Samuels, amigo de mi padre y socio más antiguo del bufete, ya retirado, quien dijo que pasara a verle para discutir el tema; que estaba de suerte, porque dentro de dos días pensaba regresar a Francia. Pedir favores era algo que iba en contra de mi manera de ser, pero nunca había estado contra la pared como en aquellos momentos. Samuels era lo más cercano que tuve a un padrino, y había estado involucrado en una de mis «escaramuzas» (un término de mi padre) cuando un novio de Lucy, un músico drogadicto, había dado una paliza a mi hermana y a mi padre se le veía demasiado afectado para pedirle cuentas. Yo estaba en Browning, Montana, cerca de la reserva Blackfoot, y había telefoneado a casa para que me enviaran allí el cheque, pero me encontré con una madre hecha un mar de lágrimas mientras me explicaba el incidente. Me planté directamente en Omaha después de conducir durante treinta horas, encontré al canalla y destrocé su colección de guitarras a golpes contra su propio cuerpo. Sus amigos intervinieron en la pelea y uno de ellos incluso llegó a clavarme un cuchillo de cocina en el hueso de la cadera. Un vecino había avisado a la policía y logré resistir hasta su llegada. Samuels logró que me dejaran en libertad ya que, tal como aseguró el juez, yo tenía

una justificación en la paliza que el otro había dado a mi hermana, aparte del cuchillo que me habían clavado. El hecho de que unos meses después Lucy volviera a salir con aquel individuo es otro de los misterios de la vida. Ahora por lo visto está felizmente casada con un joven del Ministerio de Asuntos Exteriores y reside en Maryland. Recorrí a pie las pocas manzanas que me separaban de la casa de Samuels, con la desagradable sensación de que la acera era una delgada capa de hielo, pero, claro, no estoy muy habituado a las aceras. Es indudable que me sentía flaquear frente a una foto más grande que las que estaba habituado a ver. Cualquiera puede convencerse de que es muy brillante cuando se vale por sí mismo, pero luego unas pocas manzanas del antiguo vecindario te producen el mismo vértigo que un precipicio en Utah. El único tónico residía en el humor implícito en las propias casas. Casas enormes para personas con enormes principios, expresados por su satisfacción en el empleo, en el corretaje, la iglesia y el club social, parte del actual arrobamiento republicano que de los pobres sólo exige que se comporten como es debido y se alejen de las posibilidades de hacer dinero. Todo el país parecía satisfecho con el frenético afán de obtener el mayor porcentaje posible. Samuels no era la persona que yo esperaba encontrar. Le conocía bien desde la infancia, y siempre le veía como el mejor amigo de mi padre. El año anterior, al pasar a hacerle una visita, era un hombre fuerte y animoso a pesar de que estaba en torno a los setenta y cinco años; en cambio, ahora se le veía quejumbroso y distante. Sí, me buscaría un abogado especialista en divorcios para J. M., aunque ¿cómo me había enredado con una mujer casada? Me sentí tan decepcionado ante esta reacción, que estuve a punto de largarme. Se quedó mirándome largo rato con sus ojos neblinosos, y de repente confesó que su segunda esposa, veinte años más joven que él, estaba muy enferma en un hospital de Lyon, en Francia. Disponía tan sólo de un día más para poner en orden sus asuntos en Omaha y se iría para siempre. Aquello resultaba tan increíble que no supe qué decir. Se había jubilado poco después de la muerte de su primera esposa, que había fallecido el mismo año que mi padre. Ella, al igual que Samuels, era una francófila, e íntima amiga de la sa con la que más adelante él se había vuelto a casar. Su decepción era tan palpable en el ambiente que sentí la tentación de consolarle, pero era inútil decir nada. Sacudió la cabeza para salir de su abstracción, y luego de pronto me dijo que, a medida que me hacía mayor, más semejanzas tenía con mi Emilia, lo cual me dejó aún más desconcertado. Le dije cuánto sentía que lo estuviera pasando tan mal, pero al final sonrió y contestó que dudaba de que alguien pudiera intuir con precisión lo que suponía envejecer. Después me preguntó por el carácter y los antecedentes de J. M., y le hablé de ella unos minutos. Pero de repente temió que se le olvidara mi petición y telefoneó al bufete, momento que aproveché para inspeccionar algunos estantes de la biblioteca que tanto me había impresionado en mi juventud. Sirvió dos pequeñas copas de brandy y de nuevo sonrió, al tiempo que

comentaba que quizá yo rechazara el licor debido a mi madre, pero que tomado con moderación no era tan malo. Bebimos y me sentí abrumado por su edad, y por cómo el tiempo había pasado para ambos. Siempre tan pulcro, lanzó una mirada crítica a mis ropas y preguntó cuándo iba a dejar de hacer el papel de muchacho pobre, si es que pensaba dejarlo alguna vez... Le contesté que no quería nada que pudiera interferir en lo que esperaba hacer, y que básicamente consistía en esforzarme por entender el mundo, sobre todo el de la naturaleza, ya que por lo visto los seres humanos tendían a producirme cierto rechazo. Samuels se quedó pensando en eso, a continuación sirvió otra copa para los dos, y yo me acordé de que aún no había comido y que la primera copa me había producido un hormigueo por todo el cuerpo. Brindamos y dijo que aquello sería una despedida, pero que adelante, que siguiera vagando por mi maldita naturaleza sin gente porque ya había demasiados tipos estropeando el mundo. Asentí y luego él buscó las palabras que expresaran la idea de que si me casaba con J. M. debería escucharla con atención, porque casi todo el mundo es sordo respecto a los demás, aunque los hombres tienden a serlo más que las mujeres. Me asombraba oírle decir esto, y me levanté para marchar. Samuels también se levantó, nos estrechamos la mano y a continuación me abrazó. Me sentía abrumado, pero de nuevo se me ocurrió pensar que la riqueza y el poder no significan nada, excepto como solución temporal. La pregunta de por qué debemos envejecer y morir es una evidencia para cualquier aficionado a la historia natural. Porque a todo el mundo le ocurre, incluso a Aldebarán. Ya en casa, comí un asqueroso revoltijo de huevos y carne picada bajo la vigilante mirada de mi madre, que parecía divertirse con mi borrachera, algo que no había vuelto a presenciar desde que yo era un adolescente. Recordó una vez que mi padre se marchó a Kansas City para solucionar un asunto y la policía la telefoneó para que pasara por la comisaría a recogerme, y al final terminé vomitando en su nueva ranchera. Este recuerdo hizo que abandonara el almuerzo a la mitad, pero me acordé del consejo de Samuels de que escuchara con atención. Entonces confesó que no paraba de preguntarse por qué sus hijos se creían tan especiales que ni siquiera eran capaces de darle un nieto. Contesté que lo ignoraba, me marché a la cama y dormí durante cinco horas seguidas, el sueño más profundo que he tenido en la casa desde mi adolescencia. Reconozco que a pesar de que todavía aborreciera aquel vecindario, en cierto modo ya estaba desarmado, y que dentro de una década al final me sentiría a salvo de su influencia. Me desperté en medio de una desagradable sensación pastosa a causa del brandy y del almuerzo, y sopesé la idea de ir a dar una vuelta por la ciudad, que de inmediato desestimé. Debido al hecho de soñar con un sapo, hojeé al azar mis diarios de la universidad hasta encontrar la anotación de un viaje de campo al que me había apuntado con vistas a un examen trimestral para un curso sobre ornitología que

impartía el famoso Paul Johnsgard. Como es natural, yo era el que tenía que viajar más lejos, un grave error en opinión de mi padre. El que tenía que beber más. Luchar con más dureza. Fumar los porros más grandes. Llevar un nativo borracho a las reuniones de boy scouts. Ir a la caza de las chicas más bonitas. Ser el que chutara con más fuerza en el fútbol, a fin de que el cerebro se estremeciera tal vez de forma permanente. Todo eso ahora me revuelve el estómago. Aunque podría atribuirlo a la fatiga más que a la sabiduría. En cualquier caso, me sentía fascinado por los azores y estuve conduciendo veinte horas hasta llegar a un lugar de la península Superior, en el estado de Michigan, unos cincuenta kilómetros al norte de Seney, donde había tenido mi espantosa experiencia veraniega con el peyote. Me habían dicho que un aficionado local, un tal Brody Block, había localizado un nido de azor cerca de una zona ribereña bastante densa, que no obstante lindaba con un campo abierto de más de un millar de hectáreas. Mi obsesión había empezado con un viejo artículo, facilitado por un profesor del instituto y escrito por Frank y John Craighead, cuyo título era «La ecología de las rapaces depredadoras». Yo sólo había tenido dos visiones fugaces de un azor: una cerca de McLeod, en Montana, y otra cerca de Bear Butte, al norte de Sturgis, en Dakota del Sur. Prescindí de un montón de abundas notas relacionadas con la latitud y la longitud, la flora del lugar, el clima y el río cercano, muy estropeado de cuando lo utilizaban el transporte de troncos, de eso hacía casi un siglo. 23 de mayo, 1977. ¿Quizás el mejor día de mi vida? Empecé temprano, después de una espantosa noche, húmeda y fría, con un fuerte viento del N.O. que soplaba del lago Superior. Extraviado al pasar por alto la naturaleza de las pronunciadas curvas de los ríos, de modo que salí a casi dos kilómetros de la siguiente marca en mi mapa topográfico. Me abrí paso en medio de una densa zona de alisos, hacia un pequeño claro, y de pronto me vi sorprendido por los cuartos traseros de un enorme baribal (Ursus americanus) que se internaba en otro bosquecillo de alisos justo al frente. Le había sorprendido haciendo sus necesidades y vi una enorme y humeante deposición entre dos jóvenes álamos temblones, en la que hallé restos de la depredación de un cervatillo (restos de pelaje marrón moteado de blanco). A un par de metros de distancia, unos movimientos atrajeron mi atención. Una larga culebra de listas amarillas (Thamnophis sirtalis) estaba engullendo un enorme sapo (Bufo americanus), y de su boca aún sobresalían la cabeza y las patas delanteras del sapo. Me incliné hasta colocar los ojos a sólo un palmo de los dos, y tanto el sapo como yo parpadeamos, pero los ojos de la culebra siguieron inmóviles. Juzgué que debía de haberla atacado un mortal depredador, pues la serpiente tenía las mandíbulas rotas y sangraba profusamente. Un mapache o un coyote sin duda celebrarían un festín esa noche. Dos horas después de seguir vagando por allí, me encontré justo en medio de un sendero el cadáver de un ratonero de cola roja (Buteo jamaicensis)

tendido boca arriba y al que le faltaba el pecho. El cadáver no desprendía mal olor, así que era bastante reciente. Supuse que debía de estar a unos pocos centenares de metros del nido del azor (Accipter gentilis), y di un par de palmadas para irritarle hasta el punto de hacerle salir. Y así lo hizo, en cuestión se segundos. Una hembra. Tuve que dejarme caer de bruces para salvar el cuero cabelludo. Me metí debajo de un endrino en busca de refugio, y el azor efectuó varios pases, emitiendo un agudo kik, kik, kik. Fue fácil adivinar por qué esta criatura es la perdición de cualquier urogallo, conejo o pájaro que se le cruce en el camino. En el diario no incluía una alocada noche en un bar, la caída con la camioneta en una zanja, un breve idilio, quedarme sin gasolina hasta tener que recorrer a pie dieciséis kilómetros entre ida y vuelta, dormir con un pie destapado y al despertar encontrarme que lo tenía hinchado a causa de las picaduras de jején, comer pan mojado y pasta fría de lata. Ya entonces sabía que un verdadero naturalista tiene que ser prudente, reflexivo y disciplinado, y que mis frenéticas energías eran más idóneas para la antropología, aunque en esto también demostraría ser un fracaso. Con el paso de los años, y llegado a una edad no demasiado madura de veintinueve, caí en la cuenta de que e peso de mis excentricidades mentales me había impedido tener es que la cultura denomina una profesión. Sin embargo, hasta que conocí a J. M. no me había preocupado la perspectiva de seguir con mi estilo de vida hasta que me cayera muerto. Derek (no es su verdadero nombre) nos cocinó una cena muy elaborada, tanto que no recuerdo haber probado nada igual desde que acompañé a mi madre a Francia durante dos semanas en mi tercer año de instituto. El soborno fue el Jeep que obtuve en mi decimosexto cumpleaños, pues un viaje de mi padre por Francia con mi madre habría significado el final de su matrimonio, o al menos eso decía mi padre. Ella estaba entonces al final de los cuarenta, una etapa menopáusica que incluía su época más grave como bebedora, así como una tontería fluctuante que nos hacía huir a todos a nuestras habitaciones, aunque a ella no le impedía llamar a nuestra puerta. A Derek lo había visto una sola vez con anterioridad, y pensé que era inglés y gay, aunque luego resultó que era heterosexual y de New Hampshire. Esto por creer que podías descubrir el misterio de la personalidad del otro después de un breve encuentro en el que uno acarreó hasta la camioneta una caja de latas de sardinas y el otro, una de latas de fríjoles refritos. En esta ocasión yo estaba sentado en la cocina y él flotaba por allí preparando la cena y cotorreando con la irritante presunción de que éramos muy parecidos. En los años sesenta había vivido en Londres, así que en el fondo yo no iba muy equivocado en cuanto a su acento. Lo que pretendía decir con que nos parecíamos era que él había abandonado a su familia durante una década porque todas las presunciones de ellos sobre la realidad iban en dirección contraria a las suyas. Esto despertó algo más mi interés, pues ya en

mis años de instituto había realizado minuciosas comprobaciones de cómo mis padres, Lucy y Marianne tenían cada cual una Percepción completamente distinta de la realidad. Derek anhelaba convertirse en un pintor como Francis Bacon, y en cambio había terminado como marchante de arte en Omaha. Consideraba esto una caída vertiginosa en sus aspiraciones, pero había aceptado las limitaciones de su talento artístico, que en su opinión eran inexistentes, después de diez años de duro trabajo en Londres. El único cuadro que había conservado en su poder era un paisaje marino hecho de prisa en el transbordador que iba de Inglaterra a SaintMalo, en la Bretaña sa. Su madre había almacenado algunos otros en el desván de la casa familiar en New Hampshire, donde ahora vivía con la hermana de él, pero no sentía curiosidad por verlos, pues recordaba cada centímetro cuadrado de cada uno y el recuerdo le resultaba «flatulento». Estuvimos hablando desde las siete hasta medianoche, sin duda todo un récord para mí desde la época de la universidad. Al principio me sentí un poco ingenuo, pero examinamos juntos aquel sentimiento. El centro de su interés residía en el arte y en el mundo del arte, mientras el mío tendía hacia la naturaleza y el estudio y la observación del mundo natural, de manera que nuestro discurso se estructuraba por el carácter de lo que conocíamos. La gente es muy limitada por lo que se refiere a sus principales obsesiones, de las que emerge su lenguaje, ya sea en deportes, cría de reses, mercado de valores, antropología, historia del arte o lo que sea. Yo añadí a esto la ubicación, acordándome de las anotaciones en mis diarios sobre la xenofobia de unas cuatrocientas personas de distintos lugares. Desde luego, no había que buscarla en los estados ni en sus gobiernos, sino en zonas que se seguían bastante intactas. Derek daba por sentado que la televisión había igualado las. diferencias, pero yo insistía en que esto era cierto sólo en la mente de quienes veían la televisión. Mi madre se aburría con aquella charla, de manera que di un rápido repaso a una lista de diferencias regionales distintas en algunos estados, como Texas y California, donde podías encontrar al menos media docena. Derek deseaba profundizar en ese tema, dado que él se había limitado a un determinado tipo de compradores de arte en Omaha y recuerdos de New Hampshire, de Nueva York y de Europa. Mi madre nos interrumpió preguntando qué sentido práctico tenía el hecho de que yo conociera cuatrocientas ubicaciones distintas. —Ninguno —contesté. Derek discrepó, argumentando que el principal esfuerzo en la vida consiste en impedir que el cerebro muera, y que las imágenes visuales realizan esta función tan bien como cualquier otra cosa, incluida la historia natural. Esto me sumió en una actitud reflexiva, hasta llegar a la conclusión de que él estaba en lo cierto, y se lo dije. Todo se basaba en la experiencia inicial de los sentidos que todos le primates compartían. Las conclusiones ya vendrían más tarde. Les informé de la latitud y la longitud aproximadas de Caborca, en Sonora, datos sin duda irrelevantes, y dije que los navajos averiguaba su ubicación haciendo una reverencia en las seis direcciones

cae amanecer. Describí de manera visual el paisaje, la flora y la fauna en una línea imaginaria que iba desde el suroeste de Caborca hasta la región de los seri, al sur de Desemboque, en el mar de Cortés. Incluso describí visualmente algunos de los cientos de plantas que los seri utilizaban en su etnobotánica. Era una labor muy dura pensar tan sólo en términos visuales, pero por vez primera pude intuir lo que debía de significar ser pintor. Mi madre comentó con timidez que hacía cuadrados o rectángulos visuales de todo aquello que veía y que despertaba su interés. Derek se inclinó hacia ella y la besó en la frente. Era extraño, pero el beso hizo que me sintiera incómodo. ¡Un hombre que no fuera mi padre besando a mi madre! Se me formó un nudo en la garganta y con la mente vi el ojo morado de J. M. Faltaban trece horas para volver a verla. Luego di pataletas de entusiasmo al saber que Derek había conocido en Inglaterra a Bruce Chatwin, el hombre que había escrito el artículo sobre los nómadas que tanto había incentivado mi conducta. Derek citó asimismo a William Blake, con aquello de: «Aguas estancadas generan pestilencia». Me alegré de conocer también otra cita de Blake, que me había facilitado un ingenuo ornitólogo en el Misisipí: «¿Cómo saber que cada pájaro que corta el aire es un inmenso mundo de gozo para nuestros cinco sentidos?». O al menos así es como yo la recordaba. Derek quiso que profundizara más en todo aquello que había visto por el suroeste de Caborca, así que les hablé del bajo vientre de los escorpiones muertos, y de una serpiente de cascabel a la que habían atropellado en un camino de grava, con sus escamosas líneas laterales y el ojo que aún se movía. También les describí los tres estómagos de una vaca corriente, que había visto al ayudar a una pareja de viejos mexicanos a descuartizarla, tan flaca y consumida que la tripa para los menudos era lo mejor que su muerte podía ofrecer. Restregamos las tiras de la dura carne con sal y guindillas trituradas y luego las tendimos al sol para secarlas, con lo cual comprendí que la pareja de ancianos eran Papagos (T'ohono Odom). Se hacía tarde y no quería beber más vino, de manera que los lleve al patio trasero e intenté enseñarles cómo saber la hora exactamente el reloj estelar que había debajo de la Estrella Polar y cerca de a manecilla de estrellas que llegaba a la Osa Menor. Este reloj de veinticuatro horas, como es lógico, gira en dirección contraria a las manecillas de un reloj. En Omaha había demasiada luz ambiental para que yo pudiera hacer un buen trabajo, así que me pregunté qué coño estaba haciendo en un lugar donde no podía ver las estrellas con claridad, y luego me acordé. A los dos les hizo gracia la idea de un reloj que fuera en dirección contraria a las manecillas de los relojes y el hecho de tener que restar cuatro minutos cada día, pero hasta ahí llegaba su interés, aparte de que el reloj estelar sólo disponía de dos días en que no precisaba ese ajuste: el 2 de septiembre y el 4 de marzo. La velada estuvo bastante bien, en parte porque me ayudó a pasar parte del tiempo hasta que pudiera ver a J. M. Hacia el final, mi madre tendió la mano hacia la botella del brandy, pero Derek le dijo: «Eh, eh, eh», y se la apartó. Mi madre se limitó a

sonreír y a encogerse de hombros, una reacción alentadora. Derek comentó que sin duda yo había hablado de México porque él había servido de primer plato cebiche de camarones, y que nuestra mente está limitada a que una cosa conduzca a la otra, excepto en el caso de que seamos mentalmente capaces de avanzar a saltos, como los intelectuales. La lubina asada con hinojo debería haberme recordado Italia, pero yo nunca he estado allí. Se asombró al decírselo, pero mi único viaje a Europa había sido por Francia, y lo hice a regañadientes acompañando a mi madre, para ver lo que ella llamaba sus «sitios predilectos». Había subido al monte Sainte-Victoire, cerca de Aix-en-Provence, mientras ella dormía su resaca en el hotel. Durante la cena me dio una conferencia acerca de que Cézanne había pintado aquella montaña, y yo la fastidié diciéndole que aquella montaña ya era famosa antes de que Cézanne la pintara. De pronto me di cuenta de que esperaba que Derek se quedara a pasar allí la noche, pero él debió de intuirlo y se fue. Desde luego, me habría parecido menos penoso que verla besuqueándose con el profesor de golf. Antes de irse, Derek me largó una perorata que me hubiese gustado grabar, a pesar de que rozara la incoherencia. Empezó cuando mi madre dijo una pequeña mentira con su farfullante voz de altas horas de la noche, al estilo Judy Garland. Comentó que mi sentido de la injusticia de la vida, que por razones desconocidas ella experimentaba de manera tan profunda, había empezado cuando yo estaba en América Central con los Cuerpos de la Paz. Yo había pasado allí un tiempo, pero no había superado la primera entrevista «psicológica» para ingresar en los Cuerpos de la Paz, que me efectuaron en Washington, D.C. En una oficina pequeña, sucia y de color verde, y en un estado de fuerte irritación, reconocí mis tendencias a ir a la caza de bomboncitos, a ingerir varios tipos de droga y al arte olvidado de la lucha a puñetazos. Fue aquel antro cerrado lo que me impulsó a contestar de aquella manera, pero la mera mención de aquel organismo por teléfono me convirtió en miembro de los Cuerpos de la Paz en la confusa mente de mi madre, que durante aquella velada al menos daba muestras de que se había aclarado un poco. Aun así, Derek la reprendió, argumentando que la justicia siempre había sido un accidente de nacimiento, y que la democracia ya no era más que una manera de engañar a la mitad de la población que se hallaba en el nivel más bajo. Los potentados y la clase media alta estaban rabiosos por tener que proteger su posición, y exigían la aplicación de aquella ética única que de manera gradual convertía el país en una Disneylandia fascista. Mi madre aún estaba trastornada por estos comentarios cuando Derek se fue, así que le di un cálido abrazo: el primero que yo le daba y que ella pudiera recordar. Por la mañana intenté marcharme sin telefonear a mis hermanas, algo que mi madre consideraba una obligación cada vez que pasaba por casa. Con Lucy fue fácil. La encontré en su despacho de Washington, donde trabajaba en una especie de

programa contra la pobreza, una indiscutible mejora respecto a su época de animadora de grupos musicales. Fui tan inepto como para sugerirle que tuviera un hijo, con lo cual obtuve un sermón de esos que hacen enrojecer las orejas, aparte de que yo era un irremediable inadaptado social que mejor haría si evitara dar consejos. Tuve menos suerte con Marianne, que vivía cerca de Lawrence, en Kansas, con lo que sospechaba era una novia de todo corazón, aunque mi madre no tenía ni la más remota idea. Ya puestos, le sugerí a Marianne que tuviera un bebé, lo cual provocó un profundo silencio, sin contar los ladridos de sus perros de fondo. Al final me soltó un «¡Oh, vete a tomar por el culo!», y sugirió que si por fin había decidido ayudar a la familia podría intentar recuperar los doscientos mil dólares que mi madre le había prestado a su amiguito el marchante de arte, añadiendo todo tipo de detalles. Aquello me dejó sin respiración, hasta el punto de que sólo pude preguntar: —¿Cómo? Me dijo que siempre había sido bueno en cuestiones de violencia, así que podría «amenazar con ahogar a ese cabrón». Le contesté que ahora no disponía de tiempo, pero que pensaría en ello. Después de recoger la camioneta verde con los rayos amarillos, que no me parecieron tan buena idea como la mañana anterior, pasé por la galería de Derek, en la parte antigua y restaurada de la ciudad. Aparqué y me quedé sentado allí dentro, pensando en dónde guardar los cinco mil dólares en efectivo que había obtenido con mi estúpido cambio de las camionetas, aparte de qué podría hacer con Derek. Entré en la galería, vigilada por una joven bastante feúcha aunque con un cuerpo fantástico que fácilmente hacía olvidar su escasa belleza. Desplegué ante su cara los cinco mil dólares y le dije que tal vez comprara un cuadro para mi hermana si me hacía una taza de café. La joven se dirigió al fondo de la galería y yo entré en un despacho situado en un lateral, cuya puerta estaba abierta. De allí salí con un enorme fichero Rolodex, que había sobre el gran escritorio de caoba de Derek. Todo aquel asunto me daba náuseas, pero pensaba que la cantidad que Marianne había mencionado era un pago demasiado alto por un poco de compañía, y que de algún modo yo debía corregirlo. Punto cero. He llegado demasiado temprano y doy un paseo por el Elkhorn, evitando una densa zona de terreno pantanoso que resulta tentadora, pero quiero que mi aspecto sea presentable. Un granjero me ve y reduce la marcha de su camioneta. Es muy probable que esté en sus tierras, de modo que dirijo los prismáticos hacia una rapaz a lo lejos y el granjero acelera. Hay unas vacas gordas paciendo, y vigilo con recelo un toro frisón. Por algún motivo, los toros de las razas lecheras son mucho más hostiles que los de los rebaños de engorde para carne. Pienso en el granjero vigilando mi inofensiva persecución de los pájaros y en cómo a los interesados por la naturaleza se les tilda en la pragmática Norteamérica de

«enamorados de los árboles», o peor todavía, de «hadas de la pradera». Uno desespera al pensar en cuan enraizada está la idea teocrática de que Dios nos dio la tierra para que la esquilmáramos y la destruyésemos después del desagradable asunto del exterminio de los nativos, con lo cual a los amantes de la naturaleza se les considera unos auténticos majaretas. El corazón se me encoge hasta que se me hace un nudo en el estómago sólo de pensar que estoy tan cerca de J. M. Creo que soy una persona agradable en general, pero ya he arruinado demasiadas expectativas, y deseo con toda mi alma que esta vez no pase lo mismo. Teniendo en cuenta las peculiaridades de mi pasado, sería difícil presentarme a sus padres como una oportunidad única para su hija» aunque en ciertos aspectos lo sea. Todas mis teorías radicales relacionadas con el dinero y mi demostrado desprecio por él perdían rigidez ante esto que los papanatas de la antropología llaman tendencia al emparejamiento. Mientras daba un rodeo para regresar a la camioneta, experimenté también la incomodidad y la confusión de las veinticuatro horas que había pasado en casa. Intenté olvidarme de eso observando la preciosa granja en donde me había internado. Los campos de cultivo estaban lo bastante lejos del Elkhorn para permitir la existencia de un bosquecillo ribereño de considerable tamaño. Los pastizales se utilizaban juiciosamente, con lo cual no había invasión de hierbas nocivas como la centaura negra. Sentí una extraña congoja al recordar mi primera juventud, cuando los domingos mi padre me arrastraba a la catequesis de la iglesia luterana. Un desgarbado empleado de los ferrocarriles nos enseñaba a los muchachos a rezar para que se cumplieran nuestros más profundos deseos, y yo rezaba con todas mis fuerzas para que nuestra familia se trasladara a vivir al campo, a una granja junto al río. Y allí la tenía, pensé, aunque la hubiese preferido más al oeste. Al ir a subir a la camioneta, el granjero, que regresaba, se detuvo a mi lado: un monstruo corpulento y de aspecto rústico. Me apresuré a mentirle diciendo que creía haber visto un azor y, antes de que pudiera replicar, le pregunté por la granja de los padres de J. M. Sonrió y señaló la carretera, más adelante. —A unos cinco kilómetros —añadió, luego saludó con la mano y prosiguió su camino. De haber intuido el lío en que me iba a meter, habría retrasado mi visita, pero no lo hice. Mis premoniciones son por lo general tan inexactas, que las desestimo por completo, y al ascender por el largo camino de entrada experimenté eso que los estudiantes de los mamíferos llaman desplazamiento: bajo determinadas circunstancias de amenaza, bostezas y finges interesarte por alguna otra cosa. Los padres de J. M. habían elegido las tierras en el lado equivocado de la carretera, si es que en aquel entonces había alguna carretera. En lugar de instalarse en la exuberante y fértil tierra llana a lo largo del Elkhorn, estaban en el lado contrario, en medio de un torturado paisaje de colinas y barrancos, con improvisadas zonas donde poder sembrar maíz, avena y cebada, así como un pequeño rebano de vacas

lecheras en un pastizal contiguo al establo. Junto a un cobertizo de color gris había dos viejos tractores Farmal, una recolectora de maíz en razonable buen estado y una trilladora que se oxidaba en medio de una exuberante zona de lampazo. El camino de entrada se curvaba en torno a un alto bosquecillo de lilas y una hilera de álamos de Lombardía medio muertos, y allí estaban ellos, sentados en el porche, los tres, una familia reducida y terriblemente desdichada. Aparqué al lado de una camioneta gris más vieja que la mía, una decrépita Subaru, y del Mazda de J. M. Desde una distancia de treinta metros pude distinguir el rostro colorado de J. M., a su padre con la mirada al frente, y a su atractiva madre bajando la vista hacia su regazo. No llegaría a pasar del porche. El nudo que se me había hecho en la garganta crecía a medida que me aproximaba a ellos, y en el rostro de J. M. brotaron las lágrimas al tiempo que parecía mirar por encima de mi cabeza. Entonces el padre posó la mano sobre su brazo, como si quisiera agarrarla, o quizá para consolarla. Fue la madre quien habló, en voz muy baja, clavando mi cabeza en el aire justo donde me había detenido. —Usted dijo que tenía un amigo abogado. Bien, él no es amigo suyo. Trabaja para un importante bufete de Omaha. Lo conozco. Asegura que no nos costará nada. Me gustaría saber cómo pagará usted eso y por qué. ¿En qué medida es asunto suyo? —Amo a su hija —contesté con voz ronca, no la que hubiese querido. —No tiene usted trabajo. ¿Cómo piensa arreglárselas? —preguntó el padre, inclinándose hacia delante y atravesándome con sus ojos—. Ella ya tiene a un inútil; Seguro que no necesita otro. —Puedo conseguir un montón de buenos trabajos —insistí, aunque estaba convencido de que sonaba a pobre justificación. —Queremos que ella termine sus estudios, eso es todo. Su madre se levantó y pasó al otro lado de la puerta mosquitera. El padre la siguió, pero antes miró hacia mi camioneta, vio los rayos amarillos y sacudió la cabeza. J. M. bajó del porche y se dirigió hacia la camioneta sin mirarme. Aparte del color púrpura amarillento del hematoma, se la veía demacrada. La seguí y al llegar junto a la camioneta permitió que la cogiese de la mano, pero se apartó cuando intenté besarla. —Voy a matarle —musité. —Es un estúpido comienzo, si quieres volver a verme. ¿Por que mentiste al decir que tenías un amigo abogado? Papá asegura que sólo me quieres para que sea tu ramera. —Casémonos ahora mismo —dije, apenas en un susurro. —Ya estoy casada. Un jodido matrimonio, de momento. Mi marido se presentó esta mañana con sus padres, que venían conduciendo desde Sioux City, y papá no les dejó siquiera bajar del coche.

Un perro de raza indefinida y aspecto mojado apareció en el calino de la entrada y se acercó con expresión arrepentida a J. M., que se agachó y empezó a arrancarle cardillos de la pelambrera. —¿Cuánto vas a pagarle a ese abogado? —insistió. —Es sólo un tipo de la antigua oficina de papá. Se trata de un favor. —¿Y se supone que debo pasar el resto de mi vida dando vueltas por ahí en una camioneta? Quiero ser maestra de escuela. —He pensado en instalarme en algún sitio. Me agaché para ayudarla con los cardillos, pero el perro se volvió y me soltó un gruñido. —¡Oh, tonterías! ¿Dónde y cuándo? —Al menos ahora sonreía—. ¿Crees que me iría hoy contigo aunque quisiera? Es posible que quiera, pero no les haría una cosa así a mis padres. Dame algún tiempo para pensarlo. Escríbeme cartas, luego vuelve a verme dentro de un mes. ¿Escribes cartas? No supe qué contestar y busqué una pequeña mentira, pero ella lo adivinó y se echó a reír. Alzamos los ojos y descubrimos a su madre acercándose con un vaso de limonada, que luego me entregó. —No somos gente ruda, pero ha sido un mal trago para nosotros —dijo mirando a su hija, en busca de algún indicio de lo ocurrido. J. M. soltó mi mano y cogió la de su madre, lo cual sin duda fue un indicio suficiente, porque en el rostro de la mujer asomó el esbozo de una sonrisa. —Estoy seguro de que ha sido difícil... A mi hermana pequeña le pasó lo mismo. — No proseguí, como es lógico, pues no quería hablar de cuál había sido mi reacción en aquel incidente. La mujer asintió y yo me bebí de golpe la limonada. —Ya estaremos en o —dijo J. M., y me cogió el vaso. Las dos se encaminaron hacia la casa, pero se detuvieron a una distancia donde podía oírlas, para comentar algo acerca de los macizos de flores. El perro se quedó unos breves momentos, como para Segurarse de que me iba. Al subir a la camioneta me olvidé de que el niarco de la puerta era más bajo que en la nueva que había cambiado, y me di un testarazo. Apenas una hora en la carretera y ya había repasado la escena un centenar de veces, un proceso tan turbador que me hizo tomar una lección equivocada y tuve que dar media vuelta para regresar a la Ruta 4, que a través de Verdigre llevaba a Niobrara, una pequeña población próxima a la confluencia de los ríos Niobrara y Misuri. Tenía los ojos llorosos porque la cabeza estaba algo revuelta por culpa del golpe que me había dado, y porque no lograba aislar el dolor de la base del cuello del que me producía haber visto a J. M. en aquel estado. Me sentía demasiado confuso para conducir bien, por eso giré en una pequeña carretera de grava, me

interné un par de kilómetros, aparqué y caminé a través de un pastizal hacia lo que parecía un bosquecillo consolador. La verdad es que me senté contra el tronco de un árbol y lloré. ¿Para qué mentirme a mí mismo? No estás obligado a mostrarte viril cuando estás a solas. Para variar un poco, ni siquiera era capaz de identificar el árbol contra el que me apoyaba. Estaba tan cerca del viejo ponca que diez años atrás me había hecho de informador que incluso pensé en ir en su busca, pues vivía a sólo media hora de allí. Podría servirme de consuelo tanto como otro amigo nativo, un omaha que vivía cerca de Bancroft. Sin embargo, más que consuelo, lo que yo deseaba era sencillamente hablar con alguien que no se ahogara en su propia fosa séptica mental. El ponca que me hacía de informador solía fastidiarme pidiéndome que identificara un determinado pájaro, un árbol o una planta, y en cuanto le decía el nombre se ponía a chillar: —¡Tonterías! ¡No es así como se llama! Más adelante supe que a menudo hablaba con antropólogos, y que disfrutaba confundiendo a los blancos. ¿Acaso todo servía de alimento para las palabras? ¿Qué tenía en realidad si pronunciaba la palabra «arce»? Interrumpí mi llanto e intenté reconstruir el tiempo pasado con J. M. momento a momento, desde la periferia hacia dentro. Según los patrones más establecidos, la casa necesitaba una buena mano de pintura. El padre tenía cicatrices en los antebrazos. La negrura del cabello de la madre era sorprendente. De la puerta de rejilla colgaba un manojo de algodón para espantar las moscas. El patio olía a menta y a ambrosía, y también a vencetósigo. Los arbustos de lilas estaban repletos de amarronadas flores muertas. En los tejanos de J. M. había un agujero a la altura de la rodilla izquierda que me hubiese gustado besar. Ella olía a café. No conseguí abrazarla. Ahora oigo una oropéndola, un dulce sonido para una garganta emplumada tai pequeña. ¿Cómo quiere que escriba cartas si nunca lo he hecho? Sol al abuelo, y de eso hace mucho tiempo: «¿Podría venir a vivir contigo? Aquí no me gusta... Allá por donde vas, no hay más que casas. Tu nieto, Nelse». Fue cuando tenía trece años y pasé un verano con él, después de que un amigo mío y yo intentáramos cultivar unas plantas de marihuana. Mi hermana nos delató. Pasamos todo el verano cavando nuevos cimientos debajo de la vieja cabaña: después de levantarla con gatos hidráulicos y colocar nuevas hiladas de bloques de cemento, volvimos a bajarla. Todas las tardes íbamos a pescar truchas en los arroyos, o percas y lucios en el lago, aunque a veces íbamos por la mañana muy temprano. Mi abuela estaba enferma y nos miraba desde el patio sentada en una mecedora. También arranqué las malas hierbas de su jardín. Moriría una semana antes de la festividad de Acción de Gracias, y cruzamos todo un frío mundo blanco mientras nos dirigíamos en coche hacia Minnesota para asistir al funeral. Compré un par de botellas de vino dulce y barato en Verdigre, y el dependiente me preguntó si me encontraba bien. Fui honesto y le dije que lo más probable fuera que no, pues me había dado un duro golpe en la cabeza al ir a entrar en la camioneta.

Estaba pasando por uno de aquellos momentos en blanco, en los que el mundo se detiene y soy incapaz de reconocer a nadie. Eso era lo que me sucedía después de jugar al fútbol americano, en una época en que era Nail en vez de Nelse. Por supuesto que había pensado en la posibilidad de que J. M. huyera conmigo. Pero he descubierto que no poseo ningún control sobre el mundo que hay más allá de mi epidermis. Aquí estoy, parado en una acera de Verdigre, en una calurosa tarde, luchando por concentrarme en la realidad. Veo un teléfono público a unos quince metros de donde estoy y me acuerdo de que debo telefonear a Derek para formularle mi amenaza. No creo que mi madre sea rica en realidad, pero la línea divisoria es aquí bastante insegura. Tal vez ser neo sea cuando no hay que trabajar para vivir bien, o lo que ellos Piensan que es vivir bien. «La vida es trabajar», solía decir mi padre, según mi punto de vista, no puedo decir que esto le hiciera mucho bien. Un recorrido por el patio de J. M. había servido para recordarle que no sé una mierda sobre el dinero. Un depósito lleno de gasolina y unos cuantos billetes de cien en los bolsillos, y siento que estoy errado. La prosperidad me fastidiaba porque me había criado en ella y porque iba en contra de cualquier cosa que pudiera interesarme. ¿Y qué? Otros deben de sentirse más fastidiados por tener que luchar contra la pobreza. Lo he presenciado miles de veces en mis viajes y no es lo mismo, porque los pobres no disponen de ninguna protección, como no sea la que ofrece la religión. En cambio, los ricos disponen de tantas capas protectoras que se vuelven ciegos, como murciélagos humanos. Hasta su lenguaje excluye otras consideraciones que no sean las suyas. Y yo no quiero utilizar el mismo lenguaje que mis enemigos del alma. Llamé a la galería de Derek y descolgó mi señorita cafetera. Derek estaba muy alterado, me dijo. Le contesté que le dijera a Derek que o devolvía a mi madre su dinero, o yo escribiría a todas las personas de su Rolodex informándoles de que era un estafador. —¡Oh, eso es espantoso! —exclamó, y colgué. Terminé visitando la tumba de mi informador ponca. Sabía que su hermana me recordaba, pero prefirió no reconocerlo. Dijo que era una cristiana y que no quería el vino, de modo que lo dejé encima de la tumba de su hermano, una atalaya sobre el Misuri, allí donde me contó que los poncas habían inventado el hockey. Me quedé el tiempo suficiente para que el sol de la tarde avanzara algunos centímetros en el cielo, después me dirigí hacia el oeste, donde intentaría hablar con mi verdadera madre, lo único que faltaba en mi infructuoso itinerario, aparte de comprar lo necesario para escribir algunas cartas. Querida J. M.: Estoy aquí acampado, en la confluencia de los ríos Keya Paha y Niobrara. Longitud 99 grados, latitud 43 grados, que sin duda te mueres de ganas por saber. No es una región ideal en lo que se refiere a conseguir lo necesario para escribir una carta,

pero la señora de un motel me vendió papel y sobres por valor de un dólar, aunque el papel sin duda es más viejo que tú y que yo. Bide-a-Wee es un sitio sin pretensiones y sólo si me hubieses acompañado nos habríamos quedado aquí en vez de acampar. No he podido encender fuego porque he acampado sin pedir autorización, como es habitual en mí, e ignoro a qué distancia se encuentra la casa del rancho. Pero tengo luz de luna, luz de estrellas y luz de linterna, por no mencionar el zumbido de los mosquitos, mis verdaderos amigos, puesto que me siguen por todas partes en los Estados Unidos. Mañana confío en ir a ver a nu madre de nacimiento, o como sea que se llame eso. O al menos a la madre de ella, que se llama Naomi, de quien tengo permiso para realizar un recuento de pájaros en su rancho. Estoy nervioso con todo esto asunto, pero, tal como me sugeriste, es mejor que me lo quite de encima. Como es natural, confiaba en que huyeras conmigo, e intento entender por qué no lo hiciste. Tal vez lo consiga, pues he comprobado que lo que menos me gusta es que me presionen. Dijiste, o creíste, que soy incapaz de sentar la cabeza, pero estoy seguro de que podría hacerlo, sobre todo por ti. Con amor, Nelse. No le dije que estaba bien, porque no lo estaba, y veo que es poco tolerante con mis mentiras piadosas, mis pequeños embustes o mis simples mentiras. Según mi reloj de estrellas eran las dos de la madrugada, y sólo podía dormir durante períodos de diez minutos antes de regresar a una conciencia empapada en sudor, debido a una luz anaranjada que estallaba en mi cerebro, de un rojo intenso en los bordes. Hacía años que no veía aquella luz anaranjada, y la última vez había sido en Utah, al arrastrarme bajo un saliente rocoso donde encontré los restos de un antiguo campamento de tejedores de cestos. Me incorporé con excesiva rapidez y me golpeé la cabeza contra una roca, lo que hizo que me quedara de rodillas un buen rato. Después de recuperarme lo suficiente para poder andar, seguí por el cañón a través de una grieta tan estrecha que tuve que desprenderme de la mochila, tal como me había indicado un nómada lunático que parecía un oso gris, al que había conocido en Montana y que me había trazado un mapa del territorio seri. Sea como sea, encontré el petroglifo debajo de otro saliente amplio y escarpado, y allí estaban: dibujos de un lobo enorme y de unas criaturas danzantes, medio humanas y medio grullas, así como de culebreantes serpientes y de un solitario flautista jorobado, Kokopele. Experimenté entonces un leve ataque, y me quedé mirando el petroglifo hasta que casi anocheció, demasiado inestable incluso para arrastrarme hasta la grieta donde había dejado la mochila y beber de la cantimplora. Tuve suerte de que hubiera luna llena al menos durante el largo trayecto, quizá de unas dos horas, en que me arrastré por una cubierta de piedras planas y aspecto lunar hasta la camioneta. Un resto anaranjado permanecía conmigo al abrir los ojos, un marco para el inmenso reloj de estrellas que había en lo alto. Intenté concentrarme en los escritos

antropológicos de mis antiguos autores favoritos, Mary Douglas y Loren Eiseley. Si el ritual es el marco de la realidad, ¿qué estaba haciendo yo ahora con aquellos murciélagos aleteando entre mi cuerpo y las estrellas? Dios mío. En Sarlat, en la Dordoña sa, mi sitio favorito en Francia, había intentado entrar en las reducidas cuevas para ver las pinturas en la roca, pero no pude, por las razones de siempre, así que me conformé con visitar el museo mientras mi madre se quedaba en el hotel para dormir los efectos del vino. Durante la cena había procurado beber una sola botella, de la que le pedí un vaso como algo excepcional, para irritarla. Pero, al estar en la habitación contigua a la suya, oí como esa noche el camarero del servicio de habitaciones le traía otra botella. En el museo, un ilustre visitante parisiense me informó de que me encontraba en la cuna de Occidente. Me quedé tan impresionado como podría quedarse un estudiante de tercero de bachillerato, es decir, que me empezaron a flaquear las piernas, aunque procuré no exteriorizarlo. ¡Dios mío, otra vez! Había dormitado unos veinte minutos, soñando con que J. M. se inclinaba riendo sobre mi rostro, si bien luego desperté en medio de lo que creí un sollozo anaranjado, pero en realidad eran los rayos de una tormenta que se acercaba por el oeste, donde el negro cielo sin estrellas se iluminaba con una intermitente luz amarilla. El canto de un chotacabras gris. Un chotacabras americano río arriba. Salvado por nombres que J. M. utilizaba para burlarse de mí, y el cielo del oeste atravesado por un rayo, más próximo ahora. Esta vez disponía de mi lona en forma de capullo, que me permitía sacar sólo la cabeza para dejar que se mojara. Las primeras gotas de lluvia ayudaron a que las preguntas se desvanecieran: como por ejemplo si resistiría el hecho de poner el freno; o mejor todavía, si no creía en la realidad de los demás, ¿qué haría yo cuando la mía desapareciera? La respuesta llegó en cuanto la lluvia empezó a caer con tal fuerza que me vi obligado a volver la cara hacia el este. Una tarde, por Navidad, antes de que el aneurisma se llevara a mi padre hacia la nada, durante un paseo por la nieve me espetó enfurecido que si no andaba con cuidado desaparecería en mi propia mierda. Es posible, pero los nombres serán mis salvadores. O así lo espero en el instante en que un relámpago semeja una vasta luz estroboscópica a dos kilómetros del río y el resplandor es tan intenso que las sombras de los árboles y los arbustos se distinguen con claridad a pesar del velo de la lluvia. Amanece. La nariz cerca de la hierba carmín (¡Phytolacca americana!), aunque no estoy muy seguro de que crezca por aquí. En Arkansas, entre la hierba carmín vi una vez una serpiente de coral. Las nubes seguían pasando tan bajas, que era como si durmiese en un sitio elevado. Pensé que había llegado el momento de hacer una visita a mi recién estrenada abuela, pero una breve ojeada al espejo exterior de la camioneta me devolvió una imagen realmente fea, con un desagradable bulto

asomando en el nacimiento del cabello, y los ojos tan enrojecidos como los de un borracho pertinaz. Un martín pescador. Una garza. Una serreta común. Un zampullín cuellinegro. Un pavo salvaje en lo alto de la colina, a medio kilómetro de distancia. Hice café con un aparato que se alimenta a través del encendedor ¿el coche: otro regalo de mi madre, comprado mediante uno de los trescientos treinta y tres catálogos que le llegan por correo. Podría preguntarme adonde voy y qué pienso hacer, pero he luchado para que mi casa esté en cualquier lugar, sobre todo a orillas de un río, en una madrugada de junio, sin ningún alarido humano en el aire... Sólo pájaros y nubes. Me quemé la lengua y derramé parte del ardiente café sobre mi polla, lo cual reveló lo embotada que estaba mi inteligencia. Mi padre renunció a mí mucho antes de morir. No es que no me quisiera, pero sabía que yo no llegaría lejos. Pude verlo en su cara una noche por Navidad, ya bastante tarde, después de que un ponche de huevo demasiado cargado de licor enviara a mi madre y mis hermanas temprano a la cama. Estaba leyendo mis diarios y, aparte de sentirse algo incómodo por lo que imaginaba era mi código sexual, se sentía fascinado por mis anotaciones del suroeste, una región que nunca había visitado. Lo que aguó la fiesta aquella noche fue una nota en mi diario de mi venerada Mary Douglas: «Cuanto más dotada de poder está la sociedad, más desprecia los procesos orgánicos en que se sustenta». Como cualquier muchacho que hubiese adquirido plena conciencia durante la Gran Depresión, mi padre era un devoto creyente en el progreso, pero aun así amaba los recuerdos de una vida sencilla, absolutamente básica. ¿Quería decir Mary Douglas que todo aquello que estimamos como natural iba a desaparecer bajo las presiones de la sociedad? Por supuesto, repliqué, tal vez con exceso de frivolidad, y añadí que sin duda eso había ocurrido ya en casa, donde los baños estaban enmoquetados de blanco y la mera mención del sexo era tabú. Me contestó que la vida de antes aún estaba por todos lados, si bien itió que sobre todo estaba entre los pobres. O en México —añadí yo—, pero todo lo que queda desaparecerá con los de tu generación. Tú tienes un jardín enorme, gallinas, tres cerdos y un buey para sacrificar en otoño. Un montón de gente que se los come nunca ha tenido el menor o con una vaca, un pollo o un cerdo. Son abstracciones de supermercado. Cuando yo era pequeño incluso tenías un pequeño huerto, pero ahora sólo hay flores, que un jardinero negro viene a cuidar una vez a la semana. Me contestó que estaba demasiado ocupado para hacerlo él, y repliqué que desatender una cosa tal vez fuera lo mismo que despreciarla. ¡No, no es lo mismo!, dijo, yo aborrezco la manera con que desprecias nuestra forma de vivir. Le dije que, más que despreciarla, en realidad lo que quería era no tener que vivirla, y luego añadí: tú mismo no pareces muy feliz trabajando setenta horas a la semana, teniendo en cuenta que mi madre ya posee algo de dinero. Esto le hizo reaccionar, aunque tal vez fui un poco desconsiderado. Aquí el que paga las

cuentas soy yo, dijo, aparte de que es natural desear el éxito. No estuve de acuerdo, al menos por lo que a mí respecta, y él dio por sentado que la excepción hace la regla, una idea que consideré absurda. Habíamos llegado a un callejón sin salida, en el que ninguno de los dos quería estar. Me hubiese gustado dar marcha atrás, pero entonces preguntó por qué había tres clases de codornices en Nuevo México, cuando en Georgia sólo había una. De repente sirvió una extraña bebida para los dos, y preguntó por qué no me hacía guarda forestal como había hecho mi abuelo a sus treinta años, al cansarse de la granja. Esto nos calmó durante un rato, y nos reímos de aquella vez en que al abuelo le dieron una reprimenda por dar un puñetazo a un tipo que había matado dos cachorros de oso. Le dije que yo no podría ser guardabosques porque con toda probabilidad habría ido mucho más lejos que mi abuelo. Esto le dejó desconcertado y me dirigió una breve mirada, como si de pronto hubiese caído en la cuenta de que al fin y al cabo yo no era de su propia sangre. Nos apresuramos a cambiar de tema y me preguntó, con una sonrisa, si me parecería absurdo que volviera a frecuentar la iglesia Luterana, algo que había hecho muy de tarde en tarde desde que yo era pequeño. Le contesté que no, en absoluto. Una cosa que había aprendido de la antropología, le dije, era que la religión constituía como mínimo el marco de la realidad para nosotros, pobres almas errantes, aunque no volví a mencionar a Mary Douglas. También señalé que nuestra civilización es nuestra religión, y que por eso estamos hechos un lío. Pero no estamos hechos un lío, contestó; es el hecho de que lo creas así lo que hace tu vida tan problemática. Desde Springview telefoneé a Derek. Me soltó un pequeño discurso, sin duda ensayado, sobre los peligros de la extorsión; en especial lo que supondría una larga condena en la cárcel para alguien que padece claustrofobia como yo. —Me alegro de que conozcas mi historia, pero nunca llegarían a cogerme con vida —repliqué medio en broma. Pretendía que me fuera de la lengua, pero hace tiempo que suelo dejar que sean los otros los primeros en comprometerse. Al final reconoció que comprendía mis motivos para querer proteger a mi madre, pero el préstamo se lo había ofrecido con absoluta libertad. —Sí —repliqué—, una boba afectuosa sin duda influida por ti. Se produjo una larga pausa, y luego Derek accedió a devolver la mitad del préstamo a condición de que le enviara el Rolodex por Federal Express. Me gustó aquella profusión de equis, y prometí devolvérselo en cuanto la secretaria de una inmobiliaria terminara de fotocopiar con su Xerox el fichero, sólo para cubrirme las espaldas. En cuanto a la otra mitad, dijo que ya estaba invertida en cuadros destinados a la venta, y que llamara a mi madre, que se sentía ultrajada por mi comportamiento.

—Siempre se ha sentido así —contesté, y de pronto tuve la sensación de que si conseguía ganar, la victoria sería pírrica. Esto provocó en mí un leve ataque de desesperación, y sugerí que podría resolver el asunto si devolvía tres cuartas partes del dinero, o de lo contrario a partir de ese instante tendría que negociar con mi encantadora hermana Marianne, con quien había coincidido varias veces. —Preferiría no tener que hacerlo. —Te comprendo —dije, y colgué. Todo aquello me ponía enfermo, e hice que un tendero me ayudara a empacar la Rolodex para la furgoneta de la UPS, aunque en su nombre no hubiera ninguna equis. Supuse que la principal preocupación de Marianne residía en que nuestra madre prestaba un dinero que de lo contrario iría a parar a sus manos, y esto era algo que a mi me tenía sin cuidado. ¿Qué cantidad es suficiente? Acampé cerca del Niobrara al sur de Norden, decidido a recuperar mi buena apariencia para la reunión que al día siguiente debía tener con mi nueva abuela. Incluso tendí en una cuerda algunas prendas para alisar las arrugas. Aquella zona había sido el escenario de la mayor de mis dichas pasajeras cuando estaba en la universidad, y sentí cierto calor en las orejas al recordar que fui expulsado del proyecto por provocar algunos problemas «morales». Habían encargado a la universidad que efectuara una exhaustiva inspección arqueológica en la zona, preliminar a la medición por parte del Cuerpo de Ingenieros del Ejército con vistas a la construcción de una enorme presa, bajo la habitual excusa de controlar las inundaciones, extender el regadío y proporcionar áreas de esparcimiento. El agua en movimiento molesta al promotor que ciertos espíritus llevan dentro de sí, mientras que los lagos le entusiasman... Aquello ocurrió en la primavera de mi primer año en la universidad, y pensé que el equipo me había elegido por mis excelentes notas, aparte de porque estaba en buena forma gracias al trabajo duro que había hecho al aire libre. Por aquel entonces no sabía que era el miembro más joven del grupo gracias a que mi padre había intercedido por mí ante el rector de la universidad. Es lógico que eso molestara a ciertos profesores y estudiantes graduados que debíanllevar a cabo la inspección. Supongo que mi padre tan sólo pretendía evitarme el batacazo del verano anterior, cuando fui a trabajar al rancho de un primo de mi madre y tuve que tumbar de un puñetazo al capataz por golpear con un palo a un caballo. Era un tipo fornido y me vi obligado a cogerle por sorpresa. Me marché a toda prisa y deambulé por Montana durante un mes con mi Jeep, sin preocuparme de avisar a mis padres. No paré hasta que me vi envuelto en un breve altercado con uno de los guardianes del parque Yellowstone por acampar en un sitio donde estaba prohibido (después me enteraría, con gran vergüenza por mi parte, de que aquélla era una zona peligrosa a causa de los osos grises).

Pero allí estaba, un año después, en el centro de excavaciones de Norden, un mozalbete demasiado cargado de hormonas y algo rápido a la hora de encolerizarse. Fui relegado a la labor más baja, la de simple paleador, a pesar de que sabía bastante acerca de los utensilios más sencillos, entre los que había una serie de raspadores de pieles de bisonte que birlé indecorosamente al pensar que podían habei pertenecido a algunos de mis antepasados. Los entendidos estudiantes graduados solían avanzar por delante de mí siguiendo el valle del río, clavando banderas de señalización en los sitios con mayores posibilidades de encontrar algo. Entonces yo cavaba hasta que ellos decidían si valía la pena seguir inspeccionando el lugar. Cavar el suelo era maravilloso, porque así lograba quemar toda la irritabilidad que comporta la juventud. Por desgracia, durante dos días seguidos llovió con intensidad, y me descubrieron en un forcejeo amoroso con la novia de uno de los estudiantes, lo que provocó una discusión. Me acusaron de fumar cáñamo silvestre que había recolectado, así como de tomar ácido, lo cual no era cierto, pues mi soñolencia se debía a unos sedantes que había traído conmigo. Me largué a Valentine con un par de chicas del grupo de trabajo, nos emborrachamos y estrellamos el vehículo. Afortunadamente, no sufrimos más heridas que unas cuantas magulladuras, aunque a mí me arrestaron por conducir borracho. Un abogado de la localidad, llamado Quigley y amigo de mi padre, me sacó de la cárcel y me facturó de regreso a Omaha en un Piper Cub de un ranchero. Pasé el resto del verano obligado a ir a pie por Omaha, trabajando con un equipo paisajista todavía como paleador, aunque no tan feliz como lo había sido en el Niobrara. Me sentía avergonzado en términos generales, pero no se me ocurría una penitencia adecuada en lo que a mis padres se refería. La pregunta indagatoria de mi padre consistía en cómo podía ser yo tan estúpido y al mismo tiempo tan inteligente, mientras que mi madre proyectaba encontrarme un psicoanalista apropiado. De los tres que buscaron, el único con el que pude entenderme fue un judío de Nueva York que estaba empezando. Un tipo muy inteligente, que parecía más chiflado que yo. Sólo asistí a tres sesiones, pero en ese tiempo hizo que me sintiera menos monstruoso, aunque me decepcionó al decir que en su opinión mis talentos eran más metafóricos que taxonómicos, y que por tanto estaba poco dotado para las ciencias. Aunque me caía bien, me negué a continuar con él después de que se volviera demasiado entrometido y me preguntara qué veía yo de virtuoso en ser un «desplazado». Por suerte, en las excavaciones de Norden nunca llegó a construirse la presa. No habría sido un atentado como lo fue en Glen Canyon, pero sí un acto criminal, digno de algunos explosivos. Y allí estaba de nuevo, sentado en pleno calor del mediodía y planeando una marcha al anochecer. A través de los prismáticos he descubierto un caballo bayo al otro lado del río, aunque no he podido apreciar si era una yegua o un castrado, pues se ha internado en un bosquecillo de sauces. Llevaba ronzal, y

sospecho que se habrá escapado, porque en la zona más inmediata no hay cercas. El último cuarto de hora ha sido como si un diminuto cubito de hielo instalado en mi cerebro me dijera que, en vez de haber ido demasiado lejos, no he avanzado lo bastante. Han transcurrido meses desde que mi cerebro se embarcara en uno de esos prolongados viajes al interior de un mamífero, un ave, las estrellas, un arroyo o un río, o incluso al núcleo de una tierra en su estado natural, donde puedo imaginar todo cuanto ocurre sobre mí. Es probable que sea el miedo lo que me frena. Aunque he leído mucho sobre el tema —quizá demasiado, sobre todo cuando estudiaba antropología— para saber que es una temeridad, en el sentido de que se supone que hace falta un maestro, y que mis métodos autodidactas, junto con los libros, no son suficientes. Una vez que estaba acampado cerca de Grassy Butte, en la región occidental de Dakota del Norte, pasé toda una tarde de mayo, fría y borrascosa, siendo un azor, y me fue difícil encontrar mi cuerpo para entrar de nuevo en él. Después de esto puse freno a esas prácticas durante algún tiempo, pues era una propuesta del todo o nada, y tenía que protegerme contra el último umbral. No se trata de un espiritualismo descafeinado, sino de ún proceso específicamente físico. Digamos que ves un azor zigzagueando en medio de un recio viento primaveral y el pájaro planea por encima de ti. Permaneces sentado, inmóvil durante más o menos una hora, y vacías tu mente de todo contenido, luego dejas que tu imaginación penetre en el pájaro. Después de lograrlo por completo, marchas sin dificultad hacia donde ya te encontrabas. Por razones obvias, esto es mucho más vertiginoso que convertirse en un tejón, un mamífero al que siempre he irado por su capacidad de enterrarse en pocos minutos. Por otro lado, no puedes ir a cualquier parte, a menos que conozcas de verdad la naturaleza de aquello en lo que vas a entrar. Por ejemplo, he fallado al pretender introducirme en ciervos de Virginia, en pumas y en halcones de Cooper, puesto que no los conozco tan bien como a los cariacus, los linces o los gavilanes, con los que he tenido un éxito notable. Querida J. M.: Estoy sentado en una ladera cubierta de hierba, en el lado sur del Niobrara, cerca de Norden, donde fui un verdadero incordio como trabajador en el centro de excavaciones arqueológicas. Mis padres nunca creyeron que fuera muy bueno a la hora de juzgarme a mí mismo, pero tengo algunas cosas que lamentar. Por ejemplo, ayer por Ia mañana no logré ver tu yegua Vinnie, de la que tanto me has hablado. También me hubiese gustado tener un par de caballos, pero nunca me he quedado en un sitio el tiempo suficiente para cuidarlos. En este mismo momento hay un caballo bayo al otro lado del río, mirándome desde la oscuridad de la maleza. No le devuelvo la mirada porque no quiero que se sienta incómodo. La verdad, el corazón se me hace un nudo en la garganta y parece como si fuera a comérmelo, debido a lo que me espera mañana por la mañana. No se trata de la tópica aunque normal cuestión emocional tipo: «¿Por qué me abandonaron?».

Bueno, es posible que un poco sí lo sea, pero se trata más bien de que mi visión del mundo y mi vida se verán alterados. Eso no ayudará en nada, pero ocurrirá. Es como uno de esos terroríficos poemas en español que tanto te gustan. De algún modo he soslayado este tipo de cosas en favor del mundo natural, aunque a menudo se me ha ocurrido pensar que también forman parte del mundo natural. Recuerdo que en la clase de literatura de noveno grado, después de que un profesor leyera un poema de Keats, me amonestaron por decir: «Si lo que dice ese tipo va en serio, entonces estamos metidos en un montón de dificultades». Yo tan sólo quería decir que si el mundo de Keats es el mundo real, entonces no vivimos en él. Te echo mucho de menos y no paro de pensar en tu espléndida rodilla desnuda, asomando por el agujero de los téjanos. Yo hubiese aprovechado mucho más. Con amor, Nelse. P.D. Si llegamos a casarnos, te prometo que tendrás caballos, perros, gatos, y que aprenderé a soportar tus gustos musicales. Antes de mi paseo a última hora de la tarde, volví a mirarme en el espejo de la camioneta y, aparte de ver que estaba mejorando, me sorprendí ante la verdadera conexión que hay entre nuestro aspecto y lo que somos. Quiero decir más allá de la habitual insistencia de mis padres de que la impresión que perdura en los demás depende de lo limpios y bien vestidos que vayamos. Mis hermanas solían ver la serie El planeta de los simios con pasmosa fruición, aunque mi madre las sermoneaba diciendo que la evolución no era una teoría demostrada, como si la mutación de las especies importara para nuestras conclusiones. En ese mismo sentido, yo no podía sacar ninguna conclusión el espejo, ni elevarme del suelo para determinar mi densidad como mamífero. Levanta un poco la polla para no mear la pernera del pantalón. Las limitaciones de los humanos de pronto pueden ser consoladoras, aunque es posible que yo sea demasiado obtuso para salvar el pellejo. Sé que hace una hora comí el último revoltijo de arroz con sardinas de mi vida. Con un sencillo cambio alimenticio es suficiente. Voy a vaciar el resto de las sardinas que quedan en la caja en el supuesto trayecto de un mapache junto al río. Será la primera vez que probará una especie de agua salada. Apenas había recorrido un centenar de metros en mi camino cuando las lágrimas aparecieron por un motivo bastante inverosímil. Había llegado de las Sandhills para visitar a mi hermana Marianne, que estaba ingresada en una clínica donde trataban la bulimia y la anorexia. Le traía un ramillete ya medio marchito de distintas flores silvestres, entre las que había acederillas violetas, vistosos guisantes de olor y pulsatilas. Por aquel entonces ella estaba en tercero de instituto, medía un metro setenta y dos y apenas pesaba cuarenta kilos. Se negaba a que mi madre entrara en la habitación, y sólo toleraba la presencia de mi padre y de Lucy durante breves visitas. Estuve tres días sentado a su lado, haciendo lo imposible para que

aprendiera a decirle al mundo que le besara el culo. Esto incluía negarse a ir a Macalester, la universidad de mi madre, y en cambio matricularse en Stephens, Misuri, donde podría llevarse sus caballos. Los perros y los gatos estaban prohibidos en casa, debido a las alergias nada imaginarias de mi madre. Al tercer día salí de allí, compré unas hamburguesas con queso y unos espaguetis, que la hicieron vomitar pero elevaron su moral. La recuperación fue larga, aunque aprendió a vivir más como a ella le gustaba. Mis padres no me culparon por su nueva actitud rebelde, pues preferían una hija viva, y ella se les estaba escapando en una dirección contraria. Pensé que la aparición de las lágrimas se debía a que había sido el éxito más singular de mi vida en beneficio de otra persona, por supuesto, con independencia de la paliza que le había dado al novio de Lucy, o la distribución de mis escasos fondos entre otros vagabundos con poca suerte. En cambio, a medida que avanzaba por un senderillo trazado por los ciervos a lo largo del río las lágrimas fueron en aumento, hasta configurar la idea de que J. M. pudiera decir finalmente que no; no a mi presencia en su vida. Al final tuve que sentarme en el suelo e intentar tranquilizarme pensando que aún no me había dicho que no. Sin embargo, había algo por debajo que pugnaba por salir a la superficie, y eran los rasgos algo borrosos de mi verdadera madre paseando por la acera del lado del Pacífico en el Ocean Boulevard de Santa Monica. No lograba reconstruir sus rasgos con precisión, y no creía que pudiera soportar la misma explosión de llanto que había experimentado por la muerte de mi padre, allá en el cañón de Chelly, cuando me dejé caer bajo un manzano silvestre. En ese instante dominado por las lágrimas tuve la suerte de oír a jo lejos el alboroto de unas cornejas, y avancé con sigilo río abajo hacia la cacofonía, cada vez mayor, moviéndome entre los altos matorrales para que no advirtieran mi aproximación. Las cornejas son difíciles de vigilar a no ser que se estén peleando, aunque no tanto como sus parientes los cuervos. Me sobresalté ante lo que creí era una serpiente de cascabel, y que resultó ser una culebra de cabeza chata que se dejó caer en una parodia de muerte, su principal defensa además del parecido con las serpientes de cascabel. Me deslicé por una roca y un ribazo cubierto de matorrales, y me encontré con las cornejas que se alimentaban entre una zona más cercana de arroz silvestre y los juncos ribereños pegados al Niobrara. Su presa era un diminuto cariacu que sin duda había caído por la empinada ladera al huir de una manada de coyotes. Sea como sea, al animal tenían que haberlo desgarrado antes los coyotes para que las cornejas se lo pudieran comer, porque estas aves no son capaces de perforar por sí solas el duro pellejo de los ciervos. Dirigían frecuentes miradas hacia el ribazo donde estaba yo, para que supiera que habían advertido mi presencia, sin duda alertadas por la corneja vigía, que se hallaba en lo alto de un pino al otro lado del río. Me incorporé para sentarme y observé cómo se intimidaban ruidosamente unas a otras a fin de ocupar el sitio

predilecto para alimentarse. Pero no fue una pelea, como podría haber sido, ya que había alimento de sobras. Por alguna razón especial, a Ralph no le gustaban las cornejas, y si pasaban volando en lo alto él corría en círculos, con la cabeza erguida hacia arriba, ladrando, y a menudo corría a esconderse debajo de cualquier lugar. Yo solía ponerme algo nervioso siempre que visitaba ese territorio sioux. Durante el baño de lodo que fueron mis excavaciones arqueológicas, aproveché un día libre para hacer una incursión por el noroeste de aquella zona, saliendo de Wewela para seguir por Keya Paha, y luego subir por Mission para entrar en la Ruta 18 y pasar por Parmelee, continuando hasta Pine Ridge. Había salido con gran entusiasmo al amanecer, y regresaba con el cerebro hecho papilla por todo lo que había visto. Había leído bastante al respecto y tendría que haber estado preparado, pero nunca lo estaba. La pregunta que rondaba mi mente era: ¿cómo he podido pensar que un tercio escaso de mi sangre puede estar relacionada de manera significativa con la gente del Rosebud y de Pine Ridge? La pobreza había constituido el motor esencial en aquella humillante lección. ¿Cómo podíamos permitirnos una cosa así en los Estados Unidos? Sin duda era muy sencillo, como averiguaría a medida que mi vida de vagabundeo se desarrollaba alejada de las carreteras más frecuentadas y de su engañosa prosperidad. Claro que en aquella época yo sólo tenía diecinueve años, una edad en extremo vulnerable, cuando el corazón suele remontar el vuelo o hundirse en picado, o al menos en mi caso. Uno piensa que está destinado a entenderlo todo, y al no conseguirlo se corroe por dentro. Pero ahora, después de una docena de viajes por la zona tiendo a creer que los genes son un artificio científico, y que mi única conexión con la cultura nativa puede que sea mi vida de nómada y mi interés por la naturaleza. Criarme de la manera que me crié tal vez fuera como aquella relación que los soldados establecían con las fotos de Marilyn Monroe. Después de la muerte de mi padre me sorprendí agradablemente al encontrar una foto desnuda de ella cerrada bajo llave en un cajón del escritorio del estudio. La alegría de este hallazgo se incrementó con un sobre dirigido a mí y escrito en fecha reciente. No sé muy bien si fue una premonición o un acto de mi conciencia recelosa. «Querido Nelse: ¿Por qué no vivir tal como uno quisiera? ¿Qué sabe en realidad cada uno de nosotros acerca de cómo deben vivir la vida nuestros hijos, aparte de intentar evitarles que terminen con sus huesos en la cárcel? Vigila a tu madre, pues ambos sabemos que no tiene los pies sobre la tierra. Con cariño, papá.» Permanecí sentado en la orilla hasta que casi oscureció. Hacía ya tiempo que las cornejas se habían marchado, con el estómago lleno y pesado mientras el suave batir de sus alas se alejaba en el aire crepuscular. Entre otras cosas, yo había ensayado mi llegada a la hacienda Northridge. Recordé que en la carta que le había pedido a mi jefe figuraba el día de mañana, de modo que sin quererlo llegaría en el momento justo. Me mostraría decidido y callado, y dejaría que Naomi llevara la

iniciativa en la conversación. Pasaríamos dos días observando pájaros, y sin duda mi nueva abuela me presentaría a mi madre, si bien ninguna de las dos tenía la más ligera idea de quién era yo. Si decidía decírselo ya era cosa mía, y por supuesto dependería del contenido emocional del encuentro. ¿Serían vagamente compatibles? ¿Serían inteligentes? Ese tipo de cosas. Samuels me había comentado, en su estilo cauteloso y jurista, que poseían algún dinero, lo cual las ponía en desventaja ante mí, pero después añadió que nunca habían sido «derrochadores». En la época en que me lo dijo yo pensaba que podría mirar a aquella gente como un antropólogo que acaba de descubrir una nueva cultura, pero ahora me daba cuenta de que era sobre todo un intento espantoso de construir una coraza a mi alrededor. Regresé a mi campamento con cautela, en medio de la oscuridad casi total, con miles de mariposas aleteando dentro de mi estómago, como si fuera la víspera de embarcar hacia la guerra. Innumerables veces había pensado en la insubstancialidad de los estados de ánimo, pero no podía negar el peso real del que me embargaba en aquellos momentos. Me refiero sobre todo a los desencadenantes de estados de ánimo como pensamientos e imágenes que surgen en tu cerebro: primero mi madre; luego Ralph; J. M. destacando en la noche avanzada, antes o después del almuerzo, cuando el cerebro está algo embotado; los políticos corruptos; la tierra esquilmada; la primera chica que ves desnuda aparte de tus hermanas, señalada por su hermano mientras te ocultas entre los arbustos y a través de la ventana la observas tendida y desnuda, con el cabello enmarañado al dar vueltas en la cama; tres días de cielo encapotado interrumpido por un destello de sol, esencial para levantar el ánimo; el canto de un nuevo pájaro, que forma un venturoso interrogante en tus oídos. Por ejemplo, levanto los ojos hacia las estrellas, por lo general una visión amistosa, pero esta noche me parecen frías, remotas, casi brutales, del todo inexplicables, y sería mucho más reconfortante mirar mi reloj de bolsillo que averiguar la hora a través de esas luces ajenas. Me acuesto y hablo conmigo mismo, añadiendo palabras en cada platillo de la balanza, intentando sopesar lo que voy a hacer por la mañana. Si al menos pudiera dar un codazo a Ralph para interrumpir sus ronquidos de perro, o tranquilizarlo si el menor ruido le impulsa a deslizarse dentro de mi saco de dormir; aunque esto no me sería de ayuda esta noche. Sólo J. M. podría apaciguar mi mente, al menos hasta que amanezca. Pero ninguno de los dos está aquí; sólo en espíritu. Es posible que esta necesidad de hablar conmigo mismo sea sólo esquizofrenia. ¿A quién le estoy hablando? Soy yo mismo quien se aplica los puyazos. Había un brillante profesor auxiliar de raza negra al que le gustaba citar a un inglés llamado Laing, el cual había escrito: «La mente, de la que no somos conscientes, es consciente de nosotros». Lo recuerdo porque después de diez años todavía me desconcierta, tanto como el fenómeno de las estrellas. En Sonora, mientras observaba las estrellas más diáfanas que he visto en toda mi vida, puse un tronco de palo verde en el fuego, y de sus agujeros salieron pitando negros escorpiones. ¡Oh, ser por unos instantes un oso flaco alimentándose

en pleno junio de guisantes de playa y fresas silvestres, husmeando el aire con aroma a flores cerca de la playa! Esta noche el tiempo es una babosa o un caracol. Que las estrellas me obsequien con una sonrisa cordial para que pueda ver la hora sin utilizar la linterna. ¿Qué llevará J. M. en la cama? Los tramposos se hacen trampas a sí mismos. El mítico Coyote perdía el culo a la caza de una muchacha ponca, o esto decía el difunto. ¿Voy a soltar aullidos cuando muera? Al volar por encima de la hacienda Northridge de regreso de Grand Island vi unas doscientas sesenta hectáreas de terreno variado, excelentes para un trabajo de fenología, la fecha de llegadas y salidas de flora y fauna, apareamientos y partos de los mamíferos, floración de plantas, brote de las hojas en los árboles, el tiempo sin artificios, sin la vulgaridad de los relojes. La unión de dos arroyos, el estanque en un estero, el arroyo que desemboca en el Niobrara. Como estudiante de tercero de antropología, siempre estaba dispuesto a reducir las dimensiones de la gente para ver sus pautas, pero esto también se hace con los pájaros. Aquel psicoanalista temporal decía que nuestra emoción predominante es el desconcierto. ¿Sí o no? No lo sé. Es posible que Dios sea masculino o femenino, pero es indudable que no es humano si debo hacer caso a mis conocimientos, algo que sin duda no puedo hacer. Julián Jaynes aseguraba que cuando los primeros hombres hablaban a su dios, estaban convencidos de que podía oír sus palabras. Supongo que en este siglo, en que ya no se cree en el mal como una fuerza, tampoco podemos pensar que Dios nos escucha. ¡Un chotacabras! Justo lo que estaba esperando. Hasta las implacables estrellas calientan un poco, apaciguan. Me voy una hora antes de que amanezca, después de haber renunciado a la idea de seguir durmiendo. Estaba abrazado a mi saco de dormir como si fuera mi ancla en la tierra, y es posible que así sea, un ancla tan gastada como el trapo anudado en que se ha convertido la manta favorita de un niño pequeño. Súbete de una vez a la camioneta y ponte en marcha, estúpido, pensé, antes de que el estómago digiera el corazón que ya tienes en la garganta. Incluso conecté la despreciada radio para escuchar los informes sobre el mercado del ganado y e tiempo, a los que siguió una serie de lacrimosas canciones country, entre las que había una de Merle Haggard, con una estrofa del todo improbable y fatal: «Cumplí los veintiuno en la cárcel, viviendo una vida sin palabras». En esta estrofa había una llamada a la comprensión, a la que yo no podía adherirme. Llegué demasiado temprano, con sólo una pizca de luz en el cielo del noreste, de modo que proseguí unos kilómetros por la estrecha carretera de gravilla que seguía hacia el norte, en dirección al Niobrara, más allá del camino de entrada a la vieja hacienda, que recordaba de la inspección aérea realizada con anterioridad. La carretera concluía al llegar al río, en donde una niebla diáfana y cimbreante se deslizaba por encima del agua y una garza decidía ignorar mi presencia cerca de un

remanso bordeado de espadañas. Me hice café con el aparato conectado al encendedor del coche, y por un momento elogié la modernidad. Después de abrasarme las tripas con el café, di media vuelta y, siguiendo un impulso repentino, enfilé por el camino de entrada a la hacienda, pasando por una zona bastante grande de arbustos de lilas, que debían de ser impresionantes al florecer. Los árboles de la barrera protectora, que flanqueaban la carretera de gravilla, seguían intrigándome a medida que me internaba por el camino de entrada hasta el patio, si bien sabía que a finales del siglo xix se habían introducido muchas especies europeas, que tanto los viveros de Illinois como los de Iowa vendían con raíces, a punto para plantar. Había visto algarrobos de hoja caduca, ciruelos silvestres, acebuches y especies más grandes como el fresno verde, el nogal negro, el alerce europeo y muchos otros más... Vaya excentricidad. El estómago me dio un vuelco al efectuar un giro brusco en el óvalo del camino de entrada y descubrir el destartalado Subaru de mi madre, junto a un viejo Ford descapotable color agua y sin capota. La casa era alargada y se parecía a una granja de Connecticut, también del siglo xix, con un amplio porche y la pintura tan gastada que apenas podías determinar el color original, aunque probablemente fuera blanco. A pesar de eso, todo estaba recién restaurado, con múltiples macizos de flores y un neumático que servía de columpio colgado de la rama de un olmo. Me pregunté cuál sería el último chiquillo que había rondado por allí. Es indudable que no había sido yo. Aceleré en cuanto los gansos del gallinero empezaron a emitir bocinazos histéricos. Más adelante, contiguo al establo principal, había un corral con cuatro lustrosos caballos y algunos edificios anexos, incluido un barracón para los vaqueros con cortinas en las ventanas. Sentí un hormigueo en la piel y el corazón latiéndome con fuerza ante la conciencia de que allí era un intruso, así que apreté el acelerador, y la gravilla del camino rebotó contra el guardabarros. Cabía la posibilidad de que a mi madre le gustara dormir hasta muy tarde, como a la otra, y aquel tintineo de piedrecitas no ayudaría en absoluto. Al salir a la carretera comarcal, aún jadeaba al respirar, así que reduje la marcha para observar un grupo de mirlos alirrojos, uno de mis pájaros favoritos. Por encima de su gorgojeo percibí el melodioso trino de los escribanos anunciando el día. El aire era frío, pero yo empecé a sudar. ¡Adelante y arriba el ánimo, maldita sea! En cuanto llegué al final del camino de la entrada vi a mi abuela, Naomi, sentada en el columpio del porche tomando café. La casa semejaba casi una réplica de la otra, aunque algo más nueva, con un huerto alargado en un lateral y los árboles no tan grandes. Los edificios auxiliares estaban en buen estado, pero daban la sensación de que hacía mucho tiempo que no se usaban. Me detuve detrás de un Plymouth descapotable que tendría unos diez años, el típico coche de una maestra de escuela, y casi tropiezo al bajar. Por encima de mí oí el ruidoso graznido de una única corneja, posada en la rama de un fresno, y me detuve a mirarla mientras intentaba recuperar la compostura. Al acercarme a los

peldaños del porche, la corneja pasó volando junto a mi espalda y poco faltó para que volviera a tropezar. —Yo misma la crié —explicó Naomi, sonriendo al tiempo que se levantaba y me tendía la mano, aunque examinándome con detenimiento. —Nelse Carlson —dije—, y usted es Naomi. Espero no molestarla. Me llevará dos días como máximo. Luego me iré. Hablamos brevemente sobre el Control de Crías de Aves y me puse bastante nervioso con sus miradas de soslayo, que, si bien las reprimía, parecían esconder algo más que simple curiosidad. Contuve los deseos de comentar nuestro parentesco, pues no estaba seguro de que fuera lo adecuado; además ¿quién sabía si sería bien recibido? Me refiero a que si tu hija de quince años queda embarazada por vete a saber quién, puede que quieras mantener el recuerdo encerrado para siempre en el armario. Observé que en el columpio del porche donde tomaba su café tenía abierto un libro sobre pájaros, y la visión del arrendajo verde en la página abierta me ayudó a aliviar el hormigueo que sentía por el cuero cabelludo. Resultó que los dos habíamos visto aquel pájaro en los alrededores de Harlingen, en Texas, donde ella había ido una vez para observar la emigración de las currucas; aunque por poco tiempo, ya que las vacaciones de primavera eran cortas en la escuela del condado donde daba clases. Insistió en prepararme el desayuno, y al penetrar en la casa me encontré con el problema de la visión tipo túnel. No podía permitirle echar una ojeada a la sala de estar, pero la seguí hasta el comedor, donde había desplegado algunos mapas de la granja, además de unas fotos aéreas y unas cuantas monografías de ornitólogos que analizaban la zona más inmediata. Una era bastante reciente, lo cual ponía en evidencia la falsedad de mi proyecto imaginario. Aun así, no hizo ningún comentario al regresar en silencio de la cocina con café y zumo de naranja y ver que hojeaba una monografía. Una de las paredes del comedor se hallaba cubierta de libros, e incluso había una escalera de biblioteca para poder llegar a los estantes más altos. Me acerqué a echar un vistazo y sentí cierta melancolía por la biblioteca que me habían robado junto con la camioneta, sobre todo al descubrir que allí había muchos de mis favoritos de siempre, entre ellos William Bartram, Audubon, Thomas Nuttall, John Muir, Bent, Beston, Matthiessen... Un estúpido profesor de lengua del instituto había dicho que la prosa de mis redacciones era «anticuada», y quería saber por qué. Le contesté que según mi parecer se debía a que había pasado mucho tiempo leyendo esa clase de libros, pero él no estaba familiarizado con muchos de estos nombres, lo cual fue una verdadera sorpresa para mí. En aquel entonces me pregunté, y todavía me lo pregunto, cómo es posible que se permita enseñar a personas que no tienen el hábito de la lectura. Naomi me llamó para preguntar si quería los huevos fritos por una cara o por ambas, y al volverme para contestarle vi en el otro extremo de la sala tres retratos de tres hombres, sin duda tres generaciones consecutivas, aunque por la distancia

no podía distinguir si eran fotografías o pinturas. Ninguno de ellos parecía demasiado amistoso, pero era muy probable que esto se debiera a mi estado de animo, que recordaba el de mis visitas a los haida, allá en el archipiélago de la Reina Carlota, y a los hopi. Aquellos pueblos me habían enseñado que éste no es en realidad el verdadero mundo. Sus legados eran muy antiguos, sus trajes eran característicos, y sin nuestra intervención ellos habrían permanecido incólumes en sus tradiciones únicas. No necesitaban la más mínima de nuestras incursiones, y si les caí bien fue porque mantuve la boca cerrada y supe apreciar el paisaje en medio del cual vivían, aparte de conocer los animales que a ellos les atraían. Aún estaba medio girado en la silla, observando los retratos, en el instante en que Naomi puso ante mí el desayuno. Me sacó cortésmente de mi ensimismamiento acercándose a los retratos e indicándome quién era quién como alguien que imitara a una maestra de escuela. El primer John Wesley Northridge había empezado la granja en 1891, el segundo había pasado allí su vida, y el tercero, su marido, había muerto como piloto en la guerra de Corea. Sin duda yo sería el hijo pródigo, aunque no por propia voluntad; no obstante, ya había vuelto los ojos hacia una foto que descansaba sobre la repisa de la chimenea, en la cual se veía a dos jovencitas sentadas en el columpio del porche, alzando sus vasos de vino en un brindis. —Son mis hijas —dijo Naomi—. Ruth y Dalva. Ahora estoy solo en la penumbra, acampado cerca del estanque y el arroyo que vi desde el aire en el centro de la hacienda. Naomi aseguró que nunca lo había pisado el ganado, pero que desde el principio había sido el lugar de acampada de la familia: unas ochenta hectáreas rodeadas de bosquecillos y franjas protectoras de árboles, compuestas en su mayoría por marjales con unos pocos montéenlos de terreno más elevado cubiertos de árboles, un estanque en la parte sur y un riachuelo de cauce lento que avanzaba hacia el norte para desembocar en el Niobrara. No recuerdo haber pasado un día tan descentrado como éste. Rechacé cenar con ella con la excusa de que tenía que ordenar mis notas, y mientras almorzábamos en el banco de arena del estanque me ofreció su lugar de acampada. Ahora, al anochecer, reconozco la repentina sensación de resentimiento al pensar que este maravilloso habitat podría haber sido mío para crecer junto a él. Lo cierto es que éste es un pensamiento inútil, pero a pesar de todo está ahí, tironeando de mi corazón y de mi mente. Hoy he sido tan inepto que sin duda esa mujer pensará que soy muy torpe para realizar controles de pájaros. Las currucas nunca han sido mi punto fuerte, pero por lo general distingo entre la mosquitera, la zarcera y la americana. Todas la rectificaciones que ella me hacía eran en forma de pregunta muy educada: «¿No podría ser una lavandera cascadeña en lugar de una lavandera boyera?». Oh, sí, por supuesto, y era mejor que andará con cuidado si no quería irme de cabeza contra un chopo. Naomi se divirtió cuando le conté una historia del curso de ornitología en la

universidad, en que todas las chicas de la clase se habían puesto una camiseta en honor a la hembra de la lavandera cascadeña, muy promiscua para ser un pájaro, y los muchachos se habían enfadado mucho. Y al preguntarme ella si yo también me había enfadado, le dije que era una excepción, porque había cientos de cosas que me irritaban más que las habituales peleas entre ambos sexos. Por ejemplo, fuera del edificio donde se impartían las clases, casi todo de cristal, habían encontrado docenas de aves canoras que se habían matado al chocar contra las ventanas. Naomi había oído rumores de que la cantidad estimada de pájaros que al año morían de esta manera superaba los cien millones, sin contar la amenaza que suponían las torres de comunicaciones, las líneas del tendido eléctrico, la polución y los automóviles. Estuvimos hablando de la curva evolutiva y nos preguntamos si los pájaros aprenderían alguna vez el significado de las ventanas. Lo dudábamos, dado que nuestros grandes cerebros no lo han logrado con la guerra. Entonces comentó que en Europa, durante la Edad Media, se imaginaba el infierno como un lugar sin pájaros. Para animarnos un poco, me contó una anécdota entretenida que había ocurrido dos semanas atrás, cuando un historiador de Stanford que estaba de visita se perdió por aquella zona y tuvo que rescatarlo un grupo improvisado de vecinos del lugar. Querida J. M.: Aquí me tienes, sentado al anochecer, comiéndome un enorme emparedado de carne asada con mostaza y cebolla cruda, tal vez el mejor emparedado de mi vida. Me lo ha preparado Naomi, mi nueva abuela, que es una mujer muy interesante. No estoy muy seguro sobre la forma en que estoy llevando esto, como si actuara avanzando hacia atrás. Esto hace que, mientras sigo aquí sentado, tenga mis dudas respecto a eso de permanecer alejado de ti todo un mes. Tal como dice una vieja canción, mi corazón llora por ti, suspira por ti, etcétera, ese tipo de faramalla romántica. Pero es así. Estamos en el solsticio de verano y mis pensamientos no están para otras peculiaridades planetarias aparte de ti. Hoy he sido puro pato Lucas, el personaje de dibujos animados favorito en mi niñez: arrogante, inepto, pretencioso; en resumen, un fracaso... Intenté disimular algunos errores en la identificación utilizando un lenguaje más teórico, hablando de acumulación de corteza, comensalismo, estrategias migratorias posibles, apareamiento de las especies. Ese tipo de cosas. Sospecho que cree que soy muy peculiar. ¿Acaso no lo somos todos? Pero eso sólo son subterfugios. Ella es de origen escandinavo o algo similar, y su marido, mi abuelo, murió en la guerra de Corea. He visto una bonita foto de mi madre y su hermana cuando tenían tu edad. Aunque no lo demuestre, creo que sospecha que este tipo de inspección de nidos tendría que haberse hecho hace varias semanas. Mi madre vive a unos kilómetros de aquí, en un rancho que Naomi llama «la casa familiar». Al amanecer me acerqué hasta el patio para echar una ojeada. Por allí plantaron miles de árboles a finales de siglo, pues mis

antepasados venían de Nueva Inglaterra y querían proteger del viento los pastos y las tierras de cultivo, aparte de disponer de madera para hacer fuego y para la construcción. La casa de Naomi me impresionó por varias razones que no podría precisar. Los muebles y la decoración parecen ser de la época de la segunda guerra mundial, si no más viejas. Me ha recordado el mobiliario de nuestro vecino Samuels, que siempre ha sido una especie de padrino para mí. ¿Te conté que es maestra de una escuela rural desde hace cuarenta años? Puede que ahora comprenda por qué quieres ser maestra. Por ejemplo, simulo que aborrezco la antropología, pero pienso que en los institutos deberían enseñarla, para que la gente joven se entere de quién diablos es, aparte de unos ciudadanos de Nebraska ávidos de dinero. Sea como sea, voy a telefonearte, porque no soporto no hacerle). ¿Por qué tenemos que limitarnos con un puñado de barreras? Si no quieres hablar conmigo es asunto tuyo. Te amo, Nelse. Debo decir que dormí, como un tronco, no tanto por la larga caminata que había hecho, como por haber empezado a resolver la esencia de mi vida. ¡Menudo tema! Al amanecer, mientras me entretenía mirando una garza azul que ensartaba ranas con su pico, en cuanto empecé a remover las ascuas de la hoguera me acordé de una críptica afirmación que había hecho mi novia Zen, respecto a que las cenizas nunca vuelven al bosque, y en ese momento Naomi se presentó con un termo lleno de café y un emparedado de salchicha frita. Al tiempo que yo comía, ella fue identificando sin alardes la docena aproximada de pájaros que pudimos oír, allí sentados, con el sol asomando a través de un bosquecillo situado a unos quince metros de nosotros, de modo que nos moteaba con fragmentos de luz dorada. Permanecimos en silencio unos diez minutos, dejando que aquella dorada luz barnizara una parte del estanque, difuminándose a medida que ascendía a través del dosel de la maleza y las copas parecían arder con el sol y la neblina que se elevaba del suelo. Llegaron tres patos salvajes, dispuestos a efectuar su torpe aterrizaje, pero al vernos aletearon para dar media vuelta, increpándonos con graznidos nasales y siseos. Hablamos de nuestras preferencias en cuestión de pájaros, que uno no podía evitar tener, y las de Naomi se inclinaban por los habituales residentes de la zona: escribanos, chambergos y gorriones alpinos. Los míos —azores y alcaudones— resultaban absurdamente masculinos, con la excepción del chochín del suroeste. Terminamos la lista a primera hora de la tarde, al borde de unos pastizales de dos kilómetros de longitud, cerca de la casa familiar. Naomi quería que conociera a su hija y también a su huésped, y de nuevo me dio un vuelco el corazón. Confié en que no lo notara, pero empecé con una ristra de mentiras, diciéndole que quería pagarle algo por su tiempo y que tenía que marcharme a Minneapolis para presentar un informe. Apenas había salido eso de mi boca cuando me di cuenta de que ella sabía que la sede de la inspección estaba en Lincoln. Intenté disimularlo

con dos mentiras más, a la que añadí otra al decirle que, si estaba interesada, podría haber más trabajo dentro de una semana. Me detuvo en medio del pastizal y preguntó si me ocurría algo. Farfullé que estaba muy preocupado por temor a que la chica de quien estaba enamorado no me correspondiera en la misma medida. Ella asintió, hizo una pausa, y luego continuó la marcha sin decir nada. Por fortuna, en la casa no había nadie, excepto una gruesa y desgarbada ama de llaves llamada Frieda, que recogía lechugas y guisantes. Era del tipo refunfuñón, pero nos acompañó de vuelta a casa de Naomi con una camioneta Dodge superpotente, que ella conducía con los brazos rectos como los pilotos de carreras, moviendo el grueso brazo con destreza al cambiar de marcha. Las sienes me latían con tal fuerza que fui incapaz de articular palabra cuando estuvimos a punto de volcar, en un intento de Frieda por esquivar una hembra de faisán. Naomi me agarró del brazo, luego dio un leve apretón a mi mano, susurrándome al oído que estaba segura de que mi novia entraría en razón. Aquel retraso en reaccionar me pareció conmovedor, Por lo significativo. De inmediato regresé al estanque para recoger mis cosas, corriendo casi todo el trayecto dominado por una mezcla de ansiedad y rabia hacia mí mismo. Todos los ensayos previos a aquella visita, que habían empezado al ver a Dalva paseando por Santa Monica, y bajo otras formas mucho antes que esto, se habían convertido en un autentico baño de lodo que yo mismo me estaba istrando. ¿Qué iablos tenía en la cabeza? Todo cuanto quería ahora era regresar lo antes posible a la seguridad de la cabina de mi camioneta. Recogí apresurado el equipo, forzando los pulmones para respirar; luego, sin pretenderlo, me senté con fuerza sobre el banco de arena junto al estanque, un poco como cuando un chiquillo quiere castigarse durante una rabieta, pensé. Dios, qué estupidez. Me quité la ropa y me sumergí en el estanque. ¿Cómo había llegado a creer que la realidad se amoldaría a mis intenciones en aquello? Y yo controlándolo todo como si fuera un dios al volante, tan absurdo como Frieda haciendo chirriar los neumáticos al pasar de la gravilla al asfalto. En mí había toda la rapacidad de la cultura que creía aborrecer. Ya veremos si ellos son dignos de mí realmente. Nadé bajo el agua por el fondo del estanque, notando en la arena las entradas de los pequeños manantiales, hasta llegar a la zona que el sol naciente había barnizado, y salí a la superficie en el último momento posible, al notar que mis ojos empezaban a nublarse. La pregunta que me rondaba era por qué durante aquellos encantadores momentos del amanecer no me había limitado a decir: «Soy su nieto». Lo peor que podría haberme contestado era: «Lárgate». Y yo me había largado. O al menos esto suponía, con mi habitual absurdidad del todo o nada. Cuando llegué a la casa, Naomi volvía a estar en el columpio del porche, bebiendo limonada mientras por la puerta mosquitera se oía música clásica. Me ofreció un

poco, pero la rechacé, ansioso ahora por llamar a J. M., y no desde allí. Le di las gracias y repetí que confiaba en que pudiéramos trabajar juntos otra vez. Sonrió y en su rostro se formó una expresión burlona, como preguntándome, aunque sin utilizar palabras: «¿Por qué no me dices lo que estás pensando?». Pero no lo hice. Me marché. Llamé a casa de J. M. desde una cabina pública que había frente a una taberna en la capital del condado, unos cuarenta kilómetros carretera abajo, pero antes tuve que esperar a que unas adolescentes hablaran a gritos con sus novios. Al terminar me miraron, menearon el culo y se fueron; un culo generoso, por cierto. Después de cinco tonos, que reverberaron de manera desagradable dentro de mi cabeza, contestó la madre de J. M. y dijo que su hija estaba fuera, ayudando a su padre a recolectar el heno. Como es lógico, yo había esperado que estuviera sentada junto al teléfono, como una chica bien educada. —¿Has conocido ya a tu familia? —me preguntó la madre. —Sólo a la abuela. Pero no le dije quién era porque no me vi con ánimos. Se produjo una larga pausa, y luego exclamó: —¡Oh, por el amor de Dios! Ya sé que no es asunto mío, pero creo que deberías aclarar esto de una vez. Confío en mi hija, y ella me ha asegurado que eres un buen hombre. Tal vez un poco raro, pero eso ya es cosa de ella. Se produjo otro silencio, y yo aproveché para decir que tenía que ver a J. M. lo antes posible. Esto le provocó un ataque de risa, y replicó que todavía faltaban veintiocho días. Aun así, el día siguiente era domingo y venían los familiares, de modo que el lunes sería mejor. Los oídos siguieron zumbándome unos segundos, por aquello de que aún faltaban veintiocho días, antes de caer en la cuenta de que accedía a que viera a su hija dentro de un día y medio. —Muchísimas gracias —le dije. Su respuesta me llegó en un tono frío, casi de dureza, respecto a que si pretendía impedir que J. M. concluyera su último año en la universidad, haría todo lo posible por hacerme la vida imposible. Le prometí que no se lo impediría, entonces su tono volvió a suavizarse, y dijo que esperaba poder verme el lunes. Por razones obvias, no soy muy aficionado a la bebida, pero entré en una taberna después de mirar arriba y abajo por la calurosa calle principal y ver el ajetreo de ganaderos y granjeros que, junto con sus familias, habían bajado a la ciudad para pasar la tarde del sábado yendo de compras o de visita. A alguien aquello podría resultarle pintoresco, pero no lo era. La taberna estaba atestada de tipos grandullones, en cuyas manos la botella de cerveza parecía pequeña. Como de costumbre, me fijé en el conjunto de conversaciones a fin de rastrear la procedencia de los acentos, y la mayoría eran de origen checo o escandinavo, excepto una voz quebrada y metálica, algo gimoteante, procedente de un joven de nariz roja que se aproximaba a los cuarenta

y al que acompañaba un granjero muy viejo, el cual, a pesar del calor, llevaba la cazadora tejana abrochada hasta el cuello. Los demás le gastaban algunas bromas al más joven, y eso me hizo suponer que podía tratarse del huésped de los Northridge, el historiador de Stanford que se nabía perdido en un entorno no demasiado difícil. Bebía cerveza directamente de la botella, inclinándola hacia arriba y haciendo ruidos de succión como si le hubiesen destetado demasiado pronto. Era una copia exagerada de mi profesor universitario favorito, uno que se saltaba todas las normas académicas establecidas con la fuerza de su obsesión por la materia que enseñaba. En general, la gente los consideraba unos tipos raros, pero a mí que me den esos tipos raros siempre que quieran, como el pobre estudiante de ornitología que recorrió los Estados Unidos en bicicleta durante tres años para hacer una lista de todos los pájaros que encontraba. Aquel erudito se llamaba Michael y era huésped de la casa Northridge, y durante una partida de billar me explicó que parte del suelo de aquella zona todavía estaba húmedo con la sangre de los nativos, y que aparte del sur de Nuevo México, donde los conflictos con apaches y comanches eran los únicos que quedaban a finales de siglo, aquélla era la última zona del país en donde se había producido una colisión de culturas. No me es del todo desconocida esta materia de estudio, pero no era de lo que me apetecía hablar cuando todavía saboreaba la perspectiva de ver a J. M. el lunes. Me trasladé a un rincón con una nueva cerveza y observé cómo el viejo de la cazadora tejana daba saltos por allí mientras tocaba su violín en miniatura y cantaba. Debía de ser un acontecimiento bastante habitual, pues los demás le acompañaban. A través de la ventana vi a mujeres y niños sentados en un banco y charlando animados, sin duda a la espera de que salieran los maridos y padres bebedores de cerveza. Me fui en cuanto dos gigantones empezaron a discutir a voz en grito sobre el tifus y el ganado, y luego a darse empujones y a derribar mesas. Crucé la calle hasta el Lena's Cafe, que, a una hora tan temprana como las cinco de la tarde, ya estaba lleno de gente mayor que comía su cena con el lento disfrute de los ancianos. Me senté ante la barra, donde me atendió una joven de aspecto nórdico llamada Karen, según ponía la etiqueta rosa del uniforme de camarera. Lo llevaba tan ajustado que se le tensaba alrededor de las nalgas, y mirándoselas me equivoqué al intentar meterme en la boca un tenedor cargado con puré de patatas. En dos ocasiones se inclinó delante de mí para recoger unas tazas de café. Hasta los antílopes habrían saltado y luchado por aquel trasero. Querida J. M., sólo estoy mirando. Al marchar, la camarera me regaló el mohín de labios favorito de las mujeres de las revistas de desnudos, ésas que los capullos miran a la vez que se sacuden el badajo. Me dirigí hacia el sudoeste, sin fuerzas para conducir con celeridad, aparte de que no tenía motivos para hacerlo. De pronto me sentí inmensamente agotado, pero pensé que el día había empezado hacia mucho para mí, y a mi mente acudió el

estanque y las suaves pisadas de Naomi. Apenas coincidía con la idea preconcebida que yo tenía de una abuela, e imaginé que debía de andar por los sesenta y pico, aunque aparentara menos. Era la típica andadora, y confesó que por lo general caminaba antes y después de las clases: por la mañana para apaciguar la mente y por la tarde para relajarla después de pasar el día enseñando. Unos veranos atrás había realizado un viaje de estudios por el Amazonas, pero la imposibilidad de caminar la había puesto de mal humor, aparte de que habría necesitado toda una vida para conocer aquella zona como conocía su propio territorio. Me sentí algo turbado con esa explicación, porque antes había fanfarroneado sobre los centenares de sitios de acampada donde yo había estado. Naomi sintió curiosidad por cuáles eran mis favoritos, y se los dije de corrido. Le satisfizo el hecho de que la mayoría incluyeran aquella parte de Nebraska. También mostró curiosidad por Ekalaka, en la zona del río Power, al sureste de Montana, donde la carretera estatal que conducía hasta allí aún era de gravilla. Quiso que le describiera el lugar, y me hubiese gustado disponer de mis diarios perdidos. De haberle podido leer algunas de las anotaciones, seguro que la habría impresionado y entonces me habría dicho: «Me gustaría que fueras mi nieto». Y yo le habría respondido: «Lo soy». Tanta tontería me hizo enrojecer, así que me salí de la carretera al este de Brewster para echar una cabezadita, y recordé nuestra conversación acerca de que los pájaros eran dinosaurios voladores en miniatura, una polémica muy actual entre los ornitólogos. A Naomi tampoco le gustaban los aviones, en parte porque su marido había muerto mientras pilotaba uno, y en parte porque prefería seguir imaginando cómo veían el paisaje los pájaros. Por mi parte reconocí que había tenido que imponerme restricciones y llevar anteojeras, porque el mundo que yo quería tendía a existir sólo en pequeños trozos aquí y allá. Los parques nacionales estaban demasiado concurridos y uno no se atrevía a enamorarse de alguno de sus hermosos bosques, Porque al regresar allí era muy probable que se lo encontrara talado. Los de Washington y Oregón podían parecer aceptables vistos desde el suelo, pero desde la ventanilla de un avión se daba uno cuenta de que le habían estafado, y que la tierra estaba sometida a un salvaje estropicio. Esto la puso algo melancólica, pero luego bromeó al comentar que, en calidad de nómada, sin duda dispondría de bastantes escondrijos para pasar el resto de mi vida. Me había quedado lo bastante dormido como para que la cabeza se me inclinaba hacia delante y golpeara contra el volante. El pequeño fuego anaranjado que estalló era una hoguera que mi padre había encendido para mí durante una tormenta de nieve en Minnesota, en un viaje que había hecho la familia para ver a la abuela después de que enfermara. Me gustaba la idea de tener abuelos, y lamentaba que los padres de mi madre hubiesen muerto tan pronto: por abuso del alcohol, me contaría luego mi padre. En cualquier caso, mi madre estaba histérica ante el hecho de verse atrapada por una tormenta de nieve en una cabaña de madera. Tanto mi padre como yo no conseguíamos calmarla y mis hermanas tenían la suerte de poder

hacerle caso omiso jugando a hacer solitarios entre las dos. El abuelo me llevó afuera, y juntos asamos salchichas a la brasa bajo la nieve huracanada. Tenía un cobertizo lleno de leña de cedro para quemar que olía de maravilla. Permanecí sentado en la cabina, bostezando, y me preparé café con el aparato del encendedor del coche. A través de los prismáticos podía ver al otro lado del río Loup, donde había estado acampado varios días en la época universitaria para efectuar un trabajo sobre las hierbas de los nativos. Un joven ranchero de aspecto progresista me había dejado acampar en su propiedad y me había sugerido un nicho de unas cuatro hectáreas cerca del Loup, vallado para que no entrara el ganado, y utilizado por los dueños durante generaciones como lugar de acampada. Sin duda no era tan maravilloso como la tierra sagrada de los Northridge, pero había encontrado allí algunas de mis hierbas favoritas: juncias, carrizos, alpiste, hierba puerco espín, agrostis, hierba combada... Las hierbas se fueron difuminando y la vista a través de los prismáticos se oscureció ante la imagen de J. M. despojándose de los téjanos en el bosque de las currucas, cerca de Garland. Podía cabrearme cuanto quisiera por el hecho de no haberme criado con la familia a la que pertenecía, pero era inevitable que me rechazaran a causa de la fragilidad del momento y el lugar, y por cómo éstos podían estallar en fragmentos diminutos ante esa serie de accidentes y coincidencias de eso que llamamos vida. Resultaba irónico que perdonara a aquellos que me habían abandonado, pero de no ser por eso, no habría podido conocer a J. M. Me pregunté que parte de esta argumentación interior era la irracional. ¿O lo eran ambas? El hecho de nuestra existencia es tan inalterablemente descarnado, que uno se encoge si lo contempla desde muy cerca. A una criatura la ceden recién nacida en adopción y a partir de ese momento su predestinación familiar cambia de manera radical. Sin embargo, es indudable que la madre, por joven que sea, sigue trazando un mapa mental de las posibilidades de esa criatura. Otra hora por la carretera, y caí en la cuenta de que no sabía adonde me dirigía. En pleno crepúsculo, esto me desconcertó y me detuve para comprobar el mapa, como si pretendiera confirmar mi existencia. Por alguna extraña razón, la cabina de una camioneta no me parecía tan segura después de haber conocido a Naomi, seguridad que ya había disminuido mucho a partir del segundo encuentro Con J. M., al percibir que yo era una persona sin raíces. Justo antes de que oscureciera llegué a Dannebrog y pensé en acampar junto al Loup, en la propiedad de un profesor al que apreciaba de aquel entonces. Era un tipo fornido, un experto en los indios omaha y también en el folklore, en una época en que los verdaderos especialistas desaparecían a una velocidad pasmosa, a no ser que supieras dónde buscarlos. No había huellas de neumáticos recientes en el camino de tierra, así que oculté la camioneta entre los arbustos y me dirigí hacia una antigua cabaña de troncos que él había reformado después de trasladarla allí. Descubrí un círculo apropiado para hacer hogueras, tendí al lado mi saco de dormir

y encendí un pequeño fuego de acampada. Supuse que padecería insomnio, porque había una pregunta obvia que me martirizaba: ¿Por qué he sido tan gallina que no me he limitado a esperar sentado en el patio a que volviera mi madre? El objetivo no era la abuela. Me sentía como el maldito cobarde que sin duda debía de ser por lo que se refería a mis emociones más profundas, que ahora se arrastraban por encima de mi piel. Me quedé allí tendido durante horas, a la deriva, alegrándome de que el follaje que había sobre mí fuera lo bastante frondoso para impedir que siguiera el rastro a mi reloj de estrellas. He huido hasta este bosquecillo lo mismo que un perrito faldero herido, y sin conocer lo suficiente de mi madre para hacer la más mínima especulación, aparte de haber visto dónde vive y una foto en la chimenea de cuando era más joven que yo. Quizá se parezca a la abuela, lo cual no estaría nada mal. Déjalo ya. Ve a ver a J. M. y luego regresa, maldito capullo.

Regresa a aquel mar interior, al lago Superior, tan natural que olía a flores a punto de abrirse, con patos arboleándose a lo lejos, en el estuario donde las olas rompían con suavidad. No tienes por qué levantar los prismáticos en todo momento, con nubes a las que llaman cirrosas deslizándose en lo alto, para luego estirarse al máximo, ya que de continuar alargándose correrían peligro de desaparecer. Papá y Samuels me llevaban al sur, a pescar en el océano por Islamorada, pero todos los pájaros estaban cerca de la costa, en las islitas de mangle divididas por el agua y los canales verdosos de la subida de las mareas. Sólo sacaban peces, a los que golpeaban para matarlos. Un único pez vela, un pez de limón, un peto. El viejo libro lo llamaba mare tenebrosum, el mar de las tinieblas si miras recto hacia abajo por la borda. Pero en todo prefiero las zonas intermedias, porque es donde se encuentra la vida, los márgenes entre el campo y el bosque, los que había entre las concentraciones de mangle y los cercanos hoyos de las minas de arena que sobresalían con la marea baja, y donde las aves se alimentaban. La noche del tercer día, mientras comíamos un extraño pescado nuevo, pregunté si podría observar pájaros, y Samuels se dirigió a la recepción de la posada. Tendría yo unos once años. A la mañana siguiente, una señora de tez oscura me enseñó durante todo el día miles de pájaros. El sol la había convertido en cuero curtido, aunque no era india. Las cucharetas rosadas matraqueaban dentro de mi joven cabeza. La mujer miró de reojo por la borda del bote y dijo que los peces eran como pájaros submarinos, de modo que me tumbé en la cubierta del esquife'y observé el paso de las criaturas al impulso de la marea. J. M. nunca ha visto el océano. ¿Me llevarás allí, pez gordo?, era la primera vez que alguien me llamaba eso. ¿Te preocupan todos esos hombres que han visto mi trasero? Probándome, imagino. No, soy el único en todo el cosmos que entiende tu trasero, querida. Añadí querida porque sabía que esto la fastidiaba. Eso es para cuando tengamos más de cincuenta años. Cada gramo y cada centímetro de la naturaleza equivale a toda la humanidad. No debemos resistirnos a eso, sino asimilarlo. Tengo pavor a los discos de J. M., aunque puede que logre habituarme algo a la música. Lucy era buena tocando la flauta, lo cual no era tan

malo desde la habitación contigua. En los peores momentos del invierno, al no poder dormir al raso, solía dirigir el foco de la linterna a las constelaciones que llenaban el techo de mi dormitorio. Papá encargó el mejor saco de dormir, idóneo para el Tíbet, y yo me despertaba con el tráfico madrugador de Omaha a lo lejos, y la nieve cubría mi saco de dormir, donde me encontraba tan caliente como un bebé en el vientre de su madre; que es lo que todos somos, a fin de cuentas, en medio de la oscuridad... Es domingo por la mañana y la gente elegante regresa a casa des pues de asistir a la iglesia. Me acerco a la casa de mi madre, así que reduzco la marcha hasta poner la camioneta en primera. Un hombre muy atildado observa con ojos entornados los rayos de la camioneta, reconoce mi rostro y saluda con la mano. Ese hombre siempre intentaba dar un achuchón a los muchachos, algo que nos parecía, divertido y que ahora se ha convertido en un asunto bastante serio. Descubro un nuevo BMW, de esos que no suelen verse por Nebraska, como no sea en Omaha. El dinero es un problema espantoso. La gente que tiene mucho siempre trata de tener más, pero al preguntarles por qué, no lo saben con certeza. Y cuando ya no les quedan cosas en las que gastarlo, se empeñan en que sus hijos parezcan los ricos. Pero el país no es como muchos creen que es. El dinero es demasiado escaso y está mal repartido. La gente ansia convertirse en lo que debería ser según la televisión y son pocos los que se lo pueden permitir. Claro que en otras culturas este dinero podrían ser piedras verdes en vez de billetes verdes, o vacas, caballos, camellos, marfil, cereales, cabras, cualquier cosa. De pronto me asaltó la idea absurda de que con mis seiscientos dólares al mes no podríamos ir muy lejos si J. M. se casara conmigo. Preocuparse por eso era adelantarse a los acontecimientos, pero aun así ahí estaba. Aquella cantidad servía para comida y gasolina, pero no sobraba gran cosa. En una cuenta bancaria tenía algo de dinero de un seguro que papá había dejado, pero de esas cosas se encargaba mi hermana Marianne, que es un genio de las finanzas y con su novia ha adquirido algunas casas para reformarlas; y más tarde se han comprado un edificio de apartamentos en Lawrence, Kansas, donde también se encuentra la sede de la Corvus Society. Claro que Marianne me ha dicho que soy «el neurótico más jodido del mundo» por lo que respecta al dinero. Es posible. Siempre ha sido una abstracción para mí, un instrumento de control. ¿Acaso la casa donde ahora aparco la camioneta vale diez años del salario de una Persona bien pagada? Diez años de un tiempo que tiene tendencia a no poderse reemplazar. No puedo decir que mi madre de Omaha se alegrara de verme. Sin siquiera saludarme me preguntó por qué yo, junto con Marianne, había apartado a Derek de su lado. Aquella misma mañana se había marchado a Nueva York sin invitarla. Sí, le había devuelto tres cuartas partes del préstamo, pero ¿no era algo que le incumbía sólo a ella? Aquél era dinero suyo y no tenía nada que ver con lo ganado por mi padre. Ella siempre me lo había ofrecido y yo lo había rechazado. ¿Por qué me

convertía ahora en un bastardo vago y codicioso, interfiriendo en el préstamo que ella le hacía a su novio? Sabía que hablaba en serio, pero no recordaba que hubiese utilizado nunca la palabra «bastardo». Intenté quitarle importancia diciendo que el factor codicia correspondía a Marianne, y que yo sólo había cumplido la petición de mi padre de vigilarla. Me contestó airada que no quería que nadie la vigilara. Intenté atravesar la casa y salir por la puerta trasera a una zona arbolada que yo mismo había plantado a los diez años para poder esconderme mejor: bambúes japoneses (del norte), cornejos y acebuches, que crecían alrededor de un cobertizo inclinado en donde me resguardaba cuando llovía. Sin embargo, ella me alcanzó antes de llegar a la puerta trasera y me gritó que era un bastardo insensible y miserable. Tiré a dar y ití que, técnicamente, era un bastardo, pero de inmediato lamenté el sarcasmo. Su rostro palideció, se contorsionó, y luego mi madre corrió escaleras arriba, como hacía siempre que se sentía abrumada. Mientras me dirigía a mi bosquecillo, pensé asombrado en la rapidez con que había subido las escaleras. Deben de ser las clases de aerobic. Estuve sentado alíí afuera al menos una hora, alegrándome de que hubiera un par de oropéndolas cortejando en el patio. Entre aquellos árboles resultaba difícil creer que estabas en Omaha, pues la densidad de su verdor engañaría a cualquiera si no fuera por algún que otro ruido ambiental: pongamos por caso el grito del golfista que se acababa de oír a;unos cien metros de allí. Desenterré una caja metálica donde guardaba puntas de flecha y canicas, y la sacudí con cariño para que sonaran. Un compañero de la infancia había birlado la colección de fotos guarras que ambos compartíamos, entre las cuales estaba el más mareante de los culos, el de una actriz sa llamada Jane Birkin. Los dos sabíamos que lo más probable era que nunca la viéramos por Omaha. Más adelante encontré otra foto de ella, para colgar en la pared de mi dormitorio. Tres gorriones levantaron el vuelo asustados y a continuación oí un tintineo de cristal y unos pasos. Apareció mi madre con dos vasos y una botella de vino tinto. Si hacía falta recurrir al alcohol para arreglar la situación, yo estaba dispuesto. —Debería pegarme un tiro por haber dicho esto —murmuró, dejándose caer en el suelo a mi lado, a pesar del caro vestido. Cogí la botella de sus temblorosas manos y también el sacacorchos. Brindamos y el vino me supo mejor que de costumbre. Había lágrimas en sus ojos y repitió que merecía que le pegaran un tiro por llamarme bastardo. Fui lo bastante considerado para no estar de acuerdo, y entonces me dijo: —Sólo porque una es vieja y su marido ha muerto, no significa que pueda vivir una sin un hombre a su lado. No tengo más que sesenta y un años. Tenía sesenta y tres, pero, con el fin de suavizar las cosas, me ofrecí para acompañarla a almorzar al club, un ritual que la familia solía seguir todos los domingos. Se lo estuvo pensando unos segundos y casi pude ver cómo se le

encendía una bombilla sobre la cabeza, semejante a la de las tiras cómicas. Luego sonrió: —Nunca sé qué contestar cuando mis amigos me preguntan a qué te dedicas. Al decir esto, me pregunté por los motivos de sus últimas invenciones acerca de lo que yo hacía. La última vez que había ido con mis padres al club, antes de que muriera mi padre, les dije a unos conocidos de otra mesa que yo era explorador, y al preguntarme dónde les contesté que en los maravillosos Estados Unidos. Muchos habían tenido bastantes problemas con sus hijos ya crecidos como para seguir fisgoneando. Además, todavía se percibe un leve aullido interior de libertad entre los que se sienten constreñidos por la riqueza, de modo que la idea de ir a cualquier parte sin un itinerario elaborado tiene como mínimo su atractivo. Podía verles pensando: «Nelse es un explorador en América», el tenedor suspendido encima del bistec de pollo empanado o de su langosta a la Newburg de los domingos. Nos conformamos con la sopa de maíz que ella había congelado las últimas Navidades, después de mi visita de un solo día por la festividad (obligado a escapar de la novia marimacho de Marianne, que se vestía como un entrevistador de la asistencia social, y también del marido de Lucy, un tipo de Washington que se empeñaba en conseguirme un empleo como perro guardián del conservacionismo). La sopa de maíz era otra broma familiar, que procedía de la época en que fui boy scout, antes del incidente de la asfixia. A los niños exploradores Se les enseñaba tradicionalmente una razonable cantidad de remedios Populares indios, aunque no demasiados, para no dañar su potencial como ciudadanos. Yo había ido un poco más lejos, y antes de cumplir los trece ya había leído los escritos de Densmore sobre los ojibwas y algunas románticas versiones de relatos de la frontera de Washington Irving, Walter Edmonds, Kenneth Roberts y Hervey Allen, estos cuatro de la reducida biblioteca de mi padre, unos libros en cierto modo incendiarios si se esperaba de ti que al final participaras de la orgía de codicia que había caracterizado los setenta y comienzos de los ochenta. En cualquier caso, lo cierto es que padecí una neumonía no demasiado grave, y exigí sopa de maíz con tuétano, como la que daban a Jim Bridger para curar su herida, o que tomaban los indios antes y después de un arduo combate. Mi padre ya no cazaba, pero consiguió un pedazo de venado de unos amigos y mi madre lo hirvió a trocitos y le añadió un paquete de maíz congelado. Durante varias semanas no comí otra cosa. Menudo incordio debí de ser. Muchachos que ya no son unos muchachos, allí tumbados, tironeando del congestionado pito y soñando con hazañas en plena naturaleza, luchas a brazo partido con algún oso, muchachas encaramadas en carromatos y vestidas con la delgada tela de los sacos de harina, o apareándonos con una india en un lugar oculto detrás de alguna catarata, para luego recuperar la salud y enfrentarse de nuevo a la apatía de las clases. Pasamos una tarde y una velada bastante agradables, muy distinta del estallido bastardo de antes, que, si bien no había llegado a psicodrama, tenía su relevancia

en aquel hogar. Nos quedamos horas en su «estudio de arte», hojeando docenas de esos lujosos libros que suelen adornar las mesitas de centro, para indicarme cuáles eran sus cuadros favoritos: invariablemente ses del siglo xix. Una vez, por Navidad, le regalé un libro de Edward Hopper, pero lo encontró deprimente. También hablamos largo y tendido acerca de nuestro viaje por Francia, aunque su versión me hizo pensar que habíamos visitado dos planetas distintos. Su agente de viajes en Omaha había ideado un itinerario que sin duda requería anfetaminas y transfusiones de sangre para llevarlo a cabo. Nos atuvimos al itinerario inicial durante una semana, antes de llegar a la conclusión de que con el francés que chapurreaba mi madre podríamos salir adelante. Lo que luego lamentaría fue no haber logrado que ella se quedara más tiempo ei dos zonas que me interesaban de manera especial: la región de Morvan y el macizo Central. A pesar de la densidad de población, por allí la mayoría de las áreas cultivadas parecían menos estropeadas que ei nuestro país, supongo que debido a que ellos tenían que ser más juiciosos, mientras nosotros todavía pensábamos que nuestra libertad para extendernos era infinita. Mi madre prefería París y el Louvre, y deambular entre el Café Select y el Café Flore, donde pedía con timidez vasos de vino. Yo, en cambio, conseguí ver una abubilla en Borgoña, un pájaro maravilloso que tiene un gran parecido con el correcaminos, si bien luce una pomposa cresta. Debo reconocer que me gusta el vino, o de lo contrario habría mantenido la boca cerrada. Pero sin que te des cuenta se te mete en el cuerpo. A mitad de la velada empecé a preguntarme por qué había gastado tantas energías intentando evitar a aquella inocente mujer, cuando, como por descuido, dejé caer que había pasado dos días maravillosos buscando pájaros con mi abuela. Aparte de regañarme por no haberme quedado para conocer a mi «madre de nacimiento», me formuló preguntas razonablemente lúcidas sobre el paisaje, y otras intencionadas sobre cómo era por dentro la casa de mi abuela. Noté que sus ojos habían empezado a impregnarse con lágrimas de vino, y me asaltó la clara idea de que tenía que salir corriendo en busca de mi camioneta. —Imagino que sentiste que deberías haberte criado allí —dijo de repente. Yo tenía demasiado vino dentro de mí para mantener la boca cerrada y dejarlo pasar. Así que reconocí que aquélla era justo la zona en donde me habría gustado vivir, que los condados de Rock, Brown y Cherry juntos eran más grandes que Massachusetts, y que en conjunto había en ellos menos de doce mil habitantes. ¿Por qué diablos no iba a preferir haberme criado allí, teniendo en cuenta mis obsesiones? Ambos hacíamos gala de la más absoluta estupidez en todo aquel asunto, como si existiera un universo paralelo donde pudieran ponerse en práctica las auténticas alternativas a nuestra vida. De repente habíamos caído en un pozo, y mientras yo forcejeaba para que los dos pudiéramos salir, ella se hundía cada vez más con el peso de sus lágrimas, el vino y una forma de pensar que nunca se avenía a razones. Empezó a chillar al hablar del abuelo de mi madre biológica desde el

primer momento en que le conoció, con motivo de una cena en casa de Samuels para concertar la adopción. Mi padre se había enfadado ante la prepotencia de Northridge, y añadió que su rostro parecía el de un tosco boxeador moreno (aquí un leve matiz racista), que vestía un traje inglés antiguo y pretencioso, bebía el whisky a vasos y el vino a grandes tragos. —Hasta insistió en que debíamos ponerte su nombre. ¡Menuda afrogancia! Y luego te dejó esa asignación que ha arruinado tu vida. Le pregunté cómo diablos podía una asignación de seiscientos dólares al mes arruinar la vida de alguien: Tú tienes miles de veces esta cantidad en el banco. ¿Ha arruino eso tu vida? Era muy probable. —No te atrevas a atacar a tu madre —exclamó, y luego siguió con el hecho de que a aquel hombre se le conocía como uno de los mayores pendencieros de Nebraska, que durante la Depresión había arrebatado con engaños ranchos a otras gentes, para luego venderlos al concluir la segunda guerra mundial. Ella había conocido a sus dos hijos cuando era joven, y su madre procedía de una excelente familia, pero el padre era un monstruo, que utilizaba el dinero como si fuera una cachiporra. —¡Pero yo no me crié allí! —exclamé—. ¡Me he criado aquí! Olvidas que me entregaron a ti. Por una razón u otra, esto es algo que les ha ocurrido a muchos bebés. Me he criado aquí de la misma manera que murió papá. No puedes cambiar las malditas cosas como si hubieran empezado hace un segundo. —¡Me siento sola! —chilló, y yo subí a acostarme. En mitad de la noche volví a bajar y la tapé con una manta, pues seguía tumbada en el sofá, sumida en un embarazoso desconcierto. Cristo, pensé, la cura puede ser peor que la enfermedad. Ahora eran casi las cuatro de la madrugada y dudé que pudiera seguir durmiendo después de verla bajo aquella apariencia de cadáver. Incluso estuve a punto de comprobar si respiraba. Pelea de primates, aunque uno no puede olvidar de qué manera la comedia refleja lo que nunca ha sido y nunca podrá ser. Me hubiese gustado tener las cintas de cásete con los cantos de la reunión de hechiceros que me robaron de la camioneta. Es indudable que no tenía la menor idea de qué significaba aquella música, pero me trasladaba lo más lejos posible de cualquier sumidero emocional, que era donde me hallaba en aquellos instantes. En el transcurso de los años habría asistido a una docena de aquellas reuniones, aunque manteniéndome a una prudente distancia de las actividades, hasta tal punto que ni siquiera las había anotado en mi diario. Esto era tan extraño, que incluso llegué a preguntarme si había secretos que uno intentaba ocultarse a sí mismo. Vi a Frank Corneja Loca en dos Danzas del Sol celebradas en distintos lugares, tan anciano que su rostro recordaba una nuez reseca. Hombres con tiras de cuero traspasando sus pechos ensangrentados. ¿Por qué no? Había estudiado con detenimiento los pasos de la Danza de la Hierba y en una ocasión, estando en un lugar muy lejano, cerca de Escalante, en Utah, puse la

cinta y bailé hasta que el sudor traspasó todas mis ropas. Pero esto ocurrió una sola vez. Después me sentí vivificado, aunque al final un poco falso. Anochecía cuando empecé, seguí bailando hasta internarme en la oscuridad, bajo una luna llena, y concluí acompañado por un coro de coyotes. Bailé hasta sentirme liberado, con la sensación de que veía la luna por primera vez y todas sus caras al mismo tiempo. Reconozco que eso ocurrió sólo el año pasado, con Ralph acurrucado debajo de la camioneta y observando sin pestañear, como si supiera que se trataba de algo serio. Fue una dura batalla permanecer en la cama hasta que se hizo de día. Durante un breve sueño experimenté una desagradable pesadilla en la que vivía con J. M. en una casa de muñecas, donde la puerta era tan pequeña que para salir tenías que arrastrarte como una ardilla de tierra. ¿Tendría que renunciar a ir a Veracruz, cerca de Jalapa, donde había estado dos veces, una en abril y otra en noviembre, para observar la emigración de un millón de rapaces al norte y al sur? ¿Tan malo soy en cuestiones de estabilidad que no puedo ofrecerme como garantía? Las culturas nómadas son extraordinariamente civilizadas hasta que pretendes confinarlas en algún lugar. Me escabullí de casa en cuanto amaneció, pero no había recorrido ni una manzana y ya me detuvo un coche patrulla de la policía. Sin duda, mi camioneta con los rayos en las puertas era poco fiable en el vecindario. Me quedé sentado, con la adrenalina hormigueándome por todo el cuerpo, hasta que el agente que se acercaba exclamó: —¡Nelse! Resultó ser un conocido del instituto, mucho más corpulento ahora por el culturismo que la policía practica para parecer más imponente. Nos estrechamos la mano, entonces él bajó la vista hacia los rayos amarillos, sacudió la cabeza y sonrió: —He oído decir que haces vida de hippy. ¿Qué, mojas mucho? —preguntó, refiriéndose sin duda al sexo femenino. —Bastante —contesté, pues era lo más fácil. Estuvimos charlando unos minutos sobre los viejos tiempos, él con mucho mayor entusiasmo que yo. Llegué a casa de J. M. a media mañana pero no hallé a nadie. Me había dicho que su madre trabajaba, y luego recordé que ella ayudaba a su padre a recolectar el heno. Los encontré en un campo siguiendo por la carretera. J. M. conducía un tractor que tiraba de un carretón, su padre cargaba los fardos y un muchacho demasiado delgado para aquel trabajo se esforzaba por apilarlos. J. M. me saludó con la mano y su padre con una inclinación de cabeza al tiempo que saltaba al carretón para ayudar al muchacho, de modo que yo le relevé en la tarea de lanzar fardos al carretón. Lo había hecho un montón de veces para ganarme algún dinerillo, y sería una forma agradable de liberarme de los horrores de la noche anterior.

Terminamos hacia el mediodía y, ya en la casa, el padre puso a calentar un estofado de carne picante mientras J. M. se duchaba. El morado de su cara había menguado un poco, pero el ojo aún se veía algo enrojecido. En la cocina, al tiempo que bebía un par de vasos de agua apoyado en el fregadero, repetí inútilmente que mataría al capullo de su marido. Saltarle al esternón y tirar de él hasta arrancarle las entrañas, ese tipo de cosas. El padre aún no había hecho ningún comentario; se limitaba a mantener la mirada fija en el estofado que se estaba calentando. Entonces se volvió hacia mí, me miró como si quisiera medirme de arriba abajo, y dijo que el otro nunca había echado una mano en la finca. Luego me tendió la mano y ambos nos las estrechamos con gesto torpe. Intenté aliviar la situación comentando que había dado pruebas de que era mejor en los trabajos manuales que en los intelectuales, y él sonrió. J. M. salió del baño son un vestido corto y escotado de color amarillo, que me hizo perder la cabeza. —¿Acaso piensas que has terminado por hoy? —bromeó su padre. Ella se limitó a señalarme con la cabeza. —Él puede recoger lo que queda —dijo, y empezó a servir el estofado. Se mostraron algp decepcionados al ver que no le hacía ascos al picante que la madre de J. M. le añadía al guiso por haberse criado en el norte de México. Les expliqué que había pasado mucho tiempo en el suroeste. Luego Bill, que así se llamaba el padre, me preguntó a qué me dedicaba yo en realidad. La mejor respuesta que encontré fue que me dedicaba a ver cosas por ahí antes de instalarme en algún lugar. No era una gran respuesta, pero J. M. nos interrumpió con la sugerencia de que podíamos ir a dar una vuelta. Al ponernos en pie, Bill se levantó por cortesía, pero me estrechó la mano como si comprobara mi fortaleza. —Gracias por la ayuda —dijo, luego volvió a sentarse y empezc a liar un cigarrillo. De pronto tuve una breve visión de cómo debió de ser a mi edad, antes de que su viveza empezara a desaparecer, como le había ocurrido a mi padre. ¿Era eso necesario?, me pregunté mientras seguía a J. M. hacia la puerta trasera. ¿Qué había más allá de los factores obvios del éxito y el fracaso, o incluso a pesar de ellos, que debilitaba a los hombres de manera tan implacable a medida que la vida transcurría poco a poco? Para variar un poco, quise desestimar los pensamientos previos respecto a que llevábamos rondando por aquí el último millón de años, pero que tan sólo durante la última milésima parre de ese tiempo nos habíamos aposentado en un lugar. Para mí, los avances eran cuestionables y tendían a olvidar nuestra verdadera naturaleza. J. M. quería conducir mi camioneta, así que me limité a permanecer allí sentado, una sensación muy extraña en mi carrera de solitario. Se me formó un nudo en la garganta sólo de mirar sus piernas y la forma en que la falda se le subía cuando pisaba el embrague. No había indicios de que el deseo fuera mutuo, pero es indudable que la mente se me nublaba a medida que avanzábamos por la carretera.

Aceptaba de inmediato cualquier cosa que ella dijera en su incesante charla, como que viviríamos un año juntos antes de mencionar la palabra «matrimonio», o al repetir que estaba decidida a terminar su licenciatura en letras, lo cual exigiría residir en Lincoln el próximo año. Tenía el pito lo bastante hinchado como para que no se desmayara ante la palabra «Lincoln». No me importaba vivir en una ciudad donde se pudiera entrar y salir con rapidez, algo que no iba implícito en la sugerencia que hizo ella a continuación. ¿Por qué no terminaba mi carrera, teniendo en cuenta que me faltaba tan poco? El nudo que tenía en la garganta empezó a adquirir otro tipo de naturaleza, e intenté concentrarme con todas mis fuerzas en el paisaje. Al final dije que sólo me faltaba reescribir el estudio que había realizado para el último año de carrera, pero que me negaba a eso. Añadí que el ponca que me había hecho de informador saldría de entre los muertos y me estrangularía si le dejaba en la estacada cambiando el examen para dar gusto a las exigencias académicas. Antes de acceder a una cosa así, podían empezar a meterse por el culo una viga al rojo vivo. J. M. enrojeció, se puso rígida y apretó el pie contra el freno. ¡Debe de ser maravilloso despreciar algo que a los demás nos ha costado tantos esfuerzos conseguir! Me asombró la fuerza que imprimió a su reacción, pero de inmediato añadió que su padre tenía un primo muy rico, un anciano que el domingo había estado de visita en su casa. Aquel hombre les había salvado el pellejo en una ocasión en que se habían retrasado en el pago de la hipoteca. Por lo visto conocía a mi padre y a Samuels. ¿Por qué había mentido con lo de que no era rico? Aquel hombre les dijo que se rumoreaba que yo era un «vagabundo», y esto les había preocupado tanto a ella como a su padre. Pero, si yo era rico, ¿entonces por qué me interesaba por ella? Quienes afirman que los Estados Unidos son una sociedad sin clases se equivocan de cabo a rabo, pensé, y salté de la camioneta vociferando: —¡Yo no soy un maldito rico! ¡Soy un maldito mestizo entregado en adopción! ¡Y no tengo la maldita culpa de quienes sean mis padres! ¡Si no eres capaz de entender un hecho tan sencillo, será mejor que salgas de mi maldita existencia! J. M. aceleró con tal fuerza al alejarse por la carretera de gravilla que tuve que volverme con celeridad para protegerme la cara de las piedras que saltaron. Como es natural, no me sentí muy inteligente quedándome allí de pie, así que crucé la cuneta y me senté debajo de un árbol. Hacía bastante calor y noté la garganta reseca de tanto gritar, una reacción que no recordaba desde que estuve en la universidad. Se me planteaba la ineludible pregunta de hasta dónde debía cortarme los brazos y las piernas para encajar en el mundo que ella imaginaba para mí. Podía pensar que J. M. sólo tenía veintiún años, pero esto no abarcaba todo el problema. Según mi manera de entender las cosas, no me parecía apropiado que el amor exigiera desde el primer instante el más satisfactorio de los compromisos. Si me atenía a mis normas de conducta, o a mi religión privada, el abandono de los

estudios por urt principio como el mío era inalterable. Y sugerir lo contrario era corrió apretarme las pelotas con un torniquete, o esto pensaba yo sentado debajo de un alerce, al lado de una calurosa y polvorienta carretera. Un zarapito real pasó volando hacia el oeste, el lugar al que pertenecía. ¿Qué diablos estaría haciendo por aquí? Y eso por no hablar de mí, un forastero apoyado contra el tronco de un árbol durante una calurosa tarde de verano, en la región oriental de Nebraska, con miles de pinchazos en las manos por culpa de las ortigas que había apartado al cruzar ofuscado la cuneta. Transcurrió una hora justa antes de que J. M. regresara, aunque al principio pasó por allí sin verme. Luego la llamé y dio marcha atrás. Al acercarme yo, se deslizó hasta el asiento del pasajero, me miró con expresión impasible y me lanzó sus bragas azules. Luego me tendió nada menos que una botella de brandy de moras, di un sorbo, subí a la camioneta e hicimos el amor allí mismo, sobre el asiento delantero. Con una de sus sandalias, J. M. hizo saltar una ruedecilla de la radio, después resbalamos en parte fuera de la cabina, de modo que al yo terminar y retirarme, me caí al suelo, clavándome fragmentos de grava en el trasero desnudo. J. M. consiguió sujetarse al volante y me ayudó frenética a ponerme los pantalones cuanto oímos que se aproximaba un coche y yo todavía estaba en estado medio comatoso. Era el cartero rural, y J. M., en vez de avergonzarse como había hecho semanas atrás, le saludó con la mano y le sonrió. El hombre le devolvió cortés el saludo, volviéndose a mirar en otra dirección, y el polvo que su coche dejaba atrás se posó sobre nuestra sudorosa piel en forma de nube seca y amarronada. Nos dirigimos al norte, doblamos a la izquierda por Verdigre y al final otra vez hacia el norte, hasta alcanzar su hoyo favorito para nadar en el Niobrara. Mencioné, distraído, aunque luego resultó ser un comentario estúpido, que en aquel mismo río, a unos doscientos cuarenta kilómetros al este, había intentado visitar a mi madre. ¿Qué quería decir con eso de intentar visitar?, preguntó ella. ¿No le había dicho a mi abuela quién era yo? ¿No se me ocurrió que ella lo habría advertido? Después de mi llamada telefónica, hasta su propia madre creía que yo había actuado como un estúpido. Me sentía fastidiado, y le dije que en lugar de enseñar literatura y danza quizá le fuera mejor como detective privado. Acabábamos de llegar junto al río y, antes de bajar de un salto y perderse por un sendero hacia la izquierda, musitó: —¡Oh, vete a tomar por el culo! La seguí, pero puso en práctica su experiencia en cuestiones de rastreo y tardé un rato en atraparla. Las huellas seguían por un banco de arena y concluían cerca de unos arbustos. En el suelo estaban el vestido amarillo y las sandalias. Me volví hacia un remanso del río y ella emergió del agua, lanzándome un puñado de arena y barro. —El curso del verdadero amor nunca fluye por cauces tranquilos —recitó como si se dirigiera a las Naciones Unidas.

Me desnudé mientras ella, con el agua hasta la cintura, me cantaba, imitando a otros, distintas versiones de «El curso del verdadero amor nunca fluye por cauces tranquilos», y me explicó que eso era lo que la maestra de costura en la escuela rural les había dicho a ella y a un grupo de chiquillas al llegar a la adolescencia. Les pareció divertido, pues por aquel entonces ya tenían que defenderse de los rijosos muchachos de las granjas. Nos atrevimos a hacer el amor en el anco de arena a plena luz del día y luego miramos nuestras huellas obre el húmedo suelo, preguntándonos si alguien sería capaz de intuir lo que había pasado allí. Sólo me quedé una noche y la mitad del día siguiente, antes de agotarnos con distintas variantes de las peleas que ya habíamos tenido. Era como si la fuerza de nuestro afecto nos pusiera los nervios de punta, excepto cuando hacíamos el amor. Pensaba que yo nunca había arriesgado gran cosa, y no sabía cómo hacer frente a eso. Incluso empecé a creer que si el hematoma del ojo no fuera tan reciente, todo habría sido mucho más fácil... Uno de los pensamientos más estúpidos de mi vida. Durante una hora escasa de paseo por las colinas que había detrás de la casa creímos ver con bastante claridad el lío en que nos estábamos metiendo, aunque ella con mayor claridad que yo. Pensaba que todo había empezado en primavera, con una fuerte depresión relacionada con su matrimonio, luego se había encontrado conmigo varias veces; lo cual la había dejado más confusa aún, y después de que su marido la tumbara de un puñetazo se había largado a casa, pero yo me había presentado casi de inmediato y había concertado lo del abogado. Ahora estaba yo de vuelta sin que siquiera hubiera pasado una semana, en lugar del mes que considerábamos apropiado. Mi carácter evasivo no ayudaba en nada: término que odiaba porque mis padres lo utilizaban con demasiada frecuencia para referirse a mis defectos. Siempre me he preguntado, y todavía me lo pregunto, por qué hay que explicarle tus cosas a todo el mundo desde el principio de los días. J. M. me dijo que no era necesario, pero que si amabas a¡ alguien deberías hacerlo; yo había dado un primer paso con la lista de peculiaridades que itía tener, pero me había dejado muchas en el tintero. Supe que se refería al dinero, así que le sugerí que subiera a mi camioneta y fuéramos a visitar a mi madre, a ver si eso le proporcionaba una buena dosis de realidad. Esto la encolerizó, y me preguntó cómo cono quería que fuera a conocer a su madre, con aquel jodido morado en la cara. Entonces empezó a llorar y yo sentí que se me revolvía el estómago ante el insensible gilipollas en que me había convertido. La abracé y empezamos a hacer el amor, pero su perro no lo permitió. De hecho, poco falte para que me mordiera y me desgarrara la pernera del pantalón. En el camino de regreso a la granja, por una serie de colinas descendentes tuve que ir a unos tres metros detrás de ella, porque el perro se volvía y gruñía si me acercaba demasiado. A J. M. le resultaba muy di' vertido, y a mí también, pero hizo que echara en falta a Ralph.

El único período de tregua prolongada fue durante la cena y la velada que siguió, en que su padre asó con mano experta a la parrilla unos pollos criados en casa, cortados por la mitad, y que su madre acompañó con una salsa picante a base de guindilla roja, y luego al jugar al pinacle, un juego de cartas que aprendí con razonable celeridad. Me alegré de que toda la energía de mi nerviosa irritabilidad quedara absorbida por un juego de cartas, de modo que durante tres horas, aparte del intercambio de melancólicas miradas, J. M. y yo nos limitamos a lanzar triunfos con el mismo entusiasmo que sus padres. Resultó un poco decepcionante cuando éstos se fueron a acostar y nos quedamos con nuestras difíciles y separadas individualidades. Me ofrecí a dormir en el patio, pero J. M. me dio un apretón en mis partes y dijo que estaba convencida de que su perro no lo permitiría. Éste incluso me soltó un gruñido al otro lado de la puerta de rejilla, y J. M. me dio un trozo de carne del frigorífico para que intentáramos hacernos amigos. El perro aceptó la carne en el porche delantero, pero no dejó de gruñir mientras se la comía. El consuelo lo hallé en una enorme luna, y J. M. me pidió que le explicara algunos detalles de las constelaciones, aunque por los comentarios que hacía vi que no prestaba demasiada atención, pero no le di mayor importancia. Estaba algo preocupado por cómo sería su dormitorio, pero era lo bastante grande, con muchas ventanas y sin volantitos, atestado de libros y recuerdos de su etapa en la escuela agrícola, incluidos algunos trofeos, y fotos suyas al lado de terneros y vaquillas. Hasta el momento su marido se negaba a devolver su principal colección de libros, y el solo hecho de mencionarlo la encendió de ira. Me preguntaba cuánto duraría aquello. Su voz iba menguando un poco por la fatiga, y después de prometerle que iría a ver a mi verdadera madre, noté que perdía entusiasmo y que empezaba a dormirse. Me la quedé mirando con detenimiento, confiando en poder desarrollar un lenguaje sutil que no estimulara sus puntos doloridos. Apagué la luz de la mesita de noche y miré a través de la ventana de la izquierda, intentando imaginar si mi madre me estaría buscando de verdad, y por que. Supuse que, en mi condición de varón, no era capaz de entender muy bien cómo alguien podía renunciar al hijo que había engendrado con una persona a la que amaba. Samuels me había dicho que el abuelo de ella y su madre no habían podido mantenerla alejada de aquel peón medio sioux que vivía en el barracón de los vaqueros. Debía de ser aquél con cortinas en las ventanas, próximo al corral de los gansos y el caballo, pensé, y luego me sumergí en el más profundo de Ios sueños posibles. Me despertó un amanecer teñido de rojo, intenté hacer el amor, pero J. M. me apartó y siguió durmiendo apaciblemente. Oí ruidos abajo y decidí ayudar a su padre con alguna de las labores que tuviera en perspectiva. Mientras jugábamos al pinacle, se había referido al marido de J. M. como un «pomposo blandengue», y no quería que algún día pudiera calificarme de esta manera. La barrena que conectaba al tractor estaba rota sin posibilidad de arreglo, así que se veía forzado a hacer a

mano los agujeros para los postes de las cercas, una tarea en la que yo era un experto, le había dicho mientras jugábamos a las cartas. Se sorprendió al verme y puso otra ración de bacon en la sartén. Hablamos de la caza del faisán, y comentó que el asqueroso chucho de J. M. era bastante bueno, aunque había que correr para recuperar la pieza, o de lo contrario se la llevaba y se la comía. A continuación hablamos de pastos, y le comenté que había leído sobre un nuevo método que consistía en dividir los pastizales en siete partes, y luego trasladar el ganado a una de estas divisiones cada diez días o así. De esta manera, consumiendo tanta hierba fresca, el ganado aumentaba de peso con pasmosa celeridad. Me contestó que para eso habría que levantar muchas cercas, y yo le dije que estaba dispuesto a ayudarle. Me preguntó por qué, y le respondí que estaba prendado de su hija. Sin embargo, aquel método le pareció en conjunto demasiado anticuado e idealista. Tal vez lo fuera, pero me hubiese gustado probarlo. Comprendí que había tenido que enfrentarse con demasiada frecuencia a problemas serios en la granja, y que había optado por un adecuado cinismo. La finca había funcionado bien durante las tres últimas generaciones, pero ahora todos los cambios de cultivo que había hecho, por no hablar del ganado, eran «pan para hoy y hambre para mañana». Aquella morbosa conversación empezaba a ponernos melancólicos, pero entonces entró Doris, la madre, para tomar una taza de café y un cuenco de cereales antes de salir para el trabajo en una oficina de Neligh. Se la veía bastante feliz, y atractiva con su albornoz azul. Después sonó el teléfono y se levantó a contestar, al tiempo que J. M. entraba en la cocina como si no la reconociera, medio dormida aún. Tanto el padre como la hija se miraron preocupado! ante una llamada telefónica tan temprana, de modo que salí al porche. J. M. podía ser un verdadero enigma, pensé, acordándome de que durante el festival de gruñidos por las colinas me había dicho que «no hay perro más fiel para el hombre que su amor». Y yo le había contestado que ya había tenido perro y amor. «No, no los he tenido», fue su respuesta. En ese instante, Bill salió al porche con semblante contrariado y distraído, y le pregunté si podía segar el lampazo alrededor del granero. —Adelante —contestó—. Padezco de codo de tenis crónico, y no precisamente por jugar al tenis. En el establo encontré la guadaña donde la había visto la otra tarde, así como la lima para metales en un banco situado en un rincón. Ajusté la guadaña en el torno y la afilé, luego salí afuera para segar el lampazo. El abuelo me había enseñado a manejar la guadaña y recordé que había que girar las caderas, o de lo contrario el hombro se sobrecargaba. Di unos cuantos golpes de guadaña, intrigado por lo que ocurría dentro de la casa, y también por recordar una época del año anterior, en que mi madre se había visto metida en una tontería espiritual tipo New Age, que según Marianne le había costado un montón de dinero. A pesar de que las dos no

cesaban de pelearse, mi madre no paraba de acosar a mi hermana para que se trasladara a vivir a Omaha, y así ambas podrían hacerse compañía. Estaba a punto de terminar de segar cuando J. M. salió y dijo que mi supuesto amigo, el abogado, había telefoneado para que pasaran por su despacho aquella tarde, pues se le había presentado la ocasión de ir de pesca a Wyoming y no podía citarles para más adelante en toda la semana. Su padre estaba cabreado porque esa noche era la de su partida de póquer con los amigos, aunque no quería itir que el motivo fuera ése, y su madre no podía faltar al trabajo. Como es natural, me ofrecí a acompañarla, pero dijo que era imposible: ella sólo tenía veintiún años y sus padres no creían que fuera capaz de llevar el asunto sin que uno de los dos la acompañara. Entonces se me encendió una lucecita y me pregunté si al casarse uno también se casaba con los padres. Quiero decir que a mí me caían bien, pero era una especie de ilusión que había advertido hacía tiempo, sobre todo al considerar que nuestros padres son sólo una versión más avejentada de nosotros mismos. Su madre nos saludó con la mano desde el coche al marchar, y J. M. preguntó con tristeza si seguiría escribiéndole. Esto significaba que me estaba despidiendo, pero, para variar, yo seguía sin entender por qué razón. Tal vez la familia no quería que compartiera con ellos su baño de lodo particular. La abracé y dijo que podía utilizar la ducha de su cuarto. Luego salió el padre; su expresión era bastante afable pero me acordé de cuántas veces había visto a mi padre comportarse de manera afable y considerada con mis hermanas, en momentos en que los problemas de ellas le corroían por dentro. Apoyó la mano en el hombro de J. M. y preguntó si estábamos a punto para el esfuerzo final con el último centenar de fardos de heno, pues por la radio habían dicho que quizá lloviera antes de que estuvieran de regreso de Omaha. Me alegré de poder hacer algo manual, y sólo nos llevó un par de horas. Mientras me duchaba, J. M. me preparó para el viaje un emparedado de carne enlatada, una delicia muy especial, ya que mi madre no dejaba entrar en casa aquellas porquerías. Y lo mismo sucedía con el kechup y el salchichón de Bolonia, tres cosas que a mí me gustaban con locura. J. M. me despidió con un beso tan apasionado, que tanto mi corazón como mi mente empezaron a ronronear como un gato. —No te olvides de lo que tienes que hacer, y dame dos semanas de tiempo —me dijo. En vez de hacer lo que se, suponía que tenía que hacer, me dirigí al norte en lugar de al oeste, por la sencilla razón de que no había recorrido ni dos kilómetros por la carretera de grava, y ya llegué a la espantosa conclusión de que si me juntaba con J. M., mi carrera como nómada se habría terminado para siempre. Esto eclipsó el tema de ir a ver a mi madre en las Sandhills y seguí haciendo paradas a lo largo de la carretera, como si la ausencia de movimiento me ayudara a tomar una decisión. Pasé por el habitual sí, no, sí, no, sí, no... ¿Me atrevería a ir hasta el final si salía el sí? Mi hermana Lucy solía bromear diciendo que yo sería un excelente viajante de

comercio para todo el país, exceptuando la costa oriental. Mi respuesta era que sí, siempre que pudiera vender lluvia, o rayos de luna, o viento sobrante. Pero ¿a qué cono venían tales preocupaciones, si J. M. había dicho que viviríamos un tiempo juntos para comprobar si podíamos intentarlo para un período más dilatado? Menudo sentido realista el suyo, comparado con mi estúpidas decisiones geométricas. Proseguí viaje hacia el norte, desestimando la idea de visitar en Morris, Minnesota, a un amigo al que había conocido en Yucatán. En Morris solía pasar medio año como ingeniero civil, y luego se convertía en nativo y se iba a pasar el invierno a Yucatán. Pero dudé que fuera una buena compañía: lo más probable era que me aconsejase averiguar si J. M. accedía a un matrimonio por períodos de medio año. Durante varios kilómetros eché en falta los consejos que pudiera darme mi padre, a pesar de nuestras imprescindibles desavenencias. Una hora antes de que se hiciera de noche, llegué a la tierra de mi abuelo, situada a unos ochenta kilómetros al este de Moorhead y bastante cerca de la reserva White Earth. Acampé en una colina cubierta de zumaque, donde poder esconderme. ¿De qué?, me pregunté. Estaba tan sólo a unos treinta metros del río Buffalo, pensando que el ruido del agua en movimiento podría calmarme. El día anterior debía de haber llovido, pues aún podía percibir el olor a carbón mojado de la cabaña de mi abuelo, no lejos de allí, impulsado por la más leve de las brisas occidentales. La cabaña se había incendiado un año después de que él muriera, y el shériff de la zona insinuó que podía tratarse de un rayo, pero mi padre lo aceptó con cierto cinismo: había habido una tormenta por la zona aquella noche, aunque no muy fuerte. En opinión de mi padre, lo más seguro era que se tratara de un incendio premeditado, originado por alguno de los cazadores furtivos que mi abuelo había arrestado en su época de guardabosques. Tendría yo entonces unos catorce años, y recuerdo haber pensado que había perdido un posible hogar para el futuro. Allí tumbado, observando cómo mis queridas estrellas se concentraban en la creciente oscuridad, no pude evitar una modesta caída en picado relacionada con J. M. La vida se desarrolla en los vivos, y esta noche en particular las maquinaciones de mi cerebro no valían el pedo de un tejón. Cuando mi padre se enfadaba solía decir que mi vida no era muy distinta de la de un vagabundo durante la Gran Depresión, pero con menos motivos. Los vagabundos habían empezado a desplazarse para ir en busca de trabajo, pero al cabo de un tiempo lo hacían por el puro placer de desplazarse. Una noche, en el patio trasero de casa, con la voz un poco pastosa, mi madre había comentado que el universo que veíamos allá en lo alto era el cerebro de Dios. Para variar, esta vez estuve de acuerdo con ella, y eso le encantó. Pero ahora, mirando las estrellas, comprendí que no teníamos ni la más leve idea de lo que estaba pasando en el fondo. Camus, el escritor francés, dijo que se suponía que teníamos que ser valerosos Aspecto a ese hecho tan sencillo. Me gustaba Camus en la universidad, debido quizás a que su nombre escrito al revés, sumac, significaba

lampazo en inglés, lo cual puede dar una idea de lo idiota que soy. Una vez, en Montana, una chica me preguntó en mitad de la noche si no me parecía maravilloso el hecho de que Dios hubiese creado la Osa Mayor. Le contesté, con cierta presunción, que las estrellas estaban allí mucho antes que las osas, así que tenía mis dudas de que Dios pensara en ellas. Esto hizo que la chica me retirara sus favores. Tendría que empezar a ir con cuidado, porque en esos instantes preferiría morir antes que arruinarle la vida a J. M. En cuanto amaneció, empezó a llover con bastante intensidad, y yo empecé a rumiar en serio. Las cavilaciones conducen a más cavilaciones, como si uno fuera a sacar algo en claro con tanto remover el fango. Cuando llueve con fuerza y te ves obligado a permanecer dentro de una pequeña tienda de montañero, lo más probable es que agotes al máximo la capacidad de juzgarte a ti mismo. Es posible que una sola vida no sea mucho, pero al menos debería bastar para empujarte hacia el bien común. Me quedé allí tres días y no llegué a secarme del todo. Escribí a J. M. una carta llena de manchas de tinta, pero sobre todo recorrí a pie el perímetro de la finca del abuelo, unas quince hectáreas, una y otra vez, como un perro de presa bien amaestrado. El exceso de humedad hizo que me salieran ampollas en los pies, así que me las envolví con una cinta con un nombre muy divertido: «molesquín», o piel de topo. Estaba ya aburrido de hablar conmigo mismo, y me dediqué a hablar con las hordas de mosquitos y moscas. Rezaba para que saliera el sol, como sin duda lo haría un chiquillo un sábado por la tarde, pero esto hizo que me sintiera más raro que el diablo. Incluso mientras paseaba, me corroía por dentro, como si el paisaje que conocía de memoria desde mi juventud fuera incapaz de sacarme del ensimismamiento. Por la mañana del tercer día me acerqué a Naytahwaush, en la reserva White Earth (Anishinabe), para visitar a un viejo amigo al que no veía desde los catorce años, y que a veces nos acompañaba al abuelo y a mí a pescar. Su madre aún vivía en una chabola de papel alquitranado, en torno a la cual había restos de espiguilla larga, una hierba procedente de la pradera de cuando los bisontes vagaban por aquella zona. En mi condición de ciudadano estadounidense, nunca me he sentido tan avergonzado como al visitar una reserva india. Nada pone mayor énfasis en nuestra falta de catadura moral como la manera en que hemos tratado a esta gente, desde que desembarcamos en sus costas hasta el último cuarto de hora. Dios debe de fruncir las cejas, volver la cara hacia un lado y vomitar, si es que no esta ocupado en otros lugares. La madre de mi amigo estaba en la choza y sonrió abiertamente al verme. Era tan alta como yo —un metro ochenta y dos—, y en sus brazos se adivinaba que había cortado el enorme montón de leña para el fuego que había delante de la choza.

Resultó que su hijo estaba preso en Misuri, y le pregunté cuándo esperaba que saliese en libertad. —Nunca —fue su respuesta. En cambio sus dos hijas estaban bien, ambas tenían empleo y marido en Minneapolis. Me sirvió café, y yo intenté darle cincuenta pavos para que se los enviara a su hijo, pero no los quiso aceptar, porque él ya tenía «cama y comida gratis». Le dejé el dinero encima de la mesa para ella, y a cambio me regaló una bolsa de cinco kilos de arroz silvestre. Después dijo que debería visitar a la antigua novia de mi abuelo, que vivía más adelante en la misma carretera. Me quedé asombrado de que mi abuelo tuviera una amiga, y también me alegré, porque mi abuela tenía un carácter bastante dominante, lo cual puede que explique el hecho de que mi padre siempre viviera sometido. Esa noche sólo pude contemplar un fragmento de cielo iluminado de estrellas por breves minutos, así que al amanecer recogí mis cosas y me marché en medio de un fuerte aguacero. Por alguna extraña razón, la lluvia había purgado mi sentimentalismo, y lo único que me interesaba era el asunto que tenía entre manos. Me detuve en Sioux Falls para repostar gasolina y telefoneé a mi jefe del control de pájaros en Lincoln, por si podía conseguirme un trabajo de varios días para Naomi y para mí. Dijo que pasara a verle por la tarde, pero se echó a reír ante la idea de pagar algo a Naomi, teniendo en cuenta que su suegro había sido uno de los principales terratenientes del estado. No dije nada, pero dudé de la veracidad de sus palabras, a no ser que Naomi estuviera obsesionada por vivir con sencillez. Llegué a Lincoln a primera hora de la tarde, pero como allí también estaba lloviendo, me registré en mi claustrofóbico motel. Me dieron una habitación en la que había un cuadro de un burro de ojos tristes que lucía una guirnalda de flores; apenas mejor que la habitual Puesta de sol con montañas nevadas al fondo. Aunque no me apetecía, por obligación llamé a mi madre de Omaha, y con voz alegre me anunció que Derek iría esa noche a cenar. —Espléndido —dije. Luego me dejó sin aliento al anunciar que Dalva Northridge, mi «madre de nacimiento», como se empeñaba en llamarla, se había enerado con ella en el club, para tomar una copa y charlar. Muchísimas gracias —dije, pues no se me ocurrió otra cosa. Pero con un tono muy estridente insistió en que estaba obligado a visitar a aquella agradable mujer, que andaba buscándome. Mi madre había sido lo bastante prudente para no mencionarle a Dalva la visita que yo había hecho a Naomi. Incapaz de seguir escuchándola con atención, colgué sin apenas despedirme. Estaba de nuevo en mi camioneta, en dirección al centro, y de pronto se me ocurrió que tenía todo el derecho a ir a ver a mi madre, puesto que ella me estaba buscando. A pesar de las nubes y de la lluvia, el encapotado techo pareció elevarse un poco; o mucho, en realidad.

Aparqué cerca de la oficina, que estaba al lado de la universidad y me quedé en el aparcamiento bajo la lluvia, en un estado de profundos temblores como consecuencia de la llamada telefónica. Recordé que en el Ocean Park Boulevard de Santa Mónica había pensado que podía acercarme a ella y decirle simplemente: «Usted perdone, pero soy su hijo». Sin embargo, entonces imaginé que podría contestarme: «¡Oh, por Dios, si me he trasladado a vivir aquí es justo para alejarme de mi familia y de mi pasado!». Pero ahora todas aquellas dudas se estaban disipando, y pasé media hora en la Asociación Histórica de Nebraska para realizar algunas comprobaciones en la inmensa colección de fotografías antiguas. Había estado allí muchas veces en los últimos años, pues quería comparar fotos de los pastizales de la región occidental del estado —incluidas las Sandhills—, pertenecientes a las décadas de 1880 y 1890, con el aspecto que aquellas tierras tenían en la actualidad. Dado que tengo tendencia a hundirme en el justificado pesimismo de mi generación, me quedé atónito al descubrir que las tierras de los grandes pastizales eran ahora maravillosas, comparadas con las de los supuestos buenos tiempos de antaño (exceptuando a los nativos), en que los pastos de la región estaban esquilmados y superpoblados por el ganado. Por supuesto, esto puede verse en las explotaciones rancheras privadas, pero no en la aparente miseria de la tierra controlada por el Instituto de Gestión Territorial, palpable en todo el «gran» oeste. El conservador del archivo fotográfico, un tipo corpulento y refunfuñón, pero con una enorme curiosidad y grandes conocimientos me consiguió algunas fotografías del viejo Northridge, el hombre que me había cedido a mis padres de Omaha. Había una en la que se le veía al lado del gobernador y de John J. Pershing justo en el momento de abrir los cimientos del nuevo edificio del Capitolio en 1924; otra en la Feria Estatal, sujetando de las riendas la pareja de caballos de tiro que habían ganado el primer premio; otra de 1920, de pie ante una mansión de Omaha, ataviado con un sombrero flexible y abrigo con cuello de pieles, sujetando de la trailla a dos coyotes. Resultaba algo desconcertante que su expresión fuera más feroz que la de los mismos coyotes, como si se dispusiera a morder al mundo por el cuello y empezar a zarandearlo, una expresión muy similar a la que vi en el retrato del comedor de Naomi. Daba la sensación de que tuviera la cabeza demasiado grande, pero lo mismo sucedía con los hombros. Cuando entré en la oficina, un joven vestido con elegancia y de aspecto emprendedor estaba hablando con mi jefe. Era el representante de un grupo privado defensor del medio ambiente, creo que de Nature Conservancy, pero mi corazón estaba en otra parte y no les presté mucha atención. El jefe me ofreció trabajar unos días en el recuento de las crías en los nidos de los gavilanes de Swainson por las Sandhills, y también las de un posible cernícalo primilla, un raro criador en el condado de Sheridan, además de hacerle una lista de las áreas que según mi criterio necesitaban conservarse, de los cientos de lugares de acampada

que yo conocía. Estuvimos charlando un par de horas, y se me hizo extraño que yo pudiera conocer algo de cierto valor para aquellos profesionales, si bien es fácil olvidar que pocos podrían igualarme en cuanto a los lugares del mapa que yo he recorrido. La obsesiones no nos parecen extrañas si nos acostumbramos a ellas. Mientras les recitaba de memoria más de una docena de mis lugares favoritos, procuré obviar la tenue sensación de que estaban invadiendo mi intimidad, pero por dentro de mí notaba una creciente irritación ante el hecho de que un tipo más joven que yo dispusiera de un auténtico empleo, de los que a J. M. sin duda le resultarían aceptables, aunque cabía la probabilidad de que la burocracia le estuviera asfixiando. De vuelta en el motel, todavía muy agitado e intentando escribir una carta a J. M., de pronto me di cuenta de que la habitación no me provocaba claustrofobia. Había leído bastante sobre el asunto para saber que las fobias pueden ser intermitentes. A mi compañero de habitación del colegio universitario, el que me había inducido a leer a Henry Miller, le daban pánico las alturas. Subía tres peldaños de una escalera y ya se sentía perdido, o más arriba de un tercer piso y ya tenía la sensación de que iban a succionarle a través de las ventanas; sin duda residuos genéticos de nuestro cerebro de primates. A cambio de leer al que más le entusiasmaba, Henry Miller, le obligué a leer varias obras de Mary Douglas y Loren Eiseley, así como Desert Solitaire de Edward Abbey y Sand County Almanac de Aldo Leopold. Es curioso, pero después de la incomodidad inicial de sentir que el cerebro se expandía (quizás el auténtico valor de la universidad), consideramos que el nuestro había sido un buen acuerdo, si bien a mí Henry Miller me sumergió en el descontrol sexual más absoluto. Querida J. M.: Para variar, tengo buenas noticias. ¡Dalva fue a Omaha para verme! Estuvo hablando con mi madre. Como ya habrás advertido, me estoy comportando con timidez en este asunto. Nunca me he considerado un tipo frágil, pero supongo que todos lo somos un poco. Confío en que tu visita al abogado no fuera demasiado negativa. Siento unos terribles deseos de telefonearte, pero pienso que quizá no sea una buena idea, al menos durante unos días más. No quiero agobiarte. Me refiero a que probablemente sí querría, pero ya tienes encima el problema de tu divorcio. No parece que abunden las buenas recomendaciones en torno al tema de enamorarse de alguien, pero no quiero que mis obvios defectos te asusten hasta el punto de alejarte de mí. ¿Querrías dejarle saber a tu padre que disfruté de veras levantando aquella cerca en vuestra finca? Con amor, Nelse. Eran las diez de la noche y se me había olvidado telefonear a Naomi. En esta clase de agitación mental, siempre hay un cierto grado de estupidez. Por fortuna, ella aún

estaba despierta, leyendo. Después de una larga pausa, que me puso bastante nervioso, dijo que no tenía inconveniente en hacer una excursión en busca de rapaces, pero que tenía que estar de vuelta al cabo de tres días, para un almuerzo al aire libre en el que se reuniría toda la familia. Noté aquí un leve matiz de desconfianza, que podía ser indicio de que estaba enterada de mi superchería, pero rechacé esa idea por improbable. Mientras intentaba dormir, noté que se formaban unas lágrimas en recuerdo de Ralph, pero pronto se reabsorbieron al pensar que tenía unos padres adoptivos, lo cual no dejaba de ser una absurda coincidencia, como tantas otras cosas. Por ejemplo, si yo no hubiera estado en el camping de Nuevo México, nunca le habría encontrado gimoteando debajo de unas bolas de barrilla borde, junto a la valla trasera. Si no me hubiese detenido en aquella parada especial para camiones, en las afueras de Tucson y cerca de la base aérea, no tos habrían robado la camioneta, y junto con ella a Ralph y mis diarios el trabajo de toda una vida, aunque sólo fuera para mi vida, mis ojos y mi corazón. Si una chica de quince años, hija de un ranchero, no hubiese hecho el amor con un mestizo lakota, yo no existiría. La conclusión era manifiestamente sencilla, como lo son los miles de millones de galaxias que, por inconcebible que sea su inmensidad, poseen una existencia cuyos orígenes son tan misteriosos como el nuestro. Si todo se basara de manera tan indiscutible en el azar, la mejor solución consistiría en no dejar pasar ninguna de las oportunidades que se te ofrecen. Ahora que lo pienso, la noche en que conocí a J. M. hacía años que no entraba en un local de striptease. Abandoné el motel a las cuatro de la madrugada y llegué a casa de Naomi poco después de las ocho. Estaba en su columpio del porche, esperándome, y me recibió como a un viejo amigo. Mientras ella me preparaba el desayuno, me senté en un taburete de la cocina y le hablé de la belleza de la mañana, de los pájaros que había visto después de pasar Broken Bow, los cuales pueden observarse con mayor claridad en la difusa luz que se expande después de un largo período de lluvia. Desplegué mis mapas topográficos y señalé los sitios en donde solía anidar el gavilán de Swainson, y también el lugar del supuesto cernícalo primilla entre Gordon y Walgren Lake. Naomi no parecía observar con mucha atención los mapas topográficos, pero sí a mí, escrutándome. Bajé la mirada al plato casi vacío del desayuno, luego la dirigí hacia mis mapas, y a continuación a la ventana, donde la corneja medio domesticada me miraba. —¿No tienes que decirme una cosa? —inquirió. —No sé —contesté, levantándome con tal brusquedad que derribé la silla. Enrollé los mapas y me llevé la bolsa a la camioneta, y allí de pie, bajo el frío aire de la mañana, empecé a sudar al ver que ella bajaba los peldaños del porche y se me acercaba. —¿Cómo lo ha sabido? —pregunté.

Ella se echó a reír y se detuvo frente a mí, meneando la cabeza. —¿Cómo no iba a saberlo? Lo supe desde el instante en que bajaste de la camioneta la primera vez. Sencillamente, eres el vivo retrato del producto que podía salir de mi hija y del desgraciado de su amigo. Dicho esto se subió a la camioneta y yo me quedé a un lado, obervándola, como si faltara decir algo más. Las sienes y el corazón e resonaban lo mismo que un tambor a causa de mi necedad, pero a esas alturas mi estupidez ya carecía de importancia, así que me limité a subir a la camioneta y puse el motor en marcha. Naomi me dio unas palmaditas en el hombro y me frotó la nuca, luego volvió a reír. —No sé a quién te asemejas más, pero actúas como los dos a la vez. Puede que esto te parezca imposible, pero es cierto. Por supuesto que eres el hijo de quienes te han criado, eso lo comprendo, pero me siento muy feliz de que hayas venido. A nadie recibiría con mayor agrado. En la carretera, durante la primera hora no se me ocurrió ni una sola cosa que pudiera decir. Mi lamentable falta de naturalidad me estaba asfixiando, me sentía como un perro al que han echado de menos y se retuerce avergonzado. Al final frené hasta detener el vehículo y le pregunté si no deberíamos dar media vuelta e ir a ver a mi madre, pero me dijo que Dalva estaba pasando unos días cerca de Buffalo Gap, en Dakota del Sur. Luego preguntó algo que me dejó helado: —¿Qué quieres de ella? —inquirió, mirando al frente. —No necesito dinero —dfje,.pues no sabía muy bien a qué se refería. —No me refiero a eso. Sé que te ha estado buscando, pero le dije que creía que eso no estaba bien. Si había alguien que debía buscar, ése eras tú. No quiero que te hagas demasiadas ilusiones, o que ella espere algo imposible si te encuentra. —Quiero saber cómo ha sido su vida, quién era exactamente mi padre y cómo era —dije al final, balbuceando. —Eso ya te lo explicará ella. Es a ella a quien corresponde. Pero yo me siento aliviada. He rezado para que llegara ese momento sólo porque era justo que así fuera. Mi hija ha tenido una vida muy difícil, tal como les ocurrió a su padre y a su abuelo. —Sonrió y luego añadió—: Incluso llegó a decirme que le hubiese gustado parecerse a mí. De nuevo me puse a conducir, en un intento por disimular la angustia que me producía lo que iba a preguntar. —¿Por qué me entregaron en adopción? Me volví a mirarla y vi lágrimas en sus ojos, pero ella miró hacia otro lado. Pasaron varios kilómetros antes de que me contestara, Y yo seguía preguntándome si tenía derecho a formularle aquella pregunta. Pensé que sí lo tenía, incluso a pesar de la evidente pena que eso le causaba. La respuesta fue muy embarullada, pues me contó que su hija pequeña, Ruth, se había puesto furiosa porque no había podido verme, al bebé que había nacido en Tucson. El abuelo quería hacerse cargo de mí, pero Naomi contó que era el hombre más difícil que había conocido en su vida,

aunque él no se veía de esa manera. Durante su larga carrera como maestra de escuela, algunas de sus alumnas habían quedado embarazadas, y algunas habían decidido quedarse con la criatura, pero Dalva no había dado muestras de tener el menor sentido maternal. A Naomi no le gustaba mi padre, pero años después se dio cuenta de que Dalva era tan culpable como él, tal vez incluso más. No había ni la más remota posibilidad de que pudieran casarse de inmediato, debido al carácter de los dos, y aquélla era una zona difícil para criar a un hijo ilegítimo. El abuelo murió el mismo año en que yo nací, y Naomi se avergonzaba de haber sentido alivio porque así finalizarían las continuas peleas. Innumerables veces se había preguntado si no habría podido cuidar de mí y si no habría sido demasiado egoísta, pero después de la muerte de su esposo en la guerra de Corea su cordura había dependido de las clases que impartía en la escuela rural, carretera abajo. —Yo ya no culpo a nadie —dije, y eso fue todo por el momento. El trabajo con el gavilán de Swainson nos salió bastante bien, sobre todo porque Naomi posee el antiguo sentido de la responsabilidad. La tarde del primer día de marcha hizo un tiempo húmedo y caluroso, y yo sufrí un bajón en mi interés por los pájaros. La curiosidad que sentía por mi verdadera familia era incesante, y puede que algo cínica en su sentido antropológico, pero creía tener todo el derecho a saber cosas. Naomi se negaba a hablar de mi madre y de mi padre, argumentando que eso sería impropio, y que si yo había estado dudando tanto tiempo, dos días más poco importarían. De lo que más habló, ante mi insistencia, fue de la historia de la familia, lo bastante excéntrica como para que yo no parara de hacer preguntas. La segunda mañana estuvimos por los alrededores de Fort Niobrara, cerca de Valentine, y antes del mediodía ya habíamos encongado dos nidos, así como tres orondos crótalos con dibujos romboides en el dorso, y de manera intencionada me acerqué lo bastante a a tercera, para irritarla y que se enroscara. —¿Por qué la molestas? —preguntó Naomi. En mi defensa, le repliqué: Al menos podrías decirme cómo se llamaba él. —Duane Caballo de Piedra. Era medio lakota, igual que el abuelo de Dalva. Yo conocí a su madre, una mujer muy hermosa. No me atreví a ir más allá de nuestro acuerdo implícito, pero entonces me preguntó si alguien había mencionado nuestra pequeña porción de sangre nativa, y le contesté que sobre todo cuando era más joven. Los niños son rápidos a la hora de captar diferencias, por leves que éstas sean. Más adelante solía depender del tiempo que pasara al sol, a menudo demasiado. O, en la universidad, de lo largo que llevara el cabello. En una ocasión, después de una clase de antropología, un ojibwa Wahpeton, líder de un grupo de activistas nativos, quiso saber por qué me hacía «pasar por blanquito». Le repliqué que yo no me hacía pasar por nada, y para probárselo acudí a una de sus reuniones, pero mi posición privilegiada hizo que me

sintiera un intruso. Naomi me escuchaba con atención, y recorrimos otros cien metros antes de que se detuviera bruscamente y me cogiera del brazo. —A veces debe de ser muy duro trabajar en solitario —dijo. No andaba muy lejos de la verdad, y no fui capaz de darle una respuesta. Ella debió de intuir mi desasosiego, porque me contó una fantástica historia, atrevida y triste a la vez, sobre Michael, el historiador que era su invitado, el cual se había liado con una camarera del pueblo menor de edad. Había habido fotos comprometedoras y parientes escandalizados, el padre le había dado un fuerte puñetazo, a consecuencia del cual Michael llevaba ahora la mandíbula inmovilizada. Se hospedaba en casa de Naomi, donde trabajaba casi toda la noche y dormía la mayor parte del día. A Naomi le hizo gracia que yo identificara a la chica como la impresionante camarera del Lena's Cafe. Entonces me preguntó cómo era mi novia, y de manera intermitente pasamos toda la tarde hablando de J. M., y de lo que yo debería hacer. Estábamos cenando en el Peppermill de Valentine, yo empeñado en probar al dueño que era capaz de comerme un chuletón de ochocientos gramos que había insistido en pedir, cuando Naomi me miró con ojos inexpresivos y me dijo: —Sabrá Dios por qué iba ella a casarse contigo a estas alturas... J. M. no quiere convertirse en tu ancla. Ésa es una labor impropia de una mujer, y más tarde o más temprano se resentiría. Me decepcionó un poco aquel comentario, pero no pude contes tar porque un viejo ranchero y su esposa se detuvieron a saludar Naomi, quien me presentó como su nieto. Sentí una especie de comezón por todo el cuerpo. —¡Ah, sí, el hijo de Ruth! —exclamó la mujer. —No, el hijo de Dalva —replicó Naomi. Aunque la mujer pareció alegrarse hasta el punto de sonreírme, su rostro palideció. Después de que se fueran, Naomi comentó que en aquella región nadie podía pasar inadvertido como en una ciudad, fe permitían tener toda la intimidad que quisieras, pero conocían la historia de tu familia desde el principio de los tiempos. De repente se sintió cansada, y yo también, pero dijo que confiaba en no haberse mostrado demasiado cruel con respecto a J. M. El matrimonio ya era de por sí bastante difícil como para acudir a él con la mente poco clara. Yo no estaba muy seguro de opinar lo mismo, pero le había pedido consejo, no una discusión. De regreso al motel nos dimos las buenas noches y, a punto de entrar cada cual en su habitación, añadió que si de veras amaba a aquella mujer, mejor sería que le dedicara todas mis energías, porque tanto para Dalva como para ella el amor sólo se había presentado una vez. Había sido tan fría aquella afirmación, que hizo que mi cuarto me pareciera muy pequeño. De hecho, el techo empezó a bajar y no se detuvo hasta que llamé por teléfono a J. M., quien me tranquilizó con gran habilidad. ¿Cómo podía yo pensar que algo iba mal? Seguiríamos ateniéndonos a nuestro plan. Nos veríamos todos los días si es lo que yo quería. Con mi aparente inteligencia sin duda hallaría una zona donde yo pudiera vivir y ella dar por fin sus

clases. Todo esto me hizo pensar en mis hermanas, que al tocar fondo en sus infiernos privados todavía eran capaces de ver una continuidad en la vida, que a mí se me escapaba incluso en los momentos en que disfrutaba de mi mejor equilibrio mental. Pero me asaltó la estúpida idea de lo corriente que podía ser mi «problema». Un joven busca a la madre que nunca ha conocido, excepto en la reclusión de su vientre —sangre húmeda y cálida—, descubriendo la vida en una absoluta pero reconfortante oscuridad. Sin duda la mía debió de montar a caballo cuando estaba embarazada, Porque yo lo había sentido. Periódicos, televisión, revistas y libros habían comentado situaciones así. Mi madre de Omaha siempre los depositaba en mi camino, convencida de que lo que más me atormentaba era este asunto, en lugar de la comprobación diaria de que el mundo se estaba desintegrando. La parte cómica estribaba en que, para la mentalidad de la gente corriente, la distancia entre madre e hijo podía desaparecer si los informes se asimilaban de manera escalonada. Y eso era todo. Excepto para aquellos que lo vivían cada día. Se suponía que, al igual que todo el mundo, teníamos que comportarnos según el manifiesto destino nacional, e interno, encaminado a obtener el máximo beneficio posible, sin duda la auténtica razón de existir del país y de sus habitantes. Los millones de normas estaban bastante localizados, y la primera lección que recibí, realmente patética, fueron los perros que vi en los restaurantes de Francia, y más adelante la miserable pobreza de innumerables suburbios, barrios y reservas de nativos, por no mencionar mi querida naturaleza, que por todas partes se veía escarnecida y rebajada para que los amos del progreso pudieran acumular más dinero. ¿Para qué iba yo a querer encajar en este esquema? Todo lo que tenía que hacer era encontrar un nicho más estacionario, por amor a J. M. Nos pusimos en marcha al amanecer, conduciendo más allá de Gordon y sin parar hasta llegar a Walgren Lake, y sólo para descubrir que lo del cernícalo primilla era pura invención. Los observadores de aves pueden sentirse a la vez decepcionados y esperanzados, y enviar informes que son una ficción. Mi jefe tenía un informador pertinaz que no paraba de insistir en que había visto algún que otro halcón gerifalte en las cercanías de Hastings, una realidad más remota que la paz mundial. Naomi se rió con aquello. En cambio, yo me sentía irritado. Sólo habíamos visto dos .aguiluchos, y a media mañana, durante la larga caminata de regresó a la camioneta, la temperatura rozaba los treinta y dos grados. Pero ella siguió riendo hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos, y al final me contagió de tal manera su risa que tuve que unirme a ella. Dejamos los objetos de valor y los prismáticos en la orilla de un lago, y nos metimos en el agua hasta que nos llegó hasta el cuello, lo cual fue todavía más divertido. Después nos sentamos a la sombra de la camioneta, estuvimos una hora medio dormitando y charlando, y al final decidimos recoger nuestras cosas y regresar a casa.

Hubo cierto alboroto cuando a media tarde llegamos a casa de Naomi. Frieda, la mujer encargada del cuidado de la vieja casa familiar, estaba poniendo a prueba la resistencia del columpio del porche de Naomi con su cuerpo enorme y su cara hinchada. Señaló hacia una ventana con rejilla metálica, desde donde salían los ronquidos de Michael, y me contó que, ante la insistencia de él, se habían bebido una botella de licor de caramelo. Sólo de pensarlo sentí que se me revolvía el estómago. Lamentaba no haber podido ver a Michael la otra mañana, después de que Naomi me contara que su trabajo estaba relacionado con la conquista de la tierra y el exterminio de los sioux. Ella me había dicho que era inútil intentar hablar con un hombre que tenía las mandíbulas inmovilizadas con alambres. Ya le había preguntado a Naomi si podía acampar junto al estanque, y ella bromeó diciendo que la idea le parecía apropiada, ya que lo más probable era que me hubiesen concebido allí, pues Dalva y su amigo solían utilizar aquella zona como escondite. De inmediato se sonrojó y alzó ambas manos al aire, convencida de que había cometido una indiscreción. Me preparó un enorme emparedado de jamón y me marché hasta el almuerzo del día siguiente, no sin que antes Frieda me dijera que no lograba entender que hubiera alguien tan «gilipollas» que quisiera dormir al raso, y añadió que ella había tenido que hacerlo docenas de veces con el ejército en Nevada, donde había conocido a un violador de procedencia vasca que la había tenido prisionera. Me quedé allí pasmado ante aquella confesión, hasta que la mujer me despidió con un manotazo al aire, a la vez que exclamaba: —¡Trágate ésa, mocoso! Estuve varias horas sentado sin moverme, la mejor manera de absorber el paisaje; o mejor todavía, sentir que el paisaje te absorbe a ti. Lo cierto es que no te conviertes en él, sino que él se convierte en ti. Sentí que pertenecía a la tierra tanto como el mirlo alirrojo que acababa de posarse sobre una espadaña, a sólo un par de metros de donde estaba yo, para salir volando con un graznido en cuanto moví una pestaña. La verdadera inmovilidad me ha parecido siempre un don difícil de aceptar. Una gran garza azul aterrizó en los bajíos del otro lado del estanque, donde empezaba a formarse el arroyo. Más allá había un bosquecillo más amplio, denso como el océano más profundo. No es que eso tuviera mucha importancia, Pero si la broma de Naomi era cierta, aquél era un buen lugar para ser concebido. A medida que el tiempo se deslizaba a través del paisaje, los pájaros entonaban su coro de buenas noches como unos chiquillos excitados. Aquí estoy, por si le interesa a alguien. Sus nombres poco importan, y si conoces lo bastante bien su naturaleza, entonces sabrás cómo se llaman entre sí, aseguraba mi amigo ponca. Tal vez los nombres que les damos signifiquen tan poco como los que nos damos a nosotros mismos: una frágil barrera contra la muerte. Al anochecer encendí una pequeña hoguera y me comí el emparedado de jamón: cerdo muerto y ahumado, y condenadamente bueno, por cierto. A estas alturas,

Ralph ya se habría ido a nadar una docena de veces, y sin otro motivo que el simple hecho de que le apetecía. En vez de cargar la mochila con comida para perros, cuando íbamos de marcha compartíamos los mismos alimentos. Era de justicia, a cambio de que yo utilizara sus habilidades olfativas, en gran medida superiores a las mías. Mientras el fuego ardía hasta convertirse en brasas, me acurruqué a su lado y eché un poco de hierba para que el humo espantara a los mosquitos. Sentía la cabeza tan ligera como los pájaros a los que tanto quería. Naomi se presentó a eso de la siete de la mañana, con un termo lleno de café y unas galletas de queso. Dijo que no podía quedarse mucho rato, pues un vecino iba a traer desde Denver, con su avioneta, al tío de Dalva, Paul, y a su otra hija, Ruth, y quería ir a buscarlos al prado que servía de pista de aterrizaje en cuanto avisaran a casa de su llegada. Le dije que estaría de regreso en cuanto a ella le pareciese bien, y contestó que a última hora de la mañana era suficiente. Después me miró con expresión interrogativa y preguntó: —¿Seguro que vas a venir? Al no saber qué decir, le di un abrazo y luego ella se fue, no sin antes dirigir los prismáticos hacia una alondra que yo había oído cantar. Volví a quedarme sentado unas tres horas, como la noche anterior, pensando que podría ser un buen entrenamiento para mi mente, además de ser una excelente ocupación. El mapa guía que había perdido habría encantado a cualquier espíritu sedentario. Para variar, una parte de mi mente poco tenía que decir a la otra, excepto cuando empezaron a hablar de comida. Al incorporarme, las tripas hicieron un extraño ruido, y tuve que recordarme que no me encaminaba a mi ejecución. Además, al iniciar la hora larga de marcha tuve que pisar con fuerza para sentir el suelo bajo mis pies. Era tal mi desconcierto que cambié de dirección y bajé los dos kilómetros hasta la casa de Naomi para recoger la camioneta. En los restos del cerebro de serpiente que me quedaba había asomado la idea de que no quería ir allí sin disponer de un medio para escapar. En casa de Naomi no había nadie, y pensé que lo mejor sería dirigirme ya al almuerzo al aire libre. No sentía el pedal del acelerador mejor de lo que antes había sentido el suelo. Experimenté un gran alivio al subir por el camino de la entrada y ver que Naomi salía a recibirme. Me presentó a Paul, el tío de Dalva: un hombre alto, delgado, de unos sesenta años, y luego a su pupilo, un muchachito mexicano que quería montar a caballo. Lundquist, el viejo peón, estaba sacando del establo una silla de montar y se la cogí para ensillar al caballo, al que se le veía algo nervioso. Cogí las riendas e intenté tranquilizarlo, susurrándole tonterías y permitiendo que oliera mi aliento. Lundquist ajustó los estribos y luego Naomi me dio una palmadita en el hombro. Me volví y allí estaba mi verdadera madre, mirándome con expresión asustada. —Dalva, éste es tu hijo —dijo Naomi.

—Lo sé —dijo, luego nos dirigimos poco a poco hacia el camino de la entrada y bajamos por él unos cuatrocientos metros, hasta que ella se detuvo y se quedó mirando el suelo—. Ahí es donde conocí a tu padre. —Parece un buen sitio, mejor que otros muchos —murmuré, volviéndome a mirar el inmenso prado que se extendía hacia el sur. Advertí que ella oscilaba un poco y la cogí del brazo. —¿Por qué no diste señales de vida antes? —preguntó, mirando a lo lejos. Era sorprendente comprobar cómo algunos de sus rasgos se asemejaban a los míos. —Hace sólo un mes que viniste a casa, y no estaba seguro de que quisieras verme. Naomi se lo imaginó hará cosa de una semana, cuando estábamos trabajando. Te seguí el rastro esta primavera. Hace unos días telefoneé a mi madre, a la otra, y me contó que os habíais conocido. Así que imaginé que podía venir. —No había respirado ni una sola vez durante este breve discurso y sentí un leve mareo. Nos abrazamos con tosquedad, luego añadí—: Naomi dijo que mi padre era bastante joven, pero no el tipo de hombre que una querría tener enla salita de estar... —La intención de mi madre era protegerme, pero supongo que no funcionó —dijo. Ambos sonreímos entonces. Regresamos lentamente a la casa y subimos a su habitación, donde había una chimenea, y encima de la repisa una fotografía de mi padre, montado en un caballo bayo. Era más moreno que yo, pero la semejanza era tal que me falló la respiración. Me contó que después de quedar embarazada no había vuelto a verle, hasta el día de su muerte, en que insistió para que fuera a Florida y se casara con él, a fin de poder disfrutar de los beneficios que le correspondían como veterano del ejército. Añadió que él se había pegado un tiro, pero que era como si estuviera muerto ya, a consecuencia de las heridas de guerra y los golpes recibidos en Vietnam... Sentí que el suelo oscilaba bajo mis pies y ella corrió escaleras abajo, en busca de una botella de brandy. Brindamos varias veces cada uno, directamente de la botella. Le dije que no parecía lo bastante mayor para ser mi madre, y ella exclamó: —¡Oh, Dios mío, si sólo era una cría cuando te tuve! La abracé unos instantes mientras ella lloraba, luego oímos música y nos acercamos a la ventana. Era el viejo Lundquist y su diminuto violín, cuyos sones no dominaba, deambulando entre las tumbas del bosquecillo de lilas. Naomi alzó la vista hacia nosotros, saludó y luego se cubrió la cara con ambas manos. Todo lo que quedaba de su familia estaba allí abajo, en torno a la mesa del almuerzo al aire libre. No puedo decir que fuera mi familia, pero era un primer paso para que llegara a serlo cuando bajé a reunirme con ellos.

Tercera parte Naomi OCTUBRE DE 1986 Supongo que lo que más intimida al tener que dar clases en una apartada escuela rural es que en realidad enseñas, a niños de cinco a doce años, cómo mirar el mundo y comprenderlo. Después de 1953, los chicos que tenían que seguir estudios secundarios debían viajar sesenta y cinco kilómetros hasta la capital del condado, y algunos hasta se quedaban allí internos, pero sólo se alejaban de mí en teoría, porque me visitaban con frecuencia. Y durante las frías y claras mañanas de invierno, cuando todavía estaba oscuro, nos reuníamos en el patio de la escuela a contemplar las estrellas con los prismáticos que yo utilizaba para contemplar a los pájaros, unos maravillosos Bausch & Lombs que John Wesley había traído a casa al licenciarse de la segunda guerra mundial. La cantidad media de alumnos que yo había tenido cada curso, durante casi cuarenta años, era de quince, y nos quedábamos allí, en la nieve, pasándonos los prismáticos y observando las constelaciones, mientras media docena de caballos atados a la barra humeaban como consecuencia de la larga caminata hasta la escuela, y oíamos cómo masticaban el heno sin parar, al tiempo que las cornejas graznaban a lo lejos en el amanecer invernal. Recuerdo que en una ocasión, un chico llamado Rex, hijo de granjeros y de inteligencia bastante limitada, se había asustado. —¡Dios! ¿Qué es lo que ocurre allí arriba? —exclamó, pasando de inmediato los prismáticos al siguiente. No le reprendí por renegar, pues era tan tímido a causa de su poca inteligencia que raras veces decía algo. Después de pasar al siguiente los prismáticos, y de sacudir con vigor la cabeza, Rex se acercó a su yegua Dolly, que estaba atada a la barra, se apoyó en ella en busca de consuelo y se nos quedó mirando hasta que el mundo recuperó la forma de siempre. Lo apodaban Tejón porque siempre andaba mirando al suelo e intentando cazar algo, hasta serpientes de cascabel. El apodo le venía de que, siendo todavía muy joven, pretendía obligar a un tejón a que saliera de un agujero en el que se había metido, perdiendo a su pequeño perro cuando éste quiso protegerle de aquella bestia acorralada. Ahora, con treinta años, se ganaba la vida levantando cercas, cavando a mano hoyos para postes en terrenos difíciles, el tipo de trabajo que los demás no querían hacer. Claro que a mediados de los sesenta casi todo el mundo tenía televisión y, para bien o para mal, me vi aligerada de algunas de mis tareas, pero desde 1945 hasta la fecha yo había sido para mis alumnos su principal al mundo, junto con sus padres, cuya única preocupación era al parecer la disciplina. Por ejemplo, todos abofeteaban a Rex: sus compañeros de clase, sus padres, y la que le castigaba con

más ahínco era su hermana, como si lo hiciera para diferenciarse de su hermano retrasado ante los ojos de los demás. Ahora viene a verme una vez al mes, por lo general los sábados, para hacerme una corta visita, pero nunca quiere entrar en casa. Me trae muestras de plantas, hierbas y flores silvestres, y descripciones de pájaros, pero raras veces recuerda sus verdaderos nombres. Sus visitas me encantan, aunque en invierno tenga que arroparme para salir al frío porche. Nunca me he detenido a reflexionar acerca de las características del mundo en que él cree vivir. Rex está convencido de que el sol se pone a unos ciento quince kilómetros al oeste de aquí, en el rancho de Edson Gale, que constituye el límite de su mundo en esa dirección. Curiosamente, el único que le habla con cierto entusiasmo es Lundquist. Todos los demás retroceden ante su rostro desgreñado y quemado por el viento, su indumentaria sucia y vieja, sus dientes cariados y su manera de hablar que apenas es un murmullo, inepto para las consonantes. Esto me lleva a la repentina aparición de mi nieto Nelse este verano. La mente es sin duda un órgano curioso, y como los dos tienen la misma edad, en mi imaginación siempre había asociado con Rex al nieto nunca visto y desconocido. Cualquier relación entre los dos es, por supuesto, un mero incidente de la química del cerebro. Por ejemplo, cuando leía El mar que nos rodea, de Rachel Carson, lo hacía en el patio, junto a un parterre de claveles, y de esa manera esta noble mujer ha ido siempre unida a esa flor en mi cerebro. Sin embargo, Nelse lleva treinta años tirando de mí y, cinco años después de que naciera y de que fuera entregado en adopción a aquella pareja de Omaha, yo miraba a los dos niños que ese año tenía en mi escuela de párvulos y me preguntaba qué estaría haciendo el hijo de Dalva en su parvulario. Uno de aquellos dos pequeños era de ascendencia noruega, rubio e inteligente; el otro era Rex, cuyo rasgo destacable era que se orinaba en el suelo del vestuario. Consciente de que el padre de mi nieto era Duane, es lógico que descartara al pequeño y bien educado noruego y centrara mi atención en Rex. Cuántos miles de veces no habré pensado que debería haber criado al hijo de Dalva, y luego culpado de forma desapasionada a mi suegro por insistir en que esto era imposible. Mi difunto marido era el único en la tierra capaz de enfrentarse, aunque sólo fuera un poco, a aquel hombre que se hacía pasar por un caballero, pero cuyas excentricidades siempre estaban a punto de estallar, a menudo de forma no muy grata. Aunque mi marido también tenía sus propias obsesiones, quizá tan potentes como las de su padre, y siempre prefería actuar en vez de reaccionar, una tendencia que Dalva ha heredado. Y eso me lleva de nuevo a Nelse, que parece cortado por el mismo patrón, como solíamos decir antes de que la gente dejara de coserse la ropa. Al presentarse a primera hora de aquella mañana de verano, con su peculiar camioneta verde y los rayos amarillos en las puertas, no tenía ni idea, como es lógico, de quién era, aparte de un empleado temporal del Ministerio del Interior, aunque eso era extraño, teniendo en cuenta que hacía unos pocos años habían hecho un control de pájaros.

No se había alejado un paso de la camioneta, y ya reconocí en él al hijo de Dalva y del bastardo de su amante. ¿Qué otra cosa podía pensar una madre al ver que su hija de quince años estaba embarazada? Sus andares afectados me parecieron de inmediato demasiado viriles. Dios es testigo de que estas cosas pasan. En cuanto se apartó de la camioneta, lo primero que hice fue rezar para que me cayera bien, pues era muy posible que sucediera lo contrario. La timidez y la arrogancia pueden rozar el narcisismo, y pensé que él poseía ambas cosas, aunque muy pronto advertí que, al igual que muchos de mis alumnos en el transcurso de los años, Nelse, más que arrogante, era que había tenido que tomar graves decisiones sobre muchas cosas desde muy joven. Su manera de hablar era abrupta, como si se entretuviera demasiado en lo que iba a decir, luego hiciera una pausa para reconsiderar su entorno, y al final lo dejara salir. La primera vez que nos sentamos juntos en el porche me lanzaba breves miradas de reojo, sin duda midiendo que yo no sabía quién era. Me fue difícil conservar la calma, porque al cabo de unos minutos estaba convencida de que me caería bien, en parte por el parecido que tenía con mi hija y en parte por el indiscutible interés que de inmediato mostró hacia el mundo de la naturaleza. Mientras le preparaba el desayuno disfruté con su evidente desasosiego, sentado en el comedor, intentando comprender todas las resonancias del sitio en que se encontraba. ¿Por qué no se había limitado a presentarse como quien era en realidad? Pero de pronto se me ocurrió que quizá se debiera a un sentimiento de modestia relacionado con el hecho de que, dadas las circunstancias del pasado tal vez yo no acogiera demasiado bien su presencia. Si no se trataba de eso, entonces puede que fuera yo la que debía pasar su aprobación. Me asaltó también la espectral sensación de que cuando Duane se presentó ante mí, pensé asimismo que ya le conocía desde hacía tiempo, algo imposible en aquel entonces, si bien más adelante descubriría que mi impresión estaba basada en la realidad. Lo cierto es que no quería a Duane rondando por allí porque, teniendo en cuenta la naturaleza voluble de Dalva, era la clase de joven ante el cual ella sucumbiría, como quizá yo habría sucumbido muchos años atrás. Mientras le servía a Nelse su desayuno, le hice bromas con la identidad de los retratos que hay al fondo del comedor, y me hubiese gustado añadir que no habría desentonado para formar el cuarto en la saga masculina de la familia. Pero en aquel instante hizo mención de sus diez años de acampada al aire libre y eso me proporcionó un boquete en su coraza, revelando la oscura naturaleza que se ocultaba debajo de aquella agradable superficie. En primer lugar, ¿por qué iba alguien a someterse a un grado tan elevado de incomodidades? Claro que él no lo vería de esta manera, como tampoco Rex tenía idea de lo extraño que era. ¿Y qué querría decir con aquel número? ¿Cuatrocientos tres puntos de acampada? —¿Cuatrocientos tres? —inquirí, y él asintió.

A continuación, ambos nos permitimos sonreír ante la hipotética absurdidad de las cifras. —Prefiero las estrellas a los techos —explicó. Le estudié discretamente aprovechando que comía, y al ver que se volvía hacia mí, bajaba los ojos a los mapas topográficos que yo había desplegado sobre la mesa. Tenía los mismos ojos que Duane, pero los pómulos y la barbilla eran como los de su madre; el cabello tupido y negro de Duane, pero la delicada boca de Dalva. Y la estriada musculatura de sus antebrazos traicionaba la forma en que le habían educado. Era indudable que no podía fisgonear en su vida, porque habría sido impropio y habría dado a entender que conocía sus antecedentes. Así que pasamos juntos un excelente día completo y la mañana del día siguiente. Era sólo medianamente bueno en lo referente a los pájaros, pero podía deberse a la agitación que sentía por dentro. Hubo un momento en que tropezó de lleno contra un chopo, junto al manantial, pero no creo que se diera cuenta siquiera. Se le veía poco dotado para la charla intrascendente, y itió que no era aficionado a la radio, la televisión o la prensa. En conjunto, ninguno de estos medios reflejaba el mundo que a él le interesaba conocer. Y el daño más profundo del que se resentía parecía ser el robo de su camioneta en Arizona, donde guardaba sus diarios, su pequeña biblioteca y, lo más importante de todo, su perro. Al marcharse me quedé temblando, temerosa de que no volviera. Hice todo lo posible para ocultarle a Dalva su visita, pues había vuelto y estaba bastante preocupada con las dificultades de adaptación y con los problemas casi diarios de su huésped, Michael, un hombre detestable pero aun así encantador. En el pasado, cuando ella estaba en la Universidad de Minnesota, había traído a casa un zoquete igualmente brillante. Supongo que hay mujeres que encuentran erótica la inteligencia. No muchas, desde luego, pero sí algunas. Ésa era una de las cualidades de Ted que cautivaron a Ruth, a pesar de su homosexualidad. Yo le quería muchísimo, pero todo aquello le hizo mucho daño a mi hija, y también a mi nieto Bradley, que por lo visto se ha alejado de manera permanente de nosotros, excepto de Paul, que lo encuentra interesante, aunque desagradable. Bradley está en Connecticut, metido en ese nuevo mundo que es la informática. Paul le prestó una escandalosa suma de dinero para que pusiera su empresa en marcha, a pesar de que el padre de Bradley, Ted, se gane muy bien la vida en el mundo del espectáculo. Ruth me comentó que esto había herido los sentimientos de Ted, pero Paul me contó por carta que le había perdonado la deuda a cambio de que Bradley renunciara a cualquier reclamación sobre la propiedad de aquí. Le pregunté a Paul por qué había hecho eso, si sus visitas aquí eran muy escasas, y me contestó que sin duda se debía a su sentimentalismo de solterón por el lugar donde había crecido, y si alguien podía alguna vez arruinar la hacienda, ése sería «Bradley, ese pequeño cabrón ávido de dinero». Esta expresión es muy impropia de Paul, un hombre serio y amable, muy distinto de su hermano, mi marido, que era impulsivo y temperamental

como su padre. Quien me gustaba era su madre, aunque lo único que hacía era leer y beber demasiado. Se había marchado a vivir a Omaha después de que los chicos llegaran a la adolescencia, y nunca tuve la ocasión de conocerla a fondo. Sin embargo, lo que siempre he deseado es que mi familia, alejada por muchas razones, volviera a instalarse aquí para estar juntos. Por supuesto que siempre regresan en verano, para nuestro almuerzo al aire libre, y ahora hasta creo que cabe la posibilidad de que Dalva se quede. No hay mayor acontecimiento eji mi vida como el nacimiento de mis hijas, excepto cuando Dalva se encontró por fin con su hijo, aquella tarde de tanto calor. El amor de Ruth por la música hace que a esta casa le falte algo ahora. ¿Cómo es posible que dos hijas sean tan distintas una de la otra, tanto como Paul y mi marido, o como yo y mi hermano, quien, a pesar de su éxito como cultivador de trigo, nació tan bruto y pendenciero? La cabeza me da vueltas al pensar en eso. Si miro las fotos de mi cíase durante todos estos años enseñando en la escuela rural, puedo recordar las características de la voz de cada uno de mis alumnos. Ninguno se parecía. Ni en la voz ni en el carácter. ¿Es por eso quizá que nos sorprenden los buenos imitadores? Claro que su forma de comportarse no era única. Aquellos muchachos cuyo padre es tosco y lacónico tienden a comportarse de manera tosca y lacónica, imitando los gestos y la manera de hablar de sus padres. Y es cierto que las chicas taciturnas eran las primeras en quedarse embarazadas y en casarse antes de terminar sus estudios, o en marcharse a Denver, Rapid City, Grand Island, Omaha o Lincoln al cumplir los dieciséis años, tan pronto como podían dejar la escuela. De la misma manera, los rostros rígidos y amargados revelaban una existencia desdichada en el hogar, unos padres mal avenidos, o quizás un tío o un empleado incapaces de mantener las manos quietas. Desearía que esto último no fuera tan habitual, o como mínimo entre los que frecuentan la iglesia. Aparentemente no existen muchas pistas acerca de cómo son los hombres, excepto por cómo se comportan. Las explicaciones para un mal comportamiento siempre son inútiles, patéticas. Una chiquilla de apenas diez años confió en mí y, después de decírselo a sus padres, al empleado le dieron una paliza que casi le causó la muerte. No estoy muy segura de dónde esta la ética aquí. Por ejemplo, sé que cuando Michael, nuestro huésped historiador, sedujo (o viceversa) a una estudiante de tercero de instituto y camarera de Lena's, no se merecía la paliza que le dio el padre, pero si conocías al padre y a la hija desde su infancia, entonces las consecuencias eran predecibles en ese caso. Estando Karen sólo en sexto grado, ya se había llevado a un grupo de cinco chicos a la zona de matorrales que hay detrás de la escuela para que se desnudaran a cambio de que ella se levantara la falda. Les dijo que se volvieran de espaldas, cogió sus ropas, corrió con ellas al frente de la escuela y las tiró al abrevadero de los caballos. No era el tipo de suceso que yo amenazara con explicar a los padres, bastaba con la vergüenza de los muchachos al tener que pasar toda la tarde con las ropas mojadas. Karen era famosa por su carácter insidioso, y a los trece años ya provocaba numerosas peleas entre los

robustos muchachos de la capital del estado, así como entre los jóvenes vaqueros durante la época del rodeo. Sin embargo, es posible que ella esté mejor adaptada para el mundo en que vivimos que la mayoría. Gracias a los os de Michael con Ted, ahora se ha marchado a California y hará falta un hombre muy astuto para aprovecharse de ella. Después de tantos años de seguir el hilo de mis pensamientos, empiezo a dudar de mi habilidad para distanciarme de mi vida y echarle un vistazo ecuánime. Algunas partes de la experiencia son similares al gesto de pasar la lengua por un diente dolorido. De momento lo que consigues es intensificar el dolor, luego éste mengua, dependiendo de cual sea tu «disposición de ánimo», que es de por sí recelosa. Digamos que una mañana de domingo has salido a dar un largo paseo y en un bosquecillo ves un pájaro poco común, luego subes por la cuesta a la loma que domina el marjal y el arroyo. Por supuesto, recuerdas haber acampado allí con tu marido, ahora muerto, y que primero montasteis vuestra tienda cerca del arroyo, pero había tantos mosquitos que la trasladasteis a lo más alto de la loma. Es un recuerdo maravilloso de ese habitat, a pesar de que él muriera poco después. Hicisteis el amor al ponerse el sol y al amanecer, un equilibrio perfecto. Pero un recuerdo así puede ser insoportable un sábado de enero por la mañana, cuando la electricidad se ha marchado después de una tormenta de nieve y tienes que encender la estufa de leña, y la luz es tan débil a media mañana que te ves obligada a encender las lámparas de petróleo para levantar ese ánimo que no llega. Al otro lado de la ventana de la cocina, el comedero para los pájaros está vacío y los millones de copos de nieve son sólo partículas en la oscuridad, a la vez que un espectro brutal del pasado. El sillón de tu marido está vacío, tal como lo ha estado desde hace más de treinta años, pero ahora más vacío si cabe. La garganta se te llena de lágrimas. Tu disposición de ánimo te lleva a recordar más disputas que momentos de esplendor, un guiso que se quemó en lugar de un banquete bien cocinado, el fuerte estremecimiento que sentiste cuando él telefoneó desde Bassett para decir que la avioneta se había estrellado en un campo de alfalfa durante una tormenta eléctrica y itió que no debería haber volado. No lloraste porque tus pequeñas hijas estaban delante, tomando su desayuno. O, en una época más reciente, al recordar a Dalva con cinco años ayudando a su padre a desplumar faisanes y un urogallo delante del establo, y al llevarle tú una botella de cerveza fría, de pronto ella se enfurruña y muerde la pechuga desplumada de una de las aves, para luego quedarse mirando con expresión solemne las huellas de sus dientes. ¿Qué significado tiene que te rieras entonces, y todavía te rías al recordarlo, si estás de buen humor, y en cambio en los momentos de melancolía su comportamiento te parezca algo repulsivo? Sencillamente, ella tenía que probarlo todo en la vida, y morder aquella carne cruda era sólo el menor de los presagios. Aunque se tratara de una canción country para hombres, Dalva parecía personificar la letra que decía «No me rodees de cercas».

El invierno pasado, un estado de ánimo recurrente se instaló en mí durante otra tormenta de nieve que no paró en todo un fin de semana. La primera noche, la casa se vio azotada y no paró de chirriar. Por la mañana, las ventanas de la planta baja estaban cubiertas, pues la nieve al principio caía húmeda, antes de que el viento girara del noroeste y se volviera mucho más frío. Notaba la desagradable sensación de vivir dentro de un espacioso capullo de seda. Después de tomar café y leer la Biblia (la versión del rey Jaime), me arropé para salir al garaje y dar de comer a mi corneja, a la que llamo tan sólo Corneja porque me gusta ese nombre, del mismo modo que al primer perro guardián que tuve cuando era pequeña lo llamaba Perro. Afuera vi que los pájaros se apiñaban en el bosquecillo de agracejos, madreselvas y acebuches que yo había plantado con ese propósito. El viento empujaba la nieve hasta ese punto en que se pierde toda visibilidad, y el garaje, que se encontraba a sólo treinta metros de h puerta trasera del cobertizo de la bomba de agua, apenas podía distinguirse. Allá en casa, y en días así, solíamos desovillar un carret de hilo de bramante para salir a dar de comer al ganado, pues habíamos oído contar muchas historias sobre desgraciados que habían muerto congelados al extraviarse, fueran realidad o fantasía esas historias. En el garaje, Corneja no estaba en su alojamiento de invierno que Lundquist le había hecho con cajas de embalaje para patatas, dotado con una percha y una caja forrada con mi viejo albornoz, a fin de que Corneja pudiera esconderse en la oscuridad. Dejábamos la puerta de la jaula siempre abierta, para que el ave entrara y saliera cuando le viniese en gana. Y se apoyaba en lo alto de una lisa columna de metal, evitando así que algún gato vagabundo intentara atraparla. Me había quedado algo cegada por la nieve, y deposité dentro de la jaula el puñado de trocitos de carne de cerdo que le traía, a la espera de que saliera a picotearlos tranquilamente. Pero no estaba allí dentro. Alcé la vista hacia las vigas, pero entonces oí el chasquido de uno de los limpiaparabrisas, que a ella le encantaba halar, soltó un graznido, levantó el vuelo y se posó sobre mi hombro, desde donde se limpió el pico con mi pelo y tironeó de mi gorra de punto, una gorra que mi madre había tejido sesenta años atrás. Le pregunté, como siempre que hacía mal tiempo, si deseaba entrar en la casa. Me dijo que no, y tuve que forzar bastante la vista para averiguar el motivo. Había atrapado un ratón y lo mantenía sujeto debajo del limpiaparabrisas, dejando en el cristal una pequeña mancha de sangre. Soltó entonces un fuerte graznido, como si se sintiera orgullosa, demasiado fuerte para la proximidad de mi oído. Luego ambas nos volvimos hacia la puerta abierta del garaje y nos quedamos mirando afuera, donde no se veía más que una blanca cortina de nieve que se extendía más allá del umbral. Mi estado de ánimo era una deliciosa y particular sensación de vacío, como si mi mente pensante hubiera desconectado de todo. Me concentré en la perfecta blancura de la puerta y percibí el calor animal debajo de mi abrigo, la corneja pegada a mi oreja, el viento meciendo el garaje con

suavidad, y un escalofrío recorrió mi cuerpo ante aquella maravillosa sensación de la nada. En ese mismo estado de ánimo me hallaba la mañana en que Nelse regresó, después de haberme telefoneado la noche anterior para efectuar otro trabajo, seguramente inventado, de control de nidos de rapaces. Me hallaba de pie a su lado, después de servir el desayuno, observándole mientras estudiaba un fajo de mapas topográficos y pensando que nunca serviría para hacer de espía o de hombre de negocios, porque se le veía venir de lejos, como un gallo en un gallinero. Estando yo en segundo grado, una muchacha lakota compañera e clase solía hacer una imitación tan perfecta de un gallo, que hasta los chicos más obtusos se sentían avergonzados. Nelse estaba tan concentrado en su desayuno y en los mapas topográficos, que por el momento había olvidado su misión, fuera cual fuera. Sin embargo, un poco antes, cuando todavía estaba sentada en el columpio del porche a la espera de que él llegara, de nuevo me había asaltado aquella espléndida sensación de la nada. Por supuesto que me alegraba de que él volviera, hasta el punto de que sentía mi cuerpo vacío, pero decidí no hacer caso de mis expectativas y de mis preocupaciones. Escuchaba el canto de los escribanos, así como el más suave de los gorriones alpinos. Posada en un poste de la cerca, Corneja mantenía las alas desplegadas para el baño de sol matutino. A lo lejos podía oír a mi vecino Athell Dodson labrando el campo de maíz con su colección de tractores antiguos, que reparaba con obsesiva perseverancia. Alcé los ojos al cielo hasta que las imágenes mentales de mi vida desaparecieron y tan sólo quedó el cielo. No hablé con mi esposo ya fallecido, como suelo hacer a menudo por las mañanas, excepto para decirle: «Tu nieto vuelve a venir». Creo que mi mente se extravió un rato antes de oír que la camioneta de Nelse venía en dirección contraria, desde lo que llamamos «la casa familiar», donde ahora vive Dalva. Ella pertenece a allí; en cambio, yo nunca me he identificado con aquel lugar, sobre todo a causa de la personalidad de mi suegro. No sólo porque era un hombre que infundía temor y generalmente se dejaba dominar por la cólera, sino porque no podía digerir que una docena de cuadros de los que tenía en casa valieran más que lo que mi modesto padre pudiera ganar en doce años de trabajo. El viejo J. W. sólo veía el mundo desde su punto de vista. Reconozco que me sorprendió un poco ver cómo la muerte de John Wesley, mi marido, le hundió por completo. Me inquietaba ver con qué celeridad se adaptó al papel de segundo padre de Dalva, mucho menos de Ruth, pero consideré que la influencia era moderada y positiva. Yo había impartido clases a bastantes muchachas sin padre para saber que esto puede suponer una larga serie de problemas. Me extrañó que en el último año de su vida regresara a su antigua obsesión pictórica, convirtiéndose en un anciano amable, aunque algo chinado, sin rastros del despótico granuja que había sido. En el pueblo se explicaba la broma de que solía actuar como si fuera el dueño de todas las mujeres de Nebraska, y nadie de los que vivían en torno a la línea divisoria del estado podía desmentirlo. Paul, con

su sabiduría habitual, comentó que el peligro del arte, sobre todo cuando la vocación se vuelve obsesiva y arraiga dentro de ti, estriba en que no hay manera de volverle la espalda. Nelse ya casi había terminado de desayunar, y entonces le pregunté: —¿No tienes que decirme algo? Se levantó con tal brusquedad que volcó una silla. Y al mirarme, jespués de haber enderezado la silla, lo hizo rehuyendo mis ojos, mudo y desconcertado, recogió sus mapas y mi bolsa y salió presuroso de la casa. Lavé rápidamente los platos del desayuno, me reuní con él y subí a la camioneta como si nada extraordinario hubiese pasado. Entonces él se asomó por la ventanilla del conductor. —¿Cómo lo ha sabido? Mi respuesta fue más o menos: —¿Cómo no iba a saberlo? ¿Por qué no me casé con Paul, el hermano de mi marido? Supongo que porque no lo creí correcto, aunque sé con certeza que en algunas tribus nativas es casi obligatorio. Esta pregunta siempre se vuelve más incisiva en los meses de septiembre y octubre, cuando muchas especies de pájaros se reúnen para volar hacia el sur. Cómo los echo de menos. Pero al mencionarle esto a Paul, un año después de la muerte de John Wesley en Corea, dijo que ésa era la razón de que prefiriera su retiro de Arizona, cerca de la frontera con México. Supongo que lo que siento por él se aproxima al amor, pero no es suficiente. Este verano le advertí a Nelse, respecto a su querida J. M., que para la mayoría de nosotros esta pasión sólo se presenta una única vez en la vida y es bastante improbable que haya una segunda ocasión. Ni Dalva ni Ruth están enteradas de la docena aproximada de encuentros que Paul y yo hemos mantenido en estos años. Hacia el final de su adolescencia, ambas quisieron persuadirme para que volviera a casarme, pero me limité a decirles que en esta parte de Nebraska las reservas de talento eran bastante escasas. Estuvimos media hora larga circulando por la carretera antes de que Nelse se recuperara por completo y empezara a hacer preguntas, Pero me negué a contestar a la mayoría porque consideraba más adecuado que se las formulara a su verdadera madre. Como es lógico, la más difícil fue ésta: —¿Por qué me entregaron en adopción? Tuve que decirle que, por supuesto, no había sido Dalva quien había querido desprenderse de él. Aquí expliqué una pequeña trola. Aunque quizá lo más adecuado fuera el término «mentira». Mi suegro no paraba de incordiarme, y yo hacía lo mismo con él. Cada uno se había posicionado en un extremo de la cuestión, y no había forma de que nos encontráramos en el centro, aunque en días alternos cambiáramos de extremo. Después de haber tomado la decisión de enl tregar a la criatura, ninguno de los dos nos vimos durante dos meses, a pesar de la proximidad de nuestras casas. Parece como si todos tuviéramos la conmovedora certeza de que

para cada problema existe una solución. No es así, y no lo fue entonces. Es indudable que nuestras dos elecciones fueron equivocadas. No fue hasta la mañana siguiente, cerca de Valentine, cuando empecé a formularme preguntas sobre genética, y sólo durante una hora, después de lo cual renuncié. En la doctrina docente se habla mucho de que un niño es, en muchos aspectos, «una página en blanco», pero después de reflexionar al respecto dudo que alguien se lo crea. A pesar de los buenos modales que le inculcaron, y que asoman a la superficie, en Nelse hay mucho de los padres que lo engendraron, una actitud de «todo o nada» respecto a la vida, que dudo proceda de sus padres de adopción. Es cierto que tengo mis dudas de que esta cualidad se pueda transferir genéticamente, pero poco faltó para que me convenciera fle lo contrario. Lo archivé en mi mente bajo el apartado de cosas que estamos destinados a no saber o entender, aunque en el futuro tal vez ideen recursos para aprender esa idea biológica. Nelse parecía tener una buena parte de la aguda inteligencia de Paul y de Dalva, aunque templada por la salvaje vehemencia de su padre. Cerca del canal Ainsworth, que corre paralelo al McKelvie National Forest, Nelse saltó por encima de una cerca dando una voltereta, en vez de subirse a ella o pasar por debajo. Sé que Duane siempre lo hacía así y que en una ocasión había aterrizado casi encima de una serpiente de cascabel. Lo de la serpiente ahora no viene al caso, pero la voltereta era sin duda un gesto violento. Me había explicado que tenía una lesión permanente en la cabeza a causa de su época de futbolista en el instituto, y que hacía poco se había agravado al darse un golpe contra el dintel de la puerta de la camioneta. Al decirle que la fauna que tanto ira toma medidas de cautela para sobrevivir, asintió con gesto serio, pero luego en el McKelvie trepo a un pino para disfrutar de la vista, se quebró una rama y él resbalo unos cuatro metros pendiente abajo, desgarrándose la camisa y h ciéndose un cardenal en la parte baja del pecho. Claro que su apariencia física podía engañarme, y no pude evitar pensar en las cria de perros, caballos y reses. Por ejemplo, a medida que envejeces tiendes a reconocer poco a poco que no eres un ejemplar único, como pensabas en la primera etapa de tu vida. Es posible que tanto mi mente como mi corazón, tan agradecidos por su llegada, pretendieran convertir a Nelse en uno de los nuestros. Pero, si lo era, esto me aliviaría de la última carga de culpa por haberlo entregado en adopción al nacer. En diciembre voy a cumplir sesenta y cinco años. Se producen ciertos descubrimientos cómicos en el proceso de envejecer, un proceso que antes creías entender, para luego descubrir que sólo lo habías entendido de manera superficial. El primero de todos estos descubrimientos consiste en que todo sucede de pronto. Por ejemplo, volviendo a nuestro estanque, observo cómo las hojas de los chopos empiezan a caer después de la primera helada y en sólo un mes los árboles están desnudos. Y, cuando la luz es la correcta, en el fondo del estanque se ve la enorme

aureola de hojas amarillas pegadas al lodo, desde la orilla hasta las partes más profundas. Asimismo, veo los cambios que se producen en los rasgos de mis hijas como no los había visto en los míos, debido quizás a que la visión diaria que tengo de mí, bastante agradable, incluye unos cambios demasiado graduales para que los advierta. Pero mis hijas sólo me visitan una o dos veces al año, y esto hace que perciba de inmediato su proceso de maduración. No tengo problemas para leer el rostro de Dalva, pero el de Ruth es más contenido y requiere un estudio más detallado. Dalva nunca se ha abstenido de los hombres que le han interesado; en cambio, Ruth pasa meses sopesando el asunto antes de abrir una rendija de su corazón. Lo hacía ya en el instituto y en la universidad, mucho antes de su desgraciado matrimonio. Pero leer el propio rostro es algo muy distinto. A veces se convierte en un proceso tan aburrido que ni siquiera le prestas verdadera atención. La idea de que pasas este momento una sola vez explica una parte importante de la historia, mucho más allá de los espejos. Hace ya mucho tiempo, estando Dalva en la Universidad de Minnesota, me envió un par de raquetas para andar por la nieve, al comienzo de lo que al parecer sería un invierno muy crudo. Salí sola con esos artilugios, pues necesitas habituarte a ellos, pero al cabo de un rato ya disfrutaba de la libertad para meterme por marjales y bosquecillos, infranqueables en invierno si utilizabas los esquíes para ir a campo a traviesa. Un sábado al mediodía regresaba a casa después de un largo paseo y crucé por el estanque, congelado y cubierto de nieve, que alimentan una docena de manantiales y del que sale el riachuelo que desemboca en el Niobrara. Fuera como fuese, poco a poco la superficie de hielo se iba quebrando y yo me iba hundiendo al tiempo que forcejeaba con todas mis fuerzas. No paraba de pensar en una experiencia de mi infancia, en que había visto cómo un ciervo joven luchaba desesperadamente, atrapado por la mitad en la alta cerca que mi padre había levantado para proteger una pila de heno. Las raquetas impulsaban hacia abajo grandes placas de hielo de poco espesor y yo me hundía poco a poco, consciente de los gritos y los chillidos que emitía, el corazón latiéndome espasmódico por el terror. Una corneja pasó volando y tan sólo echó una breve ojeada hacia abajo. El agua me llegaba al pecho y ya estaba a punto de aceptar mi destino, cuando de pronto las raquetas tocaron fondo. Poco faltó para que brillara con luz trémula a pesar de las ráfagas de aire frío que a mi alrededor levantaban la nieve como si fuera niebla a ras del suelo. Enseguida comprendí que estaba en el borde más profundo del banco de arena, tan familiar por las veces que nadábamos allí, y me encaminé hacia la orilla, trepando, arrastrándome por donde el hielo era ya bastante grueso, cerca del ribazo. Al salir de casa, la temperatura debía de rondar los doce grados bajo cero, de modo que mis ropas mojadas empezaron a congelarse y a crujir a medida que avanzaba, proporcionándome cierto alivio contra el viento. El recuerdo más claro de lo sucedido, después de llegar a casa, fue que la experiencia había sido de esas que no iten oraciones. Como es natural, durante

la larga caminata de regreso, en torno a los dos kilómetros, me había sentido agradecida, pero mientras me hundía no era más que otro animal desesperado enfrentándose a una posible muerte. El ciervo que había quedado atrapado encima de la cerca del pajar de mi padre también se retorcía para liberarse, y mis lágrimas infantiles no le ayudaron en absoluto. A medida que esparcía las ropas delante de la estufa iba hablando con mi marido, sobre todo para decirle: «Poco ha faltado para que tu viuda se reuniera contigo»... Y él me había contestado: «Lo único que tienes que hacer es intentarlo otra vez». Estuve de acuerdo con él y no dije nada mas, aunque sus palabras me habían impactado fuertemente, pues incluían lo bueno y lo malo de la idea de «una sola vez». Esto me ocurre con mayor intensidad en el solsticio de invierno, que es el que marca el paso de mis años. En invierno me alegro al ver que los días son cada vez más luminosos, pero durante la primavera y el verano a menudo me horroriza el paso de los segundos, con la idea sin duda banal de que este verano ya no volverá a producirse excepto a través de recuerdos intermitentes. Al pensar, como hago a menudo, en cómo mi vida anterior al matrimonio se vio barrida por completo al casarme, ahora también pienso en Nelse. Un día de comienzos de septiembre, mientras observábamos pájaros al amanecer, le pregunté si lamentaba haberse dado a conocer y haberse reunido con nosotros, y en qué medida esto había cambiado la rutina de su vida. Se volvió hacia mi casa, que se encontraba a varios kilómetros de donde estábamos, y luego en dirección a la casa familiar, donde vivía Dalva, como si en realidad pretendiera situarse, luego dijo que no podría haber hecho otra cosa. Había una determinada hosquedad en su aspecto y en su manera de hablar. J. M. había partido para Lincoln la mañana anterior, y yo les había oído discutir a lo lejos, cuando paseaban por la carretera rural antes de que anocheciera. Aquella tarde era indudable su nerviosismo por el cambio radical que se había producido en su vida, y su disgusto por el hecho de que Dalva se hubiese puesto de parte de J. M. respecto al tiempo que él debía pasar en Lincoln. Había estado regateando para pasar tres días en la ciudad y cuatro aquí, y J. M. insistía en lo contrario. Entonces, en mitad de la cena, él se había levantado de la silla y con un muslo de pollo en la mano había exclamado a voz en grito: —¡Mecagoendios! En cierto modo, esto me escandalizó y me hizo gracia. Yo sólo había «tomado el nombre de Dios en vano», como solemos decir, una sola vez en mi vida, al tener que conducir hasta Bassett para recoger a John Wesley después de que estrellara su avioneta. Era a última hora de la tarde y él estaba apoyado contra una cerca en compañía de otros granjeros, pasándose unos a otros una botella de whisky. «¡Mecagoendios!», exclamé casi en un aullido. Los hombres apartaron de mí la vista y se volvieron hacia la avioneta estrellada. A los hombres les encanta dar a los actos temerarios una pátina de racionalidad. John Wesley amaba los aeroplanos, pero no

le gustaban los aeropuertos, pues pensaba que de algún modo disminuían la gloria de eso que él llamaba su «deporte». Es cierto que en nuestra carretera, su pista de aterrizaje, había días que no pasaba más coche que el del cartero. Ahora me acuerdo de que Dalva, a sus doce años, ya me gritaba que si de mí dependiera nada se habría inventado. Como defensa dije que aprobaba los libros, las gafas, los antibióticos, pero pronto se me agotaron las fuerzas. El exabrupto de Nelse resonó con el dolor de un macho que se ve atrapado por las hembras. La mesa donde cenábamos se había convertido en una jaula que nosotras habíamos construido para él, Dios sabrá por qué. Incluso habíamos intentado que comiera en exceso. Dalva había traído un vino excelente de la casa familiar, donde Nelse insistió en quedarse, en el viejo barracón de los vaqueros que antes había utilizado su padre. Explicó que a veces sufre de claustrofobia y Lundquist y él arrancaron una parte importante de una pared e instalaron una tela metálica. Yo daba por sentado que más adelante pondrían cristales, pero construyeron unas puertas giratorias, corno las de los establos, para cerrar al marcharse. Argumentó tontamente que en las noches frías le gustaba el frío, y en las noches calurosas le gustaba el calor. Dalva cree que parte de su inquietud le viene del último fin de semana, después de que le mostrara los objetos nativos almacenados en el subsótano y le pidiera que los restituyese al lugar que les corresponde. La respuesta de él fue que ese lugar ya no existía, pero que se lo pensaría. Luego se quedó allí abajo toda la noche, y esto la inquietó. Pienso que Dalva debería hacer suya aquella casa, y no incluir el cuidada de los fantasmas de la familia. La casa de mi familia estaba al sureste de Gordon, no muy lejos, en términos de Nebraska, del sitio donde se forjó la fama de Mari Sandoz, autora de Old Jules. Ningún blanco ha descrito con tanta claridad el exterminio que llevamos a cabo de nuestros nativos, sobre todo de los sioux. Pine Ridge y su ignominioso enclave de Wounded Knee tan sólo están a ciento sesenta kilómetros al norte, así que Sandoz no era una estudiosa muy distanciada del objeto de su estudio. En gran medida había sido mi heroína durante mi adolescencia y la idea de que una joven de la región podía convertirse en una ciudadana irada en todo el mundo me emocionaba. Tal vez mi corazón ahora sea más débil, porque soy incapaz de hojear algunos de sus libros, sobre todo Caballo Loco y El otoño de los cheyenes. La crueldad de lo sucedido a nuestros ciudadanos es de una magnitud indescriptible. Lo sé no sólo por haberlo leído en los libros, sino porque nací y me crié en medio de historias sobre las tribulaciones de nuestros nativos, que se han convertido en la parte más oscura de nuestra historia familiar. Mi padre me había contado que su propio padre había abandonado Noruega para huir de la opresión del gobierno: incluido el reclutamiento forzoso por parte del ejército, y sólo para llegar al noroeste de Nebraska poco antes de la masacre de Wounded Knee. Si bien se pensaba en estos aspectos de nuestra historia local, se hablaba muy poco de ellos. Aun así, no ignorábamos que sucedían, del mismo modo que durante la segunda

guerra mundial los alemanes no ignoraban la existencia de los campos de exterminio a su alrededor. Y las respuestas que se daban a las preguntas de los pequeños eran muy duras, porque la infancia tiene muy pocas defensas para proteger sus sentimientos. Mi padre era un granjero mediocre, pero no era tonto, y sí aficionado al estudio de nuestra historia. Por extraño que parezca, su mayor trauma social fue haberse casado con una muchacha noruega a pesar de la oposición de ambas familias. Puede que esto parezca una extravagante estupidez ahora, pero la joven pareja se vio obligada a abandonar las raíces de ambos en el condado de Loup para trasladarse al de Sheridan, cerca de Antelope Creek. Nelse sabe muchas cosas de la historia de los nativos, pero me alegro de que su relación con Michael, nuestro invitado historiador, se viera limitada por los problemas de Michael para hablar, y que al retirarle los aparatos que le inmovilizaban la mandíbula ya le faltara poco para marchar. El temperamento de Nelse habría contribuido a que sintiera iración por Michael, pero la influencia de éste no habría sido positiva en esos momentos. (Acabo de enviarle a Michael un cheque como supuesto «préstamo» para su encantadora hija, aunque tengo mis dudas al respecto.) Michael es capaz de condensar toda la historia en un continuo reinado del horror. Nunca he conocido a un hombre que estuviera menos en o con la cotidianeidad de la vida, debido a su despiadada ceguera hacia su entorno más inmediato. No obstante, era fácil dejarse ganar por su agudeza y sus conocimientos. Hasta el austero Paul le disculpaba lo poco que estuvo por aquí, después de que Michael recuperara el habla. Sin duda, hay un toque de malicia en la mayoría de los alcohólicos crónicos. Son tan egocéntricos, que el mundo sólo existe en la medida que les afecta. Paul y Nelse son algo reacios a los licores fuertes, Paul sin duda debido a su padre, y Nelse por lo que me ha contado de su madre adoptiva, aunque esto no se evidenciara cuando la trajo para una breve visita en septiembre. Al mencionárselo a Nelse, me dijo que sin duda traía su bebida en la maleta. Nelse se refiere a ella como su gran Problema, pero la trata con afectuosa consideración. Además, es obvio que su problema principal reside en la idea de si desea sentar la cabeza y casarse con J. M. Ha iniciado su trabajo fenológico, de un año de duración, en una sección de tierra, de bordes escabrosos, en cuyo interior se hallan el marjal y el estanque, y luego sigue por el arroyo hasta el Niobrara. Con Lundquist ha empezado también la planificación de una especie de experimento agrícola, cuya naturaleza aún no ha explicado con detalle, pero que supone vallar veintiocho hectáreas en siete partes diferenciadas. Incluso fue a pedir consejo al agente del condado y, al ir yo de compras a la capital del condado, me gastaron bromas respecto a que era la primera vez en cien años que un Northridge pedía consejo a alguien. Conmigo se muestran bastante joviales, dado que no me incluyen en la familia de mi marido, aparte de que existe la opinión de que una maestra de escuela rural es una heroína pasiva y, aunque es muy posible que Heve una vida

secreta que haría sonrojarse a los temerosos de Dios, allí donde va le dedican una sonrisa. Es como si a Dalva los problemas la medio asfixiaran. De no ser por Nelse, sus caballos y su perrito, me daría miedo. Su amigo Sam muestra cierto resentimiento incontrolable hacia el dinero, pero no se lo he comentado a ella porque dudo que el problema tenga solución. También J. M. tiene cierta tendencia a comportarse un poco de esta manera, aunque está convencida de que no es por culpa de Nelse. Sin embargo, más problemático y agotador me parece lo del trabajo de Dalva, que no consiguió una subvención gubernamental después de anunciarle que iban a dársela. El Ministerio de Agricultura prefiere los asuntos de cierto relumbrón, y la quiebra cada vez mayor de las granjas en la zona sur del condado es un tema que interesa sólo a la prensa y a las familias que la padecen. Un granjero descendiente de tres generaciones de granjeros se ahorcó en el establo al perder sus derechos de propiedad y ver que después de una subasta dispersaban su ganado y sus herramientas. Dalva pasó varios días con la esposa, los hijos ya adultos y algunos familiares justo antes de dar una conferencia sobre su programa en Lincoln, donde, según ella misma itió, se le había calentado tanto la lengua que un congresista del estado la había calificado de «simpatizante de los comunistas», algo que ella no aceptó con mucha elegancia. La verdad es que tengo mis dudas en cuanto a su carrera como funcionaría. Imagino que una consejera social psiquiátrica efectiva tiene que aprender a mitigar percepciones y sentimientos para sobrevivir. Además, algunos conservadores de museos la están acosando, seguramente porque Michael se ha ido de la lengua, debido a si es conveniente que guarde unas pinturas tan valiosas en «una vieja granja de madera». Dalva se ha negado a todos los intentos de estos conservadores por hacerle una visita. Con frecuencia me pregunto por qué su fascinación por la historia natural es tan escasa, como si la mía se hubiera saltado una generación y hubiese aterrizado en Nelse; claro que ella nunca ha sido muy dada a los detalles. La última vez que la he visto feliz fue el pasado fin de semana, ayudando a Nelse y a Lundquist a levantar una cerca. Ante mi sugerencia y el asentimiento de Lundquist, han contratado también a Rex, el maestro de las cercas. Dalva manejaba el tractor con el taladro mecánico y Lundquist se dedicaba sobre todo a supervisar el trabajo. Aunque tiene más de ochenta años, no está en absoluto débil, pues la mayoría de las veces lleva en hombros a su perro. El sábado les llevé la comida para que almorzaran allí mismo, pero Rex no quiso compartirla. Él vive en una cabaña en la pequeña propiedad de su madre, y todas las mañanas ella le da un trozo de carne que saca del congelador. En el bolsillo de su deshilachado abrigo, Rex lleva una pequeña sartén de hierro, y al mediodía la carne ya está descongelada y él enciende una hoguera. Está claro que esto supone una delicia para Rex, y no se muestra reacio a utilizar las partes aprovechables de los restos de animales atropellados en la carretera, como por ejemplo ciervos o serpientes de cascabel, cuya piel vende para hacer cintas de

adorno en los sombreros. Se desplaza con una bicicleta de ruedas de balón y provista de una cesta, además de unas alforjas donde lleva sus herramientas para construir las cercas. Nelse se ha ofrecido para pasar a recogerle y llevarle de regreso a su casa, pero Rex no quiere, a pesar de que esto le supone unos veinticinco kilómetros en cada trayecto. —Me gusta montar en bicicleta —es todo lo que dice. Ha habido muchas quejas por parte de los granjeros que le contratan, porque cada verano la madre de Rex suele subirse a un autocar con un grupo de varias docenas de mujeres que salen de Scottsbluff para Las Vegas, y se sospecha que el dinero que gana Rex termina en las máquinas tragaperras. La idea de una madre diabólica es dura Para la sensibilidad de los hombres. Cuando Rex estaba en tercer curso, una mañana vi con claridad que sufría fuertes dolores, pero no me decía nada, así que le pregunté a su hermana. Ésta, con actitud satisfecha, me contó que su madre había visto que Rex «se estaba tocando» y le había golpeado con un colgador de ropa en los genitales. n aquella época no teníamos asistente social, así que llamé al shériff y ya no hubo más palizas. Más tarde, el shériff me contó haberle dicho a la mujer que si volvía a pasar algo la desollaría como a un venado. No es que esto sea muy propio de un defensor de la ley, pero funcionó. He mantenido una discusión a larga distancia con Paul y lo único que la ha mitigado es que la hemos tenido por carta, más que nada porque Paul piensa que muchos problemas tienen su raíz en el hecho de querer discutir asuntos muy serios por teléfono. Su argumentación se fundamenta en que ninguno de nosotros puede expresar en voz alta sus sentimientos con bastante precisión, mientras que el proceso de escribir requiere una mayor reflexión. El problema había empezado una noche de agosto, en que me molestó al decir que era inútil que intentara proteger a Nelse. Especificó que era como si yo tratara de evitar que Nelse saliera huyendo hacia el sol poniente dando fuertes alaridos. A Paul le obsesiona la taxonomía en todas sus ramas, y prefiere un mundo humano sin sombras, aunque sabe que eso es imposible. Tiene en su poder un manuscrito de su padre, al que califica de «falsas memorias» porque en calidad de hijo ha visto cosas que eran completamente distintas. Paul considera «atractivas» esas memorias y piensa que deberíamos dejar que Nelse las leyera, dado que en una semana de reclusión se había leído los diarios del primer J. W. Northridge. Yo me había negado a leer aquel manuscrito, pero a Dalva fé había encantado, como es lógico, ya que en muchos aspectos él había sido un padre para ella y no podía haber hecho nada malo. Dalva piensa que mis objeciones en el tema del incesto son absurdas, porque el encuentro de ella con Duane había sido involuntario. El hecho de que mi marido fuera quizás el padre de los dos me dolió en lo más hondo cuando me enteré. Imagino que éste fue el motivo principal para que al final decidiéramos entregar a Nelse en adopción. No fue la infidelidad de mi marido lo que más me hirió, sino el resultado de todo aquello, un horrible suceso bíblico en el que el hijo ilegítimo, ahora convertido en un adulto,

baja de las montañas y sin pretenderlo se empareja con su hermanastra. Ya sé que eso fue un puro accidente, pero ¿por qué tiene que enterarse su hijo? ¿No es suficiente con que se le abandonara? Dalva, cosa nada normal en ella, dijo que decidiera yo. Está harta de discutirlo, y siempre demuestra cierta suspicacia respecto a mis motivos. No consigo con vencerla de que no es la infidelidad de mi marido lo que me preocupa. Si un hombre se va de cacería durante dos semanas, es un blanco fácil para la tentación. Después de toda una vida de asistir a la iglesia, no veo que el animal humano haya evolucionado hasta el punto de no verse limitado por el deseo más vulgar, que se presenta de forma perentoria y espontánea. Y un campamento de caza sin duda ofrece pocas barreras. Lo cierto es que no lo fueron ni su hermano ni su padre, y menos este último, que era famoso por su libertinaje. Así que mi oposición no se debe a remilgos sexuales por mi parte. Además, Paul me irritó el otro día con una carta en donde sugería que, al oo haber yo tenido un hijo varón al que mimar y, teniendo en cuenta que éstos son mucho más lentos que las chicas en su aprendizaje, ahora me aprovechaba de la situación. No estoy muy segura de cómo debo interpretar eso, pues noto una sensación persistente por debajo del esternón y no consigo localizar la causa. Dalva vino a desayunar a casa el domingo por la mañana e hicimos tortitas dulces de patata, como hacíamos hace mucho tiempo. Ella, Nelse y Rex estuvieron trabajando en las cercas, a pesar de los sermones de Lundquist sobre el hecho de trabajar en domingo. Hace bastante calor para estar en octubre, y después de desayunar nos sentamos en el porche, donde bebimos demasiado café y a Dalva le dio un ataque de risa ante la posibilidad de perder su empleo después de sólo dos meses. El congresista al que ella insultó exige que la despidan, y se aprovecha de ciertos comentarios desafortunados acerca del historial laboral de ella en Santa Monica. Su jefe en Lincoln telefoneó para sugerirle que lo mejor que podría hacer en esos momentos era ofrecer sus disculpas por escrito, pero Dalva le contestó que eso sería lo mismo que pedir disculpas a una caca de vaca por la desafortunada experiencia de haberla pisado. Es evidente la intención del congresista al preguntarle por qué creía que el Gobierno tenía que intervenir y ayudar a salvar una granja que el propio granjero no había sido capaz de salvar. Dalva reconoce que estuvo algo irrespetuosa al replicar que todas las ramas de la economía tienden a «alimentarse del comedero de la plaza pública», incluida la compañía del congresista con sus contratas de gas y petróleo. La expresión era muy antigua y la había aprendido de su abuelo, que políticamente no era de derechas ni de izquierdas, sino que se limitaba a aplastar a cualquiera que se opusiera a sus intereses sobre la tierra. Fuimos a dar un paseo por el estanque y al detenernos para contemplar una mancha de malva silvestre seca, Dalva dijo de pronto que Paul tenía razón, que yo temía que si Nelse se enteraba de algo pudiera huir a toda velocidad. Según ella,

eso era bastante improbable, aparte de que la curiosidad natural de Nelse haría que al final averiguase la verdad. Los leves pinchazos que yo había sentido por debajo del esternón se convirtieron en sacudidas y tuve que sentarme para recuperar el aliento, acordándome de aquella vez, que nuestro padre nos abandonó, aunque sólo por un mes escaso. Mi madre solía caer en fuertes depresiones, aunque de una manera bastante agresiva, y casi siempre tenía ganas de discutir. Gus, mi hermano mayor, que por entonces tendría unos catorce años, era lo bastante bruto para no hacer caso de eso, pero Erik, que tenía doce, se marchaba al establo y dormía allí. Yo tenía diez años y recuerdo con claridad a mi padre gritando en el vestíbulo que si ella no quería hacer el amor cotí él se marcharía a Dakota del Norte. Y así lo hizo, durante un mes. Creo que estábamos bastante asustados, porque eran mediados de marzo y para finales de abril mi padre tenía que empezar a preparar la tierra o de lo contrario no tendríamos cosecha y perderíamos la granja. Por supuesto, mi padre regresó a tiempo, pero esa imagen mental de un hombre marchándose de casa me impresionó muchísimo y se quedó dentro de mí cuando a los dieciocho años Erik nos dejó para siempre. En nuestra zona aún quedaban restos del derecho de progenitura, y Erik veía con claridad que Gus heredaría la granja, de modo que al llegar a la adolescencia había desarrollado una persistente amargura con relación a eso. En aquella época, eso no me parecía bien, y aún sigue sin parecérmelo, un sistema arcaico e injusto para mantener las granjas intactas, pero ruinoso para gran cantidad de hijos que no ocupaban el primer puesto en la línea sucesoria. Muchos terminaban mo miserables vagabundos, alcohólicos o peones en permanente estado de irritación. Lo último que supimos de Erik fue a comienzos de los años cincuenta, al seguirle el rastro hasta Eugene, en Oregón, pero su respuesta fue demasiado gélida para soportarlo. Mi ensoñación había sido tan profunda que se me empezó a ladear la cabeza. Dalva entonó una parodia de una lastimera canción country sobre lo difícil que era ser mujer, y ambas nos reímos, luego seguimos bajando la colina hacia el estanque. El tiempo era caluroso para octubre, y aún había insectos en el aire, así como pájaros retrasados que a esas alturas ya deberían dirigirse al sur: un solitario papamoscas quizá con alguna lesión cerebral, y un mirlo alirrojo que no podía volar muy bien, pues tenía algo rígida el ala izquierda. Nc quise imaginarme el próximo fin de aquella historia. —Sabes que Nelse piensa ir a Arizona para comprobar cómo esta su perro, y luego bajar hasta la frontera para ver a Paul. Piensa que si lee el manuscrito del abuelo es posible que no vuelva nunca por aquí. Así de sencillo. Yo esperé media vida para que volviera Duane aunque mi mente me decía que eso era imposible. Pero incluso antes cuando tú y papá os ibais de viaje, siempre miraba por la ventana, incluso de noche pensaba que las estrellas que asomaban por el horizonte eran los faros de un coche a lo lejos. Y al morir papá en la guerra, pensaba que podía volver con aquel olor a avión en sus ropas, aquella mezcla de aceite, gasolina y sudor. Estoy segura de

que esta añoranza por los seres humanos se inició mucho antes de que dispusiéramos de un lenguaje. Dalva se sintió algo turbada por aquel discurso e intenté cambiar de tema, pero ella titubeó: —¿Me preguntas qué diablos haré si pierdo mi trabajo? No tengo ni idea. Sentarme junto a la ventana y aguardar el regreso de nadie. ¿Sabes que envié un cheque a Michael para sacarle bajo fianza de los cargos que se le imputan por conducir borracho? Ahora tendrá que buscar un piso más cerca de la universidad, ya que no puede conducir durante seis meses; sin duda un verdadero servicio a la sociedad. Pero puedes estar tranquila. Si Nelse no regresa, le seguiré allá donde vaya. Y tú podrás darle más consejos. Me dijo que tus consejos eran los mejores que le habían dado en su vida. Eso es todo un cumplido. En cuanto a mí, dijo que ahora comprendía de dónde había sacado algunas de sus peculiaridades. Entonces me tocó a mí sentirme turbada, y le sugerí que diéramos un largo paseo. Pero Dalva declinó mi oferta. Intentó echar una cabezadita allí mismo, en el banco de arena junto al estanque. Yo necesitaba agotarme, ahora que mis palpitaciones se habían calmado. El asunto de la marcha de Nelse había quedado clarificado, y me encogí por dentro al advertir que la idea se acercaba otra vez, de modo que emprendí rumbo al noroeste, hasta el rincón más lejano de la propiedad, que visito menos de una vez al año porque se halla más allá de la última barrera de árboles que sirve de protección contra los vientos, y allí la posibilidad de ver pájaros es muy remota, con la excepción del área contigua al Niobrara. El terreno es ondulado y las hierbas, indígenas, puesto que nunca se ha cultivado. De recién casada, a menudo iba allí con mi marido en la época de caza. Por allí cerca había un lugar donde los gallos de la pradera efectuaban sus vistosas danzas de apareamiento en primavera, en las que los machos andan pavoneándose con gran ostentación. También había muchos Urogallos de cola puntiaguda en la zona, y de recién casados mi mando tenía un viejo setter inglés medio estúpido, incapaz de dejar de cazar hasta que caía agotado, de modo que luego mi marido tenía que acarrearlo a hombros hasta un estero junto al Niobrara, donde se recuperaba. Yo preparaba una cesta con comida, y después del almuerzo a veces hacíamos el amor, algo fantástico en aquel entorno. La primavera en que el perro murió, a la avanzada edad de trece años para los setters, el animal se había escapado a aquella zona para mostrarnos a los gallos de la pradera en su territorio desde una distancia prudencial, sin abandonar su lejano punto de observación. La última vez estaba lloviendo y Bob había agrandado el agujero de mj, tejón para meterse en parte dentro de la madriguera. Cuando le encontramos parecía como si estuviera mostrando la caza, rígido y babeante en su atalaya. Las aves, en su terreno nupcial a un centenar de metros de allí, seguían impertérritas. Bob tenía paralizada la cadera, y mi marido tuvo que llevarlo a cuestas los casi cinco kilómetros que había hasta casa, lo cual nos tomó algún tiempo, ya que el perro pesaba sus buenos treinta y cinco kilos y era difícil

acarrearlo. Yo caminaba detrás de ellos y Bob me miraba con expresión dolorida desde su posición sobre los hombros de mi marido. Observé a Dalva desde el otro lado del estanque, y me pareció que ya estaba dormitando. Salí a buen paso, pues quería estar de regreso a media tarde para preparar una cena especial para ella y para Nelse. Estaba tan preocupada que, la verdad, hasta se me había olvidado acudir a la iglesia, la única vez que me ocurría en todo el año, excepto durante la tormenta de nieve a primeros de marzo. Iba a pedirle a Dalva que me llevara, pero ella ha ido una sola vez desde que regresó a casa, pues no le gusta el nuevo párroco que el sínodo de la Iglesia luterana ha transferido a la zona. Al igual que yo, él se encuentra en el último tramo antes de la jubilación, aunque yo dedico todos mis esfuerzos a la escuela en vez de dejar pasar el tiempo, como hace ese pobre espíritu casi muerto. En el extremo más alejado del marjal escuché el resoplido de un ciervo macho, saliendo de entre los sauces. ¿Cómo pueden emitir un resoplido nasal tan penetrante? Los mirlos que quedaban se concentraban en masa, como pececillos transportados por el aire. Adiós. Después de este año haré caso a Paul y viajaré a sitios como México y América Central, sobre todo para ver pájaros. El viaje en barca por el Amazonas resultó fallido al no poder caminar. Y por ese mismo motivo los Everglades me dejaron algo insatisfecha. Una amiga cuenta que el lugar ideal para ver pájaros es Costa Rica. Cuando Lena, Marjorie y yo fuimos al Brasil, estuvimos dos días en Río antes de volar al norte, y no parábamos de reír, sintiéndonos unas paletas sentadas en un banco frente a la playa de Ipanema. Miles de chicas en tanga, un mar de traseros al aire, y nosotras sentadas con nuestros vestiditos floreados de Nebraska. Un pobre muchacho intentó arrebatarle el bolso a Marjorie, pero ella iba preparada con la correa más resistente y de un tirón hizo caer al muchacho de la acera. Es indudable que Marjorie es más fuerte que muchos hombres. Pero el mejor viaje que he hecho en mi vida fue entre la segunda guerra mundial y la de Corea, con mi marido, a Inglaterra aunque mi suegro nos estuvo persiguiendo todo el tiempo con telegramas respecto a transacciones de tierras que había que atender en aquella época. Cogimos un tren hasta Hereford, y mientras él acudía al Registro Hereford para hablar de la cría de estas reses, yo aproveché para visitar la espléndida catedral. De regreso a Londres, John Wesley me compró un pareo y eso me hizo reír, pues yo sabía cuánto le gustaba la actriz Dorothy Lamour. Me lo puse sólo para estar en la habitación. También le gustaba Claudette Colbert. A mí me gustaba Robert Ryan, pues me recordaba a mi marido. Y también a Paul. Me gustaba Inglaterra porque además había dado vida a todas las historias de Book House que les leía a mis alumnos, desde versos para párvulos a las historias de Pulgarcito o de Una y el caballero de la Cruz Roja. Con frecuencia, a mis alumnos les gustaban más las historias ambientadas lejos de casa. Estaba deambulando distraída y llegué a la ladera de la loma por encima del territorio de los gallos de la pradera. El agujero que el perro había agrandado, hacía poco lo había excavado un coyote,

así que me trasladé un poco más arriba para evitar el olor característico que desprenden los coyotes. Empecé a pensar en la información que los etólogos con conocimientos avanzados sugieren, respecto a que cada ave tiene su personalidad individual. Asimismo, me acordé de un ensayo que Dalva me había enviado a principios de primavera, escrito por algún poeta de reconocida estupidez y que a ella le caía bien, quien aseguraba que la realidad es una acrecencia de las percepciones de todas las criaturas, no sólo de las nuestras. La idea hizo que mi pobre cerebro crujiera al expandirse, como el tejado de un granero bajo el impacto del sol de la mañana. Algunos místicos afirman que vemos a Dios con el mismo ojo que él utiliza para vernos a Esotros. A pesar de nuestra edad, este verano hice el amor con Paul. ¿Y por qué no?, pensamos los dos. Me acurruqué allí mismo y me dormí soñando con los airedales de J. W., que solían acercarse a Casa de visita y que me no me hacían ningún caso en favor de Dalva, su compañera de juegos, pues ella forzaba a los caballos a ir muy deprisa. Por desgracia, estuve durmiendo hasta pasadas las cuatro y me desperté con un poco de frío, medio desconcertada. Sin duda el motivo debía de ser el cansancio acumulado y, a pesar de que caminé lo más rápido que pude, no llegué al estanque hasta después de las cinco. Nelse me encontró allí, después de bajar al trote la ladera, con expresión preocupada en su rostro. Dalva le había enviado a buscarme. Me gustó ver cómo la cara se le iluminaba al verme. Ya en casa, me tomé mi primer martini desde el viaje a San Francisco que habíamos hecho a finales de primavera, y no cocinamos lo suficiente el estofado porque estábamos hambrientos. La carne estaba poco hecha y apenas cocidas las patatas, las cebollas y las zanahorias. La carne cruda contrastaba con la sinfonía Júpiter que sonaba en el viejo estéreo. Después de cenar saqué el botiquín y a Nelse le vendé una ampolla que tenía en una mano, como consecuencia del trabajo en las cercas. Dalva nos observaba con detenimiento. —¿No debería ser yo quien hiciera esto? —preguntó, y luego se echó a reír. Más que su madre, parece una hermana mayor. 29 DE NOVIEMBRE DE 1986 Él ha vuelto. Es decir, hace algunas semanas que regresó. El hecho de que yo lo esperara no disminuye la alegría que sentí al oír que su camioneta entraba en el patio. No traía a su perro Ralph, y eso me sorprendió. Se limitó a decir que Ralph casi había doblado su peso y que se veía bastante feliz con la pareja de ancianos. Era una especie de versión de jubilado pero en perro, con la ventaja de que si la pareja se volvía demasiado achacosa para cuidarlo se lo mandarían a Nelse por avión. Llegó a última hora de la tarde, ya que antes había pasado por casa de Dalva, pero en el patio vio el coche de un desconocido y no quiso importunar, por si era algún novio quien la visitaba. Le dije que el coche que había visto pertenecía a Lena, y que

sin duda la visita de Dalva era una amiga de la infancia, llamada Charlene e hija de Lena, que había llegado de Nueva York. Nelse ha aplazado el inicio del trabajo fenológico para el primero de abril, en que la morosa y persistente primavera ofrece por fin los primeros indicios de su llegada. Mientras tanto se dedica a restituir los objetos nativos del sub-sótano, pero le fastidia el hecho de que la autoridad más reconocida de todo el estado sea un profesor al que él ofendió cuando estaba en la universidad. Sin embargo, el obstáculo mayor esa noche, hasta el ounto de que me empañaba la visión lateral por el estrés que me producía, era si había leído o no las temidas memorias. —¿Crees que me habrían asustado? —bromeó. —No lo sé. A algunos quizá sí. —No es más que un pequeño cruce entre de una misma casta —dijo, pero entonces intuyó algo en mi rostro—. Estoy seguro de que debiste sentirte mal, pero de eso ya han pasado treinta años. Además, Paul me dijo que existía la remota posibilidad de que fuera él. ¿Por qué no te aferras a esta probabilidad? —Porque lo más probable es que Paul tratara de proteger mis sentimientos. Rachel, la madre de Duane, parecía muy segura de que el padre era mi marido. —Tal vez porque fuera el que más le gustaba de los tres, o porque le amó durante un breve tiempo. —¿Los tres? —Paul dijo que estaba convencido de que su padre había sido el primero en tener algo que ver con ella. Hubo muchas borracheras... Históricamente, la emigración hacia el oeste se basó en el whisky. —¡Oh, Dios mío! Allí estaba yo, sudando por fuera pero desintegrándome por dentro. Pensar que aquel viejo bastardo... Aunque entonces no era tan viejo. Agradecí a Nelse sus esfuerzos por poner algo de humor en todo aquello, hasta que empecé a llorar. Entonces se inclinó sobre mi sillón y me pasó el brazo por los hombros. —¿Y eres tú la que insiste en que mi madre se deshaga de los fantasmas de la casa? Mejor sería que te liberaras de éste. Por lo que he oído, tienes suerte de que tu marido y Paul fueran buenas personas, al menos comparados con su padre, que fue un tipo de cuidado. Pero no, eso no es correcto. Es probable que le tocara vivir en un siglo que no era el suyo. A pesar de que Paul intentó escribir entre las líneas que yo leía, iro a ese hombre; claro que a mí no me tocó ser su hijo. Nos salvamos cuando él advirtió que había tazas de café en la mesa del comedor, y otras dos en la mesita delante de donde estábalos. Siempre me ha producido escalofríos que la gente se vea en la obligación de hablar de temas profundos y muy serios en un tono distanciado, como si todos fuéramos empresarios de pompas fúnebres en lo referente a nuestro pasado. —Las dos primeras —dije, señalando las tazas que había delante e nosotros— son de los padres de una jovencita que tiene problemas en tercer curso. Son de

Massachussetts y vinieron este verano. Él se dedicaba a levantar vallas por la zona de Boston. Es primo de la esposa de un importante ranchero de esta zona. Por lo visto su esposa es pintora, pero él decidió a los treinta y tantos que quería ser vaquero, aunque he oído decir que ya lleva las cuentas del rancho. Su hija viene a mi escuela y piensa que por aquí todos somos idiotas. Es una palabra que utiliza docenas de veces al día. Les he dicho que la niña da muestras de suavizarse, pero cuando llega a casa finge ser más infeliz de lo que es para castigar a sus padres por haberla obligado a cambiar de residencia. La madre ya desea regresar al este, pero el padre se niega. Vi que Nelse pronto perdía interés por lo que le contaba y pasé a las del comedor: —El grupo misionero de nuestra iglesia celebró hoy la reunión semestral. En América Central subvencionamos parte de un orfanato. —Los de Rose Bud y Pine Ridge están bastante más cerca, al norte de aquí, y en ellos Kay un montón de huérfanos locales —dijo sin pestañear. Esto no suponía alejarse demasiado de nuestros problemas familiares. Además, la familia tenía un buen historial en lo que respecta a la generosidad anónima, pero sería como barrer para casa decirle eso a un joven con tan buen ojo para las brutalidades económicas. —Puede que prefiramos América Central porque si diéramos nuestro dinero a los sioux sería como itir que nuestros abuelos y bisabuelos no debieron haberles expulsado de esta tierra —repliqué. Esta respuesta debió de complacerle, porque miró hacia la cocina y dijo que estaba hambriento. Le preparé una cena tardía mientras me hablaba de cuestiones económicas que a él le interesaban, y con las que al parecer Paul coincidía. Cierta clase social, muchos con un buen comienzo en la vida como consecuencia de la Gran Depresión, había dedicado su existencia a absorber trabajos irrelevantes pero que producían grandes sumas de dinero. Estos abuelos y padres habían «volcado» luego ese dinero sobre sus hijos, lo que produjo resultados distintos. Algo similar, según Paul, a lo ocurrido en Europa con la alta burguesía. Para esos jóvenes es difícil encontrar ahora tra bajos significativos, o absorbentes, porque las necesidades no vai por ese camino. Con frecuencia se sienten unos «estúpidos aficionados», o eso dijo él, a quienes resulta imposible tener alguna simpatta cuando piensas en la situación del mundo en general. Yo estaba de acuerdo en casi todo, pero contesté que cualquier persona corriente ¿e las que yo conocía preferiría un trabajo interesante a la simple posibilidad de ganar dinero. Tal vez los rancheros y los granjeros tiendan a mitificar sus supuestas virtudes y su trabajo para otorgarles un mayor significado. Por desgracia, esto es más difícil de conseguir en una oficina o una fábrica, porque son más recientes. Añadí que por ese motivo personas como J. M. o como yo, con nuestros antecedentes, podíamos sentirnos un poco ajenas al resto de la familia.

Esto último le hizo sentirse melancólico durante unos momentos, pero luego salió con brusquedad de la cocina, se encaminó hacia el teléfono del comedor y llamó a J. M. Mientras lavaba los platos hice más ruido de lo habitual para proporcionarles una mayor intimidad. ¡Oh, Dios, cuan difícil es la realidad!, pensé. Y si los cristianos estamos equivocados y los demás tienen razón, quizá sea agradable regresar a la tierra en forma de pájaro o de árbol. Yo he pagado siempre el diezmo, y esto es bastante teniendo en cuenta el dinero de mi marido, pero apenas sirve para que te compres un sueño tranquilo por la noche. Y lo último que alguien como Nelse desearía es un sueño tranquilo por la noche. El Día de Acción de Gracias siempre me ha producido sentimientos encontrados, en parte, supongo, porque durante mi infancia esta fiesta representó en realidad el final de la cosecha, la matanza de los animales al concluir el otoño, y en cierto modo poner la granja a descansar para el invierno. Los vecinos nos visitaban y nosotros visitábamos a los vecinos, y la cocina elaborada se limitaba apenas al pavo, un ave muy poco impresionante. Cuando te dedicas a la enseñanza ves que todas las conversaciones se centran en quién irá adonde para Acción de Gracias, a qué pareja de padres se honrará ese ano. Resultan un poco cómicas tantas idas y venidas, los nervios a Mor de piel, que tan poco tienen que ver con las primitivas celebraciones, en principio comunales. Por ejemplo, el corazón me dio un vuelco cuando Ruth llamó para decir que no vendría desde Tucson, Pero de inmediato me tranquilicé al oír que tenía un nuevo amigo, un viudo, y que iba a preparar la comida para él y para sus hijos ya adultos. Van a venir los padres de J. M., aunque sólo para ese día. La madre de Nelse y su compañero se quedarán una sola noche. Y Nelse tendrá que acompañar a J. M. a Lincoln al día siguiente, ya que no puede desatender sus estudios. Dalva detesta el pavo e insiste en que sirvamos aparte costillas asadas, que ella misma prepararía, pero los dos platos no combinan y he sugerido hacer un jamón, ante lo cual ha fruncido la nariz. Decidimos efectuar la comida en su casa para eludir los retratos de la familia que cuelgan en mi comedor. Todo esto hace que tenga mis dudas sobre los burgueses y la bourgeoisie, como la llamaba Dalva en su época universitaria, un término que también le he oído utilizar a Nelse. Por cierto, éste se está tomando la fiesta con un estoicismo impregnado de buenos modales, actitud que según él ha heredado de su padre adoptivo, algo que me produce una gran satisfacción. Aun así, le pregunté si preferiría asar en una cueva alguno de esos animales que atrepellan por la carretera. —Oh, sí, por supuesto. Esta mezcla de sentimientos encontrados procede de leer esos libros que mis hijas tienen en sus dormitorios, y que en esencia están tal como los dejaron al marchar, de eso hace ya más de veinticinco años, o de otros libros que me han enviado para turbar mi paz. De Ruth he leído todas esas biografías de músicos, desde la de Robert Craft a la de Stravinsky, y más adelante la de Ned Roren, y por supuesto las de los

viejos románticos. El evidente desdén que escondían las falsas alabanzas de la clase media resultaba pasmoso y cautivador. También he leído fnuchas de las novelas que Dalva tenía que leer en la universidad, entre las cuales estaba El amante de lady Chatterley, que me hizo sonrojar porque a mi marido le encantaba hacer el amor al aire libre y a mí me tenía sin cuidado. He intentado leer una novela de Henry Miller, sin duda uno de esos hombres a los que solíamos calificar de bribones, pero fue demasiado para alguien con mi educación, aunque sí me gustó su El coloso de Marusi, hasta el punto de que me convenció para viajar a Grecia cuando me jubile. A Lena también le gustó el libro y piensa acompañarme, más que nada porque mi terrible suegro nos dejó una pensión para viajar y, teniendo en cuenta que Lena fue amante del viejo chivo durante un breve tiempo, la he convencido de que se ha ganado el derecho a realizar algunos viajes. El tiempo récord de leer sin parar fue durante unas vacaciones de primavera, en que Dalva insistió para que leyera Los hermanos Karamazov. De esto hace ya mucho tiempo, y no puedo decir que haya renunciado a esta experiencia ni que debería hacerlo. El segundo lugar en esa línea lo ocupa un regalo de Navidad que me hizo Ruth, un libro de James Agee, Alabemos ahora a los hombres famosos, que trataba de la extrema pobreza del sur, ilustrado con fotografías de un caballero llamado Walker Evans. Es verdad que anduvimos escasos de dinero durante la Depresión, pero en la granja nunca nos faltó comida. Las fotos de aquellas familias del sur postraban los signos más lastimosos de la desnutrición. Todo esto viene a cuento para decir que he sido testigo de muchas cosas, si bien no en la vida real. Tengo dudas acerca de mis conocimientos. Desde lo alto de esta loma no veo ninguna casa habitada por seres humanos. En otras palabras, conozco mi propio lugar, desde el cual no puedes extrapolar el resto del mundo. Dalva vive a cinco kilómetros de aquí, y la finca de Athell Dodson está a dos kilómetros y medio. Él ara mis tierras en invierno, y en las mañanas silenciosas y frías puedo oír cómo pone en marcha su tractor. Corneja odia esa máquina, y en una ocasión picoteó a Athell en la cabeza, de modo que las mañanas ruidosas me veo obligada a salir con mi bata y mis botas para encerrar a Corneja en su jaula. Con la inminencia del Día de Acción de Gracias siempre contemplo la naturaleza repetitiva de mis dudas como parte de la oscuridad característica de esta estación. No hay suficiente luz solar para mantener la vida, algo que intuía ya de niña. Me doy cuenta de que la fascinación que siento por el mundo de la naturaleza me ha limitado, y que debería haber viajado más los veranos, pero siempre pensaba: «¿Cómo puedo abandonar mi jardín y mis pájaros?». Me asombra ver cuan contradictorios podemos ser con nosotros mismos y con los demás, y esto se acentúa en los meses de noviembre y diciembre. Las revistas de jardinería me llegan sin verdadero sabor. Natural History y Audubon no logran captar mi interés, y The New Yorker, un regalo de Ruth, pierde todo su interés, mientras en las demás estaciones las disfruto mucho. Dalva solía conservar la revista Nation y cada varios

meses me mandaba un paquete, pero le pedí que dejara de hacerlo porque, a medida que envejezco, soporto menos el relato de tantos problemas espantosos. Y, en las raras ocasiones que veo la televisión, la imagen se vuelve tan opaca como la propia pantalla, un barreño lleno de agua sucia. Mi refugio habitual, la religión, se Va secando por los bordes, y éstos empiezan a extenderse hacia el centro. Pero ¿cómo puede suceder una cosa así, si la religión ha sido, supuestamente, mi firme puntal desde la infancia? Creo en Jesús como unico y verdadero Hijo de Dios, y en el poder redentor de la Resurrección. Y ahí está. ¿Por qué el 21 de diciembre, momento en que los días se van alargando, se me encoge el corazón con más fuerza que el 25 del mismo mes, cuando sentimos que el Hijo de Dios acaba de nacer? Claro que, aparte de en esos días oscuros, ignoro que soy un mamífero más corriente de lo que me gustaría ser. Casi me imagino a un ciervo diciéndole a otro en una de esas zonas de maleza a lo largo del Niobrara: «Al menos cada día que pasa es más luminoso». Esto casi me divierte, pero más allá de la ventana sólo hay una negrura opaca y, si me muevo, el reflejo de mi propia imagen. Es pasada la medianoche y además en período escolar, una hora más tarde de lo que suelo acostarme. Me sirvo una copa de jerez, algo raro en mí, y escucho una fuga de Bach. A Bach porque no quiero una almohada, sino serenidad. Mi mundo se reduce a los cincuenta y siete kilos que he pesado desde que tenía diecinueve años. Durante la guerra de Corea, la voz de Dios parecía ser Edward R. Murrow, y con Vietnam fue Walter Cronkite. Sólo perdí a uno de mis alumnos, aunque más de una docena fueron allí a combatir, muchachos agradables y vehementes. Me arrodillo y rezo las plegarias habituales por mi familia, mi voz interior cruza esperanzada millones de galaxias. Un arduo trabajo sin duda. He elegido una vida honorable, al menos comparada con la rapacidad y la codicia de mi suegro, pero en ese momento se añade al dolor de mis doloridas rodillas y al ligero sabor a hayuco del jerez. Cada año por esa época, es como si pudiera saborear débilmente la sangre de mi cerebro y la encontrara algo acre, capaz de contaminar rrii vida con mi humanidad elemental. Me pongo el abrigo y salgo al porche. Las estrellas están algo apagadas por una luna iluminada en sus tres cuartas partes, que emite reflejos sobre una delgada capa de nieve. Aunque apenas llegamos a bajo cero, me pongo a tiritar. A mis espaldas, en el marjal, oigo a lo lejos el delicioso aullido de los coyotes en expedición de caza, consciente de que a la presa no le resultará tan delicioso. Mi consuelo es bastante sencillo esta noche, y no puedo calificarlo siquiera át humilde. Soy sólo Naomi, una mujer definitivamente envejecida que contempla la luna y las estrellas, corriente como la tierra que ell iluminan. Si con eso no basta, no tengo más para ofrecer. Además, ¿a quién iba a ofrecérselo? Al día siguiente me siento tan cansada como un perro pastor, y al llegar a casa me encuentro a Nelse y a J. M. en el columpio del porche, un día antes de lo esperado.

Ni siquiera van abrigados, a pesar de que la temperatura está en torno a unos siete grados nada habituales. Me alegro tanto de verles que casi tropiezo al bajar del coche. Nelse ha dejado salir a Corneja, que está amonestando a un grupo de estorninos en el extremo más alejado del seto de árboles. J. M. corre a saludarme. Sonríe abiertamente, aunque en sus ojos lleva la fatiga de los estudios. Me inquieta porque Nelse le ha gritado que me haga una demostración de lo alto que es capaz de saltar. J. M. da un saltito de prueba y luego salta muy alto según puedo percibir. Estoy desolada, porque en calidad de abuela no tengo nada dispuesto para la cena. A ellos no les importa, pero, aunque son sólo las cuatro, dicen estar muertos de hambre. Intuyo que han hecho el amor en el coche, en algún punto de su trayecto desde Lincoln. Entonces recuerdo haber congelado sopa de pollo aprovechando que Lundquist me trajo un puñado de pollitos para freír. A Nelse le gusta encontrarse trozos de pollo en la sopa, así que esta vez puse dos. Yo hago una receta escandinava, que lleva nabos de Suecia y patatas; después de comerse dos platos empezaron a dar cabezaditas en el sofá al tiempo que veían las noticias de las seis. A Nelse no le gusta la televisión, pero J. M. piensa que es obligatorio ver las noticias. Me siento allí, observándolos mientras dormitan, y pienso en lo extraña que es la predestinación. ¿Es acaso presuntuoso pensar en un plan divino? Las pruebas que pueden obtenerse en el mundo sugieren que esto es absurdo. Sin embargo, yo no tengo el valor suficiente para tomar una decisión a este respecto. La mano adormecida de ella reposa en la pierna de él, y el cuello de Nelse está apoyado encima de uno de los brazos del sofá. Con mis recuerdos puedo imaginar sus noches. Suena el teléfono y es Dalva, pero ellos ni se inmutan con el ruido. Está asando un pollo; quiere saber si puede traerlo. Le contesto que adelante. Después de tantos años de comer lo que se preparaba en sus campamentos al aire libre, a Nelse parece encantarle todo lo que cocinamos. Hago café y J. M., la primera en despertar, sonríe con timidez. Tapa a Nelse con la manta de estambre y las dos nos vamos a la cocina. Entonces llega Dalva y a través de la puerta abierta de la cocina veo que se detiene, con el asador bajo el brazo, y contempla a su hijo, ahora despatarrado sobre el sofá. Le ajusta la manta, un gesto bastante maternal en ella, y se nos acerca con gesto preocupado, luego casi se le cae la botella de vino que sujeta debajo del asador. Abraza a J. M., a mí me saluda con una inclinación de cabeza, abre el asador y en voz alta se pregunta si no habrá puesto demasiado ajo. J. M. abre la botella de vino y tomamos unos sorbos. Por alguna extraña razón, el vino me parece sacramental. Gracias a Dios, ya todo ha terminado. Lo cierto es que nada fue mal si bien hubo un breve momento de nerviosismo durante los postres de Acción de Gracias, en el momento en que Derek, el amigo de la madre de Nelse, preguntó: —¿Cómo pueden tener estos cuadros en una granja tan vieja?

Para su vergüenza, Dalva le ayudó a concluir la frase, luego le dijo que a ella le interesaba el arte, no el mercado del arte, dos cosas muy distintas. Ella no tiene idea de lo que pueden valer estas pinturas y tampoco le interesa saberlo. Luego recalcó que su abuelo había sido contemporáneo de aquellos pintores, que había conocido a varios de ellos y que había conseguido los cuadros bastante baratos aunque sin duda a un precio que les habría complacido. Fue justo el padre de J. M. quien contestó que, si te gusta uno de los cuadros que tienes en la sala de estar, para qué vas a darlo a alguien, aparte de que tiene buen ojo para la construcción, y aquella vieja granja seguiría en pie cuando muchos edificios modernos sean una ruina. Derek bromeó itiendo qué abandonaba porque le habíamos «ganado por mayoría», sin embargo, se puso un poco colorado. Del norte llegó un frente bastante borrascoso, aunque no cayó mucha nieve. J. M. estaba preocupada y no quería que sus padres regresaran a casa, teniendo que conducir durante tres horas con aquel tiempo. Pero a su padre, como ocurre con la mayoría de los granjeros, no hubo forma de convencerle para que cambiara de planes. En situaciones así me acuerdo siempre de la idea de Thoreau de que la granja es la dueña del granjero, y no lo contrario. Al día siguiente hizo bastante frío, ya que se alcanzaron los cero grados, pero el tiempo fue claro y soleado, y después de ver cómo su madre y el novio de ésta se marchaban, Nelse y yo salimos a dar una larga caminata. Invitamos a Dalva y a J. M. para que nos acompañaran, pero habían sacado un atlas y desplegado varios mapas, y Dalva le enseñaba a J. M. los lugares que tenían que visitar. Esto pareció poner algo nervioso a Nelse, así que salió al patio para esperarme. Siguiendo un impulso repentino, me enseñó el escondite secreto de su padre en el henil. Me sentí inquieta ante el vago impacto espiritual que desprendía, el cráneo de un ungulado colgado de la cuerda y girando con su propia energía, y la visión a través de las rendijas de las tablas del establo dotaba al paisaje de un sorprenden te efecto longitudinal, mientras la brillante luz solar que se filtran por las rendijas proyectaba una serie de rayas sobre nuestros abrigó dos cuerpos. En cualquier caso, pensé, ¿quién era Duane en realidad, para que la obvia inquietud de su espíritu hiciera parecer abstracta mi propia religión? Me había recordado a un muchacho al que yo encontraba repulsivamente atractivo (¡sí, es posible sentir ambas cosas a la vez!), de cuando sólo tenía doce años y mi padre contrató a un grupo de trabajadores temporeros, unos lakotas itinerantes, para que nos ayudaran en la extracción de la cosecha de patatas. Nuestra familia era bastante seria, y el humor algo salvaje de los lakotas nos turbaba. Por la ventana de mi dormitorio podía ver cómo los nativos liaban sus cigarrillos al anochecer, pues todo el grupo se alojaba en el establo y, como es lógico, allí dentro no se les permitía fumar. La tarde en que finalizó la cosecha, mi madre, con una extraña disposición de ánimo, preparó un guiso de venado con la gama que el bruto de mi hermano había matado de manera ilegal. Para que todo el mundo pudiera calentarse durante la comida, habían encendido

una hermosa hoguera en el corral del ganado. Aunque yo sólo tenía doce años en aquel entonces, uno de los jóvenes lakotas, con una nariz especialmente ganchuda, bailó una danza imitando a un cariacu macho en pleno celo, haciendo vigorosas cabriolas en el aire ante la expresión divertida de los demás. No me quitaba los ojos de encima, reconociendo en mí a la joven mujer que en aquel entonces yo no ansiaba ser. Debo itir que experimenté una extraña contracción en el estómago. El joven saltaba más alto incluso que J. M. el otro día. Algunas de las ancianas lakotas me miraban y se reían. Oh, cómo me hubiese gustado que mi familia se riera como aquellas gentes pobres y harapientas, pero esto nunca sucedería. Mientras Nelse y yo intercambiábamos anécdotas, efectuamos una vuelta de dos horas por la propiedad, durante las cuales sólo de manera esporádica mis pensamientos escapaban en la desagradable dirección de la semana anterior. Nos detuvimos a echar un vistazo a sus cercas para el ganado, y su proyecto me pareció una suave chifladura. Era tal la repulsión que me provocaba el negocio de las reses, que me negué a escuchar sus ideas acerca del régimen de pastos rotatorio dividido en siete partes, aunque mis oídos se alegraron al oírle decir que sus reses nunca conocerían el encierro en un corral destinado a comedero. Era inevitable, pero los comederos para reses me recordaban las fotografías de los campos de prisioneros de guerra. Comenté que en el pasado habían criado en aquel lugar reses de primera para clientela muy rica, y por unos momentos Nelse se entristeció ante su situación de aficionado. Expresé de viva voz mis preocupaciones respecto a la posibilidad de que su plan no funcionara, pero me interrumpió de inmediato para aconsejarme que no dedicara lo que me queda de vida a preocuparme por la familia. Le prometí que lo intentaría y se rió al comentarle que si has criado muchas gallinas no resulta demasiado atractiva la idea de convertirte en una madre clueca. De pequeña consideraba una espantosa tarea tener que dar de comer a las gallinas, y todavía considero que lo es. El único que disfruta criando gallinas es Lundquist. Hasta les pone nombres a todas. El sol no calentaba lo suficiente para derretir los cinco centímetros de nieve, y al cruzar una barrera de árboles que protegía unas cuarenta hectáreas de pradera despejada el efecto fue sobrecogedor. Era una parte de la propiedad que nunca se había cultivado, y las hierbas indígenas que emergían por encima de la delgada capa de nieve constituían una espléndida visión. Medio en broma, le dije a Nelse que, pegada a la barrera de árboles, podía construir una preciosa casa con el tejado de tepe, protegiéndola de esta manera contra los vientos predominantes, y me sobresalté cuando me dijo que ya lo había pensado. Había hermosas concentraciones de hierba combada, mijo silvestre, hierba de las praderas y agrostis, cuyo contraste con la nieve resultaba especialmente asombroso. No solía ir por allí, pues debido a mi afición a los pájaros prefiero las zonas de arbustos y pequeños árboles. Recordaba con dolorosa claridad la ocasión en que había

caminado por allí con Paul después de una desagradable discusión que tuve con mi marido, relacionada con unos vuelos acrobáticos que había hecho en la feria del condado. Dalva acababa de nacer y Paul hacía poco que había regresado del Brasil. Por eso le pusimos ese extraño nombre a la niña, por el disco de samba que Paul había traído, titulado Estrella Dalva. Creo que yo estaba llorando en el porche mientras Frieda sostenía a la pequeña, y Paul sugirió que fuéramos a dar un paseo. Al llegar a este campo me quede pasmada al ver con qué facilidad podía Paul identificar gran parte de las plantas, hierbas y flores silvestres indígenas, muchas de las cuales eran bastante raras, excepto en áreas que nunca se habían cultivado ni utilizado como pastizales. Salí de mi ensimismamiento al ver que Nelse se arrastraba por la nieve, cortando con su navaja pequeños manojos de hierbas silvestres y ramilletes de flores que luego ataba con bramante que sacaba del bolsillo. Dijo que quería colgarlos de las vigas del barracón coffl elementos de adorno. Contemplaba los ramilletes lo mismo que si se trataran de obras de arte, y es muy probable que lo fueran. En momentos así, tan poco habituales, los hombres son unas criaturas maravillosas, como los mágicos personajes de los antiguos cuentos de Book House, y no los estúpidos patanes que han transformado este mundo en un lugar tan problemático. Una calurosa noche de agosto, mientras estábamos en el columpio del porche cogidos de la mano, Paul me comentó: —Mi familia nunca se ha integrado del todo en el mundo. Entonces no le contesté porque estaba pendiente de lo que pudiera añadir, pero en mi opinión su familia nunca se había integrado en el mundo más que en sus estrictos términos. También pude decirle que podríamos incluirle también a él, sentado allí a mi lado pero con la mente absorta en sus propias ideas, como si de paisajes coloreados se trataran. John Wesley, mi marido, se había alistado voluntario en Corea para pilotar aviones técnicamente más arriesgados. Desafiar a la muerte por puro capricho y teniendo dos hijas me había parecido imperdonable en aquel entonces, y sigo pensando lo mismo. Cuando regresamos a casa de Dalva, ella y J. M. aún estaban mirando mapas, si bien ahora había una botella de vino vacía sobre la mesa, y J. M. explicaba una historia acerca de un viaje a Washington que había hecho a los catorce años para asistir a una gran convención de los clubs juveniles de las escuelas agrícolas pertenecientes al Ministerio de Agricultura. A su jefe local lo habían detenido por frecuentar a una prostituta, pero en el pueblo se le perdonó con creces, porque una cosa así sólo podía suceder en Washington. Sin embargo, se hacían chistes de todo tipo acerca de lo sucedido, sobre todo si creían que no podía oírles, y sólo sus compañeros se atrevían a gastarle sutiles bromas. Al final el hombre se había marchado a Kansas. Entré en la cocina, donde Lundquist estaba arreglando un sifón del fregadero que se había atascado. Su pequeño perro gruñó y como de costumbre le di un pequeño

trozo de queso, lo cual, como siempre, hizo que su diminuto cuerpo se retorciera de placer. Lundquist, casi invisible debajo del fregadero, reconoció mis zapatos y empezó a expresar en voz alta sus extraños pensamientos. Por razones que él conocería más que nadie, aunque es muy probable que no, el tema era mi hija ausente, Ruth, una persona que había nacido para la música, al igual que un joven primo suyo de Fergus Falla, en Minnesota, que se había aficionado a la concertina cuando tenía siete años y ya nunca había podido dejar aquel acordeón. Su primo al final se había hecho rico y famoso tocando para las grandes comunidades polacas de Milwaukee y Chicago, hasta el punto de que podía comprarse un Plymouth nuevo cada cuatro años. Reflexioné un momento acerca de esto y reconocí que Ruth era una persona con instinto musical, tras recordar que siempre que Lundquist disponía de algún momento libre y el tiempo no era muy malo solía sentarse en el porche y escucharla durante sus ejercicios, incluso aunque fueran las torturas metronómicas de las escalas. Lundquist opinaba que en el cielo sólo hablaríamos utilizando música, debido a los cientos de idiomas incomprensibles que se hablaban en la tierra. Hacía tiempo que Lundquist había ido más allá de la fe para entrar en el ámbito de la certeza permanente, algo que me producía cierta envidia. J. M. entró en la cocina y, con gran habilidad, empezó a hacer tortillas, algo que había aprendido de su madre, nacida en México. Percibí el olor de un guiso de carne de cerdo picada con guindilla verde que había preparado por la mañana y que despejaba de manera indiscutible los senos nasales. La verdad es que mientras cenábamos todo el mundo empezó a sudar hasta tener el cabello empapado; todos excepto J. M., que se excusó por haber hecho el guiso demasiado picante, aunque a todo el mundo le encantó. Lundquist se tomó un pequeño plato antes de marchar, y efectuó una vigorosa danza alrededor de la mesa. Nelse explicó, aunque imagino que algo censuradas, algunas de sus interesantes aventuras por el sureste del país y por México, incluida una en que ayudó a una pareja de ancianos a descuartizar una vaca enferma de esparaván hasta el punto de que apenas le quedaba carne en los huesos. Después de cenar nos sentamos ante la chimenea de la salita y escuchamos a Glenn Gould, el héroe de Ruth. Aquella música parecía imposible, tocara lo que tocara. Ruth tenía en su dormitorio una foto de él, tocando con los guantes puestos. J. M. y Nelse tenían expresiones de desapasionado interés en el rostro y no tardaron en retirarse a su barracón. Dalva y yo estuvimos hablando de manera imprecisa acerca de la existencia nómada de Nelse, y de si sería capaz o no de establecerse en algún sitio, aunque no estábamos muy interesadas en predecir su futuro. Yo experimenté un estremecimiento de duda respecto a si debería dirigir mis esperanzas y ofrecer mis oraciones en un intento por influir en el destino de otra persona. Rechacé esta pregunta teológica porque la consideré demasiado onerosa para mi cerebro soñoliento después de la cena. A Dalva se le cerraban los ojos y pensé en su nómada

existencia, que si bien carecía de la amplitud concentrada de la de Nelse, había sido bastante continua. Recordé algunas de nuestras peleas por teléfono debido a su predilección por los coches destartalados, a pesar de que podía permitirse otros más fiables. Claro que de poco servían mis preocupaciones. Incluso ahora vestía una camisa de gamuza y unas viejas botas de la adolescencia. Aun así, de nuevo se me ocurrió que nuestra trayectoria empieza en la infancia y en cierto modo es menos itinerante de lo que nos gustaría creer. Al dar un repaso a su vida, a veces pienso que influyó más en ella su abuelo que yo. No existe una sola prerrogativa de los hombres que ella no haya adoptado siempre que su voluntad le ha impulsado a ello. Pero entonces substituí este pensamiento por mis propios planes para el próximo junio, después de que me haya jubilado. J. M. confiaba en pasar aquí el verano y se había ofrecido para cuidar del jardín cuando yo no estuviera. Dalva no se levantó del sofá, así que busqué en el armario una vieja manta del ejército que a ella le gustaba y la tapé. Conduje de regreso hasta mi casa bajo una blanca y reluciente luz de luna, y vi al viejo perro peludo de Athell Dodson trotando por la carretera como si hubiera tomado alguna determinación. Me quedé sentada en el borde de mi cama durante unos breves momentos, estudiando la luz de luna sin pensar absolutamente en nada, excepto en las nítidas sombras que la luna proyectaba. Di las buenas noches a mi marido ausente desde hacía mucho tiempo, y él me las dio a mí, con esa voz del que está medio dormido.

Paul NOCHEBUENA DE 1986 Es bastante tarde y Naomi se ha ido a la cama sin la más mínima insinuación de que me reúna con ella. Qué cristiana, en el sentido antiguo del término. Tengo la vaga sensación de que podría habérselo propuesto a última hora de la noche, pero entonces pareció dar tanta importancia a la intención de convertirse en una viajera solitaria, que el primer impulso se extinguió. Siempre me han gustado los pájaros, pero el interés nunca se ha convertido en una obsesión hasta el extremo de preferirlos a otras especies, incluida la botánica o la raza humana. Aunque es fácil que la culpa tal vez sea mía, porque este verano le hice la lista de una serie de lugares en los que podría disfrutar, y cuando regresé para una prolongada estancia de vacaciones advertí que el estante donde tiene los libros de viaje se había ampliado. Dalva me miró de una forma extraña durante breves segundos al ceder mi habitación de la infancia a J. M., a quien por lo visto le encanta. J. M. comentó burlona los múltiples errores de identificación que había en mi extensa colección de piedras, y le dije que al empezarla yo sólo tenía siete años. Intenté regalarle mi colección de puntas de flecha, pero se negó a aceptarla, argumentando que era demasiado valiosa. Eso creó un momento de tensión, pero ella dijo entonces que Nelse se había sorprendido de la sencillez con que yo vivía en la frontera. Estuvo examinando los libros de mi niñez, cuyos títulos eran bastantes absurdos, incluidas las novelas juveniles de Horatio Alger (Hundirse o nadar, Tom el limpiabotas), los Hardy Boys, las series de Tom Swift (Tom Swift y el rifle eléctrico) y la inquietante influencia de Richard Halliburton, que no paró de viajar por el mundo hasta que desapareció (Las botas de siete leguas). J. M. es lo que solíamos llamar una mujer «atractiva», en vez de la más banal «bonita». Junto con Dalva me ha parecido la mujer más indefensa de todas las que he conocido, y sólo tiene veintidós años. Supongo que será más por la influencia de su madre que por la de su padre, puesto que él se asemeja a esos millones de granjeros malhumorados que empiezan a darse cuenta de que la mitología del pequeño terrateniente está extinguiéndose de la tierra. Claro que ella habrá tenido su apoyo incondicional, de igual modo que Dalva tuvo el de Naomi y el de mi padre. Mi padre fue un monstruo en muchos aspectos, pero espléndido en su ayuda a criar a Dalva, todo lo contrario de lo que había hecho conmigo y con J. W., al que legó gran parte de su rabia y de su confusión. Fue como si la muerte de J. W. le hubiese golpeado hasta hundirle en el suelo, y hubiese resucitado convertido en un ser humano distinto. Es lógico desconfiar de las conversiones en general, pero ésta se haría del todo convincente con el paso de los años. Me hizo reflexionar acerca de que la sucesión de guerras por las que había pasado nuestro país habían hecho esto a muchos de los padres que habían mandado a sus hijos a luchar, cuando todavía

eran unos chiquillos en la mente de esos padres. Sé que J. W. incluyó su osito de peluche en el equipaje al marchar a la segunda guerra mundial, a pesar de que era la imagen estridente y viril de nuestro padre que yo nunca podría llegar a ser. Un osito de peluche y una foto de Claudette Colbert en bañador. Para hacerle una broma, una vez yo le escondí esa foto, pero le vi tan desolado que de inmediato la volví a dejar en el cajón de su cómoda, después de que empezara a gritar a Frieda acusándola de haberlo hecho. El único remordimiento abrumador que tengo respecto a J. W. es una pelea a puñetazos que mantuvimos —tendría yo veinte años y él diecinueve— al llevarme a dar una vuelta con su aeroplano y hacer una serie de caídas en picado que cubrieron mi camisa con el copioso desayuno que había ingerido. Empezamos la pelea en cuanto aterrizó en Grand Island para repostar, y se precisó la intervención de varios testigos y un corpulento mecánico para separarnos. Sentí que me moría de vergüenza al oír a un anciano que comentaba: —Estos chicos Northridge son iguales que su padre. Era lo último que hubiese querido oír. Entonces yo ya estaba ei mi tercer año en Brown (una elección de mi madre), y deseaba ser geólogo y un caballero, por este orden. Recuerdo que miraba los libros de arte de mi padre a escondidas» pues no quería que confundiera mi curiosidad pasajera por verdadero interés. Dudo que en su momento advirtiera hasta qué punto estaba en guerra con él. Recuerdo los espantosos momentos que pasé en Brown al leer por vez primera lo referente al complejo de Edipo, después de lo cual cerré el libro con cuidado y salí huyendo de la biblioteca. Oh, Dios mío, recuerdo que pensé, ¿tan predecible es la conducta, tan primitivos mis sentimientos? El muchacho quiere matar al padre y tener a su encantadora madre, Neena, sólo para él. El padre la tiene sojuzgada, y en algunas ocasiones descubre morados en su brazo. Pero no porque él la haya pegado, dice ella, sino porque sus manos son demasiado fuertes. Cuando éramos pequeños, solía doblar clavos con los dedos para divertirnos y derribaba un ternero para marcarlo como si fuera un pequeño saco de cereales. Después de mucho suplicar, John Wesley consiguió un cachorro de terranova para su cumpleaños, que se transformaría en una mole inmensa en sólo un año. El perro era un idiota muy pesado, y los perros pastores un día se confabularon y le atacaron duramente. Desde la ventana de la cocina observé a John Wesley berreando a lágrima viva, y a mi padre con el enorme perro bajo el brazo corriendo hacia la camioneta. Siempre sentí que había algo sobrenatural y diabólico en semejante fuerza física, y que durante nuestros peores momentos él se convertía en una especie de ogro mitológico de los cuentos infantiles. Claro que había largos períodos de tiempo en los que podía ser encantador, y nunca me pegó, salvo una sola vez, a mis dieciséis años, cuando sin venir a cuento me cebé con él por haber abandonado la pintura y haberse convertido en un monstruo. Me tumbó de espaldas en el suelo, lo que puso

furioso a John Wesley, y luego desapareció durante varias semanas. Su acción podría calificarse de imperdonable, pero yo le perdoné. En cambio, por lo visto él nunca se perdonó. Antes de que muriera mi madre, tendría yo poco más de veinte años, sentí una extraña repulsión al confesarme que él había sido un amante maravilloso. Al principio atribuí su afirmación a los efectos del alcohol que solía beber, así como a la cantidad de medicamentos Que tomaba tanto para dormir como para despertar. Estábamos en casa de su familia en Wickford, Rhode Island, y sentí la necesidad de dlsentir, afirmando que para ser un amante maravilloso hacía falta algo más que un simple atributo físico. Mi madre replicó que condervaba montones de cartas suyas, muchas de ellas escritas después de que se hubiesen separado. Siempre he creído que al final lo que les impidió ser compatibles el uno con el otro fue Adelle, la hermana de ella, quien mucho después de su muerte siguió ejerciendo una poderosa influencia en sus vidas. Puede que fuera injusto para ambos, pero la palabra «injusto» le produce a uno cierta confusión en un siglo de continuas matanzas. En Wickford había muchas fotos antiguas de Adelle que recordaban a una versión sensual de Emily Dickinson. Por supuesto que esto lo digo basándome en hechos consumados, pero su imagen no era la de una superviviente. Una prima suya medio chiflada, una vieja solterona áspera y pretenciosamente intelectual, aseguraba que Adelle había estado a punto de ahogarse de pequeña y que nunca había vuelto del todo a la vida, excepto de una manera distorsionada. En calidad de geólogo, antes que nada soy un científico, la verdad es que no sé qué conclusión sacar de esta idea, formulada con tanta sencillez frente a una copa de jerez barato. Poco antes de Año Nuevo, el día en que tenía planeado marchar, Naomi llamó a mi puerta a las cinco de la madrugada, mucho antes de que amaneciera. En menos de una milésima de segundo, el corazón se me subió a la garganta: No dijo nada, aparte de: —Me siento sola. Una ráfaga de viento, fuerte y violenta, golpeó contra la ventana que daba al norte, y me pregunté si no sería el tiempo el que la había atraído hacia mí, pero de inmediato dejó de importarme, porque el calor de aquella criatura me envolvió. Después le dije que habíamos hecho el amor como si aún conserváramos energía y ella se rió, pero pronto se quedó dormida. Me desperté al oír arrancar el coche y el ruido de los neumáticos al deslizarse sobre la nieve que cubría el camino de la entrada. Le había prometido que al marchar me detendría en la escuela rural para hablar de geología a sus alumnos. Había intentado redactar unas notas mientras tomaba café, pero la estructura de la casa empezó a inquietarme. Habían concluido su construcción durante una de mis breves estancias, recién llegado de un viaje al Brasil. Para mi gusto, se parecía demasiado a la vieja casa familiar, pero no lo

manifesté. Los celos que sentía eran demasiado patéticos para transmitirlos. El año anterior, J. W. me había llevado de paseo a unos ciento sesen ta kilómetros al oeste de casa, cerca de Gordon, para que conociera a su joven amor, a Naomi. Vivía en una granja pequeña, pero limpia como los chorros del oro, lo cual demostraba que la familia conservaba algunos ideales legendarios. En aquella época yo acababa de graduarme de Brown y me consideraba todo un hombre de mundo; un incondicional de las refinadas mujeres del este. Pero pensaba que una muchacha granjera que hubiese estudiado para maestra era lo más adecuado para John Wesley. Cuando llegamos, Naomi estaba ayudando a su madre en el jardín y al incorporarse y venir hacia nosotros me quedé mudo de asombro. ¿Por qué no he podido encontrar yo una Naomi? La respuesta estriba en que sólo existe una para cada uno de nosotros, y tanto esta pregunta como la respuesta se han repetido innumerables veces en el transcurso de los años. En cuanto llegué a la escuela, los estudiantes parecían enormemente felices de haber vuelto a sus obligaciones hasta la festividad de Año Nuevo. No podía culparles por eso, porque el lugar conservaba la misma apariencia deliciosa que recordaba de mi infancia. Habían construido medio cobertizo para que los caballos pudieran guarecerse contra la fuerza del viento, y había tres que se cubrían con una manta, pero los otros dos ya eran bastante peludos. A pesar de sentirme satisfecho, advertí en mí un toque de petulancia que me hizo desear prender fuego a la escuela y huir con la maestra. Esta idea me hizo sonreír. John Wesley llevaba muerto más de treinta y cinco años y nosotros ya habíamos cumplido los sesenta, pero nunca habíamos tocado ese tema. Mentalmente, siempre me había burlado del antiguo dicho de que «el espíritu es voluntarioso, pero la carne es débil», no obstante, tal vez fuera eso lo que ocurría en realidad. Si no regresaba a casa, ¿se debía más a mi inercia o al hecho de que Naomi no expresara que éste era su deseo? Después de entrar en el pequeño recibidor, primero acaricié su abrigo y luego lo olí, como haría un chiquillo. Eso es lo que pasa cuando uno envejece. Contemplé los carteles sobre grupos alimenticios y cómo lavarse los dientes. Llevaba conmigo una pequeña caja con muestras de piedras que había encontrado en el antiguo dormitorio de Ruth, donde me senté un rato para leer los tormentos de la vida de Mozart, dejé el libro a un lado y luego descubrí los mismos padecimientos en Brahms y en Mendelssohn. Por lo visto, cierto tipo de artistas sufren muchos infortunios, claro que lo mismo les pasa a los mineros. La breve charla que mantuve con los alumnos fue bastante bien, aunque tuve que hacer grandes esfuerzos para desviar su interés de la Plata y el oro. Supongo que esta avidez se debe a la televisión, pero no lo pregunté. Yo nunca he tenido televisor, aunque mi ama de llaves tiene uno en su cuarto y a través de las paredes puedo percibir los suaves y diminutos sonidos que emite. No me opongo a que lo tenga, por supuesto. Yo no he comprado su vida, y ella siente curiosidad por un mundo del que yo ya he visto demasiado.

Naomi dejó salir a los crios para el recreo. La ayudé a abrigar a los más pequeños y luego me despedí. Ella me dio un beso en la boca, lo cual fue una agradable sorpresa, y prometió que bajaría a verme durante las vacaciones de Pascua. No pude evitar bromear acerca de sus motivos, ya que en la zona donde yo vivo, cerca de la frontera con México, hay gran afluencia de observadores de pájaros en primavera, hasta el punto de que el número de visitantes puede muy bien igualar al de las aves que emigran. Se sonrojó un poco y dijo que siempre me había considerado tan interesante como un escribano triguero, y me pellizcó en el culo al decirlo. Salí en dirección al sur. Durante toda mi vida he redactado eso que llamo «notas de campo», aunque no soy muy aficionado a volverlas a leer. Hay tanta atracción hacia la falta de sentido de los significados cuando nos enfrentamos a lo incomprensible... Y sin embargo me sorprendía la aparente imperturbabilidad de Nelse ante la pérdida de los diarios que guardaba en la camioneta que le robaron, aunque dijera que había empezado a ver sus diarios como una forma de esclavitud. Ahora parece redirigir sus compulsiones sobre todo a la preparación de un trabajo fenológico en torno al rancho. No soy un buen humanista, pero recuerdo muy bien a un estudioso de Yeats, állp en Brown, que solía citar de memoria el poema Bizancio, y que a mí me impresionaba el verso «La furia y el lodo corren por las venas de los humanos». Más que una reflexión, me parecía una frase para lanzar. Aunque aquel profesor fuera de Misuri, hablaba con un marcado acento irlandés. Sus alumnos a menudo se referían a él como «el estúpido mariquita», pero a mí me intrigaba hasta qué punto Yeats regía su vida. Al alejarme de la escuela rural, intenté recordar un fragmento de otro poema de Yeats leído hacía más de cuarenta años, algo referente a que la edad le vuelve a uno mísero, a no ser que obligue a su espíritu a batir palmas y a cantar. Claro que la poesía hay que recitarla con exactitud, pero me pregunté por qué me asaltaba de tal manera la idea que se escondía detras del verso. El día anterior, después de cenar, Dalva me había recordado aquella vez que, en mi casita de Baja California, durante una n che tranquila, toda la bahía se había llenado con el sonido de los de fines al salir a la superficie para respirar. Es indudable que aquel) había conseguido que nuestros espíritus batieran palmas y cantaral pero yo siempre he sabido que hay que disponer de recursos en a sentido. Uno no puede depender de los delfines. Salí del camino y me detuve un momento en el nevado arcén para reflexionar si gran parte de mi vida se había basado en la aversión. Ir al volante provoca ese tipo de cosas. El vehículo encierra tu condensa y te habla con miríadas de voces. Aunque hacía tiempo que eso había dejado de preocuparme. Lo que sin duda sabía era que no sería ranchero. Mi madre padecía de asma, de modo que durante mi infancia pasé los inviernos en Arizona, dejando a John Wesley y a mi padre al cuidado del rancho. Arizona es uno de esos lugares donde la formación de la tierra es del todo

transparente, y pronto me sentí fascinado por su geología. En el subsuelo hay un misterio ampliamente ignorado porque es en gran medida invisible. Por tanto, me hice geólogo. Como no quería quedarme allí sentado, leyendo y bebiendo como mi madre, me hice geólogo autónomo y viajero después de los desgraciados años de la guerra, durante los cuales trabajé para una importante compañía. Durante un breve tiempo me especialicé en depósitos de uranio, un material de cierta importancia en las actividades bélicas, de modo que me consideraban alguien demasiado importante para convertirme en carne de cañón, como luego se convertiría mi impulsivo hermano. Mi mente no puede pensar en la palabra «uranio» sin sufrir un estremecimiento de repulsión. Finalizada la guerra, sólo trabajé para particulares, por lo general para determinar el valor o la utilidad de los minerales en las propiedades que habían heredado, aunque gran parte de este trabajo lo llevé a cabo en México. También hice algunos trabajos en favor de varias tribus indias, para ver si les habían estafado. Jean Paul Getty expresó en una ocasión este comentario no muy divertido: «Se dice que los mansos heredarán la tierra, pero no los derechos sobre los minerales». Apenas había cumplido los cuarenta cuando la botánica y algunos otros temas me parecieron mucho más interesantes que la geología. Los derechos sobre el petróleo y los minerales, o incluso sobre el agua en el oeste, eran motivo de crueles enfrentamientos entre los humanos. Con frecuencia, esto me resultaba difícil de soportar, si bien entonces podía recurrir con facilidad a lo que había heredado de mi madre. Siempre he vivido de una manera relativamente desenfadada, y sin duda en sitios que los de mi clase considerarían poco recomendóles. Esto no se debe a una excentricidad gratuita, sino que procede de mi temprana aversión a trabajar para algo tan abstracto como eso que se conoce como sociedad mercantil. He realizado breves visitas a amistades, tanto femeninas como masculinas, que vivían en prósperos enclaves, desde Beverly Hills a Palm Beach, y estos lugares siempre me han resultado cómicos en su desolación. Prefiero los olores a cabras, ovejas, gallinas, vacas, los gritos de los vendedores callejeros, o incluso los olores de lo que mis vecinos están cocinando los ruidos de sus chiquillos... Ahora vivo bastante lejos, pero todavía con sencillez. Me gusta estar cerca de los procesos de la vida, desde la flora y la fauna a las personas. Quiero a mis amigos, tanto a los ricos como a los pobres, pero de los primeros no me gustan sus escudos, sus barreras, las distancias que los mantienen alejados de todo salvo de aquellos que les igualan en riqueza. La vida es muy corta. ¿Por qué no familiarizarnos con todo lo que la conforma? Un amigo adinerado sostiene que la vida es en realidad bastante larga, una curiosa diferencia de opiniones. Es un tipo muy peculiar, pero puede que yo también lo sea. La tendencia principal de todas las culturas suele ser cualquier cosa menos irable.

El tiempo empeoró y sólo pude llegar hasta Limón, Colorado, donde cené muy mal pero tuve un agradable inicio de velada al retirarme a la habitación del motel pensando en lo bien que lo había pasado con Naomi. Como siempre, Dalva se había mostrado dubitativa, y durante un paseo me preguntó: —¿Y qué pasará si Nelse no quiere esta hacienda? Intenté mostrarme reticente a pesar de la enorme implicación de la pregunta, pero me interrumpió de inmediato preguntando por qué razón había comprado su parte a Bradley, el hijo de Ruth, si no la quería para mí. Desde luego, ella tenía razón, pero le dije que había utilizado eso que llamo «capital muerto», fondos que con toda probabilidad no hubiese invertido, y como quedábamos tan pocos, quería que la cesión de la herencia se hiciera de una manera apacible. En realidad no podía decirle que, a pesar del distanciamiento que había mantenido siempre de aquel lugar, no soportaría ver como en nuestra hacienda entraban las excavadoras mientras yo aún vivía, o si quiera la posibilidad de que pudieran hacerlo después de que yo iniciara el viaje hacia el vacío. Me quedé dormido con la luz encendida y un libro de ensayos de Stephen Jay Gould sobre el pecho, pero me desperté a las tres de madrugada, con el ruido sordo del libro al caer en el suelo, y vi que la luz se había apagado. La del baño tampoco se encendía, y afuera el viento ululaba con estridencia. Al otro lado de la ventana, las farolas de vapor de mercurio que antes me habían irritado también estaban apagadas, y los coches del aparcamiento, cubiertos de nieve y hielo, semejaban ovejas muertas bajo la débil luz de la luna. Sentí aumentar la irritación dentro de mí, como si el tiempo debiera hacer una excepción en mi viaje de vuelta a la frontera. Palpé los es de ia calefacción eléctrica que cubrían el rodapié y por el calor comprendí que no podía hacer mucho rato que se había apagado. En mi viejo Land Cruiser llevaba un pequeño baúl con material de emergencia, ya que había pasado mucho tiempo en zonas con luz eléctrica irregular al sur de la frontera, pero la perspectiva de pasar verdadero frío hacía que mi mente ideara situaciones desagradables. En Wind River, Wyoming, mi joven amigo Douglas había salido de la tienda en medio de una tormenta de nieve para ir a mear, y poco faltó para que muriera congelado antes de poder regresar a la tienda. Una perspectiva bastante aterradora para un hombre que sólo pretendía aliviar la vejiga. Del maletín saqué una débil linterna en forma de pluma estilográfica, pero sólo sirvió para que mi otra mano pareciera más vieja. Quería anotar un extraño sueño que había tenido, un examen universitario que se realizaba en una dé las feas aulas habituales, y en el que no podía identificar ninguna de las muestras que figuraban en una tabla de botánica porque mi mente había creado hasta el más mínimo detalle una flora que no existía. ¿Cómo era éso posible? Esta experiencia onírica pronto se tradujo en la idea de que yo era tan capaz como mi padre a la hora de presentar una imagen falsa de mí mismo. Esto provocó en mí una sensación que me recordó la que debió de sentir Naomi al ver que se hundía a través de la delgada

capa de hielo del estanque. Yo había desdeñado la falsa gentileza de mi padre en sus memorias, pues recordaba con claridad a un hombre tan voluble que al entrar en una habitación uno no estaba muy seguro de que no fuera a salir por la pared de enfrente, abriéndose paso entre el estuco y los listones de madera. Quizás él sencillamente no se recordara de esta manera. Hasta que no hubo cumplido los sesenta años, Antes que bajar del caballo lo que hacía era saltar de él dando una volteta. Hacía enloquecer a todo el mundo, excepto a su nieta Dalva y a su hijo John Wesley, quien estaba tan concentrado en su propia existencia que dejaba de lado casi todo lo demás. John Wesley prefería actuar en vez de reaccionar. ¿Es posible que la mente construya de manera instintiva un sendero seguro por el centro de la memoria? Ésta es una situación sin duda precaria para alguien convencido de que en sí mismo valora la honestidad por encima de cualquier otra cosa, como si pudieras mirar este vasto y nebuloso yo lo mismo que estudias una muestra mineral; es decir, cuando la mente se halla más cerca que nunca de semejar un desfiladero. Puedes convertirte en un ser tan retorcido, lacónico e introvertido como quieras si te ciegas a todo lo que no sea mirar al frente. No veré el montón de carne viva que hay en la esquina si me dedico a contemplar la puesta de sol por encima de las montañas de la Patagonia. Rachel no era una perra con su carnada, de modo que el padre de Duane no podíamos ser los dos a la vez, J. W. y yo. Con ella hice el amor una sola vez, y de inmediato se sintió atraída por J. W. en cuanto se conocieron en la cabaña. Fue mía durante unas breves horas. También hubo algunas sospechas en relación con mi padre, pero Rachel insistía en que el padre de Duane era J. W. ¡Cuánto tiempo he pasado interrogándome acerca de esto, y en si tenía alguna importancia en realidad! Pero lo cierto es que Duane nunca tuvo un padre, y que en el momento de su aparición por casa tampoco quería uno. Mi propio padre, conocedor de toda la historia, intentó serlo. Y cuando Dalva llegó a México, con la intención de recuperarse un poco, ¿a quién podía yo decirle, respecto a Duane y a su suicidio, que quien le había hecho aquello era mi hijo? Un hombre no tiene derecho a joder a una mujer, abandonar el pueblo y reclamar su derecho de paternidad, del mismo modo que un toro Hereford que se presta no puede ir por ahí diciendo que los terneros son suyos. La luz de la mesita de noche volvió a encenderse, y con ella se reanudó el tic tic de la calefacción del rodapié. La rabia puede purificar tus debilitados secretos. Durante más de cuarenta años me habré liado con unas treinta mujeres, y cinco de ellas se parecían decididamente a Naomi en algunos aspectos. El hecho de que estas cinco fueran mis aventuras menos placenteras no dice mucho a favor de mi inteligencia, a pesar de que el impulso inicial fuera de algún modo subconsciente. ¿Cómo puede el subconsciente no formar parte de nuestra inteligencia? Menos seguro estoy respecto a la antigua idea d que el amor romántico es en sí mismo una enfermedad mental. No deja de ser algo cómico que siga viéndome con Rachel y

Naomi casi cuarenta y cinco años después del hecho indiscutible de que mi hermano se las llevó. Cuando llegué a Buffalo Gap aquella fría tarde de otoño, estaba harto de cuidar de mi padre y de mi hermano, quienes a pesar de su buena intención, no hacían más que chapuzas y torpes comidas durante toda la partida de caza. Soborné a Rachel para que abandonara el restaurante donde trabajaba, pues el contenido de mi billetero sin duda superaba lo que ella había ganado en toda su vida,. Mi padre guardaba una caja de cigarros llena de dinero en su estudio, a la que siempre podíamos recurrir y que a mí me impulsaba a llevar una vida más sencilla, pero él consideraba que la penuria en que había vivido su cristiano padre era bastante absurda. Nelse me dijo que siempre que se sentía demasiado cómodo, pensaba que le faltaba algo. Durante los treinta y pico kilómetros que duró el viaje con Rachel me sentí en extremo inquieto. El antiguo camieo estaba lleno de afiladas piedras y se me pinchó una rueda. Rachel me ayudó a cambiarla, y mientras los dos estábamos juntos, agachados, veía corrió se le subía la falda, aunque, como un caballero, procuraba apartar la vista. Rachel era el polo opuesto a mis chicas del este, con su piel oscura y las trenzas en el pelo. Tenía un cuerpo macizo pero esbelto. Yo estaba tumbado en el sofá de la cabaña, preso de una resaca porque la cabaña era siempre una buena excusa para beber demasiado, observando cómo ella limpiaba la cocina. Le pedí un vaso de agua fresca, y al chocar mis dedos contra los suyos, que sujetaban el vaso, el agua cayó sobre mi pecho. Ella se cubrió el rostro con ambas manos, como si tuviera miedo, y yo la atraje hacia mí. Sin duda todo fue maravilloso, pero por desgracia el recuerdo se mezcla con otro, su equivalente metafórico, tal vez. Estaba yo cazando codornices por la frontera con un amigo del norte, y cuando éste metió la mano en una antigua madriguera de coyotes para recuperar una codorniz herida, le grité, pero ya era demasiado tarde. De un tirón sacó la mano, pero adherida a ella ya llevaba una serpiente de cascabel, y tardó varias semanas en recuperarse. De esto también hacía mucho tiempo, pues ocurrió a mediados de los años cincuenta, pero al morir mi amigo el ano pasado en Vermont, imagino que el recuerdo todavía seguiría vivo para él. Por extraño que parezca, nunca sentí ningún resentimiento por John Wesley. Se ha escrito mucho sobre la rivalidad entre hermanos, Pero dudo que ninguno de los dos sintiera eso. Sencillamente, no había un ámbito en el que competir. Fue el primero en conocer a Naomi y su amor por ella fue total. Yo conocí primero a Rachel, pero eso carecía de importancia. Yo nunca fui a ninguna parte con John Wesley, ni a los hoteles de Chicago ni a las fiestas de Omaha o Lincoln, donde tanto las mujeres como los hombres se sentían atraídos de inmediato por su indudable encanto. Llamé por teléfono a Naomi justo antes de abandonar el motel de Limón. También allí el tiempo era bastante malo, el mismo frente del oeste, de modo que acababa de avisar a sus alumnos para cancelar las clases ese día. Su actitud me pareció algo

distante, pero en la fracción de una milésima de segundo me pregunté qué habría compensado mi media noche de insomnio, en la que como un geólogo idiota y clarividente había examinado durante demasiado rato el sedimento comprimido e ineludible de los genes. Mi pausa se prolongaba a través del teléfono, y entonces ella dijo que le hubiese gustado que estuviera con ella ese día. Le di las gracias, sintiendo por un instante una casi absurda sensación de bienestar. Luego le pregunté si alguna vez había pensado en casarse y ella se rió. Dijo que era mucho mejor «vivir en pecado» siempre que deseáramos vernos, lo cual esperaba que fuera con bastante frecuencia. Con eso bastaba, pensé después de despedirme. El tiempo no mejoró hasta llegar al sur de Ratón, pero luego el sol brilló y se reflejó espléndido, frío y nítido contra los montes Sangre de Cristo. Hacia media tarde entré en el bosque del Apache, justo al sur de Socorro, un refugio de la fauna donde por costumbre me paré a echar un sueñecito. Encontraba apacible y consolador dormir en medio de la estridencia de los pájaros, y qué mejor lugar para un hombre con esa curiosa predilección que detener el coche junto a unos campos habitados por miles de gansos árticos y grullas canadienses, quizá mis preferidas entre las aves cantoras por su áspera musicalidad prehistórica. Su canto te devuelve a una vida sin historia. Me desperté un segundo a causa de un pensamiento algo inquietante, al que yo había analizado lo suficiente como para que perdiera parte de su fuerza detonante. Años atrás, Naomi había insistido para que leyera Los hermanos Karamazov, y me había enviado el ejemplar que Dalva utilizó en la universidad. Naomi es un verdadero incordio a la hora de insistir que leas un libro, y para no tener que soportar una larga serie de «¿No lo has leído aún?», me dediqué a leerlo todas las noches de una calurosa semana de julio en el valle de San Rafael, que es donde yo vivo. Mi resistencia inicial se debía a que del mismo autor ya había leído Los endemoniados para un curso de ciencias políticas en Brown, sobre las raíces de la Revolución Rusa, y todavía pienso que en mi vida no he leído un libro tan inquietante como aquél. La lectura fue bastante fluida con la familia Karamazov hasta que Misha, creo que ése era su nombre, el irascible hermano da una paliza al padre del pequeño Kolya y de la barba lo arrastra por la calle justo frente a su hijo. Leí este pasaje durante una fuerte tormenta de rayos y truenos y, la verdad, debo itir que lloré al acordarme de que cuando tenía siete años, sin duda la más vulnerable de todas las edades, y John Wesley sólo seis, un sábado bajamos al pueblo con mi padre durante la temporada de caza del ciervo. Ir al pueblo los sábados suponía una gran emoción para nosotros, porque nos deteníamos en la taberna propiedad de un amigo de mi padre con el que iba a cazar pájaros, y allí comíamos una hamburguesa, un plato prohibido en nuestra casa. Los sábados, la taberna se llenaba de rancheros, vaqueros, granjeros y peones que se dedicaban a beber mientras sus esposas iban de compras y los niños jugaban en el solar vacío que había al lado. Aquel sábado en particular había varios grupos de cazadores de ciervos, además de un grupo de empleados del ferrocarril de Alliance a los que mi

padre había negado permiso para cazar en sus extensas —en aquel tiempo— propiedades por la zona. El jefe del grupo y el más corpulento, un patán verdaderamente monstruoso, se detuvo ante nuestra mesa para provocar a mi padre, diciendo que había cortado una cerca y con su vehículo se había internado en la propiedad para recuperar un ciervo herido, pero como esto era agua pasada y había vuelto a arreglar la cerca, mi padre no podía hacer ninguna maldita cosa al respecto. Su atronadora voz hizo que las lágrimas asomaran a mis ojos, y recuerdo que una patata frita se me atascó en la garganta. Mi padre dejó a un lado su hamburguesa y, sin levantarse, arreó tal puñetazo en el vientre de aquel hombre, que su boca estalló con un vómito, la mayor parte sobre nuestra mesa. Entonces mi padre se levantó y, con la mano abierta, le golpeó varias veces en la cara. Aquel tipo cayó de rodillas y mi padre le fue dando patadas en el culo a medida que se arrastraba frenético hacia la salida. Sus amigos quisieron intervenir, pero los otros clientes del bar les ordenaron que siguieran en su sitio. Luego mi padre volvió a la mesa y, con lo que yo recuerdo como una alegre risa, pidió a la camarera que limpiara todo aquello y nos trajera nuevas raciones. ¿Es posible que esto sucediera de verdad? Lo recuerdo como si viera una película desde la primera fila. Yo lloraba y John Wesley sonreía feliz. Dormí hasta el anochecer, momento en que mis gansos árticos y mis bullas volaban en todas direcciones, emitiendo sus llamadas con esrepito intermitente. Justo antes de morir, mi padre me dijo que había soñado que la voz de Dios sonaba como millones de pájaros. Aparte de cuál fuera su significado, esta afirmación me sorprendió porque no recordaba que mi padre hubiese utilizado nunca el nombre de Dios, como no fuera para maldecir. Como yo disfruto con esos sueños, le dije que podía considerarse afortunado por haberlo tenido. Tal vez la reaparición de su amigo Smith sea el rasgo más inquietante de sus memorias más que dudosas, con toda esa gentileza que nunca le noté mientras crecía a su lado. Aunque, ¿quién mejor que nosotros mismos para tomar nota de nuestra vida? De pronto lamenté haberle contado a Nelse aquel suceso cuando estuvo por aquí de visita en otoño y se leyó el manuscrito en un solo día. Durante el invierno de 1958, poco después de leer las memorias, viajé a Nueva York por asuntos profesionales y pasé una tarde en la sede central de la biblioteca pública de Nueva York. Después de bastantes esfuerzos, y con la ayuda de un bibliotecario, en dos periódicos del verano de 1913 encontré unas reseñas del incidente en el que mi padre había «ahogado» a dos atracadores «arrojándolos» al río Hudson. La policía estaba buscando al « hombre desconocido», a pesar de que los cadáveres que se habían recuperado pertenecían a «dos conocidos delincuentes». En aquel entonces yo pensaba en lo ocurrido como si de un asesinato se tratara, aunque más adelante ya no estuve tan seguro. Nelse, en cambio, de inmediato lo vio como un caso claro de autodefensa. Ambos periódicos mencionaban que el hombre iba «bien vestido», aunque uno de ellos

citaba las declaraciones de un testigo de Iowa referentes a que el hombre era un «corpulento piel roja». Mi padre nunca me había parecido eso a mí, pero siempre que enseñaba una foto suya a los nativos, para hacer el experimento, invariablemente lo advertían, y tendían a suponer que como mínimo era mestizo. En Socorro tomé una cena tardía en compañía de un amor de veinte años atrás, la esposa de un ingeniero de minas ahora muerto, que trabajaba para la PhelpsDodge. En aquel entonces los dos nos gustábamos mucho, pero, al igual que mi madre, ella bebía demasiado para que yo me sintiera cómodo a su lado mucho rato seguido. Todavía figuraba en lo que Dalva llama, con cierto humor, mi «lista rosa». Tal vez parezca absurdo, pero todavía envío rosas a una docena de ex amantes por su cumpleaños. No podría decir muy bien por qué lo hago, pero ¿para qué descartar partes del pasado que tuvieron sus momentos maravillosos? La velada no resultó tan placentera, en parte porque ella era una cocinera mediocre que aseguraba tener una «habilidad especial», y la buena cocina requiere cierta humildad. No paraba de asegurar que había reducido la cantidad de alcohol, pero era evidente que había hecho sesiones de precalentamiento antes de mi llegada, como evidenciaba el leve sonido gutural de sus consonantes, al estilo Judy Garland. Eso no era de por sí irritante, comparado con el drama que intentó crear acerca de nuestro pasado mutuo, sobre todo de un viaje que habíamos hecho a Nueva York, el cual podría resumirse diciendo que había sido lastimoso. Sencillamente, no recordábamos el mismo mundo. Había embellecido el marco, pero había velado los gritos que le había pegado al camarero del servicio de habitaciones, además del hecho de haberse dormido durante la representación de una obra de Eugene O'Neill, algo que negó al despertar, asegurando que había cerrado los ojos para escuchar mejor la obra, y eso sin que yo hiciera el menor comentario. También había caído en brazos de un jefe de comedor al intentar ayudarla con el abrigo. Pero por entonces aún la quería, y sospechaba que su ex marido podía haber empujado a cualquiera al abuso del alcohol. Es posible que aquí el paralelismo vuelva a estar en mi padre y mi madre. ¿Cuántos de nosotros seríamos en verdad capaces de sobrevivir a un amante cruel, incluso aunque esta crueldad se manifestara de una manera lenta y en continuo crecimiento, en lugar de hacerlo con una violencia directa? Alegué cansancio y salí huyendo hacia mi motel. Ella insistió en que me prepararía el desayuno por la mañana, pero estaba seguro de que ni se acordaría. Al besarnos ante la puerta, sentí el suave deseo de proseguir la caricia por motivos que no me resultan nada claros, como no fueran sus antiguas innovaciones en la cama. Dalva había adivinado muy pronto que yo tenía cierta tendencia a coleccionar pájaros heridos. En aquel momento me pareció insoportablemente astuta. Cuando una jovencita ve con tanta transparencia dentro de ti, estás perdido.

De nuevo en el motel me sentí aliviado, seguro, a salvo. Mi conclusión respecto a Kolya era que a fin de cuentas no era culpa mía si yo era el hijo del irascible matón en vez de su víctima. John Wesley había sonreído orgulloso mientras se comía la nueva hamburguesa; en cambio, yo me ahogaba con mis lágrimas y era incapaz de tocar la Itlla. Mi padre no advirtió entonces que J. W. se metía mi hamburguesa en el bolsillo del abrigo para dársela a su perro. Se limitó a apurar un vaso grande de whisky y a limpiarse la boca y luego aconsejó a sus diminutos hijos que era mejor golpear a un hombre con la mano abierta, sobre todo encima de las orejas, porque de ese modo evitabas hacerte daño en los nudillos. ¿Cómo puede alguien olvidar un consejo tan horrible? Al amanecer tuve una fuerte discusión con un recepcionista oficioso del motel, quien insistía en que debía llevarme la factura a pesar de haber pagado en efectivo. ¿Para qué?, le pregunté, y él actuó como si pretendiera largarme con algo ilegal. Intenté bromear diciendo que no podía tocar una factura por razones morales, pero él se lo tomó como un insulto. Hice el gesto de disponerme a salir e intentó tirarme la factura que acababa de salir de la impresora, pero lanzar un papel es algo bastante difícil. Supuse que le fastidiaba el hecho de haber contabilizado la transacción en el omnipresente ordenador cuando podría haberse metido el dinero en el bolsillo. Con frecuencia me invade la sensación de que a medida que envejezco el país se está volviendo más primitivo y, por supuesto, más estúpido y desconsiderado. Lo notas sin duda en las compañías aéreas, los funcionarios públicos, los restaurantes, los hoteles, incluso en los médicos. Siempre tienes que esquivar la invisible metralla de los pendencieros que te acechan. Te conviertes en un sospechoso si no actúas adecuadamente según la ética mercantilista única del paga y calla. La gente no hace más que charlar de los beneficios, como si existieran en todas partes excepto en el infierno. Por suerte, nada más salir del motel el paisaje hizo que mi espíritu batiera palmas y cantara. Me encantan las pequeñas montañas de las cordilleras del suroeste, castigadas, descoloridas y requemadas por el sol, así como las más agoreras islas celestes, la mayoría de las cuales he recorrido a pie. Incluso allí donde crecen coniferas, les falta el convincente verdor de sus más hidratados congéneres del norte. A veces pienso que este paisaje debe de volver locos a los pintores, a pesar de que siguen intentándolo, tropezando con miles de sombras delineadas en un sencillo arroyo. Sin embargo, los pintores han tenido por lo visto más éxito que los fotógrafos, la mayoría de los cuales se niegan a reconocer que una cámara es un instrumento muy tosco comparado con el ojo humano. Los mejores fotógrafos logran plasmarlo como artistas, pero es indudable que la gente no lo ve así. ¡Ahora hablo como mi padre! En mi viaje hacia el sur hice una pausa para revisar el mapa y comprobar si en la zona quedaba alguna carretera que no hubiese tomado ya. No tuve esa suerte.

Cuando Nelse me visitó en otoño, una noche en que bebimos bastante vino, le di un rotulador y le pedí que trazara las carreteras que había recorrido en un enorme mapa de los Estados Unidos que cuelga de la pared de mi estudio. Me quedé dormido en el sofá y, unas horas después, al despertarme para ir a la cama, él seguía con su tarea. Al amanecer, en cuanto me levanté para sacar a pasear a los perros, ya que se esperaba un día muy caluroso, Nelse estaba durmiendo en el sofá después de concluir los deberes: cientos de miles de kilómetros de oscura tracería. Había muy pocas líneas al oeste del Misisipí, excepto en la parte norte del medio oeste, una región en la que yo no me encontraba a gusto debido a la densidad de los árboles, que truncaban cualquier posible vista. En una ocasión intenté dar clases durante el semestre de primavera en el Instituto Tecnológico de Michigan en Houghton, donde se encuentra la zona con más colinas del estado, sin embargo, esto no fue suficiente para mí. En pleno mayo aún había placas de hielo en el suelo, y los ojos de mi casera se llenaron de lágrimas al ver aparecer la primera brizna de azafrán. Y cuando la temperatura alcanzó los diez grados, después de seis meses de invierno, los estudiantes empezaron a lucir camisetas. Una muchacha atrevida cruzó el campus montada en su bicicleta y con la falda levantada hasta la cintura por el viento, y los hormonales estudiantes de ingeniería o de geología se la quedaron mirando estúpidamente desde la acera, algunos incluso se pusieron colorados. El día antes de marchar, festividad del Cuatro de Julio, en las playas del lago Superior todavía encontré restos de hielo entre la arena y las piedras. Pero el mapa de Nelse me produjo un extraño desasosiego, por la vida que no había llevado. Yo me consideraba un nómada, y lo era, comparado, con muchos de mis conocidos, pero Nelse me había superado con sólo diez años dedicado a eso. Mi perro airedale Carlos, que no es demasiado listo, le estaba vigilando desde el otro extremo del sofá. Carlos es un compulsivo anal, que se trastorna si alguien duerme en el sofá. Cuando tengo invitados y se hace tarde, Carlos intenta empujarlos hacia sus dormitorios, así de exageradas son sus ansias de orden. Sin duda había vigilado a Nelse durante su labor sobre el mapa, y ahora me miraba como para asegurarse de que no faltaba nada. Le invité a reunirse con sus parientes hembras en el patio, donde esperaban ansiosas el paseo matutino. Ellas prefieren dormir afuera, pero él tiene tanto miedo a la oscuridad, que se pone a rugir y a ladrar ante algo tan sencillo como el chillido de un correcaminos o de un chotacabras pardo en la rama de un roble de Emory. Las hembras abusan de él y, en una ocasión en que mató a una javelina, no le dejaron participar a la hora de comérsela. A pesar de que es mucho más grande que ellas, le tienen acobardado y, si hacen gestos de querer morderle, me mira con desespero, como si suplicara que le defienda. Al salir con los perros, me volví a mirar a Nelse y sentí tristeza por no poder leer los diarios que le habían robado. Mediante un conocido relacionado con el mundo de la delincuencia en Nogales, anuncié una recompensa, pero dudo que alguien se los devuelva.

Pensar en mis perros hizo que los echara de menos, aunque sabía que los vería a última hora de la tarde. Había nieve en la cumbre de las Black Hills de las montañas Mimbres, así que no pude atajar por Silver City. Cuando trabafaba allí, durante la guerra, había tenido que efectuar un viaje profesional a Washington, donde me hicieron salir de una reunión para decirme que telefoneara de inmediato a mi padre. Así lo hice, sólo para enterarme de que John Wesley había muerto en Corea. La reunión se celebraba en el Pentágono, donde se discutía sobre metales decisivos para la seguridad nacional. Colgué el teléfono, encontré un piloto de una compañía privada de aviación que accedió a llevarme a casa, en Nebraska, abandonando mi equipaje en el Mayflower además de mi empleo, y terminé vomitando mi ataque de histeria en el Potomac. Hoy en día aún no puedo escuchar la palabra «Washington» sin que me entren arcadas. ¡Oh, hermano, cómo te quería! Al salir por Hatch para tomar el atajo hacia Deming vi a una familia mexicana comiendo en el arcén de la carretera. Lo hacían sentados en el portón trasero de una vieja ranchera, mientras dos chiquillas jugaban a una versión del tejo sobre la grava y un niño pequeño, una copia perfecta de su padre, con su sombrero de paja, se limitaba a observarlas. El padre se comía un emparedado con la mirada perdida en las aguas poco profundas y cargadas de lodo del río Grande, que fluían a través de los campos sembrados de guindilla. Al no haber tenido hijos, excepto la remota posibilidad de que Duane lo fuera, tengo tendencia a estudiar con detenimiento a las familias. Habré ayudado a criar a una docena aproximada de chiquillos, la mayoría desde lejos, aunque algunas veces de cerca. Unos han sido los melancólicos hijos de mis amantes, y como mínimo media docena de huérfanos mexicanos. Gracias a mi madre, he tenido demasiado dinero, lo cual me ha permitido pensar con generosidad en esta labor suplementaria. ¿Para qué iba a guardarlo? El último de mis protegidos, Roberto, está en la escuela preparatoria militar de Roswell, en Nuevo México, porque es lo que a él le gusta. A mí me hubiese gustado que se sintiera atraído por otras cosas, pero teniendo en cuenta lo que ha sufrido en Los Angeles, es comprensible. Como los nativos dan por sentado que hay que llenar de alguna manera ese agujero metafórico que tenemos en el estómago, Bradley, el hijo de Ruth y de Ted, también insistió en estudiar para militar en la Academia de las Fuerzas Aéreas después de que sus padres se divorciaran, lo cual ocurrió cuando Ted quiso vivir según su verdadera personalidad, que es la de homosexual. A principios de la última primavera estábamos Ted y yo cenando en Los Ángeles, comentando los múltiples problemas de Dalva, incluido el historial alcohólico del historiador, Michael, así como la pérdida de su empleo, y terminamos la velada poniendo del revés la teoría de la historia contraria a la de Toynbee. En mi vida he tenido algunos amigos gays que sin duda han tenido éxito en su profesión, aunque no de manera tan absurda como Ted, y me pregunté en voz alta si el hecho de haber tenido que mantener en secreto su naturaleza durante tantos años no les habría obligado a ser hiperprecavidos y estar más atentos. Dándose por supuesta la inteligencia, el éxito

siempre me ha parecido un asunto que dependía del nivel de atención; excluyendo a las artes, por supuesto, quienes se hallan envueltas en un misterio que sólo conocen los que las practican, siempre, como es lógico, que se conozcan a sí mismos. Uno puede leer un cuento de Chéjov, un soneto de Shakespeare o escuchar docenas de veces una sonata de Mozart y aun así seguirá arrobado de pura iración. Ted no estaba de acuerdo. Afirmaba que era como los ingenuos habitantes del medio oeste, quienes creían que todos los judíos eran ricos hasta que iban a Brooklyn y descubrían todo lo contrario. Respondí que eso era el golpe bajo de un borrico, y él se rió. Luego añadí que tanto los gays como las feministas no podían soportar que los tipos heteros hicieran ningún comentario acerca de ellos. Es posible que las experiencias místicas sean intransferibles, pero la conducta de los seres humanos corrientes es fácil de reconocer, si se dispone de tiempo y se está atento. Teíd aportó la idea de que, en el pasado, entre los católicos caídos en desgracia había habido muy buenos escritores, aunque luego transigió diciendo que tal vez la energía que había dedicado antes al engaño fuera un buen entrenamiento para el mundo que nos ha tocado vivir. Esto le convertía a uno en maestro en lo referente a todos los atenuantes de la ironía y en alumno en cuanto a las sutiles reacciones de la gente. Te veías obligado a desarrollar antenas que la gente corriente tiene la suerte de no precisar. Ted bromeó conmigo al asegurar que los mejores seductores de las mujeres son aquellos que mejor saben escuchar, ya que supuestamente ésta es una de las principales virtudes. Terminamos la velada hablando de Dalva, ambos muy preocupados por ella. Ted había conocido primero a Ruth, en la Escuela de Música Eastman de Rochester, estado de Nueva York, pero al acompañarla a casa y conocer a Dalva, sintió desde el primer día que había elegido a la hermana que no le correspondía. Al mediodía del día siguiente, y eso no tenía que ver con las tendencias sexuales que al final adoptaría, había llegado a la conclusión de que Dalva era la mujer más testaruda y violenta que había conocido en su vida. Ted es proclive a las más exageradas aseveraciones, pero por lo general son muy pintorescas. Dijo que aquella primera noche había bailado con Dalva y se había excitado como nunca con una mujer, pero luego se le había presentado una imagen terrible de ella como devoradora, como asesina, y por encima de su hombro había bajado la vista al suelo y allí estaba, a ja luz de la mañana, la imagen de una rótula y una tibia: lo único que quedaba de él. Por supuesto que esto es risible y absurdo, pero hay una pizca de verdad en ello. Al igual que su padre, Dalva nunca ha tenido el más ligero don para la ironía o para amortiguar la primacía de sus emociones. Las cartas siempre estaban sobre la mesa. Con frecuencia he sentido una leve simpatía por los novios que le he conocido, pues los seleccionaba por algún aspecto que podía utilizar de forma temporal y luego los desechaba por razones que estoy seguro ellos no podían entender. La inteligencia de Michael la había intrigado y se había mostrado amable, indulgente y generosa con él, pero luego no había podido evitar mandarle a paseo. Yo solía gastarle

bromas diciendo que era una atracadora emocional, pero luego ella me trepanaba los sesos replicando que se limitaba a adoptar todas las prerrogativas que los llamados machos dominantes creen tener por derecho de nacimiento. El guantazo era de tu medida y me sentía demasiado turbado para esquivarlo, consciente de que mi propio padre había contribuido a crear aquella criatura. Había algunos aspectos en los que había demostrado ser extraordinario. Me estaba riendo cuando me detuve a repostar en Lordsburg, y el empleado de la gasolinera mostró curiosidad por el chiste. Le contesté algo poco ingenioso respecto a una potente caravana con matrícula de Minnesota que en la última parada había dado marcha atrás y había chocado contra una mesa de cemento. Las payasadas de los que por la zona llaman «jubilados migratorios» constituyen el tema de muchos chistes. No podía contarle mi anécdota privada, relacionada con un cráneo de bisonte pintado que ahora es el elemento más sorprendente de los que hay sobre la repisa de la chimenea en mi estudio. A mucha gente no le gusta, pues lo encuentran desagradablemente espantoso. Había pertenecido a mi padre, y durante toda mi juventud lo había irado por encima de cualquier otra de sus posesiones, incluidos los cuadros, el rancho, lo que fuera. Cuando terminé mis estudios en Brown me lo envió, pero no asistió a la graduación. No le culpé por eso, ya que siempre me han resultado pesadas esas ceremonias. El cráneo de bisonte pintado había sido un regalo que William Ludlow le hizo a mi abuelo, pues había encontrado una larga fila de estos cráneos mirando al este durante su expedición a las Black Hills con Custer en la década de 1870. Me reía porque había colgado el cráneo del techo en el piso que compartía con otros tres estudiantes del último curso en Providence y, durante una graduación especialmente lluviosa, lo utilizábamos como prueba de carácter para todas las chicas que conocíamos y que venían a tomar unas copas. Algunas se limitaban a chillar, otras se mostraban muy educadas, pero la mayoría eran bastante curiosas. Es extraño, pero con los chicos no funcionaba tan bien, ya que daban mayor importancia al «mundo moderno» y consideraban que estos artefactos estarían mucho mejor si se guardaran en un museo, algo semejante a esos que prefieren que todos los osos grises, los pumas y los lobos estén encerrados en los parques zoológicos. Pero luego siguió una semana lluviosa y melancólica, y la perspectiva de entrar en el «mundo real» después de la graduación era bastante amedrentadora. Muchos de mis amigos y conocidos estaban ansiosos por alistarse en la segunda guerra mundial, que para entonces acababa de empezar. Al final perdería a dos de estos amigos después del desembarco en Normandía. La semana que siguió a la graduación, en lugar de zarpar hacia Francia o el Este, me oculté en una abrasadora cabaña metálica prefabricada, en lo alto de una colina al sur de Nuevo México, y estuve trabajando para una compañía minera que no demostraba tener mucho más sentido de la ética que los alemanes o los japoneses. A principios de este siglo, durante la famosa

huelga de Bisbee, esta compañía había cargado a cientos de trabajadores en un tren a punta de escopeta para descargarlos en un desierto lejano sin comida ni agua. Justo antes de que anocheciera renuncié a la perspectiva de llegar a casa esa noche. Era sólo cuestión de unas dos o tres horas más, una cantidad de tiempo sin importancia, pero la fatiga se había acumulado después de la noche en Limón. En realidad nunca he tenido hábitos en lo que a horas de sueño se refiere. Un sueño prolongado es un don del que no he disfrutado a menudo, en cambio soy capaz de dormitar de manera placentera incluso montado en un caballo. Me alojé en un motel de Willcox, un pueblo bastante desangelado, pero que por razones difíciles de definir siempre me ha gustado, luego me dirigí a una casa de comidas de la carretera con el inverosímil nombre de Regia y comí demasiadas costillas de ternera. Normalmente soy muy melindroso a la hora de comer, pero las costillas de ternera eran una especie de prolongación sentimental, un recuerdo de juventud, de cuando se las cocinaba a John Wesley en nuestro lugar de acampada junto al estanque y el marjal. Uno de los negocios suplementarios de mi padre en aquella época era criar las mejores reses para enviar la carne a restaurantes de clientela rica en Omaha y en Chicago. Comíamos grandes cantidades de ternera, excepto Neena, que pronto cambió el apetito por el alcohol, y Lundquist, quien se mostraba aprensivo a comer reses que había conocido de forma directa. Lundquist posee un supuesto nivel de comunicación con el mundo de los seres vivos que sería la envidia de cualquier místico. La verdad es que nunca lo he puesto en duda, a pesar de la enseñanza pragmática que recibí y que va en contra de estas percepciones. Había estado tantas veces en aquel restaurante, que podía hablar con las camareras sobre sus problemas cotidianos. Mi favorita era una joven de Virginia Occidental, de piel cetrina, con ese deje de monotonía en su forma de hablar y esos pómulos peculiares de los Apalaches. Debo decir, con toda modestia, que la había ayudado a liberarse de su marido, que le pegaba con regularidad, y había financiado su asentamiento en Flagstaff. No me había acostado con ella aunque lo deseaba con todas mis fuerzas, pero en aquel entonces con todos sus problemas, por parte de ella sólo habría sido un actc de gratitud. Su marido consiguió mi teléfono y me llamó para amenazarme. —¿Por qué quiere cambiar su vida por otra mucho peor? —le pregunté. Nunca volvió a llamar por teléfono. No sé muy bien qué pretendía yo decir con aquello, pero estaba dispuesto a huir a la desbandada, sea lo que sea lo que eso significa. Muchas mujeres me han preguntado, con cierto tono burlón, por esos generosos detalles, convencidas de que mis motivaciones eran cuestionables y sospechosas. Una de esas mujeres, muy aficionada a las interpretaciones psicológicas, dijo que yo trataba de salvar a mi madre una y otra vez. Por otro lado, se trata de una mujer muy

agradable y no pretende ocultar sus manías. La única respuesta que tengo es que si el resultado es bueno, las motivaciones carecen de importancia y, por tanto, se hallan muy alejadas de mis dificultades del pasado. Comparado con muchos hombres, sé que no pertenezco al tipo de seductor habitual. Tuve la desgracia de que una de mis mujeres más críticas se presentó de improviso durante la visita de Nelse el otoño pasado. Es indudable que resulta demasiado joven para mí —andará por la treintena—, y debe de tener un padre desagradable, del cual me he convertido en un ambiguo sustituto. Nelse logró disimular su regocijo al ver que la llegada de ella me hizo sentir algo incómodo, pero no su educado cinismo ante su manera de ser. Ella se mostraba mordaz respecto a mi profesión de geólogo y mis relaciones con la minería, y Nelse le preguntó con toda intención si su Porsche estaba hecho de plástico. Entonces intentó seducirlo, pero habría tenido mejor suerte con el poste de una cerca. De pronto, expuso una extraña teoría que nos hizo mucha gracia, según la cual las mujeres del sudoeste estaban más interesadas por la astrología que las del este, debido a que aquí las estrellas se veían mucho mejor. En la costa este, con la cantidad de luz ambiental que hay, es difícil ver las estrellas con nitidez. En un primer momento, Nelse entendió que había dicho «astronomía» en lugar de «astrología», y provocó una pequeña ruptura con su: —¡Oh, estupideces! Supongo que se precisa tener cierta edad para estar más interesado en las absurdidades que en tener razón. Más adelante hubo un intento de simulación al decir que, como aspirante a escritora, confiaba en defender la naturaleza toda su vida, una noble ambición. Pero entonces Nelse replicó que el mundo de la naturaleza era algo que debía conocerse y estudiarse en particular. No era una simple exposición estática de museo ni una bonita colección de fotografías a las que proteges de las hordas de las que formas parte. Eso a ella le molestó, y le preguntó qué titulación tenía. —Ninguna —replicó Nelse, y añadió que no hacían falta credenciales para ver que han sido destruidos gran parte de nuestros bosques vírgenes y arrasadas casi por completo las praderas de las Grandes Llanuras hasta dejarlas esquilmadas, por agotamiento de sus pastos y prácticas agrícolas erróneas. Y eso por no mencionar los océanos, tan mermados que están al límite de la posibilidad de regenerarse, o el aumento descontrolado de la población mundial, que nos empuja de forma clara a la fatalidad. Fue el propio Nelse quien entonó la palabra «fatalidad» con una falsa voz de barítono exenta de gracia. Se sirvió un gigantesco vaso de tequila y me miró en busca de una defensa. Intenté bromear diciendo que, en calidad de mamíferos, tenemos cierta semejanza con otros mamíferos, como por ejemplo la extendida orden de los roedores. Ella se dirigió a las puertas correderas que daban al patio y miró afuera, como si pudiera ver la noche del desierto hacia el sur. Al acostumbrarse la vista a la

oscuridad, puedes ver allí las montañas de la sierra de San Antonio en México, con la frontera, una simple reja, a unos pocos kilómetros de allí. Carlos abandonó su almohadón y se puso entre ella y la puerta para impedirle que hiciera algo tan estúpido como salir por allí sin su amo. Los demás perros estaban encerrados en su caseta para que no deambularan por allí cazando avelinas o abusando de los pobres desgraciados que pretendían emigrar al otro lado de la frontera. Observé a Nelse, que daba la sensación de querer desdeñar la esbelta figura de ella. Entonces le preguntó cuál era su religión y ella, como si pretendiera provocarle, le contestó: —La naturaleza. Algunas veces las compañías pueden producir dolor de cabeza, pero la gente, como puro fenómeno, por lo general pesa más que la opción de ir a la cama solo. Nelse siguió hablando, indiferente, de cómo la teología del saqueo de la tierra parecía una piedra angular en la religión cristiana, y ella le replicó con cierta agudeza que de eso no podía culpar a Jesús. Nelse tenía la mesa del comedor ocupada por los documentos relacionados con la restitución de las colecciones de objetos nativos y fingió volver a su trabajo. Ella, bastante soñolienta, se sentó a mi lado en el sofá después de haberse servido más tequila. Me pregunté, como siempre, si tales disputas serían algo más que simples exteriorizaciones de nuestro desasosiego general. Me levanté antes del amanecer y en Sonoita me desvié hacia las Canello Hills cuando todavía era temprano por la mañana. Experimenté un incontrolable malestar porque siempre que paso de la carretera asfaltada a la de gravilla, cuando faltan todavía cincuenta kilómetros para llegar, siento una gran añoranza, una especie de inconcreta desesperación por llegar a casa, que desde 1949 ha sido mi refugio contra todo aquello que no me gustaba del mundo. Sólo que en esta ocasión la añoranza no hizo acto de presencia, y la culpa debo achacarla a que Naomi había vuelto a desplazar otras consideraciones dentro de mi cabeza. Después de pensarlo con detalle, hubiese preferido estar en su granja este sábado por la mañana. El fantasma de mi hermano era condescendiente, y los demás fantasmas de la zona ya casi habían gastado todas sus energías en producir sensaciones desapacibles. A veces un summa cum laude no contribuye lo más mínimo a entenderte a ti mismo, e incluso puede mitigar ese entendimiento. Ni siquiera he aceptado nunca la inevitabilidad de ser los hijos de nuestros padres, para bien o para mal, sino que me he situado justo en el medio. En uno de los prolongados viajes interiores de mi adolescencia, que ahora llamaríamos «depresión», mi padre me reprendió con estas palabras: —¿Por qué no dejas ya de contemplar tu precioso culo y sales a echar un vistazo al mundo?

Si en esos instantes tu estado de ánimo estuviera imbuido por el preciosismo de Keats, esto te sonaría asquerosamente vulgar. Durante uno de esos períodos, él sabía muy bien que yo padecía un paralizante enamoramiento de una chica que vivía a unos diez kilómetros de casa, la cual, si debo ser generoso, era más tonta que un armadillo. John Wesley preguntaría: «¿Por qué no te enamoras de una gallina clueca?». Recorrí a caballo aquella carretera sólo para verla, pero los caballos no conseguían que la chica de aquel rancho volviera la cabeza, ni siquiera Félix, mi espléndido semental. En aquella época yo tenía catorce años, estábamos en junio y mi madre se había marcado a Rhode Island, un viaje en el que yo no había querido acompañarla por temor a perder a aquella chica que nunca tuve. Durante días me encerré en mi habitación, escuchando discos que alimentaran mi corazón herido. Una mañana mi padre llamó a la puerta y con voz serena dijo que entendía lo que yo estaba pasando. Lo único que se me ocurrió pensar fue: «¿Cómo quiere entender nada ese cabrón como no sea sobre caballos, vacas o cómo hacer dinero?». Por supuesto, no le dije nada de todo eso, porque tenía la garganta ahogada por la melancolía. Entonces me dijo que, si iba a dar una larga caminata de todo un día por la hacienda, él bajaría a la ciudad y me compraría un Ford Roadster, no uno nuevo, pero sí lo bastante bueno para que una chica volviera la cabeza y dejara de mirar a los vaqueros. Así lo hizo y todo fue de maravilla. Al cabo de unos días ella ya era una calcomanía que podías arrancar y, por primera vez en mi corta vida, me di cuenta de que conseguir lo que deseas o no conseguirlo produce efectos emocionales muy parecidos. Al llegar a una determinada elevación, casi un collado en la montaña, con gayuba por todos lados, enebros de la miera y pinos piñoneros, se podía distinguir mi propiedad a unos treinta kilómetros de allí. Estaba seguro de que gran parte de mi persistente falta de añoranza se debía a una larga disputa relacionada con el asentamiento de una docena de familias mexicanas a unos once kilómetros al oeste de mi propiedad. Mis dos asistentas, Emilia y Luisa, vivían allí, y también Jorge, una especie de mal profesional que esporádicamente me ayudaba en todo tipo de trabajos. La primera vez que le vi juzgué que debía de ser tap fuerte como mi padre, pues lanzó un poste de cerca, de tamaño considerable, a una muía rebelde que había matado a su cabra y que se encontraba en el otro extremo del corral. El problema con el asentamiento estribaba en que un caballero mexicano, propietario de la tierra, pretendía arrasar las pequeñas casas de adobe, quizá para convertir su propiedad en algo más atractivo; no lo sé. Yo había intentado comprársela, pero su intención era conservarla después de que los ocupantes se hubiesen marchado. Después de todos los años que yo había pasado en México, aún había algo enigmático en los hombres de negocios latinos, como si mantuvieran con sus negocios unos lazos emocionales mayores que los que sus parientes gringos mantenían con la codicia. Ya les había prometido a Emilia y a Luisa que podrían edificar una casita en mi propiedad, pero esto no aliviaría su dolor. Todas sus tías,

tíos, primas, primos, sobrinas, sobrinos y amigos tendrían que marchar a las montañas, al norte de la pequeña aldea de Patagonia, para mí un lugar maravilloso, pero a cincuenta kilómetros de Emilia y Luisa. La verdad era que no había salida para este dilema. No soy muy dado a compadecerme de mí mismo, pero reconozco que tengo una fuerte dependencia emocional de esta pequeña comunidad. En nuestro sistema no hay suficiente compasión para incluir a gente con importantes cuentas bancarias y abultadas carteras, salvo, como es lógico, cuando sufren alguna enfermedad o la sufren sus seres queridos. El año pasado, en cuanto me enteré de la noticia y quise intervenir, me vi obligado a reconocer que a pesar de que amo mi soledad y mi intimidad, éstas se convertirían en algo desagradable si me las impusiera alguna fuerza externa. Entonces se convertiría en soledad sin libertad. Preferiría vivir en el mismo centro de Nueva York antes que en una soledad forzada, sin tamales por Navidad, música de guitarra, chiquillos que me den monedas de cinco centavos para que les compre dulces al acercarme con el coche a la pequeña tienda de Washington Camp, sin sentarme debajo de un chopo una cálida noche de verano y preparar carne asada para luego comer y beber cerveza fría con alguien que ha venido de visita, cabalgar por los arroyos de la tierra alta ayudando a otro a recuperar el ganado que se le haya extraviado, o que la prima de alguien —regordeta y urbana, recién llegada de Hermosillo— baile conmigo y tal vez me lleve a su cama, o acompañar con el coche a cinco ancianas hasta Magdalena para la celebración de la Virgen de Guadalupe. Aquellas mujeres habían recorrido a pie los ciento sesenta kilómetros por la frontera y a través de las montañas hasta que fueron demasiado viejas para seguir haciéndolo: la madre de Emilia tenía setenta y nueve años la última vez que había hecho aquella caminata. Yo no estaba equipado para comprender la fuerza de esta motivación, la imagen de una señora muy vieja, vestida con una bata floreada y acarreando agua en un envase de plástico para la leche, arrastrándose por la ladera cubierta de guijarros y por el borde de los arroyos de la montaña, en una caminata que dejaría sin resuello a los incondicionales de la buena forma física. La cuestión, por supuesto, era cómo lograr que el espíritu batiera palmas y cantara. Mis huesos parecían hechos de incomprensión. El camino estaba lleno de rodadas por las lluvias de invierno, de modo que el coche podía avanzar por sí solo. Estaba rodeado por cuatro cordilleras de montañas en este valle, pero la belleza natural no te proporcionaba más de lo que tú pudieras aportarle. En una zona de dos mil seiscientos kilómetros cuadrados, apenas había un trozo que mis pies no hubieran recorrido. Si mirabas abajo, veías maicillo azul y negro, ballueca de los caminos, mezquite curvado, desparramándose por la superficie, y la capa de hierba local que cubría la tierra. Justo en lo alto, un cielo invariable. Y debajo de la superficie de la tierra están los minerales de los que me he aprovechado en mi profesión, tal como hacen los predicadores y curas al intentar mecanizar nuestras almas. Durante la primavera pasada estuve acampado en la ladera este del Boquivari, y me asaltó la

curiosa sensación de que la luna brillaba todo el tiempo a través de mí y, al trasladarme mentalmente a mis espaldas, vi que así era. Cuando intenté ayudar a los t'ohono Odom y a los hopis con el arrendamiento de sus minerales, advertí que su cultura les hacía vacilar a la hora de aprovecharse de cualquier cosa que fuera la base de nuestra cultura. En cambio, en mi país, parece como si matar setenta millones de bisontes fuera parte de nuestra naturaleza, de igual modo que destruir las distintas culturas de los nativos. La historia no ayudará a que nuestro espíritu bata palmas y cante, pero es inmoral seguir desdeñándola. En la universidad yo estaba obsesionado con la belleza de estudiar la morfología de los ríos, pero en esta área todos los trabajos se hacían precisamente con los enemigos'cle los ríos. Yo había estado en Glen Canyon y, en el momento de inundarlo, no se nos escapó la similitud de aquello con la crucifixión. También existe una gran belleza en el estudio de la geología, pero no en su aplicación. Imagino que podría haberla enseñado en su forma más pura, pero los buenos colegios y universidades están en sitios, donde, invariablemente, no me gusta vivir. Durante la visita de Nelse, me di cuenta de que al repasar los libros de mi biblioteca pasaba de largo ante cualquier título de importancia literaria. Le pregunté por qué no se «aprovechaba» de esas excelentes obras, y me contestó que por lo general le hacían sentir demasiado desnudo. Esto me hizo pensar en mi padre y en su renuncia a su deseo de ser pintor, que más adelante interpreté como una resistencia a la absoluta vulnerabilidad de aquella vocación. Tomé un desvío de una hora por Jones Mesa, y bordeé los ramales de algunos arroyos hasta llegar al que yo quería. Cualquiera de estos días, con toda probabilidad en un futuro no muy lejano, ya no seré capaz de descender hasta el fondo y luego volver a escalar para salir. Hay allí abajo un manantial, uno muy pequeño, debajo de un saliente granítico, que durante las épocas más secas, antes de las lluvia de verano, atrae a gran cantidad de pájaros y otros animales. No tengo ninguna prisa por averiguar los nombres de todos esos pájaros, como le ocurre a Naomi, aunque a fin de cuentas ya me ha ocurrido eso con las piedras. Apenas a unos tres metros del manantial, un superviviente de las inundaciones de otras eras, hay una roca con una gran muesca que sirve de asiento redondeado. Este sillón de piedra no es muy hospitalario cuando hace frío, pero por las mañanas, hacia el mediodía, resulta asombrosamente cómodo. Mientras dormitas en ese sillón, el sueño parece más denso, mucho más profundo de lo normal, y al despertar es como si fueras hiperconsciente de todo. Por supuesto que las partes más entrenadas de mi cerebro me dicen que eso sin duda son tonterías, pero no estoy obligado a hacerles caso todo el tiempo. De hecho, alcanzada ya la mitad de los sesenta, con una pequeña parte de ese tiempo ya tengo bastante. La verdad es que me hizo gracia que Einstein dijera que no sentía iración alguna por los científicos, dedicados a taladrar innumerables agujeros en finas tablas. Los fenómenos resultan mucho más interesantes que mis reductoras conclusiones.

Dormité unos minutos, luego desperté después de un sueño en el que había visto a Naomi sentada en el columpio del porche con un abrigo de invierno, y a su lado la asquerosa corneja. Me pregunté si sería eso lo que estaba haciendo en aquel preciso momento, un enfoque interrogativo nada provechoso. Después de haberle enseñado a Nelse este enclave, estuvo acampado aquí tres días, en lugar de los dos que tenía proyectado, y dijo que había perdido la noción del tiempo, hasta el punto de que se le había olvidado regresar. Yo me sentía algo inquieto, pero no quería importunarle, así que desde el otro lado enfoqué los prismáticos hacia el cañón y le vi en la cresta, enfocando los suyos hacia mí. Cuando el viento sopla del sudeste, a veces puedes percibir un débil hedor a felino que surge de la madriguera de un puma en la pared del cañón. A menudo hay huellas de barro seco y excrementos cerca del manantial y en varias ocasiones he encontrado por la zona más inmediata el cadáver destrozado de algún ciervo, apenas el pellejo y los huesos más grandes. Un par de veces he notado huellas más pequeñas, lo cual significa que es la guarida de una hembra que vive a una sorprendente distancia de su restaurante. Nelse comentó medio en broma que le encantaba permanecer allí sentado durante horas, tal vez porque el apellido de su padre era Caballo de Piedra. Los perros, capaces de identificar mi vehículo a una distancia de varios kilómetros, vinieron a la verja a recibirme; excepto Carlos, que siempre se queda a unos treinta metros de la entrada, ladrando y aullando. Había seis en total: tres airedales, dos setters ingleses y un labrador. Los tres últimos eran de la época en que solía cazar codornices, una diversión que había decaído para mí en los últimos años. Como en mi juventud había estado yendo de un sitio a otro con mi madre, entre casa, Arizona y Rhode Island, no había podido tener los perros que hubiese querido, como le había sucedido a John Wesley. Cazábamos aves desde que teníamos doce años, pero el día después de Navidad yo tenía que despedirme de los perros y subir con mi madre al tren, con destino a la zona residencial de Tucson, unas doce veces más poblada ahora que en los años treinta. Durante los veranos solía pasar con ella el tiempo suficiente en Wickford como para que los perros me dejaran ver, con toda claridad, que su verdadero amo era John Wesley, aunque dieran muestras de mayor afecto hacia Lundquist. Todos nuestros animales sentían una extraña atracción hacia él, hasta el punto de que nuestros caballos y toros más rebeldes eran casi sus perritos falderos. Pienso que se debía al incomprensible lenguaje de murmullos y sonsonetes que utilizaba con ellos y también a los gestos lentos, elegantes y nada hostiles que hacía en su presencia. Nunca he conocido a un hombre menos altanero en presencia de esas criaturas. Fuera cual fuese el lenguaje que se había inventado, debía de ser muy similar al que ellas utilizaban. Sea como sea, ciertos resentimientos crecieron dentro de mí en mi juventud, así que juré que cuando tuviera mi propia casa tendría tantos perros como quisiera, y

siempre ha sido así. Durante mis frecuentes viajes, algunos de ellos bastante prolongados a lo largo de mi vida, mi añoranza se centraba en los perros, y a partir de ellos se iba extendiendo a otras cosas. El cementerio que les construí está vallado para que no entren en él las pocas reses que crío, a fin de disponer de buena carne para consumo propio, además del ejemplar que destino para Emilia y Luisa. Hace ya tiempo, Emilia y yo fuimos amantes, pero luego ella se casó, no sin antes poner en mi camino a su joven amiga Luisa. Hace diez años que Luisa también se casó, y ahora soy el padrino de media docena de los hijos de ambas. Contradiciendo el cliché de las mujeres sin grandes conocimientos, Emilia ha cursado estudios relacionados con el mercado de valores y lleva todos mis asuntos legales y contables, lo cual le obliga a efectuar un viaje a Tucson una vez al mes. Los abogados y los contables prefieren tratar con ella que conmigo, porque en ese terreno tengo eso que los psicoanalistas definen como «trastorno de falta de atención». La cena de bienvenida fue uno de mis platos favoritos, aunque bastante sencillo, un pozole hecho con el cuello y las patas de un cariacu que el hermano de Luisa había matado hacía poco. La textura cartilaginosa del cuello otorga una capa reluciente al guiso de maíz tierno machacado. En el huerto de Luisa crecen múltiples variedades de hierbas aromáticas y de guindillas, incluido el epazote, imprescindible para el pozole, y varias cabezas de ajo, maravilloso cuando es fresco y se te pega a los dedos al pelar los dientes. Emilia es una pobre cocinera comparada con la joven Luisa, y a menudo refunfuña ante las largas listas de ingredientes que se le pide traiga de la tienda de comestibles de Tucson. Muchas veces hago de ayudante de cocinero para Luisa, sentado en un taburete ante la mesa de la cocina, moliendo ingredientes en el antiguo metate o trayendo lo que necesita del huerto. Aquella noche, después de cenar, intentamos forzar una alegría poco probable teniendo en cuenta los problemas del asentamiento junto a la carretera. Durante la cena fue bastante fácil, debido a la atención que suele prestarse a la buena mesa. No hay nada como un placer sensual para desvanecer cualquier nerviosismo, pero, al finalizar, se impuso la dura realidad. En el vídeo intentamos ver Marathon Man, que supuso un leve entretenimiento hasta el instante en que Emilia comentó que su situación con el dueño de las tierras era como «vivir en un sillón de dentista». Nos dimos un tembloroso abrazo a tres bandas y luego nos fuimos cada cual a su dormitorio. No puedo decir que estuviera malhumorado porque viera este cambio en mi modo de vida a menos de un año de distancia, mientras Emilia y Luisa tenían para él respuestas viscerales todos los días. Naomi y yo habíamos hablado, con cierto humor, de llegar a un acuerdo para vivir juntos «medio año», o una especie de matrimonio a prueba, pero de pronto me quedé sin habla al preguntarme ella para qué pretendía finalmente casarme, a mi edad. Porque llevo casi cuarenta y cinco años queriéndote, le dije, a lo que respondió que el matrimonio podía echarlo todo a perder. Nunca he sido muy aficionado a todo lo oriental, pero un amigo de San

Francisco me hizo reparar en una antigua sentencia china que dice: «Las cenizas nunca vuelven al bosque». Mi interpretación fue ésta: «¿A qué estamos esperando?», aunque puede haber otras sutiles ramificaciones. Tal vez “¿Para qué reprimirse?» se acercaría más a lo que sentía. No sé si alguna vez he creído en algo con tanta intensidad como en la existencia de Naomi, y esto debe de ser en parte lo que es el amor. Nuestros corazones de desgarran al fingir que queremos a alguien más de lo que le queremos en realidad. El amor en sí parece algo bastante involuntario. Ya no doy crédito a las estrictas ideas de racionalidad. La propia geología puede volver la vista hacia cuestiones eternas, pues cuando una joven me trajo una piedra del tamaño de un balón de fútbol en cuyo interior estaba el fémur roto de un lagarto jurásico pude explicarle el «qué», pero no el «por qué». Sobre astronomía sé casi tanto como Nelse, ya que no existe mejor sitio para contemplar las estrellas que el valle de San Rafael, debido sin duda a la ausencia de luz ambiental, pero no soy tan irascible como él con la ignorancia general de los humanos en cuanto a las estrellas. Sencillamente, para la mayoría suponen un interrogante demasiado enorme para preocuparse todo el tiempo por ellas. Una noche, hará de eso algunos años, estaba acampado en un puerto de montaña y, al despertar, una especie de distorsión visual me hizo creer que la Luna y Venus se hallaban tan sólo a unos metros de mí, y que las estrellas que las rodeaban estaban sólo unos pocos metros más allá. El cuerpo se me cubrió al instante de sudor y salté del saco de dormir para avivar el fuego removiendo las ramas de enebro. Pero, si pensamos en la relativa insignificancia de las distancias, es muy posible que las estrellas no estén tan lejos. Creo que fue Heráclito quien dijo que el diámetro de la luna es idéntico al del muslo de una mujer. Fue una noche muy larga. Mi dormitorio da al este, pero tan pronto como empieza ,él solsticio de invierno es inútil querer anticipar la salida del sol con la orden mental de «Date prisa, por favor». Colgado de la pared de la izquierda hay un gran plano de México en el siglo XVIII, cuyo diseño, bastante ladeado, lo hace más interesante. Prefiero los planos que sugieren a los que me indican dónde ir, y entiendo muy bien que un topógrafo tuviera una vida más placentera antes de que surgieran las autopistas y las vías férreas. Entonces podía concentrarse en elementos importantes como las montañas, los valles, los ríos y los océanos, en pueblos y ciudades sin todas estas líneas que convergen hacia ellos para sugerir la manera más fácil de llegar. Si yo marcara todos mis viajes por México como Nelse hizo con la parte occidental de los Estados Unidos, parecería el gigantesco nido de un pájaro construido al azar. Junto al plano hay un pequeño cuadro pintado por Davis, el amigo de mi padre que murió al caer por un barranco cerca de El Salto no lejos de Durango. Me llevé la pintura del dormitorio de mi padre el día después de su muerte. Me gustaba aquella parte de las memorias de mi padre. Dos jóvenes de Nebraska partiendo con espíritu animoso a pintar el mundo. Por asuntos de la minería, he pasado mucho tiempo en Durango: un lugar bastante espectral para mí, lejos de los circuitos turísticos,

esquilmada la vasta riqueza del subsuelo. Siempre ha sido una ciudad con un objetivo concreto. El lugar me gustaba por el famoso y peculiar esplendor de sus nubes. En cierto modo hay allí un México más puro. Y fue allí donde, hará unos años, leí el mejor libro posible sobre México: El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. Mientras leía se oía música en el jardín trasero del hotel, y un revoltijo de voces subía de un buffet dominical al aire libre. Después de pasar la última página del libro, bajé a comer y vi a la mujer más bella que uno pueda imaginar comiendo lechón asado en la mesa con su familia. Era tan hermosa que al instante perdí el apetito. Justo detrás de ella, un músico empezó a tocar la guitarra y a cantar bastante bien, pero ella siguió masticando, luego se ruborizó y se llevó la servilleta a la cara. Su padre, un hombre acaudalado con aspecto de haber matado a miles de seres menos afortunados, despidió al guitarrista con una simple mirada. Un hermano mayor se unió a la familia y me saludó con la mano, un joven ingeniero de minas con quien había hablado varias veces. A la hora del café y los postres, el joven se me acercó y preguntó si me apetecería reunirme con ellos. El padre estaba interesado en la política de los Estados Unidos y yo aprovechaba cualquier ocasión para contemplar a la hija, que estaba con los ojos abiertos, amodorrada en un sillón. Distraído por una imprudente mirada, fallé al acercar la taza de café a mis labios. El padre y el hermano rieron con estrépito y dijeron que eso les ocurría a todos al mirarla. La muchacha se despertó por completo al oír sus risas y, con los ojos completamente abiertos, me dirigió la más terrorífica de las miradas inexpresivas que uno recibe de las fieras del zoológico. La pintura de Davis me había recordado todo esto de una manera bastante sencilla, aunque se trataba de la pared de una montaña expuesta al impacto del sol, perdido el perfil de las grietas entre las rocas como si se fundieran bajo el trémulo calor. Tardé años en comprender aquella pintura, no con la mente, sino con los sentidos. Me inquietaba la idea de cuántas excelentes pinturas habría por ahí, en manos de personas curiosas, que nunca se apreciarán en su justa medida. Y el hecho de no poder compartir con mi padre la absoluta y desgarradora aflicción por la muerte de su amigo, el talentoso y algo focado Davis. Pero cuando examinaba de cerca aquel cuadro, tamben reaparecía la muchacha del buffet dominical. Han pasado años desde aquello, tendría yo cuarenta y tantos. Nunca me he sentido tan mortal como al regresar a mi habitación y ver mi camisa manchada de café. Me eché a reír, pero la risa surgió con un leve matiz de conmiseración, fantasmagórica. Me acerqué a la ventana y vi cómo abandonaba el jardín con su familia. Sentí el absurdo deseo de llamar a un helicóptero para que me sacara enseguida de allí. Supuse que íbamos envejeciendo y éramos más frágiles ante la muerte, en términos de disponibilidad de tiempo, ya que éste se alejaba de nosotros y aquel nivel insuperable de la belleza me había dejado pasmado hasta el punto de contemplar la muerte como la ven los suicidas de pie entre las vías frente al tren que se acerca. El toque de hilaridad procedía de esta idea: «Desde luego, ¿como pudiste pensar lo contrario?». Fue una

lección asombrosamente cruel y sensual a la vez, y todos los días me abstraigo pensando en ella aún. El sueño venía y se iba en pequeñas dosis, e intenté contrarrestar los pensamientos y recuerdos más dolorosos con una visión del último verano, nadando con Naomi en el Niobrara al anochecer. Habíamos bebido más vino de lo habitual durante la cena y saltábamos en un estado de euforia propio de unos adolescentes; luego hicimos el amor dentro del incómodo coche. Un adolescente espabilado habría traído consigo una manta. Más adelante me asaltó una problemática secuencia de pensamientos, en su mayor, parte al borde mismo de la conciencia, centrados en la idea de que hace falta toda una vida para que uno llegue a conocerse a sí mismo, y esto sin duda debía de oscurecer mi comprensión de aquellos a quienes conozco. Por obvio que esto sea, no deja de ser menos problemático. Por ejemplo, puedo decir que yo sentía inclinación por mi madre. Imagino que muchas criaturas prefieren a uno de sus progenitores por encima del otro y que hasta cierto punto organizan una guerra imaginaria entre los dos, si es que no hay en marcha una real. Entonces di por sentado que si prefería a mi madre era porque yo era como ella, pero con la edad he visto que esto no es tan aparente como creí durante muchos años. He tendido a ver mi juventud como un diorama en el que nos protegíamos unos a otros, pero... ¿de qué? ¿Cómo vas a proteger a una mujer bastante rica cuyo único entusiasmo reside en los libros y el alcohol? Con estas dos predilecciones ya se había construido un escudo impermeable entre ella y el mundo que la rodeaba. Sin embargo, pude ver con mayor claridad después de hablar con Nelse, que había tenido problemas similares con su madre, al menos en apariencia. Pero Nelse se había mostrado resistente y combativo frente a su madre de adopción, y su experiencia no parecía en absoluto dominada por la melancolía. No hay duda de que produce una extraña sensación enfadarte con tu madre cuando hace más de cuarenta años que murió. A mis catorce años yo era sin duda su acompañante platónico. Al igual que Nelse, también yo había acompañado a mi madre a Francia a los dieciséis años. Ella bebía una asombrosa cantidad de vino, aunque, a diferencia de la madre de Nelse, su conducta nunca lo daba a entender. Nunca fui capaz de terminar una novela de Henry James porque mi madre significaba un indudable retroceso a la época de ese escritor, y las extrañas percepciones de James respecto a ese tipo de mujeres me trastornaban. Hacía sólo unos días que me había acordado de cómo ella me siseaba para que contuviera mi entusiasmo, la elegante ironía con que rechazaba a mis amigas. Algunas mujeres rezuman una gran fuerza en su debilidad. Las noches en que ella bebía demasiado, allá en casa, John Wesley cogía su petate, su bolsa de comida y se marchaba montado a caballo por poco que el tiempo lo permitiera. Mi padre escapaba al barracón de los vaqueros, al que se refería como su oficina. ¡El estudio de pintura de su juventud convertido en un despacho para la compraventa de tierras y ganado! Pero yo me quedaba en la casa

con ella, soportando su amargura y sus lacónicas ocurrencias al apartar la vista del libro. Me preguntaba cómo había podido el decoro de mi padre excluir de sus memorias semejantes dificultades, así como las amistades femeninas a las que había recurrido. Prendí la luz, salté de la cama y contemplé la primera colección de minerales que mi madre me había regalado un invierno en Tucson, cuando yo tendría unos siete años. Era una preciosa caja de caoba con la tapa de cristal en la que había varias hileras con pequeñas muestras de roca sedimentaria, roca metamórfica, varios cristales y elementos nativos, sulfuros, sulfosales como la asombrosa proustita, óxidos entre los cuales había que incluir la terrible uraninita, haloideos, estrafalarios sulfatos como la baritina, y luego fosfatos, vanadatos, uranatos, arseniatos, etcétera. El problema con esta pequeña colección que había cumplido ya medio siglo tan sólo se me hizo patente el año pasado. Más o menos por aquella edad, los siete años, mi padre me había permitido echar una ojeada a la voluminosa colección de libros de arte que tenía en su estudio, y a la que había desatendido durante tanto tiempo. Su única exigencia consistió en que antes tenía que secarme bien las manos, y los días lluviosos constituían para mí una gran preocupación. Mi teoría consistía en que mi mente infantil habría creado cierta conexión entre los brillantes colores y formas de los minerales y los centenares y centenares de reproducciones de pinturas de aquellos libros. En el estudio tenía también un cuadro que me gustaba, un original de Charles Burchfield, unas flores distorsionadas cuyo colorido recordaba un conglomerado de minerales. Creer que mi atracción por la geología había empezado como una cuestión estética, no muy alejada de la temprana vocación de mi padre por el arte, se acercaba demasiado a la realidad para que me resultara cómoda. ¡Oh, Dios mío!, ¿acaso no se iba a acabar nunca?, pensé, y la respuesta fue: «No, no se acabará», excepto de la manera en que acaba para todo el mundo. Aquellos que padecen insomnio saben que esta clase de pensamientos no inducen al sueño. Los gratos recuerdos sexuales pueden convertirte en un mamífero soñoliento si excluyes los acontecimientos principales. Por ejemplo, como cuando a los dieciséis años acompañé a mi madre a Francia en calidad de «protector». Neena hablaba un francés fluido y era viajera experta y autoritaria. Me estaba educando en gastronomía y vinos, ya que por aquel entonces me tenía sin cuidado el atontamiento que éstos le producían. Se levantaba bastante tarde, daba un corto paseo y luego almorzaba (con demasiado vino), después de lo cual dormía una larga siesta, daba otro corto paseo y cenaba (también con demasiado vino), y al finalizar se dormía leyendo. Cada día me trazaba un itinerario que incluía paseos, museos, los sitios en donde ella había gozado a mi edad. Nos alojábamos en el Georges V y, como estábamos en junio, no oscurecía hasta muy tarde. Su única condición era que no volviera a salir después de cenar, por lo general poco antes de que oscureciera. París era una ciudad peligrosa de noche, insistía, aunque luego supuse que se refería

a las «mujeres de la noche» o prostitutas, que podían perjudicar a su vulnerable hijo. Eso no me preocupaba, pues la cantidad de vino que tomábamos en la cena, así como los larguísimos paseos, me daban bastante sueño. Entonces, paseando un día por el Quai des Grands Augustins, compré un libro de fotos subidas de tono que me erizaron los pelos del cogote, me matraquearon los sesos y me dejaron sin aliento. Escuché a través de la puerta y oí que dormía, luego salí del hotel, aunque sin aventurarme demasiado. Tan sólo fui a la calle contigua, la Rue Marbeuf, donde se me acercó una atractiva mujer de unos treinta años, vestida de negro pero con ojos centelleantes. Su precio era bastante elevado porque era un barrio elegante, pero yo disponía del dinero que reservaba para el regalo de John Wesley. Sencillamente fue maravilloso. Al abandonar su habitación, tan sólo media hora después, lloré de felicidad. John Wesley se emocionaría con la historia y, en cuanto al regalo, le daría el libro de fotos que me había impulsado a salir aquella noche, pero al día siguiente vi con claridad que mi madre había entrado en mi dormitorio mientras yo estaba fuera, porque el libro había desaparecido. Este entrañable recuerdo me provocó el insomnio que sigue después de rozar una alambrada eléctrica, así que me levanté, me puse las gafas y estudié el plano de México que cuelga de mi pared. Siempre había preferido las ciudades pequeñas, como Durango o Zacatecas, a las más grandes, aunque me gustaban Guadalajara, Oaxaca y Veracruz, ésta última porque me recordaba un breve viaje a Cuba justo antes de la revolución. Tenía dieciocho años la primera vez que visité el Museo Nacional de Geología de Ciudad de México, que me contagió la enfermedad de deambular por este país, aunque luego sería primordial a la hora de ganarme la vida. Antes de la Revolución, la presencia de los Estados Unidos en la minería de aquel país había sido predominante, aunque luego ya no tanto. Con frecuencia lamentaba no haber vivido las aventuras de los primeros residentes exploradores como aquel gran caballero llamado Morris Parker, pero por lo que sé nadie se ajustó nunca a la época que le tocó vivir. Las gemas, como el ópalo o la ágata, me han interesado mínimamente comparadas con miles de variedades menos obvias. Me sentí desfallecer al ver las cuevas de cristales de selenita, algunos de dos metros y medio de longitud, en la mina Naua de Chihuahua. También me estremecí al ver los efectos del volcán Paricutín poco después de que entrara en erupción. En general, la gente tiene muy pocos conocimientos acerca de los metales de importancia crítica, aunque dudo que esto sea muy relevante. Una vez, durante una aburrida convención de geólogos a la que mi asistencia era obligatoria, me hizo gracia ver como nuestro grupo, asfixiado por sus propias obsesiones, serviría de guía a los de la Aluminium Extruder of America, que sin duda tenían sus propios puntos débiles. Supongo que yo debía de ser una pequeña excepción como geólogo, puesto que a la larga me interesaría más el paisaje de los seres humanos, así como la flora y la fauna, que lo que pudiera encontrar en el subsuelo.

Un tipo supereducado, amable y medio bobo me comentó que el premio a la paciencia es la paciencia. A primera vista, esto no es una idea muy atractiva. Aquel hombre se quejó indignado al ver que tardaban en servirle el postre, pero el concepto en sí resultaba bastante valioso durante las miles de horas de trámites legales y audiencias públicas respecto a si las reclamaciones sobre una mina o materias primas por una persona ahora ya difunta tenían o no valor alguno a la hora de establecer el patrimonio. Por supuesto, el placer residía en visitar la mina. La mayoría de las estafas se producen cuando la gente es incapaz de ir más allá del papeleo y ver la realidad que supuestamente representa. Mediante la paciencia, al final aprendí a no desperdiciar aquellas interminables horas de chachara legal. La barrera original estribaba en la habilidad de reducir la supuesta abundancia a una simple cucharada de papilla, que era la auténtica medida de su contenido. Puede haber un maravilloso sustrato de ideas debajo de las toneladas de banalidad que rigen el comportamiento humano. Quizá nuestra verdadera unicidad consista en que nuestra mente es capaz de escapar de los zoológicos que hemos construido y la de otras criaturas, no. Aunque, ¿quién sabe qué artilugios mentales utilizarán para soportar el sufrimiento que les infligimos? La mente debe disciplinarse a sí misma para abrirse lo suficiente y permitir que el espíritu pueda batir palmas y cantar. La sombría comicidad de todo eso reside en la resistencia que ponemos a la naturaleza de nuestra mente, fingiendo que no disponemos de mayor libertad que la de un tren predestinado a ir siempre por la vía. Ahora son las cuatro, y Carlos, sobre su almohada de perro, quiere que apague la luz y me ponga a dormir. Tanto su padre como su abuelo eran eso que los judíos llaman unos kvetches, unos quejicas, y Carlos lo exterioriza en otros niveles. Una simple lagartija rondando su cuenco de agua en el patio profana y enfurece su sentido del orden. Ahora, al mirarme, sus ojos son oscuros y relucientes, como si me dijera que la noche está hecha para dormir, que por eso oscurece, o, como suelen decir en Nueva York, «concédeme un descanso». Le digo que conducir muchas horas seguidas no favorece el sueño, pero él es de los que se niegan a subir en coche. El único trabajo de su vida consiste en mantener vigilada la propiedad. Nunca ha mordido a nadie, pero su apariencia es tal que nunca se ha visto en la obligación de hacerlo. Su aspecto es tan siniestro como el de una gorgona petrificada. Apago la luz y organizo mis recuerdos en torno a los mejores sueños que he tenido en mi vida: un amanecer en la playa llena de rocas cerca de Anconcito, Ecuador, donde me tumbaba boca arriba para contemplar la gran espiral que formaban los rabihorcados (pescan en el mar, pero si se caen al agua o sin querer amerizan en ella se ahogan); o seguir a una encantadora pero tonta heredera desde su hotel de París hasta una casa de campo en la región de Morvan, en Borgoña, donde César decidió que la Galia se dividiera en tres partes, y por la noche encontrarla demasiado borracha para firmar un documento donde ponía que le había explicado que una

mina que la familia poseía cerca de Lampazos, en Coahuila, no tenía ningún valor, exceptuando los innumerables millones de arañas opilión, que nosotros llamamos papá piernas largas. Paseamos durante horas por senderos del campo hasta perdernos, sin ninguna casa a la vista ni un coche al que pudiéramos hacer señas para que parase y dormimos el resto de aquella calurosa noche de junio en un prado junto al bosque, para despertarnos cubiertos de rocío y rodeados por una gran profusión de flores silvestres; un granjero nos llevó de vuelta a la mansión, embarazosamente de pie a su lado en el tractor. Ella moriría el octubre siguiente en un coche deportivo que iba a ciento sesenta por hora en la región de Bretaña, una muerte similar a la del genio Albert Camus. Y luego el mejor sueño de todos, con Naomi durante sus vacaciones de primavera, al volar hasta Ciudad de México y alquilar un coche para ir a Pátzcuaro, cerca de Uruapan, en el estado de Michoacán, a fin de ver la ladera de un bosque cubierta, según dijeron, por más de veinte millones de mariposas monarca dispuestas a emprender el largo vuelo hacia el norte, y después dormir en una sencilla pensión arrullados por el zumbido de los millones de mariposas todavía perceptible en nuestros oídos, un regalo inestimable, como el mismísimo resplandor de la luna. Pero me detuve justo a tiempo para enterrar ciertos sueños cuando el inconsciente se desplazó a Loreto y a la noche en que mi sobrina llamó a última hora desde Cayo West para decirme que Duane se había suicidado. Bajé veloz los peldaños del patio y crucé la arena hasta el mar de Cortés, débilmente iluminado por la delgada línea de la luna nueva, ahora tan distante como mi único posible hijo. Nunca le conté a Dalva que en dos ocasiones, durante los años previos al suicidio de Duane, había encargado que lo siguieran, primero por Cypremort, en Louisiana, y después por Biloxi. Incluso tenía fotos de oiloxi, con Duane en una camioneta muy vieja y un destartalado remolque para el transporte de caballos, y otra saliendo de una tienda de comestibles, de esas que no cierran por la noche, con un paquete de seis cervezas como si fuera una espantosa versión de la muerte misrna. El detective privado, también un veterano de la guerra de Vietnam, había logrado entablar conversación con él en un bar de mala muerte, donde Duane le contó cuánto había disfrutado con las distintas incursiones de lucha cuerpo a cuerpo en Vietnam, y lo triste que se había sentido al no poder continuar debido a las múltiples heridas de bala. No son muchas las personas que conocen el valor y el entusiasmo que los sioux han demostrado como soldados de este país en todas las guerras de este siglo. Aquí la ironía le golpea a uno con la sutileza de una almádena. Al llegar Dalva a Loreto, yo intentaba reponerme del peor año de mi vida, en el que había que incluir la dolencia bastante habitual de una grave infección de riñones, una operación de la vesícula biliar y, con mucho lo más doloroso, una seria depresión. A las dos primeras podía tolerarlas como hace cualquier perro enfermo, pero la depresión, como muchos ya sabrán, es lo mismo que perder todo tipo de agarradero mental. El esfuerzo de intentar aplacar a una mujer enloquecida durante

todo un mes cuando yo había perdido miserablemente mi rumbo fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Es curioso, pero en cuanto elía se recuperó yo también lo conseguí, lo cual constituye un misterio no del todo impenetrable: ella era una versión de mi querido hermano muerto, convertido en la más encantadora de las mujeres. Varias veces vino hasta mi cama llorando y yo la abrazaba, experimentando una primitiva ambivalencia que me hacía hervir la cabeza, hasta el punto de morderme el labio hasta sangrar para no seguir fomentando aquella locura. Eran ya las seis de la mañana y estos recuerdos no me ayudarían a conciliar el sueño más de lo que lo conseguiría que un desconocido empezara a disparar un fusil al otro lado de la ventana del dormitorio. Repasé mi atontada mente para situar la zona horaria y marqué el número de teléfono de Naomi en medio de la oscuridad, a fin de no añadir más confusión al pobre Carlos, aunque soltó un gruñido en cuanto empecé a hablar. La conversación fue maravillosamente sencilla y consoladora en su inicio. En las Sandhills eran las siete de una mañana de domingo, había empezado un ligero deshielo y Naomi podía escuchar el goteo del agua en los carámbanos que colgaban de los aleros, así como su corneja, que la llamaba desde el garaje. Pensaba hacerse tortitas dulces de patata, como hacía siempre los domingos, dar un largo paseo y luego ir a la iglesia. La noche anterior había jugado unas largas partidas de solitario doble con Dalva, y Nelse regresaría de Lincoln a tiempo para cenar algo de pescado, si es que se había acordado de traerlo. Le comenté mi insomnio y me aconsejó una larga caminata, como hacía siempre. Le contesté que desde que me había convertido en un viejo había perdido mi afición a los paseos nocturnos. Ella se echó a reír y dijo que siempre había tenido la sensación de que a plena luz del día se veían más fantasmas paseando; otra de las convincentes teorías de Lundquist, añadió. Entonces contuve la respiración y le dije que, debido en parte a las dificultades locales, estaba pensando en pasar ocho meses por esa zona, tal vez de abril a diciembre. Se produjo un silencio en el que ambos contuvimos la respiración, y luego ella murmuró que le encantaría escandalizar a toda la región teniéndome en su casa. Incluso podría cuidar de su jardín si tenía que ausentarse, pero sería mejor que lo pensáramos con calma. La respondí que ya lo habíamos pensado durante demasiado tiempo. Ella argumentó que en su zona a una maestra de escuela no se le permitía «vivir en pecado», pero que sería divertido ponerlos a prueba durante los dos meses que faltaban para su jubilación. Acordamos una vez más que, si bien técnicamente éramos unos viejos, al menos nuestra mente no se sentía así. Le pedí que aquel fin de semana se encontrara conmigo en Denver, nuestro antiguo lugar de encuentro, para hablarlo con detalle. Al despedirnos, le dije con vehemencia: —Te amo. Después de un embarazoso silencio, Naomi me contestó que, después de tantos años sin decírselo a un hombre, tendría que aprender de nuevo a decirlo.

Me vestí, empujé con el pie a Carlos para contener su irritación, preparé café, me abrigué y salí a dar el paseo que me había aconsejado, acompañado por todos mis perros, aunque al principio sin demasiado entusiasmo. El termómetro del exterior marcaba ocho grados bajo cero, una temperatura que no coincide con la que la gente imagina para la frontera entre Arizona y México, pero ocurre que el valle de San Rafael se encuentra a mil seiscientos metros de altitud. Tan sólo poseo poco más de un centenar de hectáreas de terreno pegadas al Bosque Nacional Coronado, así que avanzamos con paso lento siguiendo la línea de la cerca con el primer atisbo de luz asomando por encima de los montes Huachuca, hacia el este. La tenue luz de la luna nueva no lograba empañar la densidad del laberinto de relucientes estrellas sobre mi cabeza, hacia las cuales se elevaba el raquítico vaho que salía de mi boca, a pesar de que nos halláramos muy lejos de su campo visual. Entonces se me ocurrió que era justo el hecho de ser un hombre corriente lo que me llevaba de vuelta a casa, un lugar que como mínimo era mucho más abarcable que la vasta cúpula de los cielos que se extendía por encima de mí. Sonreí al recordar que en una ocasión, mientras mi padre y Lundquist estaban descuartizando un buey, le había preguntado a mi padre qué ocurría al morir. Él se volvió hacia mí con las manos ensangrentadas y me dijo: —Si no ocurre nada, entonces no habrá forma de saberlo. A espaldas de mi padre, Lundquist sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco. Luego me dirigí a la casa y formulé la misma pregunta a mi madre, quien alzó la mirada de su libro y dijo: —No tengo ni idea. A medida que el cielo se iba iluminando, los perros correteaban a lo lejos, y supuse que lo más importante de querer a alguien es que hace que desees seguir viviendo.

Dalva 18 DE ABRIL DE I987 Me desperté poco antes de que amaneciera, al oír que la camioneta de Lundquist entraba en el patio. Por encima del alféizar de la ventana vi que en el barracón de Nelse habían encendido las luces, y ante la puerta se perfilaba con nitidez la silueta de Lundquist, llevando en hombros a Roscoe. Desde la cocina, justo debajo de mí, Ted empezó a ladrar. Le silbé y le oí subir trotando las escaleras antes de saltar sobre mi cama. Le rasqué la barriga, cubierta con aquel pelo tan peculiar, mitad airedale y mitad labrador, un perro peludo, de formas redondeadas como las de un cerdo y sin ninguno de los fuertes atributos de las dos razas. Siempre guardaba silencio si le dejaba subir a mi cama, una especie de muestra de cortesía, así que me recosté para dormir otra vez, sintiéndome protegida en un universo local libre de amenazas. Mientras dormitaba recordé la historia de nuestro único asesinato en la zona, exceptuando algunas peleas entre familias, ocurrido setenta años atrás, cuando un peón se emborrachó y se drogó con un tónico primaveral cargado de alcohol y tintura de cocaína, y después de matar a la esposa de un ranchero se largó con el tren. El shériff montó sobre su caballo y salió al galope tras el ferrocarril, de un salto se subió a la plataforma, cruzó la hilera de vagones y, al llegar al último, sacó su Colt 44 y derribó a tiros al asesino. Éste iba desarmado, pero todo el mundo consideró que esto era un detalle sin importancia. El abuelo siempre me contaba esa historia como si fuera un chiste, aunque su sentido del humor era bastante tosco. Una hora después, cuando ya había suficiente luz, descubrí aguanieve pegada a la ventana, y la verdad es que eso me fastidió, porque el día anterior había hecho un tiempo precioso, rondando quizá los doce grados, y me había sentado en el patio con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, con el trasero húmedo mientras dejaba que el sol me calentara la barriga y enfriara la espalda, fija la mirada en el vapor de la nieve que cubría la zanja más allá del bosquecillo de lilas que rodea el cementerio familiar. Su presencia no resultaba más tolerable —ni menos— que en mayo, cuando está cubierto de olorosas flores de color blanco y púrpura, cuyo aroma es tan denso que casi resulta visible en las noches calurosas. Siempre me ha bastado con escuchar el canto de un chotacabras local para que la garganta se me pusiera pastosa, las sienes se tensaran hacia atrás y tuviera que levantar la barbilla al aire de la noche. El canto de los grillos llegaba uno a uno hasta formar un coro, y si andabas por la carretera de gravilla hasta el Niobrara, las ranas de la parte baja del marjal croaban con tanta fuerza que resultaba difícil soportar aquel ruido. Abajo oí a Nelse y a Lundquist arrastrar sus sillas al levantarse después de desayunar y a Frieda que decía: —Comed más, que fuera hace frío.

Afuera, la pareja de caballos de tiro, un cruce de razas belga y clydesdale, estaba ya erfganchada a la carreta. En febrero, Lundquist y Nelse habían viajado al oeste de Iowa y los habían comprado a un granjero amish, por múltiples y complicadas razones: para transportar el heno al ganado sin estropear los pastos con el tractor, para arrastrar los árboles que se caían en las barreras de protección, pero más que nada, pensaba yó, como un regalo que Nelse había querido hacerle a Lundquist, por haber mantenido los arneses en perfectas condiciones desde los años cuarenta. Era fácil querer a aquellos castrados que pesaban una tonelada cada uno y eran completamente dóciles a pesar de su fuerza, aunque había que dejarlos pastar separados de los demás caballos, que siempre se mostraban irritados ante ellos, por razones privadas que atañen sólo a los caballos. Observe como Nelse y Lundquist subían al pescante de la carreta, llena ya de postes para cercas como si se dispusieran a hacer el trabajo más importante del mundo. Lundquist, que llevaba las riendas, hizo girar la carreta al tiempo que Frieda, con su holgada y encapuchada sudadera roja, estampada con el símbolo del equipo de fútbol Nebraska Cornhusker, corría hacia su camioneta para dirigirse a la capital del condado y hacer las compras del sábado en el supermercado. Los caballos inclinaron las orejas hacia delante al oír el rugido del motor y el de la gravilla que Frieda levantaba al salir del patio. Bajé a la planta baja todavía algo preocupada por los restos de un sueño relacionado con algo que ocurrió a comienzos de los años sesenta, al regresar a casa por las vacaciones de primavera y pasar Ia primera mañana con Naomi y una enfermera del condado afeitando la cabeza a la mayoría de los alumnos y practicándoles curas contra una epidemia de tina. Aquello era muy diferente de mi vida de cafetería en Minneapolis, donde los estudiantes modernos estaban efectuando la transición del existencialismo al movimiento nacional de los beatniks. Todos nos habíamos sentido bastante molestos por los comentarios de un profesor visitante francés, recién llegado de París, que nos encontraba cómicos al pretender imitar la desesperanza de la posguerra europea en la plenitud de Minneapolis. Un amigo gay («homosexual», se decía en aquel entonces) se había encaprichado de aquel profesor y quería utilizarme como cebo al llevarnos a un restaurante de St. Paul, donde el profesor se rió hasta inundar de lágrimas el chuletón, afirmando que a pesar de que la carne le producía un profundo tedio, se esforzaría por comérsela toda. Mi falda color beige se quedó perdida de manchas de grasa al intentar meterme mano por debajo de la mesa. Por cierto, en los pantalones de mi amigo no había una sola mancha. El profesor se había percatado de la situación en menos que canta un gallo y había estado bromeando al respecto toda la noche, hasta el punto de llegar a decir que la partouze era un repugnante invento de la burguesía. Después de traducirle el significado, mi amigo salió huyendo del restaurante y yo tuve que pagar la cuenta. Al principio casi me negué a acostarme con aquel

hombre, pero dentro del ambiente de la época el estímulo moral más potente era la curiosidad. En mi sueño, en el patio de la escuela no conseguía encontrar a mi hijo de cinco años para afeitarle la cabeza. Había mirado dentro del abrevadero de los caballos y mi reflejo era hombruno, se parecía más a Duane que a mí misma. Me serví café y pensé de nuevo en él, pero sin llegar a ningún resultado. Al lado de la sartén llena de patatas, bacon y una chuleta de cerdo, había una nota de Frieda: «Cómase eso, señorita flacucha». Hacía una semana que notaba un leve dolor en la parte baja del vientre, aunque suficiente para que abortara mi apetito hasta la noche, en que un vaso de vino volvía a despertarlo. Aun así, Frieda tenía la satisfacción de cocinar para Nelse, qu tenía que comer cantidades enormes para conservar su fuerza, que en el barracón la luz se encendía de forma invariable a las seis la mañana y nunca se apagaba antes de la medianoche. Desde que viera un ejemplo del insomnio en mi tío Paul, lo reconocía siempre. Cuando viene J. M., suelen dormir al final del pasillo, en el antiguo dormitorio de Paul, que a ella le encanta porque lo considera una especie de túnel del tiempo con sus viejos libros, colecciones de piedras cabezas de flecha, fotos de revistas enmarcadas, donde se veían lugares remotos como el valle de Cachemira, el valle del Riff, Glen Canyon y, por alguna razón especial, una antigua foto de la Rue Marbeuf de París. Tenía la mano derecha tan rígida que derramé parte del café y exclamé un «¡mierda!» hacia la cocina desierta. Abrí y cerré la mano varias veces, bastante dolorida a causa de haber pasado el día anterior cepillando gran parte del pelaje invernal de los caballos, viendo cómo daban patadas y corcoveaban bailando al soltarlos. Aquélla era una especie de celebración anual que yo llevaba a cabo todas las primaveras desde que era pequeña y lo que más anhelaba al estar en la universidad y regresaba a casa por una semana a finales de abril. Era el ritual de barrer el invierno, y los caballos lo disfrutaban tanto como yo. De pronto recordé el inquietante aspecto del sueño sobre la tiña. Todos los alumnos de Náomi vestían como los niños más pobres de toda mi experiencia como trabajadora social. En los primeros trabajos de Minneapolis y Escanaba, en la península Superior de Michigan, mentí a mis superiores y dije que tenía un tío fabricante de calcetines. Hay muchas reglas estrictas referentes a que los trabajadores sociales hagan regalos personales a esos que de manera eufemística llaman sus «clientes». La mentira no funcionó en Minneapolis, donde abunda la rigurosidad típica del norte, pero mi jefe de Escanaba, un bondadoso finlandés, no vio nada malo en que distribuyera calcetines. Siempre me ha molestado tener los pies fríos y no soportaba ver que los niños pequeños tenían que padecerlo, sobre todo los nativos, que durante el invierno llevaban calcetines delgados, o con frecuencia no llevaban de ningún tipo. Es curioso, pero no era la pobreza lo que irritaba mi sensibilidad hasta el punto de deprimirme, sino la actitud de muchos de los afortunados, que no se sentían satisfechos por tener dinero si no había muchos

otros que carecían de él. Esto se me hizo patente sobre todo en Santa Mónica, durante el mandato de Reagan, donde muchos consideraban risible mi labor, si no la despreciaban abiertamente. Incluso la gente religiosa citaba a Jesús con lo de que «los pobres siempre habitarán la tierra», pero se les olvidaba añadir que él nunca dijo que se sentaran sobre sus culos sin hacer nada al respecto. Sólo de pensar que mi país acepta que una cuarta parte de sus ciudadanos esté destinada a convertirse en mutantes sociales me crispa los nervios. Nuestra capacidad de compasión parece haber bajado un poco más cada año en mi vida de adulta. Nunca me ha importado gran cosa que mis colegas me hicieran bromas por ser un «corazón sangrante», porque si el corazón no te sangra es que estás muerto y te has convertido tan sólo en otra pequeña fábrica de codicia en el camino de la vida. En mi sueño, algunos de los pequeños no llevaban calcetines y olían a estufa de queroseno. Vestían prendas delgadas y holgadas y mostraban signos inconfundibles de desnutrición. Me comí la chuleta de cerdo que había quedado, junto con las patatas, mientras pensaba en todo esto y en cómo mi infantil decepción por el tiempo, además de un pavoroso sueño, podían afectar mi capacidad para mantener el espíritu a flote. Cuando al final me despidieron del trabajo, a mediados de marzo, estábamos bajo los efectos de una borrasca de nieve y yo me sentía feliz hasta el delirio. Es notable cuánta más gente acobardada hay en la istración pública que en el sector privado. Recogí mis pertenencias del escritorio y salí del viejo edificio de las oficinas del condado lo más alegremente posible, sumergiéndome en la borrasca como si pretendiera besar la nieve que chocaba contra mi boca. Nadie se había atrevido a mirarme a la cara después de que llegara el esperado aviso. Nadie iba a sustituirme, lo cual no dejaba de ser bastante gracioso. Todo el dinero destinado a aconsejar a las familias de los granjeros oprimidos se había gastado en las convenciones que sobre el asunto se habían celebrado en Lincoln y en Washington. Fui directa al local de Lena y me tomé un trago de la botella de brandy barato que guarda para casos extremos. Terminé ayudándola durante la hora punta del mediodía, pues la tormenta la había dejado sin suficiente servicio. Hasta serví una mesa ocupada por funcionarios del condado, de los que un par de horas antes habían desviado la mirada. A media tarde llegó Nelse con su camioneta, pues no confiaba demasiado en mi viejo Subaru, poco potente para enfrentarse a la borrasca. Antes había pasado por la sede oficial y se quedó pasmado al enterarse de que me habían despedido. Permanecimos sentados en la taberna durante una hora, por el puro placer de contemplar la nieve. La nieve húmeda y pesada de finales de invierno es motivo de gran alegría entre la comunidad de rancheros y granjeros, pues significa más humedad para el trigo invernal y un suelo niejor dispuesto para sembrar el maíz. Los pastizales estallarían con üna hierba nueva más carnosa, y el espíritu de Naomi se regocijaría ante la perspectiva de una mejor cosecha de flores silvestres. Durante el trayecto a casa, hablamos de la posibilidad de efectuar juntos un viaje en coche a finales de mayo, ya que J. M. estaría ocupada con los exámenes

finales y no querría que él la importunara. Nelse se había afligido un poco al ver cómo se le venían abajo los planes para efectuar el trabajo fenológico sobre los pájaros locales. Al final Naomi le había informado, con cierta cautela, de que el estudio ya lo había realizado alguien a quien Nelse se refiere como «el gran Johnsgard» en 1980, mientras él se dedicaba a recorrer el país. Me dio un ejemplar para que lo hojeara y me recordó una vez más cómo había sumergido mi vida en las generalidades en lugar de en los detalles. Le había pedido a Nelse que me escribiera una definición del término «fenología», porque no conseguía fijarlo en mi mente, y una noche me encontré un trozo de papel pegado con cinta adhesiva en medio del espejo del vestidor de mi dormitorio: «La repetición periódica de los fenómenos naturales, como la nidificación y emigración de los pájaros según la época, así como el apareamiento de los mamíferos y el alumbramiento de sus crías, además de la aparición de los primeros brotes y hojas en los ártíoles o la floración de las plantas, todo relacionado con la climatología local y la época exacta del año. No lo despegues». A pesar de que el trabajo base ya está hecho, piensa comparar lo publicado con sus propias observaciones y aportar las correcciones necesarias. Debo reconocer que su curiosidad me desconcierta, pues suponía que hay que empezar de muy joven a conocer las peculiaridades de la flora y la fauna. —¿Por qué no quieres conocerlo todo sobre el lugar donde vives, más allá de las paredes de tu casa? —me había preguntado, y yo me sentí avergonzada, a pesar de que no era una indiferente total, comparada con mucha gente que conozco. Nunca he sido capaz de distanciarme y contemplar las cosas sin que me absorbieran de forma turbadora, como si cada criatura, planta o árbol poseyera un equivalente emocional al que pudieran arrancarme, pase lo que pase, del interior de mi cerebro. Me sentí un poco abatida al hojear la pila de guías de campo que me trajo a Lincoln Antes yo había tenido algunas, entre ellas distintas guías de aves occidentales, incluso una Guía de campo de rastros de animales, pero con los años las había extraviado por el camino. De pequeñas, al llevarno Naomi de excursión por la naturaleza, Ruth era capaz de recordar el nombre de todo, aunque su único interés residiera en la música. Mi única defensa contra Nelse, cuando se extralimita en calidad de serio profesor, consiste en sacar a relucir algún elemento humano que resultara molesto. Por ejemplo, durante la cena, al bromear acerca de lo que haría el resto de su vida, mientras J. M. se dedicaba a la enseñanza, saqué a relucir la vieja muletilla universitaria acerca de la «terrible libertad», y las orejas se le pusieron coloradas al tiempo que daba muestras de nerviosismo. Aquella frase procedía de la etapa universitaria de jersey negro de cuello alto, que tan divertida le parecía al profesor francés. Al año siguiente se vería sustituida en gran medida por la música estridente, y el vino barato lo sería por la marihuana. Sin embargo, esto no hacía menos aborrecible para mí la idea de la terrible libertad. Casi sentí envidia de los amigos

que desde un primer momento habían elegido carreras que se pagaran decentemente. En lo que a las finanzas se refiere, yo siempre había sido prudente, pero me daba perfecta cuenta de que no necesitaba depender de mis habilidades para conseguir dinero. No puedo asegurar que este detalle preocupe a Nelse, pero es consciente de ello. A pesar de que ha pasado gran parte de su vida en la carretera, las historias relacionadas con mi oficio de trabajadora social le resultan casi insoportables. A los niños se les enseña a jugar limpio, y luego se pasan la vida preocupados por eso. A los cuarenta y seis años de edad puedo quedarme de pie ante el fregadero de la cocina y mirar hacia el corral donde ocurrió todo y sentirme abrumadoramente dichosa por haber encontrado a mi hijo. Mis padres fueron seres problemáticos, y supongo que su madre todavía lo es. Le concebí junto al arroyo, con mi húmedo traje bautismal, a la edad de quince años. El padre, Duane Caballo de Piedra, tenía dieciséis, y el tiempo se lo llevó, pero su recuerdo no es menos vivo por el hecho de que lleve muerto tantos años. Me pregunto si alguien es capaz de distanciarse de la tierra y ver con claridad más de unos pocos instantes a la vez. Aunque en algunos aspectos ambos seamos un mismo cuerpo, no soy tan estúpida como para pensar que soy su madre en el verdadero sentido de la palabra, la mujer que te cría y que se supone debe nutrirte día a día. Los dos somos lo que queda de su padre y de mi padre, exceptuando a Ruth, que era demasiado joven para recordarlo y se sentía asustada y distante frente a Uuane. Después de siete meses, creo que Nelse y yo nos estamos convirtiendo en muy buenos amigos, y quizás en algo más para lo cual no existe aún categoría. Cuando por la ventana le veo al amanecer o al atardecer, momentos del día en que la luz es algo borrosa, pienso que podría ser mi padre o Duane. Después de acompañarme a casa el día que perdí mi empleo y de haberme sentido fatal aquella noche al estallar de rabia contenida, nos sentamos delante de la chimenea. El me cogió la mano y la sostuvo entre las suyas. Con eso fue suficiente. 18 DE ABRIL Oí pájaros con la luz del día; eso quiere decir que ha vuelto el buen tiempo. Me levanté y abrí la ventana que da al sur, y la brisa que levantó la cortina era apacible. El olor a tierra era mucho más convincente que el último y breve deshielo. Excitada, me puse la bata y bajé a desayunar con Nelse y Lundquist, aunque todavía notaba molestias en la barriga. Les sorprendió mi presencia, pero parecieron alegrarse al verme. Lundquist estaba animado, un poco turbado por algo que Nelse había comentado y que me repitió para que yo participara. Un famoso entomólogo llamado Hopkins aseguraba que lo que consideramos la explosión de la primavera, por lo que se refiere a las actividades de las plantas y de los animales, avanzaba a un ritmo de cuatro días de diferencia entre un grado de latitud y el siguiente, es decir, cada ciento doce kilómetros. Yo me sentí algo aturdida y excitada, lo mismo que

Lundquist, y la vi como un espíritu macizo que flotara poco a poco hacia el norte. Al mismo tiempo, delante de los fogones, Frieda peroraba sobre las dificultades que el entrenador del equipo de fútbol de la Universidad de Nebraska tenía con el comportamiento de los jugadores, pero lo que Nelse explicaba era demasiado fascinante para que aquello nos distrajera. Lundquist sugirió que esto era precisamente el tipo de cosas que Dios quería que supiéramos, comparado con la basura que amenazaba con asfixiarnos. Yo no había avanzado más allá del habitual cosquilleo radical dentro de mi cerebro. La ventana de la cocina que daba al sur estaba abierta una rendija, y en el momento de girarme en la silla capté el agudo canto de un escribano, sin duda no el primero de la estación, pero si el más convincente por la densidad del sonido. Incluso Frieda aparto un momento la vista de los fogones. Sentí un escalofrío y Nelse se rió, pues dijo que había sentido lo mismo al despertarse en un prado y ver un escribano a menos de dos palmos de distancia. Lundquist, que desconfía de los católicos, como la mayoría de los luteranos, preguntó si era cierto que ese santo católico «del pasado» caminaba con pájaros sobre los hombros, la cabeza y los brazos extendidos. Había visto un cuadro de san Francisco, pero dudaba de su fiabilidad. Nelse dijo burlón que los pájaros no podían ver la diferencia entre un católico y un protestante, pero Lundquist replicó que en toda su vida tan sólo cinco pájaros salvajes se habían posado encima de él un tiempo razonable, y sólo mientras echaba una cabezadita en unos pastizales o en medio de una franja protectora de árboles. También había estado toda una tarde sentado junto a uno de los comederos para pájaros que Naomi había instalado, con pipas de girasol en el ala de su sombrero, pero ningún pájaro se había acercado a cogerlas. Nos contó lo trastornado que se había sentido al decirle Naomi que de los seres humanos sólo podíamos fiarnos cuando dormían. Después de que Nelse y Lundquist partieran para sus labores, me llevé a Ted a dar un largo paseo, procurando evitar el montón de piedras del primer pastizal. Siendo un cachorro, Ted tuvo su primer trauma al subir trotando aquel montículo de piedras y molestar a una larguirucha serpiente toro, que le soltó un fuerte latigazo. Ahora se queda mirando temeroso el montón de piedras desde la segura distancia de un centenar de metros y ladra desesperado, pero no se acerca. El único aspecto negativo que tiene es que me recuerda que fue un regalo de Sam. A mi edad se tiene la errónea sensación de que puedes entender con bastante exactitud a tu nuevo amante, pero entonces empiezan a surgir las desagradables sorpresas. Con Sam fue su amplia colección de resentimientos que no lograba ocultar y que yo no pude ayudarle a resolver. Sentía enormes deseos de verle la semana después del almuerzo familiar al aire libre y nos encontramos en Hardin, Montana, con la intención de asistir a la feria de los absarocas, la mayor reunión ceremonial de los indios, y luego visitar a un amigo mío, especialista en cetrería, que poseía un rancho entre Belle Fourche y Sturgis. Apenas logramos pasar de los dos días. Sus amigos de allí me parecieron unos estúpidos integrales. Entre los vaqueros existe la presunción

de serlo de verdad, frente al noventa por ciento que se limitan a vestir como tales. Por supuesto, tienen sus propias características válidas, modales que se absorben ejerciendo la profesión, pero es como si hubiesen adoptado la mayoría de sus actitudes de lo que han visto en el cine o en la televisión. Como es lógico, el alcohol ayuda a potenciar los malos comportamientos, que sin él sólo serían algo en estado latente. Todos los amigos de Sam, incluidas sus esposas y sus novias, parecían terriblemente orgullosos de no haber leído nunca un libro «de principio a fin», y se mostraron como unos condescendientes racistas al comentar a Sam que nos dirigíamos al festival de los absarocas. Entonces Sam se acobardó: —Es ella quien tira de mí para que vaya —comentó como si fuera un semental, y me sentí tan cabreada que hubiese querido descerebrarle allí mismo con una botella de cerveza. Ya a medianoche del primer día, en un bar de Hardin, llegué a la conclusión de que aquella gente, comparada con los sicilianos de Brooklyn, lograría que éstos semejaran caballeros ingleses. Incluso empecé a fomentar el recuerdo de ciertos graduados de las universidades más prestigiosas con los que había salido en Nueva York y que por lo general no me gustaban. Existe la terrible ilusión de que la grandeza del paisaje contribuye a la grandeza de las personas. La gota que desbordó el vaso aquella primera noche fue cuando el mejor amigo de Sam apretó del brazo a su novia borracha con tal fuerza que la muchacha palideció y estalló en lágrimas. Me levanté con brusquedad y me marché, pero, al seguirme Sam al aparcamiento, su pobre excusa fue que aquel desagradable incidente no era asunto nuestro. Le repliqué que quizá no lo fuera, pero que no tenía intención de quedarme para contemplarlo. La verdadera discusión no empezó hasta última hora de la mañana siguiente, cuando estábamos de un humor excelente, circulando por la encantadora campiña hacia la presa Yellowtail, a lo largo del río Bighorn. Le comenté que me parecía sorprendente que tanta gente del este viniera a pescar truchas por allí, en medio de la miseria y la pobreza de la reserva india. Habíamos estado hablando de mi hijo, Nelse, y de lo maravilloso que había sido que se presentara al almuerzo familiar. El primer aviso fue que me felicitó sobre todo porque había encontrado un «heredero» para mi propiedad. Al mencionarle lo de los pescadores del este, me dijo que la mejor manera de atrapar una jugosa cantidad de truchas en el Niobrara era colocar una red en el río y luego lanzar petardos al agua para que los peces entraran en la red. Yo sabía que lo hacía para fastidiarme, porque en el maletero le había visto dos cañas de pescar. Le repliqué que no quería volver a ver a sus amigos y que los vaqueros de Nebraska eran mucho más agradables que los de Montana. Entonces me desafió si subterfugios, preguntándome si me consideraba «demasiado buena» para sus amistades. —Absolutamente —fue mi respuesta.

Pero la carta fatal se lanzó al negarse a llevar a una joven absaroca que hacía autoestop, a pesar del extremado calor que hacía ese día. Murmuró algo desagradable respecto a que los absarocas vivía del subsidio estatal y, puesto que no trabajaban, caminar sería un buen ejercicio para ellos. Que las personas como él tenían que trabajar para ganarse la vida. Esto me quemó en los oídos, y le dije que en toda mi experiencia como trabajadora social nunca había visto que vivir del subsidio fuera una posición envidiable, aparte de que la mayoría de los rancheros y de los granjeros figuraban de algún modo en las listas de parados del Gobierno. Entonces me contestó: —Yo no soy más que un simple vaquero, querida. Comprendí que, si bien con disimulo, iba a darse el baño diario de autocompasión, sin duda la más perjudicial de las emociones humanas. Y me pregunté por la tendencia al error que conlleva la atracción psicológica, por cómo tu cuerpo puede vibrar de deseo por alguien y luego descubrir que vuestras mentes son tan antagónicas como Vermont y Nevada. En cuanto llegué al arroyo y al estanque, Sam se esfumó con la brisa primaveral que soplaba del sur, y no pude culpar a Ted por aquellos malos recuerdos, ya que sólo trataba de cazar un chorlitejo colirrojo que se fingía herido para llevárselo lejos del nido. Abandoné a Sam en el hotel y me fui sola a la Delegación Absaroca con el ánimo bastante alegre, como si hubiese esperado que aquello fuera a suceder y sólo tuviera que descubrirlo en el entramado de la realidad. Ted saltó al estanque, nadó al otro lado, luego se quedó tiritando y desde allí empezó a ladrar, como si esperase que yo fuera a rescatarlo. Di la vuelta en torno al estanque, deteniéndome para estudiar el montículo funerario que había en el bosquecillo. Tanto mi padre como Nelse habían supuesto que era de origen ponca. También encontré mi mochila de tela, en cuyo interior estaba el termo y el libro de Van Bruggen, Flores silvestres, hierbas y otras plantas de las llanuras del norte, hinchado por la humedad, que me había olvidado allí dos días atrás. ¡Menuda aficionada a la botánica! Pensé que, dado que el ejemplar era de Nelse, mejor sería comprarle otro, porque el libro se había hinchado y muchas páginas se habían pegado entre sí. Sentí otro calambre en el estómago y me irrité por el hecho de haber regresado al sitio donde concebí a Nelse, aunque no con el estado de ánimo apropiado, ti recuerdo de una dolorosa historia de amor es tan perdurable como el de una muela cariada o el de un fuerte golpe en la punta del pie. Rescaté a Ted y, con paso vivo, partimos hacia el norte, dirigiendo mis pensamientos al reencuentro de Naomi y Paul, y a la seria velada, aunque bastante cómica, de finales de marzo, en que nos anunció que llegaría él y que vivirían juntos. No pude contenerme y, en broma, pregunté: —¿Qué dirá la gente? Estoy segura de que, después de cuarenta años de dedicarse a la enseñanza, está desafiando las leyes y los estatutos de la Junta Escolar del Condado, si bien es poco

probable que alguien proteste por el hecho de vivir con su cuñado. El abuelo y yo siempre fuimos excelente carnaza para todo tipo de habladurías, y Michael les hizo disfrutar de lo lindo el último verano. Nelse escapó a cualquier posible reproche al devolver el rancho a la vida. Las existencias limitadas tienden a hacer del chismorreo el primordial pasatiempo nacional. Naomi se sobresaltó ligeramente cuando le dije que me había dado cuenta del cariño que se tenían el uno al otro pocos años después de que muriera mi padre. Los niños pequeños no prestan mucha atención a las palabras en sí, sino a por qué la gente las dice. También estudian los gestos, las miradas y esa cosa inevitable llamada estado de ánimo. Advierten en ellos mismos este lenguaje no ver balizado y luego les basta con aplicarlo a los adultos. Ruth, que se sentía unida a Paul tanto como yo al abuelo, solía preguntar con su plañidera voz infantil por qué Paul no se convertía en nuestro padre. Y en los primeros años del instituto, cuando yo estaba en noveno grado y empecé a leer la gran colección de material sobre los nativos que el abuelo tenía en su biblioteca, a veces me preguntaba por qué Paul y Naomi no seguían la costumbre nativa de casarse con la viuda de un hermano. Es indudable que esto habría ayudado a Ruth, que siempre había temido un poco al abuelo en la misma medida que adoraba a Paul. Yo andaba distraída, pero de inmediato me puse alerta al oír los ladridos de Ted, en los que había un nuevo tono de ferocidad, que brotaba desde lo más profundo de su pecho y se mezclaba con un gruñido. Estábamos bordeando la cara norte de una densa barrera protectora de árboles por la que había asomado un toro joven, sin duda perteneciente al rebaño del vecino, e imaginé que uno de los árboles habría caído sobre la cerca y permitido al toro penetrar en nuestra propiedad. Aunque aquella raza era normalmente dócil, aquél debía de pensar que era un Miura importado de España, pues empezó a trotar arriba y abajo, acercándose cada vez más, rugiendo y escupiendo mucosidades. Ted erizó los pelos del cuello y cargó contra la fiera, mordiendo al toro y obligándolo a correr al menos medio kilómetro. Me quedé sin aliento por la sorpresa, pero también asustada de que pudiera darle una patada o cornearle. Después de obligar a retroceder al toro hasta la barrera de árboles más lejana, al otro lado del pastizal, Ted regresó con cómicos andares, soltando de manera intermitente un profundo gruñido desde el pecho, brincando y saltando de lado o girándose en redondo para asegurarse de que el toro no le perseguía. Me arrodillé a su lado y lo acaricié, asegurándole que había hecho lo que debía. Fue divertido cuando minutos después pisé sin querer un oscuro palo, oculto entre la hierba, y esta vez poco faltó para que Ted saltara dejándose la piel al pretender esquivar la imaginaria serpiente. Llegamos al Niobrara al mediodía, y el sol era tan brillante que relucía sobre las abundantes aguas de abril, el río turbulento y ondulado, aumentando la potencia de su rugido al pasar por encima de las rocas. Encontré una zona de hierba seca, de color amarronado, y me tumbé de lado, apoyada en un codo, como recordaba haber

hecho junto al Little Bighorn al amanecer, observando cómo el sol se elevaba en el aire polvoriento lo mismo que un melocotón chafado, acompañada por los incesantes tambores del festival nativo. Después de dejar a Sam en Hardin, había contemplado las danzas toda la calurosa tarde, el crepúsculo y toda la noche, después de echar alguna que otra breve cabezadita en el interior de mi coche. A primera hora de la noche se había producido un vergonzoso incidente, cuando tomé un trago de whisky de una botella que Sam se había dejado en el asiento, pero a la vista de un policía absaroca que venía detrás de mí. Me reprendió con severidad, pues en aquella reserva estaba prohibido el alcohol. Le tendí la botella, sintiendo que las lágrimas estaban a punto de brotar. Entonces el policía me devolvió la botella y dijo que podía tomar otro trago antes de destruirla. Así lo hice, y de pronto los dos nos echamos a reír. Me marché poco después de mi siesta a orillas del río, empujada por unos procesos de la memoria que me costaba controlar. No creo que dentro de mí haya indicios de autoconmiseración, ya que siempre me ha parecido la más aborrecible de las emociones, pero en mitad de la noche, mientras observaba a cientos de personas danzando, unos fantásticos bailarines ataviados con sus trajes de gala entraron en el círculo ceremonial, y uno tenía un cuerpo asombrosamente parecido al de Duane. También era un oglaga lakota, y en su carne llevaba la muesca de una herida de bala, que iba desde la parte inferior del omóplato al final de la caja torácica, y cuya coloración más ligera contrastaba con la oscura piel. Me pregunté si Duane, de haber estado con vida, habría tomado parte alguna vez en un festival nativo, y llegué a la conclusión de que no. Pensar lo contrario habría sido un falso consuelo. Me satisfacía la idea de que lakotas y absarocas danzaran juntos, así como gran cantidad de pies negros. Aquellos pueblos que poseían ciertos conocimientos de las antiguas costumbres, por mínimos que fueran, estaban más capacitados para sobrevivir. Las restricciones gubernamentales contra la Iglesia Nativa Norteamericana, constituida por los seguidores del peyotismo, parecían bastante corruptas, puesto que interferían en las prácticas esencialmente religiosas, que han demostrado ser una excelente defensa contra la maldición nativa del alcohol. Mi agitación interior había proseguido toda la noche, con un breve sueño sobre mi profesor de historia favorito en la Universidad de Minnesota, un neoyorquino que nos había emocionado a todos con su brillante punto de vista, lleno de lacónica malicia, sobre algunas de las partes más desagradables de nuestra historia. Procedía de la Universidad de Columbia y hablaba, sin utilizar apuntes, mediante frases elegantes y conmovedoras. Estaba tan prendada de su mente, que la primera vez que llegué a Nueva York cogí un metro del West Side y subí hasta la calle Ciento Quince para ver la institución que había producido semejante criatura. Cuando hablaba de los nativos norteamericanos en el último siglo se centraba en la irable tendencia de una cultura, o una civilización, a proteger de sí mismos a sus integrantes. Por desgracia, a lo largo de la historia de la humanidad se había

tendido en mucho casos, de modo recurrente, a excluir a los verdaderos nativos de las políticas de protección, ya fuera en Tracia, en la Galia, Irlanda, Brasil o Estados Unidos. A los pueblos que los conquistadores destruyen, primero los califican de salvajes. En contraste con el emotivo tartamudeo de mi amigo Michael, la voz de aquel hombre era fría y tranquila, y sus palabras se clavaban como remaches en la nave colectiva de sus alumnos, que siempre fue una nave de locos. Tal vez sea lamentable, pero en aquella ocasión salieron por vez primera a la luz pública los documentos de nuestra familia. Para aquel profesor había copiado varias páginas de los diarios de mi abuelo, entre ellas la larga descripción de los tres días que Caballo Loco pasó en la plataforma funeraria de su hija muerta, así como ciertos acontecimientos que habían conducido a la masacre de Wounded Knee. Como es natural, el profesor quería echar un vistazo a todos los diarios, pero tío Paul pensó que eso no sería prudente. Me las ingenié para aplazar la respuesta hasta después de que finalizara el semestre, pensando que esto podría poner en peligro mi nota. Al oír la mala noticia, el profesor no se mostró más frío de lo habitual, pero señaló que mi familia no tenía derecho a retener una información que pudiera corregir algunos malentendidos de un determinado período de nuestra historia. Esto encendió mi cólera hasta el punto de decirle que si se montaba en el coche y se acercaba a Pine Ridge podría encontrar un montón de cosas que necesitaban corregirse y además en el presente. Supongo que por este motivo me metí en lo del trabajo social. Estabas en o directo con la pobreza en vez de limitarte a escribir la historia de esa pobreza. Sentía un desmesurado respeto por aquel hombre, pero no por sus juicios sobre la reticencia de mi familia, si bien en aquel entonces yo no sabía, como sí lo sabía tío Paul, que había involucrados varios esqueletos. En cualquier caso, la existencia de nuestros documentos se filtró de manera progresiva en los círculos de los historiadores, y cualquier noticia de su existencia tendía a crear problemas, incluido el lío que armó Michael, cuya manera de ser me hace sonreír y me irrita a la vez. Otro acontecimiento no del todo agradable en la feria absaroca fue el encuentro con una pareja lakota de mi misma edad, a los que conocía de la época universitaria. Más que participantes en la ceremonia, eran meros espectadores, y él daba clases ahora en un colegio de la comunidad en Dakota del Norte. Los dos se veían bastante desencantados y hacían comentarios irónicos sobre todo, como si estuviesen amargados, más que nada por la disolución gradual del AIM, el Movimiento Indio Americano. A finales de los sesenta, estando en casa para las vacaciones de verano y recién llegada de Nueva York, me había unido a ellos y a varias docenas más, un variado conjunto de nativos y blancos radicales, para protestar contra la terrible mancha que suponía el Monte Rushmore, en las Black Hills, y también para exigir la devolución de estos montes a los lakotas. A todos se nos arrestó sin dilación después de amenazar con derramar pintura de color rojo sangre sobre la gigantesca cabeza de piedra de George Washington. A los demás

los metieron en la cárcel, mientras a mí me empaquetaban, vigilada de cerca por un coche no oficial del Gobierno a lo largo de los trescientos y pico kilómetros, a casa de Naomi. Aquello era una prueba evidente de que el nombre de mi abuelo aún tenía influencia mucho después de su muerte. Al poco tiempo, cuando volví a encontrarme con mis amigos radicales, incluida la pareja lakota con la que había coincidido en el festival ceremonial de los nativos, me recordaron con expresión glacial que la gente como yo, a diferencia de ellos, siempre disponíamos de «un billete de vuelta». En aquel momento no tuve valor para enfadarme con ellos, porque tenían razón. Durante el encuentro, la pareja lakota aún conservaba la discutible urbanidad residual del agotamiento ideológico. Las manifestaciones se habían visto sustituidas por maniobras legales no demasiado espectaculares, en parte porque los principales agitadores habían tenido que enfrentarse a la obstinación de las mentes blancas, para quienes la continuidad del contenido emocional de la doctrina expansionista de Estados Unidos era tan natural como el café de la mañana. Así que me limité a charlar de cosas intrascendentes con la pareja lakota, aunque al separarnos ella me abrazó y me llamo «hermana». ¡Dios, cómo nos consume la vida!, pensé mientras los veía alejarse con el paso controlado de los viejos jubilados, a pesar de que tan sólo tenían mi edad. Evité un grupo de extasiados papanatas blancos que había por allí cerca, de esos que son el blanco de muchos chistes entre los nativos norteamericanos y de las imitaciones que de ellos se hacen en la televisión y en el cine. Existe una falsa identificación y la enfermiza esperanza de dar lustre a quienes de forma errónea se considera poseedores de una virtud casi genética, lo cual crea en sí la dificultad adicional de distanciarse de los auténticos problemas. Si te sientes horriblemente estafado y deseas reparaciones que te sobrevivan, apenas querrás convertirte en un tótem para los olvidados de la sádica, aunque benigna, cultura. Si quieres ayudarme no me adules, sino que vuelve a tu casa y le das una patada en el culo al congresista que hayas elegido, ésta es la petición más habitual y la más lastimera. De otra cultura no puedes absorber con avidez lo que no has podido encontrar en tu propio corazón. Tal vez lo reconozcas en otras culturas, pero sólo si ya existe en lo más hondo de tu alma. Al abandonar la Delegación Absaroca, muy temprano aquella mañana, parecía como si mis ojos rozaran contra los párpados, pero sentía ligero el corazón. Supuse que se debía a que había visto a aquella gente celebrar lo que ya eran, pase lo que pase, con unos pasos de baile que sin duda tenían más de mil años, como si por un momento fueran capaces de emerger de la asfixia a que les sometía nuestra propia cultura. En vez de protestar con justificada violencia contra nosotros, se limitaban a no hacernos el menor caso. En la larga y desierta carretera que bajaba hacia el este por Lame Deer y Broadus hacia Belle Fourche, no me encogí ante ninguno oe los recuerdos de 1972, cuando apenas me enteré de las noticias que publicaba la prensa respecto a la ocupación

de Pine Ridge por los del AIM y los muertos que hubo como consecuencia, porque Duane se había suicidado en los cayos de Florida aquel año. Yo tenía razones categóricamente religiosas para no utilizar nunca el título de «señora de Caballo de Piedra», tal como había publicado en su artículo un amable periodista del Miami Herald. Es indudable que permanecí ciega a eso que llamamos «el ancho mundo» durante todo el año siguiente. Aunque de forma muy leve, conseguí recuperar cierta aproximación a la vida en la casita que Paul tenía en una playa cerca de Loreto, en Baja California, y también en casa de Naomi, pero sobre todo en Nueva York, donde parece imposible desaparecer del todo dentro de ti misma, y donde me llevé las botas de caminar que tenía en casa para adoptar la solución tan sencilla de recorrer a pie miles de manzanas en los meses que siguieron. Siempre he sentido lástima de las gentes campesinas que, por miedo o por desdén, nunca han comprendido el misterio de una gran ciudad, que no es otra cosa que una extensión exagerada de nuestra naturaleza, buena o mala. Nelse es demasiado joven para convertirse en un avaro de la naturaleza y le obligué a reconocer el placer que sintió al pasear por París u otras ciudades de Francia durante las maravillosas primeras horas de la mañana, mientras su madre dormía bajo los efectos del vino. 3 DE MAYO J. M. y Nelse estaban enzarzados en una pequeña discusión, así que me esfumé, montando a Rose con paso vivo por un amplio meandro, y seguí hacia el norte hasta llegar junto al río. Las últimas palabras que escuché fueron: «¡Te mereces ser un solterón, maldito egoísta!». No estaba del todo en desacuerdo con ella, porque J. M. había venido de la universidad sólo por dos días, y Nelse se había pasado fuera casi todo el primero, comprando con Lundquist terneros recién destetados. El segundo día, aquella misma mañana, él estaba irritable porque en las listas del inventario del conservador de un museo faltaban algunos objetos, como si se hubiesen perdido al pasar por las manos de diversos especialistas que habían ayudado a su clasificación. Le sugerí que podía tratarse de un error burocrático cometido por alguien de la oficina, pero él se inclinaba por la posibilidad de que alguien tubera los dedos muy ligeros. Mientras tanto, J. M. se sentía desdeñada y, a pesar de que él se había ofrecido a pasar el día con ella, no paraba de refunfuñar. Mentalmente me puse del lado de J. M. porque, según Naomi, Nelse es, al igual que mi padre, hombre de un solo objetivo, que sigue una sola pista a la vez y, a pesar de que ese objetivo sea por lo general irable, puede ser irritante para los demás. El auténtico problema para mí es que el dolor de estómago ha ido en aumento y que, justo el primer día cálido del año, sentí una leve sensación de náuseas. Tanto si paseaba como si montaba a caballo, estaba sentada o dormía, no había forma de librarme de aquella molestia. Sabía bastante sobre la fisiología de los humanos para

tener determinados miedos, pero estaba decidida a no hacerles caso porque dentro de una semana Nelse y yo íbamos a emprender nuestro planeado viaje en coche. Claro que era consciente de que sería mejor acercarme a Lincoln antes de salir de viaje que a la vuelta y visitar a un médico con el que había ido a la universidad. No conocía a otros médicos en aquella parte de Nebraska y, a menos que volara a Los Ángeles para ver a un antiguo novio, una cara conocida en Lincoln podía ser la solución. También me interesaba mantener el secreto, ante la posibilidad de que se tratara de algo grave. Empecé a sospechar que algo iba mal poco después de la fiesta de Acción de Gracias, y ahora me sentía una estúpida por no haberme sometido antes a un reconocimiento médico. En cuanto llegué al río, dejé que Rose bebiera, la até holgadamente a un sauce y luego me sometí al fastidioso juego de lanzar diez veces una ramita a un remanso para Ted. Cada vez que la lanzaba debía pronunciar el número en voz alta, ya que con sólo cuatro sesiones de entrenamiento Ted había aprendido que al exclamar «diez» el juego se había terminado y tenía que dejar de darme la lata. Al finalizar, se tumbó para echarse la siesta y yo también, utilizando su húmedo y ancho cuerpo como almohada. Durante el recorrido a caballo había distinguido tres especies distintas de rapaces, pero había olvidado mi guía de pájaros dentro de las alforjas en la barra superior del corral, junto con los prismáticos, un emparedado y la botella de agua. Recordé que de pequeña mi padre se burlaba de mí diciendo que me olvidaría hasta del culo si no lo llevara pegado a mí. También recordé que solía olvidarme de la lección y que la mayoría de las veces me preguntaba sólo cómo estaría pegado mi culo. Ted soltó un gruñido y al volverme vi a Rex, el retrasado mental amigo de Naomi» que estaba reparando una cerca en lo alto de una loma, al otro lado del río. Al acordarme de nuevo del entierro que hicimos en casa el pasado octubre empecé a reír, a pesar de los calambres en el estómago, y luego bajé la mirada hacia la flor recién abierta que Ted acababa de arrancar. Mi guía Van Bruggen también se había quedado en las alforjas, así que recogí la flor y la metí en el bolsillo del chaleco para Nelse. Por suerte era azul, lo cual limitaba las posibilidades. En la frontera de Arizona, Paul solía reírse y me llamaba «escrofularia» porque era la única flor que yo lograba identificar, en parte debido a que la había visto alrededor de un petroglifo con una figura mitad hombre y mitad lagarto. Con Douglas había acampado justo debajo de aquel petroglifo, iluminados por una enorme luna, y sus propiedades inductoras al sueño fueron nulas. A la mañana siguiente, después de que la tierra empezara a calentarse, bastante temprano en el valle Altar cuando llegaba mayo, un manojo de hierba empezó a moverse y vimos que de allí emergía una serpiente de cascabel. No terminaba nunca de salir y la rebautizamos como «la gran madre de las serpientes», con toda probabilidad la criatura menos amiga que haya visto de cerca en toda mi vida. Douglas me regañó, diciendo que el término «amigo» debía limitarse sólo a los humanos.

La ceremonia del entierro implicó una larga y nerviosa espera de varias semanas, y al final pudimos llevarla a cabo a mediados de octubre debido a un leve incidente ocurrido en Lincoln. Es imposible hacer algo por el rancho sin que Lundquist se dé cuenta, pero entonces Frieda se fue a ver un partido del Cornhusker (el equipo de fútbol de Nebraska) y en medio de la oleada de gente que suele producirse después de la victoria, había dado un puñetazo a un policía del estadio, quien la había detenido por atacar a un agente de la ley. Al recibir el aviso, Lundquist se mostró inconsolable por su fracaso como padre, aunque tenía ochenta y cinco años y Frieda a punto de cumplir los cincuenta. Su esposa, que también se llamaba Frieda, había muerto la década anterior, y él dudaba de su capacidad para guiar a aquella mujer enorme, terca y violenta. Por teléfono, Frieda argumentó que el policía la había agarrado de los pechos, algo difícil de evitar, en mi opinión, ya que como mínimo deben de necesitar la talla ciento veinte D. Esto ocurrió un sábado por la noche y, mientras intentaba calmar a Lundquist, Nelse logró ar con alguien del bufete de abogados de su familia, que ambos compartíamos. No había la menor posibilidad de que soltaran a Frieda hasta el lunes por la mañana, y esto trastornó de tal manera a Lundquist, que se levantó de un salto y dijo que estaba dispuesto a conducir el largo trayecto hasta Lincoln para visitar a su pobre hija metida en «chirona». Se negó a que le prestara mi nueva camioneta, porque su perro Roscoe no se sentiría cómodo en ella. Luego se entretuvo en el patio arreglando su viejo Studebaker, el cual añadiría varias horas al viaje. Entonces Nelse me miró y sugirió que pusiéramos manos a la obra; en cambio, yo pensaba que el domingo sería el momento más adecuado. Pero argumentó que había que dejar tiempo a que la tierra con que cubriría el hoyo se secara, de manera que Lundquist no pudiera notar nada. Fue una noche enormemente cómica. Bajamos al sótano una linterna eléctrica y un fanal y, con la dubitativa aprobación de Nelse, un botellón de vino del expositor del abuelo, que ya no era necesario cerrar con llave después de que Michael se fuera. Nelse prosiguió hacia el subsótano y yo regresé arriba en busca de un sacacorchos y dos vasos. Al volver, lamentaba tener que bajar sola al sótano y luego por la escalera de madera hasta el subsótano. Hacía suficiente frío para que las culebras negras estuvieran bastante inactivas, pero, entretenida en hacer juegos malabares con el botellón de vino, los vasos y la linterna, pisé una culebra de gran tamaño, oí su mudo siseo y sentí contra mi bota el latigazo de su cuerpo. En el subsótano, Nelse ya estaba en el extremo más alejado y con el fanal encendido. En aquella parte de la casa nunca habíamos instalado la electricidad porque el abuelo opinaba que sería una blasfemia. Allí siempre estaba oscuro, más negro que la noche, y me estremecí al pensar que aquella operación tendría que haberse llevado a cabo en pleno mediodía. El fanal proyectaba una sombra monstruosa de Nelse mientras empaquetaba los tres esqueletos uniformados: el teniente, el sargento y el soldado raso, los tres que habían pretendido liquidar a mi

bisabuelo y a toda su familia. íbamos a enterrar sus restos en un hoyo cavado junto al montón de estiércol detrás del establo. A los cinco guerreros con todas sus pompas los enterraríamos juntos en un hoyo que Nelse había cavado cerca del estanque. Durante su diáspora, quisieron dejar sus restos en un lugar a salvo de los que se dedicaban a saquear tumbas, una práctica muy común en aquella época y que aún continúa bajo el patrocinio de la arqueología. Siempre me he preguntado por qué los del Movimiento Indio Americano no se habían limitado a entrar montados a caballo en Arlington, enarbolando palas en la mano como protesta. Supongo que si retrocediéramos lo suficiente en el tiempo, los restos de los nativos podrían ser un tema apropiado para la investigación, pero los cementerios de las guerras indias todavía guardan los restos mortales de los abuelos de mucha gente que todavía vive. Llamé a Nelse para decir algo que me tranquilizara, y él se limitó a murmurar: —Hace una noche preciosa. Dirigí el foco de la linterna hacia la larga mesa de roble donde Nelse había empaquetado en cajas de cartón la mayoría de objetos destinados al museo. La intención última que había en darlos a mi abuelo y a su padre era que los mantuvieran a salvo de los depredadores de la época en que se los habían entregado a mi bisabuelo para que los guardara en un sitio seguro. Nelse había devuelto tres bolsas de talismanes, de naturaleza estrictamente religiosa, a los lakotas, los cheyenes y los paiutes. Lo demás iba a un museo porque encontrar a los descendientes de los propietarios originales era imposible, porque se habían guardado muy pocos datos. Entre aquellos objetos había trenzas de hierba del maná, cuellos de piel de nutria, tiras de piel de puma, pieles de tejón (del clan Northridge), polisones absarocas de plumas de águila y de halcón, un cráneo de bisonte decorado, pulseras de piel de cachorro de zorro, collares de uñas de oso gris, sonajeros de tortuga, pellejos de bisonte pintados, un águila dorada en cuya caja torácica habían embutido el cráneo de un hechicero absaroca, tocas de cuerno de bisonte, cuervos, lanzas forradas con piel de nutria, arcos ceremoniales forrados con piel de serpiente, ceñidores de piel de puma, cintos de piel de oso, pellejos de perro, un tocado de piel de oso gris con las orejas y dos garras, pieles de lobo y de coyote, tocados de plumas de lechuza, pieles de comadreja, un cuchillo con el mango hecho de una quijada de oso gris, silbatos de hueso, pieles completas de oso para las danzas, máscaras con cráneos enormes de bisonte, tocados de piel de lobo con los dientes, sonajeros con la efigie de una serpiente de cascabel, sonajeros hechos con espolones... Cuando Nelse terminó de empaquetar los restos de los militares, brindamos con el vino. El agujero del Colt 44 en la frente del teniente destacaba chillón a la luz del fanal: parecía el agujero letal que un ratón hubiese hecho en el cráneo. —Una odontología fatal en aquella época —comentó Nelse, dando unos golpecitos a los tres juegos de dientes.

Al sargento le habían destrozado la nariz y la mandíbula en el pasado, y el soldado tenía las cavidades craneales más pequeñas que yo había visto en un adulto. En comparación con lo que ponía en los diarios de mi bisabuelo, donde era fácil aborrecer a aquellos hombres que habían viajado hasta allí con el propósito de acabar con la vida de mis antepasados, los esqueletos eran totalmente tranquilizadores. Levanté el vaso para brindar. —De haber sido de otro modo, nosotros no estaríamos aquí. —Yo no suelo pensar muy bien en esas cosas —dijo Nelse, poniéndose en pie y cargando la caja de cartón. Le guié hacia la salida por la escalera del sótano y, de reojo, descubrí un revoltijo de culebras negras formando una tensa bola para darse calor. Me disponía a avisar de su presencia a Nelse, pero pensé que su única fobia parece ser la gente en general. En los casos particulares suele llevarlo bastante bien, sólo las aglomeraciones, sobre todo si son de su misma clase, le ponen enfermo, como solemos decir. En el corral, los caballos corrieron hacia las vallas para ver qué estábamos tramando, aunque sospecho que no llegaron a ninguna conclusión. Pasamos ante los puntales de los pesebres y las casillas del establo, y luego salimos por la puerta trasera. En el extremo más alejado de la pila de estiércol, Nelse depositó en el suelo la caja de cartón, cogió el fanal y se fue en busca de una pala. Siguiendo un ramalazo infantil, me apresuré a sacar la linterna eléctrica que llevaba en el bolsillo del chaquetón y la encendí. Aquéllas no eran horas de estar en plena oscuridad, con la única compañía de la delgada línea de la luna nueva y el manto de estrellas, aunque sólo fuera por unos pocos minutos. Sacudí la caja y escuché un amortiguado traqueteo, el último sonido que harían aquellos hombres, muertos haría ya unos noventa y cinco años. Vi la luz del fanal de Nelse que se acercaba y sentí un escalofrío al pensar que unos a otros nos perdemos a lo largo del camino. Todos nos perdemos unos a otros, madres, esposos, hijos, simples amantes, tanto los buenos como los malvados. Nelse empezó a cavar con una energía que me recordó lo que era tener treinta años, cuando con mi amiga Charlene, cargadas con tabletas de anfetaminas y litros de café, condujimos desde Nueva York hasta aquí, en Nebraska. Naomi se enfadó, pero se limitó a decir: —Échate un vistazo. Aparte de la palidez característica de la ciudad, tenía los ojos enrojecidos. En una hora aproximada de charla, sobre todo por mi parte, el hoyo ya fue lo bastante profundo y Nelse, sin ningún tipo de ceremonias, vertió en su interior el macabro contenido de la caja de cartón. Es posible que carezca de importancia, pero pensé que debía haberlos dejado dentro de la caja. Se volvió hacia mí, me hizo una seña con la barbilla y se apoyó en la pala. —Una plegaria, por favor. —¿Qué diablos quieres que diga? —Aquella petición me había sobresaltado.

—Tan sólo algo asombrosamente inteligente —bromeó. —Detente un momento, hijo del dolor, y recuerda a los muertos. No podía recordar de dónde procedía la cita, aunque debería saberlo. Serví más vino, pero Nelse sólo dio un pequeño sorbo. El resto lo derramó encima de los esqueletos, embutidos aún en sus elegantes uniformes. —Por nosotros, por estar aquí —dijo, y a continuación empezó a llenar la fosa—. Hoy estamos aquí, mañana ya no. Eso es lo que me dijo mi padre al preguntarle sobre la muerte. Yo le había quitado a nuestro gato un estornino medio muerto e intenté mantenerlo con vida, pero no lo conseguí. Se murió en mi propia mano. Hasta pasada la medianoche no terminamos de empaquetar con una lona a los cinco guerreros, los atamos con tiras de cuero, los subimos al estudio y los depositamos sobre la mesita que había entre el sofá y la chimenea. Aguardamos a que amaneciera, luego cargamos el paquete sobre un caballo y nos dirigimos al estanque, para llevar a cabo el segundo entierro. Mientras Nelse encendía una hoguera, comentó que, por lo que había leído en los diarios y lo que llevaban puesto los guerreros, los cinco eran oglalas. Hubiese querido devolverlos a su gente para que realizaran un entierro como es debido, pero Paul no estuvo de acuerdo, ya que esto hubiese atraído sobre ellos una atención innecesaria. Serví más vino, no muy segura de si estaba de acuerdo con Paul, pero lo dejé pasar sin hacer ningún comentario. Nelse estaba hambriento, de modo que le cociné parte de un solomillo que guardaba para la cena del domingo. Fue divertido observar con qué extraordinario deleite se lo comía, estudiando un momento cada trozo de carne medio cruda antes de metérselo en la boca. Para entonces ya era la una de la madrugada y, en vez de irnos a la cama, nos quedamos sentados en el mullido sofá de piel, con toda Probabilidad tan antiguo como la misma casa, dormitando de vez en cuando y charlando. La enorme cantidad de vino que habíamos tobado le había soltado un poco la lengua y me contó una historia muy divertida sobre una mujer de ascendencia española a la que había conocido cerca de Española, en Nuevo México, cuyo marido regresó por sorpresa y obligó a Nelse a correr medio desnudo por la ladera de la colina. Yo le hablé de una breve aventura con un diplomático brasileño, quien contaba trolas acerca de su matrimonio, y llegamos a la conclusión de que ciertas personas tienen una desesperada y comprensible necesidad de añadir un poco de dramatismo en sus vidas. Con bastante torpeza, le expliqué mi modesta teoría de que sólo podemos llegar tan lejos con el pensamiento, pero que luego debemos llenar de nuevo la mente con las realidades de la vida: paisajes, criaturas, cualquier tipo de viajes, personas que no podemos imaginar que no hubiesen existido. Incluso Sam, que se había comportado de manera tan miserable, valía el precio del dolor que me había provocado, en parte porque eso me llevó a la feria de los absarocas, lo cual me había permitido imaginar visualmente, como cuando de pequeña leía a Mari Sandoz, toda una cultura que dentro de nuestras fronteras entraba en conflicto con

los peores aspectos de la nuestra. Con esto no me refería a flores y a pájaros, sino a seres humanos que saqueaban y hacían la guerra como nosotros, pero que también tenían una gran vida espiritual, no anulada del todo por la confusión y la codicia. También le hablé de que había habido otro incidente, allá en Nueva York, mientras paseaba y sufría por la muerte de su padre, hasta el punto de adoptar una visión en forma de túnel, en la que los contornos lograron disolverse por sí solos. Un amigo músico, que era gay y vivía en el mismo edificio destartalado y placentero de la Segunda Avenida, me llevó a la catedral episcopal de St. John the Divine, donde actuaban media docena de coros formados por personas de color. Llegamos temprano y conseguimos asientos justo delante. Hacia el final de la velada yo estaba completamente atónita, pero al fin podía ver a la perfección por ambos lados, como si la música hubiese reordenado mi cuarteado cerebro. En furioso contraste con el zumbido monótono de los metodistas y los luteranos de mi juventud, por fin había oído «un jubiloso sonido que te transportaba hacia Dios», y la mayoría de los miles de blancos, ricos y pobres, que llenábamos la catedral, salimos de allí aturdidos y estremecidos. Todavía me parece un misterio que la música me permitiera ver bien otra vez. Esta historia inquietó un poco al científico que había en Nelse, pero entonces me habló de una novia Zen «algo pesada» a la que había querido, aunque ella le consideraba inadecuado (no podía dejar de comer hamburguesas), y que le citaba un sabio proverbio referente a que «por nuestro cuerpo todo son manos y ojos». Esto le había preocupado muchísimo, hasta el punto de comentarlo con un profesor visitante, antropólogo especializado en la antigua China, quien le dijo que las primeras raíces de la «postura sentada» Zen habían evolucionado, con toda probabilidad, del período de los cazadores-recolectores. Si los cazadores permanecían sentados mucho tiempo sin moverse junto a los senderos de los animales, había más posibilidades de tener éxito. Desde esta época posterior al pleistoceno se había desarrollado una práctica que sirve también para apaciguar la mente y no oponer resistencia a los fenómenos que contempla. Nelse interpretaba de eso que si pasas mucho tiempo en áreas despobladas, percibes tu habitat con todo tu cuerpo, en vez de sólo con los ojos. Entonces me preguntó por Smith, el amigo de mi abuelo del que había leído en sus memorias. Le dije que sólo le había visto aquella vez, estando embarazada, pero que la experiencia había sido memorable. No tenía sentido fingir que todos los seres humanos vamos en el mismo barco, cuando era obvio que alguien como Smith se había bajado y había estado algún tiempo por ahí afuera. Las personas inteligentes tienden a descartar a esos espíritus porque no ha habido bastantes para realizar un estudio profundo sobre ellos, suponiendo primero que fueran a ser francos con los antropólogos. Nelse me habló de un viejo ponca que afirmaba haber inventado el hockey en las heladas aguas del Misuri, aunque más adelante comprendió que se trataba sólo de un cómico obstáculo para ponerle a prueba. Le dije que había conocido a la hija de un

hombre así durante mis años de trabajadora social en Escanaba. Ella era bastante moderna, pero su padre era un medwiwin anishinabe (ojibwa) tradicional, que vivía en los bosques de la frontera entre Wisconsin y Michigan. En una ocasión me llevó a conocer a su padre y, al bajar por una larga pendiente hasta el estanque junto al cual el hombre estaba sentado, un grupo de tortugas saltaron de las piernas de él y corrieron hacia el agua. Todo el mundo sabe lo difícil que es coger desprevenida y atrapar a una tortuga de agua, pero ella se echó a reír ante mi sorpresa y exclamó que las tortugas confiaban en su padre. A Nelse le impresionó esta historia lo mismo que me había sorprendido a mí, pero, a pesar de todas las preguntas que me hizo, yo no tenía nada más que añadir. Después estuvimos dormitando un par de horas, antes de que me levantara para preparar una cafetera y llenar el termo. Puse una cinta de Mozart a fin de establecer un tipo de realidad más confortable, y Nelse entró en la cocina sonriendo ante la música luego se lavó la cara en el fregadero. Bebimos una taza de café en silencio, escuchando la música, y acto seguido regresó al estudio, donde se cargó al hombro el bulto de la lona con los cinco guerreros. Cogí el termo y salimos por la cocina, luego cruzamos frente al cobertizo de la bomba de agua, con nuestras pisadas cuarteando la dura escarcha del corral. Ensillamos a Rose y a una hermosa yegua llamada Grace. Nelse ató el fardo de lona a la parte posterior de su silla y yo serví otra taza, luego puse el termo en las alforjas, al lado de mis guías de la naturaleza casi sin tocar, lo cual me hizo temer que tuviera que pasar una prueba. Nos quedamos de pie en la oscuridad, de cara al este, tiritando y a la espera de que asomara el primer resplandor, percibiendo, aunque sin verlo, el vaho del café elevándose por encima de nuestras caras. Luego apareció una ligera mancha de luz entre los robles y las lilas que rodeaban nuestro cementerio, y al fin pudimos vernos los dos, de pie juntos a nuestros caballos, que transmitían calor. A continuación recorrirnps los cinco kilómetros que nos separaban del estanque acompañados por un leve traqueteo de huesos, el canto de los primeros escribanos despertándose en los árboles —la mayoría no tardarían en iniciar su viaje hacia el sur—, el crujido de los arneses de cuero y la respiración de los caballos. Sentí que era un auténtico regalo, Dios sabría de dónde, haber podido pasar aquella noche con mi hijo. Al llegar al lugar del entierro ya había amanecido del todo y del noroeste soplaba un fuerte viento que nos llenaba de lágrimas los ojos, que daba paso a un sol de finales de octubre que proporcionaba luz pero apenas calor. Había estado pensando en cuánto tiempo llevarían muertos los hombres envueltos en la lona antes de que los entregaran al viejo Northridge. Nelse opinaba que tres de los cinco debían de haber estado expuestos mucho tiempo en una plataforma funeraria, porque sus atuendos estaban muy gastados por la intemperie. A los otros dos podían haberlos guardado en cuevas de los Badlands, porque en sus camisas de ante había incrustada una minúscula gravilla parecida al caliche, lo mismo que en los mocasines. Había un matiz oscuro y algo cómico en la larga lucha de Northridge

como misionero básicamente agrícola entre los lakotas, que no tenían una preparación cultural para cultivar la tierra ni les interesaba eso. Su interés cristiano por hacer el bien adoptó una forma del todo ajena a aquella gente, que en gran medida todavía lo es. El bisonte era su economato, y para derrotarlos bastó con liquidar a setenta millones de bisontes: algo fácil para nosotros, dado que teníamos un puñado de motivos adicionales. Estoy segura de que la fe de los lakotas en Northridge procedía de la fluidez con que éste hablaba su lengua, y en que, como botánico, trataba las fuentes de alimentación lo mismo que un útil chamán. A los botánicos siempre se les acoge bien en todas partes y, si ese botánico se casa con alguno de los tuyos, engendra un hijo e intenta defenderte a ti y a tus intereses del saqueo de su propia gente, entonces confías de manera plena en él, hasta el punto de entregarle tus muertos para que los proteja del enorme mercadeo de objetos indios que hoy en día todavía existe. Nelse había talado un arbolillo y lo había apoyado de pie contra el borde del hoyo a fin de poder salir. iré el tamaño de aquel agujero comparado con el trabajo apresurado que habíamos llevado a cabo con los restos de los militares. Nelse bajó por el tronco hasta el fondo del hoyo y yo le deslicé el fardo de lona. Luego cortó los cordeles, colocó a los cinco de cara al este y trepó de nuevo con la lona. No se nos ocurría nada que decir junto a la tumba, así que nos quedamos sentados sobre el montículo de tierra, la espalda contra el viento, y nos tomamos otra taza de café. Como ya he señalado, no puedes sacar nada en claro de otras culturas, a menos que ya esté latente en tu corazón y consigas encontrarlo. Todo el mercantilismo espiritual de la mezcla de culturas que ves por ahí me parece del todo irremediable, claro que no soy experta en esta materia. Sólo puedo ver espíritu en la carne, no en el propio espíritu. En una ocasión le había dicho en broma a Nelse que tal vez pudiera hacer un trabajo fenológico del corazón humano. Alzó los ojos al cielo, se rió y exclamó que yo debería haberme casado con John Keats, luego preguntó cómo podía seguir con semejante romanticismo, si en el mundo actual sobraban pruebas a favor de lo contrario. —Que se joda ese mundo —dije con delicadeza. Observamos tres bandadas de gansos que volaban hacia el sur y Nelse empezó la larga tarea de rellenar el hoyo, pues queríamos concluir antes de que Naomi pudiera llegar en su paseo de los domingos por la mañana. Nelse me preguntó si podría tomar un poco más de solomillo para desayunar y le dije que por supuesto que sí. Crucé el bosquecillo hasta el estanque, me detuve a contemplar el agua y observé mi reflejo distorsionado en la ondulada superficie. A mi regreso, Nelse estaba lanzando las últimas paladas de tierra, luego cortamos unos arbustos del bosquecillo y camuflamos el hoyo. A continuación ensillamos los caballos y regresamos a casa.

13 DE MAYO Ayer, al bajar hasta Lincoln, compré un remolque para mi camioneta a fin de mantener el equipo seco y seguro durante nuestro viaje. La noche anterior habíamos estado trabajando en los mapas, y me atrevería a decir que Nelse estaba tan nervioso como yo. En Lincoln me encontré con J. M. para almorzar, y la vi enormemente animada ante la probabilidad de impartir clases por nuestra zona, sin duda gracias a las recomendaciones de Naomi, que conoce a todos los de la junta escolar. Le dije que también tendrían algo que ver sus notas académicas, ante lo cual se ruborizó, aunque estuvo de acuerdo. Le mentí al decir que había bajado a ver al médico a causa de unas persistentes migrañas que a menudo se me presentan a finales de primavera. Por algún motivo especial, tengo la impresión de que no me creyó, pero no hizo ningún comentario. Al despedirnos me deseó un maravilloso viaje con Nelse y dijo que subiría a casa en cuanto terminara los exámenes finales. Como me quedaba algún tiempo libre antes de la visita al médico, estuve paseando una media hora y me detuve riendo frente al club de striptease en donde J. M. había conocido a Nelse. —Resulta extraño ver con qué desesperación te desean —me había comentado J. M. en otro momento. Estuve de acuerdo con ella, y también añadí que era extraño cómo lográbamos disimular lo mucho que los deseábamos a ellos. Al final llegamos a la conclusión de que debía de haber algún motivo antropológico en aquello, pero no teníamos intención de consultárselo a Nelse. La visita al médico fue más desagradable incluso de lo que había imaginado. De haber tenido una pizca de sentido común, me habría preparado para lo peor, aunque quizá llevaba algún tiempo esperándolo, pero uno no se decide a dar el paso decisivo porque la mayor parte de la tarea se lleva a cabo en el interior de la mente, y ésta no incluye realidades, sin duda estúpidas, como la consulta del médico, con sus espantosos cuadros, sus espantosos muebles, sus espantosas revistas y los espantosos colores de las paredes. Ahora mi viejo amigo era ginecólogo y supuse que su despacho era sobre todo un austero túnel que conducía al quirófano. Nos habíamos conocido bastante bien durante nuestra época de estudiantes en la Universidad de Minnesota; era el único de ciencias en nuestro pequeño grupo de afligidos, y poseía una excelente colección de discos de jazz moderno. Habría engordado sus buenos treinta kilos desde entonces, lo cual no sorprendía demasiado en Nebraska. Pero seguía igual de amigable, al menos externamente; aunque en el fondo era bastante brusco, al estilo de los médicos que hacen acopio de valor para proteger sus emociones de la naturaleza de su profesión. Yo había conocido a algunos médicos en Santa Monica, dos de ellos en la especialidad de oncología, y uno me había comentado:

—Casi siempre pierdo, a no ser que se marchen. Pero entonces es otro el que pierde. En aquel entonces habíamos sido amantes durante un breve fin de semana, y fue lo bastante descarado como para silbar cuando me desnudé, avergonzando incluso a su enfermera. Apenas empezar la exploración y explicarle los síntomas, no pudo disimular la rabia que yo le provocaba. Reconocí que la primera idea vaga me había asaltado por Navidad, o antes quizá, con ciertos detalles biológicos poco agradables. Me preguntó malhumorado cómo era posible que una mujer inteligente, según me recordaba él, se comportara de una manera tan estúpida con relación a su cuerpo. Como es natural, poco faltó para que me echase a llorar. —No lo sé —musité. A continuación me hizo una ecografía pélvica y dijo que sería preferible ingresar de inmediato en un hospital. Le contesté que no, me vestí y, mediante una larga parrafada, le expliqué que primero iría de acampada con mi hijo y luego me sometería a lo que él quisiera para prolongar mi vida. Recordaba mi historia con claridad, que de muy joven había tenido que entregar a mi hijo en adopción, y se alegró al saber que por fin lo había encontrado. En vez de mirarme a la cara, en el momento de hacer el diagnóstico se quedó mirando por la ventana. No accedí a someterme a un TAC aquella tarde por la sencilla razón de que quería volver a casa. Rechacé la idea de recurrir a un hospital de la zona, o incluso a la clínica Mayo de Rochester, Minnesota, al regreso de mi viaje de acampada, pues deseaba intimidad, lo que en el fondo quería decir mantener el asunto en secreto. Mi amigo sugirió el Johns Hopkins de Baltimore, y le contesté que había aprendido a detestar todo el entorno de Washington. Entonces dio con el Sloan-Kettering de Nueva York, que me pareció razonable. De inmediato telefoneó a un viejo amigo y colega que trabajaba en el hospital y acordaron mi visita para el siete de junio. Le di las gracias y él me abrazó, mirándome por fin a los ojos. Dijo que en momentos así le hubiese gustado tener la sensibilidad de una escalador de montañas o de un músico de jazz. Al dirigirnos a la salida me dio un surtido de pastillas a fin de que el viaje de acampada me resultara más cómodo. Durante casi todo el trayecto a casa estuvo lloviendo, pero era una lluvia suave y cálida, un tónico adecuado para escuchar términos como «salpingoofortectomía bilateral», que el médico me había anotado al negarse mis oídos a aceptar una palabra tan patética. ¿Por qué no llamarlo «capuchina» o algo igualmente sensible? ¿Tal vez «rododendro»? En las cercanías de Dannebrog me detuve a contemplar cómo subía el cauce del río Loup; luego, al atardecer, di un paseo bajo la lluvia por los alrededores del embalse del Calamus; en Long Pine estuve observando pájaros que, por supuesto, no pude identificar, aunque tuve la habilidad de situarlos en la familia de los chorlitos. Llegué a casa en pleno crepúsculo y en el barracón de Nelse las luces estaban encendidas, si bien no había rastro de su camioneta. Lo más probable era que

estuviese cenando en casa de Naomi. Me preparé mi primer martini desde Santa Monica, y tomé una de las pastillas indicadas para el malestar general. Al cabo de media hora me sentí bastante bien, hasta el punto de bailar a los sones de una estúpida canción que emitían por la radio y calentar una lata de chile con carne, procedente de Texas, que a Nelse le hace renegar. A él le encanta la buena comida, aunque es. capaz de comer casi cualquier cosa para acumular energía. En el barracón tiene un enorme tarro de mantequilla de cacahuete y una cuchara, junto con una bolsa de cecina de venado que Lundquist le preparó. Mientras comía la carne consideré mi posible sentencia de muerte y me esforcé por recordar una cita de Victor Hugo que Paul había utilizado, referente a que todos somos unos condenados a muerte con un aplazamiento temporal de la sentencia. Hermoso pero falso. La última vez que vi a mi abuela Neena en Wickford, antes de su fallecimiento a causa de la cirrosis, no parecía desdichada. De hecho creo que tomaba un martini mientras Paul, sentado a su lado en el sofá, hacía muecas. Con tono amable, la mujer se rió de su hijo diciendo que había leído bastante para saber de qué iba aquello. Al tiempo que comía la discutible carne con salsa picante, apuntalé delante mí el estudio fenológico de Johnsgard, Los pájaros de Nebraska y estados adyacentes de las Llanuras, y el de Van Bruggen, Flores silvestres, pero, al igual que una chiquilla (y como muchos adultos), elegí este último gracias a sus fotos a todo color. Debido a mi precaria salud, sentía la ingenua pero intensa sensación de que debía memorizar la tierra. Me había iniciado muy tarde, con cuarenta y seis años, y me costaba retener los nombres de todo, aunque no lo que mis ojos veían y la apariencia de las cosas. Siempre había sido incapaz de entretenerme en eso que la gente piadosa llama «las cuestiones eternas», como el inescrutable mundo que hay después de la muerte, si es que hay alguno; pero como mínimo había prestado más atención a la realidad. Por supuesto, no daba por sentado que la memoria perdurara después de la muerte del cuerpo, pero si había algo capaz de lograrlo sería la memoria. La cuestión de dónde ésta podía residir resultaba tan engañosa como los peces nadando por los aires que había visto en una pintura de Brueghel. Siendo yo muy pequeña, y estando acampados en un prado cerca del río Misuri, me alejé por un banco de arena con la pretensión de atrapar aves acuáticas y, al venir mi padre para llevarme de regreso a la tienda, recuerdo su cuello musculoso, la barba erizada en sus mejillas y, al volverme hacia atrás, sus ojos castaños, el pequeño lunar encima de una ceja, el aliento que olía débilmente a whisky y a tabaco, la flexible pluma de faisán prendida en la suave camisa de franela. Apretada en la mano, llevaba yo una pluma de garza que había encontrado en el banco de arena y que todavía guardo en mi dormitorio. ¿Es eso todo lo que queda de mi padre? No lo sé, y mi alma exclama: «¿Cómo diablos voy a saberlo?». Las heridas parecen ser comunes, pero cada curación es única. A Paul le gusta citar a Aristófanes diciendo: «La rotación es el rey», pero luego me doy cuenta de que ha pasado años mirando con fijeza el

interior de sus hogueras de leña. También suele decir: «Técnicamente hablando, las piedras están vivas», pero que me condene si soy capaz de recordar qué son las moléculas. Cuando paseaba por el campo mojado, cerca del Calamus, empecé a contar: un hábito compulsivo, quizá neurótico, de mi infancia. Siete abejas. Nueve pájaros. Cinco escarabajos sanjuaneros... Mi perra Sonta nunca permitía que le contara los dientes. Me gustaba decirles a mis amigas activistas de Santa Monica que las mujeres tendríamos que aprender de las perras airedales. Son cautelosas, desconfiadas, inteligentes, con una fuerza increíble, y en extremo curiosas; no obstante, si deciden soltarse se muestran jubilosas al máximo. Así era como yo habría criado a la hija que nunca tuve, pero que soñé con tener. Ted, a mis pies, es medio airedale, pero sería generoso calificarlo de estúpido, como al perro de Paul, Carlos, que solía aparearse con el cubo de la basura. Como al descuido, me he preguntado si mi enfermedad estaría relacionada con la grave infección que padecí en Marquette, aquel terrible invierno en que llevaba a Nelse en mi vientre. Se parecería demasiado al pecado original, con Duane como Adán, cargado de aguardiente de ciruelas junto a la falsa tienda india al lado del estanque. Eva, con quince años, no puede esperar un momento más. De joven, siempre ves el mundo como si fuera la primera vez. En todo caso, mientras estaba cerca del Calamus tuve la sensación, poco habitual cuando eres mayor, de que veía por vez primera aquel mar de hierba. Eso me puso nerviosa y empecé a contar todo tipo de plantas y hierbas, pero me interrumpí al llegar a diecisiete, porque una corneja voló sobre mí para echarme una vistazo. Memoricé la corneja, luego regresé a la camioneta a través de los charcos enlodados cubiertos de espesa hierba y, al cruzar la cuneta, me metí en el agua por encima de las rodillas. Lo cierto es que no sabemos cuan viejos somos a menos que nos lo recordemos a nosotros mismos. Durante un lapso aproximado de media hora, yo había sido una niña de cinco años, aunque me faltaran las relucientes botas rojas y la pequeña Ruth, que no se despegaba de mí, gritando «¡cien!» por las veces que quería que la empujara en el neumático del columpio. Pasé un buen día empacando todo el equipo para el viaje de acampada, si bien precisé dps pastillas para soportarlo, y probé una tercera que durante varias horas me hizo sentir demasiado torpe y débil; luego tomé la más efectiva para cenar con Naomi y Paul. Habría sido estupendo tener a alguien con quien hablar de mi problema, pero a Naomi se la ve tan feliz como una recién casada al lado de Paul. J. M. sería la mejor, pero eso interferiría en sus últimas dos semanas en la universidad. Estuve a punto de decírselo a Ruth por teléfono, pero entonces me anunció que tenía un nuevo novio, uno que era naturalista. itió que tiene tendencia a escoger hombres aburridos y que al cabo de pocas semanas empieza a preguntarse por qué son tan aburridos. Con voz de chiquilla traviesa me confesó que después de comer habían hecho el amor en el garaje, encima del banco de aserrar. Le contesté

que eso al menos sonaba prometedor. No tenía derecho a introducir mi enfermedad en su aventura recién estrenada. Su hijo, el estúpido y pomposo Bradley, había estado en Tucson por asuntos de negocios, había conocido al amigo naturalista y había declarado que le parecía un «hombre esencialmente práctico»: una recomendación bastante dudosa. Esto sólo dejaba a Nelse, pero no me veía con valor suficiente para darle tales noticias. Además, notaba que mi noción del lenguaje era en gran medida poco fiable. No había tenido la sensatez de prepararme para esto, salvo esas mudas reflexiones que nos hacemos cuando sentimos que nuestro cuerpo se descontrola. Los primeros indicios me sugirieron la antigua sensación que tenía en Nueva York: la de quedarme atrapada en un ascensor. ¿Cómo podía ocurrirme eso a mí? Es un poco más lento y menos espectacular que si un avión sufre un fallo mecánico. Una vez, tres de los ocho hombres que quedaron atrapados dentro de un ascensor, entre dos pisos del edificio Chrysler, empezaron a silbar. De nuevo estoy contando. Cuatro mujeres encerradas con ellos, una riendo como una tonta. La pila del equipo que había dejado en el pasillo de la entrada, era demasiado voluminosa en opinión de Nelse, quien argumentó, con razón, que me agotaría sólo buscando las cosas. Para reducir lo que iba a llevar, él se quedó a mi lado, y se sobresaltó al ver que yo daba un respingo. Le mentí: dije que tenía la espalda resentida a causa de un tirón al desmontar a Rose. Quería llevar conmigo a Ted, pero Nelse no lo creyó conveniente. En el mundo de la naturaleza ves menos cosas si llevas un perro a tu lado, aunque con sus habilidades olfativas te advierta de cosas que de lo contrario no verías. Además, últimamente he tenido la mente muy dispersa y no he entrenado a Ted tan bien como a mis anteriores perros. Después de finalizar la selección del equipo con Nelse y de que éste sonriera al ver mi mochila North Face sin estrenar, a pesar de que hacía veinticinco años que la tenía, de repente preguntó por qué no me había limitado a abortar, una decisión que lo habría solucionado todo de golpe. Mi respuesta fue que ni siquiera se había planteado esta posibilidad. A finales de los años cincuenta, la opinión generalizada sobre el aborto era bastante sombría y, a pesar de que sabía que se practicaba, por lo común no lo llevaban a cabo cirujanos fiables. Charlene había oído de unos médicos que realizaban abortos en Omaha y en Kansas City, y también se rumoreaba que en Lincoln había un empleado de pompas fúnebres que los practicaba. Le dije que la única posibilidad de aborto fue al ponerme tan enferma en Marquette durante mi quinto mes de embarazo. Pareció respirar aliviado, como si le preocupara la posibilidad de no haber llegado a nacer, sin duda la más problemática de las cuestiones. No sé por qué razón, pero mientras estábamos sentados en el suelo le hablé de que, después de que Duane muriera en los cayos de Florida, una compañía de seguros de las fuerzas armadas me había mandado un cheque de diez mil dólares como indemnización por su muerte. Yo no me consideraba con derecho al dinero, aparte de que mi familia tenía más que

suficiente, así que lo devolví. La compañía volvió a enviarme el cheque, informándome de que me correspondía a mí disponer de aquellos fondos, de manera que entregué una parte a un grupo que en Nueva York recaudaba dinero para las familias necesitadas, y el resto lo repartí entre amigos medio indigentes para que pudieran dedicarse a pintar o a escribir, dos profesiones en las que es poco probable que uno alcance el éxito. Después me quedé anonadada ante mi estupidez, y de la pensión del abuelo saqué aquella misma cantidad y se la envié a Rachel, la madre de Duane. Frieda había preparado una sencilla crema de patatas para almorzar, algo que mi organismo toleraba con facilidad, y al tiempo que comía seguí impartiendo a Nelse mis modestas lecciones de historia del arte que habíamos empezado la semana anterior. Yo había asistido a clases de esta asignatura durante dos semestres en la universidad, sin duda porque me gustaba estar sentada en la oscuridad mirando las diapositivas, pero sobre todo, imagino, por mi abuelo. Sin embargo, las interrumpimos al preguntarme Nelse dónde había adquirido mi idealismo, que según él, y en su sentido más auténtico, brillaba por su ausencia entre los jóvenes de su generación. Por pura retórica, decidió que tenía que haber sido con Naomi, y reconocí que ella había puesto las bases, pero que mi generación anhelaba salvar al mundo en todos sus aspectos, desde la guerra a los problemas raciales, pasando por el hambre. Cuando intentamos regresar a las lecciones de arte, los dos no pusimos a bostezar bajo los efectos de la brisa cálida y con olor a lilas que entraba flotando desde el patio. Al ver la pila del equipaje al final del pasillo me hubiese gustado decir: «Salgamos ahora mismo», pues temía que algo fuera a impedir nuestro viaje. —¿Te ocurre algo? —preguntó Nelse. —Nada que no pueda sobrellevar —contesté sonriendo. —Me refiero a que parece como si miraras por una ventana que no haya ninguna. —Estoy estudiando qué hacer con lo que me queda de vida. Siempre he trabajado y ahora llevo tres meses sin hacerlo. Tengo un amigo que podría ayudarme a conseguir trabajo de asistenta social en Nueva York. Me lo estoy pensando. —Esto era una mentira ideada para mi propia conveniencia, ya que justificaría el inminente viaje después del que haría con él. Me gustaría que esperaras hasta el otoño —dijo en un tono casi infantil. Asentí con gravedad, aunque me sentía terriblemente halagada por el hecho de que me quisiera a su lado, y más ante la firme sensación de que pensaba establecerse aquí. También estaba segura de que Naomi le conseguiría a J. M. un trabajo. Me hubiese gustado que se casaran enseguida y tuvieran un bebé, todo en una semana, una idea preciosa si no fuera irracional. Observé con detenimiento a Nelse, que deslizaba el dedo por una serie de libros de arte, aunque era evidente que prefería estar afuera. Sabía que apenas había abierto los ensayos de Berenson y Gombrich que le había regalado, pero tampoco quería atosigarle ni cuestionar su

peculiar idea de que muchas pinturas le recordaban eso que observas por el rabillo del ojo al mirar directamente otra cosa. Era un estudiante fácil, no porque poseyera algún conocimiento especial, sino porque su mente se abría con toda ingenuidad al tema. La fisiología de la visión humana suponía para él un gran misterio; ¿qué podía haber más natural que enmarcarla y contenerla? Su madre adoptiva poseía una considerable biblioteca de libros de arte, pero cuando Nelse era pequeño ella había cerrado con llave en un armario todos aquellos en los que salieran desnudos. A él le gustaba mirar las pinturas, pero se negaba a leer una sola palabra del texto. Le recordé que teníamos que cenar con Naomi y Paul, luego salí a tumbarme en una manta que guardaba en secreto detrás del emparrado y estuve durmiendo un par de horas. Antes de dormirme me giré de lado y, por debajo de las ramas más bajas, vi a Nelse ensillando a Rose y a Lundquist poniendo en marcha el tractor, con Roscoe a su lado dentro de una caja de leche que había sujetado mediante tornillos al guardabarros. Ted echó un vistazo a su alrededor, como si me buscara, y luego siguió a Nelse fuera del corral. Dejé que en mis ojos se formaran algunas lágrimas mientras miraba hacia arriba, contemplando la cara inferior de las hojas de parra. Más tarde me picó una abeja y me despertó, pero no fue muy desagradable en realidad. De hecho fue una suerte, porque me sacó de un agitado sueño en el que me enterraban con los militares debajo del montón de estiércol. Después de examinar todos aquellos cráneos, por algún motivo había llegado a la conclusión de que ninguno era el de Duane. Con Naomi y Paul pasamos una estupenda velada. Una segunda pastilla y un vaso de vino antes de ir a su casa me proporcionaron la agradable ilusión de que me encontraría bien durante la cena, ayudada por la exuberante disposición de ánimo de la pareja. Casi resultaban chocantes, y de nuevo me hicieron pensar en la diferencia que puede haber entre la edad externa y la interna, diferencia que se crea mediante miles de factores, incluidos los dulces aspectos irracionales del amor. Sentí cierta envidia, aunque persistente, por el hecho de que se hubieran reprimido durante tantos años y aún alcanzaran aquella vivacidad en su afecto. No me refiero, por supuesto, a los cuerpos magnetizados de los jóvenes amantes, sino a la sutileza con que Naomi y Paul dirigían todas sus antenas el uno hacia el otro. Había también un leve matiz de decepción por el hecho de que hubiesen esperado tanto, aunque ahora me daba perfecta cuenta de los distintos encuentros que habían mantenido. No resulta divertida la forma en que los relojes corren a gran velocidad con nosotros indefensos a la zaga, y no basta con preguntar «¿A qué estamos esperando?» o «¿Por qué nos reprimimos?», aunque esto se nos pueda ocurrir más adelante. Apenas estamos capacitados para estos movimientos emocionales radicales que preconizan las revistas especializadas en psicologismos de pacotilla, los habituales siete peldaños hacia una victoriosa vida emocional, como si

pudiéramos ponernos en una metafórica cinta deslizante, o en una cadena de montaje, para que nos hicieran una revisión general. No era de extrañar que Nelse, Naomi y Paul vivieran obsesionados con el mundo de la naturaleza, con la gracia de lo divinamente corriente. Paul y Naomi hacían incursiones en lo inmaterial, la metafísica de ese fundamento. Nelse no tanto. Paul podía caminar durante horas, consultar un texto de botánica en busca de algunos detalles, y luego dejarse caer en el sofá para leer narraciones breves de Chéjov, releer a Steinbeck o Faulkner o a una de sus nuevas pasiones: Gabriel García Márquez. Naomi observaba a los pájaros, pero no olvidaba los rigores de Emily Dickinson ni a Peter Matthiessen (un novelista excepcional que, según ella, era capaz de identificar más de cinco pájaros, o puede que miles, y de quien años atrás me envió un libro sobre las aves costeras, así como una novela ambientada en Sudamérica que no pude terminar, porque el maldito héroe, llamado Moon, me recordaba demasiado a Duane). A lo que me refería también con el término de «corriente» es a cómo Paul era capaz de reírse mientras trinchaba dos de los pollos de Lundquist, asados al horno y aliñados con ajo, estragón y limón. La broma consistía en el vino que Naomi solía comprar en un supermercado de la capital del condado, procedente del fondo del tonel californiano. La vida era demasiado corta para beber vino malo, pero el que Paul bebía, Bandol, valía tan sólo unos pocos dólares más la botella. Naomi le pellizcaba la oreja mientras desengrasaba la salsa. Nelse hablaba de un picogordo cabecinegro que había visto al venir y que me había enseñado. Yo no había podido verlo a través del parabrisas, pero fingí haberlo visto. Hacía poco, Nelse había llegado al convencimiento de que mirar con fijeza a un pájaro era de mala educación, ya que por lo general es algo que no les gusta a las demás criaturas. Naomi no estaba muy convencida de eso, aunque Nelse replicó que si un picogordo fuera tan grande como un oso gris seguro que no te quedarías mirándole a los ojos. Paul decía que eso era pura tautología, pero se me había olvidado el significado de esa palabra. Yo estaba mirando un mapa del medio oeste que iba encartado en un ejemplar del National Geographic de Naomi, aunque Nelse ya había trazado nuestra ruta y no tenía sentido discutir con alguien versado en mapas. Todo era de lo más corriente, pero yo deseaba aporrear una y otra vez el reloj de pared. Cualquier cosa para que no siguiera avanzando, o mejor todavía, para que lentamente empezara a retroceder. Al llegar a casa, Nelse se mostró algo cínico respecto a cargar con una caja de vino de mediana calidad, pero itió que no era descabellado partirse una botella por noche al estar acampados, aunque yo pensaba sobre todo en los agradables efectos que ejercería en mi tierno estómago. Por algún motivo, no hacía más que pensar en una anciana mujer de Santa Monica, antigua actriz de reparto y dienta mía en el programa de bienestar social. Había tenido cuatro maridos, aunque no había querido aceptar dinero de ellos cuando se divorciaron. Padecía la misma

enfermedad que yo, pero se la veía bastante feliz el último año de su vida. Pensaba en su agudo malestar como si viajara en un tren y el dolor se quedara atrás en el paisaje a medida que lo pasaban. Vivía a unas cinco manzanas del océano, en una habitación grande de alquiler. No había tenido hijos, pero pasaba el tiempo carteándose con jóvenes amigos a los que había conocido en la época que daba clases de interpretación. Leía muchísimo, asistía a misa los domingos y, ya al final, muy avanzada su enfermedad, al verme tan afectada me había preguntado: —¿Cómo podías pensar que sería de otra manera? No disponía de ninguna respuesta para esto. Solía visitarla a menudo, ya que su presencia me resultaba tranquilizadora. Los sábados, su casero, un grueso italiano de sesenta y tantos años, solía llevarle el almuerzo y luego ambos escuchaban ópera por la radio. La mujer tenía setenta y cinco años y hacía más de veinte que duraba aquello. Si te asomabas a la ventana podías ver el océano al pie de una baja colina. Ahora me pregunté si aquello me tranquilizaba porque lo encontraba de lo más «corriente». Ella era inteligente y nada sentimental, y sus recuerdos de la época del cine no tenían los aburridos aspectos de los viejos que insisten en que el presente es una pálida sombra del pasado. La mujer había vivido en Nueva York a finales de los años cuarenta y consideraba maravillosa aquella época, pero no añadía que las demás épocas fueron menos maravillosas. Con su tercer marido había vivido dos años en París, a mediados de los años cincuenta, y juzgaba que aquel período había sido también maravilloso, aunque no iba más allá en sus juicios. Estos aspectos personales eran tan sencillos como misteriosos. No le recordaba una sola queja, aunque podía hacer observaciones bastante duras sobre los estudios de cine y los republicanos de California. Sólo que no se tomaba como algo personal los malos negocios ni la mala istración del Gobierno. Había estado pensando en ella al acostarme, en un intento por tranquilizarme temiendo que pudiera ser una noche difícil. No fue así, con la excepción de un sueño sorprendente sobre la catequesis dominical de cuando era pequeña y tenía convicciones religiosas bastante intensas, supongo que la mayoría centradas en la idea de mantener sano y salvo en el cielo a mi padre muerto. La guerra de Corea había sido tan problemática como lo sería más adelante la de Vietnam, aunque yo era demasiado joven para darme cuenta de esto o de la obviedad de que aquellos que declaran las guerras nunca se someten a sus peligros. En aquel entonces yo creía profundamente en los Evangelios y en el poder salvador de Jesucristo, aunque no entendiera el Antiguo Testamento. En el sueño, en contraste con la realidad, todos cantábamos de maravilla, al estilo operístico. Era la mañana de un domingo de verano, y por el oeste se distinguía el cielo negruzco amarillento de la tormenta que se acercaba. Cuando el sueño terminó y me levanté para orinar, Ted ladró hacia la ventana, tal vez porque había oído un coyote, una facultad que escapaba a mis percepciones. Le chité para que callara, miré por la ventana y me alegre al ver la cérea media luna, porque significaba que tendríamos luna llena en nuestro viaje.

Empecé a pensar en el sueño y en la existencia de Jesús, y me pregunté por qué yo nunca había llegado a dejar de creer, como habían hecho muchos otros. Sencillamente, mis esfuerzos nunca habían ido en esta dirección. Es posible que yo fuera tan corriente que dudaba de la importancia que pudiera tener cualquier conclusión a la que yo llegara. Intenté recordar la última vez que había rezado de verdad, y di con el día que siguió a la noche del suicidio de Duane, en que recé para no volverme loca y morir. Una petición bastante sencilla. En este mundo de sufrimiento era difícil que te hicieran una funda especial para ti. En todo caso, la plegaria ayudaría a acomodarse a los procesos biológicos ineludibles o serviría para pedir una mayor conciencia, ya que, a fin de cuentas, por lo visto eso es todo lo que tenemos. 17 DE MAYO DE 1987. 6.00 DE LA MAÑANA 8° DE TEMPERATURA. LAT. 42,5. LONG. 100,5 Salimos tan pronto como amaneció, mientras Lundquist, arrodillado en el suelo del camino de la entrada, sujetaba a Ted para que no viniera corriendo detrás de nosotros. Frieda nos había obligado a llevar una caja de cartón repleta de emparedados de jamón y queso con la excusa de que la mayoría de comida que se tomaba en la carretera estaba llena de bichos. A veces no puedo evitar preguntarme cuánto tiempo pasará en el retrete con lo que come. Al salir se lo comenté a Nelse, quien dijo que Frieda parecía estar en continua «hiperfagia», el estado en que los osos entran en otoño para acumular la grasa que necesitan en invierno durante la hibernación. Añadió que, en el norte, los hombres tendían a ganar unos cuantos kilos a finales de otoño: un impulso genético que procedía quizá del pleistoceno, antes de que nos asentáramos en algún lugar y llenáramos la despensa. No estábamos todavía a mitad del camino de gravilla que conducía a la carretera comarcal asfaltada, cuando Nelse ya se detuvo en el arcén para coger sus prismáticos. —Mi primer culiblanco de mayo —casi medio gritó. —¿Tu qué? —pregunté, pensando por una milésima de segundo que tenía una necesidad, aunque de inmediato comprendí que no. —Un culiblanco de torso amarillo, la mayor de las currucas —dijo, pasándome los prismáticos—. Anótalo, por favor. A través de los anteojos miré las hojas que brotaban en la franja protectora de árboles y no vi nada, pero asentí con la cabeza. —Precioso —dije. Con esto quedó satisfecho y proseguimos la marcha. Nelse tenía una elaborada teoría, a mi parecer, de que hasta el más obtuso de nosotros podría mejorar su calidad de vida sólo con incrementar al máximo su nivel de atención. Claro que se refería al mundo de la naturaleza, no entre la gente en general. La semana anterior,

mientras paseábamos a caballo, había notado un leve movimiento entre la hierba de un pequeño bosquecillo próximo al Niobrara. Era una serpiente toro, que se estaba comiendo una cría de conejo. —Somos muy afortunados de poder ver esto —había comentado Nelse. Yo pensaba lo contrario y no bajé de Rose, a la que tampoco le hacían mucha gracia las serpientes. Su petición de que lo anotara, refiriéndose al culiblanco de torso amarillo, procedía de su idea en cuanto a que mi obligación consistía en llevar un diario de todo el viaje, similar al que le había costado diez años de trabajo y que le habían robado junto con la camioneta. No me importaba encargarme de esto, puesto que él cuidaría de casi todo el trabajo de conducción: estaba tan acostumbrado a conducir, que si no lo hacía se pondría nervioso. Pero le dije que a cambio yo incluiría algunas anotaciones fenológicas sobre el corazón humano. Me había mirado con recelo, como si quisiera asegurarse de que no estaba bromeando, luego reconoció que mi idea podría facilitar la lectura después. También me contó una breve anécdota, de cuando dejó que su padre leyera varios de sus diarios de viaje y descubrió los códigos de las anotaciones que se referían a cuestiones sexuales. Esto fue divertido, pero Nelse añadió que su padre se había mostrado crítico con su supuesto distanciamiento en calidad de estudiante de primer curso de antropología. En eso estaba de acuerdo con su padre, como si uno fuera capaz de plastificar su vida para que no penetrara ningún tipo de humedad viviente. Esto me hizo pensar en un médico de derechas con el que había salido varias veces en Santa Monica. No se lo comenté, pero reconocí los inconfundibles síntomas de que había leído a Ayn Rand en su adolescencia, cuando la absurda codicia se contempla como algo irable. En nuestra segunda cita para cenar, aquel médico se ofreció a ayudarme en la «desmitologización» de mi vida para librarla del sentimentalismo en cuanto a los pobres y a la clase trabajadora, el interés romántico por la literatura y el arte, que me impedía ser una mujer competente. Al principio no creí que hablara en serio, ya que por otra parte parecía inteligente y atractivo, a pesar de que con una buena cena insistiera en que nos limitáramos a tomar dos pequeñas copas de vino cada uno, por razones que no especificó. No logré averiguar ninguno de sus objetivos, además del de tener mucho dinero. También tuve la sospecha de que al pasar a recogerme, con motivo de la segunda cita para cenar, había dado un buen repaso a mi escritorio aprovechando que yo estaba en el baño, con lo cual se había enterado de que había algo de dinero en mi historial familiar. Aparte de que cabía la posibilidad de que hubiese telefoneado a un amigo de Nebraska. En todo caso, para la tercera cita yo ya tenía una idea más clara de lo idiota que era. Yo había tenido una tarde difícil, intentando que a una beneficiaría de la asistencia social le arreglaran el retrete, que llevaba tres días atascado. En el apartamento había varios niños pequeños, y la mujer se mostraba terriblemente avergonzada por el olor que impregnaba toda la vivienda. Le explicaba al médico esta pequeña anécdota mientras le preparaba un combinado con mucho vodka. Me

di cuenta de la repugnante persona que era, al decirme con relación a aquella familia que no quería oír historias de «corazones desgarrados». Me sentí atrapada, aunque también aliviada porque le llevaba a una multitudinaria cena organizada por mi ex cuñado Ted, un productor musical que vivía en un moderno palacio al final de Malibú, donde unos guardias armados controlaban el ingreso en la puerta de la urbanización. Estaba segura de que aquel médico se dedicaría a hacer la pelota a las personalidades invitadas, un grupo rockero de dopados descoyuntados que hacía poco había efectuado una gira de gran éxito por todo el país. No andaba equivocada. Se pegó a aquellos músicos de ojos soñolientos como si fuera una calcomanía. En la cocina, Ted me preguntó dónde había encontrado aquel «bello idiota». —Es todo tuyo —le dije, y pedí a Andrew, el mayordomo fijo de Ted, que me llevara con el coche a casa. Aquella experiencia no duró más allá de una semana, y él nunca volvió a telefonearme, pero sigo pensando qué quedaría de nuestra vida si la «desmitologizáramos», si la dejáramos sin sueños o visiones, sin pasiones estéticas, sin recuerdos conmovedores de paisajes y animales, sin sus obsesiones respecto a la igualdad entre los seres humanos. Aquel médico podría muy bien haber sustituido su torpe sistema filosófico con heroína y habría obtenido los mismos resultados, excepto en lo referente al dinero que tanto ansiaba. A media mañana ya habíamos terminado de cubrir mi tramo de carretera favorito en todos los Estados Unidos: la Ruta 12, que cruza la parte superior del centro de Nebraska, al menos hasta que pasas Crofton y te diriges al norte hacia Yankton, o más al este hacia Sioux City. Me hubiese gustado ir por la primera, para volver a visitar Pipestone, en el suroeste de Minnesota, pero le habíamos prometido a Lundquist que pasaríamos por New Ulm, su lugar de nacimiento, aunque se encontraba bastante apartado de nuestra ruta. New Ulm era el único tema por el cual habíamos discutido Lundquist y yo. Allí el presidente Lincoln había cooperado en la ejecución de unos sioux santee por haber matado a unos colonos, y yo lo veía como si se ejecutaran a unos soldados enemigos después de una batalla, aunque hay que decir en honor a Lincoln que logró que colgaran a menos de los que pretendían. Lundquist afirmaba que el asesinato de una tía bisabuela suya le había provocado muchas pesadillas, a pesar de que el acontecimiento se había producido sesenta y cinco años antes de que él naciera. Yo no dudaba de los sueños de Lundquist sobre lo sucedido, porque era impensable que él me mintiera, pero me intrigaba el poder de las historias familiares, capaces de provocar pesadillas toda la vida. Por la mañana temprano nos habíamos detenido a tomar un desayuno tardío en lo alto de, una loma, cerca del pueblo de Niobrara, donde mis padres y mis abuelos solían acampar sobre todo porque desde allí se disfrutaba de una vista despejada y espectacular de la confluencia de los ríos Niobrara y Misuri, cuyas aguas

entremezcladas variaban de color según las estaciones y la afluencia de las lluvias o de la nieve. Nelse había estado allí varias veces con anterioridad, y yo siempre me detenía cuando regresaba a casa desde la Universidad de Minnesota, aprovechando para sentarme un rato y limpiar tanto el corazón como la mente del tintineo del dinero, los nervios a flor de piel y las hilachas de la vida universitaria. Sólo fui capaz de dar un par de bocados a los pantagruélicos emparedados de Frieda y bajé parte de la loma entre los arbustos, haciendo ostentación de que iba a orinar, pero en realidad para tragarme una pastilla en privado mientras Nelse se arrastraba por allí tratando de acercarse furtivamente a un pájaro u otro. Me di cuenta de que había empezado a contar otra vez y de que en las primeras horas nos habíamos detenido a observar ocho pájaros diferentes, que yo anotaba en el margen de nuestro diario. El que más me gustaba, en parte porque lograba distinguirlo con claridad, era la tángara escarlata, que según Nelse era muy rara en aquella zona. Le pregunté cómo conseguía ver los pájaros a un lado de la carretera conduciendo a cien por hora, si no más, y me contestó que llevaba una década practicando. Esto me llevó a preguntarle hasta qué punto echaba de menos la carretera, pero dijo que no tanto como había temido, exceptuando los dos primeros meses. Añadió que en ese aspecto era newtoniano, por lo de que un objeto en movimiento sigue en movimiento salvo que se encuentre con una fuerza que lo desequilibre, y esa fuerza había sido J. M. Es más fácil seguir haciendo una cosa cuando ya se hace. Uno va modelándose a sí mismo, como cuando soportamos un empleo poco gratificante porque estamos acostumbrados a los pequeños rituales que lo rodean, lo cual resulta mucho más cómodo si se compara con el esfuerzo de buscar un nuevo empleo. El problema al bajar entre los arbustos fue que intenté tragar la pastilla sin agua y, al quedárseme pegada a la garganta, empecé a toser. Se limitó a quedarse allí quieta, sin querer bajar ni subir. El entorno se estaba tiñendo de color de rosa por la falta de oxígeno, pero conseguí trepar parte de la ladera arrastrándome sobre manos y pies, gruñendo como una posesa, de manera que Nelse vino corriendo y empezó a darme golpes en la espalda. Por fortuna, la pastilla cayó dentro de mi estómago. Di la culpa al emparedado de Frieda, pero él me miró como si no me creyera del todo. Mientras caminábamos de regreso a la camioneta se me ocurrió que tal vez mi tiempo se acortara a una velocidad más allá de lo soportable, y que no podría ya contar con años, sino con meses, o quizá fuera mejor idea hacerlo con días individuales. No me pasó inadvertido que esto podría aplicarse perfectamente a las personas sanas. Supuse que la mayoría vamos a la deriva por un río, flotamos, incluso nos bamboleamos felices en el recorrido, pero no está dentro de nuestras posibilidades tener una clara visión de cuándo y dónde desembocará ese río en el océano. No había ni una sola metáfora para dulcificar el final de la historia, salvo la indiscutible vulgaridad de la experiencia, el lento paseo a través del paraíso, aunque seamos demasiado necios para apreciarlo lo suficiente. Supuse que habría muchos

que deseaban seguir viviendo a pesar de los grandes sufrimientos, por miedo a lo que pueda haber después de la muerte, si es que hay algo. En el momento de llegar a la camioneta me vi obligada a reír ante la banalidad de mis pensamientos. Tenía mucha práctica pensando en la muerte de los demás: la de mi padre y la de mi amado Duane y luego la de mi abuelo, aunque la muerte de éste fue bastante natural comparada con la de los otros, en el sentido de que tuvo tiempo para prepararse con elegancia. Después de pararnos en lo alto de la loma cerca del pueblo de Niobrara, «salimos a toda pastilla», un término que Nelse utiliza para conducir a toda velocidad y sin parar, bastante por encima de los límites permitidos. Quería salir cuanto antes de las áreas cultivadas y no paraba de hablar del monocultivo y la megaagricultura, y de su dependencia de los fertilizantes. Quizá fuera necesaria para un mundo que pasaba hambre, pero él no quería mirarla. Ahora que la pastilla empezaba a hacer efecto, mi mente podía vagar e incluso dormitar, y no prestaba demasiada atención a la diatriba de Nelse, sobre todo porque ya se la había oído otras veces. ¡Gracias, Dios mío, o a quien sea, por los medicamentos! En una ocasión, cuando vivía en Nueva York, padecí una grave sinusitis y le pregunté al médico qué hacían en aquellos casos antes de que aparecieran los antibióticos. Dijo que la infección a menudo se filtraba en el cerebro y la gente moría «mordiendo el polvo». La sencilla expresión me impresionó de tal modo que entonces decidí buscar ayuda en cuanto algo empezara a ir mal en mi cuerpo, en vez de esperar hasta que ya no hubiese forma de controlarlo. La estupidez de esta aseveración resultaba un poco cómica, dado que no había hecho el menor caso a los primeros signos inconfundibles de malestar físico a comienzos de invierno. Todo se había desarrollado de una manera dolorosamente corriente para soportarlo. Después de New Ulm cortamos hacia el norte en dirección a St. Cloud, sobre todo porque Nelse temía que de lo contrario nos viésemos atrapados en el tráfico de la tarde saliendo de Minneapolis. Yo me había visto atrapada muchas veces en el área de Los Ángeles, y, como muchos otros, había dependido del cásete que llevaba en el coche para conservar la cordura. Durante los largos atascos, en varias semanas me leía libros enteros en la autopista de Santa Monica. Mientras que de estudiante había pasado muchos amaneceres y atardeceres preciosos de primavera en Minneapolis, sobre todo cuando tenía un pequeño apartamento detrás del Walker Art Center y podía contemplar la ciudad bajo una suave y difusa luz, viendo cómo el verde pálido de los árboles se tornaba más verde en primavera, después del frío brutal del invierno. Claro que las ciudades no tienen la culpa de nuestro estado de ánimo. Un día en concreto, Nueva York puede ser una palabra tan desagradable como la que había utilizado el médico de Lincoln, «metástasis», pero al día siguiente, después de que la lluvia refrescara una oleada de intenso calor en verano, podía ser maravillosa. Y lo mismo sucedía con Los Ángeles, aunque allí el estado de

ánimo tenía que batallar con más fuerza contra la extensión de la ciudad, donde alguien de fuera nunca sabía muy bien en qué lugar residía tal ciudad. No obstante, esto ocurría sólo en la etapa inicial, ya que luego una se sorprendía de cómo los ciudadanos se proporcionaban todas las comodidades, excepto, por supuesto, en el caso de los muy pobres, a quienes todo el mundo les vuelve la espalda. 18 DE MAYO DE 1987 DULUTH. TEMP. 6°. LONG. 92,5. LAT. 46,8 HORA: 6.3O Voy a tener que traspasar a Nelse algunos aspectos de este trabajo. Me siento absurda anotando la latitud y la longitud, aunque la absurdidad no sea algo nuevo en mi vida. La latitud y la longitud no me proporcionan un marco de referencia, puesto que nunca he pensado en ellas, salvo al tener que aprender su significado en las clases de geografía. También me asalta un leve recuerdo de la universidad, al descubrir el término «latitudes de los caballos» con referencia a la región de las calmas, originado porque los barcos de vela, al verse inmovilizados en las zonas sin viento del sur del Pacífico, lanzaban por la borda los caballos muertos de sed. Cierta o no, esa historia me indignó en aquel entonces. ¡Dios, aquellos frenéticos caballos cayendo a plomo en las aguas saladas bajo el implacable calor subtropical! Y los hombres observándolo desde la batayola sin hacer ningún comentario. Aunque tal vez lo hicieran por la noche, para no ver la cabeza de los caballos perdiéndose en medio de la estela espumosa del barco. Con gran irritación por parte de Nelse, tenemos que quedarnos en el mismo hotel donde me hospedé con Naomi cuando nos dirigíamos al este, en dirección a Marquette, yo a punto de cumplir mis dieciséis años y embarazada de mi hijo. Menuda simetría puramente accidental, aunque no pienso en este viaje como si me dirigiera hacia la muerte. Habíamos planificado acampar al suroeste de aquí, en el bosque estatal Fond du Lac, pero al llegar al sitio elegido ya estaba oscureciendo, la lluvia caía a ráfagas y los relámpagos reverberaban entre el denso follaje del bosque. Estábamos contemplando un pequeño lago a través de los oscilantes limpiaparabrisas, y de repente un rayo pareció golpear la superficie del agua y la cabina de la camioneta se estremeció. Una hora y media después me sentí mucho mejor, al lograr que nos sirvieran una cena mediocre en la habitación, con Nelse al lado de la ventana, contemplando en la oscuridad un muelle de buques de carga. La lluvia había cesado y la tormenta había pasado hacia el noreste, los rayos todavía visibles a lo lejos sobre el lago Superior, que siempre me ha parecido un océano de agua dulce. Después de la tormenta surgieron luminosas estrellas, claramente visibles a pesar de la luz ambiental de la ciudad. Nueva York ha brillado siempre más que las estrellas y yo aprendí a echarlas en falta, sobre todo en verano, ya que en mi juventud solía tumbarme encima de unas mantas y me esforzaba por

identificar las constelaciones, aunque me dedicara sobre todo a contar las estrellas fugaces. En la habitación de al lado oigo a Nelse atendiendo al servicio de habitaciones, pues le traen el desayuno que he ordenado para él. No quiero que descubra que no como, salvo la pastilla, tres galletas saladas un vaso de agua. Ayer, al darle las buenas noches, echó una mirada al diario y dijo que se me había olvidado registrar dos pájaros, ur urogallo macho que andaba pavoneándose al otro lado de la valla de la carretera, y un víreo en un área de descanso. Estaba algo cansada, de modo que lamenté la omisión. Nelse me dio unos golpecitos en la espalda, me besó en la frente y dijo: —Buenas noches, madre. Cerré la puerta cuando él salió y oí que abría la suya. Desde nuestro encuentro el verano pasado, era la primera vez que utilizaba la palabra «madre». No creo que sea intencionado el hecho de que no la utilice, pero fue algo encantador oírsela decir. Cometí el error de dar media vuelta frente a la puerta e intentar imaginar a Duane, un año mayor que yo, sentado en un sillón y viendo la previsión del tiempo en el televisor. No funcionó. Esta mañana temprano, viendo como la primera claridad se instalaba sobre el puerto, recordé el mismo puerto cubierto de hielo, tiempo atrás. Ahora me siento bastante bien y ofrezco una leve plegaria a un dios desconocido a fin de que esta enfermedad se detenga al menos hasta que finalice el viaje y vaya a Nueva York. Anoche, cuando aguardábamos sentados dentro de la camioneta durante la tormenta eléctrica sobre el lago y Nelse estaba irritado porque no podría oír el trémulo canto del somormujo que según él vivía allí, con mi oído mental yo escuchaba la voz monótona de mi amigo médico mientras miraba por la ventana. Parecía decirme que si le hubiese visitado a principios de diciembre, en cuanto advertí los primeros síntomas, habría dispuesto entre un cincuenta y un ochenta y cinco por ciento de probabilidades de vivir cinco años. De haber ido en febrero, las probabilidades se habrían recortado entre un treinta y siete y un setenta y nueve por ciento. A comienzos de abril se habrían reducido entre el siete y el dieciocho por ciento. Y cuando me presenté, a mediados de mayo, tenía tan sólo entre el dos y el ocho por ciento de probabilidades de vivir cinco años, o menos tal vez, ya que estaba a punto de deslizarme por encima del borde de eso que llaman «Fase iv». Contra esas estadísticas no puedes discutir, pero en la última fase es indudable que imaginas entre el noventa y dos y el noventa y ocho por ciento de probabilidades de deslizarte por encima del borde de la tierra. La verdadera crueldad de esta enfermedad estriba en que los primeros síntomas son tan vagos, que al diagnosticarla ya se ha extendido más allá de los ovarios en el setenta y cinco por ciento de los casos. Mientras me tomo las galletas y el agua me habría gustado no haber hecho aquel curso de fisiología en la universidad, el cual me permite ahora ver con nitidez en mi interior, casi de manera tan lúcida como al mirarme en el espejo hace sólo unos minutos. También me he preguntado por qué los genes me

han dado un nivel de percepción del dolor tan alto y arrogante, hasta el punto de pasar por alto problemas que habrían enviado a otra criatura humana sana de inmediato a la consulta del médico. Además, me preguntaba por qué mis ovarios, el mismísimo núcleo de la vida, podían en sentido figurado volver la espalda a esta misma vida y destruir así todo mi cuerpo. Cuando hace unos pocos minutos me he mirado en el espejo no me he visto tan mal, quizás un poco más delgada y fatigada, una máscara bastante efectiva para el interior, que es donde se desarrolla la desesperada y tormentosa tragedia de la pérdida de células. En una esquina del escritorio de mi habitación estaba el bloc de notas que normalmente suelo coger para hacer las listas de compras en el colmado o apuntar encargos, y de manera vaga recordé que hacia las tres de la madrugada me había levantado al notar una pequeña hemorragia, había tomado una pastilla y había escrito una nota, con la que dejaba un billete de cincuenta dólares para compensar la sábana que mi sangre había destruido. Ahora recordé también que había empezado una lista (¡contando otra vez!) de lo que más había querido en el mundo, una idea presuntuosa tal vez, pero pensé que podría ayudarme a conservar la plena conciencia en vez de abandonarme a la confusión y al histerismo. Como es lógico, la lista no será un proceso interminable, porque no tengo intención de permitir que la enfermedad efectúe todo su recorrido, no más de lo que creo que Duane hubiera debido conservar la vida dada su condición. Antes de revisar el bloc de notas había vuelto a buscar la pequeña bolsa de cuero que contenía la piedra de Duane, trasmitida de unos a otros a lo largo de generaciones en su familia lakota, y también la diminuta bolsita de terciopelo que contenía la sortija de compromiso de mi abuela Neena. A principios de invierno había querido entregársela a Nelse para que se la diera a J. M., pero la simple visión de la sortija le había puesto muy nervioso. Me dijo que tenía que meditarlo porque, en su opinión, «ya nadie lleva sortijas como ésas». Era un diamante azul de tres quilates, y yo misma reconocí que venía de una época en que no se veían por ahí todos estos licenciados en empresariales aconsejando a la gente que gaste con sensatez su dinero a fin de poder legar a sus hijos el incierto regalo de poseerlo. Ahora estaba decidida a obligar a Nelse a que aceptara la sortija. La caligrafía de la lista era vacilante debido al momento de mayor efecto de la medicina, y el título, «Lo que más he querido en el mundo», iba disminuyendo hacia el final a causa de la estrechez de la página. 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Mi madre. Mi padre. Ruth, mi hermana. Mi abuelo. Y ahora Nelse. Lundquist.

7.

¿Yo misma?

Era evidente que el «yo misma» había sido una manera de obligarme a parar. Nelse llamó a la puerta para avisar que estuviese lista en diez minutos. Aunque ya lo estaba en ese momento, me asaltó el impulso de añadir unos cuantos elementos a la lista. Estaba claro que no los anotaba siguiendo el orden de mis preferencias. 8. Caballos. 9. Perros. Cuento trece perros, que han sido mis íntimos amigos desde que tenía edad suficiente para recordar y, de cuando empecé a dar los primeros pasos, incluyo a Jack, el perro pastor de mi padre, que odiaba tanto los coches que al final chocó con uno de frente en el camino de entrada a casa. Un típico perro macho. 10. Pájaros y flores, incluidas también las sombras de los pájaros y las flores. De la sombra de éstas he sido siempre consciente, al preferir pasear a primera hora de la mañana y a última de la tarde, momentos en que las flores proyectan su sombra. Las de los pájaros siempre me han sobresaltado. 11. El océano Pacífico. En cualquier lugar. Desde el diminuto Puerto Escondido abajo, en Oaxaca, hasta el archipiélago de la Reina Carlota arriba, en la Columbia Británica. 12. Mi querida amiga Charlene. 13. La ciudad de Nueva York, entre las tres y las siete de la madrugada. 14. Lo mismo con París. Nelse volvió a llamar a la puerta mientras yo estaba inmersa en una ensoñación sobre París, una vez que me había enfadado con un caballero por negarse a salir de mi habitación. Había estado paseando desde la medianoche hasta el amanecer de una noche fría y borrascosa a principios de mayo en que acabé contemplando las flores del Jardin des Plantes a través de la verja; y al final llamé un taxi, luego le pedí al recepcionista que obligara al caballero a salir de mi habitación, pero ya se había ido, tras lo cual disfruté del sueño más delicioso de mi vida, con la lluvia golpeando contra las cristaleras. 15. Un gallo que tuve a los cinco años y al que llamaba Bob, por un amigo del jardín de infancia que murió de leucemia al año siguiente. Ninguno de los tres alumnos del jardín de infancia que quedábamos en primer curso podíamos imaginar que aquello fuera a suceder. Naomi nos dijo que se había ido al cielo, lo cual no nos fue de mucho consuelo. En la caja me quedé algo desconcertada al ver la factura del teléfono, pero reconocí una breve llamada a la consulta de mi amigo médico, con toda probabilidad para dejar un mensaje en el contestador automático, luego una larga,

quizás a casa de Nelse, dos medianas al número de J. M. en Lincoln, y una muy larga a casa de Naomi. De inmediato brotó el sudor en mi frente y metí la factura pormenorizada en mi bolso para que Nelse no viera que había descubierto sus pesquisas, pero al volverme observé que estaba fuera, cargando nuestro equipaje. Poseo una habilidad innata para memorizar los números de teléfono, incluidos los de cualquier sitio donde he vivido; de no ser así no habría podido reconocer el del médico. Oh, Dios mío, me han descubierto, pensé, decidida a no revelar a Nelse que algo iba mal. Como es lógico, Naomi me había contado la absurda ocultación de Nelse cuando se presentó por primera vez ante su porche, creyendo en la posibilidad de que ella no le reconociera. Al subir a la camioneta, lo primero que hice fue darle la bolsita de terciopelo con la sortija de compromiso de Neena. —Dale esto a J. M. —le dije. —Como quieras —me contestó. Salimos en dirección este, cruzando un magnífico puente sobre el puerto y enfilando rectos hacia el sol. En el semblante de Nelse vi los signos inconfundibles del insomnio. CRYSTAL FALLS. ZO.OO H. LAT. 46 GRADOS, 6 MINUTOS NORTE. LONG. 88 GRADOS, 58 MINUTOS OESTE. (NELSE INSISTE EN ESTOS «MINUTOS», SEAN LO QUE SEAN) En un arbusto situado a unos cuatro metros de distancia hay una extraña curruca carrasqueña. Esto era lo que me había dicho Nelse al irse a pescar truchas. También me había dicho el nombre del arbusto, pero al cabo de quince minutos yo ya lo había olvidado. La curruca tiene varias plumas de color anaranjado. Hoy vimos muchos picogordos vespertinos, muertos en el borde de la carretera. Salen para comer la sal que se utiliza para derretir el hielo y los coches los atropellan. Fue horrible ver tantos animalitos muertos, comparado con el pálido verdor de los árboles caducifolios mezclado con el más oscuro de las coniferas. Hoy observamos tres somormujos en lagos distintos, cerca de Watersmeet y de Trout Creek, unos nombres muy bonitos. Nelse intentó de tal modo mostrarse solícito en cada momento del día, que poco faltó para que resultara abrumador. Fingí no darme cuenta. En realidad nos encontramos al este de Crystal Falls, acampados junto al río Fence. En el estrecho sendero que lleva al lugar de acampada creí ver huellas de vacas, pero Nelse dijo que eran de alce. También hay unos cuantos lobos en la zona; una idea encantadora para añadirla a una espléndida realidad. Antes de irse a pescar, Nelse me dijo que si se presentaba algún oso me limitara a cantar el himno nacional, que esto le asustaría y se largaría cagando leches. Escribo en mi bloc de

notas acompañada por la monocromática música de los mosquitos, que me recuerda vagamente la música de la India. 16. Ranas y sapos. Las primeras criaturas que conocí, después de los pájaros y los gatos. Naomi nunca me permitió tener gatos en casa porque mataban a los pájaros, pero había muchos en el establo del abuelo, y él me dejaba ser su amiga. 17. El cuerpo de los hombres. No tengo intención de contarlos, ya que el número tal vez fuera demasiado elevado y me diese vergüenza. 18. ¿El cuerpo de las mujeres? El único por el que he sentido un levísimo deseo ha sido el de mi querida amiga Charlene. Se me insinuó cuando éramos adolescentes, pero la rechacé. Ella alterna su residencia entre París y Nueva York, se ha casado tres veces, con grandes beneficios para sus finanzas, y sospecho que es una auténtica bisexual. También el misterioso bulto de mi bebé en el estómago siendo yo muy joven. 19. Caballos, caballos, caballos. Su olor es tan agradable como su aspecto. Al mirar lo escrito, veo que ya los había anotado en el apartado número ocho. 20. Ríos. A docenas. Pero sobre todo el Niobrara. 21. Mi tío Paul. A veces me preocupa con su excesiva nobleza. Durante un tiempo pensé que podía ser el padre de Duane, pero me dijo que era estéril por culpa de unas paperas, aunque luego descubrí que las había padecido años después de conocer a Rachel. A veces pensaba en su improbable continencia, pero al final comprendí que no debía abstenerse más que yo en lo referente al sexo. Posee algunas de las tendencias de Nelse en cuanto a estudiar a la gente desde el punto de vista antropológico, momento a momento, en vez de limitarse a vivir con esa misma gente. 22. Las charcuterías judías de Nueva York. Esto no es de extrañar si te has criado en el medio oeste o en el oeste. 23. Añado los restaurantes italianos y chinos de Nueva York. En el medio oeste la comida mala siempre ha formado parte de nuestra doctrina expansionista. Es horrible, pero es nuestra, así que es la mejor. 24. Cabeza Prieta. Siempre hacía una parada aquí, una muy larga, cuando iba de Santa Monica a casa, porque es un lugar inmenso, vacío, capaz de elevarte. Los cactus, entre elllos el cholla, el organ-pipe, el saguaro y el ocotillo, te extraían de inmediato todo el veneno. Tan sólo en una ocasión vi la floración nocturna del candelabro, que florece una sola vez y luego muere. 25. El establo del abuelo en invierno. Mi auténtico refugio y mi escondite, tanto en la infancia como después; su calor animal, la vivienda de Duane en el henil, con el cráneo de bisonte dando vueltas. 26. El estanque junto al marjal, donde hice el amor con Duane una sola vez. Y ahora está Nelse.

Que regresó de pescar con cuatro truchas. Las freímos y las servimos con limón, pan y sal, borrando así el regusto de una comida que hicimos temprano en un bar de la carretera. Ya a punto de oscurecer, recogimos leña extra para el fuego, porque era muy probable que esa noche la temperatura bajara hasta los cero grados. Nelse consiguió arrancar unas placas ele corteza de pino blanco, que además son excelentes para fumigar contra los mosquitos y extienden por el aire un olor muy agradable. Me tragué otra pastilla, preguntándome si bastaría para pasar la noche. Más allá del círculo iluminado por la hoguera estaban las pálidas cortinas verdes de la aurora boreal, brillando con luz trémula, elevándose y cayendo, y me hice el propósito de añadirla a mi lista. Naomi lleva una «lista perpetua» de sus pájaros. Así es como la llaman. Siempre me ha recordado el cuento invernal de los nativos, que éstos utilizaban para no olvidar los acontecimientos que de verdad conforman el tiempo. Los dos estábamos metidos en nuestros sacos de dormir y Nelse llevaba una linterna de minero en la frente mientras revisaba una guía de árboles. La apagó antes de hablar: —Lo sé todo. He adelantado tus citas. Dentro de unos pocos días podremos marchar. —No, no nos iremos. No tengo tanta prisa. Charlene va a reunirse conmigo en Nueva York. —Por supuesto, esto último era una mentira. —¡Mecagoendios, madre! De nuevo aquella palabra, aunque en un tono menos agradable esta vez. No pude evitarlo y empecé a llorar, cosa que nunca hago. Nelse salió de su saco de dormir y, en calzoncillos, se sentó a mi lado en el desnudo suelo. Sin pronunciar palabra estuvo frotándome el cuello y los hombros y acariciándome el pelo. Sin embargo, al cabo de un rato percibiría un estremecimiento en su voz. Fueron sus manos y la claridad de las estrellas en lo alto lo que hizo que dejara de llorar. Le había pedido que nombrara las constelaciones del cielo, y el recital se convirtió en un canto. El cielo arriba y la tierra abajo, las estrellas permitiéndome con su gracia situarme a mí misma en la tierra, en la profundidad del bosque, junto al río, y el murmullo de sus aguas guiándome al más profundo de los sueños antes de que Nelse pudiera concluir con sus constelaciones. ESCANABA. MAYO, 5.30 LATITUD 45 GRADOS, 49 MINUTOS NORTE, LONGITUD 87 GRADOS, 4 MINUTOS OESTE. EL TERMÓMETRO (EN LA VENTANA DEL HOTEL LUDINGTON) MARCA SÓLO 4 GRADOS Ayer por la tarde, cuando nos dirigíamos a la ciudad, la temperatura era cálida en el interior, pero en cuanto bajamos al precioso parque junto al lago el tiempo se puso borrascoso y estalló una fuerte tormenta eléctrica, rara en esta época del año, pero

lo cierto era que una enorme turbonada avanzaba por el lago Michigan, y a lo lejos, por encima de las crestas de las olas, observamos su colérico avance. El aire no podía oler mejor. Nelse, en cambio, estaba un poco contrariado, pues quería acampar al norte de aquí, cerca de Trenary, donde conoce un manantial con excelentes truchas. De mala gana, por la radio de la camioneta escuchó las predicciones del tiempo y, en efecto, el pronóstico no podía ser peor. —¡Mierda! —exclamaba una y otra vez, pero al final tomamos habitaciones en un hotel antiguo que habían restaurado. Se animó un poco después de recorrer la calle y cenar temprano, unos bistecs con espaguetis en un restaurante italiano. Nelse no había probado nunca esta combinación, y le dije que debería «salir por ahí más a menudo», lo cual le hizo reír. Resulta difícil imaginar a un joven que sepa tanto sobre zonas en su estado natural y tan poco acerca de lo que el mundo civilizado puede ofrecerle. Me siento lo bastante osada como para sugerirle que debería corregir este desequilibrio, y ite que tal vez deba hacer algún «viaje cultural» para que J. M. sea feliz. Ayer por la tarde, de camino hacia aquí, pasamos por el desvío que, unos kilómetros más abajo, por un camino de gravilla, conduce a la cabaña del hechicero absaroca, padre de mi amiga. Me sorprendió recordar el desvío con tanta claridad, y se lo comenté a Nelse. Quiso que le repitiera el incidente, y ambos repasamos con detalle lo ocurrido. Pero no se me ocurrió que viera nada extraordinario, excepto el que las tortugas saltaran de las piernas del anciano cuando nos acercamos por el sendero a donde estaba sentado junto al diminuto lago. Después, el anciano nos había preparado una cena bastante ligera, a base de unos platos de arroz silvestre con cebolla y colmenillas. La cabaña era limpia y frugal, adornada con una gran colección de plumas de diferentes aves, atadas en pequeños manojos que colgaban de una viga. La pequeña vivienda carecía de aislamiento y le pregunté si pasaba frío en los duros inviernos. Se lo estuvo pensando un rato, y luego contestó que nunca en su vida había tenido frío. Su hija bromeó diciendo que todo el mundo en aquella zona sabía que él era medio oso, y los dos se rieron. Luego me había preguntado acerca de mi trabajp, y le expliqué con bastante detalle cómo funcionaba lo de la asistencia social con la gente pobre. Comentó que sin duda yo también ayudaría a gente rica, pero no supe cómo interpretarlo. A Nelse le inquietó un poco este comentario, y ambos reflexionamos sobre lo que habría querido decir el hombre con esto. Estábamos tan enfrascados en ésta charla que nos detuvimos en una área de descanso y nos sentamos a una mesa de picnic. Nelse comentó que el nivel de miseria no dependía forzosamente de la posición económica. Sin embargo, basándome en mi experiencia, me vi forzada a disentir en esto; aunque la diferencia no era tanta como la mayoría de la gente imaginaba. Todo el mundo conocía experiencias miserables de personas que habían ganado alguna de las loterías, pero a la pobreza se la califica de «demoledora» porque puede hacer añicos a la gente. Nelse, como era lógico en él, estaba convencido de

que esto podía ser más habitual en las zonas urbanas. Le dije que siempre sentía una extraña sensación al pasar por los cementerios y observar la patética vanidad de los ricos en sus enormes lápidas funerarias. Se hizo un silencio al caer en la cuenta de que el significado de las lápidas podía hurgar en carne viva. De manera gradual acordamos que lo más importante estribaba, sencillamente, en el hecho de que las tortugas tomaran el sol sobre las piernas del anciano. Los dos estábamos de acuerdo respecto a la vulgaridad superficial de toda la basura New Age, o de cualquier charlatán que asegurara tener poderes secretos. Pero aquello no era New Age, sino Old Age: algo procedente de una era muy antigua. Yo había visto en dos ocasiones a Frank Corneja Loca, y, si me hubiesen acorralado en una esquina, hubiese itido que era un hombre poseedor de un incomparable secreto. Decir que era tan sólo como nosotros habría sido una vanidad imperdonable. Nelse fue más allá y dijo que tan sólo disponemos de unas pocas pistas acerca del esquema global de las cosas. Tal vez aquel hombre fuera una especie de Mozart del mundo de la naturaleza y a los demás nos resultara siempre incomprensible su relación con las tortugas. Llegó un momento en que deseé no haber visto a las tortugas tomando el sol sobre las piernas del anciano. Era indudable que aquello amenazaba mi ordenado mundo, que ya se estaba desmoronando a causa de mi enfermedad. Entonces Nelse levantó ambas manos y dijo que todos estábamos hechos un lío, que podías pasarte la vida estudiando a los pájaros y al final terminar preguntándote si los pájaros existían en realidad. Me levanté temprano a consecuencia del dolor. Observé la primera luz que se filtraba por las blancas cortinas de la ventana que daba al este, a través de la cual se oían las olas del lago Michigan al romper. Una ráfaga de viento levantaría las cortinas y mi cuerpo enfebrecido se sentiría bañado por el flujo frío y suave del aire. Había tenido un sueño desapacible, afortunadamente breve, sobre mí amigo Michael. Antes de que saliéramos de viaje, Naomi me comentó que había recibido carta de la hija de Michael, en la que decía que él estaba en una especie de ashram, un aislado centro de meditación, para desintoxicarse otra vez. En mi sueño veía el cuerpo de Michael enorme y desproporcionado, algo que no estaba muy lejos de la realidad. No me había sentido con ánimo para contestar a sus cartas, dado que todas giraban en torno a una misma secuencia repetitiva de dificultades. Por algún motivo, el sueño me recordó el comentario de Nelse referente a que todos los mamíferos, de las cuatro mil especies que existen, tienen siete vértebras cervicales. Aunque es probable que yo lo entendiera mal. También dijo que hace dieciséis mil millones de años todo el universo era un cúmulo de energía inconcebible del tamaño de la cabeza de un alfiler. ¿Cómo voy a enfrentarme a esto si ya me desconcierta la existencia de las mariposas monarca? Al ir a pagar la cuenta, de nuevo vi que cargaban media docena de llamadas telefónicas que Nelse había hecho desde su habitación. Algunas a J. M. y a Naomi, y otra a Charlene a París. Esto significaba que había descubierto la mentira de que iba a encontrarme con ella en

Nueva York. En fin, existen amplios márgenes para la honestidad. Mientras desayunaba un té con las galletas saladas, me pregunté incluso por la honestidad de mi lista, puesto que en mitad de la noche había añadido algunos puntos bajo los efectos de la droga. 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34. 35. 36. 37. 38. luna.

Las olas de la corriente del golfo, bajo las cuales había desaparecido Duane. La voz de Lundquist al hablar a los animales. Un carnero salvaje que vi en Cabeza Prieta. El primer vaso de vino tinto después de varios días de abstinencia. Aquella vez que vi un rayo impactar contra un árbol. Flotar desnuda en la corriente del Niobrara una calurosa tarde de agosto. El extraño aspecto de los animales al hacer el amor. La presencia de los ríos subterráneos. Duane galopando. Beethoven, Bach, Mozart, Stravinsky. Lorca, el poeta, en la casita de Paul en Baja California. Montar a caballo al amanecer y al anochecer, y regresar al establo al asomar a

Lo cierto es que era/bastante corriente y no demasiado absurda. No todo el mundo puede ser excepcional, aunque se nos haya enseñado que podemos serlo. Poseo el verdadero potencial para hacer lo que ya he hecho. Viajamos hacia el noreste en dirección a Grand Marais, al norte de Seney a orillas del lago Superior, en parte porque había estado allí con motivo de un trabajo de verano durante mi época universitaria, trabajando con una prima de mi madre en un proyecto para el control de la lamprea. Estas criaturas maravillosamente feas se atacan entre sí y chupan la sangre de las truchas del lago. Se había llevado a cabo todo tipo de intentos para atraparlas y envenenarlas cuando entraban en los arroyos y los riachuelos para desovar. Al igual que los nocivos sábalos, las lampreas han penetrado en los Grandes Lagos debido a la ineptitud del Gobierno durante la expansión de la ruta marítima del San Lorenzo. También quería ir a Grand Marais porque, por pura casualidad, tres de mi familia habían estado allí: yo misma, Nelse, para su trabajo con los azores, y mi abuelo, en su época de estudiante de bellas artes en Chicago. A mí esto me parecía extraño, pero Nelse dijo que si anotas tus sitios favoritos, la lista no es muy extensa. Esto me llevó a mi bloc de notas para añadir algunos puntos más. 39. Las especias, incluyendo el jengibre, el hinojo y también el olor del ajo y del cilantro, las guindillas. 40. Música mexicana de todos los tipos.

41. Sueños eróticos con personas que no conozco. 42. Zambullirme en un río y tocar el fondo. 43. La primera mañana después de que finalizara el curso escolar, cuando me quedaba durmiendo. 44. Trabajar con Naomi en su jardín. De repente se me ocurrió que no podía decir que fuera desdichada. Estaba muy lejos de este tipo de consideraciones. En cierto sentido, nunca me había sentido tan viva, y me pregunté qué otra cosa, aparte del dolor, me había llevado a ese estado. Así, a bote pronto, podríamos presuponer que todos estamos en la cola de la muerte, pero que ante la inminencia del momento la naturaleza de la realidad se hace mucho más intensa. 45. Los sueños de indios y de animales que parecen emerger del paisaje donde he vivido gran parte de mi vida, pero que me sigue a todas partes. Me daba cuenta de que Nelse se sentía incómodo, así que le hice saber que me había dado cuenta de que estaba haciendo planes para mí. Entonces, casi a borbotones, me notificó que al día siguiente por la tarde saldría en avión de Marquette y que Charlene se encontraría conmigo en Nueva York para acompañarme en mis «citas». Accedí enseguida, y se sintió tan aliviado que la camioneta hizo un movimiento brusco cuando él se estiró en el asiento. Decidí gastarle una broma y le pregunté qué opinaba de un verso de Rilke que Charlene me había anotado en una carta; algo así como «no creas que el destino es más que la densidad de la infancia». —¡Dios bendito! —exclamó, luego guardó silencio unos instantes antes de añadir que aquella frase le producía el mismo vuelco en el estómago que le había producido el libro de pinturas de Edward Hopper que había en la biblioteca de mi abuelo. No entendí muy bien la relación, pero podía percibirla. Aquel tema creó una profunda ansiedad en el silencio que siguió, como si nuestras humildes palabras no pudieran seguir las huellas de Rilke y de Hopper hasta el mundo que ellos habían creado. Éramos simples testigos, en vez de participantes. De haber recordado un solo chiste, lo habría contado en aquel preciso momento. Acudieron a salvarnos tres grullas canadienses que había en la cuenta, a un lado de la carretera. Nelse redujo la marcha, pero decidió no importunarlas. Luego me quedé dormida y, al despertar, vi que en las afueras de Munising tomábamos una carretera apartada, y me acordé de que seguía por el bosque la mitad de los ochenta kilómetros hasta Grand Marais y de que parte de la carretera avanzaba junto al lago Superior. Había tenido un sueño erótico sobre Charlene, pero sentí que ya era un poco tarde para que me inquietaran estas cosas. Desde la

época en que nos hicimos íntimas amigas, en los primeros años de la adolescencia, Charlene había sido una de esas raras mujeres que en todo momento se sienten orgullosas de su cuerpo. Yo estaba enterada de que a los veintitantos, en Nueva York, había mantenido una aventura amorosa simultánea con un actor bastante conocido y una actriz muy conocida, y en aquel entonces pensaba que ambos se habían sentido afortunados, aunque algo celosos. Un sábado por la mañana, durante un soñoliento desayuno en Ratner's, yo le había formulado preguntas tan estúpidas como: «¿Con los dos el mismo día?». Una vez que fuimos a nadar a Fire Island, incluso los gays parecían lanzarle miradas apreciativas, tal vez porque las facciones de su rostro eran algo andróginas. Me reí algo turbada ante la idea de que mil orgasmos no contribuyen a que sientas menos interés por el siguiente. Mi mente se distrajo con los miles de liliáceas en un sombreado claro del bosque, y me pregunté cuántas zonas de flores silvestres me habría perdido en el trance sexual. Ya podía despedirme de aquello para siempre. Nos paramos y paseamos entre aquella profusión de flores que me erizaban los pelos de la nuca con su delicioso perfume. Mientras tanto, Nelse inclinaba el cuello hacia atrás para estudiar las nubes más allá del verde pastel de los árboles, retrasado el crecimiento de sus hojas debido a la proximidad con el frío lago Superior. Más adelante nos desviamos por un camino secundario hasta un alto promontorio que daba sobre el lago, en las dunas de Grand Sable. La vista era asombrosa, aunque me costó sacar a Nelse de su estado de ánimo influido por el mal tiempo. Él ansiaba acampar en uno de sus sitios favoritos, y aseguraba que pasar la noche en un motel le «destrozaría el corazón». Después pidió disculpas y preparó unos espantosos emparedados de carne enlatada sobre la compuerta de cola de la camioneta. Siguiendo un impulso abrí la primera botella de vino durante el viaje y nos sentamos en lo alto de uno de los montículos de arena más altos del mundo, mirando hacia el lago Superior. Por suerte, al cabo de media hora, el viento giró desde el noroeste, perdió su húmedo calor y pudimos contemplar el cielo azul que se nos acercaba por el otro lado del lago. Nelse no se inmutó cuando saqué otra pastilla de la chaqueta y me la tragué con unos deliciosos tragos de vino. Nos cogimos de la mano esperando el momento, ya cercano, en que el sol se abriría paso entre las nubes que pasaban hacia el sureste y luego pudimos ver cómo el reflejo solar corría hacia nosotros por encima del agua. Contuvimos la respiración y entonces nos golpeó de lleno. Miré hacia abajo y vi cómo la luz del sol se extendía por mis manos y por el agujero en la rodillera de los Levi's, a través del vaso de plástico medio lleno de vino tinto, y se extendía a lo lejos por el lago Superior, ahora de color azul celeste. Parpadeé varias veces, como si tomara una foto, y me pregunté cómo era posible que todo aquello fuera a desaparecer. 46. ¡Azores!

Cerca de donde acampamos había una hembra de azor. Nelse había descubierto el nido al acampar aquí diez años atrás y se alegraba de que aún siguiera «en activo», como dice él. Aunque es muy probable que la hembra fuera una descendiente de la que vio en aquel entonces. Debo añadir que tanto la voz como la actitud de aquella hembra contribuyeron a aumentar mi sentido de lo femenino; un chillido arquetípico, como si se deslizara por el aire desde la prehistoria. Aunque no pesara más de kilo y medio, parecía mucho más grande al pasar por nuestro lado, tratando de atraer nuestra atención y alejarnos, como si fuera la zorra más lista del mundo. Aún faltaban un par de horas para que anocheciera, pues nos acercábamos al solsticio de verano. Gracias a la pastilla extra y al vino me sentía bien, aunque me asaltaba la idea de que ésta podría ser mi última noche de verdadera y absoluta libertad. No se trataba tanto de intuición como de tener sentido de la realidad. Paseamos sin rumbo por la zona y Nelse comentó que si estuviésemos otra semana, sin duda los cornejos y los endrinos estarían en plena floración. Abrí con los dedos algunos capullos para oler su intenso olor dulzón y recordé que el abuelo, harto ya de Chicago, había viajado al norte y había recorrido esta zona estando los árboles cubiertos de flores. Nelse se dedicaba a examinar un empinado ribazo de arena junto al río Sucker, ante la posibilidad de probar suerte con la pesca, pero le dije que me apetecía un bistec a la plancha, así que viajamos unos diez kilómetros hasta la tienda de comestibles del pueblo de Grand Marais. La carne no era demasiado atractiva según las exigencias de Nebraska, y para compensar compré un frasco de salsa para barbacoa. Cuando Ruth tenía siete u ocho años, el abuelo le había dicho que si quería fortalecer los dedos para tocar el piano tendría que estrujar una bola de goma mil veces al día y comer un bistec también todos los días. Este consejo estuvo a punto de volver loca a Naomi, porque Ruth se lo tomó al pie de la letra y una casi se ponía enferma viendo cómo aquella tierna criatura devoraba su bistec diario. Aunque muy pronto el piano sonó con mayor contundencia y, en el patio de la escuela rural, los muchachos evitaban su fuerte apretón. Al salir de la tienda de comestibles, Nelse ya tenía el motor en marcha, ansioso por volver al campamento. Le saludé con la mano y me dirigí a un bar situado en la misma calle, el Dunes Saloon, para tomar un martini; una decisión discutible, pero a la que tenía todo el derecho del mundo. El camarero, un tipo muy gordo incluso para las exigencias de Nebraska, era pelirrojo y tenía muy poco cabello a pesar de que no superaría la treintena. Nada más pedirle el martini se me quedó mirando como si yo fuera un animal del zoológico y anunció que sería el primer martini que haría ese año, lo cual significaba que la temporada turística quizás estuviera a punto de empezar. También me preguntó qué debía yo pagar por él, puesto que se le había olvidado cuánto cobraba por la consumición. Luego entró Nelse y empezaron a hablar de la pesca de la trucha. El hombre se apresuró a dibujarle un plano y le dijo que aquél era su mejor sitio para pescar los días que tenía libre. Nelse dio un sorbo a

mi combinado y contrajo la cara como si hubiese tragado gasolina. Siguiendo un repentino impulso le abracé, y el camarero nos advirtió que si un hombre obliga a su esposa a ir de acampada durante la estación de los mosquitos y los jejenes puede poner en peligro su matrimonio. —Es mi hijo —le aclaré. —¡No me diga! —exclamó el hombre, y se echó a reír. 47. 48.

La propia noche. El canto del chotacabras.

Casi había oscurecido antes de que el fuego estuviera a punto y pudiera poner encima de las brasas la vieja sartén Wagner del abuelo. Rocié lo que tal vez pareciera exceso de sal sobre la sartén y dejé que se calentara hasta ponerse al rojo vivo. Nelse observaba todo aquello con algo de sarcasmo, así que le dije que gran parte de su cocina de campamento sin duda debía limitarse a abrir latas de conserva. Yo había frotado la carne con ajo y la había cubierto de pimienta, de modo que al depositarla dentro de la sartén empezó a humear y a chisporrotear, y sólo necesitó hacerse unos minutos por cada lado. Yo debí de comer unos doscientos gramos, y Nelse se comió sin ningún problema el kilo restante. Nos bebimos media botella de Gigondas y me tragué una pastilla extra en cuanto él salió del círculo iluminado para ir a orinar. ¡Qué noche pasamos, pues la luna en cuarto creciente no empañaba la claridad de las estrellas! Nelse había montado la tienda por si el tiempo decidía cambiar, pero extendimos al raso las colchonetas y los sacos de dormir. Entonces le pedí que me recitara de nuevo las constelaciones, la única música que deseaba escuchar. Hablamos del amor, algo que resulta más fácil en la oscuridad, al lado de un pequeño fuego. Le hablé de mi absurdo verano antes de marchar a la universidad, cuando trabajaba de camarera en el café de Lena haciendo los turnos del desayuno y el almuerzo, lo cual me obligaba a salir del rancho a las cinco de la madrugada para hacer el largo trayecto en coche. Durante las calurosas tardes solía echar una siesta y leía sobre el amor, pues hacía tan sólo poco más de dos años que su padre se había marchado y yo aún me sentía mortalmente poseída. De todos los libros que leí aquel verano, los únicos que me parecían cercanos eran Romeo y Julieta y Cumbres borrascosas. Después de leer todo cuanto me era posible, salía a montar a caballo con los perros detrás de mí, y si aún hacía calor me bañaba en el Niobrara bajo la mirada atenta de los animales, aunque a veces se bañaban conmigo por razones que sólo ellos sabían. Nelse cambió nervioso de tema diciendo que no había leído ninguna de aquellas historias de amor, y yo me eché a reír, pero le hice prometer que las leería. Luego me lo pensé mejor y le eximí de su promesa porque, ¿qué sentido tenía obligarle a ser como yo?

Reconoció que estaba preocupado por el carácter explosivo de J. M., aunque suponía que, en conjunto, les iría bien en su vida compartida. Le hubiese gustado que su padre de adopción viviera más tiempo y, por todo lo que sabía sobre Duane, que éste hubiera llegado a conocerle, pero no pretendía cuestionar lo que él llamaba «su desaparición de la tierra». Ésta era una expresión bastante extraña que me produjo escalofríos, así que tendí mi brazo hacia el vaso de vino como si estuviera lleno de brandy. También le hubiese gustado que su madre adoptiva no bebiera tanto, aunque esto era algo que ella hacía desde siempre, que él pudiera recordar. Pensaba que a su hermana lesbiana de Kansas le iba sin duda mejor que a la de Washington, quien en una carta reciente le confesaba que su matrimonio era tan «poca cosa» que a veces lloraba de aburrimiento. Le dije que debía contestarle y aconsejarle que abandonara el gallinero. Me gusta esta antigua expresión campesina. Llegamos a la conclusión de que la misma idea de «desear» ya era profundamente sospechosa. 49. El olor del suelo en los bosques. Me desperté bastante antes de que amaneciera, pues me había deslizado de la colchoneta y tenía la cara comprimida contra el suelo. Nelse estaba arrodillado junto al fuego, añadiendo más leña, y bajo la débil luz semejaba la foto antigua de un lakota. Sin esconderme esta vez, me tomé otra pastilla, porque dentro de mí ardían las ascuas de otro fuego. De nuevo empezamos a hablar y, coincidiendo con su imagen ante la hoguera, me contó su turbación al conducir hasta Pine Ridge mientras realizaba su trabajo arqueológico cerca de Valentine. Se había sentido hasta tal punto un muchacho blanco superprotegido que había derramado lágrimas de vergüenza y de rabia contra sí mismo por albergar semejante ilusión. Según él, era indudable que llegaba un momento en que la idea de los padres naturales no significaba nada. En cierto modo estaba de acuerdo con él, pero le dije que, con toda probabilidad, su vergüenza, su rabia y su turbación probablemente significaban que no era sólo un joven blanco superprotegido. Le hablé de cuando mi abuelo, que era medio lakota, me explicó cómo su padre había decidido en qué mundo quería vivir. También le conté que había conocido bastante bien a un mestizo negro en Nueva York (habíamos sido amantes durante un mes) al que el hecho de que pudiera pasar por blanco sin dificultad le atormentaba en todo momento. Percibí que esto desconcertaba a Nelse, pues bromeó diciendo que un navajo, al levantarse al amanecer, efectuaba una reverencia hacia seis direcciones distintas, y que con eso le bastaba para saber cuál era su latitud y su longitud. Cualquiera es capaz de saber dónde se encuentra después de haber hecho una reverencia hacia seis direcciones distintas. A continuación empezó a roncar y sus ronquidos me confortaron al mezclarse con el canto de un chotacabras. Me pregunté qué ruido harían las estrellas de cerca, y

esa infantil pregunta me llevó a creer que dentro de nosotros conservamos intactas cada una de nuestras edades. Tal vez esto sea obvio y no demasiado importante, pero en este mismo momento tengo once años y la terrible sensación de que acaba de tirarme al suelo un caballo que el abuelo me ha prohibido montar. También tengo dieciocho años y me siento como la moribunda Catherine de Cumbres borrascosas. Tengo asimismo cuarenta y seis años y a cada momento tiemblo al sentir que estoy al borde de un futuro muy breve. La grotesca expresión de «haber tocado fondo» se eleva por sí sola como un bocadillo impreso en una tira cómica, pero ¿para qué interrogarse por tocar fondo, cuando el fondo donde toco es la tierra sobre la cual estoy tendida, con unos ojos que miran las estrellas en lo alto y una mente que piensa que puede ver la luna en cuarto creciente trasladándose por el cielo? Notaba demasiado al mamífero que había en mí, aunque sin duda eso era yo. Nelse siente predilección por el término «primate», que me parecía bastante adecuado, allí en el suelo. Tapé la luna con la mano izquierda para ver mejor las estrellas. De haber entonado una plegaria, persistía la duda de si se elevaría por encima de la niebla que brotaba del suelo y se enroscaría en torno a los árboles al amanecer. Primero el canto de un pájaro, luego tres más, y a continuación un coro desde el río. Éste habría sido un excelente momento para morir, con el frasco de las pastillas y una jarra de agua a mano, unido todo a la creciente densidad del canto de los pájaros, pero no tenía derecho a dejar mi cadáver a Nelse. Había pensado en un plan mejor, pero también deseaba despedirme de mi familia. ? DE MAYO, MARQUETTE, MEDIODÍA Voy a echar de menos esto de la latitud y la longitud, pero siento que las palabras empiezan a fallarme, o mejor todavía, que yo empiezo a fallarle a las palabras. 50. 51.

Mi primer viaje en avión. Mi primer coche, el descapotable color agua.

En el aeropuerto de Marquette me alegré absurdamente al conseguir asiento de ventanilla. Esta mañana me sentí una piltrafa cuando Nelse me despertó por fin a las nueve, con el sol calentándome la cara y una picadura de mosquito en el labio inferior. —No tengo nada que ponerme en Nueva York —le dije, y Nelse me miró como si fuera una estúpida. Había plegado ya la tienda y todo estaba guardado, con la excepción del anguloso bulto que era yo dentro del saco de dormir. Me trajo té y galletas, con lo que tomé dos pastillas. Me quedaban pocas, pero Charlene siempre había sido una experta en cuestión de pastillas y no se me ocurría nada que ella no fuera capaz de lograr: hombres, mujeres, dinero. Después de pasar por el mostrador de facturación

regresamos afuera y me pregunté si habría algún espacio interior lo bastante grande en todo el mundo que le permitiera a Nelse vencer su claustrofobia. Le pedí un cigarrillo a un finlandés muy viejo, que vestía traje azulón y llevaba chaleco. Cuando dejé de fumar, hará diez años, todavía metida de lleno en la miserable desintoxicación, me juré que si ajguna vez recibía una sentencia de muerte, del tipo que fuera, empezaría a fumar otra vez. Por desgracia, el sabor del cigarrillo era espantoso, y al cabo de unas pocas caladas lo tiré. El anciano finlandés me miró indignado por echar a perder un cigarrillo y Nelse se rió. Regresamos al interior para dirigirnos a la puerta de embarque y, al darnos un abrazo de despedida, fue como si a Nelse lo estuvieran estrangulando. No se me ocurrió nada que decir para levantarle el ánimo. El vuelo a Detroit fue bastante bueno, aunque me perdí algunos de los espléndidos paisajes del norte de Michigan al dormitar con la frente apoyada en la ventanilla. En el tramo entre Detroit y La Guardia tuve que escuchar cómo un hombre vestido con un traje a rayas no demasiado elegante me contaba sus problemas matrimoniales. El trabajo social te enseña como mínimo a fingir que eres buena escuchando a la gente. Al principio él estuvo coqueteando, tal vez un hábito al que no podía renunciar. Pero aflojó la presión en cuanto le dije que mis cinco hijos eran bastante felices y vivían sin problemas. Podría haberle devuelto el coqueteo, pero no paraba de mirarse las uñas con actitud crítica, un indicio claro de compulsión anal. La reserva la había hecho Nelse, porque nunca suelo viajar en primera clase. Según Stan, su mujer no apreciaba lo mucho que él trabajaba: una queja bastante común. Residía en las afueras de Detroit, en un lugar llamado Bloomfield Hills, y al entregar la chaqueta a la azafata le pidió que no la «arrugara», como si en ella esto fuera lo habitual. Era un estúpido tan extravagante, que la fascinación que ejercía en mí formó un nudo en mi garganta. Y al explicarme los complicados detalles de la fiesta sorpresa que le preparaba a su hija con motivo de cumplir los dieciocho años, hizo que sintiera pena por la pobre muchacha. Al final empecé a sudar ante tanta banalidad y, para poder escapar, fingí que me quedaba dormida. El rostro de Charlene parecía mucho más joven, y mientras cruzábamos el vestíbulo se apresuró a reconocer que se había hecho un pequeño estirón en la cara y realzado los labios. Nos reímos por eso, y yo me sentí desaliñada caminando a su lado con mis vaqueros y la chaqueta de cuero. Aunque peor me sentí en el elegante vestíbulo del hotel de Madison Avenue, cerca de la calle Ochenta, si bien al comentárselo a Charlene me contestó que llevaba lo que vestiría una estrella de cine para diferenciarse de los ejecutivos. Había traído montones de prendas extra, que me dediqué a examinar cuando ella preparaba unas copas en nuestra sala de estar. Cuando salí del dormitorio, sosteniendo uno de sus vestidos más sencillos, me entregó un whisky con agua y se desmoronó por completo, sumergida en un ataque de lágrimas. La rodeé con mis brazos y me vi reflejada en el espejo del armario que

hacía de mueble bar. A decir verdad, no tenía muy buen aspecto, pero ¿qué podía esperar? Pasó una hora larga antes de que se calmara lo suficiente para poder hablar con normalidad. Lo peor que dijo fue que desearía ser ella la enferma, y no yo. Era absurdo contestar a semejante tontería, aparte de reconocer su profunda amistad. Treinta años antes habíamos ganado el concurso de polka en la feria del condado, con Charlene vestida de muchacho, y ahora estábamos allí, en una suite del octavo piso, rodeadas por grabados de los originales de Audubon y un mobiliario carísimo y espantoso. Al final me preguntó qué pensaba hacer. —Ahogarme, probablemente; ¿por qué no? —contesté, y me eché a reír. Aunque en la radio emitían una música inadecuada, di unos pasos de polka, como hacíamos siempre que nos volvíamos a encontrar. Pero ella se derrumbó sollozando en el sofá. —Charlene, acaba ya con esta sandez —le dije. Nos quedamos en el sofá, cogidas de la mano, y luego me amodorré un ratito. Al despertar me sentía fatal y me tomé un Percodan del frasco que Charlene me había dado; después encargamos que nos sirvieran allí mismo la cena. La pastilla me provocó una sensación de mareo, como de «flipada», decíamos en mi época, y disfruté con la ensalada de mariscos y un vino blanco que nunca había probado; un Meursault, que era el favorito de Charlene. Pensé que como premio de consolación podía llevarme una caja a casa; sin embargo, al preguntarle a Charlene el precio normal de una botella, me entraron sudores. Le dije que a una persona de Nebraska debería darle vergüenza gastar aquello en vino. —¡Que se joda Nebraska! —exclamó, y añadió que mi abuelo no habría dudado en gastarse aquella cantidad. Después de cenar nos vestimos y bajamos a la cafetería, donde escuchamos a una maravillosa pianista y cantante. Aquello apenas se parecía al Nueva York que yo había conocido y amado, pero ya era demasiado tarde y me sentía fatigada para ir al centro, y ninguna de mis amistades se dignaba subir a la parte alta de la ciudad como no fuera para ir a algún museo. En el dormitorio había dos camas, pero dormimos juntas, cogidas de la mano. A las cuatro de la madrugada tuve que levantarme para tomar una pastilla, que me tragué con una copa de brandy. No conseguí retenerla, pero con el agua lo logré al intentarlo con otra. Al despertarme de nuevo, con las primeras luces, el repiqueteo de la lluvia y un suave pitido, reviví un sueño agradable en el que yo era todo un colegio de encantadores peces que no lograba identificar. ¿Cómo podía ser yo más de uno?, pensé, acordándome de cómo el espléndido sol se filtraba a través de la claridad del agua. Estuve en el Sloan-Kettering desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde. En un principio tenía que quedarme allí toda la noche para unas pruebas adicionales y empezar de nuevo temprano a la mañana siguiente, pero el último médico del día

dijo que no era necesario, aunque debería regresar a media mañana para hablar con el consejero médico. El principio me quedé desconcertada, pero de inmediato deduje que mi caso debía de ser bastante desesperado. Mientras me vestía, el médico amigo del de Lincoln entró mirando mi historial y me dio la sensación de que lo sujetaba con excesiva rigidez. Quiso tranquilizarme diciendo que a la mañana siguiente me informarían de «todas mis opciones» y mi respuesta fue que qué apostaba a que no serían muchas. Conservar la calma es siempre difícil al existir alguna relación personal, por leve que ésta sea. Contestó que en realidad había un par de opciones, y fue una suerte que sonara su avisador. Algunas de las pruebas fueron sin duda muy agresivas, pero el equipo de médicos se mostró muy considerado, un trato por completo distinto del que recibían mis clientes de la asistencia social en los hospitales, convertidos en realidad en cadenas de atención médica. Siempre he sido consciente de que las sonrisas se consiguen fácilmente cuando puedes firmar un cheque. Esto no era una reflexión negativa sobre los sitios mejores en su especialidad, como el SloanKettering o la clínica Mayo, sino una apreciación de lo más corriente sobre la naturaleza del mundo. Me sorprendió encontrar a Charlene esperándome en el vestíbulo, y sospeché que la habrían avisado. Me sentía algo titubeante, pero quise hacer a pie el trayecto, bastante largo, de regreso al hotel. Era tal el alivio de pensar que te alejabas de la posibilidad de que te hurgaran por dentro, te conectaran aparatos eléctricos o te introdujeran tubos vibratorios, que casi me sentí feliz. De hecho, con cada paso iba ganando un poco más de fuerza, y la única parada que hicimos fue en la Colección Frick, donde quería sentarme un rato junto al estanque y contemplar el retrato de Pietro Aretino, que me recordaba a mi abuelo. De vuelta en el hotel, no me sentí con ánimos para una copa y dormí varias horas, escuchando de forma intermitente la voz de Charlene hablando por teléfono en la salita. Después de levantarme y haberme duchado tomé un martini, que pareció chamuscarme las entrañas, pero no vomité. Estando Charlene en la ducha, telefoneó un conserje llamado Dwight para informar que había conseguido dos entradas de reventa para el concierto de B. B. King, y me sentí absurdamente dichosa. Luego reflexioné sobre el proceso de la vida, en donde las cosas crecen desde muy pequeñas para al final ser demasiado grandes. Aparte de Dios, no se me ocurría nadie que pudiera hacerme tan feliz esa noche como B. B. King. Cuando Charlene regresó al dormitorio y se enteró de la buena noticia empezó a dar saltos envuelta en su toalla y a chillar y cantar. Haríamos todo lo posible para no actuar como correspondería a nuestra edad, y mucho menos a mi condición. Todo funcionó bastante bien. El concierto fue espléndido, hasta el punto de que pasé dos horas de absoluto olvido, lo cual no deja de ser parte de la función de la música: la esencia en lugar de los detalles. Charlene, sin hacer caso de mis protestas,

había alquilado un coche con chófer para la velada, y después del concierto nos dirigimos a la zona del SoHo-Tribeca, a un restaurante francés que Charlene calificó de «lo último» en la ciudad, donde tomamos una cena mediocre a cambio de quinientos dólares (Charlene pagó en efectivo, y eso me hizo plantearme algunas preguntas acerca de la profesión de «productor» de su actual marido). En el rincón más apartado había una mesa grande ocupada por un grupo de corredores de bolsa que hacían una horrible algarabía, entonando incluso canciones estudiantiles, y luego el camarero nos dijo que habían pedido vino por valor de «miles y miles de dólares». Todo aquello me hizo sentir añoranza del Nueva York de finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, cuando la ciudad tenía una apariencia más desastrosa y estaba más orientada a los distintos barrios. Hablamos sobre esto y, al final, tuvimos que rectificar hasta el punto de que cada generación que llegaba a esta fabulosa ciudad tenía su propio Nueva York y se mostraba intolerante con la generación que venía después, de modo que la generación anterior te decía que tendrías que haber estado aquí años atrás. Nos pasamos de la raya tomando crema quemada, un plato de quesos y una botella de Cháteau d'Yquem, que yo pagué. Me encanta este vino, a pesar de que va unido al dudoso recuerdo de un brasileño que me regaló una botella. Aquello era demasiado fuerte para mi sistema, tanto mental como físico, y de repente me asaltó el dulce recuerdo, aunque lleno de melancolía, de mi apartamento de la Segunda Avenida, en un quinto piso sin ascensor, comiendo comida china en un envase de cartón para llevar a casa, escuchando música y leyendo cualquier cosa hasta casi el amanecer. Efectuamos un absurdo recorrido sentimental por nuestro antiguo barrio, y regresamos al hotel bastante después de la medianoche, donde Charlene pretendió que tomáramos una última copa y yo me negué, al preguntarme de repente por qué estaría bebiendo tanto. ¿Había muchas opciones, teniendo en cuenta la situación? No recibimos mucho adiestramiento respecto a cómo morir y, sin embargo, ¿qué otra cosa puede haber tan corriente? Esta palabra no para de acudir a mí, a pesar de que no recuerdo haberla usado mucho en el pasado. Es posible que a los cuarenta y seis años sea el inicio de la menopausia que no voy a tener. Y entonces mantuvimos una insoportable disputa, aunque breve, que estalló al negarme a tomar la última copa, y también al decirle a Charlene que no quería que volara conmigo a Lincoln a última hora de la tarde del día siguiente, porque en cuanto yo cambiara de avión en Omaha ella se daría media vuelta para volar de regreso a Nueva York, alojarse en un hotel del aeropuerto, y al día siguiente montar en el Concorde (la idea de volar más rápido que la velocidad del sonido me repelía). Califiqué su plan de «estúpida tontería», porque ella no soportaría llegar hasta el final y regresar «a sus raíces», como solía decir. Entonces se puso furiosa y estalló en un prolongado llanto de borrachera, contra el cual yo no podía hacer nada, así que me tomé una pastilla y me fui a la cama. Cuando por la noche me desperté para

tomar otra pastilla, Charlene estaba en sujetador y bragas, despatarrada encima del sofá, y la tapé con una manta. Al amanecer se deslizó en la cama junto a mí y eso fue todo. Al despertar, con el tiempo justo para llegar a mi cita, no dijimos ni una sola palabra sobre el triste final de nuestra última noche juntas. El consejero médico era una mujer ya mayor, con un parecido extraordinario a Naomi en torno a los ojos, la nariz y la frente. Esto me resultó un poco desconcertante al principio, y a ella le dio la impresión de que estaba sentada en el borde de la silla a la espera de noticias cuando en realidad ya conocía la última y banal cláusula subordinada. Me encontraba ya muy avanzada en la «Fase iv» y el cáncer de ovarios se había extendido al hígado, los pulmones, las glándulas linfáticas, los huesos, por todo el cuerpo. Mi única opción era un tratamiento radical con radioterapia y quimioterapia que quizá me mantendría con vida entre seis meses y un año, tal vez más, aunque era poco probable. Muy tranquila, le dije que en mi trabajo de asistente social había conocido a tres dientas que habían soportado este tratamiento, y que me había hecho la firme promesa de que nunca me sometería a él. Para una de ellas había valido la pena porque hacía tiempo que no se hablaba con su hija y necesitaba tiempo para reparar errores, pero éste no era mi caso. Todo esto nos llevó diez minutos, y a continuación pareció como si las dos respirásemos aliviadas. La mujer quiso darme el libro de Elisabeth Kübler-Ross Sobre la muerte y cómo morir, y le dije que ya lo había leído y había subrayado las partes más interesantes. Curiosamente, entonces me preguntó en qué parte de Nebraska vivía y yo me dejé arrebatar por una descripción de las Sandhills. Sólo entonces lloré un poco. —Las echaré de menos —dije—. Aunque lo más probable es que no. Charlene estaba en el vestíbulo, con gafas de sol contra los cielos nublados. Bromeamos sobre esto durante la larga caminata hasta el Museo de Arte Moderno, donde resultó que las colas eran demasiado largas para soportarlas. La leve depresión de una resaca, suponiendo que seas una bebedora ocasional, puede resultar muy desconcertante si te ves forzada a poner en práctica todos tus recursos, como por ejemplo tomar un avión o hablar con tu mejor amiga por última vez. Sin embargo, habíamos sido lo bastante amigas para superar nuestras resacas comunes, o como mínimo gran parte de sus peores aspectos, aunque al doblar por la Quinta Avenida y penetrar en la avalancha de gente que al mediodía circulaba por la acera, Charlene se apoyó contra un edificio y casi a gritos exclamó: —¡No lo entiendo! Resultó que lo que no entendía era el misterio de por qué debemos vivir sin la menor idea de lo que esto significa. Pero yo no podía ayudarla en eso. Cuando le preguntaba al abuelo algo que no tenía respuesta, como la razón de q\ie las vacas y los caballos no tuvieran seis patas, solía contestar que las respuestas eran como las bellotas, y las preguntas, el roble más grande que uno pudiera imaginar. Aún me sentía un poco fastidiada por el hecho de que hubiera tanta gente en el museo y no

pudiera hacerle una última visita, a pesar de que mis cuadros favoritos de otro tiempo, el Guernica de Picasso y la serie de los nenúfares de Monet, estuvieran ahora en otros lugares. Fue maravilloso cruzar la Quinta Avenida y pasar al lado de Central Park, dejando atrás el gentío. Charlene estuvo mucho más animada en el instante en que el sol hizo su aparición y, cuando una pareja de atractivos latinos se cruzó con nosotras, comentó que le gustaría acostarse con ambos a la vez. Sentí una ligera sacudida al ocurrirseme que ya no volvería a hacer el amor nunca más. Una vez, comiendo en un restaurante húngaro de la Primera Avenida, al levantar una copa de sliwowitz, un aguardiente de ciruelas, para brindar con los amigos, me sentí abrumada por su olor y su sabor, porque así era como sabían los labios de Duane la única vez que hicimos el amor. Nelse fue un éxito bastante logrado. Al llegar al Museo de Arte Metropolitano también había mucha gente, con una larga cola de autobuses que iban soltando crios en viaje escolar. La verdad era que no me importaba, porque básicamente había pasado semanas enteras en el museo y me conocía de memoria muchas salas. Pensamos en seguir subiendo por la Quinta Avenida para visitar el Guggenheim antes de nuestro almuerzo de despedida, pero abandonamos nuestros planes y nos limitamos a quedarnos sentadas en los peldaños de la entrada tomando el sol y comiendo dos frankfurts con mostaza y col fermentada. Era entretenido contemplar a las jóvenes parejas que se miraban embobadas, y hablamos sin mucho sentimentalismo de nuestros días en el instituto. Al acercarse la hora, insistí para que Charlene regresara antes al hotel, pues quería que nos despidiéramos sentadas bajo el luminoso sol, con los escolares jugando al corre y pilla por las escaleras. Me quedé mirando un pegote de mostaza que se me había caído en la punta del zapato en lugar de mirar a mi querida amiga cruzando la calle. El vuelo a casa fue bastante agradable. De pronto me di cuenta de que estaba preocupada por el número de pastillas que necesitaría para mantenerme en movimiento, pero pronto lo dejé para quedarme dormida, y me desperté cuando el avión volaba por encima del Misisipí. Incluso desde un avión, el crepúsculo era maravilloso. Lamenté haber dejado el bloc de notas en el equipaje facturado en vez de llevarlo en el bolso, porque me hubiese gustado añadirlo a mi lista. En Omaha, al cambiar de avión para el corto tramo final hasta Lincoln, me permití otra pastilla. No estaba segura de cuántas había tomado, pero a fin de cuentas ¿que importaba eso? 52. 53. 54. 55.

Los gatos de los establos, salvajes pero amistosos. El cráneo de bisonte que Duane tenía en su escondite. La danza de la hierba en las fiestas de los indios. Los ríos desde el aire.

56. 57. 58. 59.

Mi padre guiando el caballo la primera vez que monté. Sonta, la perra airedale de mi niñez. La luna roja elevándose entre el polvo en Arizona. La foto que Edward Curtis le hizo a Judith, la muchacha mojave.

Nelse y J. M. me estaban esperando en la salida, y su semblante era como si ya hubiesen asistido a mi funeral, claro que la iluminación de los aeropuertos es estúpidamente chillona. Nos abrazamos y yo iba tan atontada que di un traspiés, lo cual les dio una impresión equivocada. Recogimos mi equipaje y, en el coche, camino de su apartamento, intenté describir mi estancia en Nueva York como algo maravilloso. Nelse tenía para mí una colección de pastillas nuevas que le había dado el médico de Lincoln, sin duda después de hablar con el personal de SloanKettering. Mientras estudiaba los frascos de las pastillas bromeé diciendo que me estaba convirtiendo en una especie de Elvis Presley, y Nelse y J. M. intentaron forzar una sonrisa, tras lo cual Nelse estalló en sollozos. Estuvimos consolándole, luego J. M. me calentó un plato de pozole que ya tenía hecho y me lo tomé con una tortilla y unos rábanos superfrescos. A mi padre le encantaban los primeros rabanitos y cebollas tiernas de la primavera; se los comía con mantequilla, sal y un trozo de pan, mientras yo, sentada en su regazo, decidía cuál debía comerse a continuación. Me emocionó ver que J. M. lucía el anillo de la abuela Neena, y se lo comenté. Nelse, sentado allí delante, parecía contener la respiración. Entonces tuve la profunda certeza de que una vez te han anunciado la sentencia de muerte y no hay apelaciones posibles, te toca a ti consolar a los demás. Tú ya has aceptado la sentencia, pero aquellos a quienes amas todavía no han sido capaces de interiorizar el hecho, que no para de acudir a ellos con renovadas energías. Charlene estaba un rato normal y de pronto se me quedaba mirando de reojo; en cambio, yo tenía como recordatorio el dolor, segundo a segundo, y si no era el dolor era el efecto soporífero de las pastillas. Nadie abandona la tierra estando vivo, y era simple mala suerte que mi partida fuese prematura. El condenado deja de pensar como un experto en cálculos de primas de seguros, porque es indudable que nada significa que las estadísticas digan que deberías disponer de treinta y dos años más. El «momento crucial» es una frase mucho más efectiva que «tocar fondo». Nuestros cuerpos viven una vida independiente y por lo general nos hablan con frases tan sencillas como frío, hambre, calor, deseo, y somos lentos para aceptar un mensaje fatal. Sentada junto a Nelse y J. M. agoté todas mis simpatías hacia mí misma, e hice cuanto me fue posible por ofrecerles un poco a ellos, bajo el tímido disfraz de planificar un metafórico viaje por carretera. Me sentí bien al despertarme en Lincoln poco después del amanecer, con el canto de los pájaros cada vez más potente, como allá en el rancho. Nelse me había contado una horrible serie de casos en que los pájaros morían al chocar contra los

cristales de las ventanas, sobre todo en la universidad, donde los edificios se entremezclaban con el denso follaje de los árboles. Por la ventana abierta se filtraba desde fuera un dulce olor a lilas secas, y en la mesita de noche había un jarrón con un ramillete de flores y hierbas indígenas recogidas en casa y también disecadas. En el barracón, dentro del compartimento congelador de la nevera, Nelse guardaba una pequeña colección de pájaros muertos que había encontrado, incluido mi favorito, el mirlo de cabeza amarilla, que si lo calentabas convenientemente creías que sería capaz de emprender otra vez el vuelo. En el pasado, a veces yo llamaba a la puerta mosquitera y Duane, que estaba sentado frente a su mesa desnuda de espaldas a mí, ni siquiera se volvía ni contestaba a la llamada de la puerta. Él sabía que había muchas probabilidades de que fuera mi hermanastro, pero yo ignoraba que fuera su hermanastra. Tuvimos un viaje estupendo en el largo trayecto hasta casa y, bromeando, saqué mi bloc de notas para anotar todos los pájaros que Nelse pudiera ver a cien kilómetros por hora, si no más. 60. 61. 62.

El sonido de los cascos de mi caballo sobre la tupida hierba. Contemplar un pez bajo el agua mientras nado. El ruido que hacen los caballos al comer avena, los crujidos.

J. M. dijo que quería dedicarse a la enseñanza porque casi toda la gente que había conocido era tonta; una razón bastante contundente. Nelse contestó que los primates, en general, aprenden sólo lo necesario para poderse alimentar. Eso irritó a J. M., quien le preguntó si podría estar todo un mes sin utilizar la palabra «primate». Les dije que a uno de mis escritores favoritos, Gabriel García Márquez, no le importaba calificarse de primate. —¡Pues lo mismo para Mozart! —gritó ella. Como defensa, Nelse dijo que en ningún momento había dado a entender que la antropología fuera lo más importante en la vida humana. —Estupideces —murmuró J. M., luego puso una cinta de Carlos Montoya, que contribuyó a suavizar el paisaje entre Almería y Brewster. Al pasar por la capital de nuestro condado se produjo un episodio bastante cómico: me horroricé al ver que mi viejo Subaru todavía estaba en el aparcamiento del vendedor de coches donde lo habíamos cambiado por la nueva camioneta; mi querido coche parecía un solitario detrás de hileras de modelos más elegantes, así que nos paramos y volvimos a comprarlo. Incluso me sentí ofendida por el bajo precio, aunque hubiesen dado una vuelta al cuentakilómetros, de manera que marcaba doscientos setenta mil, y había cierta corrosión a causa de las neblinas saladas de Santa Monica. No creo que esto implicara cierto esnobismo a la inversa, sino simple dependencia emocional. En una ocasión había oído a nuestro entrenador del instituto, referirse a mí como «una zorra rica», pero era el mismo

hombre que se había colado en el vestuario de las chicas estando yo sola y había pedido verme desnuda. En algunas ocasiones aún me planteo la cuestión ética de si debería haber contado lo sucedido, cosa que no hice, pero conocía a su esposa y a sus hijos, que eran unas bellas personas, por no decir sojuzgados a la dominación de aquel corpulento gilipollas. Me sentí rejuvenecer al volante de mi antiguo coche para regresar a casa, como si con él pudiera conducir muy lejos hacia el pasado, donde estar completamente bien otra vez, quizás encontrar un nuevo trabajo y un nuevo amante, y con habilidad ayudarnos el uno al otro a entrar en la vejez. Esta última fantasía pronto escapó al poder de mi imaginación, pero no la idea de que podía desandar mi camino, pongamos por caso hasta el último verano, cuando mi vida había alcanzado el máximo goce. Esto incluiría, por supuesto, ir al médico en cuanto me sentí rara a principios de diciembre, en un momento en que mi enfermedad debía de estar en la «Fase i» y, después de la operación, confiar razonablemente en vivir más de cinco años y quizá tener un nieto o dos. Supongo que estas majaderías colectivas eran comprensibles y que resultaba difícil renunciar a ellas, pero luego vi a Nelse y a J. M. por el retrovisor y regresé al presente, tal vez un concepto dudoso en sí mismo. Yo ya sabía que Ruth estaría en casa de Naomi y, de manera casi perfecta, sentados en el amplio porche delantero, estaban Ruth, Naomi y Paul. Se apresuró a salir a mi encuentro, como hacía siempre cuando yo regresaba de la universidad y ella todavía estaba en el instituto. Nos abrazamos sin apretar, como si yo fuera demasiado frágil, y en efecto lo era. Le pregunté por su actual acompañante y dijo que había tenido que dejarle. Aún anhelaba escuchar una música que no existía en la tierra. Miré hacia el porche, donde Naomi y Paul estaban de pie, y pensé que su aspecto era el mismo que tendrían mis padres si mi padre aún estuviese vivo. Esto me produjo una buena sensación y los saludé con la mano. Cuando todos estuvimos en la sala de estar, les dije que no tenía intención de prolongar aquello más allá de un día o dos, y le pedí a Naomi que invitara a Lundquist a cenar. Al mirarlos a todos cara a cara comprendí que aquélla sería la parte más difícil. Lo cierto es que no hay forma de minimizar el amor que sientes por los demás, y que desearías con todas tus fuerzas poderte quedar para que no sufrieran. Le pedí a Ruth que tocara el piano, a fin de disipar mi nerviosismo. Naomi me trajo un vaso de limonada y todo el mundo lloró mientras Ruth tocaba una pieza de Chopin que a mí me gustaba en especial. Luego Ruth me llevó arriba y en mi antiguo dormitorio estuvimos hablando bajo la mirada atenta de James Dean desde su póster. Después de una inquieta siesta en la que tuve un sueño donde salían todos los caballos y perros de mi vida, salí de la casa, saludé de lejos a Naomi, Paul y Ruth, que estaban de pie en el jardín, subí al coche y conduje hasta la casa familiar. Delante del barracón estaba aparcada la camioneta, y no quise importunar a Nelse

y J. M. en lo que estuvieran haciendo, de modo que me dirigí hacia la casa para preparar algunas cosas, pero antes me detuve en el cobertizo de la bomba de agua, que hacía las veces de almacén. Allí corté un buen trozo de una hamaca de malla con unas sencillas tijeras, lo cual me costó más de lo que había pensado. Al pasar por la cocina, Frieda estaba sentada ante la mesa del desayuno, con la mirada fija en el mantel de rosas estampadas que a mí no me gustaba, pero que a ella le parecía muy hermoso. Tenía la cara hinchada de tanto llorar, así que le di una palmadita y me senté a tomar una taza de café y un trozo de tarta de chocolate, de ocho centímetros de espesor, con nata montada por encima, que había preparado para Nelse, cuyo metabolismo era el que a ella siempre le hubiese gustado tener. Frieda no tenía la profunda religiosidad de su padre, por eso se me quedó mirando y exclamó: —¡Esto no es justo! Y eso fue todo, salvo el tic tac del reloj y el canto de un escribano más allá del emparrado. Arriba preparé una pequeña maleta con ropa de verano y una piedra lisa, de cinco kilos, que había extraído del fondo del Niobrara y que siempre había utilizado para sujetar las puertas. Abrí la pequeña caja fuerte que el abuelo guardaba detrás de los libros en el estudio, la de la complicada combinación —uno, dos, tres— y saqué un buen fajo de billetes, pero también me quedé mirando largo rato, con gran intensidad, una foto de Adelle, el gran amor de mi abuelo y hermana mayor de Neena. Luego dejé la caja abierta para evitar problemas a los demás. Miré hacia afuera por una ventana lateral, vi que Nelse y J. M. estaban en el corral hablando con Lundquist y decidí salir para reunirme con ellos. A medio camino, me detuve en la escalera frente a un pequeño paisaje de Davis y volví a pensar en aquel joven que se había despeñado en México, cerca de Durango. La pequeña disputa que yo había tenido con Paul por culpa de las memorias del abuelo se debía a que Paul no aceptaba el hecho de que para éste la pérdida tanto de Davis como de Adelle habían significado un profundo y violento vacío en su vida. La primera vez que leí la historia de Davis, mi mente recordó de manera vaga la broma de que la vida es muy corta pero muy ancha. Volví a detenerme en la puerta trasera, al ver a J. M. sentada en el cálido suelo, con la espalda apoyada en uno de los postes de la valla del corral, intentando acariciar a Roscoe y a Ted al mismo tiempo. Pero Roscoe no aceptaba las reglas de la democracia y no paraba de gruñir a Ted, que, a pesar de su mayor tamaño, retrocedía acobardado. Tenía la impresión de estar en media docena de universos paralelos a la vez y#en compañía de un dolor físico que las pastillas no conseguían aplacar, lo cual quería decir que había un universo del dolor, además de la imagen de Davis ahogando su dolor de muelas con tequila, escalando la montaña y despeñándose, además del pensamiento fríamente abstracto de que tal vez todas estas preguntas que me planteo acerca del significado de la vida sean tan sólo asuntos que no me incumben y que Dios, o quien sea, es un fascista tan

inmenso como Betelgeuse y que los mortales no tenemos derecho a plantear preguntas salvo a unos cuantos dioses pequeños disfrazados de humanos. A los demás sólo nos queda la posibilidad de ladrar nuestra esencial perplejidad, lo mismo que si fuéramos perros semihumanos. Como los perros siempre me han gustado, este concepto no me parece tan malo. Nelse me ayudó a ensillar a Rose mientras Lundquist impartía un curioso sermón a Roscoe respecto a que debía ser más amable con Ted. Pero Roscoe era un caso difícil y, después de apartarse donde Lundquist no le pudiera alcanzar, miraba furioso la tierra como si quisiera morderla. Nelse tenía sus dudas acerca de si era conveniente que yo saliera a montar, pero se limitó a un sencillo: —¿Estás segura? Ted no quiso venir porque, según explicó Lundquist, Rose le había mordido al intentar robarle un bocado de su avena. Las dudas de Nelse estaban justificadas. Al salir con Rose quería demostrarle que me encontraba bien, así que me dirigí hacia la primera barrera de árboles, pero a mitad de camino tanto la mente como el cuerpo empezaron a crepitar con la luz azulada del dolor. Cerca del montículo de piedras solté las riendas para deslizarme de la silla y caí hacia atrás sobre mi trasero. En un primer momento, Rose actuó como si se horrorizara, pero después se puso a pacer, ajena a las debilidades humanas de su amazona caída sobre la hierba. Indudablemente, esto reconfirmaba al cien por cien mis planes. Estaba claro que me era imposible vivir en una tierra donde no podía montar a caballo. Me quedé tendida en el suelo hasta que el dolor se apaciguó lo suficiente y pude guiar a Rose hasta el corral y el establo. Me sentí agradecida de que por allí no hubiera nadie que pudiera ser testigo de mi turbación. Entré en casa, me tomé dos de las nuevas pastillas superpotentes y llamé por teléfono a Naomi, pero nadie descolgó. Cuando volví a salir, Ruth entraba en el patio, aunque no me vio porque yo había salido por la puerta delantera y permanecía de pie junto al neumático del columpio. La asusté al acercarme, pues estaba escuchando el final de una cinta de Stravinsky y no pudo oír mis pasos. —¡Ah, eres tú! —exclamó, y se echó a reír. Luego enfilamos con el coche por el estrecho camino de graviíla hasta el Niobrara, nos sentamos en un ribazo cubierto de hierba y permanecimos así casi una hora, con el brazo de ella sobre mi hombro, sin decir apenas nada, porque el canto de un mirlo alirrojo en un cercano marjal y el ruido del agua del río al fluir ya eran suficientes. La cena de despedida fue casi insoportable, aunque ya sabía que sería así. Todos hacían cuanto podían, pero, fuera cual fuera el concepto de comportamiento que se adoptara, no existía una auténtica salida. Todo el mundo estaba pálido por el esfuerzo, y yo seguía oyendo los latidos de mi corazón como cuando te giras con

brusquedad en la cama y de inmediato vuelves a girarte para no escuchar el ruido. Sólo que yo no podía moverme, aparte del gesto de servirme más vino y levantar el tenedor. Había traído algunas de las mejores botellas del abuelo, pero apenas tocamos su contenido, salvo Lundquist, que por lo general considera el vino una conspiración papista. Se hallaba sentado a mi izquierda y Naomi a mi derecha, y por debajo de la mesa le apreté la mano en el instante en que empezó a temblar. Comimos muy poco y al finalizar hice un pequeño discurso que en realidad no tenía preparado, porque mi mente ya no era capaz de concentrarse el tiempo suficiente. Esto era lo que más temía, que la mezcla de dolor, calmantes y pura desesperación animal redujera mi mente a la simple mueca de un aullido. Había llegado el momento de partir y nada más, así que les dije cuál era mi plan y el razonamiento que lo apoyaba. ¿Para qué sufrir y hacer sufrir a aquellos que me querían?, les dije. Con mi plan yo era más lógica que valerosa. Me habían notificado la sentencia, pero todavía era capaz de morir a mi manera, que ahora contemplaba como la única bendición que me quedaba, aparte de la presencia de todos ellos aquí y de que fuéramos capaces de abrazarnos y decirnos adiós. Les pedí a Nelse y a J. M. que pasaran la noche en casa de Naomi, porque si veía a alguno de ellos podía desmoronarme. Terminé diciendo que les enviaría mi pequeño diario, en el que he escrito todo esto, y como mínimo una carta de despedida desde el lugar adonde pensaba dirigirme. Después rodeé la mesa y les di un beso de despedida, y fue como si todos nos hubiésemos quedado paralizados. Besé a mi madre y a mi fiijo por última vez, e intenté memorizar la sensación de su piel sobre mis labios. Luego salí sin mirar atrás y conduje por el camino de gravilla hasta llegar a casa, empañados los ojos pero con el corazón alegre. Saqué a Ted de la caseta y me senté con él en el sofá de cuero del estudio del abuelo. Sentía el cerebro algo embotado por la pena y eso no me gustó, así que me dediqué a hojear un libro de gran tamaño del pintor Winslow Homer antes de quedarme dormida. Me levanté con las primeras luces, le di a Ted una copiosa comida y me marché. Al llegar al cruce, allí donde nuestro camino de gravilla se une con la carretera asfaltada del condado, Nelse salió de entre un grupo de árboles y cruzó la cuneta. Volvimos a darnos un beso de despedida a través de la ventanilla abierta del coche. ST. LOUIS, MISURI - MAYO. NO SÉ LA FECHA, PERO... ¿A QUIÉN LE IMPORTA? Hice el viaje hasta aquí en dieciséis horas, conduciendo sin excesiva habilidad. La ilusión de que podría llegar hasta los cayos de Florida me parece ridicula ahora, en plena medianoche. Era una obstinación sin sentido, y mi mente se distrae con facilidad, con lo cual puedo convertirme en una pequeña amenaza si no descanso cada dos horas. El Subaru también ha perdido algo de su potencia, tal vez por haber estado tanto tiempo parado, y cuando piso el pedal del acelerador a fondo tiene

dificultades para alcanzar los cien por hora. Me alojo en un hotel espantoso cerca del aeropuerto, de esos que Nelse afirma aborrecer. El tiempo es cálido y bochornoso, de modo que he conectado el aire acondicionado y, al despertar en mitad de la noche, he encendido el televisor para asegurarme de que el mundo aún seguía aquí, aunque esto apenas me sirva como prueba de buena fe. Ahora amanece y ya es hora de que salga para el aeropuerto. Dejaré las llaves en el coche y confío en que algún pobre desgraciado lo robe. Para compensarle, le pondré algo de dinero en la guantera. CAYO LOWER SUGAR LOAF, ¡UN DÍA Y UNA FECHA SIN ESPECIFICAR EN LA HISTORIA DE MI VIDA! Estoy en un hotelito muy agradable. Me encanta este lugar. Es una lástima que no me sienta lo bastante bien para quedarme más tiempo, incluso aunque el clima sea terriblemente húmedo y caluroso. Me sentía dispuesta a encontrar pegas a todo cuando me inscribí en recepción, a última hora de la tarde, y pagué dos semanas por adelantado. Después de ducharme estuve conduciendo un rato por allí, pero en cayo Big Pine no logré encontrar el campamento junto al riachuelo, navegable sólo en pleamar, donde Grace y Bobby Pindar vivían en una chabola y Duane en un viejo Airstream, y el caballo bayo en el diminuto corral improvisado de la parte de atrás. El caballo se conservaba bastante bien a sus dieciocho años, aunque le faltaba uno de los cascos. Me hubiese gustado nadar en el riachuelo, pero no conseguí encontrar el sitio. Después de abandonar la zona donde sabía que había estado el riachuelo y que si la mirabas de espaldas al mar recordaba cualquier barrio apartado de Lincoln, me detuve en un pequeño restaurante que había en un lateral de la autopista. Allí, un viejo pescador profesional me dijo que al riachuelo lo habían desviado al interior de un canal excavado para el barrio, y que Bobby y Grace Pindar hacía tiempo que se habían trasladado a vivir a Louisiana. Esa noche cogí un sobre de la recepción para enviar este diario a casa. Pero antes, al regresar de Big Pine, me detuve en el puerto deportivo que hay cerca del hotel; sin embargo, eran las seis y estaban a punto de cerrar. Un joven corpulento, de ascendencia en parte cubana, me pidió que volviera por la mañana después de preguntarle por un pequeño bote en condiciones de navegar y con un motor fiable, nuevo o usado, para chapotear por los alrededores unas pocas semanas. También compré una carta náutica de la zona más cercana. En la pared del vestíbulo del hotel había una, pero necesitaba estudiarla con detenimiento. En el trayecto de regreso vi que algunos botes pasaban arriba y abajo por debajo del puente de la autopista cerca del hotel, y al subir a mi habitación vi emocionada que el Bow Channel que llevaba a los American Shoals, en el lado atlántico de la autopista, estaba bastante cerca. Esto fue un golpe de suerte, porque las autoridades habían

calculado, y algunos testigos habían corroborado, que Duane guió su caballo por el borde de la carretera de Big Pine y bajó hasta Lower Sugar Loaf, en vez de simplemente entrar en el riachuelo durante la violenta salida de la marea. Aquellos que no conocen bien a los caballos ignoran la enorme fuerza que desarrolla su musculatura. Al salir de la ducha puse mi gran piedra en la hamaca de malla y anudé los cabos, luego pasé a través de la malla un viejo cinto concho que Paul me había regalado y me lo abroché a la cintura. Funcionaría, aquello sólo era un ensayo sin ropa. Fui lo bastante osada para mirarme en un espejo de cuerpo entero por vez primera en un mes, y como una idiota me sorprendí de la cantidad de peso que había perdido. A este ritmo quedaría reducida a nada en pocos meses. Lo único que hacía era anticiparme a mi cuerpo. Me despojé del equipo de suicidio, me puse una bata y salí a la galería para contemplar una espléndida puesta de sol por encima de docenas de cayos de mangle por el oeste. Por todas partes había bandadas de pájaros volando y pensé en que Naomi tenía que visitar este lugar. Bajé y me tomé una hamburguesa en el bar, pues no quería sentarme bajo las brillantes luces del comedor. En las noticias de la noche que daban por televisión retrataban un mundo sobre el cual tenía mis dudas. ¿Acaso había algo familiar en aquel mundo imaginario donde, a la velocidad del rayo, se jugaba al tres en raya sobre la piel de la tierra? La hamburguesa era buena, aunque sólo pude tomar unos bocados, y el bar estaba demasiado oscuro para leer el único libro que había traído conmigo, una antología de poesía norteamericana, aunque ahora tenía mis dudas respecto a si era un buen compañero de viaje. Tenía que resolver bastantes cosas con mi propia conciencia, y a estas alturas la conciencia de otros parecería absurdamente invasora. Me levanté temprano y animada y compré un bote en buen estado, con un motor de veinte caballos. Ésta es una idea que siempre me ha intrigado. ¿Cómo podía este ridículo motor poseer la fuerza de veinte caballos? Pagué lo que con toda probabilidad era un precio inadecuado, muy superior a lo que un entendido habría estado dispuesto a desembolsar, pero para mí el dinero ya no era un problema. Un joven de aspecto agradable, un cubano vestido con mono de mecánico, me llevó a dar un paseo de prueba, y las instrucciones que me dio fueron bastante sencillas. Con expresión muy seria me advirtió que no saliera si las olas eran de más de medio metro, aunque por fortuna el mar estaba muy calmado. Mientras me daba las instrucciones llevábamos el motor en punto muerto y nos dejábamos arrastrar por la marea. Creí ver un tiburón de gran tamaño, pero el joven me dijo que era un tarpón. Por absurdo que parezca, me sentí complacida cuando empezó a coquetear conmigo. Le ofrecí un billete de cien dólares a cambio de que me enseñara el Bow Channel, con la excusa de que antes solía pescar por allí. Se negó a aceptar el dinero, argumentando que no estaba muy lejos. Aun así, me incliné hacia él y le metí el billete en el bolsillo. Hacía mucho calor todo el rato que íbamos a la deriva, pero al acelerar hacia el canal noté una brisa deliciosa. A la entrada del canal cambiamos de posición, y él

fue mi pasajero en el trayecto de regreso al puerto deportivo. Allí desembarcó y yo proseguí hacia el puente, crucé por debajo y amarré el bote en el embarcadero del hotel. De nuevo en mi habitación, escribí nerviosa las señas de casa en el sobre y metí todo mi dinero al final del diario, guardándome sólo lo imprescindible para el franqueo. Aún me sentía algo animada por el paseo en bote, pero temía la larga espera hasta la noche. Aunque, ¿para qué esperar a entonces? La elección del momento por parte de Duane sin duda había sido accidental. Él tenía que aguardar a que yo estuviese dormida y entonces encontraría su camino en la oscuridad. El océano sería mucho más atractivo bajo el reluciente y cálido sol del mediodía. Me apresuré a preparar la bolsa playera con mi piedra del Niobrara, el trozo de hamaca y el cinturón que llevaría conmigo en el largo viaje a las profundidades. Nada más, tan sólo mi cuerpo y la nueva pastilla que acabo de tomar. Envío un beso y un adiós a quienes tanto he querido. Naomi, Paul, Lundquist, Nelse y J. M. Confío en ir a reunirme con mi amado.